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* Médico Pediatra.
** Médico General
*** Médico Rural
RESUMEN
PREÁMBULO
La muerte de un recién nacido representa una tragedia personal con hondas
repercusiones en la pareja, su ámbito familiar, amigos e inclusive el personal
encargado de la recepción, manejo y tratamiento de ese bebé (1); consecuencias
tan intensas que hasta pueden llegar a interpretarse como manifestaciones
patológicas de un proceso absolutamente natural que, sin embargo, en algunas
personas vulnerables puede precipitar problemas emocionales que superen los
sentimientos normales de aflicción y abatimiento extremos posteriores al deceso
de un ser cercano (2-4).
La actitud de la sociedad ante el fallecimiento neonatal ha experimentado
notables cambios con el devenir del tiempo, notándose una gran influencia de las
modificaciones en la tasa de mortalidad infantil (3, 5, 6). Aunque existen valiosos
ejemplos de duelo por defunciones filiales e infantiles en los más arcaicos registros
de todas las culturas (7-10), llama la atención el que en esas épocas, en algunas
de ellas, el infanticidio careciese del carácter punible generalizado que tiene hoy
(9-11). Durante la antigüedad clásica y en el medioevo, la mortalidad infantil era
tan alta y la esperanza promedio de vida de la población tan corta que se asumía
(y era así) que nacerían muchos niños pero que tan sólo unos cuantos sobre-
vivirían (3, 10). La actitud filosófica y religiosa imperante incitaba a aceptar la
brevedad de la vida con resignación y la rápida eventualidad de la muerte con
alegría por su nexo con la eternidad (3, 12-14), algo reflejado incluso en las
manifestaciones artísticas y literarias (12). Por aquel entonces, la vida infantil no
siempre se consideraba como algo importante, siendo natural que un gran
número de niños muriese al nacer, poco tiempo después o durante la primera
infancia (3, 10) En el siglo XIX eran normales las familias muy numerosas pero
también era normal la enorme mortalidad concomitante de las etapas pre, peri y
postnatales por abortos, mortinatos, muerte neonatal y muerte infantil (3, 6, 10,
15). Con el transcurso del tiempo, los núcleos familiares se han hecho
progresivamente más pequeños y, en las sociedades desarrolladas occidentales
modernas, el tamaño medio es hoy más reducido que nunca (3). Hemos llegado al
punto en que muchas de nuestras familias tienen, o desean tener, dos niños (en lo
posible un varón y una mujercita) con la esperanza de que todo el poder de la
medicina moderna los protegerá para que sobrevivan; si uno de ellos muere, la
pérdida es de la mitad de toda la descendencia, un acontecimiento con de-
vastadores efectos sobre un ambiente familiar generalmente no preparado para
esta tragedia (3). Paradójicamente, el progreso de la ciencia y la tecnología y la
mejoría de las políticas públicas de bienestar y salud, junto con el empe-
queñecimiento del entorno familiar, la menor frecuencia de las muertes infantiles,
el aislamiento e individualismo de la vida urbana y el oficio de ceremonias
fúnebres menos públicas y más formales han hecho que la experiencia de apoyo
proveniente de amigos, familiares o vecinos frente a estos eventos
gradualmente se haya debilitado o perdido de modo que, en estas circunstancias,
una familia, desolada por su drama, puede quedar aislada en su duelo, justo en
el momento en que más apoyo necesita, haciéndolo mucho más difícil de
soportar (3, 16)
El vigor con que se han establecido los lazos emocionales desde antes de la
concepción de un niño (si éste ha sido planificado) o a partir de su vida intrauterina
(17, 18) permiten comprender la magnitud de las consecuencias cuando aquellos
se rompen abrupta y (para los protagonistas) cruelmente (3, 16). Los fenómenos
de vinculación y apego tejidos entre el bebé, su madre y, a menudo, el padre no
nos son ajenos (17) aunque nunca dejen de sorprendernos. Las representaciones
artísticas de la maternidad (especialmente de la escuela romántica) tan solo nos
ofrecen su lado poético, pacífico y dulce porque, como conocemos, la realidad no
siempre se ajusta a las expectativas paternas (3, 17). Ya en el mundo (realmente,
mucho antes de su nacimiento), el protagonismo del bebé sobre la vida de la
madre y, en ocasiones, del padre refleja su biología y psicología particulares
porque, como auténtico ser humano, no siempre permanecerá limpio y delicado, y
posee emociones, necesidades y fisiología propias (3, 17, 19). La conciliación entre
lo que la realidad ofrece con las ilusiones forjadas durante el embarazo (un bebé
ideal, tranquilo, hermoso y de plácidas respuestas) constituye todo un periodo
critico de intensos intercambios emocionales bidireccionales que culminan en el
verdadero interés que el hijo despierta en su madre y en las respuestas afectivas y
biológicas de ambos (3, 16-18). La preocupación materna primaria es universal, se
ha descrito en todas las culturas y el grado con que se involucra el padre muestra
una evidente adhesión afectiva, lo que explica que, mientras más vinculados se
encuentren los padres con sus hijos pequeños, más preocupados estarán acerca
de sus cuidados y sentirán con más fuerza la ruptura de esa unión si llegan a
fallecer, aunque hayan vivido unos minutos o cuatro semanas, hayan sido fetos
apenas viables o pesado cinco kilos, hayan sido planificados o no y que la madre o
el padre hayan o no tenido contacto físico con ellos (3, 16, 18, 19). Ante esa
muerte, en forma arquetípica, la pareja debería compartir su tristeza uno con el
otro, pero no es raro constatar que cada uno de ellos vive su tristeza
individualmente, la expresan en forma distinta, con velocidades disímiles, en
diferentes momentos, en otros niveles y con distinto grado de intensidad, de
manera que la aflicción así como es capaz de unirlos, también puede separar a la
pareja y sus integrantes quejarse de mutua falta de fraternidad o de inhabilidad
para expresar apropiadamente su propio pesar ya sea por temor a
incomprensión o por un deseo de no reavivar los sentimientos dolorosos en la
otra persona (3, 19).
La separación física y las dificultades para el contacto con sus hijos, algo
bastante habitual en las unidades de cuidados intensivos neonatales, junto con la
actitud de su personal (17, 18, 20-23), puede distanciar a los padres de sus expe-
riencias filiales de apego y vinculación, hasta el extremo en que, si ninguno de
ellos ha llegado a ver o tocar a su hijo, pueden llegar a sentir como si nunca lo
hubiesen tenido, generándose profundos sentimientos de vacío y
prolongadas depresiones ante la incapacidad de apenarse por la pérdida de un
hijo real dando origen a un proceso incompleto de duelo que en algo puede
resolverse permitiéndoseles ver o sostener al bebé después de muerto,
proporcionándoles su única oportunidad de comprobar la realidad del
nacimiento y muerte de su hijo y de adaptar dicha catastrófica certeza con aquello
que pudo haber sido (18, 22, 24, 25). La asistencia a pequeños grupos de diálogo,
bajo orientación profesional, de madres dolientes puede ayudarlas a compartir sus
experiencias y mitigar la ansiedad (22,26). El contacto posterior con un equipo
multidisciplinario puede contribuir a encausar las inquietudes flotantes, apreciar y
aliviar los sentimientos inapropiados de culpa, proporcionando una valiosa
oportunidad para evaluar el estado del duelo y recomendar el consejo genético o
perinatológico respecto a embarazos futuros si es del caso (18, 26, 27).
En el plano biológico y psicológico, en los padres se ha descrito: alteraciones del
sueño, llanto espontáneo, sueños recurrentes, trastornos alimenticios,
preocupación por la imagen del fallecido, reacciones de aniversario, abuso de
fármacos o alcohol, incapacidad para hablar del recién nacido, dificultades para
reasumir las actividades normales (trabajo, tareas domésticas, estudios), síntomas
somáticos (dolor de espalda, opresión torácica, sofocación, respiración superficial,
hipotonía muscular, sensaciones de vacío abdominal), sentimientos de culpa
(negligencia, error, omisión), miedo, ansiedad, hostilidad, ausencia de duelo,
soledad y aislamiento (16, 18, 24, 25, 28, 29). Las interacciones emocionales
dentro de la pareja y con el entorno social pueden reflejar sentimientos
compartidos sobre la muerte, intenciones paternas de proteger a la madre,
sentimientos de ella de excesiva debilidad con respecto a él y de no querer
representarle una carga y sensaciones de culpabilidad y responsabilidad respecto
al fallecimiento: el padre a la madre, la madre al padre, los padres al personal
sanitario (28, 29).
DE CARA AL FUTURO
COLOFÓN
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