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CUANDO UN RECIÉN NACIDO MUERE

Revista Ciencia, 1(6):116-121, 1998

Re v i s ió n B ib lio g r á f ic a

Dr. Fernando Agama Cuenca *,


Dr. Pablo Sánchez Gómez ** y
Dr. Danilo Espinoza ***

* Médico Pediatra.
** Médico General
*** Médico Rural

RESUMEN

En esta revisión bibliográfica se hace una aproximación a las manifestaciones


emocionales y clínicas de la aflicción en los padres, en el entorno familiar y en el
personal que trató, en último término, a un recién nacido que ha fallecido. Se
describen algunos de los fenómenos psicológicos que explican los intrincados
mecanismos internos del duelo, así como algunas de sus expresiones externas,
tanto en los afectados directamente como en quienes estuvieron relacionados de
algún modo con los dolientes y con los sucesos. También se proporcionan algunas
sugerencias para el seguimiento individual de estas familias, se dan orientaciones
a los padres con respecto a la planificación de sus vidas a partir de ese
fallecimiento y se hacen recomendaciones para el personal médico que
habitualmente se enfrenta con estos eventos.

PALABRAS CLAVE: Recién nacido, duelo, padres, familia, amigos, personal


médico

PREÁMBULO
La muerte de un recién nacido representa una tragedia personal con hondas
repercusiones en la pareja, su ámbito familiar, amigos e inclusive el personal
encargado de la recepción, manejo y tratamiento de ese bebé (1); consecuencias
tan intensas que hasta pueden llegar a interpretarse como manifestaciones
patológicas de un proceso absolutamente natural que, sin embargo, en algunas
personas vulnerables puede precipitar problemas emocionales que superen los
sentimientos normales de aflicción y abatimiento extremos posteriores al deceso
de un ser cercano (2-4).
La actitud de la sociedad ante el fallecimiento neonatal ha experimentado
notables cambios con el devenir del tiempo, notándose una gran influencia de las
modificaciones en la tasa de mortalidad infantil (3, 5, 6). Aunque existen valiosos
ejemplos de duelo por defunciones filiales e infantiles en los más arcaicos registros
de todas las culturas (7-10), llama la atención el que en esas épocas, en algunas
de ellas, el infanticidio careciese del carácter punible generalizado que tiene hoy
(9-11). Durante la antigüedad clásica y en el medioevo, la mortalidad infantil era
tan alta y la esperanza promedio de vida de la población tan corta que se asumía
(y era así) que nacerían muchos niños pero que tan sólo unos cuantos sobre-
vivirían (3, 10). La actitud filosófica y religiosa imperante incitaba a aceptar la
brevedad de la vida con resignación y la rápida eventualidad de la muerte con
alegría por su nexo con la eternidad (3, 12-14), algo reflejado incluso en las
manifestaciones artísticas y literarias (12). Por aquel entonces, la vida infantil no
siempre se consideraba como algo importante, siendo natural que un gran
número de niños muriese al nacer, poco tiempo después o durante la primera
infancia (3, 10) En el siglo XIX eran normales las familias muy numerosas pero
también era normal la enorme mortalidad concomitante de las etapas pre, peri y
postnatales por abortos, mortinatos, muerte neonatal y muerte infantil (3, 6, 10,
15). Con el transcurso del tiempo, los núcleos familiares se han hecho
progresivamente más pequeños y, en las sociedades desarrolladas occidentales
modernas, el tamaño medio es hoy más reducido que nunca (3). Hemos llegado al
punto en que muchas de nuestras familias tienen, o desean tener, dos niños (en lo
posible un varón y una mujercita) con la esperanza de que todo el poder de la
medicina moderna los protegerá para que sobrevivan; si uno de ellos muere, la
pérdida es de la mitad de toda la descendencia, un acontecimiento con de-
vastadores efectos sobre un ambiente familiar generalmente no preparado para
esta tragedia (3). Paradójicamente, el progreso de la ciencia y la tecnología y la
mejoría de las políticas públicas de bienestar y salud, junto con el empe-
queñecimiento del entorno familiar, la menor frecuencia de las muertes infantiles,
el aislamiento e individualismo de la vida urbana y el oficio de ceremonias
fúnebres menos públicas y más formales han hecho que la experiencia de apoyo
proveniente de amigos, familiares o vecinos frente a estos eventos
gradualmente se haya debilitado o perdido de modo que, en estas circunstancias,
una familia, desolada por su drama, puede quedar aislada en su duelo, justo en
el momento en que más apoyo necesita, haciéndolo mucho más difícil de
soportar (3, 16)

SECUELAS EN LOS PADRES

El vigor con que se han establecido los lazos emocionales desde antes de la
concepción de un niño (si éste ha sido planificado) o a partir de su vida intrauterina
(17, 18) permiten comprender la magnitud de las consecuencias cuando aquellos
se rompen abrupta y (para los protagonistas) cruelmente (3, 16). Los fenómenos
de vinculación y apego tejidos entre el bebé, su madre y, a menudo, el padre no
nos son ajenos (17) aunque nunca dejen de sorprendernos. Las representaciones
artísticas de la maternidad (especialmente de la escuela romántica) tan solo nos
ofrecen su lado poético, pacífico y dulce porque, como conocemos, la realidad no
siempre se ajusta a las expectativas paternas (3, 17). Ya en el mundo (realmente,
mucho antes de su nacimiento), el protagonismo del bebé sobre la vida de la
madre y, en ocasiones, del padre refleja su biología y psicología particulares
porque, como auténtico ser humano, no siempre permanecerá limpio y delicado, y
posee emociones, necesidades y fisiología propias (3, 17, 19). La conciliación entre
lo que la realidad ofrece con las ilusiones forjadas durante el embarazo (un bebé
ideal, tranquilo, hermoso y de plácidas respuestas) constituye todo un periodo
critico de intensos intercambios emocionales bidireccionales que culminan en el
verdadero interés que el hijo despierta en su madre y en las respuestas afectivas y
biológicas de ambos (3, 16-18). La preocupación materna primaria es universal, se
ha descrito en todas las culturas y el grado con que se involucra el padre muestra
una evidente adhesión afectiva, lo que explica que, mientras más vinculados se
encuentren los padres con sus hijos pequeños, más preocupados estarán acerca
de sus cuidados y sentirán con más fuerza la ruptura de esa unión si llegan a
fallecer, aunque hayan vivido unos minutos o cuatro semanas, hayan sido fetos
apenas viables o pesado cinco kilos, hayan sido planificados o no y que la madre o
el padre hayan o no tenido contacto físico con ellos (3, 16, 18, 19). Ante esa
muerte, en forma arquetípica, la pareja debería compartir su tristeza uno con el
otro, pero no es raro constatar que cada uno de ellos vive su tristeza
individualmente, la expresan en forma distinta, con velocidades disímiles, en
diferentes momentos, en otros niveles y con distinto grado de intensidad, de
manera que la aflicción así como es capaz de unirlos, también puede separar a la
pareja y sus integrantes quejarse de mutua falta de fraternidad o de inhabilidad
para expresar apropiadamente su propio pesar ya sea por temor a
incomprensión o por un deseo de no reavivar los sentimientos dolorosos en la
otra persona (3, 19).

La separación física y las dificultades para el contacto con sus hijos, algo
bastante habitual en las unidades de cuidados intensivos neonatales, junto con la
actitud de su personal (17, 18, 20-23), puede distanciar a los padres de sus expe-
riencias filiales de apego y vinculación, hasta el extremo en que, si ninguno de
ellos ha llegado a ver o tocar a su hijo, pueden llegar a sentir como si nunca lo
hubiesen tenido, generándose profundos sentimientos de vacío y
prolongadas depresiones ante la incapacidad de apenarse por la pérdida de un
hijo real dando origen a un proceso incompleto de duelo que en algo puede
resolverse permitiéndoseles ver o sostener al bebé después de muerto,
proporcionándoles su única oportunidad de comprobar la realidad del
nacimiento y muerte de su hijo y de adaptar dicha catastrófica certeza con aquello
que pudo haber sido (18, 22, 24, 25). La asistencia a pequeños grupos de diálogo,
bajo orientación profesional, de madres dolientes puede ayudarlas a compartir sus
experiencias y mitigar la ansiedad (22,26). El contacto posterior con un equipo
multidisciplinario puede contribuir a encausar las inquietudes flotantes, apreciar y
aliviar los sentimientos inapropiados de culpa, proporcionando una valiosa
oportunidad para evaluar el estado del duelo y recomendar el consejo genético o
perinatológico respecto a embarazos futuros si es del caso (18, 26, 27).
En el plano biológico y psicológico, en los padres se ha descrito: alteraciones del
sueño, llanto espontáneo, sueños recurrentes, trastornos alimenticios,
preocupación por la imagen del fallecido, reacciones de aniversario, abuso de
fármacos o alcohol, incapacidad para hablar del recién nacido, dificultades para
reasumir las actividades normales (trabajo, tareas domésticas, estudios), síntomas
somáticos (dolor de espalda, opresión torácica, sofocación, respiración superficial,
hipotonía muscular, sensaciones de vacío abdominal), sentimientos de culpa
(negligencia, error, omisión), miedo, ansiedad, hostilidad, ausencia de duelo,
soledad y aislamiento (16, 18, 24, 25, 28, 29). Las interacciones emocionales
dentro de la pareja y con el entorno social pueden reflejar sentimientos
compartidos sobre la muerte, intenciones paternas de proteger a la madre,
sentimientos de ella de excesiva debilidad con respecto a él y de no querer
representarle una carga y sensaciones de culpabilidad y responsabilidad respecto
al fallecimiento: el padre a la madre, la madre al padre, los padres al personal
sanitario (28, 29).

SECUELAS EN LA FAMILIA Y EN LOS AMIGOS

Frecuentemente pensamos en la familia como en una escultura sólida y monolítica


pero, ante una crisis como la muerte de un hijo, no siempre se muestra tan firme y
robusta y, de hecho, dificultades y experiencias presentes o previas pueden
revelar, a menudo, la existencia de grietas y fisuras, grandes o pequeñas, que
acaso aumenten por ese drama fatal haciendo que toda la aparente cohesión del
conjunto se desmorone (3, 30-32). En este punto, los elementos procedentes de
las familias de origen de cada progenitor pueden contribuir a crear una nueva
relación familiar para lo mejor o lo peor (3, 17, 32).
La respuesta familiar puede ser una combinación de dolor, enojo, tristeza y
depresión, reaccionando mutuamente o con (a veces contra) el personal que
cuidó al paciente (29, 32). Ocasionalmente, la falta de comprensión de los otros
miembros de la familia o de los amigos y relacionados genera agudos sentimientos
de aislamiento y soledad que una adecuada información, disipando mitos y
malentendidos, probablemente haga que estas personas perciban la verdadera
naturaleza de la tragedia y que su apoyo y amistad puedan ser percibidos por
los padres (3, 32).
En los hermanos, las respuestas son muy variables (enuresis/encopresis,
conducta agresiva, disminución del rendimiento escolar, aparición de síntomas
orgánicos, trastornos alimenticios, alteraciones del sueño, ansiedad de
separación) que dependen del nivel de su desarrollo psicológico, el grado de
comprensión que tengan de la muerte (que depende de la edad) y la
elaboración de su pensamiento abstracto (3, 28, 33).
La ruptura precoz y brusca de los lazos entre un bebé y sus abuelos puede
causar mucho impacto emocional en ellos llegando, a veces (en especial por
falta de comprensión), hasta a culpar a los padres por esa muerte (3). En
general, las madres afligidas tienden a ocultar su propia aflicción para consolar
a su propia madre (la abuela) abatida también por el acontecimiento (3).
Si en la familia ha ocurrido la muerte de un recién nacido, aún en las mejores
circunstancias, los padres (las madres especialmente) pueden tener tendencia
a sobreproteger y brindar excesivo afecto a sus otros hijos en un intento de
brindarles más cuidados que los necesarios con la esperanza de mantenerlos
seguros y a salvo con las consabidas consecuencias psicológicas y físicas
posteriores (3, 18, 32).
Si el pesar de los padres los incapacita para ofrecer apoyo y atención a las
necesidades de sus otros hijos, es importante que alguna otra persona
(abuelos, amigos) esté disponible para hacerlo hasta que ellos superen el
duelo, constituyéndose en una fuente importante de sostén emocional (3).

SECUELAS EN EL PERSONAL DE SALUD Y ACTITUDES DE ESTE

Es conocido que los trabajadores de la terapia intensiva neonatal actúan en un


ambiente físico y psicológico muy estresante porque de sus respuestas
correctas y reacciones rápidas depende la supervivencia de muchos pacientes
lo que implica un estado agotador de vigilancia permanente (7, 23, 34)
Cuando empobrecen los resultados de las intervenciones médicas, pueden
existir repercusiones en ellos mismos ya que es posible que, a la hora de
aceptar los malos resultados, algunos o muchos, asuman actitudes poco realis-
tas que les produzcan extrema frustración y falta de satisfacción laboral
pudiendo, inclusive, extenderse la nociva creencia de que ciertas personas,
dentro del propio equipo de salud, no fueron o no son capaces de ofrecer un
buen servicio profesional a las familias (3, 35).
Las reuniones educativas, conferencias y técnicas de entrenamiento en
sesiones grupales pueden mejorar la comprensión, experiencia y los
conocimientos psicológicos de todos los participantes en el manejo de estos
bebés para que siempre se tomen en cuenta las diferencias culturales y psi-
cológicas de cada familia con sus necesidades y requerimientos individuales,
especialmente en lo relacionado con las ceremonias de nacimientos, bautizos,
entierros y otros ritos sociales (3, 21). Además, deben tomarse medidas para
que todo el personal disminuya su excesiva estimulación sensorial, la latente
ansiedad crónica que implica realizar cualquier intervención con altas
probabilidades de error y repercusiones graves, los hábitos repetitivos
incesantes y para que dosifique el contacto con los familiares (34, 35).
Aún cuando la medicina se haya sofisticado y perfeccionado hasta llegar al
plano molecular, las actitudes de quienes la ejercían hace un siglo o más
constituyen un modelo tan válido ahora como entonces: las enfermedades y la
mortalidad infantil eran considerables, su arsenal terapéutico era limitado, su
acervo intelectual (comparado con el nuestro) era muy pobre, pero en su
incansable tarea siempre estaba incluido el cuidado de la familia a lo largo de
toda la enfermedad del niño aunque no lo pudiesen curar y éste,
eventualmente, muriese (3, 21, 36).
La, a veces, agobiante tarea de la totalidad del personal sanitario de auxiliar a
la familia doliente para que su resquebrajamiento emocional no se acentúe
probablemente contribuya efectivamente para que esta triste experiencia nos
permita a todos adquirir mayor madurez y fortaleza, reforzando la memoria del
recién nacido y cubriendo las necesidades psicológicas personales con un
enfoque multidisciplinario que eduque respecto a los procesos patológicos
neonatales, su tratamiento, impacto sobre las futuras gestaciones y los efectos
psicológicos del duelo en la unidad familiar (3, 4, 16, 21, 28). Estas
actividades deben darse con todos los recién nacidos críticamente enfermos o
prematuros, teniendo en cuenta las particulares dificultades para el
establecimiento de los fenómenos de vinculación y apego en los cuidados
intensivos neonatales (17, 20, 21, 28). La información debe proporcionarse a
todos los involucrados con datos médicos coherentes, a la altura de su
comprensión, que incluyan la incertidumbre con respecto al pronóstico del niño,
ayuden a los padres a interpretar los hallazgos clínicos, les permitan anticipar
la posibilidad de la muerte de su hijo, reconocer y aceptar la pérdida de control
de los cuidadores y de la familia sobre ese evento y la incapacidad del niño de
conseguir las expectativas de los padres y sobrevivir (18, 21, 28).
La muerte del niño debe anticiparse a la familia con franqueza, sencillez y sin
ambigüedades, preservando su dignidad y reforzando la importancia del núcleo
familiar (4, 16, 21, 22, 28, 33, 37-40). Para hacerlo se ha sugerido: evitar la
tendencia a prolongar la vida simplemente porque es posible hacerlo; evaluar la
preparación familiar para enfrentarse con la inminencia del fallecimiento del
bebé; permitirles el contacto con él en los momentos cercanos a su defunción,
administrando con delicadeza el tiempo y el lugar para que lo toquen, acaricien,
reconozcan sus necesidades individuales, libremente intercambien sus
emociones y limitaciones; estudiar y difundir los aspectos técnicos de la muerte
del recién nacido de manera sencilla y en términos accesibles; forzar el papel
positivo de la familia durante la corta vida del niño preservando su
reminiscencia y su incorporación en el yo de los padres para que la pérdida se
equilibre y pueda tolerarse; y, establecer una oportunidad de mantener
contacto con todos al cabo de cierto tiempo (4, 16, 21-23, 38-41). Es sugerente
que muchos médicos se muestren renuentes a restablecer esos contactos,
aunque se ha demostrado que un gran número de padres agradece y se
beneficia de esa expresión de interés y preocupación continuos (4, 16, 21).

DE CARA AL FUTURO

Después del fallecimiento, aquel enfoque multidisciplinario debe promover una


actitud compartida y comprensiva para evaluar los estadios del duelo en la
familia y ayudarla a interpretar sus mecanismos (19, 27, 28, 32, 42). Para ello
se ha propuesto: documentar todas las implicaciones, reacciones, contactos y
respuestas familiares; apoyar con personal experimentado a cualquier
profesional de la salud que no haya estado involucrado en un seguimiento de
duelo y que pueda relacionarse con esa familia; contactar con los padres al
cabo de una semana de la muerte del niño para estimar el estado del duelo;
organizar (en 4-6 semanas o antes dependiendo de las necesidades
individuales) una reunión para, si se ha consentido, difundir los resultados de la
autopsia, alentándose la participación de otros miembros familiares y, valorando
la comprensión de los resultados en cada uno de ellos, comunicarse con
obstetras, pediatras, personal de enfermería y asistentes sociales involucrados
directa o indirectamente; y, utilizar sesiones, reuniones, conferencias y grupos
de apoyo para encontrar soluciones a los problemas identificados o referir
hacia atención especializada cuando se estime necesario (16, 18, 22, 28,32).
Se considera como normal la fuerte necesidad biológica de la pareja de tener
otro niño y, ciertamente, la sociedad, amigos, vecinos y hasta profesionales
sanitarios pueden alentar este sentimiento en la creencia de que una substitu-
ción mitigará el pesar y el dolor, sin embargo, es importante que la concepción
del siguiente hijo se realice cuando los padres hayan superado completamente
los sentimientos generados por la aflicción y que el nuevo bebé nunca se
considere como un reemplazo del que murió sino que sea amado por si mismo,
reconociéndosele su propia individualidad (3, 22, 43). La vulnerabilidad
biológica que provoca el duelo en las personas puede comprometer su
bienestar (consumo de fármacos, alcohol, depresión, conductas suicidas, por
ejemplo), haciendo inadecuada la llegada de otro niño y nunca se ha de insistir
bastante en la importancia de que la madre se encuentre en sus mejores
condiciones físicas y psicológicas posibles en las fases preconcepcional y
gestacional (3).
Se piensa que la gestación, más que la adolescencia, es una mirada
psicológica hacia el porvenir y que es extremadamente difícil (por no decir
imposible) cursar un embarazo y tener que soportar concomitantemente la
carga emocional de un duelo no resuelto que siempre implicará un recogi-
miento interno para hallar un sentido del pasado que permita afrontar el futuro
(3, 26) En estas circunstancias, la gravidez puede inhibir la expresión de la pena
que, entonces, podría reaparecer después del nuevo nacimiento,
probablemente en el momento en que la madre empieza a disfrutar de su
nuevo hijo y cuando más vulnerable es a la depresión postnatal (3, 17, 43).
Quienes aconsejen a la pareja, antes que oponerse completamente al
siguiente embarazo, deben asegurarse que el duelo se haya soportado del
modo más apropiado, que los padres se encuentren conscientes de los
efectos inhibidores de la gestación en la forma de soportarlo y que declaren
ellos mismos cuando ya se sientan dispuestos a tener otro hijo lo que, en
términos de plazos, no debe ser antes de nueve meses a un año (3, 22, 43). Se
recomienda que la pareja tenga apoyo emocional después de cada nacimiento
siguiente ya que puede ser que les sorprenda y desengañe descubrir que no
disfrutan de su nuevo hijo o que resurge su aflicción por un duelo inconcluso
y que esto interfiere con sus vidas (3, 18).
Para una madre que no ha dominado sus sentimientos de pesar, puede ser
demasiado difícil conseguir una vinculación afectiva y un apego firmes con un
nuevo bebé, produciéndose un distanciamiento psicológico y, ocasionalmente,
también físico (3, 17). Algunas veces, a ella puede sobrevenirle una extrema
desilusión con el recién nacido porque no se parece al niño muerto, es del otro
sexo (sexo equivocado), desconfía de sus propias aptitudes para ser madre y
teme acerca de las capacidades de sobrevenir de su nuevo hijo al que no
puede darle el suficiente afecto y por lo que desconfía de un futuro que se torna
incierto (3, 17, 22). Debemos proceder comprensivamente con estas madres
porque sus actitudes representan una forma de protección psicológica
resultante de su desgraciada experiencia anterior, aunque estas situaciones
tienen que reconocerse tempranamente porque este bebé podría quedar falto
de estimulación, retrasarse en el desarrollo psicomotor y experimentar
problemas en la ganancia pondo estatural (3).

COLOFÓN

Los niños personifican la inocencia y el futuro, el mantenimiento de su salud es


de responsabilidad personal pero, también, pública y, puesto que todos
eventualmente moriremos, constituyen la apuesta que sus padres han hecho
por la inmortalidad, siendo nuestra relativa garantía de perdurar en el tiempo
(33, 44, 45). No obstante, dentro de gran parte de las actividades médicas se
encuentra siempre latente la posibilidad de una muerte. Con frecuencia se dice
que lo normal es que los hijos entierren a sus padres, pero cuando existe el
riesgo de que eso se invierta, un halo de inquietud recorre la columna vertebral
de todos los implicados, quizás porque eso constituye un permanente
recordatorio de nuestra propia vulnerabilidad (4, 46, 47). Algunos prefieren darle
la espalda a los hechos (como eso no se comprende, de eso no se habla, por
consiguiente eso no existe) ya que la desaparición de un bebé (peor si es muy
temprana) a menudo (al menos modernamente) se ve con recelo, inclusive entre
el personal que se enfrenta a diario con este tipo de experiencias y que aparen-
temente puede mostrarse frío e impersonal lo que refleja, en realidad, una forma
de resguardo emocional ante un desastre cuya inminencia pende también sobre
cada uno de ellos o sobre sus familias (4, 34, 48, 49). En estas
circunstancias, parece más fácil continuar alimentando la fantasía de que los
niños no estarán realmente en peligro de morir y que el constante avance de
la medicina ha derrotado finalmente a la parca (33). Muchas de esas actitudes
probablemente obedecen a la forma, obviamente indirecta (proveniente de la
experiencia de los demás) aunque terriblemente amenazadora (eso me podría
ocurrir a mí o a mis hijos), en que experimentamos la muerte (2, 46) y de que
las habilidades de comunicación y el trato humano se han vuelto un bien
singularmente escaso, en particular mientras más especializada se el área
médica respectiva (21, 35, 42, 49).
El modo en que reaccionamos ante estos sucesos y ante los muertos abarca
una muy amplia gama de emociones amor, odio, culpa, incomprensión, miedo
(2, 46, 50), profundamente enraizadas en el espíritu humano y comunes a
todas las formas de vida civilizada y, seguramente, no civilizada (2, 46), que se
han transmitido de generación en generación en una suerte de herencia
colectiva subconsciente persistente en lo profundo de nuestra psiquis, como un
río subterráneo (46). A pesar de que todos los eventos relacionados con el
duelo se han descrito científicamente y didácticamente (3, 16, 18, 21, 25, 28,
29, 33), la representación más vivida de su vasta influencia no proviene de
ninguna parte de la literatura científica. Si queremos apreciar la forma en que la
desaparición de un ser querido (niño o no) impregna de encontradas emociones
la experiencia vital de las personas, existe otro tipo de referencias donde,
quizás porque sus autores no son médicos (o, precisamente, a causa de ello),
puede percibirse todo el evocador poder del dolor de una manera bastante más
amplia y profunda aunque el tema esté tratado, a veces, mucho más
tangencialmente (11, 51-55).
Si los médicos no podemos aproximarnos más a las emociones de las
personas que tratamos y de quienes están ligados a ellas, aunque sean
neonatos extremadamente inmaduros y diminutos, y si somos incapaces de
establecer un compromiso que vaya mucho más allá de los adelantos de la
tecnología y de la inmensidad del conocimiento científico, deberíamos
reconsiderar seriamente los objetivos de nuestra vida y de nuestra actividad
profesional, y todo esto podría salir a la luz en la forma en que damos la cara a
la muerte.

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