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Criado por una madre terrible, que no vacila en encerrarlo en el sótano de su casa,

Edmund Kemper se vuelve muy tímido y se aisla más y más. Sueña con vengarse,
imagina juegos mórbidos en los cuáles tienen un papel esencial la muerte y la
mutilación. Consciente de su insuficiencia, admira a su padre ausente y al actor
John Wayne. Por lo demás, es curiosa la fascinación que ejerce el Duke sobre otros
muchos asesinos en serie, como John Wayne Gacy o Herbert Mullin, aunque éste
odiaba ferozmente al actor. Kemper explica:
«John Wayne se parecía mucho a mi padre, a la vez físicamente y en su modo de
obrar. Mi padre era forzudo y hablaba alto y fuerte. Como John Wayne, tenía los
pies pequeños. Cuando estuve por primera vez en Los Angeles fui a poner mis pies
en las huellas de los de John Wayne, inmortalizadas delante del Teatro Chino. Me
enorgulleció ver que mis pies eran mayores que los suyos.»
A Ed Kemper le hace falta el padre, pues no se entiende en absoluto con su madre
Clarnell. Le enfurece que ésta vuelva a casarse, aunque sus sucesivos padrastros
lo trataron generalmente con mucha afabilidad. Pero Ed les reprocha que hayan
tomado el lugar de su padre natural:
«Era un niño inquieto y nunca me acostumbré a la idea de la separación de mis
padres. Detestaba pensar que nuestra familia se rompiera. Quería a mis padres por
igual. Discutían mucho y mi madre solía llevar la mejor parte, rebajaba
constantemente a mi padre, le repetía sin cesar que era un desgraciado sin futuro.
Finalmente, mi padre se hartó y se marchó. Yo, por la noche, a menudo lloraba
oyéndoles insultarse a gritos. Se divorciaron. Mi madre bebía mucho y cada vez
más. Yo tenía dos hermanas. Mi madre me trataba como si yo fuese una tercera
hija, me taladraba los oídos diciéndome que mi padre era un mal bicho. Hubiera
debido identificarme con él, pero no lo lograba. Mi hermana mayor, que tenía cinco
años más que yo, me pegaba a menudo, y mi hermana menor mentía y muchas
veces me castigaba en su lugar. Tenía la impresión de que el mundo entero estaba
contra mí, que había agarrado el mango por el extremo equivocado. Se me iban
acumulando las frustraciones y el deseo de venganza.»
Al llegar a los ocho años, Kemper jugaba desempeñando el papel de víctima de una
ejecución mientras sus hermanas hacían el papel de verdugos:
«Vivíamos en Montana, en una casa con un sótano inmenso, casi parecía un
calabozo medieval. Tengo ocho años y mi imaginación funciona a todo tren. Hay un
enorme horno de calefacción central, con radiadores y tuberías que hacen mucho
ruido. Este horno me cautiva, tengo la impresión de que en él vive el Diablo. Esos
ruidos inquietan a un crío de mi edad. El diablo comparte mi dormitorio y habita en
ese horno. A veces, me despierto y miro, fascinado, el horno, que resplandece de
modo extraño. De noche, mi madre y mis hermanas suben al primer piso, donde
tienen sus dormitorios, pero yo duermo en el sótano. ¿Por qué voy al infierno cuando
ellas suben al cielo… ? Con mi hermana menor inventamos juegos morbosos.
Jugábamos a la silla eléctrica o a la cámara de gas. Era la época en que Caryl
Chessman había sido condenado a muerte. Como no tengo muchos juguetes, eso
rompe la monotonía ambiente. Me dejo atar con una cuerda a un sillón, finjo
retorcerme de dolor cuando mi hermana hace como que pone el contacto…»
Ed Kemper cuenta este juego de la cámara de gas como si se tratara de algo normal
para un niño de su edad, un medio de «romper la monotonía ambiente». Ni su madre
ni sus profesores toman en serio estas fantasías morbosas. La mayoría de los
asesinos en serie dan desde la infancia signos de su comportamiento anómalo, pero
ningún padre piensa que su hijo es Jack el Destripador. Cuando se habla con
asesinos en serie, confiesan que desde la infancia querían matar y que los mataran.
No es una fantasía que surja bruscamente en la adolescencia a causa del alcohol o
de las drogas. Piensan en ello ya a los siete u ocho años, como en el caso de
Kemper. Fascinado por un truco de magia, sus fantasías toman un carácter más
macabro:
«Un día, en unos almacenes, asisto a un juego de magia, el de la falsa guillotina.
Se pone una patata debajo de la cuchilla mientras alguien mete la cabeza en una
abertura preparada a tal efecto. La cuchilla cae y sólo la patata queda cortada en
dos. El mago pide un voluntario y una hermosa muchacha rubia se presenta,
empujada por su novio. Todos ríen. Yo, en ese instante, me descontrolo, pierdo el
contacto con la realidad. No hubiera debido sucederme. ¿Cómo imaginar que se
pueda cortar la cabeza a alguien en unos almacenes? Estaba fascinado, esa idea
de la decapitación era tan excitante para mí que me acosó durante semanas. Mucho
antes de mi primer crimen ya sabía que iba a matar, que todo acabaría así. Las
fantasías son demasiado fuertes, demasiado violentas. Sé que no seré capaz de
contrarrestarlas. Vuelven a la carga sin cesar y son demasiado elaboradas… A
veces se habla de la cara oscura de tal o cual persona. Todos piensan en cosas
que guardan enterradas en lo más profundo, porque son demasiado crueles,
demasiado horribles para expresarlas: “Me gustaría volarle la cabeza o matar a ese
tipo”. Todos lo pensamos, un día u otro. Yo pensaba en ello constantemente. Tenía
constantemente pensamientos negativos. En un momento dado, a medida que se
crece, se logra superar esta fase morbosa. Yo, no. Un adulto puede guiar a un niño,
enseñándole otro camino. Mi madre estaba, al contrario, para humillarme y
pegarme. Me enseñaba hasta qué punto los varones eran insignificantes. En cierto
modo, precedió en varios años a los movimientos feministas. Ya sé que no es justo
hablar así de una muerta que no puede defenderse. Su padre había sido alguien
insignificante y ella tuvo que ocuparse de todo desde la infancia. Mamá se ocupaba
de todo. No sabía cómo actuar de otra manera.»
Constantemente en conflicto con su madre, Kemper no se entiende mejor con su
hermana:
«Tengo celos de mi hermana. Tiene muchos amigos y yo ninguno. Mi madre le
muestra afecto y respeto, le presta atención. A mi me riñen cada dos por tres. Como
regla general, tiene todo lo que yo no poseo. Un día me dan una pistola de pistones
que traigo de Nueva York. Mi hermana detesta esa pistola porque no tiene una. Y
además está furiosa porque no ha ido a Nueva York. Unos días después de mi
regreso, con el pretexto de una disputa toma mi juguete y lo arroja contra mis pies.
No solamente la pistola se rompe, sino que tengo una herida en un dedo del pie.
Para vengarme, me voy a su cuarto y con unas tijeras decapito su muñeca Barbie y
luego le corto las manos; después le devuelvo su muñeca mutilada.»
Kemper trata de racionalizar su fantasía de mutilación de la muñeca: se venga de
su hermana porque rompió su pistola. Esto expresa una característica importante
del asesino en serie, o sea, su deseo de aparecer normal. Cuando habla de las
mutilaciones de sus víctimas, Kemper indica que les corta la cabeza y las manos
para hacer imposible su identificación, lo cual, a primera vista, puede parecer normal
para un asesino que trata de escapar de la policía. Sin embargo, este acto queda
anulado por los métodos modernos de investigación, que permiten identificar una
víctima por su dentadura y sus huellas dactilares. La separación de los miembros y
del tronco no altera nada, pero satisface una fantasía que Kemper tiene desde su
infancia. Finge matarse en ceremonias rituales antes de mutilar a una muñeca
simbólica. La etapa siguiente exige que mate a un ser vivo para poseerlo, palabra
clave en la carrera de asesino de Ed Kemper. Unos meses más tarde, el gato de la
familia se convierte en su primera víctima. Entierra vivo al animal, y le corta la
cabeza, la cual lleva orgulloso a casa, donde la exhibe en su cuarto como un trofeo.
Pese a su corta edad, fantasea sobre el amor y el sexo. Y sus sueños eróticos se
acompañan inevitablemente de violencia:
«Llegada la noche, salgo subrepticiamente de casa para pasearme por las calles,
al azar. Me encanta espiar a las muchachas y seguirlas desde lejos. Me imagino
que las amo y que me aman, aunque sepa que esto nunca será posible. ¿Qué
fantasías tengo? Pues poseer las cabezas cortadas de esas chicas. Los hombres
no me gustan.»
Casi nunca habla. Es incapaz de expresar de modo normal cualquier sentimiento
de afecto. Kemper presenta los signos premonitores de una perfecta necrofilia. Un
día, su hermana le hace una broma sobre su maestra, por la que se siente atraído.
Le pregunta por qué no la besa y el joven Ed contesta: «Tendría que matarla antes
de besarla.» Está a punto de realizar semejante fantasía, pues una noche se dirige
a casa de su maestra llevando la bayoneta de su padrastro. Imagina que la mata, la
decapita, se lleva a casa su cabeza y la besa y le hace el amor. Sus compañeros
de clase se sienten inquietos en su presencia, pues Kemper no les habla y se
contenta con mirarlos fijamente.
Este ostracismo se acentúa cuando Kemper cumple los trece años, pues se
sospecha que mató a un perro del vecindario. Otro gato, que prefiere la compañía
de su hermana mayor, es la segunda víctima de sus experimentos. Esta vez mata
al animal a machetazos y la madre de Kemper descubre los pedazos de la bestia
ocultos en el armario del muchacho. Le había cortado el cráneo para exponer el
cerebro y luego lo apuñaló innumerables veces. En la operación quedó rociado de
sangre.
Durante un tiempo, Ed quiere vengarse de sus condiscípulos. Uno de sus
padrastros, que lo trata con mucha afabilidad y lo lleva de caza y pesca, no está
tampoco protegido contra las fantasías asesinas de Kemper. Un día, el adolescente
se coloca detrás de él con una barra de hierro en la mano. Lo matará y le robará el
coche, en el cual se irá a California del Sur para reunirse con su padre natural.
Renuncia a este proyecto, pero lo sustituye por la fuga:
«A los 14 años, me marché de casa. Y ¿por qué? Pues para reunirme con mi padre.
Quiero alejarme de mi madre. Sueño y fantaseo constantemente con el asesinato.
Sólo pienso en eso. No consigo pensar en nada más. Mi madre mide un metro
ochenta y pesa más de más de noventa y cinco kilos, pero no es obesa. Es una
mujer que me aterroriza. Posee unas cuerdas vocales inimaginables. Vence
siempre a los hombres en los juegos de muñeca. Siempre domina a sus maridos.
Lo mismo que con mi padre. Un día, él se hartó. No diré que todo fuera culpa de
ella. Pero mi madre me pegaba a menudo, cuando le parecía que yo no hacía lo
que era debido. Un día me pegó en la boca con su cinturón, que se rompió. Me dijo
que me callase, no fueran los vecinos a creer que me pegaba. ¡Imagínese!
Encima… A sus ojos soy una mierda. No me opongo a ella de frente. Trato de resistir
sin dar la cara. Cuando no me da mi dinero para la semana, me lo tomo de todos
modos. Pero no lo robo, cojo cinco cents por ahí, cinco por allá; una vez, veinticinco.
Espero a que regrese borracha por la noche, porque no contará su calderilla. Pero
ella se da cuenta y se complace en contar delante de mí su dinero. Así jugamos al
gato y al ratón durante casi un año. Después de haber ido a visitar a mi padre,
decido no volver a tocar el portamonedas de mi madre, lo cual le da miedo. Suele
decir: «Ahora cenaremos y después te daré una buena tunda.» ¡Imagínese! Trataba
de humillarme por todos los medios.»
Edmund Kemper parte a California, para vivir un tiempo con su padre:
«Me entusiasma marcharme de Montana y volver a California, donde nací. Montana
es el estado natal de «Ella», pero no el mío. Hace frío en invierno y calor en verano.
La gente es simpática, pero no es mi gente. Me quedé un mes con mi padre y mi
hermanastro. Nos trató muy bien, como si fuéramos hombrecitos. Él también venía
de una familia muy matriarcal. La clase de familia cuyo hijo va en busca de una
imagen maternal y acaba casándose con ella. Pero yo tenía abuelas dominantes en
ambos lados de la familia. Con mi padre, las relaciones eran excelentes, con él
hubiese podido tener una infancia feliz. Esos treinta días que pasamos juntos me
abrieron los ojos. En aquella época, me sentía paranoico. En cuanto entraba en una
habitación, cesaban las conversaciones y todos me miraban, porque era, con
mucho, el tipo más alto que habían visto jamás. Los bajitos y los de mediana
estatura me envidiaban porque hubiesen querido que la gente se fijara en ellos.
Creían que era formidable. Yo, no. Almaceno muchas frustraciones y odios. No sé
cómo canalizarlos o cómo deshacerme de ellos. Me imagino a menudo que soy el
último hombre en la Tierra. ¿Qué pasaría si estuviera solo con todos esos buques,
esos autos y aviones sin nadie con quien compartirlos? ¿No sería terrible? Esta idea
me obsesiona y elaboro toda una novelería con este concepto. La gente está
todavía presente, pero inanimada. No puede afectarme ni hacerme daño. Cuando
llegué a la pubertad, una amiga de la clase me deseó, no sexualmente, sino
físicamente, emocionalmente, y yo no sabía qué hacer. No estaba preparado. Ella
estaba más adelantada que yo, bella y agresiva. Me asusté y ella me dejó de lado.
Ella deseaba una relación física, quería besarme, pero tuve miedo.»
«Tengo constantemente la impresión de ser un extraño, de hallarme al margen.
Tengo tendencias suicidas. Juego con la muerte. Uno de mis pasatiempos favoritos
consiste en tenderme en medio de la carretera, como si acabaran de derribarme, y
esperar a que pase un coche. Deseo que un conductor esté lo bastante borracho
como para pasarme por encima, pero todos frenan y se detienen antes de llegar a
mí. Se ponen furiosos cuando me levanto para salir corriendo. Es un juego. Ahora
me río de esto, pero indica mi estado de ánimo en aquella época, y hasta qué punto
tenía poco respeto por mi propia vida.»
Las relaciones entre Kemper y su madre continúan empeorando. Cree que su hijo
está chiflado y lo manda a casa de sus abuelos paternos, que viven en un rancho
de California. Es allí, el 24 de agosto de 1963, a los 16 años de edad, donde mata
a sus abuelos con un rifle del 22. Luego, apuñala a Maude Kemper con un cuchillo
de cocina. Desconcertado, telefonea a su madre para informarla. Cuando la policía
le interroga sobre sus motivos, contesta: «Sólo quería saber lo que sentiría matando
a mi abuela.» Lamenta no haber tenido el valor de desnudarla. Sus declaraciones
incoherentes determinan que se le interne en el hospital de alta seguridad de
Atascadero:
«Paso la Navidad en compañía de mi padre, que acaba de casarse, pero esta vez
las cosas van muy mal con mi madrastra y mi hermanastro. Tratábamos de atraer
la atención de mi padre y su amor. Pero ahora tiene una nueva familia. Busco
desesperadamente un hombre adulto para que me guíe. Mi padre no puede soportar
esta tensión y me envía a casa de mis abuelos para deshacerse de mí. Me
consideran un fracasado, de modo que trasladan al engorroso a la montaña. Bueno,
no me lo dijeron así, pero como si lo hubiesen dicho. Me quedo varios meses, y todo
marcha bien al principio, sobre todo porque estoy lejos de Montana. Pero, al cabo
del tiempo, el barniz se resquebraja, pues mi abuela quiere criarme con dureza,
como a sus tres hijos. Espera librarme de la influencia negativa de mi madre, pero
de hecho la sustituye por la suya. Y yo soy completamente incapaz de comprender
relaciones psicológicas tan complejas. No me da un respiro. Cuando me ausento,
en el rancho, grita mi nombre cada hora para saber qué hago. Me habla siempre de
la tranquilidad del campo, de la paz y del amor a los animales. La finca tiene unas
cuatro hectáreas, y me atosiga constantemente gritando: «No te lleves la carabina
y no hagas daño a nuestros amiguitos.» ¿Y saben lo que hice? Pues que tiré contra
todo cuanto se movía. Los pájaros tenían la costumbre de sobrevolar la finca. Al
cabo de algunas semanas de esta matanza, debieron darse cuenta, pues eludían el
rancho. Me río, ahora, pero entonces no era nada divertido. Tiraba contra todo lo
que se movía. Ganaba 25 cents por cada conejo o roedor que mataba. Destruía
seres vivos para saber si podía hacerlo. Los psicólogos adoran estos trucos: un
chico mata pájaros y se convertirá en un maníaco. Todo esto hierve dentro de mí.
Las pasiones, las tensiones, las frustraciones. Fantaseaba sobre la muerte de mi
abuela. Pensaba ya en cortarle la cabeza, pero el crimen fue espontáneo, como una
explosión. No lo premedité.»
En 1969, contra el parecer de los psiquiatras, confían a Edmund Kemper al cuidado
de su madre:
«El 30 de junio de 1969 al mediodía salgo de Atascadero. Me esposan para tomar
una avioneta hacia el condado de Madera, donde me juzgará un tribunal de
menores. Me encarcelan con el número 5100, un número de código que significa
que estaba enfermo al cometer mis crímenes pero que soy legalmente responsable
de ellos. Represento un peligro para mí mismo y para la sociedad. Debo seguir un
tratamiento. Durante mi estancia en Atascadero mi código pasa del 5100 al 5567,
es decir, me convierto en mentalmente peligroso e irresponsable de mis actos. En
este caso, basta con mejorar para que te dejen regresar a tu casa. Creo que soy el
único asesino que salió de esa institución sin antecedentes penales. En realidad,
los psiquiatras no querían liberarme, estaban a punto de trasladarme al Hospital
Estatal de Agnew, del cual no me habrían dejado salir hasta muchos años después
y para someterme siempre a estrecha vigilancia. No se olvide que no tenía todavía
21 años, sin ninguna experiencia amorosa o sexual, y que nunca había trabajado.
En resumen, que me llevan ante el comité que debe decidir si me dan la libertad
bajo palabra. Pido que me confíen a un centro de rehabilitación, lejos de mi madre.
No lo consigo. Me envían a casa de mi madre en libertad condicional por dieciocho
meses. Hubiese debido mandarlos a paseo. Mi madre, alcohólica, resulta ser así,
oficialmente, mi amiga y mi consejera. Me digo que las cosas serán distintas ahora
que me he convertido en duro, que habrá cambiado y se sentirá orgullosa de mí.
Mientras estaba encerrado, estudié.»
«En Atascadero, me había encontrado, yo, menor, en un hospital psiquiátrico para
criminales muy duros. En 1964, allí la edad media de los presos era de 36 años.
Según la ley, yo hubiese debido estar en el Hospital Estatal de Napa, una institución
de mínima seguridad, pero el juez estaba tan escandalizado por mis crímenes que
declaró que no quería «enviar a este joven a Disneyland». Por eso me llevaron a
Atascadero, con gente que, de promedio, tenía veinte años más que yo. Créame,
crecí muy deprisa. Hasta salvé la vida de un chico al que un adulto quería
estrangular.»
«De los 16 a los 21 años estoy en la prisión. Es la época de los hippies y del final
de la guerra del Vietnam. Cuando quedo en libertad se supone que me mezclaré
con la vida de los adultos, que me integraré en la sociedad. Los adolescentes han
cambiado completamente mientras yo estaba encarcelado. Todo acabó mal. ¿Por
qué? Mi madre trabaja en la universidad pero se niega a que yo conozca a
muchachas estudiantes porque soy un botarate como mi padre y no merezco
conocerlas. Me dice que son demasiado para mí. Yo destruyo iconos, hago daño.»
«A causa de mi madre, no llego a determinarme como hombre. Mi vida sexual es
inexistente y sólo puede llegar a ser aberrante. Nunca fui a un espectáculo de
mirones, tenía miedo. Me masturbo enormemente mientras vivo mis fantasías. Pero,
de todos modos, tuve tres breves relaciones y dos veces pillé blenorragias. No
empleaba condones. Ahora, sería un hombre con la muerte en suspenso, a causa
del sida.»

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