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LENGUA

Una cosita que revela tu origen: el diminutivo


¿De qué tierruca dices que eres?

LOLA PONS RODRÍGUEZ 31 ENE 2018 - 04:23 ART



Más allá de que tu carné de identidad muestre el lugar de donde vienes y el sitio donde vives, tu
forma de hablar puede revelar muchos datos de tu procedencia, y no solo a través de la forma de
pronunciar o la entonación: hay otros indicios que pueden descubrirte como oriundo de una zona
concreta de la superficie hispanohablante. Una pista inequívoca la ofrecen los diminutivos, esas
cositas (en gramática, sufijos) que se añaden a las palabras para cambiar significados y añadir
connotaciones. Hay muchos disponibles en español: el más común es –ito/–ita (casita, llavecita),
también el que menos marca; pero con él conviven muchos otros que sí son claros signos de
pertenencia al habla de una zona específica.
La primera pista la da la mera elección de qué sufijo utilizamos: con una frase como “el niñuco de
Carmen va a nacer en febrero” te estás mostrando como proveniente de Cantabria, más conocida
como “La Tierruca”. Si dices que “el muchachino de Carmen se llamará Mateo”, entonces, querido
lector, eres occidental, como lo es el sufijo –ín(o)/-ina: asturiano, leonés, extremeño o de la
preciosa sierra de Huelva. Si le mandas “besiños” al bebé recién nacido, probablemente seas de
Galicia y tengas este diminutivo por influencia de tu lengua gallega. Si dices que es un crío “muy
bonico”, estarías revelándote como usuario del diminutivo en –ico que usan los hablantes de las
áreas andina, caribeña y centroamericana o, en el español de España, los de la zona este (Aragón,
La Mancha, zona oriental andaluza, si eres de Murcia incluso con -iquio...). Si afirmas que es un
“chiquillo” muy guapo y que sale a su madre, estás empleando el sufijo –illo, el más general en el
español hasta el siglo XVIII pero que hoy solo conserva cierta vitalidad en el español de Andalucía.
Sí: por el humo de los diminutivos se sabe de dónde es el fuego. Y no solo por los propios
diminutivos, sino también por la forma de construir con ellos: otra pista está en qué tipo de
palabras escogemos para colocar delante de un diminutivo. Aunque “despacito” se diga (y se
cante) a ambos lados del Atlántico, en el español americano se ponen diminutivos en muchos más
adverbios que en el español de Europa, desde el famoso “ahorita” hasta “despuesito”. Y una
tercera pista está en cómo juntamos a la palabra con el diminutivo, si directamente o no. Estas
terminaciones se pueden añadir directamente a la palabra a la que que complementan (mesita) o
utilizar una especie de puente de enlace entre la palabra y el diminutivo, por ejemplo, ponerle al
pie un enlace (técnicamente se llama interfijo) y decir “pie-cec-ito”. Pues bien, es común que el
español de España emplee más esos enlaces que el americano. Los viejecitos de España son
viejitos en América y las fiestitas de México son fiestecitas en España.
No valen para sacar pistas las palabras que tienen diminutivos escondiditos y que ya no
percibimos como algo minorizado. Cuando pones oreja a algo, usas la herencia del diminutivo en
–ICULU (auricula > oreja) que era tan común en latín; si, utilizando un pañuelo, estás agarrando
también un diminutivo de paño (sufijo -uelo); cuando te alivias con un abanico, llevas en las
manos también a un sufijo en –ico; si guardas esa antigüedad que es un carrete de fotos, tienes a
un sufijo en –ete... Hay, en fin, muchas palabras que en su momento se entendieron como la suma
de una voz con un diminutivo pero en las que hoy el diminutivo ya no se reconoce. Técnicamente
se llaman lexicalizaciones, o, de forma más facilita (o facilica) “palabras opacas”. Frente a ellas,
palabras como papelito, mesita o plantica tienen para los hablantes un diminutivo bien
reconocible, por eso las podemos llamar palabras “transparentes” con diminutivos.
¿Para qué usamos estos diminutivos? Se supone que para achicar o aminorar una realidad: una
escuelita es más pequeña que una escuela, y su puertecita será más chica que una mera puerta;
también pueden intensificar: estar solito esconde más soledad y tristeza que meramente estar
solo. Pero lo cierto es que junto con esa interpretación de tamaño o intensidad habitan muchas
otras que van desde la atenuación más bienintencionada y pía al escarnio más vil.
Y todo, como casi siempre en las lenguas, depende del contexto. Contestar a la pregunta de un
turista diciendo que algo está “lejillos” no acerca el lugar por el que te preguntan (que está donde
el diablo perdió el poncho), pero te aproxima empáticamente al visitante; afirmar que tu pareja
tras las navidades se ha puesto gordito, y no gordo, no es tampoco cuestión de volumetría, sino
de atenuación: él ha comido los mismos kilos de mantecados con o sin diminutivo.
Esto tiene también un reverso oscuro, y es el del diminutivo que insulta o veja: es ningunear a
nuestra jefa llamarla jefecilla y no tienes mucha fe en nuestro éxito en Eurovisión si dices que
España concursa con una cancioncilla. Los diminutivos, en fin, no siempre hablan de magnitudes,
y muy frecuentemente ponerle una de estas terminaciones a una palabra no la empequeñece en
tamaño sino en relevancia.
Un carro se pone al paso de don Quijote; quien lo conduce pide al héroe que se aparte del camino
y avisa al de la Mancha de que porta en el carro dos bravos leones enjaulados, voraces por no
haber comido. ¡Mejor apartarse que provocar a los animales! Responde don Quijote: “¿Leoncitos
a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas?”. El leoncito da la pista definitiva de cómo es el más
simbólico y machadiano de los españolitos: inconsciente, valentón y agudísimo al hablar. No, por
supuesto que no: manejar los diminutivos no es cosa chica.

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