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Los Sanculotes Despiadados:


El verano de 1819 y los conflictos de 1820

DI MEGLIO, G.

La crisis reveló algunas señales en la ciudad en el verano de 1819 y se mostró en toda su magnitud a lo
largo de 1820. El propósito de este capítulo es analizar esas dos coyunturas. La primera tuvo modestísimos
efectos en el desarrollo político del período y casi no ha sido tratada por los historiadores. Su importancia es
alta: nos permite reconstruir las formas de movilización plebeya en la ciudad. La segunda sí ha ocupado un
lugar central en cualquier historia de esta etapa: en 1820 desapareció el gobierno central y Buenos Aires se
convirtió en una más de las Provincias Unidas. Aquí analizaremos los conflictos para mostrar que en ellos la
plebe consolidó su presencia como actor en la política urbana.

Un verano agitado

La participación de miembros de la plebe urbana en la lucha facciosa se redujo al mínimo tras el acceso
en 1816 de Juan Martín de Pueyrredón al Directorio y el consiguiente ascenso de una facción moderada que
procuró un nuevo orden mediante la detención de la agitación previa. La política urbana pareció perder
durante un tiempo su componente plebeyo activo. Los pequeños intentos de motines militares se
mantuvieron a lo largo de los años con pocos efectos en la “alta política“, pero forjando una experiencia de
movilización entre los que integraban el ejército. A comienzos de 1819 estas prácticas iban a ocupar un lugar
importante en Buenos Aires, en el marco de un debilitamiento del gobierno central. Analicemos la coyuntura
de la ciudad: gran sequía y escasez de trigo de fines de 1818, que aumentó significativamente su precio y
por ende el del pan. El ayuntamiento tomó algunas medidas para evitar que los porteños quedaran
expuestos a carecer de sustento, pero la población se mantuvo tensa. También la carne aumentó y el clamor
público no cesó hasta que fue reducido al precio habitual. De acuerdo al Fiel Ejecutor (funcionario del Cabildo
que se encargaba del abasto en la ciudad) los problemas centrales eran la falta de mano de obra y de
lluvias. El eje estaba en las consecuencias de librecambio más que en la sequía: desde el año anterior el
gobierno mantenía un conflicto con los saladeros porque sus compras habían llevado los precios del abasto
hacia arriba mientras la exportación de trigo a Montevideo tuvo el mismo efecto sobre el pan, al tiempo que
los salarios no subieron.
La cuestión portuguesa era otra causa de intranquilidad. El Director no hizo nada para detener el
encono general en la ciudad por la inamovilidad gubernamental ante el ataque lusitano a la Banda
Oriental que comenzó en 1816. La facción opositora a Pueyrredón comenzó a utilizar vigorosos argumentos
a favor de la intervención de Buenos Aires en ese conflicto. El grupo, integrado por letrados y militares
prestigiosos como Soler y Manuel Dorrego, levantó frente a la inacción oficial la bandera de la reconciliación
con Artigas y de la guerra contra los invasores, lo cual generó simpatías populares en la ciudad. La Crónica
Argentina, su periódico, sostuvo que los dos enemigos de la patria eran los españoles y los portugueses.
Era la plebe la que tomaba las actitudes más beligerantes contra aquéllos que se oponían a la patria. El
odio a los españoles fue exacerbado por la Revolución, pero la animosidad contra los portugueses era una
tradición más larga. Los enfrentamientos hispano-lusitanos marcaron el siglo XVIII en Europa y América.
Colonia del sacramento cambio de manos varias veces hasta quedar en poder español, el cual se afianzó con
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la fundación de Montevideo en 1725. Pero el Directorio terminó con la amenaza entre fines de 1816
principios de 1817, cerrando el periódico, enviando a Soler y al resto del grupo (Dorrego, Pagola, French,
Manuel Moreno) a lejanos exilios. Mientras la Banda Oriental estuvo ocupada por las tropas de Río de
Janeiro, el malestar subsistió entre muchos porteños. Era una cuestión que atraía poderosamente la atención
de los plebeyos.
Unos meses antes de ese verano de 1819, el carpintero Aniceto Martínez arrojó un brasero a Juan
Pineda tras una disputa verbal que mantuvieron en una pulpería de la ciudad. El altercado permite apreciar
en un ámbito plebeyo la animosidad antiportuguesa, la preocupación por la marcha de la guerra y el
aborrecimiento de Artigas por parte de las autoridades, por eso el intento de mostrar a Martínez como
defensor de su figura, fuera esto real o no. También se persigue el antiespañolismo, puesto que ambos
contendientes se insultaron usando el término godo.
El reproche de Martínez acerca de la circulación de nuevas es una muestra de la proliferación de
rumores. El más importante estaba relacionado con una noticia comprobada y que La Gaceta aceptaba como
real: una expedición se preparaba en la península para atacar el Río de la Plata. En 1819 los preparativos
en Cádiz eran ciertos (la expedición no se llevó a cabo porque uno de sus jefes utilizó las tropas contra el rey
iniciando el trienio liberal). La Gaceta comentaba constantemente lo que averiguaba acerca de los
preparativos de la invasión y la cuestión se discutía por la ciudad.
En la ciudad, los españoles volvieron a estar en la mira de las autoridades. A pesar de que la situación
de los peninsulares era francamente incómoda desde hacía años, el recrudecer de la aversión hacia ellos por
el temor a la expedición llevó a muchos a tratar desesperadamente de conseguir la ciudadanía de 1819, que
le fue otorgada sólo a algunos. El tono de las solicitudes muestra el miedo peninsular a represalias. La
situación se agravó con el arribo de la noticia de que el 8 de febrero había sido violentamente sofocada en
San Luis una rebelión de los prisioneros españoles de Chile, acentuando la indisposición con los peninsulares.
El Directorio no era capaz de vencer a lo que quedaba del artiguismo: las provincias de Corrientes,
Santa Fe y Entre Ríos. Todos sus intentos terminaban en fracasos militares. El ex Director Alvear mantenía
reuniones en Montevideo con José Miguel Carrera y planeaba una alianza con los artiguistas del Litoral
contra el gobierno central. La repentina murmuración a principios de 1819 de que San Martín y Pueyrredón
se habían enemistado dio aliento a la acción de aquellos líderes emigrados.
Un grupo de franceses dirigidos por el ex bonapartista Charles Robert se vinculó a Carrera y planeó los
asesinatos de O’Higgins y de San Martín en Chile, para luego impulsar una Revolución en Buenos Aires contra
Pueyrredón, aprovechando que la ciudad se quedaba sin tropas por la guerra en Santa Fe. Los conspiradores
fueron denunciados, capturados y enjuiciados en 1818. La convulsión y los temores incrementaron las penas
habituales: fusilamiento y destierros.
Es interesante notar el clima de circulación de noticias y opiniones políticas.
En esa agitación estival resurgieron las formas de movilización política plebeya que estaban
adormiladas en Buenos Aires.

Febrero: el motín de pardos y morenos

En enero, el Director Supremo José Rondeau lanzó contra el Litoral a la mayoría de las tropas porteñas,
en un nuevo afán de vencer a los artiguistas. En febrero, el Cabildo convocó para una revista en la Plaza de la
Victoria al tercer cívico, el de pardos y morenos, pero los milicianos se hicieron presentes todos armados.
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Ante la orden capitular, la contestación fue “no queremos” y disparando fusilazos, quedaron el gobierno y
el Cabildo desobedecidos.
La causa fue que en el Pueblo se decía que los iban a hacer veteranos. Otra vez fue central la función
del rumor. El problema principal era que querían acuartelarlos, lo cual se enfrentaba con la tradición de la
milicia de servir sin abandonar la residencia en los domicilios particulares.
De acuerdo a las indicaciones del Cabildo se había convocado a todo el cuerpo desarmado, y luego se
decidió que sólo concurriera con sus fusiles la compañía de granaderos. Todos los milicianos acudieron a la
revista armados. Algunos soldados dijeron haber sido convocados con armas y otros sin ellas.
La agitación fue dirigida por los cabos y sargentos.
Los implicados expusieron con claridad su posición ante la violación de sus derechos milicianos: un
soldado comentó que no era tumulto, que querían lo que era de derecho. No es común que un acusado en un
juicio reconociera lo que se le atribuía. Muestra que para los milicianos del tercer tercio el reclamo era
legítimo. Y no consideraron que hubiesen hecho un tumulto, que era la forma en que la elite y las
autoridades solían llamar a una movilización con presencia plebeya y no regulada, más allá de sus
intenciones. Definición en 1820 de La Gaceta: “tumulto popular es cuando los ciudadanos o los que no lo son,
se reúnen clandestinamente, sin convocación legal (…) a resolver estrepitosamente los negocios públicos”. El
periódico denostaba este tipo de acción y abogaba por la asamblea popular. Pero los milicianos sostenían
que no estaban haciendo nada ilegal.
Esa fuerte decisión hizo continuar la movilización una vez terminada la revista, cuando un grupo
comenzó a organizar una reunión armada para esa noche. Creían que iban a recibir otras adhesiones pero si
existió, ese apoyo no se mostró de manera activa. La voz de la reunión corrió rápidamente y los sospechados
de no querer participar fueron presionados. Un oficial arrestó a Santiago Manul, quien exhortaba a los
negros a que murieran en defensa de su causa.
Pese a que nadie murió en defensa de sus derechos, la idea circuló entre negros changadores,
miembros de la plebe. Manul acusó al gobierno de ingrato, no reconocía lo que era costumbre ni haber
estado prontos a luchar durante años. A la vez, identificando el acuartelamiento con la esclavitud ante un
grupo de negros se realzaba el antagonismo con el gobierno.
Los rumores permitieron a los oficiales enterarse del encuentro nocturno, cuya realización procuraron
impedir en vano, los asistentes fueron desarmados y presos. Finalmente, el Director Rondeau decidió
indultar a todos para que volvieran a sus casas y su tercio.
Ese perdón explicitó la debilidad del gobierno, pero no es la única causa del levantamiento. La
compleja situación general indudablemente fue muy influyente. Los opositores a Pueyrredón, conocedores
del resentimiento de pardos y morenos, habían planeado utilizarlo contra el gobierno. La razón principal fue
el derecho miliciano no respetado. Pero otra causa complementaria se vislumbra: el recuerdo de los
movimientos pasados (y de las penas sufridas por los protagonistas) pudo haber contribuido a generar el
levantamiento del tercio. También es posible que los intentos de motín que exploramos 1 hubieran dejado sus
huellas.
Esta reivindicación de un derecho tradicional de los milicianos presentaba una situación compleja para
el gobierno: plebeyos armados desobedecían a las autoridades y en la crisis de 1819 no podían reprimirlos
como antes. Hubo un elemento novedoso en este motín: sus protagonistas fueron exclusivamente negros.
La percepción de una animosidad contra los blancos contribuyó a hacer más conflictivo el episodio para las
autoridades. El peligro de un movimiento racial puede haber ayudado a que diversos vecinos se sumaran a
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En el capítulo III.
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los cívicos de caballería en la operación nocturna que desarmó a los que querían continuar con la agitación.
La conflictividad social y racial se expresó en Buenos Aires a través de la disputa política.

Marzo: una conspiración fallida

Un mes después, nueve individuos fueron detenidos y juzgados por conjuración contra el gobierno
que iba a tener lugar el 8 de marzo. Se trató de un intento de cambiar la administración a través del
asesinato del Director y la instalación de un nuevo Cabildo hasta que llegara Manuel de Sarratea, quien era
el líder de la oposición a la política de Pueyrredón después del alejamiento forzoso del grupo que publicaba La
Crónica Argentina. Pero los planes fueron delatados y el movimiento no se produjo. Si con el motín de
pardos y morenos el gobierno “disimuló el desaire”, este hecho no trascendió en la prensa (en ese momento
era la oficial Gaceta) ni en las anotaciones de los contemporáneos. Pero el juicio permite reconstruir el modo
en que se organizó la conspiración.
El principal imputado fue Manuel Olivarrieta, un comerciante que era miliciano del segundo tercio
cívico. Entre los implicados algunos llevaban el don adelante y otros no. Había una diferencia con el motín
precedente: ninguno de sus líderes era don. Esta conspiración estaba dirigida por algunos civiles y oficiales e
incluía a miembros de la tropa en un papel subordinado. Varios de sus líderes la planearon desde la cárcel
para opositores.
El hecho se descubrió cuando el espía gubernamental Luis Pérez entró en la cárcel simulándose
prisionero.
El plan era que tres soldados de los granaderos sublevaran a ese cuerpo y fueran luego a dominar el
cuartel de artilleros. Como las tropas de línea eran escasas dado que buena parte estaban combatiendo en el
Litoral, la clave estaba en las milicias.
Algunos de los catorce capitanes que el segundo tercio tenía en 1819 eran muy influyentes, de ahí
que se pidiese a Pablo Hernández (capitán del segundo tercio) que proporcionara los que pudiera para la
planeada Revolución. A Olavarrieta le interesaba atraer a Genaro Salomón, que tenía en su compañía cerca
de trescientos hombres. Su capacidad de movilizarlos lo hacía muy poderoso. No aceptó ser parte de la
conspiración. Los conjurados decidieron avanzar porque confiaban conseguir por medio de Hernández el
apoyo de la mitad de los capitanes del segundo tercio, y pensaban que podían soliviantar a los suboficiales y
la tropa del tercero, que estaban siendo juzgados por el motín de febrero.
La adhesión de los cuerpos milicianos era clave para organizar un levantamiento que buscara un
cambio de gobierno, y para ello jugaban un papel decisivo los capitanes por la gran influencia que
mantenían entre sus dirigidos. Hacía falta una situación de descontento, como la que reinaba entre los
pardos y morenos. A la vez, algunos ejecutores decididos.
Las promesas de dinero y ascenso social servían para entusiasmar a los posibles implicados.
Pero también se necesitaba metálico para estimular a los participantes. Necesitaban dinero para
entrar al cuartel de granaderos y al de artilleros.
El espía gubernamental y la inclusión de Hernández determinaron el final de la conspiración.
Luego de la agitación del verano, el gobierno logró devolverle cierta quietud política a la ciudad,
mientras la situación se complicaba en otros espacios del ex virreinato. El impacto de los sucesos de la
capital no fue decisivo en 1819; la causa principal del derrumbe directorial no estuvo en sus problemas en
Buenos Aires sino en los que enfrentaba en el Litoral y el Interior.
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Lo que se desprende de estos episodios estivales es que la participación política de la plebe porteña
estaba casi reducida al final de la década a la acción dentro de los cuerpos militares. Tanto el motín como
la movilización para lograr un cambio gubernamental volverán a aparecer en 1820. Ambos formaban parte
del repertorio de acción política urbana.

La Plebe en los Conflictos de 1820

1820 fue clave en el desarrollo político de los territorios del ex Virreinato del Río de la Plata. Ese año
de “anarquía”, en el que desapareció el gobierno central creado por la Revolución, estuvo en Buenos Aires
jalonado por conflictos y fue considerado un momento de crisis total. Aquí vuelve a ser abordado en uno de
sus aspectos fundamentales: el papel político que jugaron varios miembros de la plebe urbana.
Los acontecimientos de 1820 en Buenos Aires constituyen un intrincado cúmulo de hechos desatados
por la derrota en febrero del último Director Supremo, Rondeau, en la batalla de Cepeda ante los
entrerriano-santafesinos, que puso fin al largo conflicto entre el gobierno central y la disidencia litoral que
había dirigido Artigas. El resultado fue una crisis, y un breve pánico generalizado, en la entonces capital, en
el momento que avanzaban triunfantes tropas de Estanislao López y Francisco Ramírez. Se disolvió el
Congreso y desapareció el Directorio; el Cabildo reasumió el mando y convocó a la formación de una Junta
de Representantes de la flamante provincia de Buenos Aires y que se encargaría de elegir al Gobernador. El
primero fue Sarratea, quien firmó el Tratado del Pilar con los invasores, por el cual a cambio de armas y
otros bienes se retiraron del territorio porteño.
El general Juan Ramón Balcarce había logrado escapar de Cepeda con la infantería intacta y había
regresado con esa fuerza a la ciudad. Vinculado al grupo centralista que había dirigido la administración
desde 1816 y que ahora había sido desplazado, se apoderó del gobierno y llamó a un Cabildo Abierto que lo
confirmó en el cargo el 6 de marzo. Las tropas de Ramírez y López avanzaron sobre los suburbios de la
ciudad reclamando la permanencia de Sarratea, quien había huido a la campaña. Por su parte, Soler, viejo
opositor al régimen dictatorial, movilizó el segundo tercio cívico fuera del espacio urbano para presionar a
Balcarce. El único apoyo firme que le quedó a Balcarce fue el batallón de aguerridos, pero el 12 de marzo los
suboficiales y soldados de este cuerpo se sublevaron y dispersaron, e incluso la guardia del Fuerte abandonó
al mandatario, quien tuvo que alejarse. Se convocó a un Cabildo Abierto en el que se hizo presente el
chileno Carrera, quien introdujo a Alvear como nuevo comandante de armas nombrado supuestamente por
Sarratea. La noticia de que esos dos personajes estaban en el ayuntamiento atrajo gente armada en su
contra, lo cual los obligó a marcharse. Sarratea regresó y resumió el mando, manteniendo Soler su lugar
de Comandante de las fuerzas porteñas.
Alvear siguiendo su objetivo de volver a hacerse del poder en la ciudad que lo había expulsado en
1815, logró la adhesión de varios oficiales. Su principal obstáculo era Soler, quien era sumamente popular
entre la plebe y debía presumirse que estaría ya poniéndola en acción para sublevarla, pero fue apresado
por oficiales Alvearistas y encerrado en un barco. La agitación creció contra el antiguo Director, quien era
muy impopular en Buenos Aires, y el Cabildo convocó a las milicias urbanas para defender a la ciudad. Una
patrulla de cívicos del segundo tercio capturó a Tomás de Iriarte, lugarteniente de Alvear, los milicianos
intentaron fusilarlo sin éxito.
La multitud se agolpaba entusiasta en la plaza de la Victoria, a la espera del anunciado ataque de
Alvear, quien llegó a avanzar sobre la ciudad, mientras el Cabildo se mantenía encerrado en su recinto. Los
cívicos respondían al ayuntamiento, pero a Iriarte le parecía que eran ellos los que controlaban la ciudad,
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mandados por tribunos como Salomón o Epitacio del Campo. Ante la decidida resistencia miliciana y las
dificultades que encontró para hacerse obedecer por el cuerpo de aguerridos, Alvear se retiró sin atacar y
Soler regresó triunfante.
La tensión continuó durante varios meses. En abril una nueva Junta de Representantes reemplazó a
Sarratea por Ildefonso Ramos Mejía, Pero la situación no se aquietó puesto que Soler presionó hasta lograr
desplazarlo y ser elegido él en ese cargo. Eso fue en junio, en el momento en que se produjo un nuevo
avance de Alvear y Carrera, quienes llegaban con un ejército santafecino conducido por López. Soler,
nombrado gobernador provisorio, salió a enfrentarlos y fue derrotado. Sin embargo, la popularidad de
Soler eran tan extraordinaria que a pesar de la derrota, al regresar a la ciudad, la multitud lo aclamaba
para que se pusiese a la cabeza del pueblo y organizase la resistencia contra los invasores. Pero Soler decidió
apartarse de la escena. El vacío de poder fue aprovechado por otro oficial: el Coronel Pagola , amigo de
Soler.
Durante dos días Pagola aterrorizó a la gente decente al mantener encerrado al Cabildo en su sala de
sesiones acusándolo de connivencia con Alvear y el viejo partido de Pueyrredón, acción apoyada por el
populacho que lo seguía. Publicó una proclama para la defensa de Buenos Aires, por la cual ordenó a todos
los habitantes que concurran a tomar armas a la plaza grande. Muchos cívicos acudieron, pero finalmente
fue controlado y desarmado sin violencia por Dorrego, quien acababa de regresar de su exilio en Estados
Unidos y también gozaba de popularidad entre la plebe. Dorrego entró sin combatir al fuerte,
asegurándole a Pagola que tenían los mismos intereses y logrando que depusiera las armas. Un mes más
tarde, éste se disculparía ante el Cabildo diciendo que él no fue el responsable del episodio, sino que se le
presentó una multitud de ciudadanos exigiendo que entrase en la plaza, asegurando que todo el pueblo le
seguiría. Su argumentación no parecía muy convincente, pero es interesante que pudiera intentarla
aprovechando el estado de agitación callejera que vivía la ciudad. La movilización de una parte del pueblo,
principalmente en el segundo tercio cívico, fue decisiva para resolver la suerte de la política en esos
momentos críticos, dada la falta de poder de respuesta de los sectores dominantes.
El 4 de julio Dorrego fue nombrado gobernador y salió a la campaña, derrotando en pavón y en San
Nicolás a la invasión de López, Carrera y Alvear, a los que persiguió hasta la frontera santafecina. Después
procuro atacar a López en Santa Fe, pero fue seriamente vencido en el combate del Gamonal. La Junta
reemplazó a Dorrego por el Comandante de los blandengues, Martín Rodríguez, pero el Cabildo y los cívicos
recibieron con desagrado esa noticia por tratarse de un integrante de la facción directorial. En octubre ese
descontento se volvería acción.

El levantamiento de octubre de 1820

El levantamiento de octubre consolidó a la plebe urbana como un actor político. No porque hubiese
conducido en movimiento, ni porque sus miembros hubieran intervenido solos en ese episodio, sino porque su
participación en él condensó una serie de prácticas que esta vez se unieron.
Cuando Rodríguez fue designado gobernador el descontento aumentó notablemente entre los
cívicos, que deseaban la continuidad de Dorrego.
El disgusto de los antidirectoriales por el regreso de esa facción al poder condujo a que el 1º de octubre
el segundo y el tercer tercio cívico, junto al pequeño Batallón Fijo se sublevaran conducidos por sus jefes.
Se pronunciaron contra Rodríguez y avanzaron hasta la Plaza de la Victoria, la que fue tomada tras una
escaramuza con tropas leales al nuevo gobernador. Los cívicos volverían a mostrar su poder en la ciudad.
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Ocuparon la plaza principal, se atrincheraron en las azoteas de los edificios circundantes y mantuvieron la
posición hasta el final de la revuelta. La tropa estaba exaltada y contenida por los oficiales.
El conductor del levantamiento fue otra vez Pagola, secundado por Pedro Agrelo (vinculado a
Sarratea) e Hilarión de la Quintana (el que había sido ayudante de Liniers en la Reconquista). Pero en el juicio
se mencionó que la organización la hicieron algunos capitanes del segundo tercio en la pulpería- café de
José Bares. Temeroso el gobierno había impedido en los días previos que los milicianos se acuartelasen, pero
el grueso del segundo y tercer tercio se dirigió al cuartel del batallón para iniciar desde ahí el movimiento.
Martín Rodríguez optó por marcharse a la campaña y los alzados se presentaron en el Cabildo
solicitando la disolución de la Junta de Representantes y protestando por la elección de Rodríguez. El
ayuntamiento reasumió el poder y no reconoció al fugitivo. En la sesión hubo varios miembros de la plebe
al igual que ocurrió en el Cabildo Abierto que se organizó sin ningún resultado claro al día siguiente. Hubo
una variopinta concurrencia. Los líderes del movimiento y los capitulares buscaron ganar tiempo hasta que
Dorrego se hiciera presente con sus tropas y decidiera la situación, lo que no iba a ocurrir, puesto que aquel
acató las resoluciones de la Junta de Representantes y no tuvo ninguna relación con la asonada. El número
de participantes rondó los 800. No sólo tomaron parte en el alzamiento los plebeyos que integraban las
milicias y los soldados del fijo, también se agregaron otros como un esclavo.
Mientras tanto, Rodríguez organizaba extramuros fuerzas con las que avanzó sobre Buenos Aires
auxiliado por las tropas que conducía el Comandante de milicias de la campaña, el hacendado Juan Manuel
de Rosas. Entraron en la ciudad y se dispusieron a asaltar la Plaza de la Victoria, único punto controlado
efectivamente por los cívicos, ante lo cual los dirigentes del levantamiento, capitulares y militares,
procuraron pactar. Enviaron entonces al alcalde de primer voto del Cabildo, junto al Coronel Lamadrid a
parlamentar con Rodríguez. Este detuvo al alcalde pero se mostró dispuesto a negociar. Lamadrid propuso
una retirada de ambas partes, le entrega de las armas por parte de los cívicos y la promulgación de un
indulto General, pero Rodríguez quería que se entregaran. También de la Quintana se entrevistó con
Rodríguez y quiso convencer a los de la plaza que marcharan hacia los cuarteles de Retiro, intentando evitar
el derramamiento de sangre. Mostrando mucha oposición se resistían al abandono de sus puestos.
Rodríguez atacó de improviso con su caballería y los cívicos comenzaron a resistir sin esperar
órdenes. De la Quintana fue acusado de traición y atacado a tiros, por varios cívicos. Luego del primer
embate se hizo un nuevo ofrecimiento de rendición en vano. La batalla finalizó con el triunfo de las tropas
de Rodríguez, cuya columna vertebral eran los colorados de Rosas. Hubo entre 300 y 400 muertos. Concluyó
así el último episodio violento de 1820. Rodríguez afianzó su autoridad y poco después se le retiró al
Cabildo la conducción de las milicias cívicas, las que a su vez serían pronto reformadas.
Algunos historiadores consideraron al levantamiento como parte del conflicto más largo entre federales
y centralistas, que habían perdido el poder debido al fin del Directorio y lo recuperaron con el ascenso de
Rodríguez. El resquemor, que los militares y publicistas que integraban la facción popular causaban a la élite
económica y al antiguo grupo centralista, provenía de la posibilidad de generar inestabilidad, lo cual
conseguían por su capacidad de movilizar a parte de la plebe. La acción decidida de la élite que apoyó a
Rodríguez se dirigió contra el modo de politización de la sociedad que había incluido a sus sectores bajos.
Tres actores de la política revolucionaria fueron derrotados en octubre de 1820: el Cabildo, los líderes
del partido popular y la plebe. Recientemente se ha expuesto que no hubo una participación activa de los
plebeyos en el levantamiento, sino que estuvieron allí porque recibieron órdenes. Sin embargo, la
intransigencia de la tropa muestra el desarrollo de una especie de motín plebeyo, no contra sus dirigentes,
sino llevando adelante las posiciones que éstos habían defendido más allá de las intenciones de esos
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mismos líderes. La tropa desobedeció a sus jefes para mantener la postura que ellos habían impulsado
antes de que optaron por negociar. La unión de distintas prácticas de la década que se cerraba (acudir a
movimiento facciosos liderados por la élite y realizar motines sin la intervención de esta en la milicia y el
ejército) explicitó el papel activo que la plebe había adquirido a través de la intransigencia de quienes
ocupaban la Plaza de la Victoria, el lugar central de la vía política porteña, y de la desobediencia a las
especulaciones de sus oficiales. Esta resistencia facilitó el objetivo de los actores que respaldaban a
Rodríguez: desarticular la alianza entre los tres actores antedichos.
La plebe era una molestia en tanto actor político, a lo que se sumó en esta ocasión un fogonazo de
temor a un desborde social. Porque octubre de 1820 fue el momento, en la percepción de la élite, en el que
un hecho de este tipo pareció más cercano. Esto puede explicar la intervención de Iriarte, quien, aunque
enfrentado por igual con las dos facciones, aceptó pelear para el gobierno porque el odio a Dorrego era
mayor, a él pertenecían los cívicos del segundo tercio, los sansculotes despiadados. La oposición a la plebe
inclinó la balanza.
El miedo es comprensible si se tiene en cuenta que los que se rebelaron fueron los tercios con mayoría
plebeya, el segundo y el tercero, además de plebeyos sueltos como el esclavo, mientras que los integrantes
del primer tercio cívico, que agrupaba a los habitantes del centro de la ciudad, concurrieron con sus personas
en favor de la conservación del orden.
La presencia de un evidente temor social de la élite no debe ocultar la intención de disciplinar a los
actores de la política, entre esos a las díscolas milicias, formadas fundamentalmente por una pléyade
dispuesta a secundar al Cabildo o a militares populares en sus intereses. Los sectores dominantes de la
economía, que necesitaban la paz para intentar una prosperidad que les parecía posible, y los integrantes de
la facción directorial buscarán eliminar toda posibilidad de desorden, y en su enfrentamiento con el sector
más capacitado para producirlo (la facción que contaba con apoyo plebeyo) atacaron a la plebe. De estos
dos elementos (el objetivo político y la breve histeria de temor social) partió la decisión de un ataque que
desembocó en un combate de llamativa ferocidad, inédito.
La resolución del conflicto ilustra el grado de movilización al que había llegado la plebe urbana: los
jefes querían negociar, la tropa no. La actitud de los cívicos de no abandonar sus posiciones frente a las
vacilaciones de quienes lo comandaban también tiene sus raíces en la experiencia política de la década
que terminaba. El Cabildo y los líderes del alzamiento gozaban de gran popularidad, pero eso no explica la
resistencia de la tropa cuando aquéllos comenzaron a realizar negociaciones. En el complejo 1820, en el que
hubo por momentos vacío de poder, los miembros de la plebe que estaban en la milicia compartieron las
posiciones políticas de los capitulares y los oficiales de la oposición, y luego de una experiencia de diez
años de prácticas de movilización llegaron a defenderlas intransigentemente más allá de la voluntad de sus
dirigentes.
Al poco tiempo de finalizado el suceso, empezaron los sumarios a los oficiales que tomaron parte en él.
La mayoría no fue condenada, mientras que Pagola se fugó a Montevideo. Otros dos líderes fueron
condenados a muerte, pero la represión fue más fuerte con los miembros de la plebe que con los
conductores, dado que las penas fueron escasas pero la matanza de la tropa en la plaza fue terrible.
Era la movilización plebeya lo que la élite buscaba detener. El partido del orden que se hizo del poder
con Martín Rodríguez iba a reinstaurar la calma política y a reencauzar la movilización plebeya.

Los Líderes de la Plebe


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En la complejidad política de 1820 se desprenden dos aspectos fundamentales para comprender la


participación de la plebe urbana: el papel de sus líderes y la importancia del Cabildo de Buenos Aires. Tres
oficiales (Soler, Pagola y Dorrego) se destacaron como referentes de los miembros de la plebe y
acontecimientos del año. Su influencia sobre la plebe urbana, que les permitió movilizarla en 1820, provino
en gran medida del ejército. La actuación bélica de los tres fue destacada y les valió prestigio sobre la
tropa, había otros oficiales que consiguieron también triunfos y derrotas y no alcanzaron igual ascendencia.
Esta fue lograda por sus características personales y sus posiciones políticas.
Los tres personajes eran indudablemente carismáticos. En el Río de la Plata de la década de 1810 la
valentía personal en un rasgo fundamental para ser respetado. Era la temeridad, el riesgo de la vida en
acción, lo que daba su lugar preeminente en el sistema revolucionario a los oficiales del ejército. Dorrego y
Pagola adquirieron fama de valientes en las campañas del Ejército del Norte, mientras que Soler la obtuvo
por dirigir la defensa de la ciudad en 1815 y por su actuación en el ejército de los Andes.
El caso de Dorrego es muy claro. La Revolución lo sorprendió estudiando en Santiago de Chile y se sumó
al movimiento que erigió una Junta tras el arribo de las noticias de la Península en 1810.
Pasó luego a servir en el ejército rioplatense que luchaba en el Alto Perú. En la batalla de Salta de 1813,
desempeñó un papel importantísimo. Dorrego encarnada así el ideal masculino del período: el valor. Otros de
sus rasgos eran la indisciplina y las bromas continuas. Fue separado del Ejército del Norte y destinado a
Santiago del Estero por haberse reído de la aguda voz de Belgrano en presencia del nuevo Comandante, José
de San Martín.
En 1814 y 1815 Dorrego combatió a los artiguistas en la Banda Oriental. Se dedicó luego a la actividad
política de Buenos Aires hasta su exilio forzoso, retornó en 1820 y fue nombrado gobernador. Enseguida
reeditó la buena relación que tenía con la tropa. Las actitudes permisivas eran importantes para conseguir
la adhesión de los plebeyos.
La cercana relación con las tropas era también una característica de Soler. Entre 1808 y 1812 fue oficial
del cuerpo de pardos y morenos, ahí debe haber construido un vínculo con esos elementos plebeyos. Sus
gestos le valieron también popularidad, como el que hizo en 1814 de acoger bajo su protección a esclavos
huidos de Montevideo durante el sitio de esa ciudad. Su gran ascendiente parece haberse terminado con su
huida después de la derrota a manos de los santafesinos en junio de 1820. En los años siguientes no se
vuelven a encontrar indicios de su popularidad.
Pagola era el único de los tres que no había nacido en Buenos Aires sino que era oriundo de la Banda
Oriental. Sirvió hasta 1816 en el Ejército del Norte, fue parte del grupo de La Crónica Argentina y fue
desterrado con el resto. Su transitoria popularidad en la ciudad parece haber provenido de su vínculo con
Soler y de su decidida actitud beligerante contra los invasores de la provincia.
Pertenecer al ejército era entonces fundamental para lograr influencia entre la plebe, pero no
bastaba con ello: el carisma y lo gestos hacia el bajo pueblo jugaron también un papel decisivo, así como la
actitud política. La oposición de estos oficiales a la tibia política de Pueyrredón para con los enemigos de
Buenos Aires los hizo populares. Dorrego, Pagola y Soler se filiaban con esa tradición guerrera de los
primeros años, tanto en contra de los españoles como del artiguismo de la invasión portuguesa a la Banda
Oriental. Para los oficiales, la etapa inicial de la Revolución había significado su ascenso al primer el lugar
de la sociedad rioplatense y de allí en parte su deseo de regresar a ella. La plebe no había soportado lo
peor de su costo y se había apropiado del discurso revolucionario que pregonaba el carácter invencible de
Buenos Aires y la misión de perseguir sus laureles.
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Entre estos líderes y sus seguidores plebeyos se ubicaban los dirigentes intermedios de gran
ascendencia como los capitanes del segundo tercio cívico que participaron en todos los acontecimientos
políticos de 1820, Bares, del Campo y Salomón. Recordemos que eran pulperos, llevaban el don y sabían
escribir, pero no pertenecían a las esperas altas de la sociedad. Este tipo de individuos fue crucial en la
articulación de la participación plebeya. Su papel se percibe claramente en todos los movimientos en los que
la plebe actuó políticamente siguiendo a algún sector de la elite.
Todos estos liderazgos no alcanzan para hablar de un “partido popular” antes de la caída del
Directorio. Hasta 1820 los tres principales referentes de la plebe no se encontraban en Buenos Aires. Su
ascendencia fue sólo un antecedente del sector político que dirigiría Dorrego en los años subsiguientes. La
actuación de los líderes y la plebe urbana a lo largo de la década de la Revolución es en realidad
indisoluble que su relación constante con el Cabildo de Buenos Aires, el referente legítimo de aquéllos
oficiales y el receptor de las peticiones.
El Cabildo no sólo sobrevivió a la ruptura del vínculo colonial sino que afianzó su poder tras la
Revolución. Continuó siendo el órgano de representación de los vecinos de Buenos Aires y se lo nombró
brigadier de la milicia de la ciudad a partir de 1815. Conservo y ejerció la capacidad de ocupar el gobierno
en caso de acefalía y de convocar a Cabildo Abierto. La novedosa participación de la plebe urbana en una
política también nueva, surgida con la Revolución, se articuló con una de las instituciones más tradicionales
de Buenos Aires, el Cabildo.
La crisis de 1820 fue un momento decisivo para dicha participación de la plebe. Esta se consolidó
como un actor en la política, a partir de la combinación de dos prácticas surgidas tras la Revolución: su
intervención en los conflictos facciosos, dirigidos por miembros de la élite, y la realización de motines sin
intervención de ésta en el ejército y la milicia. El alzamiento de octubre fue una suerte de motín
protagonizado por miembros de la plebe dentro de una disputa entre facciones y fue consecuencia de la
experiencia de esa década de politización de la sociedad porteña. Pero la actitud del grueso de la élite había
variado: la necesidad de poner fin a la lucha facciosa llevó a la violenta represión del último de los
levantamientos, a lo que se sumó el temor social frente a la destacada presencia plebeya. Si en distintos
momentos de 1820 el bajo pueblo pareció adueñarse de los espacios políticos de la ciudad, tras la derrota de
octubre la plebe no volvería a ocupar un rol tan decisivo en la política porteño.
No por eso dejó de actuar políticamente. Todavía en noviembre de 1820 la experiencia de los motines
dio lugar a otro episodio, un atisbo de levantamiento entre la guardia del presidio. Los motines plebeyos en el
ejército desaparecerían un buen tiempo con la desmovilización y el mayor control que implicó el final de la
guerra de independencia. Las otras formas de participación plebeya se mantendrían en la década que se
iniciaba: la asistencia a manifestaciones públicas y la intervención en los enfrentamientos facciosos, que
renacerían en la ciudad tras un corto intervalo, aunque nunca más con la virulencia que los sansculotes
despiadados mostraron en 1820.

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