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R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.

2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

Oxford History of Western Music, Volumen 2


MUSIC IN THE SEVENTEENTH AND EIGHTEENTH CENTURIES

Richard Taruskin
Traducción: Martín Eckmeyer

Prefacio
Este volumen, dedicado principalmente a los siglos XVII y XVIII (más algún pequeño
desliz en el siglo XIX con el objetivo de completar la discusión sobre las obras
instrumentales de Beethoven), presenta y contextualiza un material que usualmente es
cubierto por los cursos de historia de la música a partir de los períodos denominados
barroco y clásico, de acuerdo a la periodización tradicional de la historia de la música
(es decir, la del siglo XX). El libro está diseñado para acompañar dichos cursos, pero al
mismo tiempo esperamos que al ser utilizado ayude a reconceptualizar su contenido. El
texto en sí mismo brinda copiosas razones para considerar anticuados los términos
barroco y clásico. Ambos son anacrónicos frente al repertorio al que están actualmente
asociados. El adjetivo barroco fue aplicado originalmente a la música del siglo XVIII,
no del XVII, y con intención peyorativa. Mientras que clásico se utilizó por primera vez
para describir a los compositores que ahora asociamos con ese período en la década de
1830, luego de que todos ellos hubieran muerto. El hecho de que estuviesen muertos
constituía en sí mismo una razón que los convertía en “clásicos”, pero el término es
inválido históricamente en lo que respecta al resto de los significados que
habitualmente le asociamos.
En lugar de dos “períodos”, el contenido de este libro podría ser visto como un
compendio de varios eventos importantes, o momentos decisivos de la historia de la
música europea. El primero es el establecimiento de la ópera en el centro del arte
dramático europeo, como género e institución. Este tomo comienza con las dos obras
maestras de la nueva forma teatral, ambas pertenecientes a Claudio Monteverdi, pero
que ejemplifican propuestas creativas muy diversas, sino antitéticas, que responden
respectivamente a sus orígenes en la aristocracia cortesana (en el caso de Orfeo) o en el
teatro público (para el caso de L’Incoronazione di Popea). Esta diferencia social
suministra un paradigma al que recurriremos una y otra vez al abordar en los capítulos
subsiguientes la historia del género. La historia antigua (o “prehistoria”) de la ópera,
que abordamos en el último capítulo del tomo I de la Oxford History, trata sobre la
aparición del idioma “monódico” (una voz solista acompañada por un instrumento
armónico cuya notación consiste en un bajo cifrado), que constituyera una imitación
estilizada de la declamación teatral de la antigua Grecia y suplantara el estilo polifónico
absolutamente elaborado (y perfeccionado) del siglo XVI.
La textura de bajo continuo originada de esta manera se volvió omnipresente en la
música europea durante el siguiente siglo y medio, un período de tiempo que coincide
con lo que usualmente llamamos barroco, pero que brinda una mejor forma de
describirlo (porque es algo concreto). Conceptualizar a la música del siglo XVII y el
temprano XVIII como “período del bajo continuo” tiene además otras dos ventajas:
focaliza la atención en la armonía, el dominio musical que sufrió el desarrollo más
radical durante el siglo XVII, culminando en la completa elaboración del sistema tonal
como regente y generador de la forma musical; por otro lado, la nueva concepción de la
forma determinada por la armonía condicionó enormemente el impresionante auge de
la música instrumental en la segunda mitad del siglo XVII, al punto tal de que durante
el siglo XVIII compitió con la música vocal por el dominio de la escena musical, y que
de hecho conquistó al final del período con el que concluye este libro.

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El dominio de la música instrumental sobre la música vocal no sólo fue un triunfo de


la organización formal, sino que también representa la victoria de un nuevo ideal
estético, el del romanticismo. Al decir esto arribamos a la más contundente ventaja de
reconceptualizar el contenido de este libro (y de los cursos que acompañe) alejándonos
de una quimérica periodización barroco/clásico hacia una alternativa que realmente
contemple los eventos de la época. Ya que el surgimiento del romanticismo fue
realmente un acontecimiento para la época, en marcado contraste con sinsentidos del
tipo “auge del barroco” o del “clasicismo”, que jugó un rol transformador de gran
importancia para la música, tanto en lo que se refiere al estilo como a su contenido
expresivo. Y además implicó una coyuntura intelectual que transformó las nociones de
lo que significaba ser un artista.
Por esta razón es de vital importancia que el surgimiento del romanticismo reciba
una contextualización apropiada, lo que implica considerar las corrientes sociales,
históricas e intelectuales de finales del siglo XVIII que moldearon al siglo XIX en todo
aquello que a partir de la periodización convencional denominamos como período
romántico. El romanticismo fue enfáticamente un producto del siglo XVIII, y ese punto
es conducido en los límites de la presente narrativa.
Por lo tanto Beethoven queda completamente circunscripto a este volumen (a
excepción de su única ópera), en lugar de pertenecer al siguiente. Que el comienzo de
su carrera creativa y la formación de su personalidad creadora ocurran a finales del
siglo XVIII se interpretan generalmente como evidencia de una esencia clásica del
compositor –particularmente por los historiadores que escriben tras la segunda guerra
mundial y en el contexto inmediato de la inminente guerra fría- y su carencia de todo
sesgo romántico (en el particularmente insistente y muy conocido tratado de Charles
Rosen de 1970, “El estilo Clásico”). Esta pregunta tan ejercitada por los historiadores
del siglo XX –“¿Fue Beethoven clásico o romántico?”- es muy representativa de la
época en que fue formulada, pero no tiene ninguna importancia en el contexto de
Beethoven, época en la que no existió la oposición del concepto de “clásico” versus
“romántico” , y no arroja ninguna luz sobre él. La maduración de Beethoven en las
últimas décadas del siglo XVIII, lejos de protegerlo como un escudo contra el
floreciente romanticismo, fue precisamente lo que hizo de él la primera encarnación de
ese mismísimo florecimiento.
Otra manera de tomar dimensión del contenido de este volumen, sin tener que
recurrir a nociones obsoletas y esencialistas de “períodos”, es comparar las condiciones
del comienzo con las condiciones del final de la época que abarcamos. Cuando se corre
el telón la figura central en el escenario, Monteverdi, es un italiano especialista en
música vocal. Cuando cae el telón de cierre, esa figura es Beethoven, un alemán
especialista (aunque no tan “especialista” como Monteverdi) en música instrumental.
Estos dos cambios –la migración geográfica de la iniciativa musical, y la decisiva
transvaloración estética (en el transcurso de la cual, incidentalmente, nace la “estética”
como término y disciplina)- constituyen a grandes rasgos la trayectoria que recorre el
contenido de este libro.
Otro cambio tal vez igualmente transcendental: tanto Monteverdi como Beethoven
fueron hombres de fuerte personalidad y voluntad. Lejos de ser personas humildes
dejaron amplias evidencias acerca de su autoestima; y en efecto, ambos se encuentran
entre las individualidades más fuertes que figuran, como personajes dramáticos, en el
escenario de la historia de la música. El principal objeto de la historia del arte es
siempre la relación dinámica o dialéctica entre los individuos tenaces y las condiciones
restrictivas o habilitantes de su contexto. Esa dialéctica está esbozada en el fuerte
contraste que podemos encontrar entre nuestro protagonista del comienzo y el del
final: la carrera de Monteverdi transcurrió al servicio de cortes, municipios y empresas
especulativas que le garantizaron un empleo; no pudo conocer ningún otro tipo de
status para el músico. Beethoven pasó la totalidad de su carrera madura sin filiación
oficial; y a pesar de que aceptó el mecenazgo aristocrático, tuvo un poder de decisión

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sobre qué componer y cuándo hacerlo con un grado de libertad que hubiese sido
inconcebible para Monteverdi. Esa emancipación social del artista -¿o habría que decir
“abandono social”?- es probablemente el tema más amplio que se plantea entre las
cubiertas de este libro. Pero no es un relato que este volumen abarca en su totalidad. El
status y las expectativas de Monteverdi se formaron por los desarrollos descriptos en el
volumen anterior de esta colección, y en lo que respecta a las de Beethoven, se
proyectan en direcciones que retomaremos en los tomos sucesivos. Pero el paso crucial
de dejar de ser personal de servicio para convertirse en un agente autónomo, toma
lugar en el transcurso de la presente narrativa y fue la transformación social más
grande en la historia de la música culta. Sin ella, este libro nunca hubiera existido.
R. T.
Agosto de 2008

Capítulo 1 – La opera: “de Monteverdi a Monteverdi”


Cortesano y Comercial

Nino Pirrotta, un eminente historiador de la música italiana, alguna vez propuso a


modo de broma la frase que da título a este capítulo, la cual sin embargo contiene una
idea importante y provee de un excelente marco para discutir algunos asuntos que han
tenido grandes consecuencias. Claudio Monteverdi (1567-1643), a quien ya hemos
conocido como compositor de canciones polifónicas, o madrigales, fue también un
protagonista importante de la “revolución monódica”, el ascenso al poder del canto
solista con acompañamiento armónico de la primera década del siglo XVII. Debido a la
inusual duración de su carrera y a los lugares en los que le tocó vivir, realizó
distinguidas contribuciones al floreciente repertorio de música escénica en más de una
etapa de su desarrollo. Su primer “relato musical”, como se llamaba en su época a la
naciente ópera, data de 1607, mientras que el último es de poco antes de su muerte, 36
años después. La primera obra fue ejecutada en Mantua ante una reunión de nobles
invitados y estaba basada en un tema mitológico. La última se tocó en Venecia para un
público que había pagado una entrada y tenía un tema histórico. Tanto estilística como
socialmente, así como en relación con su temática, las dos obras pertenecen a mundos
muy distintos. En efecto, tanto se las considere desde lo histórico, lo teórico o lo
práctico, forman parte de géneros diferentes. Fue la segunda la que en realidad recibió
la designación de opera y la única que todavía se parece a lo que nosotros entendemos
como tal.

Fig 1.1. Claudio Monteverdi

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La primera se tituló Orfeo y era una favola in musica basada en el mismo mito
musical utilizado previamente (y de forma diferente) por los cortesanos musicales de
Florencia: Jacopo Peri y Giulio Caccini. La otra obra, L’incoronazione di Poppea (“La
coronación de Popea”, segunda esposa del emperador romano Nerón) fue denominada
dramma musicale u opera reggia (es decir una “obra en escena”), de modo que obra es
el significado literal de opera, término que ha denominado al género desde entonces.
Ninguna de estas dos obras ha sido interpretada ininterrumpidamente a lo largo de la
historia, aún cuando todavía tienen un pequeño lugar en los bordes del repertorio
operístico actual. Son la representación más antigua y más ejemplar (“clásica”) para el
público actual del drama musical noble y público, respectivamente. Para decirlo en
términos más generales y prácticos, son las primeras representantes de la ópera
cortesana antigua y de la ópera comercial. Como insinúa Pirrotta, comparar ambas
obras, aún a pesar de su autor común, constituye un estudio contrastante y
poderosamente instructivo.
Dado que en su tiempo fue ampliamente reconocido por sus contemporáneos como el
más dotado e interesante compositor de Italia, Monteverdi, aún sin promoverlo, se
convirtió inevitablemente en el vocero y chivo expiatorio de la nueva manera de
componer (o de la seconda prattica como él mismo la llamó). Las críticas capciosas de
sus detractores fueron las que provocaron que Monteverdi se involucrara en la
propaganda para defenderla. Y eso redundó en algo beneficioso para nosotros porque
nos permite comparar directamente su prédica con su práctica, sus intenciones
declaradas con sus logros.

Notas:
1 Pirrotta, “Monteverdi and the Problems of Opera,” en Music and Culture in Italy from the Middle

Ages to the Baroque (Cambridge: Harvard University Press, 1984), p. 248.

Poética y Estésica

La situación en Venecia cambió drásticamente cuando en 1637 abrió sus puertas el


Teatro San Cassiano, durante la temporada de carnaval. Este fue el primer teatro
musical público del mundo occidental –el primer teatro de ópera del mundo- y en
retrospectiva parece inevitable que haya sido Venecia la ciudad que llevó adelante esta
empresa, ya que era el gran centro comercial y social de Europa. Como dice Rosand “En
ese momento y lugar, la ópera asumió su identidad definitiva tal y como la conocemos
–un espectáculo teatral mixto disponible para una audiencia socialmente diversa que
paga una entrada: un arte público”5. Este hecho representó tal vez un grado de novedad
mayor que el que podemos apreciar hoy, luego de siglos de producción musical pública
para audiencias que pagan por ella. En una palabra, nos enseña acerca de las políticas
artísticas y también (lo que para este texto es más apremiante) sobre las políticas de la
historia del arte, la cual es como el propio teatro musical un genere rappresentativo,
una ingeniosa representación de la realidad.

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Fig. 1.2. Fiestas de carnaval en la plaza de San Marcos, Venecia.

En la época clásica y nuevamente a partir del Renacimiento –el revivir del


conocimiento secular durante el siglo XVI- la mayoría de las historias fueron
esencialmente biografías, relatos de grandes hombres y de sus grandes acciones. Desde
el siglo XIX, que no solamente fue la “era romántica” sino también la época de
Napoleón y Beethoven y de una triunfante clase media de hombres forjados por sí
mismos, los grandes hombres celebrados por los historiadores no fueron “grandes” por
su condición de nacimiento o su poder hereditario, ni tampoco por elección divina, sino
por virtud de su talento individual y su habilidad para forjar su propio destino, sobre
todo al tener que sortear obstáculos (como se puede ver, esto constituye una
descripción exacta tanto del mito de Napoleón como del de Beethoven). Como Josquin
des Prez antes que él, Monteverdi fue beethovenizado por los historiadores. Durante
mucho tiempo el relato estándar de su vida y obra lo constituyó el libro del musicólogo
alemán Leo Schrade titulado Monteverdi, el creador de la música moderna.6
Una historiografía del arte centrada exclusivamente en grandes individuos creativos
devendrá en una historiografía que hace foco en lo que suele llamarse poética. Este
término tiene un origen etimológico común con palabras como “poesía” o “poético”,
pero posee a su vez un significado diferente y muy útil que debemos mantener separado
de los vocablos más comunes que se le parecen. Todas estas palabras provienen del
verbo griego poiein que significa “hacer”. La palabra “poética” permanece cercana a
este significado original y se refiere al proceso creativo, la auténtica factura de la obra
artística.
El prácticamente exclusivo foco en la poética que es típico de la historiografía post-
romántica puede conducirnos a lo que en ocasiones se denomina la “falacia poiética”
(esta palabra, “poiética”, derivada de la raíz griega, sirve aquí solo para reducir las
posibilidades de confusión con otros significados más comunes de la palabra “poética”).
Una falacia poiética es la asunción de que lo único que importa en la naturaleza de una
obra de arte son las intenciones de su autor. O, en una versión más refinada, las
características inherentes (o inmanentes) del objeto realizado por su creador.

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Aunque por motivos diversos, ha existido una considerable resistencia a este modelo
de historiografía del arte desde comienzos del siglo XX, lo que dio lugar a algunos
revisionismos. Este libro refleja hasta cierto punto esas resistencias y revisiones. Le
presta la misma atención, o quizás más, a las grandes fuerzas económicas, sociales y
religiosas que a las intenciones personales de los compositores o los teóricos de la
música. (Tal vez no sea necesario decirlo, pero es mejor que lo explicitemos: la
completa omisión de las intenciones individuales constituye un punto de vista tan
parcial y distorsionado como su opuesto. Los compositores reciben la influencia, como
todos nosotros, de todo tipo de condicionantes, pero subjetiva y directamente se ven
influenciados fundamentalmente por la música).
Y sin embargo, cuando se trata del impulso neoclásico que dio origen a la música
dramática de fines del siglo XVI y halló expresión en su teorización explícita, es difícil
no seguir el modelo “poiético”, ubicando los elementos en términos de aspiraciones y
logros de compositores y teóricos. Pero como cualquier otra forma de arte (por lo
menos las que han sido exitosas) la música dramática tiene además, por supuesto, una
faceta “estésica” (del griego aisthesis, percepción) la cual refleja el punto de vista y las
expectativas del público. (Al igual que poética, “estésis” tiene una connotación más
común: estética, la filosofía de lo bello, con la cual no debe ser confundida en este
texto). De hecho, la estésica de la música dramática es tal vez un factor mucho más
determinante, o al menos más obvio en su desarrollo, de lo que representa en cualquier
otra rama del arte musical, y está a su vez muy relacionada con la política. Debemos
explicar esta relación para que podamos entender la “ópera de Monteverdi a
Monteverdi” – es decir las diferencias entre el Orfeo de 1607 y L’incoronazione di
Poppea de 1643-.

Notas:
5 Ellen Rosand, Opera in Seventeenth-Century Venice: The Creation of a Genre (Berkeley and Los

Angeles:University of California Press, 1991), p. 1.


6 Leo Schrade, Monteverdi, Creator of Modern Music (New York: Norton, 1950).

Ópera y Política

Fig. 1-3 Francesco Gonzaga (1466—1519), representado en una moneda de Mantua.

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Un aspecto importante de la “estésica” de la música dramática antigua fue su


descendencia parcial de los espectáculos cortesanos florentinos del siglo XVI conocidos
como intermedii. Todas las primeras favole in musica fueron creadas para adornar un
mismo tipo de festividad cortesana, típica del norte de Italia, que adulaba las tertulias
de quiénes tenían el privilegio de escucharlas, los “ilustres héroes, famosos
descendientes de reyes”: potentados “de los cuáles Fama relata imperfectamente sus
méritos, pues son sublimes” como canta La Música en el prólogo del Orfeo de
Monteverdi – representada por primera vez en 1607 para homenajear a Francesco
Gonzaga, el príncipe hereditario de Mantua, ciudad para la cual el compositor
trabajaba. El texto había sido escrito por el secretario del príncipe, Alessandro Striggio
(hijo de un famoso madrigalista mantuano del mismo nombre) y todo el
acontecimiento poseía un subtexto panegírico (una alabanza al príncipe).
De esa forma el revitalizado drama musical –la invención de una camarilla de nobles
florentinos- reflejaba (y se suponía que debía reflejar) la grandeza y la gloria de la
Antigüedad, restauradas en la figura de los príncipes que eran sus mecenas. Como la
mayor parte de la música que ha dejado testimonios para el análisis de los
historiadores, constituía el producto y la expresión de una cultura de elite, la clase más
alta de la sociedad de la época. Decirlo de esta forma es en cierto sentido algo neutral.
Pero ¿qué pasaría si dijésemos que las primeras obras del teatro musical fueron el
producto y la expresión de una clase tiránica – y más todavía, que fueron posibles
únicamente mediante la explotación despótica de otras clases sociales? Probablemente
esto dirija una inquietante mirada a los costos sociales de la grandeza artística. Tener
conciencia de ello es el producto inevitable de un énfasis en la dimensión “estésica”; y
tal vez constituya una razón más de la vasta preponderancia de la faceta “poiética” en la
investigación académica.
Un historiador que no esquivó las consecuencias sociales de la búsqueda ilimitada por
la excelencia artística fue Manfred Bukofzer en un ensayo aún no superado: “La
sociología de la música Barroca”, publicado en 1947. Bukofzer caracterizó a los dramas
musicales tempranos -de los cuáles el Orfeo monteverdiano fue su punto culminante-
como la mayor expresión musical del doble triunfo del absolutismo político y el
mercantilismo económico; una expresión que llevó al paroxismo la utilización
tradicional de las artes como “medios para la representación del poder”. Según
Bukofzer fue precisamente ese uso el que produjo la metamorfosis estilística que,
siguiendo la terminología del autor, transformó al “Renacimiento” en “Barroco”. Su
descripción es vívida aunque inquietante:
El despliegue del esplendor fue una de las principales funciones sociales de la música en
la Contra Reforma y las cortes barrocas, el cual fue posible solamente a través del dinero;
y cuanto más dinero se gastara, más poderosa era la representación. De forma consistente
con las ideas de riqueza mercantil, la suntuosidad en las artes se convirtió en un fin en sí
mismo… Sin embargo, vistas desde una perspectiva social, las refulgentes luces de las
artes florecientes arrojan las sombras más oscuras. Codo a codo con el brillante desarrollo
de la música cortesana y eclesiástica se expandían la Inquisición y la despiadada
explotación de las clases bajas mediante impuestos opresivos. 7
Con la difusión de los dramas musicales desde las opulentas cortes de Italia hacia las
más modestas del norte de Europa, los costos se hicieron más exorbitantes y los
métodos financieros más drásticos. Sobre todo en Alemania, donde la primera
representación musical fue Dafne, representada para celebrar una boda principesca en
la corte de Targau el 13 de abril de 1627, sobre libreto del poeta cortesano florentino
Ottavio Rinuccini que había servido para la más antigua de las favole in musica
(originalmente musicalizada por Peri en 1597) y que había sido traducida por Martin
Opitz, poeta cortesano del Sacro Imperio Germánico, con música de Heinrich Schutz,
antiguo discípulo de Gabrieli. Según Bukofzer, “por empezar, el Duque de Brunswick se

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valió no solo de las formas más ingeniosas de impuestos directos e indirectos, sino que
recurrió incluso a la trata de esclavos. Financió sus entretenimientos operáticos
vendiendo a sus súbditos como soldados [en el marco de la Guerra de los Treinta Años]
de forma tal que su floreciente escena operística dependió literalmente de la sangre de
las clases bajas”8. Por lo tanto los espectáculos cortesanos compraron y pagaron por la
idolatría del poder político, al menos en tres sentidos. El primero y más espectacular -y
el más obvio- fue la fusión de todas las artes en una empresa común para el
engrandecimiento del Príncipe. Los enormes conjuntos de cantantes e instrumentistas
(los primeros desplegados de forma neoclásica como coros danzantes semejantes a los
del drama griego; los segundos agrupados en las primeras orquestas) fueron
secundados e incluso superados por las lujosas y elaboradas escenografías y tramoyas
escénicas. En segundo lugar los argumentos, que incluían a héroes mitológicos o
antiguos involucrados en conflictos estereotipados de amor y honor, se convertían en
transparentes alegorías de los mecenas y gobernantes a quiénes se referenciaba
expresamente, según sabemos, en los prólogos obligatorios que vinculaban la narración
de la ópera con los acontecimientos del reino.
Tercero, lo que es más sutil aunque posiblemente más revelador, se establecieron
severos límites al virtuosismo de los cantantes solistas, no fuera cosa que, al
representar indecorosamente su propio poderío, eclipsaran a los personajes del relato
o, mucho peor, a las personas alegóricamente magnificadas. El desprecio hacia el
virtuosismo revela un viejo prejuicio aristocrático, heredado de Aristóteles, que
encontró su mayor influencia neoclásica en el Libro del Cortesano de Castiglione, en el
cual se imponía a los nobles aficionados cantar con sprezzatura (“una especie de noble
negligencia” o displicencia) para que así su condición de “hombres libres” no se viera
comprometida mediante una infusión de profesionalismo servil. Giulio Caccini, el líder
de los monodistas, recuperaba expresamente el concepto de sprezzatura en el prefacio
de su famoso libro de canciones Le Nuove musiche de 1601. Al hacerlo, proporcionaba
una importante definición sobre la manera y el propósito de la gorgia, una moderada,
elegante e íntima aplicación del canto, similar al suave estilo vocal conocido en el siglo
XX como crooning.9
El prefacio de Caccini contiene una comparación sarcástica, e incluso extravagante,
entre la sutil gorgia que él emplea y otra forma de cantar no escrita, memorística: los
passaggii –verdaderos fuegos artificiales virtuosísticos- con los cuales los cantantes
menos elevados socialmente condimentaban sus interpretaciones. Caccini se burla de
los passaggii porque “no se han inventado porque fueran necesarios para un adecuado
modo de cantar, sino según pienso, para lograr un cierto tipo de cosquilleo que generan
en los oídos de aquellos que no saben qué es cantar con sentimiento; ya que, una vez
que esto se comprende, los passaggii no pueden ser sino aborrecidos dado que no hay
nada más contrario a producir un agradable efecto”. En la superficie el asunto es
expresado en términos de gusto, pero no es difícil advertir el esnobismo social
subyacente: el virtuosismo es “común”. Aquellos que lo permiten o estimulan con sus
aplausos deben ser tachados de vulgares, es decir “clase baja”. (Para encontrar a los
herederos de Caccini y su sesgo antipopulista basta leer en el periódico local al crítico
musical de turno y sus comentarios sobre interpretaciones y discos).
No debiera sorprendernos entonces que el virtuosismo haya encontrado un refugio
natural en el teatro de ópera comercial. Es solo una de las razones por las cuales
debemos considerar al Teatro San Cassiano de Venecia y al año 1637 -y no al Palazzo
Pitti florentino de 1597- como el verdadero momento y lugar de nacimiento de la ópera
tal como la conocemos. Mientras los espectáculos cortesanos, incluso el Orfeo, se nos
aparecen como fósiles –exhumados ceremonialmente y exhibidos con sobrio orgullo de
vez en cuando (y enaltecidos con toda seguridad en los libros de texto) pero sin lugar a
dudas como objetos muertos – la temprana ópera comercial nos ha legado las

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convenciones por las cuales la ópera ha permanecido viva, en la gloria o en la infamia,


en nuestro tiempo. De aquí en más la palabra ópera se reservará en este libro para
designar a la ópera comercial. Cualquier otra cosa se llamará de una manera diferente,
independientemente de cómo lo hayan hecho sus creadores.
Como ha escrito Ellen Rosand, los habitué de la ópera todavía reconocen en las obras
venecianas del siglo XVII “las raíces de las escenas favoritas: la canción de Cherubino,
la carta de Tatiana, la escena de locura de Lucia, la invocación de Ulrica e incluso el
dueto amoroso de Tristán e Isolda”10. No es casual que con estas referencias a los
personajes y escenas de óperas del siglo XVIII y XIX compuestas por Mozart,
Tchaikovsky, Donizetti, Verdi y Wagner, todos pilares del repertorio moderno, Rosand
haya nombrado a cuatro potentes roles femeninos, a un partenaire masculino neutro y
a un delicioso travesti. Desde que la ópera abrió sus puertas a un público de pago –un
público al que hay que atraer- ha existido el circo de prima donnas y la vívida atracción
secundaria transexual, asociados desde los inicios con la temporada de carnaval y el
bullicioso mercado turístico. El asombroso juego vocal desafiante de la naturaleza
fácilmente compensó los accesorios cortesanos –las escenografías suntuosas, los
intrincados coros y ballets, las ricas orquestas- que los teatros comerciales no podían
costear. Ya no importaba la noble unión de todas las artes: lo que el gran bajo ruso
Fyodor Chaliapin llamó alguna vez “chillidos educados” es la única carnada que el
público de ópera siempre necesitó, y su atractivo jamás decreció.

Notas:
7 Manfred Bukofzer, Music in the Baroque Era (New York: Norton, 1947), pp. 394-95. [Existe
traducción al castellano: La Música en la Época Barroca: de Monteverdi a Bach, Alianza Editorial,
2004; N. del T.]
8 Bukofzer, Music in the Baroque Era, p. 398.

9 Crooning: estilo de canto suave, profundo y sentimental, introducido en los Estados Unidos en la

década de 1920 por cantantes masculinos a través de la radio, principalmente Rudy Vallee; sus
exponentes más notables fueron Bing Crosby, Buddy Clark, Dean Martin, Frank Sinatra y Nat ‘King’
Cole. [N. del T.]
10 Rosand, Opera in Seventeenth-Century Venice, p. 7.

Objetos sexuales, sexuados y asexuados


Los más grandes chilladores y los más completamente “educados” (es decir
cultivados), fueron los prima donna masculinos conocidos como castrati, convertidos
en las primeras estrellas internacionales, cuyo extraordinario caudal sonoro y su
impresionante estilo florido confirmaron el duradero aura de extrañeza y misterio que
define a la ópera. A pesar de que los castrati se habían originado fuera del teatro, en la
iglesias italianas del siglo XVI en las cuales no se permitía cantar a las mujeres aunque
se deseaba un espectro completo de voces mientras que “los niños de coro
abandonaban antes de que se los pudiera entrenar”11, la emergente escena de la ópera
comercial, mediante su exhibicionismo y heroísmo, otorgó a estos cantantes
sobrenaturales el escenario que verdaderamente les correspondía. En una época en que
se valoraban los artificios simbólicos finamente perfeccionados, estos objetos
magníficos del canto –artistas artificialmente construidos- se transformaron

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“naturalmente” en dioses, generales, atletas y amantes. La ópera de los siglos XVII y


XVIII no puede ser concebida sin ellos, y por eso no puede ser revivida en el presente.
Aquí también hay costos sociales que considerar, ya que para que fuese efectiva, la
castración debía tener lugar en el “momento crítico” de la vida, por así decirlo. Esto
significa que la necesaria cirugía debía hacerse a los niños antes de la pubertad. Por
esta razón la operación era siempre oficialmente ilegal, aún cuando su práctica
complacía en gran medida al sector más “oficial” de la sociedad. Cuando Charles
Burney, el historiador de la música inglés del siglo XVIII, viajó en búsqueda de
información sobre el tema, obtuvo las más reales de las evasivas: “Me dijeron en Milán
que se hacía en Venecia; en Venecia, que era en Bolonia; pero en Bolonia negaban el
asunto y me enviaron a Florencia; de Florencia a Roma y de allí fui enviado a Nápoles.”
Los padres codiciosos eran frecuentemente los responsables; se suponía que un
castrato en potencia debía llevarse al conservatorio para que le examinaran su
“probabilidad de la voz”, dice Burney. Y continúa:
Es mi opinión que la cruel operación es frecuentemente realizada sin prueba alguna, o al
menos sin la suficiente certeza de que la voz es improbable; de otra forma no se
encontraría en cada gran ciudad de Italia a tantos que no tienen voz alguna, o al menos
no una suficiente para compensar tamaña pérdida.12
Y tal cual otros viajeros han atestiguado, no había patio de iglesia en Italia en el que
no hubiese un contingente de castrati fallidos sin empleo, mendigando por su sustento.
No todos los eunucos italianos fueron héroes.
Hacia finales del siglo XVII el modo operático serio –noble y heroico- era uno entre
tantos posibles. La ópera comercial fue desde el inicio un género bastardo en el cual los
personajes cómicos para entretener a la audiencia y las escenas o interludios burlescos
convivían con los elevados temas clásicos e históricos, violando las reglas dramáticas
tradicionales (es decir, aristotélicas), antes de ser segregados por los puristas y esnobs
(en el siglo XVIII) en las categorías discretas de opera seria y opera buffa (“cómica”). Y
esta era también otra gran diferencia –tal vez una más significativa- entre los
espectáculos musicales cortesanos y la ópera comercial: la segunda, al principio bajo el
disfraz de la comedia, introdujo una política de oposición, anti-aristocrática, en el
género. La ópera comercial (y después la cómica), instituidas originalmente como
entretenimiento del carnaval, se convirtieron en el semillero de lo que el crítico ruso
Mikhail Bakhtin denominó “carnavalismo”: la autoridad puesta patas arriba.
El solo hecho de mostrar ante la mirada del público a las divas de la ópera (cantantes
femeninas, literalmente “diosas”), auténticas cortesanas del gorjeo, era en sí mismo una
licencia, y un notorio crítico jesuita, Giovan Domenico Ottonelli, no tardó mucho en
tragar el anzuelo. En un tratado de 1652 titulado Delle cristiana moderazione del
theatro denunciaba a los teatros de los mercenarii musici (mercenarios de la música)
como voluptuosos y corruptos, en contraste con los espectáculos edificantes montados
"ne' palazzi de'principi grandi" (en los palacios de los grandes príncipes) 13. Pero las
licencias más significativas eran tanto políticas como morales, y marcaron
indeleblemente al público. La ópera pública se convirtió en un mundo en el cual Eros
reinaba, en donde las muchachas de la servidumbre aventajaban y corregían a sus
patrones, los condes promiscuos eran humillados y –más tarde y seriamente- el pueblo
se despertaba y las revoluciones se favorecían. Nadie debía ser vendido como esclavo
para financiarla; y sin embargo, por la más evidente de las razones, la ópera se convirtió
en la forma artística más estrictamente vigilada y censurada hasta el siglo XX, cuando
tal “distinción” pasó a las películas.
Ejemplos de los vectores disruptivos y desestabilizadores de la ópera pueden trazarse
desde cualquiera de sus fases históricas, comenzando por la primera, y aquí la
prometida comparación de las dos obras más famosas de Monteverdi, verdaderas
sobrevivientes del repertorio cortesano y comercial de la Italia del siglo XVII, nos

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R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

otorgará un ventajoso punto de vista para su observación, ya que sintetizan ambos


polos, tanto artísticos como políticos.

Notas:

11 John Roselli, New Grove Dictionary of Opera (London: Macmillan, 1992), cfr. "castrato."
12 Percy A. Scholes, ed., Dr. Burney's Musical Tours in Europe, Vol. I (London: Oxford University
Press, 1959), pp. 247-48.
13 Citado en Rosand, Opera in Seventeenth-Century Venice, p. 11.

La quintaesencia del espectáculo principesco

Orfeo no fue puesta en escena oficialmente por la corte de Mantua, sino por una
Academia o sociedad de nobles intelectuales –la denominada Accademia degli
Invaghiti (“Academia de los cultos [en artes]). Pero esto era solo una apariencia para
dar la impresión de que la producción era un regalo, dado que los académicos eran
todos cortesanos (en cuyas filas se hallaban tanto el libretista Striggio como el príncipe
homenajeado). La orquesta superaba a la de cualquier intermedio en su rango de
timbres, aunque solo una fracción del total instrumental tocaba simultáneamente, de
modo tal que se requerían unos pocos músicos que actuaran de “dobles”, tomando cada
uno diferentes partes instrumentales que no se superpusieran.
La partitura publicada (Venecia, 1609) solicita un incesante y batiente fundamento o
continuo, contingente formado por cinco instrumentos de teclado (dos clavicordios, dos
registros labiales de órgano y un registro de lengüeta u órgano portativo), siete
instrumentos de cuerda punteada (tres chitarroni, dos cítaras tipo mandolinas y dos
arpas) y tres violas bajas. El ensamble de cuerdas, que está a cargo de los ritornellos
entre los versos de las secciones estróficas, consistía en un grupo básico de doce ripieni
más dos solistas de “violines franceses” (lo que indica evidentemente pequeñas fídulas
o pochettes: violines de bolsillo de maestro de danza). Por último un surtido de
instrumentos de viento de madera y metal, algunos reservados para las escenas
infernales: dos flautas de pico o recorders, dos cornetos, tres trombe sordini
(trompetas con sordina, probablemente a vara), cinco trombones y un clarino, es decir
una trompeta tocada en su registro más alto.
Primero se hacía gala del timbre de los metales en una toccata –una fanfarria cuasi
militar que, de acuerdo con la partitura impresa, debía tocarse tres veces desde
diferentes lugares alrededor de la sala para hacer callar a la audiencia e investir al acto
de la pompa adecuada (relatos de la época del estreno sugieren que se tocaba una
toccata –tal vez esta misma- antes de cada espectáculo cortesano en Mantua; la del
Orfeo –como suele suceder con toda aparente innovación- fue sólo la que se escribió en
partitura por primera vez). Bukofzer señala que el interés por la demostración
ostentosa de poder era un aspecto compartido entre la iglesia de la Contra Reforma y
las cortes “barrocas”, hecho confirmado por la reutilización que Monteverdi hace de la
toccata del Orfeo tres años después en un atípico refuerzo del falsobordone coral
(recitativo coral) para el Invitatorio (salmo inicial) de sus Vísperas de 1610, las cuales
habían sido originalmente escritas para Roma, el cuartel general de la Contra Reforma.
La doxología final se muestra en el ejemplo 1-6.

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R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

Ex. 1-6 Claudio Monteverdi, Vespro della beata virgine (1610),


Deus in adiutorium meum intende (doxología), C. 14-18

Como en el caso del libreto de Rinuccini para la Euridice de Peri, Striggio revisó el
tema mitológico para el Orfeo, evitando la conclusión trágica. En el mito, luego de
perder a Eurídice por segunda vez, Orfeo se vuelve en contra de todas las mujeres, por
cuya razón un insolente coro de celosas Bacantes lo despedazan. En cambio en el
libreto de Orfeo, el padre de éste, Apolo el dios de la música, traslada a su hijo a una
constelación celestial que toma su nombre, sustituyendo así el cataclismo sangriento
por una serena apoteosis. Hay también un didáctico episodio que señala el choque
entre el virtuosismo y la verdadera elocuencia en la gran aria del tercer acto de Orfeo,
Possente spirito, la súplica al barquero Caronte para que lo transporte a través del río
Estigia hacia el Inframundo. El aria consta de cinco estrofas sobre un bajo en ostinatto.
Las primeras cuatro están ornamentadas con passaggii que explotan las famosas
habilidades de Francesco Rasi, un discípulo de Caccini, que estuvo a cargo del rol
protagónico. Las floridas estrofas son cantadas alternadamente con atractivos solos
instrumentales a cargo de los “violines franceses” mencionados anteriormente, el arpa
(haciendo las veces de la lira de Orfeo) y el corneto. Cuando todos estos artificios fallan
en conmover a Caronte, Orfeo, en su desesperación, abandona toda pretensión de
retórica artificiosa y lanza su último ruego en recitativo, sin adornos ni ornamentos y
acompañado solamente por un bajo continuo, el mismísimo emblema de la sinceridad
(Caronte, demasiado torpe como para reaccionar adecuadamente, se queda sin
embargo dormido, posiblemente hechizado por Apolo, y Orfeo le roba la barca: un
pequeño toque de contenido cómico). Más allá de esto, y tal vez de forma extraña para
nosotros que sabemos en qué se convirtió la ópera después, no hay música de amor en
esta tierna favola, ni siquiera en los momentos de la separación y la reunión de los
amantes. Orfeo canta una y otra vez su amor por Eurídice, pero nunca lo expresa
directamente a través de la música –es decir, a ella. De hecho, como si necesitáramos a
la crítica feminista Susan McClary para demostrarlo, Eurídice, con solo unas pocas
líneas de recitado en el primer acto y unas pocas más en el cuarto, es a duras penas un
personaje de lo que, en el fondo, es un muy decoroso e inveteradamente “noble”

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R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

espectáculo insistentemente masculino, que hace foco en el rango natural de la voz


masculina y el ideal del autocontrol y el dominio de sí mismo14. Esto se hace explícito
en la escena en la que Orfeo pierde a Eurídice por segunda vez y un coro de espíritus
canta la moraleja (dirigida no solo a Orfeo sino también al príncipe Francesco, en cuyo
honor se había realizado la favola): solo aquél que pueda sojuzgar sus pasiones
mediante la razón es merecedor de la recompensa. De hecho, la versión original
cumplió con la prohibición de cantantes femeninas en recintos serios como los palazzi
de'principi grandi, otorgando los roles femeninos solistas -desde La Música a la
Mensajera, pasando por la misma Eurídice - a castrati o, en algunos casos, niños.
Entonces, ¿qué puede explicar que estas extrañas y restringidas obras hayan ejercido
una influencia duradera en el público, incluso sin ser noble, hasta el día de hoy? De
todos los actos, el segundo tal vez sea el que sugiera la mejor respuesta, en el modo en
que la música de Monteverdi refleja el motivo implícito de toda la favola que es en
esencia un mito musical, una demostración del poder de la música para mover los
afectos. Porque en el segundo acto Monteverdi y su libretista urden un determinado
choque entre la música “fenoménica” y “nouménica”, como ha definido la crítica
Carolyn Abbate: la música que realmente se “escucha” como tal sobre el escenario, y la
música que simboliza las emociones expresadas en el texto. Concentra el mensaje
humanista más radical en una dosis más poderosa de lo que cualquier compositor de la
época pudo haber imaginado.
El acto comienza con una celebración por la boda de Orfeo con Eurídice. Orfeo,
rodeado de sus amigos los pastores, celebra su amor. Lo hacen de un modo algo
concertante que consiste, tras una invocación a cargo del personaje principal, de no
menos que cuatro arias estróficas, verdaderos scherzi musicali con ritornellos
instrumentales lujosamente escritos, que parecen haber sido tanto danzados como
cantados. Las primeras tres arias son cantadas respectivamente por uno pastor, dos
pastores y por el coro completo. Entonces ocurre el número principal de Orfeo, el aria
Vi ricorda o bosch'ombrosi, en la cual da rienda suelta a su alegría por medio de un
elegante compás de hemiola que Monteverdi había designado “francés” en sus Scherzi
de 1607 (=elegante, como en la repostería francesa). Referencias constantes en los
versos a la lira de Orfeo no dejan dudas de que él está tocando acompañando su canto,
y de que las canciones y danzas son literalmente eso –verdaderas canciones y danzas
representadas “fenoménicamente” en escena.
Una vez que Orfeo termina, uno de los pastores le propone empezar a tocar otra
canción con su plectro dorado; pero antes de que Orfeo pueda cumplir con el pedido, la
desafortunada Mensajera (que no es otra que la ninfa Silvia) irrumpe con las horribles
noticias de la muerte de Eurídice, con lo cual el escenario se sumerge en el silencio (Ej.
1-7). Pero la música fenoménica es silenciada solo para que la nouménica, la música
real de la elocuencia lírica, pueda ofrecer sus maravillas a la audiencia. Desde aquí
hasta que Orfeo y la Mensajera abandonen la escena (él para recuperar a Eurídice, ella
para ocultarse en la vergüenza por haber transmitido tan amargas noticias) ningún
instrumento se escucha a excepción del fundamento, cuya música pasa simbólicamente
“desapercibida”.

13
R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

Ej. 1-7 Claudio Monteverdi, Orfeo, Acto II, la mensajera interrumpe las danzas y canciones.

El asunto central del acto es el intercambio entre Orfeo y la ninfa Silvia (cumpliendo
la misma función que la ninfa Daphne en el libreto de la Euridice de Rinuccini), que
está claramente basada, pero al mismo tiempo las supera, en la escena análoga de las
anteriores favole de Peri y Caccini (Ej. 1-8). Monteverdi le rinde homenaje a Peri al
imitar su desarrollo de armonías discordantes; pero allí donde Peri había contrastado
las armonías de Mi mayor y Sol menor en largas secciones correspondientes con las
divisiones más amplias del soliloquio de Orfeo, Monteverdi usa el contraste a una
escala más pequeña, con el fin de subrayar el patetismo del diálogo en forma
psicológica.

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R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

Ej. 1-8 Claudio Monteverdi, Orfeo, Orfeo las horribles noticias de la mensajera

La disparidad armónica entre las líneas de Orfeo y Silvia simboliza la resistencia de él


ante las inoportunas noticias que ella le ha traído. Él irrumpe en la narrativa de ella con
un Sol menor —Ohime, che odo? (“Oh no, ¿qué estoy escuchando?”)— tan pronto como
ella menciona el nombre de Eurídice (sobre una armonía de Mi menor), como si
quisiera desviarla del amargo mensaje que ella está a punto de transmitir. Pero ella se
repone con un Mi mayor y resuelve el acorde de manera cadencial hacia La mayor,
sobre la palabra morta, “muerta”. Cuando Orfeo responde con otro Ohime, esta vez él
retoma la armonía donde ella ha dejado de cantar y la confirma con un Re mayor, la
siguiente armonía en el ciclo de quintas: el mensaje ha penetrado y él debe aceptarlo.
Una vez más, como en la Euridice, los mismo horripilantes sucesos son relatados más
que representados: no sólo por delicadeza, sino porque el compositor no estaba
interesado en retratar los eventos y sí en cambio las emociones, las de la misma
Mensajera y las de Orfeo. Cuando Orfeo recupera su voz después de haberse convertido
temporalmente en una “roca sin habla” (como uno de los pastores lo describe),
Monteverdi muestra otra vez su dependencia del modelo de Peri, pero una vez más solo
para superar a su predecesor. El soliloquio central de Monteverdi, como el de Peri, se
construye desde una fría conmoción hacia su resolución, pero lo hace mediante una
completa gradación que refleja mucho más fielmente –y reconociblemente- el proceso

15
R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

de transmutación emocional (Ej. 1-9). El secreto yace en el bajo, que comienza con un
estatismo similar al de la versión de Peri pero gradualmente comienza a moverse
mucho más, tanto rítmica como armónicamente, por medio de una progresión, lo cual
resulta en un término medio entre un recitativo y una canción hecha y derecha (más
tarde este estilo intermedio se conocería como arioso). Una vez Orfeo ha hablado y
partido, el coro comienza a entonar un canto fúnebre al convertir las primeras líneas de
la mensajera (“Ah, amargo infortunio”) en un ritornello en el cual las notas de la
mensajera forman el bajo sobre el cual un par de pastores cantan un lamento estrófico
que recuerda el regocijo anterior con agria ironía (Ej. 1-10). Es un buen punto
preguntarnos si debemos considerar a este canto fúnebre como “fenoménico” o
“nouménico”; pero en cualquier caso es la emoción formalizada y ritualizada la que
aquí está siendo expresada, en lugar de la efusión espontánea que proporciona al acto
su centro dramático de gravitación. Por lo tanto, en este afectuoso acto de Orfeo, la
estrategia dramática ha sido rodear el recitativo dramático con arias ornamentales.
Eventualmente, la ópera comercial revertiría esta perspectiva.

Ej. 1-9 Claudio Monteverdi, Orfeo, recitativo de Orfeo ("Tu se' morta")

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Ej. 1-10 Claudio Monteverdi, Orfeo, Coro ("Ahi caso acerbo")

Notas:
Véase Susan McClary, "Constructions of Gender in Monteverdi's Dramatic Music," Cambridge
14

Opera Journal I (1989): 203-23.

El show carnavalesco

En uno de los episodios más impresionantes de auto rejuvenecimiento en la historia


de la música, el septuagenario Monteverdi, movido por la institución de los teatros
públicos de ópera o por un arreglo ofrecido que no podía rechazar, salió de su retiro
para componer un trío final de óperas para el Teatro SS. Giovanni e Paolo, uno de los
muchos competidores que rápidamente habían salido a desafiar al San Cassiano, el
teatro de ópera original. La primera fue Il Ritorno d'Ulisse in patria (“El retorno de
Ulises a la patria”), basada en la Odisea de Homero. La segunda, ahora perdida,
abordaba otro tema mitológico, la boda de Eneas. La última fue L'incoronazione di
Poppea, ya no sobre un mito sino sobre una fantasía histórica basada en Tácito y otros
historiadores romanos. El libretista fue Giovanni Francesco Busenello, un famoso poeta

17
R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

activo en la Accademia degli Incogniti (la Academia de los Enmascarados), una


sociedad de libertinos y escépticos que dominaron la escena del teatro comercial
veneciano e hicieron todo lo posible por subvertir los valores del teatro cortesano, para
mayor disfrute del público de pago.
El libreto de Busenello no elogia ni las recompensas de la virtud ni el castigo de los
vicios (como en el Orfeo). Es una celebración del triunfo de los vicios y una burla a la
virtud. El propio argumento o sinopsis del libretista, publicada en 1656 en sus obras
completas, describe la historia en forma muy concisa:
Nerón, enamorado de Popea, que a su vez está casada con Otón, envía a este último a
Lusitania (Portugal), con el pretexto de nombrarlo embajador y así tener la posibilidad de
disfrutar a solas con ella –esto está basado en la historia según Cornelius Tacitus. Pero en
este caso, elegimos representar estos acontecimientos de forma diferente. Otón,
desesperado al verse privado de Popea se entrega al frenesí y protesta. Octavia, la esposa
de Nerón, le ordena a Otón que mate a Popea. Otón promete hacerlo, pero al ver que no
posee el espíritu para privar a Popea de la vida, se disfraza con las ropas de Drusilla, que
estaba enamorada de él. Así disfrazado entra en el jardín de Popea. El Amor (el dios Eros)
irrumpe y evita el asesinato. Nerón repudia a Octavia a pesar de los consejos de Séneca (el
filósofo) y se casa con Popea. Séneca es sentenciado a muerte y Octavia es desterrada de
Roma.14
Monteverdi usó la más modesta de las orquestas al construir su propuesta para este
entretenimiento poco edificante –y hasta obsceno. Solamente una banda de ritornello
escrita a tres o cuatro partes para instrumentos sin especificar, seguramente de
cuerda). Pero recurrió a un reparto con las voces más extravagantes que jamás podrían
haber participado en la favole cortesana: dos roles de prima donna magníficamente
elaborados (el más virtuoso de los cuales corresponde a la bífida y corrupta
protagonista principal; el otro, más monódico, a la emperatriz rechazada) dos roles
masculinos a cargo de sopranos castrati (el más agudo para el manipulador y
afeminado emperador Nerón; el otro, más estoico, para el desdichado esposo), más un
cuarteto de personajes cómicos y plebeyos que parodian, intencionalmente o no, las
pasiones y gestos de sus superiores –uno de los cuales, la horrible arpía Arnalta,
antigua nodriza de Popea, frecuentemente estaba a cargo de un falsetitsta travesti.
Como es común en las obras de Shakespeare, un contemporáneo menos longevo de
Monteverdi, las escenas cómicas están intercaladas con las más serias. De tal forma que
la escena en la que Séneca cumple la pena de muerte dictada por Nerón y se suicida
rodeado de sus devotos discípulos, es inmediatamente seguida por otra en la cual el
paje de Octavia aparece persiguiendo a la dama de honor cantando tímidamente que
siente “un no sé qué” (Sento un certo non so che) entre las piernas. Y el momento más
trágico de la ópera, la despedida de Octavia de Roma cuando aborda el barco que la
llevará al exilio (Ej. 1-11), se yuxtapone con la escena más bufonesca –Arnalta
regocijándose ante el inminente ascenso de su ama, y el suyo propio (Ej. 1-12). En otra
parte el paje, el más vulgar de los personajes de la obra, se burla explícitamente de
Séneca, que es el más elevado y culto (Ej. 1-13)

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Octavia: “Adiós, Roma, adiós, mi patria, amigos, adiós.


Inocente te abandono.
Voy a sufrir el amargo llanto.
Navegaré desesperada el sórdido mar.”
Ej. 1-11 Claudio Monteverdi, Lincoronazione di Poppea, Acto III, escena 6 (Octavia), C. 1—18

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R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

Arnalta: “Hoy Popea será la emperatriz de Roma.


Y yo, su niñera, ascenderé en grandeza.
No, ya no me mezclaré con el vulgo.
Los que me conozcan gorjearán una nueva armonía:
¡Su Ilustrísima Señoría!.”
Ej. 1-12 Claudio Monteverdi, L'incoronazione di Poppea, Acto III, escena 7 (Arnalta), C. 1—28

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R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

Paje: “No puedo hacer mi deber, no, no ,no.


Mientras él hechiza a todos con brillantes palabras.
No son más que invenciones de su mente.
Las vende como misterios, pero no son más que canciones”

Ej. 1-13 Claudio Monteverdi, L'incoronazione di Poppea, Acto I, escena 6, C. 113—141

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La relación entre Nerón y Popea es representada con franca lujuria, y recibe una
representación musical gráfica. En uno de los primeros diálogos entre los amantes,
Popea ostenta sus labios, sus pechos y sus brazos ante Nerón, y el compositor, tomando
el rol de director de escena, parece prescribir no sólo su melodía y realización, sino
también sus lascivos gestos. Como respuesta, Nerón hace una referencia explícita a sus
encuentros sexuales hasta el punto de describir “ese espíritu en llamas que, al besarte,
insuflé en ti” (Ej. 1-14). Y en el famosos número final de la ópera, el aria Pur ti miro,
que es un curvilíneo y electrizante dueto sensual y lujurioso (para dos sopranos,
imposible de saborear actualmente en toda su estrambótica potencia, incluso cuando la
parte de Nerón se transpone al registro “natural” de un hombre, pero es cantada por
una mujer), las contorsiones y pliegues de la música, su agitada sección central y la
fricción disonante entre las dos partes cantadas (y entre ellas y el bajo: ver
especialmente la parte para las palabras piu nonpeno, piu non moro en el ej. 1-15), no
dejan dudas de que los amantes están llevando a cabo su pasión ante nosotros, más allá
de que el director escénico se haya atrevido a mostrarlo explícitamente o no.

Popea: “Cuán suavemente, cuán dulcemente, mi señor, disfrutaste anoche los besos de esta boca.
Nerón: “Cuanto más cariñosos, más mordaces han sido”
Popea: “¿Las manzanas de este pecho?”
Nerón: “Tus pechos merecen un nombre más dulce”
Popea: “¿Los dulces abrazos de estos brazo?”
Ej. 1-14 Claudio Monteverdi, L'incoronazione di Poppea, Acto I, escena 10, C. 1—38

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Ej. 1-15 Claudio Monteverdi, L'incoronazione di Poppea, escena final, no. 24 (ciaccona: Pur ti miro).

Este dueto, del cual en el Ej. 1-15 se muestra la sección final, simboliza y celebra
formalmente un deseo que ha subvertido todos los códigos políticos y morales. Lo hace
a través de una ciaccona, una danza lenta sobre un bajo ostinatto (nuevamente un
tratracordio descendente al comienzo y al final, pero en modo mayor y no menor). Su
forma, con un sección central contrastante y una reexposición del comienzo [da capo],
se volvería gradualmente muy popular entre los compositores y terminaría
reemplazando al aria estrófica. Mientras que en Orfeo la pompa cortesana celebraba el
orden establecido y la autoridad, y la fría moderación que su héroe viola trágicamente,
Poppea, el espectáculo carnavalesco, demuele todo esto: la pasión vence a la razón, la
mujer al hombre, la astucia supera a la verdad, el impulso a la sabiduría, la licencia a la
ley y el artificio (de la persuasión, de la manera de cantar, de la voz en sí misma) supera
a la naturaleza.
Los investigadores acuerdan ahora que Pur ti miro no fue escrita por Monteverdi,
sino por un compositor más joven, en ocasión de una reposición de la ópera en 1650
(tal vez Francesco Cavalli, discípulo de Monteverdi; o Benedetto Ferrari o Francesco
Sacrati, actualmente el principal “sospechoso”). Sólo esa versión ha sobrevivido,
aunque se cree que es una entre tantas que circulaban en los teatros de la época. Y así
se ha convertido hoy en día en el texto estándar de la obra aunque no tuviese ese
estatus en su propio tiempo. Esta es otra diferencia más entre los espectáculos

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R. Taruskin: Oxford History of Western Music (Vol.2) FBA – Cátedra de Historia de la Música I

cortesanos y las verdaderas óperas antiguas. Las ópera cortesanas, interpretada sólo
una vez, eran impresas y obsequiadas como souvenirs de la fiesta, por lo cual eran
editadas en su texto completo, ideal, con la apariencia de un libro. Estas partituras
podían convertirse en la base de producciones futuras (y así pasó con Orfeo), pero ese
no era su propósito principal.
Las óperas comerciales, por el contrario, no se publicaban en absoluto, tendencia que
se mantuvo por lo menos hasta épocas muy recientes. De igual modo que los shows
musicales de la actualidad (por ejemplo los musicales de “Brodway”), en sus idas y
venidas eran objeto de un incesante revuelo de negociación y revisión que daba lugar a
una multitud de versiones –para este teatro, “para el camino”, para esta estrella o
aquélla- y nunca obtuvieron el estatus de texto definitivo. Las distorsiona
considerablemente contemplarlas desde un punto de vista puramente “poiético”, como
ha sido costumbre en la “música clásica”. En su época fueron “objetos estésicos” por
excelencia, realizaciones y no textos, encarnando mucho de lo que no se escribía y no se
podía escribir. Estaban dirigidas al público de su tiempo, no a la Historia, ni al museo,
la posteridad, el aula ni cualquier otro lugar en donde la poiética es el interés principal.
Una vez más observamos que la condición absolutamente textual (o textualizada) que
asociamos con la “música clásica” y su canon permanente de obras maestras comenzó a
existir mucho después que la multitud de obras que actualmente forman parte de su
órbita. Y eso, algunas veces, produce resultados distorsivos y hasta desagradables. Y
aún así, la ópera comercial nunca suplantó por completo a la cortesana, porque
ocuparon esferas sociales diferentes y se encontraron mucho más tardíamente, en
conflicto, sobre el escenario moderno de la ópera.
Por eso, desde 1637 el mundo de la ópera ha sido un mundo dividido en el que
coexistieron sin paz sus dos vertientes políticas –la edificante junto a la rentable, la
autoritaria con la anárquica, la afirmativa con la opositora. La tensión entre ellas
condicionó todos los aspectos del género: sus formas, estilos, sus significados (o sus
intentos de evadir los significados), sus prácticas interpretativas, sus seguidores, sus
tradiciones críticas. La misma tensión política subyace bajo cada una de las reyertas,
escaramuzas, reformas y querellas que salpicaron la historia de la ópera, e informa las
disputas latentes de la actualidad. No hay otra cosa que explique mejor la
significatividad cultural de la ópera ni que explique tan bien la durabilidad de la más
vieja tradición musical viviente de occidente.

Notas:
Traducción de. Arthur Jacobs, en Monteverde, L'incoronazione di Poppea, Libretto de G. F.
14

Busenello, Versión inglesa de Arthur Jacobs (London: Novello, 1989).

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