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“Los indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la cabeza del vencido. La cortan y la reducen hasta que
cabe en un puño, para que el vencido no resucite. Pero el vencido no está del todo vencido hasta que le
cierran la boca. Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre”.
Todas estas parecieran razones de más para no proseguir escribiendo contra la guerra o
los efectos sufrientes que produce; al menos, para desvincularse éticamente de la
obligación de escribir dichos poemas, puesto que lo poético no es en absoluto un modo
de resolución de conflictos políticos ni mucho menos militares. Podemos pronunciarnos
a favor de los armisticios, de los acuerdos normativos multilaterales, de las
negociaciones políticas, en suma, del diálogo intercultural, pero ninguna racionalidad
comunicativa, ni mucho menos ninguna poética dialógica constituye un serio obstáculo
para los señores de la guerra. Más aún, nadie está obligado a leer a los cronistas de
guerra notificándonos la muerte diaria (más o menos indiscriminada), a escuchar a las
organizaciones humanitarias denunciando los vergonzantes incumplimientos de los
tratados internacionales o incluso a manifestarse por la paz. Así pues, los medios que
están a nuestro alcance parecen ser, a pesar nuestro, de escasa (cuando no nula) eficacia
política. Habría incluso que señalar que escribir al respecto no predefine su valor
estético: a menudo, esos poemas no constituyen auténticas aportaciones artísticas y ni
siquiera permiten ampliar el conocimiento que tenemos sobre esa realidad drástica.
Asimismo, escribir sobre la guerra no nos hace, en términos morales, necesariamente
mejores e incluso no faltan ocasiones donde esos mismos poemas son utilizados para
hacer simbólicamente rentable una poética, situándola en el campo de la "poesía
comprometida".
Y sin embargo, ¿qué seríamos sin esa multiplicidad de pronunciamientos críticos, sin
esta interrogación por el derecho, sin la reivindicación de la igualdad de la condición
humana, sin el reclamo persistente de justicia? ¿Qué sacrificaríamos de nuestra
identidad si desconociéramos al otro, si nos despreocupáramos de su existencia digna o
nos resultara indiferente su dolor?
Tienen razón nuestros detractores cuando alegan que con la poesía no detendremos la
guerra. Es más: admitamos que no parece ser más que un ejercicio catárquico, esto es,
una forma de descargar nuestra rabia legítima. Algunos arriesgan más: toda la prolífica
producción poética que gira en torno a esa problemática no parece ser más que una
manera de tranquilizar las conciencias. En efecto, hay catarsis de nuestra rabia. Pero,
¿se trata de una catarsis tranquilizadora, que nos consuela pensando que ya hemos
hecho nuestra parte al tomar parte? ¿Podría tranquilizarse alguien con un mínimo de
lucidez escribiendo poesía antibelicista, cuando no abiertamente pacifista? Sería sin
dudas una muestra de humana estupidez, tan habitual en nuestra época deshumanizante.
Con todo, esa rabia dice algo de nosotros: escribir contra la guerra no detendrá las
bombas, pero puede que me detenga a mí, que sacuda la consciencia de la impotencia y
cuestione el reconocimiento resignado de la imposibilidad de hacer algo. Incluso
cuando no lográramos cambiar ciertos acontecimientos traumáticos, escribir es, en
primer orden, movilizar mi ser: intranquilizarme lo suficiente como para actuar en otros
órdenes de la práctica, a pesar de la insuficiencia de esas intervenciones (incluso en el
plano colectivo). De hecho, rara vez una movilización masiva logra detener la guerra (y
digo la guerra pero siempre es una guerra específica: Irak o Palestina, Afganistán o
Georgia –sobre la que se ha dicho casi nada-, Congo o Sudán –sobre las que se ha dicho
menos todavía- y tantas otras guerras olvidadas). Así pues, aunque se movilice la mitad
de la población mundial hay un muro habitualmente infranqueable: las “razones de
estado” aducidas, la invocación del estado de excepción, el llamamiento a las causas
justas (pretexto mediante el cual se baña de sangre la tierra) e, incluso, y más
dramáticamente, el apoyo de la otra mitad, que suele aplaudir las aplastantes
manifestaciones de superioridad militar, sin ahorrar en maniqueísmos.
Confianzas
¿Entonces?
Nuestra escritura, sin embargo, no se contenta con escribir: quiere derrotar nuestra
pasividad, triunfar sobre la desactivación de la protesta que no se consuela con quedarse
en sola protesta, cuestionar la separación de poesía y vida social, imaginar otras
respuestas deseables, sumarnos como ciudadanos a una lucha simbólica (pero no menos
real) ante la que nuestra impotencia es síntoma de la radical concentración de las
decisiones públicas, de la enajenación de los estados con respecto a una parte
significativa de las sociedades que dicen representar (al menos, en el contexto de las
democracias representativas). Y es, también, síntoma de nuestro deseo de no querer
participar en la guerra como espectáculo mediático, de resistirnos a presenciar de forma
silenciosa la masacre generalizada, de negarnos a aceptar la reducción del crimen a una
estética siniestra, que no duda en embellecer las tecnologías de la destrucción, de
reactivar nuestra sensibilidad ante tanta muerte naturalizada. Porque la guerra, a pesar
de Baudrillard, nunca se deja reducir a espectáculo, aunque ese sea su tratamiento
prevalente: sean invisibilizados o exhibidos, los cuerpos inertes permanecen. Porque la
muerte como amo absoluto -aunque se oculte tras la omisión más o menos deliberada, o
tras la censura férrea de los genocidas- deja su marca traumática e irreparable. Sigue
ahí.
En este sentido, aunque nuestra escritura se propusiera una tarea imposible, cortaría una
cadena de complicidades ante una guerra que también se disputa en lo ideológico, en las
reducciones simplistas y descalificatorias de los otros, en las condenas fáciles y
prejuiciosas de otras culturas y pueblos. Más modestamente, nos permite evitar la
clausura prematura de los interrogantes acerca de nuestras razones para escribir.
Arturo Borra