Professional Documents
Culture Documents
Todo se mueve hacia la acumulación de una energía que debe disiparse, y que hoy se
encuentra contenida, suprimida, marginada. El régimen de opresión que padecemos
los mexicanos parece no tocar fondo. El conjunto de reformas estructurales, que son
mecanismos políticos para legitimar jurídicamente una mayor depredación de los
recursos de la nación y una mayor extracción del esfuerzo o la sangre de los mexicanos
por parte del capital corporativo y globalizado, va deslindando una batalla final. Las
nuevas formas parasitarias y de explotación que provocarán una brutal devastación del
patrimonio biocultural del país (el segundo en el mundo), va alineando en el campo de
batalla a dos finalistas. Se trata de un verdadero choque de civilizaciones, no en el
sentido que lo planteó el politólogo estadunidense Samuel Huntington, sino de
acuerdo con lo que vislumbró el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil en su libro
México profundo. Esta es una perspectiva que encuentra sus fundamentos en la
ecología política, porque la batalla de escala civilizatoria es también un rudo encuentro
de proyectos. De proyectos de vida contra proyectos de muerte. En ese sentido es
probable que el territorio mexicano sea, como algunos otros (por ejemplo el de
algunos países africanos), el laboratorio de una batalla que se reproducirá y
multiplicará por todos los rincones del planeta en el futuro próximo. Lo sorprendente
es que muchos de los valores, ideas y visiones que parecen consustanciales a la
realidad de la nación mexicana, en realidad son argumentos que se enfrentan en casi
cada nación del mundo. El dilema mexicano no es sino un caso más, con sus debidas
particularidades, de un deslinde de dimensión universal que lleva como sustento ese
choque de civilizaciones. Bajo tal circunstancia, toda la gama de actores, no importan
sus discursos, ideologías, visiones y concepciones, terminan respondiendo a dos
fuerzas que aún no son capaces de reconocer: una civilización que intenta dominar e
imponerse a costa de todo, y otra civilización que resiste ese dominio echando mano
de todo aquello que obstaculiza o detiene a la primera.
SEGUNDA PARTE
La primera parte de esta serie de artículos (La Jornada, 22/7) terminaba preguntando
¿qué evidencias permiten suponer que la civilización mesoamericana subsiste y
persiste? ¿No estaremos idealizando o romantizando? Y más aún, ¿por qué se afirma
que serán los mesoamericanos los principales oponentes al modelo civilizatorio
industrial? Para responderlas debemos de principio acudir inexorablemente a la
demografía, a los datos duros de la población. Éste ha sido un asunto históricamente
escabroso, no sólo porque entre más nos alejamos del presente las estadísticas son
poco fiables, sino porque existe además una permanente tendencia a ocultar, sesgar,
escamotear y/o minimizar toda cifra que muestre la existencia de los miembros de la
civilización avasallada, y peor aún de su crecimiento.
De entrada no hay forma de garantizar la demografía de Mesoamérica a la llegada de
los europeos y de estimar con certidumbre el impacto de la conquista sobre la
población nativa. En uno de los ensayos más completos sobre el tema, el demógrafo
Robert McCaa (1997)* distingue tres corrientes de interpretación de la realidad
poblacional de esa época: los catastrofistas, los moderados y los minimalistas. Los
primeros, entre quienes destacan S.F. Cook y W. Borah, calculan la población
mesoamericana en 25.2 millones y el impacto negativo sobre esa en 90 por ciento. Los
segundos estiman una población de cinco a 10 millones, la cual tuvo una reducción de
50 a 85 por ciento. Finalmente para los minimalistas la población es estimada en 4.5
millones con una reducción por la conquista de 25 por ciento. No sólo diferentes
cálculos de la población originaria, sino diferentes números de la masacre. De acuerdo
con Cook y Borah, la población nativa pasó de 25.2 millones en 1519 a 6.3 millones por
1545, 2.5 millones en 1570, y 1.2 millones en 1620.
Con el siglo XX arribaron los censos de población, y con ello una sórdida batalla.
Sorprende, no obstante su importancia, la casi total ausencia de analistas sobre la
evolución demográfica de los mesoamericanos. Aun en las últimas décadas ni
demógrafos ni antropólogos ni sociólogos, mexicanos o no, se han acercado a
profundizar sobre el tema desde una óptica crítica. Los pocos que lo han hecho,
encabezados por la investigadora Luz María Valdés, adoptan una posición oficialista,
conservadora y poco inquisitiva. Veamos. Hacia 1900 la nación contaba con 13.6
millones de habitantes, de los cuales casi 70 por ciento vivían en asentamientos
rurales. Dadas las tendencias y tasas de reproducción se puede estimar
conservadoramente que al menos la mitad de la población rural correspondía a la
población originaria: 6.8 millones. Las dos décadas siguientes el país sufrió la pérdida
de probablemente hasta 2 millones de ciudadanos, y es de esperarse que a esa cifra
macabra los pueblos originariosaportaron un numeroso contingente. En el censo de
1921 se introdujo un criterio de raza al preguntarle al encuestado si se consideraba
blanco, mestizo o indígena. Fue la última vez: 25 por ciento de los 14.3 millones de
censados respondieron ser indígenas, es decir, al menos 3.6 millones. Los
modernizadores comprendieron lo peligroso de la pregunta. A partir del censo de 1930
esa pregunta se omitió y la población registrada como hablante de lengua
indígena descendió a 2.25 millones y se mantuvo en casi 3 millones hasta 1970. Los
mesoamericanos fueron literalmente enviados a la congeladora.
Tercera y última