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DIEZ MINUTOS EN PRESENCIA DE NUESTRA MADRE SANTÍSIMA DE LA LUZ

¡Oh! ¡Madre Santísima de la Luz! ¿Quién te dio un título tan sublime? ¿Quién te llamó
con un nombre tan dulce? ¿Quién pudo compendiar así tus privilegios y tus glorias?...
¡Ah! ¡Benditos esos tus labios, que nos enseñaron a pronunciar un nombre tan
adecuado a tu grandeza y tan superior a cuanto puede decirte toda creatura¡
Es verdad, Señora, que nuestro corazón palpita gozoso cuanto te contemplamos como
la graciosa Eva que nos dado a gustar el fruto de la vida, como la incorruptible arca en
donde se salvó del diluvio la dichosa familia de los predestinados, como el brillante arco
iris que nos ha anunciado la paz del cielo; como la espléndida estrella que ha disipado
nuestras tinieblas; como la risueña y dorada aurora del suspirado día de la gracia; pero
no, no queda satisfecho con esto el deseo que tenemos de alabarte, porque eres todavía
incomparablemente más hermosa, más digna, más elevada, más excelsa. En vano
apuramos nuestro pobre lenguaje para llamarla cielo animado en donde resplandecen
como estrellas sin ocaso todas las virtudes; luna apacible y bella que derrama por todo
el mundo los fulgores de la santidad; paraíso de delicias, en donde está plantado el
árbol de la vida; huerto cerrado de eterna primavera e inmarcesibles flores; fuente
sellada, serena y cristalina, que jamás ha sido enturbiada por el polveo ni azotada por
el viento; lirio de extremada blancura, bañado siempre del rocío de la gracias; rosa
fresca y lozana que no ha perdido su primer aroma, oloroso nardo que perfumó los
cielos y la tierra; inocente corderita de vellón de nieve, que alimento con su leche virginal
al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo; paloma de la inocencia; amorosa
tortolilla, milagro de milagros; la única inmaculada, la perfecta, la incomparable y la sin
igual en todo lo criado. ¡Ah! Todo esto nos encanta, nos llena de júbilo, nos hace rebosar
de purísima alegría; más no se aquietan nuestras aspiraciones, ni se sacia nuestra alma
que te llamamos Madre de Dios, MADRE SANTÍSIMA DE LA LUZ.
¡Oh nombre más dulce que la miel, más suave que la leche, más regalado que le maná!
¡Oh nombre de melodía gratísima, de irresistible atractivo, de mística y celestial poesía!
¡Madre Santísima de la Luz! He aquí el nombre que lo encierra, todo, que lo dice todo…
Este es el nombre que incesantemente repiten es sus cantares los ángeles, los
arcángeles y los tronos; éste es el nombre con que se recrean las denominaciones, los
principados y las potestades; éste es el nombre que en éxtasis altísimo contemplan las
virtudes, los querubines y los serafines; éste es, en fin, el nombre con que el mismo
Verbo, Dios de Dios y de Luz de Luz, honra a María, cuando con estupor de los cielos
la llama ¡Mi Madre!...
Pero ¿cómo es, ¡Oh Reina y Señora de la grandeza!, cómo es que nuestros inmundos
labios se atreven a pronunciar un nombre tan sagrado? ¿Cómo es que nuestra alma no
queda deslumbrada y ciega con el resplandor de tanta luz?
¡Oh misterio de amor! ¡Oh arcano de misericordia! ¡Oh abismo de felicidad! Escuchen
cielos y tierra, cuán buena es para nosotros María…
Si, Madre nuestra, dulzura nuestra, delicia nuestra; mientras los blasfemos herejes
crujen sus dientes de furor y rabia cuanto articulamos tu augusto nombre; mientras el
demonio cae por tierra, derribado como por un rayo, cuando te llamamos Madre de Dios,
y sus huestes infernales se deshacen como el humo cuando te proclamamos la Madre
de la Luz; nosotros los venturosos hijos de la Iglesia católica, sentimos almibarada
nuestra lengua, dilatado el corazón, alborozado nuestro pecho y transportado nuestro
espíritu y por un sentimiento de filial confianza y de célica complacencia.
¡Oh! ¡Qué grato es pensar y decirse a sí mismo en estos momentos: La Madre Santísima
de la Luz es mi abogada, mi defensora, mi hermana, mi amiga y mi Madre; pero es mi
abogada más solícita, mi defensora más constante, mi hermana más cariñosa, mi amiga
más leal y mi Madre la más tierna, blanda, afectuosa, amable y amante que yo puedo
desear! ¡Ah, sí, encantadora María! Tú tienes para mí un corazón de madre que te hace
desfallecer de amor y anhelar con todo el ardor de tu alma mi verdadera felicidad. Tú
me velas si estoy dormido; tú me cuidas si estoy despierto; tú me sostienes con tu mano
si tropiezo, y aun te inclinas a levantarme si caigo por mi culpa. Tú me curas si estoy
enfermo, tú te ocupas de mis negocios cual si fueran tuyos; me escuchas aun antes de
invocarte, y aunque me abandonen todos los del mundo, tú no quieres ni puedes
abandonarme. Si suspiro por ti en la tierra, mi suspiro hace eco en tus purísimas
entrañas; si levanto mis ojos hacia el cielo, tú desde tu trono me diriges la más ardiente
y expresiva mirada; y si te digo que te amo, tú sonríes festiva y me muestras tu corazón
amante.
Pues bien, Amor mío; ya que eres tan compasiva y tierna, tan dulce y amorosa, tan
accesible y buena, déjame abrirte mi corazón, comunicarte mis secretos, exponerte mis
necesidades y entregarme todo en tus manos. Sí; yo te entrego de la manera más
absoluta e irrevocable todo lo que soy y cuanto a mi pertenece; mi cuerpo, mi alma, mi
pasado, mi presente, mi porvenir, las circunstancia todas de mi vida y mi destino eterno.
Más para que aceptes mi ofrenda, ¡oh, Madre de la Luz!, concédeme ante todo tu
verdadera y sólida devoción, No estoy contento con sólo estos sentimiento de ternura
que experimento al ver tu soberana Imagen, ni con las tibias oraciones que te dirijo, ni
aun con las lágrimas que suelen derramar mis ojos, cuando medito tus bondades;
porque, ¡ah!, una triste experiencia que se enseña que muy pronto olvido mis
resoluciones, se apaga mi fervor y no reformo mis costumbres. ¿Qué haces, pues, con
un desgraciado así de inconstante, ingrato y desleal? ¡Ah, Madre mía! Yo no hallo qué
decirte, sino que te dignes, por piedad, robarme el corazón…
Compadécete de mí, Señora: mira que el proceso de mi vida está tan recargado de
culpas y de crímenes, que yo mismo que los he cometido me avergüenzo de mi
iniquidad. Defiende, pues mi causa en el tribunal de tu Divino Hijo, y siempre que mires
sus sacratísimas llagas acuérdate de mí ruego.
Yo te invoco especialmente, Madre Santísima de la Luz, para aquella terrible hora en
que mi alma haya de partir de este mundo. No te separes entonces de mi cabecera;
hazme sentir su consoladora presencia; háblame al corazón con palabras que alienten
mi esperanza, inflámame en el fuego de la caridad divina; sorpréndeme agradablemente
con la vista de tu resplandeciente rostro, y recibe en tus virginales brazos mi pobre alma,
para que desde el asilo seguro de tu seno oiga del Juez supremo la sentencia de mi
salvación eterna.
Yo te ruego también por el Sumo Pontífice reinante, por toda la Iglesia católica, que,
tributándote el debido culto, hace que recorras la redondez de la tierra sentada, como
un carro de fuego, sobre los encendidos corazones de sus fieles.
Vuelve, ¡oh Madre de la Luz!, tus ojos benignísimos hacia esta diócesis, de que te has
dignado ser la augusta y dignísima Patrona. Como el águila que abriga con sus alas a
sus polluelos, cubre así con tu manto a todo este pueblo, y bendícele con tu propia
mano, como bendijiste la Imagen que le regalaste y venera con toda efusión de su alma.
Yo pongo, en fin, bajo tu maternal ampara a mis amigos y enemigos, a mis bienhechores
y conocidos, a todos mis prójimos, y especialmente a las personas de mi familia, entre
quienes deseo, y te ruego me lo concedas, que se trasmita de generación a generación,
como la más rica herencia, un filial amor y una ardentísima devoción a Ti, Madre
castísima de la Luz y Madre nuestra. Amén.
V. !OH MADRE DE LA LUZ, VIRGEN MARÍA!
R. AHUYENTA DE TU PUEBLO LA HEREJÍA
V. !OH MADRE DE LA LUZ, VIRGEN MARÍA!
R. ASÍSTEME PIADOSA EN MI AGONÍA.
V. !OH MADRE DE LA LUZ, VIRGEN MARÍA!
R. SEA SALVA POR TU AMPARA EL ALMA MÍA

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