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«La poesía y la guerra» - Arturo Borra

“Los indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la cabeza del vencido. La cortan y la reducen hasta que
cabe en un puño, para que el vencido no resucite. Pero el vencido no está del todo vencido hasta que le
cierran la boca. Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre”.

(“Celebración de la voz humana /1”, E. Galeano, El libro de los abrazos).

La poesía no detendrá la guerra. Como nos advertía hace algunas décadas el


filósofo Cornelius Castoriadis sólo la propia humanidad puede hacerlo. Un poema no
detendrá las balas: sólo nuestras decisiones humanas pueden evitarlo. Como en el
célebre poema “Confianzas” de Gelman, donde el poeta se interroga acerca de su
escritura, la impotencia poética (y artística) ante la guerra y otras realidades políticas y
sociales es flagrante. Podría, desde luego, indicarse que la poesía, cuando se
compromete abiertamente con la paz, transforma nuestras conciencias, pero otros dirán
que sólo los ya convertidos mostrarán sensibilidad ante aquella (reducida, en ocasiones,
a sola plegaria). Producir sentidos críticos no detiene la acción cínicamente homicida:
ellos saben del daño que imparten y no se detendrán a pesar del saber. A un poder se lo
detiene con un contrapoder, no con reivindicaciones normativas tan legítimas como
ineficaces ante el uso ilegítimo de la fuerza. Si no se detienen por los ríos manchados de
sangre mucho menos lo harán por los ríos de tinta.

Todas estas parecieran razones de más para no proseguir escribiendo contra la guerra o
los efectos sufrientes que produce; al menos, para desvincularse éticamente de la
obligación de escribir dichos poemas, puesto que lo poético no es en absoluto un modo
de resolución de conflictos políticos ni mucho menos militares. Podemos pronunciarnos
a favor de los armisticios, de los acuerdos normativos multilaterales, de las
negociaciones políticas, en suma, del diálogo intercultural, pero ninguna racionalidad
comunicativa, ni mucho menos ninguna poética dialógica constituye un serio obstáculo
para los señores de la guerra. Más aún, nadie está obligado a leer a los cronistas de
guerra notificándonos la muerte diaria (más o menos indiscriminada), a escuchar a las
organizaciones humanitarias denunciando los vergonzantes incumplimientos de los
tratados internacionales o incluso a manifestarse por la paz. Así pues, los medios que
están a nuestro alcance parecen ser, a pesar nuestro, de escasa (cuando no nula) eficacia
política. Habría incluso que señalar que escribir al respecto no predefine su valor
estético: a menudo, esos poemas no constituyen auténticas aportaciones artísticas y ni
siquiera permiten ampliar el conocimiento que tenemos sobre esa realidad drástica.
Asimismo, escribir sobre la guerra no nos hace, en términos morales, necesariamente
mejores e incluso no faltan ocasiones donde esos mismos poemas son utilizados para
hacer simbólicamente rentable una poética, situándola en el campo de la "poesía
comprometida".

Y sin embargo, ¿qué seríamos sin esa multiplicidad de pronunciamientos críticos, sin
esta interrogación por el derecho, sin la reivindicación de la igualdad de la condición
humana, sin el reclamo persistente de justicia? ¿Qué sacrificaríamos de nuestra
identidad si desconociéramos al otro, si nos despreocupáramos de su existencia digna o
nos resultara indiferente su dolor?

Tienen razón nuestros detractores cuando alegan que con la poesía no detendremos la
guerra. Es más: admitamos que no parece ser más que un ejercicio catárquico, esto es,
una forma de descargar nuestra rabia legítima. Algunos arriesgan más: toda la prolífica
producción poética que gira en torno a esa problemática no parece ser más que una
manera de tranquilizar las conciencias. En efecto, hay catarsis de nuestra rabia. Pero,
¿se trata de una catarsis tranquilizadora, que nos consuela pensando que ya hemos
hecho nuestra parte al tomar parte? ¿Podría tranquilizarse alguien con un mínimo de
lucidez escribiendo poesía antibelicista, cuando no abiertamente pacifista? Sería sin
dudas una muestra de humana estupidez, tan habitual en nuestra época deshumanizante.
Con todo, esa rabia dice algo de nosotros: escribir contra la guerra no detendrá las
bombas, pero puede que me detenga a mí, que sacuda la consciencia de la impotencia y
cuestione el reconocimiento resignado de la imposibilidad de hacer algo. Incluso
cuando no lográramos cambiar ciertos acontecimientos traumáticos, escribir es, en
primer orden, movilizar mi ser: intranquilizarme lo suficiente como para actuar en otros
órdenes de la práctica, a pesar de la insuficiencia de esas intervenciones (incluso en el
plano colectivo). De hecho, rara vez una movilización masiva logra detener la guerra (y
digo la guerra pero siempre es una guerra específica: Irak o Palestina, Afganistán o
Georgia –sobre la que se ha dicho casi nada-, Congo o Sudán –sobre las que se ha dicho
menos todavía- y tantas otras guerras olvidadas). Así pues, aunque se movilice la mitad
de la población mundial hay un muro habitualmente infranqueable: las “razones de
estado” aducidas, la invocación del estado de excepción, el llamamiento a las causas
justas (pretexto mediante el cual se baña de sangre la tierra) e, incluso, y más
dramáticamente, el apoyo de la otra mitad, que suele aplaudir las aplastantes
manifestaciones de superioridad militar, sin ahorrar en maniqueísmos.

Ahora bien, si la poesía no detuvo ni el genocidio ni la barbarie incluso de los que se


proclaman a sí mismos civilizados, si la poesía no impide la drástica realidad del crimen
de estado y del estado del crimen (que incluye, desde luego, grupos para-estatales),
¿para qué escribir o seguir escribiendo sobre y contra la guerra?

Un principio de respuesta ya está insinuado: para alertarnos de nuestras propias


anestesias y seguir persistiendo en nuestras demandas de justicia, a pesar de (o
precisamente por) ser desoídas. Nada nos impide imaginar que puede haber un tiempo
porvenir en que ya no sea necesario escribir este tipo de poemas. Sin embargo, ¿podrían
alcanzar estos móviles subjetivos para justificar la existencia misma de esta clase de
poemas? ¿No resultan radicalmente insuficientes, cuando lo que hay que frenar son los
tanques? En última instancia, los estados –o mejor dicho, sus líderes, esto es, los que
toman las decisiones cruciales para acelerar o frenar las matanzas, en alianza a las
industrias bélicas en pleno auge a pesar de la crisis económico-financiera mundializada-
son los responsables principales de esas decisiones (que otros, desde luego, ejecutan
reconociéndoles su autoridad).

¿Para qué entonces, si a pesar de tantas páginas memorables contra la guerra


-comenzando por las de Tolstoi o Trumbo- no han logrado evitarla? Dicho más
claramente: la efectividad política de lo poético (y lo literario en general) es
escandalosamente limitada, al menos ante las escenas de destrucción que se repiten en la
historia humana. La literatura y las plegarias, las crónicas y las movilizaciones no
alcanzan. Son absolutamente insuficientes ante las máquinas de guerra. No obstante,
como prácticas sociales específicas, contribuyen a la necesaria articulación de una
promesa colectiva sino de reconciliación, al menos de pacífica coexistencia social.
Desde luego, nada de ello anuncia una sociedad sin conflictos, pero señala una dirección
distinta para gestionarlos.
En suma, subestimar estas aportaciones finitas pero valiosas es renunciar a nuestra
capacidad de intervención crítica en las condiciones del presente, sea en términos
individuales como grupales. Detrás de ese renunciamiento lo que se esconde es el
sacrificio propiciado por los intereses -más o menos espurios, más o menos
inconfesables- de nuestros mandatarios. También hemos dicho que sólo la propia
humanidad puede detener esas máquinas; sólo manos humanas pueden evitar el disparo.
Y ahora es tiempo de agregar: que cuestionemos de diversas formas los discursos
legitimistas, aunque no alcance para desmontar esas máquinas, puede erosionar su
eficacia desmovilizadora, limitada a significar la guerra como una fatalidad, un camino
inexorable ante el presunto mal absoluto del Otro. Es dar batalla simbólica a la lógica de
la guerra; es luchar contra la reducción de todas las luchas ideológico-políticas a la
gramática del enfrentamiento militarizado (incluso el que invoca, practicando el
terrorismo de estado, la guerra contra el terror).

Digámoslo, por si quedara alguna duda, con Juan Gelman.

Confianzas

se sienta a la mesa y escribe


«con este poema no tomarás el poder» dice
«con estos versos no harás la Revolución» dice
«ni con miles de versos harás la Revolución» dice
y más: esos versos no han de servirle para
que peones maestros hacheros vivan mejor
coman mejor o él mismo coma viva mejor
ni para enamorar a una le servirán
no ganará plata con ellos
no entrará al cine gratis con ellos
no le darán ropa por ellos
no conseguirá tabaco o vino por ellos
ni papagayos ni bufandas ni barcos
ni toros ni paraguas conseguirá por ellos
si por ellos fuera la lluvia lo mojará
no alcanzará perdón o gracia por ellos
«con este poema no tomarás el poder» dice
«con estos versos no harás la Revolución» dice
«ni con miles de versos harás la Revolución» dice
se sienta a la mesa y escribe

¿Entonces?

Ni con miles de versos haremos la Revolución ni tomaremos el Poder; no cambiaremos


la humanidad, no la haremos desistir de su atrincheramiento ante los otros. Y, sin
embargo, seguimos escribiendo: para dar testimonio de las fosas, para denunciar la
aniquilación, para interrogar los modos en que cimentamos nuestro bienestar y nuestra
inmovilidad ante el dolor ajeno. Podríamos ser más concisos: para seguir luchando, a
través de la palabra, puesto que, como dice Galeano, “el vencido no está del todo
vencido hasta que le cierran la boca”.

Nuestra escritura, sin embargo, no se contenta con escribir: quiere derrotar nuestra
pasividad, triunfar sobre la desactivación de la protesta que no se consuela con quedarse
en sola protesta, cuestionar la separación de poesía y vida social, imaginar otras
respuestas deseables, sumarnos como ciudadanos a una lucha simbólica (pero no menos
real) ante la que nuestra impotencia es síntoma de la radical concentración de las
decisiones públicas, de la enajenación de los estados con respecto a una parte
significativa de las sociedades que dicen representar (al menos, en el contexto de las
democracias representativas). Y es, también, síntoma de nuestro deseo de no querer
participar en la guerra como espectáculo mediático, de resistirnos a presenciar de forma
silenciosa la masacre generalizada, de negarnos a aceptar la reducción del crimen a una
estética siniestra, que no duda en embellecer las tecnologías de la destrucción, de
reactivar nuestra sensibilidad ante tanta muerte naturalizada. Porque la guerra, a pesar
de Baudrillard, nunca se deja reducir a espectáculo, aunque ese sea su tratamiento
prevalente: sean invisibilizados o exhibidos, los cuerpos inertes permanecen. Porque la
muerte como amo absoluto -aunque se oculte tras la omisión más o menos deliberada, o
tras la censura férrea de los genocidas- deja su marca traumática e irreparable. Sigue
ahí.

Puesto que somos parte de la humanidad, escribimos para cambiarnos a nosotros


mismos y procurar convencer por medios dialógicos a quienes no están convencidos de
que debemos cambiar. También los silencios pueden agujerearse, a pesar de que estos
gritos apenas sean escuchados por quienes más responsabilidad tienen en ocasionarlos.
Por sobre todo, es apuesta por subvertir la hegemónica cultura de la indiferencia, que se
desentiende radicalmente de los derechos de los demás, empezando por el derecho a
vivir.

En este sentido, aunque nuestra escritura se propusiera una tarea imposible, cortaría una
cadena de complicidades ante una guerra que también se disputa en lo ideológico, en las
reducciones simplistas y descalificatorias de los otros, en las condenas fáciles y
prejuiciosas de otras culturas y pueblos. Más modestamente, nos permite evitar la
clausura prematura de los interrogantes acerca de nuestras razones para escribir.

Ante las maquinarias humanas de producción de desgracia que operan en lo cotidiano y


que, en el contexto presente, se estructuran sobre los flujos maquínicos del capitalismo,
la literatura no debe limitarse a cantar a una felicidad que aparece como una experiencia
efímera. También tiene que mostrar todo aquello que estas maquinarias –que
constituyen al ser humano como engranaje- imposibilitan u obliteran. Y ese acto de
mostrar, a través de la crítica a las injusticias históricas, la indagación abierta y la
ensoñación misma, nos ayuda a seguir confiando en la posibilidad humana de auto-
transformación, basada en un proyecto de autonomía individual y colectiva. Porque si
hay algo que la poesía no debe perder es su capacidad para interrogar aquello que
aparece como evidente. Sospechar esas evidencias es un modo de abrirnos a todo
aquello que permanece a la sombra: es contribuir a crear las condiciones para reinventar
nuestras subjetividades, encarnaciones concretas de un sistema de devastación
planificada.

En efecto, la escritura produce subjetivaciones, incluyendo los andamiajes para


radicalizar un compromiso antibelicista y reconocer al otro como sujeto humano,
semejante y diferente a la vez. Nuestra única esperanza quizás resida allí. La poesía no
cambiará la humanidad, pero puede que la humanidad, valiéndose de ésta y otros modos
de subjetivación, se cambie a sí misma.

Arturo Borra

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