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En ella encontrará el catálogo completo y comentado
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© Inmaculada Romero Sabater (coord.)
Rebeca Álvarez López
Sofía Czalbowski
Trinidad N. Soria López
María Teresa Villota Alonso
© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34 - 28015 Madrid
Tel.: 91 593 20 98
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Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.
ISBN 978-84-907777-9-4
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Solo se ve lo que se mira y solo se mira
lo que se está preparado para ver
Alphonse Bertillon
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Índice
Relación de autoras
Prólogo
Introducción
1. Los conceptos
1.1. Concepto de violencia de género
1.2. Contexto sociocultural de desigualdad. La
socialización diferencial
1.3. Invisibilización y naturalización de la violencia de
género
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4.2.1. Los duelos. 4.2.2. Resiliencia.
4.3. Consecuencias de la exposición a la violencia de género
4.3.1. Impacto de la violencia de género en la madre gestante y en las primeras etapas de
la vida. 4.3.2. Impacto de la violencia de género en las etapas evolutivas. 4.3.3. Impacto
de la violencia de género sobre el desempeño del rol maternal. 4.3.4. Implicaciones del
divorcio sobre los vínculos paterno–materno–filiales en los casos de violencia de género.
4.4. Evaluación
4.4.1. Cómo llegan a consulta los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de
género. Servicios en los que pueden participar. 4.4.2. Métodos de evaluación. 4.4.3.
Modelo propuesto de material básico para una evaluación.
4.5. Posibles intervenciones con madres gestantes; madres, niños, niñas y
adolescentes expuestos a la violencia de género
4.5.1. Intervención con madres gestantes y la díada bebé. 4.5.2. Intervención con niños,
niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género. 4.5.3. Intervención con madres y
sus hijos e hijas. 4.5.4. Intervenciones con adolescentes. 4.5.5. Intervenciones con las
madres. 4.5.6. Cómo se pone en juego el proceso de intervención en un caso práctico.
4.6. La cuestión de la transmisión intergeneracional de la conducta violenta.
Posibilidades de prevención
5. Los profesionales
5.1. La importancia de los profesionales que intervienen con víctimas de
violencia de género
5.2. Los efectos de ser testigo
5.3. Autocuidados
5.4. La formación de los equipos profesionales
Ideas fuerza
Bibliografía
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Relación de autoras
Sofía Czalbowski
Psicóloga especialista en niños y su familia. Ha trabajado en el programa MIRA de la
Red de Centros de la Comunidad de Madrid y ha estado dirigiendo el Servicio de
atención a menores hijos e hijas de víctimas de violencia de género de Alcorcón.
Investigadora de Save the Children en la Comunidad de Madrid para el proyecto
Daphne de la Unión Europea en la temática de la infancia expuesta a la violencia de
género. Autora de libros para la sensibilización y prevención de la violencia de
género y de diversas publicaciones sobre el tema.
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clínica y de la salud. Actualmente es psicóloga y coordinadora técnica del Punto
Municipal del Observatorio Regional de la Violencia de Género (PMORVG) de Las
Rozas (Madrid).
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Prólogo
Comienzo planteando que este es un libro riguroso, abarcativo de las variadas (y son
muchas) facetas que pueden incluirse en un análisis exhaustivo sobre la violencia de
género, pero, sobre todo, que es un texto necesario.
Porque lleva su marca en el orillo. Resulta evidente que está escrito por personas
que saben “qué se traen entre manos”. Que han dedicado mucho esfuerzo para integrar
enfoques, aclarar conceptos, actualizar datos. Y que, cuando anticipan que tratarán de
pronunciarse con claridad, es porque se atreven a hacerlo. O sea, se comprometen a
implicarse con uno de los puntos neurálgicos más polémicos: reconocer que la
perspectiva de género no solamente es útil, sino indispensable para entender en
profundidad de qué se trata.
Así lo plantean e indagan sobre:
De modo que no hay lugar a malentendidos, como lo apuntan “la intervención que
realicemos con las mujeres víctimas de violencia depende fundamentalmente de cómo
nos posicionemos los profesionales”, lo cual no permite escudarse detrás de la socorrida
frase que define a la violencia como estructural sin detenerse a explicar qué se pretende
decir con ello.
Habrá entonces que recalar en la primera infancia, abordar la socialización
diferencial y rastrear los gérmenes de la desigualdad que se van sembrando
paulatinamente en una cultura predominantemente machista y patriarcal como la nuestra.
Recorrer los ítems de cómo se va construyendo una subjetividad femenina
“abonada” en ideales de cuidado al otro, al sometimiento como contrapartida de la
docilidad, a mandatos confusos y contradictorios sobre el ejercicio de la agresividad en
tanto chicas y después mujeres, al sostenimiento de la “ilusión del amor romántico”
como anhelo insustituible. Este nos va guiando, incluyendo mitos y prejuicios que
obstaculizan la visibilización de esta aberrante modalidad de discriminación,
desvalorización o deshumanización de quienes la padecen.
Nos va abriendo una a una las muñecas rusas de las emociones: la del miedo, la de
la vergüenza, la de la culpa… dejando al descubierto los efectos de la violencia en toda
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su dimensión. Una aproximación acertada y comprensible de los cuadros de estrés
postraumático y otras posibles secuelas psicopatológicas. Pero, además, aporta un
modelo de intervención que marca cuáles serán las condiciones y objetivos desde los
cuales puede pensarse este proceso, comparando diferentes propuestas.
Subraya la importancia del vínculo terapéutico como lo que es: el espacio para
reconstruir una representación de si misma, tan dañada, que solamente desde la
confianza, aunque sea muy frágil, puede restablecer otra modalidad de relación, siendo
escuchada y legitimada en la dolorosa experiencia que narra, contenida y acompañada en
la búsqueda de una significación que alivie el sinsentido.
Como bien dicen las autoras, colaborando en este “ponerle palabras” hasta poder
integrar lo sucedido en un relato que vaya cicatrizando las heridas, que deje abierto un
nuevo proyecto de vida donde lo vivido no esté negado ni disociado, sino que forme
parte de los avatares de una existencia que se propone encontrar otros caminos, inciertos,
sin duda, porque la lectura del texto revela claramente la complejidad inherente a un tema
que nos compete y nos compromete. Incluso, en tanto que testigos de la violencia,
integrando equipos e instituciones donde, circulan continuamente la violencia y su
“radiactividad”.
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Introducción
Son muchos los cambios sociales y legislativos que se han producido en nuestro país en
los últimos tiempos en el ámbito de la violencia de género, en cuanto a medidas de
sensibilización, prevención, protección e intervención. Con la entrada en vigor en el año
2004, de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral
contra la Violencia de Género y la puesta en marcha de las distintas leyes autonómicas en
materia de violencia de género, se han iniciado diversas acciones dirigidas a la protección
integral y a la prestación de atención a las mujeres víctimas de violencia de género. Las
leyes recogen un conjunto integral de medidas encaminadas a garantizar los derechos
sociales y económicos, estableciendo un sistema integral institucional, coordinando los
recursos e instrumentos de los poderes públicos, favoreciendo la colaboración de
entidades y organizaciones sociales y promoviendo medidas de sensibilización,
prevención y detección de la violencia.
Pero, a la vez que ha habido muchos avances, como en cualquier proceso de
cambio, hay retrocesos y resistencias. En este sentido, advertimos un cierto hartazgo en
la sociedad con respecto a los temas de igualdad y de violencia contra las mujeres, como
si ya hubiéramos alcanzado la igualdad real entre mujeres y hombres, y no hubiera nada
más que reivindicar. Da la impresión de que algunos sectores de la sociedad se han
saturado con los datos estremecedores de la violencia contra las mujeres y se detecta una
cierta corriente en contra, expresada a través de afirmaciones como:
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se ha popularizado, se ha puesto tristemente de moda y, por lo mismo, se ha trivializado.
Si a esto añadimos el descrédito de las posiciones feministas, y de los “asuntos de
mujeres” en general, vemos como cada vez más profesionales, sin formación específica
y generalmente sin experiencia en este ámbito en concreto, se acercan al campo de la
violencia de género y ejercen y actúan sin la capacitación necesaria, a nuestro juicio, para
una intervención óptima. Añadamos también, que en la violencia de género, es donde
más presentes están todos los prejuicios, ideas irracionales y estereotipos que, si no se
revisan y se cuestionan personalmente, en un esfuerzo de introspección y de trabajo
personal, van a filtrarse en la intervención con las mujeres, resultando iatrogénicas.
Por todo ello, necesitamos hacernos algunas preguntas, que nos ayuden a situarnos
en nuestro quehacer profesional.
Este texto trata de pronunciarse con claridad respecto a varias cuestiones en el
ámbito de la intervención psicológica con víctimas de la violencia de género: a la hora de
trabajar con la mujer, ¿es indiferente lo que pensemos acerca de la violencia de género,
sobre su origen y sus causas?, ¿todos los modelos valen por igual?, ¿es realmente
imprescindible tener una perspectiva de género para trabajar la recuperación con una
mujer maltratada?, ¿es necesaria una capacitación personal específica?, ¿cualquier
profesional con cierta formación puede trabajar con víctimas de la violencia de género?,
¿es necesaria una actitud comprometida en defensa de las mujeres, o ese es un tema ya
caduco que nada tiene que ver con el trabajo profesional?, ¿dónde estamos?, ¿hacia
dónde tenemos que ir?
Así, en este texto tratamos de dar respuesta a estas preguntas, intentando, desde
nuestra experiencia y formación, posicionarnos sin ambigüedad con respecto a estas
cuestiones:
Este texto está dirigido tanto a profesionales que estén empezando su práctica con
mujeres víctimas de la violencia de género y, a modo de guía, necesiten un marco general
en el que situarse y desde el cual empezar a cuestionar y pensar, a la vez que adquirir
nociones y técnicas básicas de intervención como también a los que ya tienen experiencia
en este campo, ya que les puede resultar de utilidad compartir las reflexiones de otras
profesionales basadas en su práctica clínica.
Después de muchos años de trabajo al lado de las mujeres, hemos comprobado que
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la intervención que realicemos con las mujeres víctimas de violencia depende
fundamentalmente de cómo nos posicionamos los profesionales. En función de nuestra
actitud ante la violencia de género y ante las mujeres, así interpretaremos quién es la
mujer, qué le está pasando, por qué se mantiene en una relación de violencia, por qué
perdona a su agresor, por qué no denuncia y, dependiendo de cómo nos situemos ante
ella, o bien la culpabilizaremos o por el contrario, le acompañaremos en su proceso de
recuperación. En el primer caso, contribuiremos a su revictimización y a perpetuar la
relación de violencia y sometimiento, condenándola a vivir bajo una situación de
violencia. En el segundo caso, colaboraremos para que la mujer pueda reflexionar y
decidir sobre su situación de violencia, empoderarse y recuperar el control de su vida.
Si la revictimizamos, daremos a entender que el problema está solo en la mujer y la
intervención será solo individual, psicológica o psiquiátrica. Entenderemos que la mujer
es libre y adulta, y por ello, responsable de decidir si sigue con su agresor o no. Si la
acompañamos, tendremos en cuenta que la naturaleza del problema tiene que ver con
aspectos sociales y culturales, es decir estructurales, cuestionando el contexto patriarcal
en el que vivimos; entenderemos que la mujer no es del todo libre, sino que está
aterrorizada y sometida en una relación desigual, legitimada por el propio sistema.
Una vez finalizado este texto, hemos sido conscientes de que nosotras, también,
estamos atrapadas en la misma falla de abordaje que está presente en la sociedad: una
vez más hablamos y pensamos desde las víctimas e invisibilizamos al responsable, el
maltratador. Este mecanismo, protege y refuerza el sistema patriarcal del que es producto
la violencia de género, y protege y refuerza la figura del hombre que ejerce dicha
violencia. Dejamos, para tratar en una reflexión posterior, el tema de los agresores.
Queremos finalizar esta introducción señalando que en este documento
conceptualizamos la violencia de género y un modo de trabajo avalado tanto por nuestra
experiencia profesional como por la investigación, la bibliografía y la evidencia de
muchos años de trabajo por parte de un considerable grupo de profesionales
comprometidos con la violencia de género.
A lo largo del texto aparecen viñetas clínicas, fruto de la recopilación de nuestro
trabajo diario. Las viñetas son utilizadas con fines didácticos y han sido modificadas para
proteger la identidad de las mujeres.
Queremos agradecer especialmente la colaboración de María de Miguel Iglesias, por
haber estado implicada en la creación y desarrollo de este libro en los dos primeros años,
gracias por acompañarnos. A Nora Levinton, por escribir un prólogo lleno de tanta
realidad y cariño. Y a las primeras revisoras externas del texto, Paloma Blázquez Arriaga,
Julia Herce Mendoza, Evelyn Lizana, Belén López Peso y M.a Dolores San Martín
Zorrilla, gracias por el tiempo dedicado.
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Los conceptos
Definir una realidad tan compleja como la violencia de género en la relación de pareja
resulta bastante complicado. Prueba de ello, existe una diversidad de términos acuñados
en la literatura científica para referirse a ella. En concreto, las investigaciones publicadas
en habla inglesa se refieren a este tipo de violencia con múltiples denominaciones, siendo
las más frecuentes: domestic violence, violence against women, intimate partner
violence, marital violence, battered women, family violence, wife assault o wife abuse,
entre otras. De la misma manera, las investigaciones en castellano utilizan términos como
violencia de género, violencia contra las mujeres, violencia familiar o intrafamiliar,
violencia doméstica, violencia conyugal, violencia machista o mujeres maltratadas,
principalmente. A pesar de que las diferentes denominaciones que adopta este tipo de
violencia suelen ser utilizadas indistintamente, la realidad es que cada una de ellas sugiere
una idea diferente sobre la naturaleza del problema, sus causas, e incluso sus soluciones
(Alonso, 2007; Medina, 2002).
La Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, adoptada por la
Asamblea General de las Naciones Unidas en 1993 y ratificada en la IV Conferencia
Mundial sobre las Mujeres (Beijing, 1995) define violencia contra las mujeres como
“todo acto de violencia, basado en la pertenencia al sexo femenino, que tenga o pueda
tener por resultado un daño o sufrimiento físico, psicológico o sexual para las mujeres,
así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad,
tanto si se producen en la vida pública como en la privada”. Señala que esta violencia
incluye la violencia física, psicológica y sexual que se produce en la familia, incluidos los
malos tratos, la violación por el marido, el abuso sexual de las niñas en el hogar, la
violencia relacionada con la dote, la mutilación genital femenina y otras prácticas
tradicionales nocivas para la mujer, los actos de violencia perpetrados por otros
miembros de la familia y la violencia referida a la explotación; la violencia física,
psicológica y sexual perpetrada dentro de la comunidad en general: la violación, el abuso
sexual, el acoso y la intimidación sexuales en el trabajo o en instituciones educacionales,
el tráfico de mujeres y la prostitución forzada; Y la violencia física, psicológica o sexual
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perpetrada o tolerada por el Estado, dondequiera que ocurra.
En la Declaración se reconoce, asimismo, que la violencia contra la mujer es una
manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre hombres y
mujeres, que han conducido a la dominación de la mujer por el hombre, a la
discriminación contra la mujer y a la interposición de obstáculos contra su pleno
desarrollo y que es uno de los mecanismos sociales fundamentales por los que se fuerza
a la mujer a una situación de subordinación respecto al hombre.
Esta Declaración marcó un hito histórico por tres razones esenciales. En primer
lugar, porque colocó a la violencia contra las mujeres en el marco de los Derechos
Humanos. En segundo lugar, porque amplió el concepto de violencia contra las mujeres,
incluyendo tanto la violencia física, psicológica o sexual como las amenazas de sufrir
violencia y tanto en el contexto familiar como de la comunidad o del Estado. Y en tercer
lugar, porque resaltó que se trata de una forma de violencia basada en el género, de
modo que el factor de riesgo para padecerla es ser mujer (Heyzer, 2000).
Por todo ello, esta definición se ha convertido en marco de referencia para
posteriores abordajes del tema y para el resto de organismos e instituciones que se
ocupan de su estudio, así como parte integrante de los motivos que justifican las medidas
de protección para prevenir, sancionar y erradicar este tipo de violencia así como para
prestar atención integral a las víctimas (como la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de
diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la violencia de género u otras
legislaciones de las Comunidades Autónomas).
De todas estas formas de violencia que padecen las mujeres, la más frecuente, la
más invisible y, probablemente, la más destructiva, es la que proviene de una pareja
actual o anterior. Las investigaciones demuestran sistemáticamente que una mujer tiene
mayor probabilidad de ser lastimada, violada o asesinada por su compañero afectivo que
por otra persona (Amnistía Internacional, 2002; Naciones Unidas, 2006; Organización
Mundial de la Salud, 2005).
Según el último informe de la Organización Mundial de la Salud (2013), la violencia
contra la mujer es “un problema de salud global de proporciones epidémicas”. Cerca del
35% de todas las mujeres experimentarán hechos de violencia, ya sea en la pareja o fuera
de ella, en algún momento de sus vidas. El estudio revela que la violencia dentro de la
pareja es el tipo más común de violencia contra la mujer, ya que afecta al 30% de las
mujeres en todo el mundo.
Para evitar confusiones, tan frecuentes en este ámbito, vamos a intentar definir
algunos aspectos que nos ayuden a acercarnos con más claridad a estas diferentes
realidades. Se hace necesario este detenimiento, ya que los conceptos de violencia de
género en la relación de pareja expresados en convenciones internacionales, en las
distintas leyes orgánicas o de ámbito autonómico, o en la propia experiencia en el trabajo,
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no siempre coinciden. La falta de una clara definición en estos términos tiene,
lógicamente, repercusiones en la intervención que se haga en esta problemática.
Vamos a intentar aportar algo de claridad a esta cuestión.
La violencia de género es la que ejercen los hombres sobre las mujeres por el hecho
de serlo, por ser consideradas por sus agresores carentes de derechos mínimos de
libertad, respeto y capacidad de decisión. Algunos ejemplos serían las agresiones
sexuales, las violaciones en situación de guerra, la mutilación genital femenina, el acoso
sexual en el trabajo, los abusos sexuales en la infancia o adolescencia o la violencia en la
relación de pareja, además del maltrato que ejerce el padre hacia los hijos e hijas con el
fin de dañar a la madre.
Cuando la violencia contra la mujer es cometida por la pareja o expareja (novio,
exnovio, marido, exmarido, pareja de hecho o compañero íntimo actual o anterior), se
suele producir el error de denominarla como violencia familiar, violencia doméstica o
violencia en la pareja.
La violencia familiar hace referencia a todas las formas de abuso que se desarrollan
en el contexto de las relaciones familiares:
Vemos que dentro de la familia son posibles diferentes tipos de violencia, por lo que
podría resultar confuso emplear el concepto general (violencia familiar) para referirse a
cualquiera de las formas posibles que pueden producirse dentro de la familia. Con lo
cual, reservaremos el concepto de violencia familiar para la violencia que se produce
entre los miembros de una familia, excepto en los casos de los hombres que maltratan a
sus parejas por el hecho de ser mujeres, a los que nos referiremos siempre con el
concepto de violencia de género en la relación de pareja o violencia contra las mujeres
en la relación de pareja.
En el sentido estricto del término, la violencia doméstica se circunscribe a aquella
cometida entre personas que conviven en el mismo domicilio (habitualmente miembros
de una misma familia), lo que induce a pensar en actos violentos que ocurren en el
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espacio privado e íntimo del hogar, ocultando quién ejerce esa violencia y para qué.
Dado que el maltrato hacia la mujer por su pareja es un grave problema social que puede
producirse tanto dentro como fuera de la casa (en el instituto, en la calle, en casas de
amistades…), tampoco resulta muy clarificador este concepto.
El término violencia en la pareja alude a un conjunto complejo de distintos tipos de
comportamientos violentos, actitudes, sentimientos, prácticas, vivencias y estilos de
relación entre los miembros de una pareja (o expareja) íntima que produce daños,
malestar y pérdidas personales graves a uno de ellos (Andrés-Pueyo, 2009). Por tanto,
con este concepto nos podríamos estar refiriendo tanto a la violencia ejercida por el
hombre contra la mujer, como por la mujer contra el hombre, o por parejas del mismo
sexo, aunque los datos actuales nos indican que este tipo de violencia es soportada en
una proporción mucho mayor por las mujeres e infligida por los hombres (Krug,
Dahlberg, Mercy, Zwi y Lozano, 2002).
Además, existen diferentes tipos de violencia en la pareja. Así, Perrone y Nannini
(1997) distinguen entre violencia agresión y violencia castigo.
La violencia agresión se refiere a una relación de tipo simétrico en donde ambos
miembros de la pareja buscan tener el mismo estatus de fuerza y poder, y se esfuerzan
por establecer y mantener la igualdad entre sí. Específicamente se trata de una violencia
bidireccional, recíproca y pública, siendo habitual que las agresiones (cruzadas) sean
conocidas por el entorno. La identidad de ambos está preservada, es decir, el otro existe
como miembro de la relación, y ninguno está anulado frente al poder del otro. Ambos
aceptan la confrontación y la lucha, y son conscientes de lo que ocurre, pudiendo
expresar temor y dolor por lo que les sucede.
La violencia castigo describe una relación de tipo complementaria (asimétrica), en
donde las partes no tienen igual estatus. Así, la relación se basa en la utilización de la
desigualdad entre ambos, lo cual da lugar a una violencia unidireccional e íntima
(secreta), donde está comprometida la identidad de la persona que ocupa la posición de
“abajo”. El miembro de la pareja que ejerce la violencia se define como existencialmente
superior al otro, lo cual es “aceptado” generalmente por el que la recibe. En ocasiones,
este último se protege y se defiende de la violencia que sufre previamente, utilizando otra
forma denominada resistencia a la violencia (Johnson y Ferraro, 2000).
Otras veces, uno de los miembros de una pareja se comporta de manera cruel y
mezquina con el otro, pero la violencia no está conectada a un patrón general de control
o sometimiento, sino que surge en el contexto de una pelea específica o de un conflicto
puntual. Es una violencia circunstancial.
Por tanto, utilizar el concepto general (violencia en la pareja) para referirse a
cualquiera de las formas específicas de violencia en la pareja señaladas, también podría
resultar impreciso. Asimismo, aunque la desigualdad estructural entre mujeres y hombres
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se encuentra presente en todas las formas de violencia indicadas, estas se organizan en
torno a pautas cualitativamente diferentes y requieren modos de intervención
diametralmente distintos (Ibaceta, 2011).
Para resolver estas dificultades se sugiere evitar los términos que dan o pueden dar
origen a interpretación (familiar, doméstica y en la pareja…) y sustituirlos por otros más
claros e inequívocos. Una posibilidad de carácter descriptivo es utilizar alguno de estos
conceptos: violencia contra las mujeres en la relación de pareja, violencia de género en la
relación de pareja o mujeres maltratadas por su pareja.
Cuando hablamos de malos tratos a mujeres, hablamos de violencia de género en la
relación de pareja. Es la violencia física, psicológica o sexual que sufre una mujer por
parte de un hombre cuando les une una relación de afectividad, de pareja o de expareja,
siempre que se dé una relación asimétrica y, por lo tanto, un abuso de poder de manera
sistemática del hombre sobre la mujer. Es decir, existe una relación de malos tratos
cuando están presentes a la vez varias características:
Que los roles sean desiguales en cuanto al ejercicio de la violencia. Hay que
tener en cuenta que, en ocasiones, las mujeres ejercerán violencia y habrá que
analizar si esta es de ataque, defensiva o cruzada.
Que estos roles sean fijos, no intercambiables, es decir, que es siempre el
hombre quien ejerce el control y el poder sobre la mujer.
Que sea un patrón de conductas, una dinámica. Hay que tener en cuenta que
un solo hecho circunstancial puede no ser considerado violencia de género,
pero sí puede considerarse el inicio de una relación de maltrato.
Que el objetivo de esa conducta sea el control masculino para lograr o
mantener la sumisión y el dominio sobre la mujer.
Que se dé en forma de proceso, de escalada de violencia.
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infancia y adolescencia, y sus secuelas, en ocasiones, solo se visibilizan en la
edad adulta.
Mutilación genital femenina.
Trata de mujeres con fines de explotación sexual.
Inducción a ejercer la prostitución.
La ejercida sobre los hijos e hijas menores y otras personas dependientes con
la intención de hacer daño a la mujer.
La ejercida sobre mujeres con discapacidad física o psíquica (personas con
especial vulnerabilidad).
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sexuales, acoso sexual, el tráfico de mujeres y niñas con fines de explotación,
cualquiera que fuera la relación que una a la víctima con el agresor y el medio
utilizado. Así como cualquier otra forma de violencia recogida en los tratados
internacionales que lesione o sea susceptible de lesionar la dignidad, la
integridad o la libertad de las mujeres.
Consideraciones especiales:
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Estas teorías han fomentado la diferencia entre sexos y están en la base de la
construcción de identidades, la desigualdad entre el hombre y la mujer y las relaciones de
género, pudiendo aparecer como una justificación natural de una desigualdad socialmente
establecida.
El concepto de género surge para poner en evidencia las causas estructurales en la
posición inferior de la mujer (Lassonde, 1997; Scott, 1996). Este concepto está en la
base de la teoría feminista. En la actualidad entendemos que el concepto de género
implica que lo femenino y lo masculino no está determinado por un hecho biológico (el
sexo), sino que es una construcción cultural. El género es un concepto que implica varias
dimensiones como la física, psíquica, social, política, cultural, económica, entre otras.
La Organización de las Naciones Unidas, en 1995, en los trabajos preparatorios de la
IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres celebrada en Beijing, adoptó la definición de
género oficialmente como herramienta de análisis de la realidad de todas las mujeres y
establece que el género es “la forma en que todas las sociedades del mundo determinan
las funciones, los valores y relaciones que conciernen al hombre y a la mujer”. Mientras
que el sexo hace referencia a los aspectos biológicos que se derivan de las diferencias
sexuales, el género es una definición de los hombres y las mujeres, construido
socialmente y con claras repercusiones políticas.
Entendiendo el concepto de género como una construcción sociocultural, podemos
hablar de violencia de género como aquella violencia que ocurre en diversos ámbitos
donde el hombre ejerce violencia sobre la mujer como forma de control, poder,
supremacía y dominio, consecuencia de una educación patriarcal donde se asignan roles
de desigualdad entre hombres y mujeres desde la infancia.
Así, crecemos bajo la presión de los mandatos de género y estos se materializan con
el cumplimiento de los roles que se nos han asignado socialmente. Los ideales y
mandatos de género prescriben para las mujeres el cuidado de las relaciones, subrayando
la valoración de las experiencias emocionales sobre otro tipo de proyectos, en contraste
con los roles establecidos para el género masculino, que prioriza conductas asociadas a la
fuerza y la racionalidad.
Así, se va construyendo, sin mucha conciencia, el ideal femenino de género en el
que el contenido prioritario estará dado por los rasgos que caracterizan a la maternidad:
cuidado, entrega, capacidad de detectar las necesidades del otro, empatía y dedicación
para preservar los vínculos (Levinton, 2000). Frente al ideal masculino, en el que los
rasgos que se priorizan giran en torno a ser autosuficiente, ser importante, ser
independiente y ser duro, poniendo especial énfasis en el espacio público y en centrarse
en sí mismo y cumplir los propios deseos.
“A los once años mi padre y mi madre me sacaron del colegio para cuidar de mis hermanos
porque mi madre enfermó. Me han educado para ser obediente, nunca me planteé no hacer lo que me
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pedían. Han pasado cuarenta años y sigo cuidando de ellos. Les he dado mi vida. Cuando trato de
poner un límite me siento culpable. Mis hermanos siguieron sus estudios y mis padres alaban cada
cosa que hacen, a mí no me ve nadie, ni yo misma. Siento que me han robado la vida”.
“Desde que me casé vivo con miedo a mi marido. Antes se lo tenía a mi padre. Tengo un
hermano enfermo que llevo a mis espaldas y no puedo decir ¡basta! Toda la vida igual, sin atreverme a
hablar, solo a obedecer y sintiendo que no hago lo suficiente. Escondida del mundo.
Sin derecho a nada. Toda mi familia depende de mí para tener su ropa limpia, servir comida…,
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todos son importantes menos yo. Esto es lo que me ha tocado. Cuando opino sobre un tema me
dicen: ¡cállate que tú no sabes lo que dices!”.
“En mi casa me decían: tienes que estar siempre bien, ser la mejor, saberlo todo…”.
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para cada género es diferente, así como el prestigio social de cada uno de esos dos
mundos. Las valoraciones sociales están jerarquizadas porque están jerarquizados los
géneros. Los factores de género añaden un sesgo complementario en la percepción y la
identidad que se atribuye al otro género, cuestión esta que va a definir la forma de
relacionarse en la pareja heterosexual.
En definitiva, la socialización diferencial lleva a que los hombres y las mujeres
adopten comportamientos diferentes y desarrollen su actividad en ámbitos diferentes. Y
estas diferencias entre hombres y mujeres contribuyen a confirmar la creencia de que son
diferentes. Es decir, la socialización diferencial es un proceso que se autojustifica a sí
mismo.
“En mi vida todo lo que era mío lo he dejado a medias. Siempre intentando resolver los
problemas de los demás, ayudar. He ido por la vida con un cartel que pone ‘yo puedo con todo’”.
Una gran parte de la violencia que sufren las mujeres queda invisibilizada para todos,
incluso para aquellas que la padecen. Es un fenómeno opaco que muchas veces tiene
dificultada su detección, como si estuviera rodeado de una actitud de no ver, de no
querer ver, al tiempo que se le quita importancia y se le da carácter de normalidad.
Muchas mujeres que sufren esta violencia, los profesionales que las atienden y la sociedad
que lo contempla, no consideran como actos violentos sus formas iniciales, así se minimizan,
se justifican y se naturalizan.
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Como muestra de esta realidad, podemos consultar los datos de la última
macroencuesta realizada por el Instituto de la Mujer en el año 2006. En ella se distinguía
el maltrato técnico, así considerado por el personal de investigación, cuando la mujer
contestaba afirmativamente a una serie de ítems relacionados con la violencia de género,
y el maltrato declarado cuando una mujer se reconoce y considera a sí misma como
maltratada.
En dicha macroencuesta, el 9,6% de las mujeres residentes en España mayores de
18 años eran consideradas técnicamente como maltratadas, mientras que solo un 3,6% se
consideraban a sí mismas como maltratadas. Según los datos de población podemos
inferir que más de un millón de mujeres han sufrido violencia de género sin codificarla
como tal, pero padeciendo las consecuencias.
Estos datos son determinantes a la hora de planificar recursos y llevar a cabo
programas para la prevención, sensibilización e intervención con mujeres víctimas de
violencia de género.
En las mujeres que sufren violencia, la falta de visibilidad puede deberse a que el
abuso que aparece en la pareja lo hace de un forma indetectable, con unos primeros
incidentes de baja intensidad, que no pueden codificarse como violentos por “normales”
y por aislados. Una a una, esas conductas aisladas, banales, toleradas por invisibles, van
siendo más intensas y anteceden siempre y dan paso a situaciones cada vez más graves.
Esta naturalización de los primeros incidentes violentos impide a las mujeres visibilizar y
detectar el abuso que están padeciendo, lo que las expone a graves secuelas físicas y
psicológicas, muchas veces sin ser conscientes de ello.
“He visto muchas cosas, me han hecho muchas cosas, y yo ni sentía ni padecía, no lo veía mal,
estaba tan acostumbrada a verlo, que no lo veía como malo; lo único que yo he tenido siempre claro
es que nadie me iba a volver a poner la mano encima. Era un poco el extremo al que podía llegar…, lo
que pasa es que no te das cuenta de que no solamente es el ponerte la mano encima, sino que es todo
el proceso que se ha ido llevando muchas cosas atrás antes, y de eso no te das cuenta. Tienes los ojos
30
muy cerrados porque cuando tú estás acostumbrada a ver algo siempre, no te das cuenta de que es un
error o que es algo malo, porque lo tienes tan asumido, tan pegado a ti… Incluso hay momentos de mi
vida que me pasan cosas y me resulta difícil diferenciarlo, porque me parecen de lo más normal, y
llega un momento en que no te resultan mal, estás, sencillamente, acostumbrada”.
Entre las circunstancias invisibles y “normales” que pueden estar atrapando a las
mujeres en relaciones violentas, se sitúan los mandatos de género que están en la base de
la construcción de la identidad femenina. Según Dio Bleichmar (1991), en nuestra
sociedad, la forma de ser y de sentirse mujer viene determinada por un estereotipo de
feminidad tradicional en el que lo emocional queda sobredimensionado, del mismo modo
que el impacto que producen las pérdidas amorosas y las dependencias afectivas. La
función prescriptiva de los mandatos de género se sitúa en el núcleo mismo de la
subjetividad de las mujeres, condicionando por entero su psiquismo, regido por
motivaciones, deseos y prohibiciones que, muchas veces, escapan a su conciencia.
Este hecho añade una dificultad, a menudo insalvable, en la mujer que sufre malos
tratos de su pareja, ya que la sume en una red de ambivalencias y lealtades de obediencia
a estos mandatos de género aun a costa de su integridad.
“Cuando decidí separarme de mi marido, mis padres me dijeron que tenía que seguir con él, que
me quejaba de tonterías… que la vida era así… que volviese con él… que en mi casa ya no tenían
sitio para mí…”.
“Me siento mal por no haberme dado cuenta, es como decir: “habiéndolo tenido en mi casa,
cómo no me he dado cuenta de no haberlo notado”, pero luego ves que como es algo tan normal, algo
que llevas tan dentro, que cargas con ello, que luego no te das cuenta, no lo percibes”.
31
32
2
La violencia de género: cómo se genera y se
mantiene. Su efecto en la vida de las
mujeres
A la hora de analizar las distintas explicaciones que se han dado en torno al fenómeno de
la violencia de género, nos encontramos con un problema metodológico.
Por un lado, disponemos de explicaciones que, desde distintas disciplinas, marcos
teóricos o incluso posiciones ideológicas, pueden encontrarse acerca de cuál es el origen
de esta violencia. Así, contamos con teorías sociológicas, biologicistas, psicológicas, de
corte feminista, que, por poner solo algún ejemplo, sitúan el origen de la violencia contra
las mujeres en distintas circunstancias como el estrés, la vulnerabilidad o los modelos
violentos en la familia de origen, los niveles de testosterona masculinos, la psicobiografía
o psicopatología de las mujeres que sufren violencia o de los hombres que la ejercen, el
patriarcado y la desigualdad de hombres y mujeres que este provoca, y la presión de los
mandatos de género que conlleva.
“Mi madre es víctima de maltrato por parte de mi padre; recuerdo cómo le chillaba, cómo
la ponía en ridículo delante de la gente. Ahora sé que también un tío mío abusó de ella. Creo que
por eso siempre estaba como ausente, en su mundo y como enfadada con la vida”.
“Mi padre pegaba a mi madre. Le decía a mi hermano que si mi madre le levantaba la mano
que le metiera una silla en la cabeza. La mujer en mi casa no vale nada, solo sirve para fregar.
Ahora que estoy yo como mi madre, la entiendo y no soporto que mi padre se tire horas
hablando con mi exmarido y me diga que tiene que oírnos a los dos. No me ha protegido
nunca”.
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Por otro lado, al analizar las razones que intentan explicar por qué las mujeres
maltratadas no abandonan las relaciones violentas, nos encontramos de nuevo con
numerosas explicaciones, que, además, se entremezclan en ocasiones con los orígenes
antes mencionados: podemos citar el aprendizaje de modelos en la familia de origen, la
dependencia femenina, la indefensión aprendida, el miedo, el sometimiento a los
mandatos de género, los modelos del amor, la propia biografía de la mujer, los efectos del
maltrato y las dificultades sociales.
“… yo he aguantado muchas cosas, y no sé por qué, yo creo que todo radica en mi infancia, el no ser
una hija querida, golpeada, maltratada, pues eso me condicionó a la hora de conocer a esta persona”.
Y, por último, al intentar abordar las secuelas físicas, psíquicas y sociales, es decir, el
impacto que la violencia tiene sobre la vida de las mujeres que la padecen, nos
encontramos de nuevo con los mismos conceptos que hemos visto anteriormente:
indefensión, miedo, efectos de la violencia en la familia de origen, sometimiento a los
ideales de género, secuelas del maltrato en la subjetividad de las mujeres…
“Me encuentro como si no hubiera hecho bien las cosas en mi vida, he hecho siempre lo
que mi familia quería y ahora no sé quien soy ni lo que tengo que hacer. Siento que mi vida no
es normal, no puedo estar tranquila, voy por la calle y tengo miedo a encontrármelo, así no
puedo vivir”.
Es decir, los mismos factores que hacen que una mujer entre en una relación de
maltrato (por ejemplo, su adhesión a los ideales de género y el modelo de amor
romántico, o el estilo de apego desarrollado en sus vínculos primarios) serán también un
factor determinante en el mantenimiento de esa relación, una causa fundamental que le
impida romperla. ¿Dónde situarlos metodológicamente, entre las causas que le hicieron
entrar en esa relación, en el origen de la violencia, en su establecimiento o en la dificultad
de la mujer para separarse?
Igualmente podemos decir en relación a los efectos del maltrato: el miedo, la
indefensión, la confusión… son efectos que la violencia tiene sobre el psiquismo de las
mujeres, y son, a la vez, algunas de las causas de que la mujer no pueda abandonar esa
relación.
“Me siento atormentada y todo esto me impide hacer nuevas cosas. A mí me encantaría
seguir estudiando, hacer muchas cosas, pero esto te mina y te impide desarrollarte y no sé como
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renacer porque ya me ahoga”.
“Choco constantemente con una realidad que siento que se vuelve contra mí una y otra
vez, ya no soy la que era, siento que me agoto, que ya no puedo”.
Para conocer cómo se origina, actúa y mantiene en sus distintas formas la violencia
contra las mujeres es necesario tener en cuenta qué razones dan lugar a que exista. Por
ello, a lo largo de la historia, diversos autores y enfoques de investigación han tratado de
dar una explicación en este sentido. Son teorías que van desde un corte más tradicional
hasta aquellas más integradoras, que tienen en cuenta distintas variables. Las que siguen
son las más relevantes:
1. Teorías biologicistas
Estas teorías consideran que la agresividad y la violencia son una condición innata en
el ser humano y que están genéticamente codificadas. Teorías como el instintivismo, la
herencia, las diferencias entre los sexos, la acción de las hormonas masculinas, el alcohol
o los estudios de condiciones cerebrales pertenecerían a este grupo. El instintivismo,
concluye que el instinto tiene una base motivacional para desarrollar conductas agresivas
35
y violentas y que nace de la naturaleza misma del hombre. Autores como Darwin, Freud
o Lorenz pertenecerían a ese grupo. Otros autores como Lambroso defienden las teorías
que apoyan que la herencia es la base de la violencia, y explican que existe una
inclinación biológica hacia este comportamiento en personas evolutivamente retrasadas.
También existe una corriente que plantea que la acción de hormonas masculinas como
la testosterona, el eje hipotálamo-hipófiso-gonadal (HHG), con diversos
neurotransmisores y otras sustancias actuarían como desencadenantes de
comportamientos agresivos. Por último, los postulados que apoyan el consumo de
alcohol como desinhibidor o la presencia de neurotransmisores como la acetilcolina y la
norepinefrina, así como las lesiones en la neocorteza frontal incrementarían los niveles de
violencia y agresividad.
3. Teoría ecológica
Esta teoría explica que la violencia se puede provocar cuando interactúan causas
individuales, familiares, sociales y culturales. Según el Modelo Ecológico de
Bronfenbrenner (1987) aplicado a la violencia de género, existen tres contextos: el
macrosistema, donde se encuentran los sistemas de creencias culturales machistas que
sustentan la desigualdad; el exosistema, que incluye las instituciones intermedias que
median entre la cultura y el individuo, como sería la escuela, la iglesia o los organismos
judiciales, y que transmiten una serie de valores autoritarios y sexistas; y el
microsistema, que son aquellas variables más cercanas a la persona, como los roles, los
aspectos biográficos del individuo y de la familia, así como las características cognitivas,
afectivas, conductuales e interaccionales. La violencia, por lo tanto, estará constituida en
gran parte por las pautas culturales, mediatizadas por las instituciones y por la familia,
que a la vez, han moldeado estas características cognitivas a lo largo del desarrollo de la
persona.
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Figura 2.1. Adaptación del Modelo Ecológico de Bronfenbrenner (1987).
4. Teorías psicológicas
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Las teorías de la perspectiva de género plantean que desde el inicio de los tiempos el
mundo se ha movido y gestionado desde una visión androcéntrica a través del
patriarcado. Desde este sistema ha prevalecido y prevalece la desigualdad entre hombres
y mujeres, estando estas infravaloradas respecto a los hombres. Los comportamientos
violentos y agresivos responden a aquellas situaciones en las que los hombres han de
recuperar el equilibrio y el control que las teorías patriarcales defienden, donde las
mujeres debemos de estar sometidas y dominadas por los hombres.
Esta última teoría está en la base de este texto, así como en la de la legislación
actual, las organizaciones gubernamentales y los organismos competentes en materia de
violencia de género.
A continuación se expondrá un modelo de la dinámica de los malos tratos, una
explicación de cómo se instala la violencia en el seno de una pareja.
“Al final dejé de ser yo. Ni siquiera me podía mirar al espejo… Y no solo cambié por fuera,
también cambié por dentro… Me hizo sacar lo peor de mí misma y me odio por ello…”.
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“Yo creía que era lo normal, mi padre me decía que me tenía que enseñar las cosas del
sexo antes que nadie… No me di cuenta que eso no era normal hasta llegar al instituto…”.
“En el pueblo nos pegaban a todas, yo no sabía que no me tenían que pegar, estábamos
todas igual”.
Dentro de las relaciones afectivas está la violencia inicial que se encubre a través de
comportamientos indirectos de apariencia inofensiva, que se manifiestan a través de
gestos, silencios, reproches, palabras de desprecio, comentarios tendentes a la
desvalorización y la humillación, de forma frecuente y repetitiva.
“Me decía: cariño ¿no ves que es por tu bien? Tú no sabes hacer estas cosas. Y yo me lo
creí”.
“Ni siquiera ahora sé lo que me hacía. Me sentía confusa y llena de dudas, incapaz de
pensar ni sentir por mí misma. No era como un insulto, ¿sabes? No era algo tan… directo. Te
sentías fatal y ni siquiera te había chillado”.
“Él me hizo ver que estaba enfermo y se iba con prostitutas, venía bebido muchas veces a
casa, no me decía nada, ni donde estaba, esto me desequilibraba. Por la mañana me decía que
me quería mucho, y por la noche se iba con prostitutas, yo no sabía qué pensar…”.
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Paralelamente a este proceso, la mujer necesita entender qué está sucediendo,
comienza a cuestionarse y culpabilizarse de las situaciones creadas en su relación, su vida
gira en torno a tratar de entender las conductas de su pareja, buscando diferentes causas
y motivos en hechos externos para poder justificar, cambiar, “salvar” su relación. Su
discurso puede resultar contradictorio y en muchas ocasiones difícil de entender incluso
para ella misma.
“Si hubiera podido entenderle mejor… si yo hubiera sido menos rígida, quizá las cosas
hubieran sido diferentes. Él tenía un problema, pero yo no supe entenderle y ayudarle en todos
esos años”.
“Tuvimos una pelea, pero yo también le provoqué porque yo ahora no me quedo callada, le
contesto… él quiere hablar y yo me voy… si me quedase a escucharle, no pasaría nada de
esto”.
“Un día quedamos con unas amigas a cenar. Nos íbamos de viaje juntas, lo comentamos
durante la cena, y él dijo si no recordaba que ese fin de semana habíamos decidido dejarlo para
nosotros… Yo le miré con cara de “¿qué dices?”, era mentira, pero lo contaba con tanta
seguridad… Al final cancelé el viaje con mis amigas. Fue una situación muy rara… pero lo dejé
pasar”.
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“Todo era perfecto porque yo me sometía y me adaptaba a él, hacia conmigo lo que
quería. El día que dije basta me metió una paliza que me tuvieron que ingresar en el hospital”.
“¿Por qué estaba ciega? No lo puedo entender… Ahora recuerdo un montón de cosas que
me hacía y me siento idiota por no haberlas visto antes. Y mi familia… Me cuentan cosas que
me hacía y les pregunto, pero, ¿por qué no me lo decíais?”.
Tenemos que tener en cuenta que estas fases no solo suceden temporalmente unas
antes que otras, sino que unas sirven de cimiento a las que le siguen. Por habituación, la
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exposición repetida a cualquier grado de violencia, incluso el más débil, afecta y
disminuye la conciencia crítica de percepción y de rechazo a la misma, distorsionando el
umbral de tolerancia y constituyendo una especie de anestésico ante la violencia. Por
ello, se van tolerando actitudes y actos que siempre se van agravando y llevan la relación
a la fase siguiente.
“… yo aguantaba tanto para que él me quisiera, yo aprendí a hacer de todo, guisaba fenomenal,
planchaba fenomenal, hacía todo para que me quisiera”.
Esta habituación, esta naturalización de los primeros incidentes violentos impide a las
mujeres, por un lado, detectar la violencia que están padeciendo, y por tanto, poder
abandonar la relación. De ese modo, la mujer malinterpreta las señales que recibe. Por
otro lado, expone a la mujer, sin tener conciencia de ello, a graves secuelas sobre su
salud física y psicológica.
“… Él estaba muy bien en casa… Yo le empecé a tolerar llegar tarde a casa, que me empujara, como
él me decía que yo estaba loca…”.
No podemos olvidar que incluso los primeros incidentes de baja intensidad van
provocando sentimientos de malestar en la mujer, con el consiguiente deterioro de su
autoestima, sintomatología ansiosa y depresiva, confusión, impotencia y desesperanza.
Especial complejidad presentan las situaciones donde estas manifestaciones se confunden
con conductas amorosas: posesividad, exclusividad, preocupación e interés por el otro,
autoridad, celos, control, pueden ser experimentados con mucha ambigüedad.
“No deja de llamarme continuamente al trabajo, de enfadarse por llegar tarde del trabajo,
viene a comprar conmigo, me cambia la cerradura de casa, me quita las tarjetas de crédito…”.
“Tengo miedo de él, él solo tiene que mirarme y siento que me controla, es muy agresivo,
yo lo sé mejor que nadie”.
“Me llamaba constantemente para decirme que me quería, se interesaba por las cosas de
mi trabajo, me alertaba de las personas que me querían hacer daño… Me sentía muy protegida y
querida en esos momentos. Ahora estoy sola”.
Estas situaciones no hacen más que confundir aún más a la mujer, así, causas y
efectos quedan entrelazados formando un círculo sin salida.
Estos primeros incidentes, que desde el inicio van dañando el concepto que tiene de
sí misma, anteceden siempre, y dan paso a situaciones más graves. Gravedad que la
mujer no podrá ver con claridad, al sufrir ya las secuelas del abuso.
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“… yo intentaba apoyarle, pero fue un error porque él se aprovechaba de eso, de que yo me
aguantaba con lo que me echaban, yo creo que de eso se aprovechó él para hacer o que hizo”.
A) Actitudes de desigualdad
Intimidación: cualquier mirada, tono de voz, gesto, etc., puede servir para
atemorizar, especialmente si con anterioridad se ha recurrido a la violencia.
Control: de las decisiones, del dinero, de todo aquello que afecte a la mujer.
Explotación emocional: a base de insinuaciones, acusaciones veladas, dobles
mensajes. Se puede culpar a la mujer de cualquier disfunción familiar, hacerle
requerimientos emocionales abusivos, confundirla con cambios de humor
inexplicables.
Descalificaciones: desautorizaciones, dejarla en ridículo en público.
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Autoindulgencias: quitar importancia a la propia conducta abusiva, fingir que
no se comprende la situación, ni las reacciones de la mujer.
Pseudoapoyos: defender y apoyar las causas de la mujer, a la vez que se
boicotea cualquier avance en sus derechos.
Dar lástima y estimular la culpa en la mujer.
Engaños: negando lo evidente, incumpliendo promesas, mintiendo, adulando.
Paternalismo: conduce a la confusión de la mujer, a hacerla sentirse protegida
por la conducta de control y abuso.
“Me sentí apoyada cuando quise retomar mis estudios de doctorado… pero, al poco
tiempo empezó a quejarse de lo poco que estábamos juntos por mi “hobby”, que le dedicaba
mucho tiempo, que si era muy lista para unas cosas y para otras nada… Un día desapareció uno
de mis trabajos del ordenador, y ahora comprendo que no pudo ser casual… Al segundo año
dejé mis estudios”.
Como veíamos, estas conductas son difíciles de codificar como actos violentos,
muchas veces pasan desapercibidas y las mujeres no pueden defenderse de ellas, dando
lugar además a una cierta habituación. Muchas de estas conductas, incluso, pueden ser
ambiguas y confundirse con actitudes benévolas y protectoras. Es frecuente, por tanto,
que muchas mujeres “malinterpreten” estas conductas en sus agresores, y lo que es
control y dominio se entienda como carácter fuerte y varonil.
Padecer estas situaciones genera, a la larga, un gran malestar que puede expresarse a
través de estos síntomas:
“Estaba agotada, iba continuamente al médico y él tampoco sabía qué me pasaba. Me hizo
pruebas, me mandaba reconstituyentes pero yo seguía igual”.
“Me confundía, perdí mi realidad, dejé de trabajar, dejé a mis amigos y amigas, me perdí.
Ahora no sé bien qué ha pasado, a veces sigo pensando que yo tengo la culpa de la ruptura, y
otras, no entiendo cómo he llegado hasta aquí”.
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“Nunca me dejó trabajar, boicoteaba cualquier proyecto, desanimándome para llevarlo a
cabo. La relación empeoró los últimos dos años en los que él empezó a insultarme y
menospreciarme constantemente, me repetía “no sabes hacer nada, sin mí no eres nada…”.
“Yo traté de adaptarme a esta situación, trataba de entenderle, me refugié en mis hijas y
siempre pensé que él cambiaría. Pero, poco a poco, la situación era cada vez más crítica y yo
empecé a sentirme desconcertada ante las circunstancias”.
“Yo me volví loca. Un día estaba comprando y me llamó por teléfono, yo temblaba y me
fui sin comprar. Siempre sentía que lo que hacía no le gustaba a él, y que yo le provocaba y era
culpable de sus enfados”.
“He estado 14 años con él, de los que estuve bien el primero”.
“Ha durado tanto tiempo porque sentía pena por él, en el fondo tenía la esperanza de que
todo se arreglara y lo único que ha pasado con el tiempo es que he desaparecido yo, me he
olvidado de mí”.
“Siempre era lo mismo, así que me acostumbre a ello. Pensé que era la vida que había
elegido y que tendría que seguir adelante con ello. Era lo justo”.
B) Violencia psicológica
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Figura 2.4. Pirámide de la violencia psicológica (Romero, 2004a, 2011a).
“Todo empezó con insultos cuando éramos novios, yo no le daba importancia, luego
llegaron los empujones, poco a poco llegaron las tortas y las palizas. Muchas veces para no
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pegarme a mí golpeaba las puertas y rompía mis muebles. Yo no sabía por qué se enfadaba,
llegaba a casa y tenía miedo”.
“No te voy a dejar nunca, antes te mato y me mato. Un día estaba limpiando una navaja y
me dijo que si le dejaba me iba a buscar por todos los sitios y la iba a manchar con mi sangre”.
“Si iba a ver a mi padre, malo. Me decía que tenía complejo de Edipo y que yo ya tenía
otra familia a la que cuidar. Me hacía sentir una mala madre y una mala esposa siempre con sus
insultos. Me llegó a prohibir que fuera a cuidarle cuando ya estaba muy malito… Nunca podré
perdonarme el no haberle acompañado en sus últimos días… Y a la vuelta del entierro, me obligo
a tener sexo con él. Yo estaba tan mal que no tuve fuerzas para resistirme”.
“Me pegó una paliza estando un sobrino delante que miraba y no hacía nada, yo le pedía
ayuda y no se movió. Cuando se cansó de pegarme me sentó en una silla y me tuvo desde las 12
de la noche a las 3 de la mañana. Hasta que le prometí que no iba a contar nada en el hospital.
No me llevó a urgencias”.
Una mujer que sufre estas situaciones padecerá, no lo olvidemos, todas las secuelas
que venía sufriendo de la fase anterior, a las que ahora se suman los efectos propios de
sufrir maltrato psicológico, es decir, secuelas cada vez más graves:
Miedo
Ansiedad
Depresión
Estrés
Trastorno de estrés postraumático.
“No puedo decir que me considere atractiva en ningún aspecto. Sé que es una estupidez,
pero sigo mirándome a mi misma con los mismos ojos con los que me veía mi ex, como una
persona aburrida, negativa, que no sabe disfrutar de la vida y que se ahoga en un vaso de agua”.
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“Es un ataque directo a la mente, al cuerpo y a todo lo que una siente: te deja sin poder
pensar, sin poder sentir… Es como si te metiera todo lo feo del mundo dentro, lo más
asqueroso, te deja dentro lo más sucio, lo más feo, lo más terrible. No hay palabra para explicar
lo que hizo, y las palabras que existen como violación o agresión no son suficientes para explicar
el daño tan brutal que siento”.
C) Violencia física
Por último, es posible que se traspase un límite más y tenga lugar la violencia física.
Esta puede manifestarse a través de (ver figura 2.5):
“Cuando nos conocimos todo fue bien, lo malo empezó cuando nos fuimos a vivir juntos:
en ese momento empezaron los insultos, empujones, palizas… el maltrato. Él tiene problemas
con el alcohol, el juego… Es ludópata y esto agravaba las cosas. Cuando bebía ya no se podía
hablar ni hacer nada con él, solo evitar que se enfadara porque las montaba buenas”.
Es obvio que la mujer que se encuentra en esta situación se hallará ya en muy mal
estado psicofísico, producto de haber pasado por fases anteriores en las que su salud se
ha ido deteriorando. Sigue sintiéndose anulada, confundida, deprimida y asustada, lo que
le impide pensar con claridad y tomar las decisiones correctas.
En esta fase, además, puede ser objeto de lesiones, que, en su última expresión
podrían conducirle a la muerte.
“Me pegaba palizas, insultaba y amenazaba sin ningún motivo, me pegaba porque la
comida estaba salada, porque su madre me hablaba y le decía a él que no le respetaba, porque no
limpio bien… Cualquier cosa que pasaba era un motivo para maltratarme”.
Veamos ahora cuáles son los mecanismos y modelos que explican la dinámica de la
violencia. Es decir, cómo se va instalando esa violencia, cómo funciona, cómo va
dejando poco a poco sentir sus efectos.
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Figura 2.5. Pirámide de la violencia física (Romero, 2004a, 2011a).
Son muchos los interrogantes que surgen cuando abordamos la problemática que rodea a
la mujer víctima de violencia de género: su silencio, su dificultad para abandonar al
hombre que la maltrata, su negativa a denunciar, el desconcierto que genera cuando habla
de sentimientos de amor hacia la persona que la humilla y golpea. Mujeres que, en
muchos casos, son independientes económicamente y no logran romper la relación con
sus agresores, mujeres que tienen éxito en otros ámbitos de sus vidas y en el espacio
íntimo sufren violencia y están paralizadas, bloqueadas para encontrar una salida a su
situación. La propia mujer víctima de malos tratos tampoco tiene una respuesta a estos
interrogantes.
Estas mujeres, de perfil social considerado independiente, y aquellas otras más
dependientes de un núcleo familiar, comparten la reacción paradójica de desarrollar un
vínculo afectivo fuerte con sus agresores, defendiendo sus razones, retirando denuncias
policiales o deteniendo procesos judiciales abiertos al declarar a favor de sus agresores
antes de que sean condenados. Estos efectos paradójicos se producen, y quizás sea
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tiempo de ir buscando sus mecanismos y líneas de intervención (Montero, 2001).
En un afán de buscar explicación a los factores que influyen en la mujer para el
establecimiento y mantenimiento en su vida de una situación de maltrato y que
contribuyen a comprender las distintas manifestaciones de las mujeres maltratadas, se
han propuesto diferentes modelos explicativos. Aunque ninguno de ellos por sí solo logra
explicar el vínculo paradójico que se establece entre víctima y agresor, nos ayudan a
entender mejor la situación que rodea a la mujer víctima de violencia de género.
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La caracterización del SIES-d vendría determinada por un patrón de
cambios cognitivos, un tipo de estado disociativo que lleva a la víctima a negar
la parte violenta del comportamiento del agresor, mientras desarrolla un vínculo
con el lado que percibe más positivo, ignorando sus propias necesidades y
volviéndose hipervigilante con su agresor. La mujer desarrolla un vínculo
afectivo todavía más fuerte con su agresor, identificada con sus razones,
retirando denuncias policiales o deteniendo procesos judiciales. Lentamente se
va creando un círculo vicioso que mantiene las agresiones y sume a la víctima
en un estado progresivo de deterioro personal.
De forma paradójica, la mujer defiende a su agresor y el SIES-d se
consolida a través de un proceso de identificación con el sistema de creencias
de la pareja acerca de la situación vivida en el hogar y sobre las relaciones
causales que la han originado.
3. Modelo explicativo basado en el aprendizaje de pautas de maltrato y
victimización. Los antecedentes de malos tratos previos han constituido un
modelo explicativo basado en el aprendizaje de pautas de maltrato y
victimización. La Teoría del aprendizaje social hará hincapié en la transmisión
de pautas de conducta. Una familia de origen violento constituye una variable
más que hay que considerar en la etiología de la violencia de género.
El trabajo de Herman (1992) sobre la revictimización por abusos sexuales
en la infancia, ha mostrado una mayor vulnerabilidad en algunas mujeres
sometidas a la violencia en la edad adulta. Refiere que la historia de abusos
sexuales infantiles provocará una ausencia de desarrollo de mecanismos de
protección; una dificultad de análisis de las situaciones o de las personas
“peligrosas”; un sentimiento de fatalismo y depresión; una sensación crónica de
incapacidad y desamparo y, respuestas alteradas ante la amenaza de peligro,
que abarcarán, desde la negación y aturdimiento psíquico hasta la disociación
mental y trastornos de la personalidad.
4. Walker (1979) formuló la Teoría del ciclo de la violencia para poder entender
los comportamientos de algunas mujeres que sufren violencia por parte de sus
parejas. La comprensión de este ciclo nos ayuda a explicar cómo las mujeres
agredidas llegan a ser víctimas, cómo caen dentro del comportamiento de
indefensión aprendida y por qué no intentan escapar. Explica tanto las
consecuencias psicológicas como el modo en que esas consecuencias
psicológicas contribuyen a explicar el mantenimiento en la relación de maltrato.
Las mujeres agredidas no están siendo constantemente agredidas
físicamente, ni su agresión es infligida totalmente al azar. Uno de los
descubrimientos de Walker (1979) fue el ciclo de agresión que estas mujeres
51
experimentan. Este ciclo está compuesto por tres fases distintas, las cuales
varían en tiempo e intensidad, dentro de la misma pareja o para otras parejas.
“Yo sabía que algo iba a pasar… llevaba días enfadado. Lo poco que decía era con
sarcasmo… No sabía ni que responderle. Al final todo saltó por los aires por una tontería, como
siempre. Me acorraló en la cocina y me pegó la paliza del siglo”.
“Ves que hay agresiones verbales, insultos sin motivos, sin respirar. Y luego empezaron las
agresiones en el embarazo: un empujón, un golpe en la cabeza, y luego siguió. Esas agresiones,
de simplemente empujones, pasaron a ser… pues el último día, ahí pensé que eso ya no podía
seguir así más, porque ahí me tiró contra el suelo, me dio un puñetazo en la cara, había lesiones
en los labios y ahí fue cuando me decidí a denunciar”.
“Si le decía a todo que sí todo iba bien, si decía no empezaban los problemas, se enfadaba
y me dejaba de hablar, él me despreciaba y me hacia el vacío. Cuando se enfadaba me decía:
“hazme el favor y vete de casa”. Luego me llamaba y me pedía perdón”.
52
Figura 2.6. Ciclo de la violencia (Walker, 1979).
53
y docilidad. Según Dutton y Painter, el abuso crea y mantiene en la pareja una
dinámica de dependencia debido a su efecto asimétrico sobre el equilibrio de
poder, siendo el vínculo traumático producido por la alternancia de refuerzos y
castigos.
7. Otro modelo que trata de explicar la permanencia en una situación de maltrato
y la apariencia paradójica de la mujer es la persuasión coercitiva. El concepto
es desarrollado a partir de investigaciones psicosociales descritas por Schein,
Barker y Schneider (1961). Para estos autores, las transformaciones ocurridas
mediante la persuasión coercitiva afectan básicamente a las percepciones,
creencias y actitudes hacia uno mismo y en sus relaciones interpersonales.
“Me sentía atrapada, sin salida… como si estuviera en Auschwitz. Lo único que podía
hacer era sobrevivir al día a día. Pero no era algo físico, no me tenía encerrada con llave en casa
claro. Me tenía presa de mí misma… No sé si me entiendes. Es una sensación tan difícil de
explicar…”.
54
autoinculpación, lo cual las autoras lo asemejan al Síndrome de
Estocolmo.
Promoción del sentimiento de incapacidad e indefensión.
Expresión patológica de celos.
Reforzamientos intermitentes a través de comportamientos que generan
esperanza.
Exigencia de secreto.
“Apenas salía. Mis amigas un día desaparecieron y mi familia no sabía nada de lo que me
estaba ocurriendo. Cada vez tenía más miedo de que se enterasen. ¡Qué vergüenza! Solamente
íbamos a las bodas y a las comuniones, y a la vuelta, siempre me montaba unos jaleos… que
quién era ese primo, que por qué había hablado con ese hombre en la fiesta, que había hecho el
ridículo todo el día, que nadie de mi familia me soportaba… y, encima, me pasaba todo el tiempo
hablando bien de él a mi familia”.
“Él me prometió cosas que no ha cumplido. No le gusta que venga mi familia a casa, me
dice que tengo que ceder a lo que él dice, para seguir con él tengo que olvidar cosas que han
pasado, siempre he sido reivindicativa, y ahora, poco a poco, estoy renunciando a mí. Se
cumplen sus caprichos y mis necesidades se aparcan. No tengo un recuerdo claro de lo que está
pasando, solo siento como me voy apagando y no sé qué hacer para que esto no me suceda.
Estoy agotada y triste”.
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“Un día me dijo que había estado hablando con su coach, le habló de mí y le explicó qué
cosas me vendría bien trabajar. Me pidió cita para que yo fuese a hablar con ella. Me dijo que lo
había pensado, que me vendría muy bien…”.
“Llevaba a otras mujeres a la casa con las que mantenía sexo y me obligaba a verlo. Vivía
aislada, no podía salir a la calle, ni asomarme a la ventana, me decía que no tenía que verme
nadie. Él hacia su vida independiente de la mía. Yo vivía sin derecho a nada”.
Uno de los aspectos que más perplejidad causan en el terreno de la violencia de género
consiste en la dificultad que presentan algunas mujeres para abandonar la relación con el
compañero violento. Mujeres que no denuncian la situación, que cuando lo hacen no
ratifican su declaración, mujeres que vuelven a convivir con su compañero cuando
habían conseguido separarse, que les perdonan una y otra vez, que siguen con ellos a
pesar de estar viviendo un infierno. Como hemos dicho anteriormente, todas estas
circunstancias hacen que muchas veces se culpe a la propia mujer de su situación.
Sin embargo, existen razones suficientes que, en un análisis más detallado y más
profundo, pueden explicar esta gran paradoja.
La principal dificultad que tiene una mujer que sufre violencia por parte de su pareja
para separarse es que les une una relación afectiva, con la enorme complejidad que esto
conlleva.
El reconocimiento de estar viviendo una relación abusiva es algo difícil de aceptar,
las relaciones afectivas son complejos tejidos elaborados con hilos diversos en los que
están presentes expectativas, deseos, fantasías, pero también inseguridades y temores. Y
en las que el para toda la vida sigue pesando como un mandato que, cueste lo que
cueste, debe cumplirse. Enfrentarse a todo ello, asumiendo que quien dijo amarte está
poniendo tu vida (y la de tus hijos) en peligro, es algo muy duro, y lleva su tiempo. Y
aparecen el miedo y, muchas veces, el déficit estructural de apoyo que forma parte del
orden patriarcal (Bosch et al., 2006).
De entre todas las razones que se encadenan entre causas y consecuencias de la
permanencia de una mujer en una relación abusiva, pensamos que las siguientes son las
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más relevantes para poder comprender la situación de la mujer.
A) La subjetividad de la mujer
Consideramos que cualquier mujer, por el hecho de serlo, puede entrar en una
relación de abuso. Sin embargo, no todas las mujeres tendrán las mismas probabilidades
de permanecer en ella. Hay varios aspectos que afectan a la gran mayoría de las mujeres
maltratadas, como los mandatos de género, el ideal del amor romántico, las secuelas del
maltrato, pero no podemos olvidar la particularidad de cada mujer, es decir, el nivel
intrapsíquico.
Sus vivencias y antecedentes personales, sus experiencias infantiles, sus fantasías,
sus rasgos de carácter, sus fortalezas, sus conflictos, sus temores, sus motivaciones…
Todo ello le hará vivir la experiencia del maltrato de una manera única y diferente al resto
de las mujeres, todo ello determinará su reacción ante una situación de maltrato, todo ello
deberá ser abordado también en la terapia.
En este sentido, es importante tener presente el tipo de apego o vinculación que ha
establecido la mujer en la infancia con sus personas más significativas, ya que de una u
otra manera condicionará el modelo de relación con otras personas.
El tipo de apego que se desarrolla en la infancia determina los vínculos que
formamos en la edad adulta. Además, determina la autoestima, el concepto que tenemos
de las otras personas y qué conductas desarrollamos para mantener a nuestro lado a las
personas que son importantes para nosotros y con quienes mantenemos un vínculo
amoroso, afectivo o emocional.
El apego es una clase específica de vínculo dentro del conjunto de los vínculos
afectivos, que constituye una unión afectiva intensa, duradera, de carácter singular,
desarrollada y consolidada entre dos personas, por medio de una interacción recíproca.
Una vez establecida, promueve la búsqueda y mantenimiento de proximidad con la figura
de apego, con la finalidad de obtener los cuidados y la protección necesarios para lograr
una sensación de seguridad y bienestar tanto física como psicológica (Holmes, 2009;
Lafuente, 1989; Lafuente y Cantero, 2010).
La principal función del apego es obtener protección frente al peligro. Las crías
humanas somos vulnerables, nacemos inmaduras, sin haber alcanzado un desarrollo
completo. También hace que necesitemos un “otro” para sobrevivir y para adquirir
capacidades y destrezas propias. Esta vulnerabilidad hace que desarrollemos
herramientas para asegurarnos la supervivencia: el apego nos asegura que vamos a tener
seguridad, cuidado, consuelo y protección.
Los y las bebés nacemos preprogramados para unirnos emocionalmente a otro ser
humano protector, para estar cerca de él y ser cuidados y protegidos. También para
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generar en el “otro” el deseo de estar unido a nosotros, y de lograrlo. Las personas
estamos preprogramadas para el buen trato, para que las conductas de apego de los y las
bebés nos agraden y, por tanto, unirnos emocionalmente a ellos desde el principio. Si
satisfacemos las necesidades (físicas y psicológicas) del bebé, es decir, si conseguimos
hacer que se sienta protegido, seguro, con las “espaldas cubiertas”, y que somos seres
incondicionales y eficaces en su protección y cuidado, ese bebé desarrollará un vínculo
seguro, y se sentirá igualmente seguro para explorar el mundo. Si esto no es así,
desarrollará un apego evitativo o elusivo, ambivalente o desorganizado (todos ellos
apegos inseguros) que en etapas posteriores o en personas adultas también se
denominarán respectivamente apego negador, preocupado e irresoluto.
La teoría de apego postula que los trastornos psicológicos reflejan una interiorización
de experiencias de apego adversas, tanto actuales como del pasado, y en especial de
aquellas que socavan la confianza en uno mismo y los sentimientos de seguridad, es
decir, experiencias de ruptura (separación, pérdida), de negligencia, de amenazas de
abandono o de retirada de amor. Si hay experiencias de abuso físico y sexual,
hablaremos, además, de vínculo traumático.
El hecho de tener un vínculo inseguro parece constituir un factor de vulnerabilidad a
la hora de establecer una relación de abuso y sometimiento.
“Me siento sola, en un abismo, vacía y desolada, no existe el resto de las cosas, el pasado,
el futuro. Solo el dolor es real. Me resulta imposible saber qué me pasa. Solo sé que no puedo
más. Me siento estancada, confusa. Me siento repitiendo la historia de mi madre, mi hermana
también tiene una relación de maltrato, es como estar en un callejón sin salida. Nunca me han
dicho te quiero. Prefiero morirme a enfrentar esta situación”.
“Pensé que era mi salvación, había encontrado a un hombre que estaba pendiente de mí,
que me quería… por fin podía irme de mi casa, mi padre iba a dejar de abusar de mí… pero la
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misma noche de bodas me pegó, y a partir de ahí todo fue un infierno…”
“No quiero ningún hombre en mi vida, no quiero sexo, ya no confío en nadie, siento que
mi cuerpo es el cuerpo de una burra”.
“Las relaciones sexuales eran fantásticas. Nunca he tenido ni tendré un amante tan
entregado. Me sentía tan cerca de él en esos momentos… No sé explicarlo, es extraño, pero me
sentía tan viva… Era el único momento en el que me decía que me quería, el resto era horrible”.
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guion de su vida.
“Siempre había querido casarme y tener hijos. Desde pequeña me imaginaba una casa llena de
pequeños corriendo y jugando, un marido cariñoso a mi lado, un buen padre para mis hijos, llegar a
viejita a su lado… Y mira qué fracaso… Mi familia rota, mis hijos destrozados, y yo… ahora no sé
qué camino tomar. Todo es un desastre”.
“… buscaba tener una pareja que me quisiese, hijos, tener una vida mejor que la que he tenido en
mi casa…, pero no ha sido posible… Me pregunto qué va a pasar ahora con mi vida”.
“Él lo que quiere es que yo desaparezca. Yo tenía un velo, pensaba que lo que hacía lo hacía por
mi bien, y no era así… ¿Por qué he sido tan tonta? Es que no sé cómo ha llegado a esta situación, es
que no me puedo creer lo que estoy viviendo, él es frío y calculador y ha estado planeando esto
durante dos años, todo este tiempo esperé a que se resolviera todo y volviéramos a estar juntos.
Nunca pensé que estaba siendo maltratada hasta que me pegó”.
Tan importante es el amor que muchas mujeres aguantan cualquier cosa por amor
(Coria, 2001). Existe una dimensión profundamente insana en el darse por entero y
cuidar de los demás, y esto sucede cuando hacen del aguantar una virtud que favorece a
otros en detrimento de sí mismas. No solo está pautado por mandatos de género, sino
que, al ser internalizados, se convierten en autoabusos femeninos: las mujeres creen que
hacen lo que hacen porque lo quieren hacer, que de forma natural y voluntaria ellas se
colocan en un lugar subsidiario y de entrega a los demás, “porque ese es su deseo”.
“Todo lo hice por él. Me decía que si yo quería que nos viéramos, tenía que hacer un
esfuerzo. Adaptarme a lo que él decía, encajar en sus planes. Me amenazaba con dejarme, al
final me dejó porque no hacía lo que él quería. No me puedo creer lo que he vivido, estoy
desconcertada, alterada, he perdido la confianza en mí, estoy nerviosa y no puedo pararme,
estoy entre llantos y crisis de ansiedad”.
“… no voy a separarme… no puedo dejarlo, sería el mayor disgusto de la vida de mis padres… tengo
que aguantar… y cuando ellos ya no estén, entonces decidiré qué hacer…”.
En esas situaciones, la mujer no tiene la distancia suficiente para entender cuáles son
sus verdaderos deseos, quién es ella y por qué se siente así. Solo la reflexión crítica
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acerca de los mandatos impuestos por el género podrá liberarla de su presión.
Veamos más en profundidad qué puede suponer el ideal del amor para las mujeres.
El amor es una experiencia vital y constante que nos coloca ante el mundo, ante la
gente, ante la vida. Sin amor no es posible la vida (Sanz, 1995). El amor es una
experiencia movilizadora, nos mueve a actuar, a crear acontecimientos, a transformar el
mundo. El amor es la más vital y trascendental de todas las experiencias humanas. Es
una práctica de relación, un vínculo de empatía que lleva a compartir, expresar y
solidarizarnos con “lo otro” y, a la vez, con nuestro yo más profundo.
Pero las ideas y creencias que rodean al amor no se quedan fuera de la influencia
cultural, así cada periodo histórico ha desarrollado un concepto diferente sobre él. La
cultura puede provocar diferentes estilos sentimentales, porque la afectividad del ser
humano es influida por la educación (Marina, 1996).
A finales del siglo XVIII surge en nuestra cultura occidental la idea del “amor
romántico”, fundamentado en una concepción determinada acerca del tipo de vínculo
que debe existir dentro de una relación de pareja. Lo que creemos sobre el amor nos
condiciona y limita, determina lo que debemos pensar, sentir o hacer dentro de una
relación afectiva. Se mete en nuestros sueños y en nuestros deseos, nos identificamos
con esta idea del amor romántico y aprendemos cómo deben ser nuestras relaciones, lo
que significa enamorarse y de quién debemos enamorarnos, los sentimientos que
debemos sentir o no, y los comportamientos que se espera que desarrollemos.
Es un tipo de amor difundido y legitimado a través de la literatura, el cine y la
música, que se caracteriza por la idealización del ser amado, con una dosis de tragedia y
un cierto placer por los amores imposibles, un amor por el que mueres y matas. Veamos
algunas de las expresiones que caracterizan este modelo de amor:
“… llevo toda la vida esperándote”, “no puedo vivir sin ti, “sin ti no soy nada, “te amaré, pase lo
que pase, “el amor todo lo cura”, “si algún día me abandonas, me moriré”, “te quiero más que a mi
vida”, “mátame de dolor, pero quiéreme”, “siempre te querré, “eres el hombre de mi vida”, “solo
tengo ojos para ti”, “sin ti, mi vida no tiene sentido, ni quiero vivirla”, “si no estás celoso, es porque
no me quieres…”.
“Me encantaban las historias de amor. Soñaba con un príncipe azul que me sacara de la
61
soledad de mi casa… Al principio fue así, apuesto y valiente. Se enfrentaba a mi padre él solito,
y sentía que alguien, por primera vez, me cuidaba y protegía. Vaya chasco… ni siquiera resultó
ser una rana”.
“…era una persona muy agradable, enseguida te envuelve, cariñoso, bien parecido, con mucha labia,
su manera de ser me atrajo muchísimo… un encanto, era un hombre encantador, era un cielo. Yo
decía, qué hombre más maravilloso, es divertido, amable, caballero, tenía muchas cosas. Además, era
mayor, y no es que yo lo viera como un padre, pero yo me sentía con él arropada”.
La relación amorosa es la relación donde pueden darse todas las emociones más
constructivas y gratificantes del ser humano. Es también, en el desamor, donde se dan las
emociones y los hechos más destructivos: la dependencia, la compasión malsana y la
posibilidad de soportar “por amor” los malos tratos y la denigración como persona.
“No puedo decir que me considere atractiva en ningún aspecto. Sé que es una estupidez,
pero sigo mirándome a mi misma con los mismos ojos con los que me veía mi ex, como una
persona aburrida, negativa, que no sabe disfrutar de la vida y que se ahoga en un vaso de agua”.
“Ahora me ha dejado por otra, me ha sustituido. Siento que hay dos historias, una la que
viví con él, y otra, la que pensaba que estaba viviendo”.
62
“Él llenó un vacío que yo tenía. Me enamoré, a él le puse arriba, yo abajo. Le subí a un
pedestal. Siempre la última y, al final, no hay nada”.
“Jamás he vuelto a sentir por ningún hombre lo que sentía con él. Era química pura. Me tocaba
y se me erizaba la piel… Quizá no sea ya el hombre de mi vida, pero si ha sido el amor de mi vida. Y
me siento fatal al contarte esto, porque quizá no lo entiendas pero… así lo siento”.
Podemos hablar de varios mitos en torno al amor. Un mito no es más que una
creencia, aunque se halla formulada de tal manera que aparece como una verdad y es
expresada de forma absoluta y poco flexible. Este tipo de creencias suelen poseer una
gran carga emocional, concentrar muchos sentimientos, y pueden contribuir a crear y
63
mantener la ideología del grupo, y por ello ser resistentes al cambio y al razonamiento
(Bosch y Ferrer, 2002).
Exponemos, a continuación, un resumen de los mitos del amor romántico según Yela
(2003):
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privilegiado y, por tanto, se han excluido otras formas de recibir amor. Y este amor
romántico ofrece a las personas un modelo de conducta que cuando falla, produce
frustración y desengaño y es uno de los factores que contribuyen a favorecer y mantener
la violencia contra las mujeres en la pareja. La violencia de género está intrínsecamente
ligada a nuestro imaginario social sobre el amor, los modelos amorosos y los modelos de
atracción amorosa, a cómo nos hemos socializado y nos socializamos continuamente en
ellos (Garrido, 2001; González y Santana, 2001; Lagarde, 2005; Sanmartin, Molina y
García, 2003; Sampedro, 2005; Flecha, Puigvert y Redondo, 2005).
González y Santana (2001) señalan que al asumir este modelo de amor romántico y
los mitos que de él se derivan, se tienen más probabilidades de ser víctimas de violencia
y de “permitirla”, puesto que consideran que el amor (y la relación de pareja) es lo que
da sentido a sus vidas, y que romper la pareja, renunciar al amor es el fracaso absoluto
de su vida (y no la promesa de una vida mejor); que como el amor todo lo puede, han de
ser capaces de allanar cualquier dificultad que surja en la relación o de cambiar a su
pareja (incluso aunque sea un maltratador irredento), lo que las lleva a perseverar en esa
relación violenta; que la violencia y el amor son compatibles (o, incluso que ciertos
comportamientos violentos son una prueba de amor), lo que es empleado por víctimas y
agresores para justificar los celos, el afán de posesión y los comportamientos de control
ejercidos por el maltratador como una muestra de amor, llegando, incluso, a sugerirse
que el amor sin celos no es amor, y trasladando la responsabilidad del maltrato a la
víctima por no ajustarse a dichos requerimientos. Por tanto, y como señalan estas
autoras, “un romanticismo desmedido puede convertirse en un serio peligro”.
“Yo no puedo vivir sin él, le sigo queriendo, siempre hemos hecho lo que él quería, le he
seguido donde él ha dicho. Todavía no entiendo por qué me ha dejado, me dice que ya no me
quiere, ¡con todo lo que yo he hecho por él! Lo necesito tanto que no lo soporto. Ya no puedo
rebajarme más”.
El ideal del amor romántico tiene especial interés cuando nos referimos a las mujeres
jóvenes. En los momentos en los que están iniciando las primeras relaciones amorosas,
cobran gran importancia todas estas consideraciones que deberán tenerse en cuenta para
llevar a cabo una adecuada educación afectiva y sentimental en estas edades, lo que
supondrá una eficaz prevención de la violencia más adelante.
Vemos, por tanto, la enorme complejidad y dificultad para la separación que entraña
la relación afectiva que une a la víctima con su agresor. Como recomienda Risso (2008):
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“Usted no puede esperar a desenamorarse para dejarlo. Primero debe aprender a superar
los miedos que se esconden detrás del apego, mejorar su autoeficacia, levantar su autoestima y
el autorrespeto, desarrollar estrategias de resolución de problemas y un mayor autocontrol, y
todo esto deberá hacerlo sin dejar de sentir lo que siente por él. Por eso es tan difícil. No hay
otro camino, deberá liberarse de él sintiendo que lo quiere, pero que no le conviene”.
Dicho lo anterior, surge la pregunta sobre qué hay detrás de la palabra amor y no es
fácil la respuesta. Quizás es una reflexión necesaria para cada persona descubrir qué
significa, quizás hay muchas maneras de amar al otro, pero independientemente del amor
que nos cobije, es importante tener en cuenta algunas consideraciones. Saber que el amor
no es sinónimo ni de pareja ni de convivencia, que no es un destino, sino una elección,
que no es control ni posesión, sino intercambio, respeto y confianza, que la pasión y el
deseo se acaban, que la vida en común es complicada, que la convivencia transforma y
enriquece la relación, que la dependencia no es amor, sino esclavitud y que el amor es un
camino que se hace al andar, compartiendo las dificultades y las bonanzas de las que se
nutre una relación afectiva. Sin olvidar que el amor empieza por nosotras mismas.
“La tranquilidad que tengo, la paz interior merecen la pena. He hecho lo que tenía que
hacer. Ahora he vuelto a sonreír, antes estaba como en una cueva, muy aislada, y luego te das
cuenta de que la vida merece la pena y que no deberías estar viviendo eso que estás viviendo”.
“Ahora, cuando pienso lo que he aguantado en nombre del amor, no me lo puedo creer, no
me cuidé nada, no me enteraba de lo que pasaba, yo veía lo que él me decía… Es como si yo no
hubiera existido. He logrado hacer una pareja diferente y nunca he sentido lo que estoy sintiendo
en este momento. He aprendido a pensar en mí, a poner límites, a dejar de soñar y vivir en otra
realidad”.
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esa espiral sin darse cuenta y de la que no podrá salir.
La dificultad para protegerse en las relaciones íntimas y la necesidad de
encontrar a alguien que le rescate de su destino de víctima, añadiendo las
dificultades sociales y la escasa respuesta judicial y social que en ocasiones se
da a estas situaciones.
Todos estos son los efectos producidos por el padecimiento del maltrato y que, en
una concatenación de causas y efectos, se convierten, a su vez, en los motivos que
impiden a una mujer romper la relación.
Además, hay una serie de características que son comunes en todos los modelos que
explican la dificultad que tienen las mujeres para poder abandonar una relación de
violencia de género: el estado caótico que esta provoca, la arbitrariedad y el
reforzamiento intermitente.
La dinámica de la violencia de género está compuesta por patrones de
comportamiento que generan caos, ya que son totalmente impredecibles, dando lugar a
una fuerte sensación de pérdida de control en la mujer, donde se van alternando
momentos de mayor violencia, y otros de manipulación, con la búsqueda de perdón por
parte del agresor, que fomentan que la mujer pueda sentir algún tipo de esperanza e
ilusión. En la medida en que la violencia se va alargando en el tiempo, la mujer se va
percibiendo como ineficaz por no saber detectar o controlar los episodios de violencia y
por no poder protegerse, y, finalmente, termina por bloquearse y quedarse en estado de
shock, dando lugar a la pasividad, lo que comúnmente se entiende como “lavado de
cerebro”.
“No me enteraba de nada. Casi no hablábamos. Mis amigas me decían que me maltrataba a
mí y a mi hijo, que me despreciaba delante de todo el mundo, yo no me enteraba, y siempre le
he justificado. Yo estaba ciega, confiaba en él, le di un poder y ahora me entero de que pidió un
préstamo a mi nombre. Ahora me dice que no me quiere, me siento manipulada y traicionada.
No sé quién soy ni con quién he vivido, ahora me doy cuenta. Nunca pensé que podía pasarme
esto. Todo el mundo lo veía menos yo”.
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recoge una idea de Foucault en la que señala que el miedo es el mejor
instrumento de control porque logra que la víctima aprenda a examinar cada
gesto que pueda molestar a su agresor, inhibiendo su conducta por adelantado,
anticipándose a las posibles reacciones. Vivir con miedo es devastador.
“Nunca sabías lo que te ibas a encontrar ese día. Cuando le oían llegar los niños, cuando
eran pequeños, se metían debajo de la mesa”.
“Estaba siempre alerta, pero no sabía por dónde me iba a venir la siguiente. Solo con su
mirada ya sabía que había hecho algo mal y se me encogía el corazón. Me dolía el corazón de
verdad…”.
“Creo que después de lo que he vivido no voy a poder confiar en nadie, desconfío de todo
68
el mundo, me parece que me lo encuentro por todos los sitios, a veces me vuelvo bruscamente
porque siento que está detrás de mí, vivo sobresaltada y con miedo, aunque no esté, sigue
presente en mí”.
“Siempre estoy triste, no tengo ganas de nada, no tengo ilusión, me siento vacía, no puedo
parar, cuando me paro, me pongo triste. Nada está bien. Todo el mundo hace su vida y yo no
hago la mía. Por no enfrentarme a mi pareja para no discutir, permito que invada mi vida. Tengo
miedo a que se enfade y me deje sola. No puedo parar, me pongo mala, me sube una cosa por el
estómago que no me deja estar tranquila”.
“La culpa la tengo yo porque no le apoyé en sus proyectos y no era buena en la cama, no
tenía mucho deseo ni ganas de experimentar nada”.
“Si hubiera cogido el camino de volver a casa que cojo siempre, esto no me habría pasado.
Siempre lo tengo todo controlado, cuando saco dinero del cajero, por dónde salgo cuando
regreso a casa, y por haber bebido más de la cuenta, me ha pasado esto”.
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Los contenidos de este código fueron incorporados en nuestra infancia y
controlan de forma inconsciente a la persona a partir de ese momento. Este
código está en función de la educación que hayamos recibido, pero, una vez
que lo hemos incorporado, el propio sistema trata de asegurar su cumplimiento.
Cada vez que incumplimos una norma, se activa internamente una señal que
nos informa de que el código se ha transgredido. Tanto la vergüenza como la
culpa actúan como reguladores del código que, una vez incorporado, trata de
proteger su cumplimiento. Son instrumentos culturales de gran potencia y
efectividad para regular el comportamiento social.
“La costumbre de echarte la culpa la tienes desde un principio porque cuando está
molesto, enfadado, muchas veces no sabes ni por qué. Le ves enfadado y le preguntas, ¿qué te
pasa? “Tú sabrás”. ¿He hecho algo malo? “Tú sabrás, tú sabrás lo que has hecho”, y ahí tú no
sabes si has hecho algo malo, qué es lo que has hecho, y claro, tampoco sabes qué hacer. Y
siempre encuentras algo, siempre has hecho algo malo, siempre, que no lo has hecho, pero
justificas su mal humor a costa tuya, y llega un momento en que como ya has buscado tantas
cosas malas que has hecho, ya sientes que no sabes hacer nada bien”.
“Me muero de vergüenza, nadie de mi familia lo sabe ni lo va a saber… por eso nunca lo
voy a denunciar. Si hubiese hecho algo, no habría llegado hasta donde llegó… esto irá conmigo a
la tumba”.
“…decía que yo era mala persona, que yo no le entendía, entonces, claro, yo le perdonaba
porque pensaba: “bueno, tendré yo la culpa”, siempre llegaba a pensar que era yo, que era más
inmadura, que no le entendía…”.
“Me da mucha vergüenza contarte esto. Me siento una persona horrible, muy fea… No sé
si después de lo que te cuente vas a poder tenerme tan en cuenta… Bueno, a lo mejor te lo
cuento al final de la sesión, ¿vale?”.
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Para poder sostener este proceso, la mujer comienza a distorsionar la
percepción que tiene de sí misma y de la realidad que le rodea, perpetuándose
la relación de violencia, quedando ligada a ella, e incapaz de abandonarla.
De esta manera, lo que empezó siendo un intento de comprensión de su
realidad, finaliza en una distorsión que le lleva a sentirse culpable y responsable
de algo que ella no ha cometido.
“Me siento culpable por lo que he permitido, por dejarme llevar por él, por no enterarme de
lo que pasaba, antes sentía pena por él, ahora siento pena por mí”.
“Traté de entenderle a él, saber por qué me maltrataba, yo tenía miedo de enfadarme con
él, sentía que no tenía derecho a enfadarme. Me decía que estaba loca, y yo le pedía perdón.
Ahora siento rabia y vergüenza de contar lo que he vivido, lo que he permitido”.
Por identificación con la imagen que nos han dado de nosotras mismas:
eres mala, eres torpe, eres egoísta…
Por idealización del sufrimiento como modo de obtener reconocimiento y
cariño (masoquismo moral).
Por identificación con personas que se sienten culpables, normalmente las
madres u otras mujeres.
Por incumplimiento de mandatos de género:
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– Por el fracaso de su pareja.
– Por ser ella quien eligió a ese hombre y así sentirse
responsable.
– Por no ser capaz de parar la violencia.
– Por no haber sabido entenderle o cambiarle a él.
– Por sufrir tanta indignidad a la que su agresor le somete.
– Por ejercer ella misma violencia cuando se defiende.
– Por justificarle a él, por negar o minimizar la violencia.
– Por tener sentimientos ambivalentes hacia su maltratador.
– Por separar a los hijos e hijas de su padre.
F) Dificultades sociales
A la hora de exponer las dificultades de las mujeres para abandonar una relación de
abuso no podemos dejar de hacer referencia a las múltiples trabas sociales que
encuentran a la hora de romper su relación. Los largos y costosos procesos judiciales que
entorpecen su recuperación, los problemas que entrañan los regímenes de visitas de sus
hijos, la falta de recursos económicos, la precariedad laboral, el difícil acceso a la
vivienda, la falta de una red familiar y social que sirvan de apoyo en el cuidado de los
menores. Especial dificultad puede presentar la población de mujeres inmigrantes que
pueden estar viviendo una situación administrativa irregular que les causa mucho
sufrimiento, a lo que se añaden los problemas con el idioma y las diferencias culturales,
además de los duelos migratorios y de las cargas económicas que asumen al llegar a
nuestro país. Otros factores de vulnerabilidad son los que hacen mención a mujeres
discapacitadas, mujeres rurales, mujeres mayores, mujeres de etnias desfavorecidas, u
otros ejes de diferenciación.
“Estudié derecho, durante unos meses ejercí como abogada en un despacho… lo tuve que
dejar por culpa de mi padre, la situación era inaguantable… me seguía a todas partes (su padre
era su abusador)… y después estuve contratada una temporada en la administración de justicia,
pero ahora estoy tan mal que no podía trabajar, al final me dieron una incapacidad, vivo de mi
pensión…, pero para mí y para mi hijo se hace muy justo, hay meses que lo paso muy mal…”.
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2.3. Efectos de la violencia de género en la salud
La violencia de género arrasa la totalidad de la vida de las mujeres, y esto es así porque
los seres humanos somos seres integrados: lo que nos sucede en la esfera física influye
en la emocional, en la social, y viceversa. Por ello resulta artificial distinguir entre las
secuelas físicas, psicológicas y sociales. Sin embargo, por una finalidad didáctica, vamos
a distinguir estos efectos. Iniciamos la descripción por aquellos que son más evidentes, y
que en ocasiones facilitan la detección, los físicos.
Pasamos a continuación a detallar los efectos sobre la salud física más frecuentes. Por un
lado están aquellos claramente visibles y medibles, como son:
Contusiones.
Hematomas.
Traumatismos.
Heridas.
Daño ocular.
Fibromialgia.
Dolores musculoesqueléticos (dolor crónico de cuello o espalda, artritis
reumatoide, artrosis…).
Quejas somáticas.
Dificultades respiratorias.
Obesidad severa.
Trastornos neurológicos (tartamudeo incipiente, pérdida de audición,
problemas de vista, dolores de cabeza y migrañas, mareos…).
Molestias gastrointestinales (diarrea, estreñimiento, dispepsia, vómitos, dolor
abdominal, síndrome de colon irritable…).
Complicaciones cardiovasculares (infarto, angina de pecho, etc.).
Trastornos inmunológicos.
73
Alopecia.
“El otro día fui al fisioterapeuta, me dijo que tenía los músculos de la cabeza totalmente
contraídos, me preguntó si tenía problemas digestivos… por lo visto, el nervio vago de alguna
manera conecta con mi intestino, me dijo que eso le pasa a mujeres que han estado en una
situación complicada desde la infancia… todo tiene conexión…”.
“Cuando voy a casa de mis padres soy incapaz de ir al baño… en Madrid soy como un
reloj (en la casa de sus padres fue el lugar donde se produjeron los abusos)”.
La violencia hacia las mujeres también puede conllevar importantes efectos para la
salud sexual y reproductiva, siendo algunas de las más destacadas: el embarazo no
deseado, la pérdida de deseo sexual, los trastornos menstruales, infecciones urinarias,
enfermedades de transmisión sexual e interrupción del embarazo debido a los fuertes
golpes recibidos.
“Cuando me quedé embarazada, mi marido me decía que tenía que ser un niño, porque si
era niña no iba a quererla. El parto tuvo que ser a través de cesárea debido a las palizas que me
pegaba”.
“Fue una sensación muy rara, yo creo que me drogó porque con dos cervezas yo no
pierdo la conciencia… al día siguiente tuve muchos dolores en los genitales y en la zona del
ano… pensaba que algo me había pasado esa noche… no iba al médico por miedo”.
“Acabas sintiéndote como un sumidero… nada más. Y me siento así todavía. Creo que esa
parte de mí está cerrada para siempre. Cerrada a cal y canto”.
A finales de los años setenta, en los que cientos de miles de veteranos de Vietnam
sufrieron serios problemas psiquiátricos, se formuló un nuevo diagnóstico, el Trastorno
de Estrés Postraumático (TEPT), para intentar recoger la psicopatología que presentaban
e incluirla en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III)
(American Psiquiatric Asociation, 1980).
En esta época, la literatura disponible sobre la “neurosis traumática” era insuficiente
para poder guiar los criterios de formulación del diagnóstico. Debido a ello, el comité del
DSM-III tuvo que basarse en las descripciones clínicas de la neurosis de la guerra, en
concreto a las realizadas por Kardiner (1941), los estudios de Horowitz, Wilner y
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Kaltreider (1980), en víctimas de quemaduras (Andreasen y Norris, 1972) y en veteranos
de Vietnam (Shatan, Smith y Haley, 1977), para llegar a un criterio y un diagnóstico
fiables. A pesar de estos modestos comienzos, el TEPT supuso un constructo diagnóstico
muy útil e interesante con una amplia aplicación a diferentes poblaciones de víctimas,
con su propia neurobiología y terapéutica (van der Kolk, Roth, Pelcovitz, Sunday y
Spinazzola, 2005).
A) Síndromes específicos
“Pero cuando estás dentro, no es que seas feliz, pero tú te creas tu felicidad, te creas tu
mundo para que la gente no vea lo que está dentro de la casa. Al crearte tu felicidad, aunque no
exista, tienes que mantenerla, tienes que camuflar lo que está pasando, como crearte tu mundo,
y en ese mundo eres feliz”.
Cuadros clínicos
75
“Me quiero matar, no acabo de ver bien las cosas, estoy mal, no quiero pensar en lo que ha
pasado, quiero olvidarlo todo, pero no puedo; quiero pasar página, pero cada día tengo más
recuerdos de las palizas que me ha pegado. Ya no lo hace, pero yo no puedo perdonarle. Estoy
descontrolada, desorganizada, ahora parece que solo yo tengo memoria”.
“Apenas puedo pensar. Solamente tengo ganas de estar en la cama y que los días pasen.
Pero no pasan, los días no pasan… Es como si el tiempo no pasara… No sé si me entiendes.
Pero es que, además, no puedo quedarme en la cama…”.
76
trauma en la niñez y adolescencia.
“He perdido mi referencia. No sé cuál es mi límite. He perdido hasta la memoria. No soy capaz
de ordenar las cosas cronológicamente. No puedo dormir, estoy nerviosa, me cuesta respirar…así no
puedo enfrentarme a nada, voy por la calle con miedo a que me dé algo, no puedo vivir así”.
77
de los impulsos – Preocupaciones suicidas
– Dificultades en la modulación de la
implicación en actividades sexuales
– Asunción excesiva de riesgos
– Amnesia
Alteraciones de la atención o la
– Episodios disociativos transitorios y
conciencia
despersonalización
– Sistema digestivo
– Dolor crónico
Somatizaciones – Síntomas cardiopulmonares
– Síntomas conversivos
– Síntomas sexuales
– Ineficacia
– Sensación de daño permanente
– Culpabilización y responsabilidad
Alteraciones de la percepción de sí mismo
– Vergüenza
– “Nadie me puede entender”
– Minimización
– Asumir creencias distorsionadas
Alteraciones en la percepción del – Idealización del perpetrador
perpetrador – Preocupación porque al perpetrador se
le haga daño
– Incapacidad para creer
Alteraciones en la relación con las demás
– Revictimización de sí misma
personas
– Victimización de otras personas
– Desesperanza
Alteraciones en el sistema de significados
– Pérdida de creencias que se tenían
de la vida
previamente
“No sé quién soy, solo pienso en la muerte, cómo hacerlo, cuando… Él se destruye con el
alcohol y me destruye a mí. Cada día tengo miedo de que llegue a casa y ahí sigo, paralizada,
asustada, sin fuerza para salir y sin saber hacia dónde ir. Cuando bebe es terriblemente violento”.
78
Trastorno Límite de la Personalidad y trastornos disociativos
Nos quedarían por plantear dos tipos de trastornos y sintomatología que hemos
encontrado con mucha frecuencia en la intervención con mujeres víctimas de violencia
de género, pero que entendemos que exceden el objetivo de este texto. Por ello hacemos
mención aparte del trastorno límite de la personalidad y del trastorno disociativo y los
síntomas disociativos. Nos limitaremos a exponer la definición de cada uno de ellos.
El trastorno límite de la personalidad (American Psychiatric Association, 1994) es
un patrón general de inestabilidad en las relaciones interpersonales, la autoimagen y la
efectividad, y una notable impulsividad, que comienzan al principio de la edad adulta y se
da en diversos contextos, como lo indican cinco (o más) de los siguientes criterios:
79
Una característica esencial de los trastornos disociativos consiste en una alteración
de las funciones integradoras de la conciencia, la identidad, la memoria y la percepción
del entorno. Esta alteración puede ser repentina o gradual, transitoria o crónica.
“Y hay ahí un pequeño espacio entre que estábamos discutiendo y el momento del golpe,
que se me ha borrado de la cabeza, no sé exactamente qué es lo que ocurrió, un pequeño
espacio que está en blanco, que no recuerdo, no recuerdo qué fue lo que dijo o lo que dije, lo
que pasó… y se produjo el golpe”.
“En ocasiones llegaba a lugares que no conocía y no sabía cómo había llegado hasta allí.
Llegué a pensar que tenía un alzhéimer precoz…”.
80
daño sufrido por la mujer y que mayores dificultades para la identificación plantea en la
intervención, Kluft (1987) describe una serie de signos de Trastorno de Identidad
Disociativa (TID) entre pacientes psiquiátricos:
Como hemos dicho anteriormente, la violencia atraviesa la vida de las mujeres y provoca
efectos en todos los ámbitos en que esta se desenvuelve.
Algunas de las consecuencias sociales que observamos son:
81
“Él me repetía constantemente “nunca te voy a dejar y, si por cualquier circunstancia nos
separamos, no te dejaré sola”. Ahora estoy con una orden de protección, con mi hijo, pero él no
me pasa la pensión y no puedo pagar ni la luz. Cada día me levanto y siento que, haga lo que
haga, todo me sale mal, no sé qué voy a hacer ni cómo voy a vivir… ¿Tendré trabajo? ¿Podré
mantener la casa?”.
“Cuando lo conocí todo lo que él tenía eran deudas, yo tenía mi coche, mi casa… Después
de 9 años él tiene una empresa en la que hemos trabajado juntos y todo está a su nombre, yo no
tengo nada al mío, solo la hipoteca de la casa. Ahora que quiero separarme, no tengo ni coche ni
casa, ahora la que tiene deudas soy yo”.
Con respecto al último punto, el aislamiento social, tiene una doble perspectiva. Por
un lado, el aislamiento al que el agresor somete a la víctima, privándola de todo contacto
social, y, por tanto, de toda posibilidad de recibir ayuda, a la vez que le impide tener otra
valoración distinta de la que obtiene de su agresor.
“Todos los problemas venían porque yo no hacía lo que él decía, yo no era obediente, yo
le llevaba siempre la contraria aposta… desde luego, yo no podía tener vida social alguna… mi
vida era él”.
“Él es muy despreciativo, si pudiera irme me iría, no puedo dormir, me encuentro muy
nerviosa, en tensión constante, no me deja salir de casa, me dice: “el día que te vayas echo el
cerrojo y no sales”. Vivo amargada, no puedo hacer nada, dependo de él para vivir, me tendría
que ir a vivir a la calle, a mis hijos no les puedo meter en esto”.
Una realidad social emerge cuando una mujer decide separarse de la persona que la
maltrata y enfrentar su vida de manera independiente. A partir de este momento los
recursos económicos pasan a ocupar un lugar central, son los que van a determinar si la
decisión de vivir fuera de su relación de pareja y obtener independencia económica va
ser posible. Aquí las posibilidades están determinadas por tener o no tener trabajo
remunerado. En el primer caso, la mujer puede plantearse enfrentar una nueva vida; en
el segundo la situación es diferente, aquí empieza otra realidad más difícil.
82
el segundo la situación es diferente, aquí empieza otra realidad más difícil.
“… yo aguantaba tanto para que él me quisiera… Yo no sabía qué hacer, aunque me fui dando cuenta,
poco a poco, pero no tenía apoyo de ningún tipo y… que le quería. Si, fíjate, querer a una persona
así…”.
“No sé lo que siento por él… me ignora. Sé que no me quiere, pero no se va de casa. No
me habla, llevo dos años esperando una explicación, que me diga algo, necesito que me diga lo
que piensa, así no puedo vivir. No tengo trabajo, no puedo pensar en marcharme, él me dice que
no me va a dar ni un euro, que si quiero irme, que me vaya. Tengo 54 años y no puedo
marcharme a ninguna parte ni voy a encontrar trabajo”.
Muchas veces las mujeres que sufren o han sufrido violencia a manos de su pareja o
expareja se comportan de maneras difíciles de comprender para quienes no están
familiarizados con estas situaciones. En ocasiones, su conducta escapa de la lógica
habitual, o contraviene la lógica “esperable” en una situación de maltrato. Es decir, o no
se comprenden las manifestaciones observables en la mujer (y entonces muy
frecuentemente, se malinterpretan y se les otorgan falsas atribuciones), o lo que
observamos en las mujeres no encaja con la idea estereotipada de cómo debe ser una
mujer maltratada.
Ejemplos de lo anterior pueden darse en mujeres que afirman estar enamoradas de
sus compañeros, a la vez que son severamente maltratadas, o mujeres con un alto nivel
cultural y social, con apariencia fuerte y decidida, pero sometidas a maltrato.
83
género como un problema individual. Por lo tanto, muchas de las conductas paradójicas que
apreciamos en las mujeres víctimas de violencia se atribuyen a este hecho, en definitiva, se
culpa a la mujer de su situación.
Habitualmente, son dos los aspectos que más llaman la atención en el encuentro con
una mujer maltratada, su estilo de comportamiento y sus sentimientos hacia el agresor.
Como hemos visto, puede resultar paradójico o no encajar la idea previa que tenemos de
una mujer maltratada. Parte de su conducta observable puede responder a los
mecanismos de defensa con los que se enfrenta a las situaciones y a la angustia, o
responder a los efectos del maltrato (Romero, 2010).
2. Puede negar la evidencia para afrontar la angustia, utilizando toda una gama de
mecanismos de defensa para protegerse, al igual que hacemos todos los seres
humanos, por ejemplo:
“Mi familia me decía que cómo aguantaba eso, pero a mí me parecía que no era para
tanto”.
“Yo pensaba que él quería explicarme y enseñarme cómo tenía que hacer las cosas”.
“Yo siempre pensaba que por su trabajo, como trabajaba en una cárcel, tenía mucha
84
problema).
“Yo siempre pensaba que por su trabajo, como trabajaba en una cárcel, tenía mucha
tensión”.
“Esas cosas que has olvidado las tienes ahí y no las quieres volver a ver, porque no las
quieres recordar”.
“Me costó mucho aceptar que lo que estaba viviendo era una situación de maltrato”.
“¿Crees que lo que me ha pasado es tan grave como para necesitar tratamiento?”.
85
que no es coherente con su relato, y que puede hacernos dudar del mismo.
b) Puede estar inundada emocionalmente, o manifestarse absolutamente fría e
inhibida.
c) Puede mostrarse de forma disociada, caótica e incongruente, generando
respuestas extremas en el profesional, llevándole a realizar diagnósticos
equivocados.
“Por decirle a mi marido que os estaba viendo, me dice que va a tramitar la separación,
que me va a dejar en la calle y va a pedir la custodia de mi hijo, y yo no tengo donde caerme
muerta… ¡Y todo por vosotras!”.
“No he venido porque no me acordaba de cuándo tenía cita contigo, tengo tanto lío… la
verdad es que ahora me viene fatal venir…”.
“Nunca me ha ayudado nadie, no entiendo por qué me decís que denuncie si después no
hacéis nada, yo tengo que demostrarlo todo y si no, nada. No me habéis ayudado con este ni
tampoco en el otro, siempre lo mismo”.
“Tú también me vas a abandonar como lo ha hecho todo el mundo, este caso se te ha
hecho demasiado grande…”.
“Si es que no sé cómo contarte, total, pues yo que sé, si quieres pregúntame, que yo te
voy diciendo”.
86
voy diciendo”.
“Me siento como un vaso de agua del que todo el mundo bebe”.
87
Pueden unirse a más de un hombre maltratador, cayendo en otras relaciones de
abuso, sin posibilidad de protegerse en las relaciones íntimas.
Mantiene la ilusión en relación a la constitución de una pareja estable que
consolide la formación de una familia. Este supuesto llevaría a la mujer a
querer cumplir su deseo de mantener unida a la familia sobre su propio
bienestar.
Como conclusión y en respuesta al por qué una mujer maltratada permanece en la relación
abusiva, encontramos las siguientes razones que nos pueden ayudar a comprender:
88
aprendida, o la persuasión coercitiva hacen referencia fundamentalmente al estado
caótico y parálisis que provocan la arbitrariedad y el reforzamiento intermitente, que
sume a la mujer en el desconcierto y la confusión. Así como la invisibilidad y la
naturalización del maltrato y la habituación al mismo.
El miedo y otras emociones: el miedo basta por sí solo para mantener a una mujer bajo
control. Otras emociones que la mantienen atrapada son: la culpa, la vergüenza, el
enamoramiento, la apatía, la indefensión, la pérdida de esperanza, la tristeza y el dolor.
Las dificultades sociales: los procesos judiciales, la dependencia económica, la falta de
red de apoyo, que no facilitan la decisión de una mujer de abandonar la relación
violenta.
89
3
La intervención psicológica con mujeres
víctimas de violencia de género
Cuando nos planteamos una intervención psicológica, son varios los aspectos que
necesitamos tener en cuenta. El primero de esos aspectos lo constituye el marco teórico
del que partimos, desde el que se desprende una determinada metodología de
intervención. Sin embargo, a lo largo de nuestra práctica hemos observado que a la hora
de trabajar con una mujer víctima de violencia de género, son otras las prioridades que
debemos tomar en consideración si no queremos equivocar nuestra intervención.
En principio, realizaremos una breve reseña de algunos modelos de psicoterapia para
mujeres víctimas de malos tratos que, a nuestro juicio, reúnen de manera más completa
las aportaciones necesarias para la intervención en este campo. Estos modelos tienen
como referencia las teorías del trauma y de los estudios de género. Remitimos a la
bibliografía para profundizar en estos modelos de intervención. De acuerdo con Bosch,
Ferrer y Alzamora (2005), en nuestro entorno más cercano están vigentes otros modelos,
que constituyen un ejemplo de la aplicación de la psicoterapia tradicional al problema de
la violencia contra las mujeres, pero sin introducir los matices derivados de las propias
características del problema y sin contemplar la perspectiva de género. Queremos, no
90
obstante, resaltar la utilidad de algunas de sus técnicas.
Las propuestas de intervención en las que vamos a detenernos se centran en
desarrollar las potencialidades de las mujeres y tienen como meta final ayudarlas a que
recuperen el control de sus vidas y a desarrollar estrategias que las sitúen en una posición
de mayor poder, autonomía y confianza en sí mismas.
Según la mayoría de las autoras, los elementos que garantizarían la eficacia y calidad
de las intervenciones psicoterapéuticas en violencia de género, situarían como objetivos
básicos:
La seguridad de la mujer.
Su empoderamiento y la reducción de síntomas.
Retomar el control de su vida.
La seguridad de la mujer.
Su empoderamiento.
La validación de sus sentimientos.
El énfasis en sus fortalezas.
La ampliación de sus alternativas.
La reducción de los síntomas postraumáticos.
Entender la opresión de género.
Tomar las propias decisiones.
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memoria traumática. El trauma trae consigo una pérdida: el duelo es la labor
más necesaria, y al mismo tiempo más temida de la recuperación.
3. Reconexión: reconexión consigo misma, con las demás personas y con el
mundo, así como con la relación terapéutica, con el objetivo de construirse una
vida nueva.
Romero (2010, 2011b) aborda aspectos conceptuales que tienen más que ver con la
actitud frente a la violencia, los objetivos de la intervención y la posición en la que se
coloca el profesional, y que serán los que determinen una actuación no revictimizante
con la mujer.
Conocer las especificidades de las víctimas de la violencia de género, sus
92
condicionantes, el origen estructural y naturalizado de ese tipo de violencia, el
cuestionamiento del profesional en cuanto a sus actitudes, sus creencias, sus prejuicios, la
capacidad de establecer un vínculo contenedor, el contemplar como objetivo la seguridad
y el empoderamiento de la mujer, son aspectos que van a garantizar la buena práctica en
intervenciones con mujeres maltratadas. Siempre y cuando se tengan en cuenta estos
aspectos, será menos decisivo el marco teórico, ya que cualquier aporte desde la técnica
puede resultar provechoso. Los aspectos a tener en cuenta son los siguientes:
A) Perspectiva de género
B) Desnaturalización de la violencia
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prejuicios y los diagnósticos erróneos de las mujeres.
D) Especialización profesional
F) La seguridad
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victimización institucional, será una garantía para su seguridad y recuperación.
Según este modelo, los objetivos de la recuperación serían:
a) Detener la violencia.
b) Desvelar la violencia invisible.
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Las técnicas a utilizar en la recuperación de las mujeres víctimas de la violencia de
género irán encaminadas a la consecución de los objetivos y estarán secuenciadas en
función de las fases de la intervención. Estas técnicas pueden ser muy variadas y
dependerán en gran medida de la orientación teórica y formación de cada profesional.
Cualquier aporte de las técnicas puede ser útil siempre que estén centradas en conseguir
estos objetivos. Debemos evaluar cada caso de manera concreta para poder hacer un
diseño de intervención individualizado, adecuado a las características de cada mujer y a
cada momento de su proceso. Todas las técnicas pueden ser útiles, pero no hay que
aplicar todas en todos los casos. Estas técnicas pueden proceder de ámbitos tan dispares
como la neuropsicología o la teoría feminista, por mencionar solo dos de ellas.
96
El vínculo en la relación terapéutica es la relación emocional que se establece entre
la mujer y el profesional. El trabajo con el vínculo constituye la base sobre la cual podrá
asegurarse el curso del tratamiento.
En el caso de las mujeres víctimas de la violencia de género, el establecimiento del
vínculo es especialmente importante por varios motivos. La mujer víctima de violencia
ha sufrido en primer lugar un ataque a su sentimiento de confianza: la persona que debía
quererla y cuidarla es quien más le ha dañado y eso ha quebrado su confianza en los
seres humanos. Esto afectará también al vínculo terapéutico y planteará dificultades. Por
otro lado, es especialmente importante ya que probablemente, esta será la primera o
única oportunidad que tiene la mujer de establecer un vínculo saludable, otra forma de
ver la realidad, de entrever que otra forma de vida es posible.
La terapia es una oportunidad de construir una relación de apego seguro, es decir,
construir esa vinculación mostrando interés, empatía, aceptación, apoyo incondicional,
veracidad en la relación y capacidad de contención y de establecimiento de límites.
Además, el vínculo terapéutico que se establece con una mujer víctima de la
violencia de género es especialmente sensible y complejo. A lo largo del tratamiento
puede sufrir muchas vicisitudes, algo a lo que habrá que prestar atención.
La relación terapéutica que establecemos con una mujer víctima de violencia de
género tiene como objetivo que esta confíe y se sienta segura con su terapeuta, que
pueda percibirlo como alguien con motivaciones claras y benignas con quien establecer
una relación de confianza. También es importante que sienta que está de su lado, es
decir, que demuestre un claro posicionamiento contra la violencia, que le transmita que
ninguna forma de violencia es legítima ni tolerable. Por otro lado, la relación terapéutica
que se establezca será especialmente cuidadosa, no solo para evitar la retraumatización
de la mujer, sino para generar en el espacio terapéutico un clima de cuidados, de ética del
buen trato, de calidez, que serán el marco referencial en el que la mujer que ha sido
victimizada podrá vivir una experiencia correctora.
Este primer contacto emocional inicial de establecimiento del vínculo es una fase
especialmente delicada y especialmente importante; si no se establece adecuadamente, no
será posible avanzar más en el tratamiento. El vínculo terapéutico será el termómetro que
nos indicará la salud del curso de la intervención, por lo que habrá que prestarle una
atención constante. La finalidad consiste en que la mujer pueda confiar, sentirse libre,
validada y acogida, en un espacio seguro. Solo así podrá recorrer un camino difícil de
recuperación que le va a causar inevitablemente mucho dolor.
La creación de un vínculo seguro y contenedor tiene por objetivo evitar la
retraumatización de la mujer. Por eso es necesario conocer su especificidad para evitar
intervenciones equivocadas, además de proporcionar un entorno seguro.
El vínculo puede oscilar a lo largo de unos ejes en tensión, que se moverían entre
97
estos extremos (Nieto y Mingote, 2010):
98
depositan en los profesionales, en ocasiones son tan irreales e inalcanzables
que no permiten el trabajo, sobre todo porque no podemos olvidar que el
objetivo de la terapia es que alcancen autonomía, autoestima y autoconfianza.
Dependencia/independencia. Debemos analizar y diferenciar muy bien con la
mujer lo que ha supuesto su dependencia con quienes le han maltratado y
construir con ella una dependencia “sana” que promueva el crecimiento y que
no reedite la dependencia patológica que mantuvo con quien le dañó.
Estados fusionales/rechazo y separación. La angustia tanto de la paciente
como del terapeuta, nos puede llevar a no mantener un equilibrio adecuado,
una distancia emocional. Ambos extremos del vínculo paralizarán la
intervención y aumentarán la angustia.
Empatía/victimismo. Es importante trabajar con empatía y, al comienzo de la
intervención, reconocer a la mujer como víctima, pero el victimismo provoca
incapacitación. Después de examinar el daño, hay que comenzar la labor de
reparación, conseguir que se conviertan primero en supervivientes, para
finalmente, ser mujeres vivientes con una situación traumática.
Lo que se pretende en esta fase inicial es:
Sentar las bases de un buen contacto emocional que permita que avance el
tratamiento: generar confianza.
Aliviar el sufrimiento.
Facilitar la expresión emocional.
Evitar la cronificación.
El primer paso para iniciar un tratamiento con una mujer víctima de violencia de género,
consiste en establecer un buen vínculo terapéutico en el que ella pueda confiar, sentirse
segura y acogida. Solo en este clima cuidadoso podrá explorar aspectos de su experiencia que
le resultarán dolorosos.
“Buenas tardes J. Hoy es nuestro primer día, la trabajadora social del centro me ha
hablado de tu caso… hoy vamos a conocernos, te voy a explicar cuál es mi labor en el
centro y cómo trabajo… pero sobre todo me interesa saber por qué has pedido apoyo
desde el área psicológica… saber qué necesitas, cómo te puedo ayudar… no hay prisa,
poco a poco, puede que este lugar sea nuevo para ti y sea la primera vez que buscas
apoyo psicológico… Cuéntame…”.
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Al igual que la mujer víctima de la violencia de género ha sufrido un largo proceso, en el
que se ha ido instalando poco a poco la violencia en su relación y ha ido pasando por
distintas fases, de la misma manera tendrá que pasar por todo un complejo proceso para
desprenderse de la violencia, para desembarazarse de todo aquello que la mantiene
atrapada. En este proceso, la mujer va pasando por distintas fases en cuanto al
reconocimiento del maltrato y la toma de conciencia, con respecto a sus recursos y
fortalezas, con respecto a su capacidad de tomar decisiones, a sus sentimientos y a su
capacidad de poder evocar sus recuerdos dolorosos. Que la mujer y el o la profesional
que la apoya identifique en qué momento y fase se encuentra, facilitará la puesta en
marcha de una serie de herramientas que la animarán a romper con su situación y
superar sus vivencias anteriores.
En este sentido, resulta útil tener en cuenta el modelo de fases de cambio de
Prochaska y Di Clemente (1982). Este modelo plantea las siguientes fases por las que
pasa una mujer en el proceso de toma de conciencia de una relación abusiva:
100
vuelva a estadios anteriores. Aquí es fundamental el apoyo incondicional de su
entorno y de los profesionales, no interpretando esta fase como un fracaso sino
como otro momento del proceso de cambio.
“Después de muchos años he pedido ayuda, no podía más, no podía soportar esto sola más
tiempo… un ex novio me ha ayudado a buscar el nombre del centro. ha sido muy duro, durante muchos
años he hecho como si esto nunca hubiese pasado… me han pasado muchas cosas, pero ahora necesito
apoyo, no lo puedo llevar sola”.
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específicas de la violencia de género que pueden emplearse en este proceso, priorizando
por supuesto la información obtenida en una profunda entrevista clínica. Dejamos fuera
la evaluación de otros síntomas comunes como son la autoestima, trastornos de ansiedad,
trastornos de ánimo, que por supuesto tendrán que ser tenidos en cuenta.
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tipos clínicos (Orengo, 2003).
5. Evaluación de sintomatología – Entrevista Estructurada para el Trastorno por
de estrés postraumático complejo Estrés Extremo. SIDES-R (Pelcovitz, van der
(trastorno por estrés extremo) Kolk, Roth, Mandel, Kaplan y Resik, 1997).
6. Evaluación de síntomas – Inventario Multidimensional de Disociación.
disociativos MID (Dell, 2002; 2006).
a) Darse cuenta. El objetivo es que la mujer pueda tomar contacto con sus
emociones, así como establecer un lugar seguro.
• Reconstrucción de su historia.
• Transformación del recuerdo traumático.
c) Duelo y pérdida. Aceptación del final de una relación donde depositó unas
expectativas que resultaron frustradas. Es una fase muy dolorosa e
imprescindible para la recuperación.
d) Reconexión con la vida. Volver a vivir, reconstruir la vida, resignificarse.
A lo largo del proceso iremos atendiendo al foco terapéutico, es decir, a aquello que
la mujer va presentando en el aquí y el ahora. Así, trabajaremos por un lado sobre las
circunstancias cotidianas que son las que le preocupan a diario y que van interfiriendo en
su recuperación, y por otro, nos ocuparemos de los distintos síntomas que van
103
apareciendo: tristeza, ansiedad, daños en la autoestima…
Utilizamos estas fases en la intervención basadas en el modelo de Herman (1992) al
considerar que recogen de la manera más clara y descriptiva el proceso de cambio y
recuperación de una mujer maltratada.
A) Darse cuenta
De forma transversal, a lo largo de esta etapa haremos una valoración del riesgo que
sufre la mujer y las personas de su entorno intentando disminuir el peligro. Exponemos a
continuación un cuestionario de señales de alerta (Lasheras y Pires, 2003).
La presencia de por lo menos tres o más de estos factores indica un alto riesgo de
muerte:
104
El autor de actos violentos sabe que la mujer ha recurrido a una ayuda exterior
para poner fin a la violencia.
Dice que no puede vivir sin ella, le sigue y le acosa incluso después de la
separación.
La mujer ya ha denunciado lesiones graves o muy graves.
El hombre tiene armas en la casa (especialmente armas de fuego) fácilmente
accesibles.
El autor de los malos tratos ha amenazado a los amigos y amigas y parientes de
la mujer.
“He estado tanto tiempo callada que ahora necesito salir al mundo y contar todo lo que he
vivido”.
Tras consensuar y definir con la mujer víctima de violencia de género cuáles son los
objetivos de la intervención, iniciamos esta fase explicando a través de un sencillo
esquema gráfico qué le ha sucedido, cómo y por qué se ha podido mantener en esta
situación, sin manejar excesiva terminología clínica. Proponemos utilizar la dinámica de
la telaraña de abuso en la relación de pareja (Soria, 2009, 2012).
La telaraña de abuso es una herramienta conceptual y metodológica que describe,
con bastante claridad y contundencia, la experiencia de cautividad en la que se
encuentran muchas mujeres en sus relaciones de pareja, así como su fuerza y propósito.
Permite hacer visible la interrelación de los componentes del abuso y la dinámica de
105
poder generada, simbolizando la intensidad e inmensidad del terror que viven a lo largo
de su relación. Las mujeres maltratadas se sienten aprisionadas y retenidas en una
situación que amenaza con destruir su integridad física y psicológica, sin que puedan
hacer nada por escapar ni por controlar lo que está ocurriendo, “perdiendo trozos de sus
alas” en cada movimiento.
Cada una de estas mujeres se encuentra bajo el sometimiento y control absoluto de
otra persona (el maltratador) que, a su vez, también depende de ella. Además de que los
componentes por separado son terriblemente destructivos, lo que les otorga el poder de
mantener a las mujeres atrapadas en la relación, es la manera en que se interconectan.
Igual que en una telaraña todos estos elementos están entrelazados: las estrategias de
control coercitivo, las diferentes formas de maltrato y el daño psicológico consecuente.
Ningún hilo debe considerarse aislado sin el soporte y refuerzo de los demás y, dentro de
esta estructura, la lucha por el cambio es bastante difícil. El elemento común de las
diversas formas de maltrato es que todas están dirigidas a que la mujer no pueda huir y a
mantenerla capturada en la relación.
“Me obligaba a beber como él, a salir como él, y mis cuñadas me decían que tenía que seguirle, que
para eso era mi marido…”.
“Cuando decidí presentarme a las oposiciones se enfadó porque decía que fuera realista, que iba a
perder el tiempo, que no podría conseguirlo nunca… Fueron tiempos horribles. No me dejaba estudiar, me
hacía sentir culpable por no ocuparme de mi hijos como se merecían. También me puso difícil los días
previos a los exámenes. No quiso encargarse de mis hijos ni que los cuidaran mis padres esos días, así que
tuve que encargarme yo… Cuando aprobé las oposiciones no quiso celebrarlo porque decía que era una
bobada y que no tenía tanto mérito…”.
“Nunca hemos entrado al cine a ver una película que haya dicho yo. En cuanto a los libros, se
empeñaba en que leyera lo que él compraba. Los que cogía yo en la biblioteca (raramente me compraba yo
libros o música) eran una mierda, lectura para mujeres o para analfabetos. Los escritores eran buenos o
malos según le gustaban a él. Me tiró algunos CD porque decía que esas mariconadas no entraban en su
106
casa”.
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Resulta importante señalar que el movimiento para salir de la telaraña de abuso no
es lineal sino en espiral, y existen múltiples avances y retrocesos en el proceso. Cuando
las mujeres sienten que sus parejas tienen más poder y ejercen más control sobre sus
vidas, se mueven hacia adentro de la telaraña, donde los espacios entre los hilos son muy
pequeños y, por lo tanto, donde esta se vuelve más intrincada y tupida. Por ello, las
mujeres que se desplazan hacia el centro tienen menos posibilidades de escapar y a cada
movimiento aumenta la probabilidad de enmarañarse.
A medida que se avanza hacia fuera, en cambio, el espacio entre los hilos crece, y
aquí ganan más libertad para moverse, para ver más allá de la telaraña, para poder
encontrar la salida. En el borde de la telaraña hay más espacios abiertos que filamentos
pegajosos, lo cual ofrece a las mujeres maltratadas más ocasiones de usar su energía para
evadirse de la trampa y ya no sucede que cada movimiento que hacen las retenga con
más fuerza. Pero a semejanza de una mariposa atrapada en una telaraña, una mujer
maltratada puede en cualquier momento sufrir un ataque fatal por más cerca que esté de
la salida. De hecho, mientras permanezca en la relación, e incluso después de
abandonarla, el riesgo de ser destruida es siempre un elemento de su experiencia. A
través de este esquema gráfico, la mujer puede empezar a comprender la dificultad de
todas las mujeres maltratadas para salir de la espiral de violencia.
“Ahora soy incapaz de discernir cuanto de mí hay mío. No sé si lo que siento o lo que pienso me
pertenece o es lo que me decía él que tenía que sentir o pensar o por qué lo pienso”.
Uno de los objetivos prioritarios que la mujer suele plantear es entender por qué ha
sido víctima de una situación de violencia de género. Siguiendo estas líneas y el modelo
de la dinámica de la telaraña de abuso en la relación de pareja (Soria, 2009, 2012), el
proceso tendría los siguientes pasos:
“Mi padre me decía que todos los hombres quieren a las mujeres para dejarlas
113
embarazadas, y que no hay ningún método anticonceptivo que funcione… y yo le creía… Ahora
me doy cuenta de que no es así”.
“Desde que le conocí me cautivó, sabía envolverte: seductor, buena comunicación, buen
discurso, un pico de oro… Todo empezó a ir muy rápido. Él iba rápido, tanto que no me daba
tiempo para darme cuenta de lo que estaba pasando. Yo no estaba preparada para tener una
relación y no sé cómo ha pasado, en dos meses ya estaba en mi casa viviendo. Me dejé llevar y
cuando quise parar estaba metida hasta dentro”.
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Figura 3.1. La dinámica de la telaraña de abuso en la relación de pareja (Soria, 2009, 2012).
“Me he estado autodestruyendo todos estos años. No habré caído en drogas o alcohol o
prostitución, pero me he hecho tanto daño, tanto…”.
“No veo alegría en mi vida. No me abro a nadie, me siento el patito feo. Me acostumbré a que él
hiciera conmigo lo que quería. Todavía no entiendo cómo ha podido hacerme esto”.
En la figura 3.1 pretendemos explicar de forma esquemática cómo podría ser este
proceso con algunos ejemplos significativos.
115
género. Es importante poner nombre a las emociones, y también darles un
nuevo significado. Llegar a entender cómo las emociones son generadas o
potenciadas por el propio proceso de maltrato, y poder reconocer el por qué, el
para qué y el cómo de las emociones resulta fundamental en esta fase del
proceso terapéutico. El miedo es una reacción de defensa ante acontecimientos
peligrosos que permite protegerse (huyendo, defendiéndose o paralizándose) y
ser prudente. La tristeza es un modo de pararse a pensar sobre las pérdidas
para poder adaptarse a vivir sin lo perdido. La indignación es una emoción
comprensible ante la invasión de los límites personales, que ayuda a defender
esas barreras. El asco es la posibilidad de alejarse de elementos tóxicos, que
pueden resultar dañinos. En este sentido, el modelo cognitivo de las emociones
(Ortony, Clore y Collins, 1996) proporciona claves muy interesantes para este
aspecto de la terapia.
Dar un fundamento biológico y resignificar los síntomas traumáticos. Las
mujeres maltratadas no se sienten a salvo dentro de su cuerpo. Sus
pensamientos también parecen estar fuera de su control. Por eso, resignificar
los síntomas como respuestas normales ante situaciones anormales es de gran
utilidad (Pérez-Sales, 2006). Los síntomas intrusivos (flashbacks, pesadillas,
rumiaciones…) pueden reinterpretarse como un intento de dar sentido a la
experiencia, como un intento del cerebro de asimilar lo ocurrido, de buscar un
final a la película o de encontrar una explicación razonable. Los síntomas de
hiperactivación se pueden reinterpretar como la necesidad de seguir alerta
frente al peligro, vigilante a las amenazas. Es una actitud del cuerpo agotadora
pero que protege. También sirve para seguir “manteniendo la guardia” aunque
el peligro haya pasado.
Los síntomas de anestesia emocional o de extrañeza pueden reinterpretarse
como intentos de la mente por desconectarse de la realidad, de poner un poco
de distancia respecto al mundo y darse un tiempo muerto de respiro y
recuperación. Intentar evitar situaciones puede reinterpretarse como un modo
de protegerse, de permitirse ir afrontando lentamente las cosas, de dosificar el
dolor para poder digerirlo poco a poco.
Legitimar y validar las emociones. Sean cuales sean, reforzar el derecho a
sentir lo que se está sintiendo, sin emitir un juicio de valor al respecto, con el
objetivo de que se permita expresar algo que hasta ahora es probable que no
haya sido capaz de hacer.
116
El control del cuerpo es una premisa básica para establecer la seguridad. Los temas
relativos a la integridad física incluyen la atención a las necesidades básicas de la salud, la
regulación de las funciones corporales como el sueño, la alimentación, el descanso y el
ejercicio, y el manejo de los síntomas. En ocasiones, el control del cuerpo comienza con
el cuidado y la revisión médica de los daños que haya podido sufrir durante años.
Conectar con su respiración, pasear por la naturaleza, encontrar pequeños placeres y
regalos, son algunos comportamientos que muchas mujeres maltratadas tienen que
empezar a realizar para tomar conciencia de sus necesidades y deseos.
“A raíz de los abusos dejé de comer, rechazaba mi cuerpo, me daba asco, me sentía sucia… así
ningún hombre se quería acercar a mí… ahora me estoy cuidando más, no siento culpa si algún día me
paso con la comida”.
Es necesario hacer una minuciosa revisión de sus relaciones más importantes, en las
que cada una de ellas se valore como una fuente de protección, de apoyo emocional, de
ayuda práctica, o también como un foco potencial de peligro.
La organización de un entorno seguro implica diseñar un plan de protección en el
futuro, determinar el grado de peligro y decidir qué tipo de precaución es necesario.
Proporcionar sencillas pautas con respecto a sus hijos resulta muy útil. Se puede hablar
de las consecuencias de la exposición a la violencia en sus menores, pero también de las
posibilidades de cambio y recuperación.
Quizá emerjan algunos temas familiares que habían sido negados o ignorados y que
pueden suponer un gran número de problemas. La utilización del genograma en este
momento puede resultar de gran ayuda, tanto como identificar y poner nombre a su estilo
de apego.
Podemos concluir a modo de reflexión que el fin último de esta primera fase es
restablecer el control mediante la comprensión de sus emociones y de la situación que ha
vivido, comenzar a entender el por qué de su comportamiento y el contexto que le rodea.
De esta manera vamos a favorecer la modificación del campo de conciencia y de
actuación de la mujer porque se encuentra muy limitado.
Tal y como recoge Lorente (2001), la mujer víctima de violencia de género
desarrolla la personalidad bonsái. Esta personalidad explica una situación paradójica: el
agresor va cortando los lazos de la mujer con el mundo exterior, y ella va quedando
recluida en el hogar, que es el escenario donde sufre las agresiones, pero también donde
recibe las pequeñas dosis de cariño que le brinda el agresor durante la fase de afecto. Tal
como a un bonsái, el agresor va “podando” sistemáticamente cualquier iniciativa que
tome la mujer y que le ayude a crecer o enriquecerse, pero es él mismo quien va regando
y aportándole las pocas manifestaciones de afecto que recibe, por lo que la mujer se va
empequeñeciendo, cediendo su poder y permitiendo al hombre llevarla y traerla a
voluntad.
117
B) Construir el relato: integrar la experiencia
1. Reconstrucción de su historia
118
que ir acompañado del recuerdo de la emoción, esto es, qué pensó, qué sintió y qué hizo,
ya que el recuerdo sin emoción no produce resultado. Además, hay que revisar lo que
ha significado la violencia y lo que ha supuesto en su vida.
Es importante animar a la mujer a hablar de sus relaciones significativas, sus ideales
y sueños, de sus luchas y conflictos interiores previos a la historia de violencia. Su idea
del amor, su contexto familiar, los modelos de mujer con los que ha crecido (cómo son y
cómo se vinculan las mujeres de su familia). En definitiva, cuál es su historia familiar.
Para favorecer su orden interno es aconsejable utilizar en esta fase todo tipo de
recursos gráficos (línea de la vida, dibujos, esquemas…) ya que los primeros intentos de
la paciente para desarrollar un lenguaje narrativo pueden estar parcialmente fragmentados
e inconexos. El objetivo final es poner la historia en palabras.
“Poco a poco he podido colocar los trocitos de mi historia. Ahora puedo pensar sobre ello
y no me produce tanto dolor como antes. Ya no me controlan (tanto) los recuerdos”.
“Tengo lagunas mentales grandísimas, no recuerdo tantas cosas, cuándo nos fuimos de
vacaciones y cuándo no, si peleábamos mucho o no, creo que no, pero no estoy segura. Sólo sé
que pasaron en el mundo muchos acontecimientos importantes y que yo no los viví. Estaba
encerrada en mi mente, aunque las llaves de la puerta y el coche siempre las tuve en mis
manos”.
119
exploración de los ya existentes y de ahí van surgiendo otros nuevos de manera
espontánea. Simultáneamente a esta fase, se puede realizar la evaluación psicológica de
las consecuencias del maltrato en la relación de pareja.
Pérez-Sales (2006) subraya cómo el hecho traumático no solamente actúa como
elemento cuestionador de la visión de uno mismo y del mundo, sino que puede
inscribirse como hecho definitorio, como dador de significado. Es decir, la persona, en
su autodefinición, puede incluir el hecho traumático.
El proceso de integración de la experiencia traumática conlleva un reajuste global de
la manera como se conceptualiza a sí misma la persona, intentando recolocar lo vivido.
En ocasiones, la fuerza de este nuevo aspecto de la vida es tal, que anula e invalida otros
que constituyen la identidad de la persona en el futuro.
La identidad de víctima se constituye a partir del momento en que la experiencia
traumática pasa a ser uno de los componentes esenciales de definición de sí misma y en
consecuencia de presentación de sí misma ante las demás personas.
Una identidad centrada en el trauma es un problema cuando se asocia a imágenes de
vulnerabilidad e indefensión; cuando establece sistemas de relación basados en la
dependencia, la compasión o la queja; y cuando impide desarrollar otros aspectos de la
persona.
En este caso, el proceso terapéutico tendrá que permitir el paso progresivo por este
recorrido:
“La diferencia entre estar recuperada o no es que cuando estás en proceso el abuso es tu
vida, mientras que cuando estás recuperada el abuso forma parte de tu vida pero ya no es el eje
central. Cuando estás recuperada es algo secundario y tú eres el presente y lo principal”.
“Hay una parte de mi vida que me permite conectarme con lo bueno del trauma, lo que me
ha hecho crecer… pero hay otra… estoy todo el tiempo chinchando a mi madre, para que entre
120
en ella… son cosas sin cerrar”.
C) Duelo y pérdida
Herman (1992) señala que la mujer no es responsable del daño que se le ha hecho,
pero sí de su recuperación. La aceptación de esta vivencia de injusticia es el punto de
partida para empezar a recuperar el poder. La única manera en que una superviviente
puede tomar el control absoluto de su recuperación es responsabilizarse de ella misma.
La fuerza que la impulsará en su proceso de curación es el amor hacia sí misma, el
descubrimiento de su propio poder para la autoreparación (Batres, 1997).
Trabajar la responsabilidad con las mujeres que han sido víctimas es un tema
especialmente difícil y delicado si no queremos caer en la retraumatización y
121
culpabilización.
Las heridas no se pueden olvidar, pero llega un momento en que ya no ocupan el
primer lugar en su vida. Cuando la acción de contar una historia y cerrar los duelos ha
llegado a su conclusión, la experiencia traumática pertenece al pasado (Herman, 1992).
Para que un tratamiento tenga éxito, para que una mujer se recupere, para que una
vivencia traumática se supere, según Herman (1992) “debería ser posible reconocer un
cambio gradual desde una sensación de peligro impredecible a una seguridad fiable, del
trauma disociado al recuerdo reconocido y del aislamiento estigmatizado a la restauración
de la conexión social”. En este momento es importante asegurarse de que se han
consolidado estas fases terapéuticas.
El objetivo final de la recuperación se centra en la reconstrucción personal que según
Serrano (2011) podría centrarse en:
“Poco a poco vuelvo a ser la de antes, tengo ganas de vivir… he encontrado un nuevo
trabajo, pero quiero terminar mi carrera porque solo me quedan dos asignaturas, y aunque no
ejerza mi profesión, es un reto personal y me hace mucha ilusión cerrarlo. Con mi chico las
cosas van mejor, nos hemos puesto manos a la obra y hemos pedido ayuda para superar las
dificultades que tenemos en nuestra relación. Estamos saliendo hacia delante, por fin…”.
122
en la mujer que quiere ser. Se buscan los aspectos que más valora de sí misma del
tiempo anterior a la violencia, de la propia experiencia de la violencia y del periodo de
recuperación, integrándose todos esos elementos en una nueva identidad. Es fundamental
que reconozca sus fortalezas personales y que trabaje con cada una de ellas (Peterson y
Seligman, 2004; Vázquez y Hervás, 2008, 2009).
En la última fase de la terapia, reconectarse a otras personas es fundamental. Es la
etapa de las relaciones: la familia, las amistades, las relaciones de pareja… La mujer
necesita recuperar la capacidad de sentirse autónoma y, al mismo tiempo, seguir
conectada a las demás personas (Herman, 1992). Es importante que aprenda que
recuperar el poder significa interdependencia, es decir, el estado de ser independiente y
algunas veces dependiente de otras personas de nuevo (Walker, 1994; Sanz, 1995). Es
decir, el objetivo para las mujeres es llegar a ser autónomas e independientes.
Pero el modelo de interdependencia es un modelo teórico que tiene que ser creado al
no existir patrón identificatorio de referencia. Frente a la relación tradicional de roles
(modelo de inclusión) y al de media naranja (modelo de fusión), este modelo plantea una
relación más igualitaria. Existe un deseo de relaciones horizontales, de igual a igual.
Implica teóricamente dos supuestos: que existe espacio personal no compartido para cada
miembro de la pareja y que existe un espacio común compartido. Resulta imprescindible
respetar el derecho al propio espacio tanto como el espacio de la otra persona. En
principio ninguno de estos espacios tendría límites.
Es un modelo que no da nada de seguridad pero sí mucha libertad. Por eso, conecta
con los miedos y las inseguridades de cada miembro de la pareja. Implica saber
fusionarse (saber estar con la otra persona) y saber separarse (estar bien consigo mismo).
La fusión produce sensación de pertenencia, de formar parte de algo, produce una
sensación de protección, de seguridad. La separación produce sensación de autonomía y
el placer de conocer los propios límites (Sanz, 1995). A partir de entender lo anterior se
comprenden aspectos como el enamoramiento, la pasión amorosa o el encuentro erótico
y sexual. Mantener en cada momento el equilibrio oportuno entre libertad y seguridad,
saber compartir manteniendo un respeto a sí mismo, a la propia libertad, no aceptar
aquello que no se desea a cambio de ser amado, es importante en este modelo.
Implica necesariamente una sólida combinación de seguridad afectiva y libertad
personal para que ambas personas puedan desarrollar lo que consideren importante para
seguir su camino en la vida. Hay que ser flexible y saber que en un proceso vincular se
pasa por muchos estados de ánimo, muchos sentimientos, hay diferentes ritmos de
evolución, sincronías… y hay que saber adaptarse a ello. Elementos como la seducción,
la fusión y la separación, el enamoramiento, la idealización y el contacto con los límites y
la realidad, la elección de la pareja, la estructura de la pareja y dinámica de la misma, la
sexualidad, la creatividad, las crisis, los cambios, el desamor… por lo tanto, deben ser
123
trabajados en esta fase de la intervención psicológica.
Aunque el modelo de interdependencia implica necesariamente el concepto de
libertad personal, con frecuencia, la mujer víctima de la violencia de género no se plantea
siquiera cuál es su espacio personal, y por lo tanto no reconoce qué quiere o no
compartir. Para amar, la persona tiene que conocer todo lo anterior, pero sobre todo tiene
que conocerse a sí misma: “quién soy, qué quiero, qué necesito, qué deseo, qué puedo,
qué hago”… Si no se conoce quién es, probablemente lo que se esté haciendo al amar es
cumplir los mandatos amorosos. Si no se sabe lo que quiere, probablemente esté
dispuesta a querer lo que otras personas quieren para sí como si lo quisiera para ella. Si
no sabe lo que desea o reprime sus deseos por prohibidos, se puede convertir en
territorio del deseo de otras personas y vivir para realizar sus deseos. Por eso resulta
fundamental trabajar también todos estos aspectos durante esta última fase de la terapia.
Walker (1994) sostiene que cuando el abuso está perpetrado por alguien que muestra
a la víctima un comportamiento “amoroso” se producen grandes dificultades cognitivas
para diferenciar las personas susceptibles de causarle daño. Resulta necesario empezar a
visibilizar conductas de “buen trato”, con el objetivo de ayudar a prevenir vínculos
afectivos y amorosos destructivos, así como las consecuencias psicológicas deseables de
los mismos.
“Todo esto que me pasado me ha hecho ver la vida de otra manera. Antes lo que era lo primero o lo
primordial ya no es tu escala de valores. Te puedes adaptar mejor a la vida”.
Si bien el cuadro clínico puede ser variable de unos casos a otros (básicamente por su
psicobiografía que, junto con la severidad y duración de la violencia, determinará el
impacto que esta tenga en la mujer, en su salud), y en muchas ocasiones se requiere una
atención individualizada, hay síntomas y secuelas del maltrato que pueden tratarse de una
forma sistemática y generalizable: trastorno de estrés postraumático, depresión, déficit de
autoestima, control de las emociones, aislamiento., así como una necesidad de entender
los mecanismos de la dinámica violenta que la mujer ha padecido, que es común para
todas, y esto puede llevarse a cabo en grupo. Las mujeres pueden beneficiarse entonces
de los múltiples efectos de un grupo.
124
Veamos cuáles pueden ser las motivaciones para optar por los distintos tipos de
intervención (Echeburúa et al., 1998):
a) No se interviene con la mujer porque esté trastornada, sino porque está viviendo
una situación trastornada. Lo que le ocurre es una respuesta normal a una
situación anormal.
b) El objetivo de la intervención es el autoconocimiento. A través de ello, la mujer:
125
La tarea consiste en promover un mayor crecimiento personal de las mujeres
pudiendo conseguirlo a través de los contenidos que vayan emergiendo en el grupo. Los
contenidos habituales que suelen surgir en los grupos de mujeres son: los roles de las
mujeres, la familia, el trabajo, la sexualidad, las pérdidas, el cambio…, pero también se
pueden tener los contenidos planificados de antemano.
Un elemento fundamental para que el grupo tenga un funcionamiento adecuado es la
escucha activa: cuando alguien cuenta algo personal, lo que necesita es ser escuchada,
estar acompañada, sentirse comprendida y clarificar sus pensamientos y sentimientos.
Para ello es necesario:
Intentar comprender las cosas tal y como nos las cuenta nuestra interlocutora.
Esto no implica estar de acuerdo con ella, ni darle la razón.
Tolerar las emociones de la mujer y acoger su problemática.
Tener capacidad de contención para sostener a la mujer, que debe percibir que
lo que le sucede no nos alarma ni nos altera.
Estar atentos a la expresión verbal y no verbal.
Mostrar una actitud empática.
Objetivar continuamente la información que la mujer nos da.
Hacer devoluciones de lo escuchado: mostrando el sentimiento que hay en las
palabras de la mujer.
Para llevar a cabo esta tarea, existe un catálogo variado de técnicas de dinamización
grupal que se pueden utilizar para aumentar la participación, promover la confianza,
acercarse más fácilmente a una situación, aportar un punto de vista diferente ante un
problema, resolver un bloqueo o profundizar en un tema.
Con respecto a los contenidos de los grupos de mujeres, hay una serie de contenidos
transversales que surgen casi de forma universal cuando se forma un grupo de mujeres
que van a hablar de sí mismas. Cualesquiera que sean los problemas que presenten, o el
tipo de grupo que se establezca, estos serán contenidos que aparecen y que tienen en
común la mayoría de las mujeres participantes. Estos temas, que coinciden con los ejes
que atraviesan la construcción de la identidad femenina, son: los mandatos de género, la
autoestima y el autoconocimiento, las relaciones afectivas (de pareja, maternofiliales, los
vínculos de apego), los cuidados, los duelos, las pérdidas y la culpa, las emociones, los
obstáculos que la feminidad opone al cambio en las mujeres, la sexualidad, la salud, la
imagen corporal, las edades de la vida, el ocio, el uso del tiempo.
Por otro lado, al diseñar un grupo para mujeres víctimas de violencia de género,
habrá una serie de contenidos más específicos que, además de los anteriores, deberán
estar presentes: proponemos un modelo de trabajo psicoeducativo con mujeres
126
maltratadas extraído de la experiencia personal del trabajo con este colectivo (Romero,
2004a, 2004b). Resaltamos la importancia de este tipo de intervención para la
visibilización de la violencia a través de los discursos compartidos entre ellas, el darse
cuenta de lo vivido y poder elaborarlo posteriormente. La intervención grupal aumenta
exponencialmente el crecimiento psíquico de las mujeres.
Se trataría de realizar un trabajo de visibilización y prevención ante futuras
relaciones afectivas, en el que se podrían abordar aspectos como las múltiples formas en
las que se manifiesta la violencia, los conceptos básicos de las desigualdades de género y
de la construcción de las identidades de género y su relación con la violencia, las
dinámicas de la violencia, es decir, cómo se genera y como se mantiene la violencia,
cuáles son sus efectos en la salud y en las vidas de quienes las padecen y cómo reducir
su incidencia, cuáles son las estrategias de los hombres violentos, y cómo protegerse de
ellas, cuáles son las formas en que esta violencia afecta a los hijos y cómo protegerles y,
por fin, cómo descubrir claves de autoprotección y prevención que les ayuden a
abandonar vínculos destructivos y poder optar en el futuro por relaciones más saludables.
A continuación, mostramos algunos ejemplos donde las mujeres participantes en los
grupos psicoeducativos se dirigían a personas afectivamente significativas para ellas,
relatándoles la experiencia que había supuesto el grupo para ellas:
“Querida M.: Me he visto obligada a escribirte esta notita para decirte lo mucho que me hubiera
gustado que asistieras a este grupo de terapia. Sé lo mucho que estás sufriendo ahí, en casa con tus hijos, y
el maltratador de tu marido divirtiéndose con otras mujeres con el dinero que tú ganas a base de sudor”.
“Sé que te gustaría dejarle, pero crees que no vas a poder salir adelante con tus cuatro hijos. Es muy
importante que asistas a un grupo de estos para que te orienten y te des cuenta de que puedes salir adelante
sin tener a tu lado a tu marido. Tu amiga, T.”.
“Querida mamá: Me gustaría que estuvieras aquí conmigo aprendiendo como yo a quererte. Te digo
esto porque sé que has sufrido mucho en tu vida y me he dado cuenta ahora que ya tengo las cosas más
claras y sé lo que es maltrato, gracias a estos grupos”.
“Esta carta se la dirijo a mi hermana: cuánto daría porque estuvieses en mi puesto y hubieras dado el
paso tan grande que he dado yo, pues ahora es cuando me siento feliz, con ganas de seguir adelante con mi
vida. Yo sé, hermana, que tú nunca has sido feliz y rezo para que tú puedas salir del infierno en el que llevas
viviendo tanto tiempo”.
127
4
Los niños, niñas y adolescentes expuestos a
la violencia de género
Sofía Czalbowski
4.1. Introducción
128
adolescente iba a mejorar en sus manifestaciones.
Sin embargo, las publicaciones e investigaciones apuntaban cada vez más a que vivir
en un ambiente de violencia hacia la madre por parte del padre de los hijos e hijas o por
parte del compañero sentimental de la madre, comportaba una forma de maltrato
específico que se sumaba y muchas veces se solapaba con las cuatro formas habituales
en que se describe el maltrato infantil.
Clásicamente, las formas de maltrato infantil se clasifican en (Garbarino y
Eckenrode, 1997; Sanmartín, 2002):
• Maltrato físico.
• Maltrato emocional.
• Negligencia o abandono.
• Abuso sexual infantil.
La denominación también ha sufrido cambios a los largo de estos más de cuarenta años.
En principio estuvo muy extendida la denominación de testigos de la violencia familiar
o doméstica. Si examinamos esta definición vemos que la palabra testigos hace alusión a
tener que estar presente durante el episodio violento. Ya veremos que esta es solo una de
las formas posibles de exposición a la violencia de género.
La denominación familiar puede aludir a violencia entre cualesquiera de los
miembros de una familia, o sea no apunta al rasgo distintivo de la violencia de género.
Así también violencia doméstica señala la violencia que se ejerce entre miembros que
conviven bajo un mismo techo, careciendo por lo tanto de la especificidad requerida.
Ya en publicaciones de los años noventa y posteriores aparece la denominación
exposed to interparental violence traducido al español como “expuesto a la violencia
interparental” (Rossman, Hugnes y Rosenberg, 1999; Geffner, Jaffe y Sudermann,
2002).
Si bien expuesto es una palabra que por su amplitud define mejor la situación de los
niños, niñas y adolescentes que padecen la violencia de género en su hogar, el término
interparental nos hace pensar en la violencia bidireccional, propia de situaciones
conflictivas y simétricas de pareja. Lo mismo sucede con “violencia conyugal”.
Como ya hemos visto en anteriores capítulos, cuando nos referimos a la violencia de
género lo hacemos pensando en la violencia que ejerce un hombre sobre una mujer por
el solo hecho de ser mujer. Es una violencia estructural, unidireccional, que se basa en
129
una supremacía de poder que permite al hombre someter y maltratar a una mujer.
Para los niños, niñas y adolescentes, elegimos el término “exposición” pues indica
una forma de sufrir los efectos de algo, pero es un término lo bastante amplio que no
delimita la intensidad, duración, efectos a corto, medio y largo plazo, así como
condiciones diversas de producción del fenómeno (a distancia, presencial, etc.).
Holden (2003) plantea que puede haber hasta diez tipos diferentes de exposición a la
violencia de género:
130
La exposición a la violencia de género es un fenómeno complejo que contempla las múltiples
manifestaciones de esta problemática.
Esta lista no es excluyente, pues en la medida que nos acercamos más a nuestro
objeto de estudio podremos ir diferenciando formas de exposición más sutiles, que
pueden pasar inadvertidas o que no han sido categorizadas como tales. Por ejemplo, las
manipulaciones de los niños y niñas durante la visita para dañar a la madre, la
revictimización como resultado de los procesos judiciales, la asistencia inadecuada por las
instituciones y los servicios intervinientes, etc.
El problema de la visibilización de la exposición a la violencia de género en niños,
niñas y adolescentes se debe a causas complejas. Entre ellas hallamos el secretismo. El
entorno familiar no quiere que esta situación se dé a conocer. Generalmente es el padre el
que instruye a sus hijos e hijas para que no comenten nada fuera de casa, pero también a
veces la madre, por diversos motivos prefiere evitar dar a conocer su situación.
La violencia de género experimentada por los hijos de la víctima tiene una incidencia en
la constitución del apego y puede derivar en una experiencia de trauma.
131
La corriente teórica del apego, a través de sus múltiples representantes, privilegia los
patrones aprendidos en las primeras etapas como básicos a la hora de establecer vínculos
intersubjetivos que incidirán en la estructuración de la persona. Bowlby (1969) planteó
que el apego es una conducta universal que tiende a buscar vínculos afectivos cercanos.
Estos modos de relacionarse buscarían la seguridad a través de la proximidad. Estarían
también al servicio de la autoconservación en la infancia y establecerían la base para la
ulterior regulación emocional.
El bebé expresa el apego como la necesidad de cercanía, sonrisas, etc. Esta conducta
es correspondida por la persona adulta bajo la forma de tocar, calmar, sostener, etc.
(Fonagy, 1999).
A partir de los estudios de Mary Ainsworth (Fonagy, 1999) se señalan clásicamente
las siguientes formas de apego que fueron estudiadas a partir de la experiencia de
separación y reencuentro con la figura de apego.
132
lugar de la otra persona, se ve reducida cuando no, anulada.
En los hogares donde impera la violencia de género, por lo general, no solo el padre
no propicia un apego seguro, sino que la madre, al estar inmersa en esa situación de
violencia, o está muy distante (y puede generar conductas de apego ansioso resistente) o
se muestra excesivamente pendiente (puede generar apego evitativo). Todo esto dificulta,
en muchas ocasiones, la constitución de un apego seguro.
La exposición a la violencia de género puede generar que se establezca una forma de apego
inseguro.
A través de los estudios de Mary Main (Marrone, 2001) se pudo observar cómo los
patrones de apego de los padres influyen en el establecimiento de los patrones de los
niños. Sin embargo, los patrones de apego pueden ser distintos con cada progenitor. Son
modos de ser en el vínculo. No categorizan a la persona, pero si pueden marcar una
tendencia en su comportamiento. Bowlby (1969) hablaba más bien de disposición.
También es muy importante dar relevancia a las nuevas posibilidades de establecer
diferentes relaciones de apego. Este es un proceso que se continúa hasta la adolescencia.
Sin embargo, la mala parentalización, conductas de las cuales Marrone (2001) hace un
exhaustivo inventario, genera en los hijos un desarrollo calificado por el autor como
subóptimo con sus secuelas en la conformación de apego y la psicopatología
subsiguiente.
Los episodios de violencia de género y el clima que se vive en esos hogares son
factores desestabilizantes. No solamente es importante la situación en sí, sino que,
generalmente, estos padres no pueden a posteriori elaborar un discurso que dé sentido y
que calme a los menores. Esta situación sostenida en el tiempo y sin resolución es lo que
va configurando la situación traumática y sus efectos.
Etimológicamente, trauma significa efracción o herida. En un sentido dinámico, se
trata de un monto de excitación que se presenta de manera intrusiva y sorpresiva para el
aparato psíquico, el cual no puede procesarla.
La mayoría de las escuelas psicológicas han dado mucha importancia al trauma tanto
por sus efectos nocivos en el momento de producirse, como por generar condiciones de
vulnerabilidad.
Según la experiencia, (Marrone, 2001) los efectos psicológicos son más severos si el
trauma es generado en la infancia y perpetrado por una figura de apego, con crueldad y
con frecuencia. Cuanto más vulnerable es la víctima, mayor será el efecto del trauma.
En la infancia, refiere el mencionado autor, los efectos psicológicos del trauma serán
tanto más graves cuando:
133
Más insegura haya sido la relación del niño con sus figuras de apego con
anterioridad al trauma.
El niño no tiene a nadie a quien comunicar sus sentimientos e impresiones.
Han recibido comunicaciones que desconfirmen sus percepciones e invaliden
sus sentimientos subjetivos, lo cual le llevará a hacer distorsiones cognitivas.
El trauma puede generar efectos duraderos y nocivos en personas en desarrollo como lo son
los niños, niñas y adolescentes.
Cuando se pierde un ser querido, generalmente se realiza un proceso de duelo que tiende
a poder asumir la pérdida y seguir afrontando las situaciones del vivir cotidiano. Ya en su
texto Duelo y melancolía, Freud nos aclara que para requerir un proceso de duelo, la
pérdida no necesariamente tiene que ser el fallecimiento de alguien, sino que algo o
alguien importante para el sujeto se ha perdido y esta pérdida es tal que compromete el
134
adecuado funcionamiento de la persona (Freud, 1917).
En el caso de los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género, las
pérdidas que sufren son múltiples. Temas tales como la separación o divorcio de los
padres, cambio de residencia o colegio, pérdida de amigos o pérdida de rutinas
habituales, configuran una multiplicidad de asuntos que requieren ser procesados, asumir
que ya no estarán más, pudiendo entonces aceptar en cambio, las nuevas situaciones.
Se producen una serie de microduelos, que por su acumulación pueden causar
efectos similares a la elaboración de un duelo en su acepción habitual.
Las características del proceso de duelo están marcadas por la tristeza, apatía, lo que
se denomina un estado de ánimo depresivo. Pasado un tiempo de trabajo del duelo, estas
manifestaciones van desapareciendo y el sujeto recupera su fuerza vital.
Sin embargo, vemos que en la población aludida, las pérdidas, no solo son múltiples
y variadas, sino que, en muchos casos, pueden ser “ambiguas”. Este término acuñado
por Blos (2001) se refiere a pérdidas que lo son efectivamente, pero no conllevan la
muerte de un ser querido aunque sí un cambio muy importante en el statu quo de la
relación. Lo que caracteriza una pérdida ambigua según Blos es que es confusa,
incompleta y parcial.
Por ejemplo, nos dice Blos, cuando alguien emigra, su familia de origen, estará
presente a través de conversaciones, en la memoria, etc., pero no lo estará físicamente. A
la inversa, si una persona sufre un proceso de demencia, deja de estar como era antes de
la enfermedad y aunque esté físicamente, resulta “extraña”, pues no es la que era.
Así, en los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género, por
ejemplo, la ausencia del padre del hogar a veces de forma permanente al cortarse las
visitas, puede transformarse en una “pérdida ambigua”. El niño o niña en cuestión, sabe
que tiene un padre, pero ha perdido ese padre con el cual tenía una relación, del tipo que
fuera.
Este tipo de pérdidas que no son categóricas, dificultan sobremanera el proceso del
duelo. En muchos casos solo queda poder asumir la ambigüedad, en otros se podrá
realizar la tarea de “matar al muerto”, en palabras de Marrone (2001). O sea, asumir la
pérdida como total para que no siga siendo fuente del preocupaciones y gasto inútil de
energía psíquica. En este sentido, habría que hacer una “apuesta”, en términos de Blos,
para poder salir de la ambigüedad.
La separación y el divorcio del padre y la madre es un apartado relevante en las
intervenciones que se realizan con la población infantil o adolescente. Es importante que
estos puedan ir asumiendo la nueva realidad familiar y, además, examinar con cierta
mirada crítica las figuras idealizadas del padre y la madre. Este proceso transfiere a los
niños, niñas y adolescentes una sensación de seguridad, de “saber con qué cuentan” y
poder así accionar en un marco de realidad más ajustado.
135
La resolución de los duelos implica poder elaborar los distintos tipos de pérdidas que se dan
en la violencia de género, siendo algunas parciales o “ambiguas”.
4.2.2. Resiliencia
136
En los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género, es importante
hacer un seguimiento de toda la población, aun si se presentara asintomática. Se puede
ser resiliente en un momento de la vida y no en otro. Por otro lado, las secuelas de la
exposición a la violencia de género no son siempre inmediatas, sino que pueden
presentarse en otras etapas del desarrollo y también en la edad adulta (Czalbowski,
2011b).
También es muy importante no confundir sobreadaptación con resiliencia.
Ocasionalmente y debido a que se ha evaluado a todo el grupo familiar, aparecen niños y,
especialmente niñas, por las cuales no se hubiera consultado, ya que mostraban un
expediente académico brillante y ninguna alteración evidente en su conducta. Sin
embargo, se ha visto cómo esto se debía a una necesidad de sobrecompensación de las
vivencias traumáticas vivenciadas.
Los efectos de la violencia de género pueden aparecer de diferentes maneras según las
distintas etapas evolutivas. En este sentido, resulta importante resaltar el creciente interés
por los efectos en la madre gestante y su repercusión en el feto. Por lo tanto, se añade
una nueva etapa, la prenatal, al estudio de las consecuencias de la violencia de género
(Graham-Bermann et al., 2011).
Tomando en cuenta la teoría del apego existen investigaciones que llegan a la conclusión
de la inestimable ayuda que se puede brindar al infante, prestando apoyo a la madre
víctima de la violencia de género desde el embarazo y en los primeros estadios de la
infancia de su hijo (Bogat, Levendosky, Von Eye y Davidson, 2011).
Las autoras muestran la importancia de las representaciones que puede tener la
madre acerca de su bebé y que se pueden inferir de las entrevistas realizadas con ella.
Estas representaciones pueden ser:
137
acerca del mismo.
La representación que pueda tener una madre afectada por violencia de género de su bebé,
puede tener una incidencia negativa en la constitución del vínculo materno filial.
A) Edad preescolar
En general, los niños de esta edad expresan conductas derivadas de trastornos del
apego que se traducen en desregulación tanto a nivel somático como psíquico. También
el vínculo se puede hallar afectado. Así, encontramos estas manifestaciones:
138
falta de confianza en su relación con los adultos.
Conductas autoagresivas, actitudes de dominación y control en las
interacciones, dificultad para recibir ayuda, miedo o rechazo al acercamiento
no amenazante.
B) Edad escolar
En esta etapa los desafíos que tiene que enfrentar el niño o la niña se refieren a la
competencia académica y su relación con el grupo de pares. Pueden mostrar también
alteraciones a nivel somático, pero destacan las que se vinculan con el área de
aprendizaje y socialización. Así, podemos hallar:
C) Adolescentes
Los adolescentes son una población especialmente vulnerable, ya que a los efectos
negativos de vivir o haber vivido en un ambiente de violencia de género, se suma su
propia crisis vital. Tanto es así, que la sintomatología que podríamos encontrar resulta
más grave que en otras etapas.
En la etapa adolescente, particularmente convulsa en cuanto a la identidad, el
modelo distorsionado que tienen de las relaciones entre hombre y mujer incide muchas
veces en la elección de pareja. En la adolescencia se repite muchas veces el modelo
hombre autoritario-mujer sometida, que es el paradigma que han vivido en sus hogares y
que puede llevar a repetir historias de violencia.
En la población adolescente expuesta a la violencia de género, podríamos hallar
comportamientos como los que siguen.
139
familias, abandono del hogar y la escuela a temprana edad, escape hacia las
drogas o el alcohol, fugas del hogar o no estar nunca en su casa.
Posibilidad de pensamientos y actos suicidas, pensamientos o actos homicidas
y actividades delictivas como vender droga o robo.
Autoestima baja (pesimismo acerca de lograr la satisfacción de necesidades
básicas de amor, seguridad, etc.), establecimiento de relaciones de poca
empatía y desconfianza hacia las personas adultas.
La empatía puede estar disminuida hacia las víctimas. Puede hallarse un
establecimiento de relaciones de pareja abusivas y un escape hacia una
maternidad precoz.
Dificultades a nivel académico.
En general, las confusiones sobre límites y reglas y los valores distorsionados son
habituales en los hogares con violencia de género (Czalbowski, 2011a). Esto genera un
desajuste social en muchos niños, niñas y adolescentes al no poder adaptarse a las
normas que su vida cotidiana les impone.
Tradicionalmente se pensaba que las niñas expuestas a la violencia de género tenían
en su sintomatología una tendencia a la interiorización. O sea, que iban a prevalecer en
ellas los sentimientos de depresión, ansiedad, etc. Por el contrario, los niños tenderían a
externalizar su sintomatología bajo la forma de agresividad o descontrol.
En la consulta esto no ocurre siempre y encontramos niñas agresivas y niños
ansiosos y con rasgos depresivos.
Sin embargo, es interesante hacer una distinción individualizada de la sintomatología
que presenta cada niño o niña afectado. La agresividad puede ser una defensa o un
modelo copiado para ejercer cierto poder y no quedar inerme frente a posibles ataques,
por ejemplo.
Con el progresivo empoderamiento de las mujeres y las políticas de igualdad,
pareciera que las niñas asumen con mayor facilidad conductas de menos dependencia e
incremento de respuesta a la violencia de género.
No obstante, existe una tendencia en la oferta para el consumo que va en sentido
contrario a lo mencionado anteriormente. Así se ve cómo se separan las actividades
lúdicas por sexo. Tal es el caso de los famosos catálogos de venta de juguetes que desde
los primeros años marcan tendencias a seguir.
Veremos entonces que para las niñas, las muñecas, los objetos de adorno personal,
elementos que ensalzan la maternidad y los aspectos seductores siguen siendo objeto de
un marketing marcado. Del mismo modo, el énfasis en la fuerza, la velocidad y la rapidez
mental sigue siendo un reclamo de las ofertas para los niños.
140
La exposición a la violencia de género trae consecuencias a corto, medio
y largo plazo. Estas manifestaciones varían según el estadio evolutivo del
niño, niña o adolescente afectado.
Hay una cuestión estructural que todavía no se ha resuelto y que posiblemente sirva
de base para identificaciones que vayan a favor de la dependencia y la solidaridad o de la
agresividad y la competencia.
La violencia de género puede afectar las posibilidades adecuadas de crianza de una madre. En
este caso, esta debiera ser ayudada, ya que es una víctima, y no debería ser castigada, por
ejemplo, con la retirada de sus hijos e hijas.
141
erráticas, tenían un impacto negativo en los niños y las niñas, que se sentían defraudados
de manera repetida por los abandonos del padre, su ausencia relativa, su inconsistencia
en cuanto a confiabilidad y sufrían por ello sentimientos de ser despreciados, y, por lo
tanto, esto tenía un efecto en el descenso de la autoestima (Hooper, 2001). Por el
contrario, continúa Hooper, las buenas relaciones entre padre e hijo o hija estaban
caracterizadas por un contacto frecuente y continuado ligado a una alta autoestima y
ausencia de depresión.
El contacto con los padres con los cuales el menor no convive no está exento de
dificultades. Algunos padres han delegado con anterioridad en su esposa el cuidado de
estos y después de la separación tienen poca experiencia en hacerlo. También los hijos
pueden sentirse sobrecargados al tener que manejarse con dos hogares.
El período posdivorcio implica una serie de cambios que requiere de adaptaciones
que no siempre se logran.
La citada autora menciona que el progenitor que tiene al niño en custodia, en general
la madre, se enfrenta a la demanda de responder al sufrimiento de este y sus necesidades
emocionales incrementadas. Por otro lado, debe mantener una rutina diaria en
condiciones que han cambiado y establecer una disciplina en una situación en que sus
propios recursos emocionales pueden ser escasos, su red social puede hallarse
deteriorada y sus ingresos mermados.
Es evidente que una madre y sus hijos pueden beneficiarse de un contacto padre-
hijo adecuado, en un contexto de cooperación, en el que la madre tiene una pausa en el
cuidado de estos, comparte las decisiones y mitiga así, de alguna manera, el peso de la
crianza monoparental (Hooper, 2001). Sin embargo, no es esto lo que, por lo general,
suele ocurrir en los casos de divorcio por violencia de género.
Las relaciones conflictivas en las custodias compartidas son una dificultad seria para
las madres que se hacen cargo de sus hijos. Se escucha en la consulta una demanda por
parte de las madres en relación a lo alterados que regresan de las visitas con el padre.
Hay que examinar la influencia del contacto entre padre e hijo sobre la relación
madre-hijo. Si el contacto con el padre limita la posibilidad de la madre de controlar su
propia vida, de mantener una disciplina adecuada y de sostener un vínculo adecuado con
sus hijos, esto podría tener un efecto nocivo para los menores.
Se trata de un niño cuyos padres se han separado hace un año. La madre refiere que ha recibido malos
tratos físicos y psicológicos por parte de su exmarido, padre del niño, pero que el niño ha presenciado
solamente estos últimos. A partir de la separación, José está más inquieto y demandante. Desde el colegio
dicen que presenta problemas de atención y concentración. No quiere quedarse al comedor. Además, no
quiere dormir solo.
Si bien fue un niño deseado, ya en el embarazo empezaron los golpes, lo que provocó un cuadro de
ansiedad muy intenso en la madre. El parto fue “horroroso” en términos de la madre. Se adelantó 25 días, le
rompieron la bolsa al examinarla. El niño estuvo en la incubadora, luego tuvo neumonía, taquicardia, y a los
142
cuatro meses, bronquitis. Le dio el pecho durante 15 días, ya que después, por un problema de alergia
propio y por la medicación, tuvo que suspenderlo.
Al niño le costó empezar a hablar. Ya iba al colegio y tenía dificultades en el lenguaje. Después de la
separación se volvió más inquieto y “nervioso”, queriendo “llamar la atención”, según la madre.
Actualmente convive con el niño y su madre una nueva pareja de esta, con la cual José tiene una buena
relación.
Teniendo en cuenta los antecedentes se formula la hipótesis de que hay un trastorno de apego que
incidiría en la regulación emocional. El niño comienza terapia un grupo de menores y la madre recibe
orientación. Al mismo tiempo, se realizan sesiones individuales con José.
En este caso, lo que se observa es que el padre no colabora y trata de obstaculizar la posibilidad de un
tratamiento que beneficiaría tanto al niño como a su madre. De hecho, finalmente la intervención debe
cesar, ya que el padre se opone a que continúe.
Desde una perspectiva feminista, se observa hoy en día con frecuencia que la
definición de las necesidades infantiles se solapa con la de los movimientos de derechos
de los padres y también con un movimiento para establecer la “familia tradicional” y la
dependencia de la mujer y los niños de la figura del hombre. La negativa, muchas veces
legítima de los niños de ver al maltratador, se atribuye, en este sentido, a un síndrome de
alienación parental (SAP).
La política conservadora ha consistido en apoyar a la familia patriarcal o, por lo
menos, a sostener su responsabilidad después del divorcio. Hooper sugiere tener una
visión más amplia de las necesidades de los niños. Esto significa que se los relacione
menos con el divorcio o con las relaciones en curso con el progenitor no conviviente y
más con su bienestar en relación al vínculo que mantienen con cada progenitor por
separado, y que se tomen en cuenta los roles del padre no conviviente y la maternidad en
solitario (la combinación más común) dentro de su contexto, no solo legal, sino también
social (Hooper, 2001).
Así, la negativa por parte de los niños y las niñas de ver al padre maltratador,
debería ser tomada en cuenta y analizar, caso por caso, sus motivaciones. Niños y niñas
que han padecido experiencias traumáticas a través de la exposición a la violencia de
género son obligados a mantener visitas con el padre, a veces con riesgo que sufrir ellos
mismos abusos. Esta es una situación sumamente nociva para el psiquismo infantil, que
puede llevar a conductas de desconfianza hacia los adultos, confusión y defensas como la
negación y la disociación.
Como hemos visto antes, no se equipara la función paterna a genitor. Por lo tanto,
esta función puede ser ejercida por otra persona que no implique un daño al niño en su
relación.
Se trata de una niña de 4 años que actualmente convive con la madre, los abuelos maternos y los tíos. No
tiene hermanos y asiste a 2.° de infantil. Al año y medio presenció cómo el padre cogía por el cuello a la
madre al mismo tiempo que le gritaba. Según la madre, nunca tuvo un contacto afectivo con el padre. Para
él era una molestia. Después del divorcio, no quería ir con el padre. Lo llama por el nombre. A la nueva
143
pareja de la madre le llama papá.
La madre manifiesta que la psicóloga a la que consultó con anterioridad le dijo que no le diga nada en
relación con la separación y que le obligue a ir a las visitas, porque es “un derecho del padre”.
El embarazo fue malo a pesar de ser deseado por la madre: “Me machacaba, a los cinco meses de
embarazo manché, me mandó sola al hospital. Me prescribieron reposo absoluto. Él me decía que era una
“vaga, p…, mentirosa”.
Al principio, la madre rechazó a la niña. Su propia madre la obligó a darle el pecho.
Sufrió una depresión posparto, pero pudo darle un año de pecho.
El padre se iba de fiesta, volvía borracho y generaba un caos en la casa. Una vez la introdujo por la
fuerza en la bañera con la niña. En otra ocasión, la echó a la calle con la niña. Estaba borracho y quería
tener relaciones. La niña tenía cuatro meses. Cuando la madre pidió ayuda a su familia política, se la
negaron.
Lo dejó definitivamente al año y medio.
La niña tiene episodios de enuresis cuando sabe que va a ver al padre o después de las visitas. Hubo
un episodio donde se cortó el pelo y al preguntarle por qué lo hacía, respondió que porque no quería ir a ver
al padre.
Según la madre lloraba muy raro, como si le doliera algo.
Desde que se separaron, no quería irse con el padre. Le decía “mala” cuando volvía.
La profesora le preguntó por qué no quería ir con el padre: “Porque es malo, no me gusta, no lo
quiero” respondió la niña.
En el dibujo de la familia no dibuja al padre, según la profesora.
Se quiere llamar como la madre, o sea, llevar el apellido de la madre.
La madre cuenta que durante las visitas, el padre la llevaba en el coche sin sillita. Luego estaba todo el
tiempo en un bar.
“Mamá, ¿a que tú no eres p… Tonterías que me cuenta mi padre”, refiere la madre que dice la niña.
La niña juega con los enseres de cocina y unos ositos de peluche.
“Osos, voy a haceros la comida. Me voy a poner a cocinar. Aquí tenéis, ositos, para jugar”.
“Este quiere dormir, está enfermo. Le ha dado su medicina y se ha acostado con su muñequito”.
“Aquí tenéis ositos, para los dos”.
“No es posible que hayas manchado esto. Tú lo haces mal. Castigado todo el día. Toma, toma y
toma, juega con todo esto, pero con esto, no. Mira lo que has hecho (enfadada). Este también. Me cachis
en la mar. Tengo dos que no me hacen caso. Vais a comer en la caca, en la basura. Cuando pintan esto así,
los mando a la calle y que coman de la basura”.
“Otros niños dicen: qué ositos tan malos que han pintado todo. ¿Os vais a portar bien? ¿Lo prometéis?
¿No? Entonces en la calle todo el día, ¡Hala! ¿Me lo vais a prometer?, entonces, a jugar”.
Se ven aquí los modos relacionales que emplea la niña. La niña pone en activo conductas que ha
padecido pasivamente como las descalificaciones y castigos.
Se realiza otra entrevista con la madre donde se indaga sobre los métodos disciplinarios. A partir de
las respuestas de la madre y su relato se trabaja con la hipótesis de que la niña durante sus visitas al padre
recibe un trato que la hace sufrir, ya que no se percibe en el relato de la madre, la posibilidad de un trato
inadecuado hacia la niña.
144
niños, niñas y adolescentes son personas vulnerables y que no pueden por sí solos
resolver dichas situaciones.
Examinaremos, por lo tanto, a continuación, la intervención posible con estos niños,
niñas y adolescentes y su entorno. Antes de realizar una intervención, se debe realizar
una evaluación, en lo posible de todo el grupo familiar. No se incluye al padre por
razones de seguridad, pero es deseable la comunicación con otros servicios o
instituciones que lo estén atendiendo o hubiesen atendido, para poder así recabar una
información más completa y poder coordinar las intervenciones.
En los casos de violencia de género, el impacto del divorcio en los niños, niñas y adolescentes
debería ser tenido en cuenta en el plan de intervención.
4.4. Evaluación
4.4.1. Cómo llegan a consulta los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia
de género. Servicios en los que pueden participar
A veces los episodios de violencia se dan de una manera tal, que precipitan la huída de la
madre del hogar acompañada de sus hijos y pueden llegar a un centro de estancia breve
donde son atendidos en la emergencia. En estos casos es importante contener en
principio al núcleo familiar. No se plantea hacer intervenciones de largo plazo, sino poder
individualizar los emergentes más importantes. Por ejemplo, a veces aparece la ansiedad
como predominante o la depresión. En todo caso, la posibilidad de recrear lo sucedido
para poder comprenderlo, a través de intervenciones individuales o grupales puede ir
generando más bienestar en niños y niñas sacudidos por innumerables cambios que
repercuten en su psiquismo.
El hecho de estar con sus madres en centros de larga estancia, también tiene sus
particularidades, pues muchas veces las condiciones de convivencia con otras madres y
sus hijos no son las óptimas. Además, el tener que adaptarse a rutinas nuevas, el encierro
de una habitación donde conviven varias personas, la intervención de personas extrañas a
la familia y la elaboración de los duelos pertinentes pueden generar de por sí una
sintomatología agregada a la que puedan traer los niños por su exposición a la violencia
de género (Ayllón, Orjuela y Román, 2011).
En los apartados siguientes desarrollaremos posibles modelos de evaluación e
intervención utilizados mayoritariamente en centros ambulatorios. Muchas de las técnicas
pueden utilizarse en los otros casos mencionados, siempre a criterio de la persona que
interviene y de acuerdo con el caso que se presenta.
145
4.4.2. Métodos de evaluación
Sería recomendable realizar una evaluación previa de los casos que se detectan para
elaborar una estrategia de intervención. Esto significa que si una mujer acude a pedir
ayuda a un centro, sería importante, además de la intervención con la propia afectada,
que se evalúe a sus hijos. A veces se evalúa solo a los que presentan sintomatología. En
nuestra experiencia, es importante tomar en consideración al conjunto de hijos. De otra
forma, podrían quedar invisibilizadas problemáticas individuales o vinculares
(Czalbowski, 2011b).
Es importante poder evaluar a todo el grupo familiar y tomar en cuenta los diversos ámbitos
de su cotidianeidad.
A) Entrevistas
1. Entrevista con la madre. Nos guiará en la historia del niño en cuestión, a través
de una entrevista libre y luego semidirigida seguida de una anamnesis donde
recabaremos los datos evolutivos, de escolaridad, aspectos vinculares, etc.
También se debería realizar una historia de la violencia padecida. Es muy
importante al respecto recabar cómo ha sido la violencia vivida, qué forma de
exposición ha tenido el hijo, cuánto tiempo ha durado, cuáles cree ella que han
sido los modos de afrontamiento de su hijo de la situación violenta.
En este punto también cobra relevancia tener en cuenta que esta es la
versión de la madre, que luego se podrá confrontar con los elementos que
vayamos encontrando en la evaluación del niño.
2. Datos de terceros informantes. Muchas veces el relato de cómo ven al niño en
cuestión otros que no pertenecen al núcleo familiar primario, enriquece el
146
material con que se cuenta. Podremos ver con más amplitud los recursos o la
merma o falta de ellos en los diferentes ámbitos en que se maneja el niño, niña
o adolescente.
147
bloqueo emocional, que pueden distorsionar los resultados.
Olaya, Tarragona, de la Osa y Ezpeleta (2008) han realizado un exhaustivo
relevamiento de pruebas para el uso en violencia de género.
Algunas pruebas de este tipo que mayoritariamente se han venido
utilizando en el ámbito clínico y que han resultado de utilidad práctica para los
y las profesionales pueden verse en el cuadro 4.1.
148
Niños de Porter y Cattell): permite la evaluación
de 14 factores de la personalidad en el niño.
– TAMAI (Test Autoevaluativo Multifactorial de
Adaptación Infantil; P. Hernández): prueba de
autoevaluación de la inadaptación personal,
social, escolar, familiar y actitudes educadoras de
los padres.
– 16 PF-5 (16 PF Fifth Edition Administrator’s
Manual [Russell & Karol]): apreciación de 16
rasgos de 1.er orden y 5 dimensiones globales de
la personalidad; incluye tres medidas de estilo de
respuesta (deseabilidad social, infrecuencia y
aquiescencia).
149
madre, se aconseja la intervención con la díada.
Una posibilidad es empezar a intervenir antes del nacimiento hasta los 6 meses del
bebé. Se realiza una observación del bebé en el hospital y se comparte con la madre.
150
deportación en las mujeres indocumentadas.
Por otro lado, los grupos psicoeducativos son fundamentales a modo de prevención.
En los mismos, la información que se transmite a los niños, es deseable que tenga un
formato que les resulte atractivo. Los materiales deberían poder propiciar la reflexión en
primera instancia, la elaboración de los conflictos y la posibilidad de generar cambios más
adelante.
Temas tales como la culpa, el miedo, la asignación de responsabilidades, el ciclo de
la violencia, la igualdad de oportunidades, etc., pueden ser abordados a través de
151
cuentos, cómics, cuadernillos de actividades, entre otros materiales que puedan brindar
un soporte adecuado a la tarea.
Siguiendo la línea de trabajo de la intervención psicoeducativa, se ha realizado por
ejemplo, La historia de Laura, material editado por la Concejalía de la Mujer del
Ayuntamiento de Alcorcón. Este material de sensibilización y prevención en la
problemática de la violencia de género sirve como una guía para abordar las distintas
cuestiones que surgen en este contexto (Czalbowski, 2009).
La historia de Laura trata de una niña que ha vivido el maltrato de su padre hacia
su madre. El relato es contado por su muñeco preferido, su gato de peluche Fermín. Este
asume la voz de la interioridad de la niña expresando sus variadas fantasías y sus
temores.
Así, se puede observar que Laura tiene miedo después de un ataque violento. Teme
por lo que pueda suceder, siente incertidumbre y fantasea con un futuro de pobreza y
abandono.
Los materiales para trabajar con niños, niñas y adolescentes deben resultarles cercanos,
accesibles y, muchas veces, con componentes lúdicos.
También a veces, Laura se siente culpable. Piensa que si ella hubiera obrado de otro
modo, quizás el maltrato no se hubiera producido. Este intento fallido de control de la
situación traumática es muy común en los niños expuestos a la violencia de género.
Laura tiene un síntoma. Ha vuelto a mojar la cama durante la noche. Esta es una
forma de expresar la perturbación de su mundo interno. En el libro se ofrecen
alternativas de salida a la situación que padece Laura, como serían retomar el diálogo con
su madre, recobrar su autoestima, interesarse por actividades propias de su infancia y
hallar placer en ellas.
152
Tanto en las intervenciones grupales como individuales, la población adolescente requiere
de una atención especializada, dadas las características de este período, agravadas por la
presencia de la violencia de género en el hogar.
Es de destacar que el uso de soportes digitales agiliza las intervenciones, pudiendo
incorporar música, textos y otros contenidos para ser trabajados en el grupo. Sin
embargo, no hay que perder de vista que la lógica imperante en estas actuaciones debe
ser la asociativa a partir del material presentado y no la lógica conectiva que rige, por
ejemplo, en los videojuegos y que implica una conexión automática y refleja que no
incluye la reflexión (Czalbowski, 2012).
Es importante que se trabaje con la madre los aspectos de crianza, tanto en forma
individual como grupal. Cobra relevancia el tema de la dificultad de puesta de límites.
También el desborde emocional que a veces experimentan por verse sobrecargadas.
Muchas madres coinciden en la dificultad de manejo de sus hijos e hijas cuando vuelven
de las visitas con sus padres. Un tema que también es crucial para trabajar es el de “la
madre de la madre”. Muchas veces esta figura, que contribuye prestando una inestimable
ayuda, por otra parte, ha padecido también violencia de género, por lo cual, se generan
situaciones de incomprensión de actitudes de la hija en cuanto a poder lograr una mayor
autonomía e independencia y otras situaciones conflictivas, como competencia, celos y
dependencia mutua.
Los distintos tipos de intervención no son excluyentes, sino que, muchas veces son
complementarios.
Tenemos el caso de María, divorciada por haber sufrido malos tratos, que consulta por sus dos hijos. El
mayor, Víctor, de 8 años, pega mucho a la hermana, según la madre, y está más agresivo en general y muy
apegado a la madre. Cuando se realizó una hora de juego con el niño, se observó una desregulación
emocional que lo llevaba a tener una dificultad en la modulación de sus impulsos, tendiendo a la descarga,
muchas veces agresiva.
Por otro lado, la niña, Ana, de 5 años, presentaba enuresis nocturna y dislalias múltiples.
La madre se incorporó a un grupo de mujeres donde se empezó a ver cómo el descenso en la
autoestima dificultaba la puesta de límites a los hijos, no pudiendo contenerlos y desbordándose ella misma
ante su impotencia. También se trabajó, entre otras cosas, que ocupar el lugar de víctima impedía un
enfrentamiento más positivo con las situaciones problemáticas con que debían lidiar.
El niño pasó a un grupo psicoeducativo donde se observó cómo su impulsividad perturbaba la tarea y
esto fue trabajado con los integrantes del grupo, al mismo tiempo que las nociones de colaboración y
solidaridad. De todas formas, allí Víctor se hallaba a gusto, pudiendo expresar rabia y enojo por situaciones
153
que le parecían injustas, debiendo poder gestionar la forma en que lo hacía.
Víctor, al terminar el grupo, siguió con intervenciones individuales, donde en un clima de confianza,
empezó a expresar su dolor por los castigos físicos a los que era sometido por el padre.
Se pudo trabajar con la madre los aspectos de denunciar esta conducta en colaboración con el
servicio de asesoría legal. También en sesiones de orientación, ella fue dándose cuenta de sus intensos
sentimientos de dependencia, cuyo origen, en parte, estaba en su propia familia nuclear y que le impedían
desarrollar soluciones más adecuadas al momento vital por el que estaba atravesando.
Por otro lado, la niña, Ana, denotaba un incremento de ansiedad, a veces puesta en el cuerpo bajo la
forma de somatizaciones. Según la madre, ella era la preferida del padre, pero la exposición a la violencia
ejercida sobre una persona tan cercana como su hermano, resultaba, según nosotros, de efectos nocivos
para la niña.
Ana también participó en un grupo psicoeducativo donde, al principio, estaba muy atenta a lo que
decían sus compañeros y compañeras más locuaces. Poco a poco se fue animando a participar cada vez
más y empezó a poder expresar sus miedos.
A través de este ejemplo se puede observar cómo el trabajo en un grupo, tanto de madres como de
menores, incide en la posibilidad de cambio de repetición de situaciones insalubres desde el punto de vista
de la salud mental.
Por otro lado, también se pudo intervenir para que eventualmente cesase un maltrato adicional y la
exposición al mismo, con lo cual se intentó prevenir que se siga dañando a los niños cuya exposición
anterior a los malos tratos sufridos por la madre, los colocaba en una situación de riesgo y vulnerabilidad.
154
Menciona que Lyons-Ruth (1996) en sus estudios sobre patrones de apego halló que
la hostilidad paternal y la disfuncionalidad familiar eran predictores de futura agresión.
Un factor de riesgo incluía altos niveles de cortisol en la separación. Parece ser que los
hombres maltratadores son más agresivos que los hombres del grupo de control que no
son maltratadores. A través de identificaciones y modelado social expresan la rabia como
agresión.
Tener experiencias abusivas o de descuido parental en la infancia puede llevar a
modelos distorsionados de relación. Estos, a su vez, pueden llevar a relaciones
interpersonales inadaptadas que luego resultan ser modelos de comportamiento abusivos
que pueden ser transmitidos intergeneracionalmente (Dutton, 2000).
Desde otro punto de vista, también se podría considerar la diferencia que establece
Granjon (1986) citada en Pazos (2003) entre transmisión intergeneracional, donde se
realiza una transmisión de la historia a través de la palabra y la transmisión
transgeneracional, que aludiría a una forma de transmisión negativa, de elementos no
transformados ni representados.
En todo caso, si bien es preferible no hablar tajantemente de transmisión, sí se
podría tener en cuenta que estar expuesto a situaciones violentas puede producir efectos
negativos tanto a corto como a medio y largo plazo. Esta extensión en el tiempo convoca
la cuestión de la prevención en materia de violencia.
La agresividad es constitutiva del ser humano, pero no todos los seres humanos son
violentos. Si el pertenecer a una familia violenta es un factor de riesgo, ¿se podrá ayudar
a prevenir la repetición de estos modelos en el futuro?
Prevenir es poner al alcance de la población recursos para facilitar su autocuidado, o
sea, que los que más la necesitan, tengan la información necesaria (Videla, 1998). No se
trata de anticiparse al futuro, sino de ir dotando de recursos y herramientas a una
población que se halla en condiciones especiales de vulnerabilidad.
Los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género son una población con
marcados factores de riesgo que se beneficiarían de intervenciones que deberían abarcar
también los tres niveles de prevención.
Los niños, niñas y adolescentes dependen de las personas adultas para su adecuado
desarrollo. Por ello deberían destinarse los recursos humanos y materiales necesarios
para ayudarles cuando se ha vulnerado su derecho a una infancia y adolescencia en un
ambiente de protección y cuidado. Esto implica que las personas menores y sus madres
reciban ayuda para superar las secuelas de la violencia de género y puedan recobrar la
autonomía, seguridad y estabilidad en un contexto saludable.
155
156
5
Los profesionales
Una de las cuestiones fundamentales por las que se planteó el desarrollo de este texto
tiene que ver con la forma en la que se interviene desde los equipos profesionales. Las
psicólogas que hemos elaborado este texto valoramos de extrema importancia la actitud y
el posicionamiento que se tiene en torno a la violencia de género, ya que de ello
dependerá el éxito en la detección y en el tratamiento que se le ofrezca a una mujer que
llega a una consulta o a un dispositivo de atención.
Consideramos que, como señala Velázquez (2003), existen fenómenos residuales
que remiten a creencias y mitos que ya se creen superados, pero que se aferran a
conservar su existencia y pugnan por manifestarse. En esta tarea concreta de la violencia
de género, el efecto residual de estos mitos, creencias y prejuicios puede filtrarse en la
escucha, el pensamiento y la intervención, operando como obstáculos en las formas de
actuar. Lo que piense el profesional, lo que crea, lo que sienta, especialmente si no lo
tiene procesado ni elaborado, actúa como un grave escollo en la intervención, y puede
dar lugar a actuaciones inadecuadas e iatrogénicas.
El encuentro entre profesional y mujer víctima de violencia de género es complejo y
difícil, ya que está atravesado por una serie de condicionamientos y dificultades que se
han de tener en cuenta. En la subjetividad del profesional se genera un gran impacto al
observar e intervenir en una situación de violencia que, además, se da en el marco de una
relación de pareja, un ámbito especialmente privado e íntimo. Muchas de las situaciones
en las que interviene, le pueden resultar altamente familiares, se puede sentir muy
involucrado, resultándole difícil mantener la distancia oportuna.
Como profesionales que trabajamos en violencia de género, es necesario hacer un
ejercicio de autorreflexión y comprender cómo nos está afectando la violencia, qué nos
provoca, cómo la recibimos, qué nos hace sentir, con qué nos conecta, qué nos moviliza.
Lo que vivenciamos cuando una mujer rechaza la intervención, cuando deja de acudir a
consulta, cuando niega lo evidente, cuando se mantiene firme en su decisión de no
denunciar a pesar del riesgo existente… son cuestiones a tener en cuenta cuando una
157
mujer solicita apoyo de forma directa o indirecta, a través de síntomas encubiertos.
En su acepción más amplia, el significado del término testigo es aquella persona que es
capaz de dar fe de un acontecimiento por tener conocimiento del mismo. Este
conocimiento se puede tener a través de presenciar un hecho, y también a través de la
escucha de un relato, el asistir al recuerdo, a la elaboración de las historias de violencia, a
la lectura constante de material traumático, a la participación en procedimientos judiciales
civiles o penales. Todos estos hechos tienen la misma categoría de testimonio.
Por tanto, atender a una mujer víctima de violencia, apoyarle en su recuperación,
permanecer a su lado mientras dura ese proceso, tendrá necesariamente un efecto sobre
el profesional que le atiende, y este efecto podrá inscribirse en su psiquismo de forma
traumática. Cuando estamos frente a esa mujer estamos comprometidos en su relato con
nuestra historia. Escuchar no nos deja indiferentes, moviliza y cuestiona tanto nuestro
mundo interno como externo.
“Yo estaba recién casada cuando empecé a trabajar en violencia de género y recuerdo que
a partir de ahí vigilaba y analizaba cualquier conducta de mi marido, tendía a buscar indicios
perversos…”.
Sin embargo, y al igual que sucede con los efectos de la violencia en las mujeres,
muchas veces en el ejercicio profesional se niega el efecto que produce el trabajo aunque
se experimenten síntomas de los que no se detecta el motivo. Se habla poco de los
efectos que tiene para los profesionales la escucha de la violencia, probablemente porque
nos invade la exigencia de suponer que “hay que saber estar, escuchar y resolver” y
cuando nos invade la incertidumbre se puede pensar que es asunto personal y
autoinculparse al no encontrar respuestas ante esta situación.
158
“La angustia y lo que escuchamos en el día a día nos afecta… es muy importante elaborar
y trabajar sobre ello, y ser conscientes de que esto puede interferir en nuestra vida personal y
laboral”.
Para entender los efectos de ser testigo no basta con preguntarse qué se sabe sobre
la violencia, sino que es necesario interrogarse sobre qué no se sabe de uno mismo en
relación con efectos de ser testigo de violencia. La intervención psicológica con una
víctima de violencia de género está saturada de elementos emocionales tanto
constructivos como destructivos, que pueden ser de una gran intensidad e inundar al
profesional máxime si no los ha detectado y se ve invadido por ellos, lo que puede
bloquear su capacidad para gestionar los sentimientos que le dominan y no comprende y
que, en todo caso, hacen peligrar la intervención con la mujer a quien está atendiendo.
Estos efectos emocionales que pueden saturar la relación terapéutica son variados y de
distinto signo; por un lado puede haber aceptación. solidaridad, compromiso, deseos de
ayudar, lástima y compasión, y por otro lado puede darse aislamiento, rechazo, temor y
hostilidad.
“Yo había trabajado con niños y cuando empecé a trabajar en esto empecé a pensar que el
mundo de los adultos también era una mierda”.
159
trabajan en violencia y que constituyen uno de los colectivos más afectados por el estrés.
Hablaremos de los principales síndromes producto del estrés, y revisaremos cómo estos
efectos se manifiestan en la intervención. A continuación, formularemos algunas
estrategias de autocuidado para los profesionales, así como del propio equipo y de las
instituciones a las que pertenecemos, partiendo del exhaustivo trabajo realizado por
Sastre (2012).
Walker (1994) define los siguientes efectos en los profesionales que trabajan con
personas sometidas a violencia:
160
agotamiento físico, emocional y mental, despersonalización y falta de logros personales,
causado por el involucramiento en situaciones emocionalmente demandantes durante un
tiempo prolongado. El burnout es un proceso (más que un estado), y es progresivo. Un
profesional en el desarrollo de su profesión atraviesa cinco etapas:
“Yo creía que si le dedicaba todo mi tiempo al trabajo encontraría soluciones a la situación
de las mujeres. Me di cuenta de que estos pensamientos invadían también mi vida privada, y me
quedé sin tiempo”.
161
2. Respuesta silenciadora. Si el profesional escucha un relato abrumador puede,
de forma defensiva, cambiar la dirección de dicho relato hacia una temática
menos perturbadora para él. Estas respuestas profesionales son relativamente
frecuentes, y dificultan enormemente la detección de la violencia,
contribuyendo a su invisibilización en el profesional y en la propia víctima.
“Yo me indignaba y me cabreaba con cada cosa que me contaban las mujeres”.
“En mi ejercicio profesional, he tenido sentimientos hacia las mujeres que solo me he
atrevido a compartir en el contexto de la supervisión”.
162
5. Frustración. Otro de los motivos frecuentes de la hostilidad profesional tiene
relación con el difícil manejo de la frustración que en ocasiones generan las
intervenciones con víctimas de violencia de género. El profesional, para
defenderse de su impotencia y su vulnerabilidad, puede dirigir sus ataques
hacia ellas, haciéndolas responsables de sus dificultades, de la falta de
compromiso con el tratamiento, del lento avance… Estrecha relación con la
frustración tiene la cuestión de los fracasos o los abandonos del tratamiento.
“Recuerdo al principio de empezar a trabajar en violencia el caso de una mujer con la que
estuve en tratamiento mucho tiempo, no avanzaba, no se implicaba y yo sentía rabia. Y el
problema no estaba en la mujer, estaba en mí porque sus necesidades no eran las mías, no
estaba preparada para trabajar la violencia”.
“Muchas mujeres me dicen que el día anterior a venir al centro tienen pesadillas, y que
cuando van acercándose al centro empiezan a sentirse fatal, muy nerviosas y revueltas…”.
163
Y estas circunstancias, que son válidas para cualquier tratamiento
psicoterapéutico, cobran más relieve cuando hablamos de víctimas
traumatizadas que, a lo largo de la terapia, deberán enfrentarse a lo más
doloroso, a lo más temido, a lo que creían haber olvidado y no quieren
recordar, a lo que ni siquiera pueden ni desean poner en palabras.
Por lo tanto, uno de los motivos más habituales del abandono del
tratamiento lo constituye la evitación del sufrimiento psicológico: la necesidad
de alejarse de lo que es vivido como una amenaza o peligro para el psiquismo,
y para protegerse de ese dolor.
En otras mujeres puede darse el proceso contrario. Ante su alto nivel de
angustia, los primeros encuentros profesionales y la escucha y el apoyo que allí
encuentra, le hacen sentir tan aliviada que considera cumplido su objetivo y
abandona la intervención.
Aún nos queda mencionar otro aspecto importante que afecta a las
mujeres víctimas de la violencia de género y a su adhesión a los tratamientos.
Las mujeres afectadas muy frecuentemente están en un momento de sus vidas
plagado de dificultades concretas, y en muchos casos difícilmente abordables y
que comprometen muy seriamente su recuperación: dificultades económicas
debidas a la separación, dificultades con sus hijos también afectados por la
situación que están viviendo, en ocasiones problemas con el trabajo (el acoso
del agresor les obliga a cambiar de trabajo, la multitud de gestiones que deben
llevar a cabo les impiden continuar trabajando con normalidad, así como su
mala salud física o psíquica) y, probablemente lo más difícil de todo, verse
inmersa en unos procedimientos judiciales sin fin que van minando su
resistencia en espera de una resolución que no siempre les será favorable, y
que en ocasiones les lleva a ser víctimas del propio sistema que les ampara.
Todo este proceso sume a las mujeres y a sus hijos en un estrés de tal
magnitud, que en muchas ocasiones no pueden ocuparse de nada más que lo
que la realidad les demanda día a día, por lo que posponen todo lo relativo a su
salud física o emocional. No es de extrañar entonces que algunas mujeres
dejen el tratamiento.
Cualquier psicoterapeuta conoce las resistencias al tratamiento y lo que
provocan. Los profesionales que intervenimos con víctimas de trauma lo
conocemos en mayor medida.
Cuando una mujer deja el tratamiento se queda casi siempre en una
situación de riesgo y, para contrarrestarlo en la medida de lo posible, es
necesario que el profesional informe adecuadamente a la mujer de qué es lo
que puede esperar de un proceso terapéutico: cómo se va a sentir, que
164
dificultades va a encontrar, que resistencias van a aparecer.
Aún contando con esta información, la mujer puede decidir dejar el
tratamiento, y es entonces cuando nuestra frustración como profesionales entra
en juego como hemos visto anteriormente. Es en este momento cuando se
puede poner a la mujer en riesgo interpretando el abandono de la intervención
como un fracaso de la mujer. Si lo hacemos así, la mujer perderá la confianza
en sí misma, en el profesional y en la futura ayuda que podrá recibir.
Por lo tanto, a pesar de la frustración, de la decepción, de las dudas, los
profesionales deberán quedar siempre disponibles para la mujer; deberán
hacerle saber que, aunque no haya podido seguir adelante en ese momento,
siempre podrá acudir a ellos en busca de ayuda, y recalcaremos que esto no
supone un fracaso, sino una parte del proceso.
Este proceso se ha llamado “ruptura evolutiva” y supone entender que las
mujeres víctimas de violencia de género tal vez no puedan acabar con la
relación de abuso de una vez por todas, sino que necesitan de varios intentos,
de pasos adelante y de pasos atrás, y este proceso deberá ser sostenido por los
profesionales que les atienden. Para ello es necesario poder gestionar
adecuadamente la propia frustración, y el conocimiento de estas singularidades
puede ayudar a conseguirlo.
El rechazo y la hostilidad son, por tanto, algo frecuente y que se puede
expresar de distintas formas, no siempre evidentes: el aislamiento y la falta de
implicación y compromiso, la supuesta neutralidad, la rigidez y el blindaje
emocional y la falta de credibilidad de las víctimas.
Así, como profesionales podemos asumir determinados comportamientos
que interferirán con nuestras intervenciones:
165
aspectos deficitarios del profesional.
La sobreimplicación borra los límites entre profesional y mujer a quien se
atiende, potencia el riesgo de identificaciones masivas, reduce la eficacia
profesional, aumenta la probabilidad de aparición de efectos nocivos en el
profesional, todo lo cual revierte negativamente en la intervención, y por tanto
en la recuperación de la mujer.
Como puede observarse, son los dos extremos del compromiso en el vínculo con
una mujer –desde el rechazo hasta la sobreimplicación– a quien estamos atendiendo, los
que entrañan más riesgo para el éxito de la intervención. Buscar la distancia óptima en
nuestras intervenciones constituye uno de los aspectos de mayor importancia en nuestra
tarea.
Una vez más, por tanto, insistimos en la importancia capital del vínculo y del
posicionamiento actitudinal de los profesionales que atienden a las mujeres víctimas de la
violencia de género, así como en la necesidad de la permanente revisión y
cuestionamiento personal y profesional.
Es importante poder formar parte de un equipo con el que se pueda compartir y
contrastar las dificultades del propio trabajo y poder cuestionar nuestras propias actitudes
y emociones, tratando de poner claridad en nuestra actuación.
Así como evaluamos el riesgo en el que se encuentra una mujer que sufre maltrato,
también debemos evaluar los riesgos que tiene para nosotras ser testigos de esa violencia,
saber cómo me afecta lo que percibo, qué riesgos, qué peligros tiene para mi esta
situación y cuáles son sus consecuencias.
En algún momento del trabajo se hace inevitable preguntarse cómo me está
afectando el hecho de trabajar con relatos de violencia y cómo se manifiestan sus efectos
en mi vida. Enfrentarse cada día a lo que no funciona nos puede llevar a contaminar
nuestra manera de ver la vida, nuestras esperanzas en el ser humano. Cuando esta
mirada se instala en nuestra vida quizá sea mejor replantearse el trabajo porque si no
atendemos a este aspecto podemos transmitir un cierto pesimismo en estas mujeres en
vez de inyectar esperanza y confianza en la vida y en sus capacidades y posibilidad de
cambio.
Probablemente ser testigos de la violencia tiene un límite en el tiempo, no podemos
esperar a que llegue un momento en el que no nos afecte escuchar relatos sobre maltrato.
De producirse esta situación, probablemente terminaríamos somatizando lo que no
podemos nombrar, afectando negativamente a nuestro trabajo.
Estar alerta de hasta dónde podemos ser testigos de la violencia y cuándo tenemos
que darnos un tiempo para valorar o evaluar nuestro trabajo. Trabajar con violencia tiene
un riego inevitable, por lo que es necesario atender y cuidar nuestra salud. A
166
continuación, trataremos este punto en un apartado dedicado al cuidado de los
cuidadores, en el que abordaremos cómo atender a estos aspectos.
Lo humano nos termina tocando y nada de lo que le ocurre a una persona es ajeno a
nuestras vidas. Tenemos que seguir dándole un espacio a nuestros sueños, y cuando ya
se han contaminado y nos cuestionamos nuestra confianza en la vida, quizás aquí
tenemos que poner conciencia en nuestras limitaciones.
Cuando el trabajo es generador de una angustia insostenible hay que pararse,
hacerse un chequeo. La forma en la que podemos enfrentar la frustración es pararse a
tratar de entender qué está pasando, qué mecanismos (tanto de identificación como de
defensa) están en la base de la intervención. Supervisar con un equipo, escucharnos, no
olvidar que no podemos hacer el trabajo de nadie, ni somos las salvadoras de las mujeres
que atendemos, que podemos lo que podemos y la mayor parte de las veces es suficiente
con “estar”, escuchar con presencia, acompañarlas hasta donde podamos y aceptar que
también, como ellas, tenemos limitaciones.
Otro aspecto que hay que señalar es cómo se manifiestan los efectos de ser testigos
de la violencia dentro de un equipo de trabajo. Bleger (1966) advirtió que las
instituciones tienden a adoptar las mismas estructuras de los problemas que tienen que
enfrentar. Así, el peligro es no tener en cuenta las consecuencias que puede provocar la
atención a víctimas de violencia de género en las personas que integran estos equipos.
Dentro de un grupo de trabajo pueden darse momentos generadores de tensión que
pueden invadir y trascender a todas las personas que lo integran. Nos referimos tanto a
situaciones derivadas del funcionamiento del propio grupo, como a situaciones altamente
estresantes que se generan en la intervención psicológica y demandan una respuesta
rápida: crisis de ansiedad, descompensación emocional, crisis nerviosas, llanto
incontrolado…que suceden como resultado de la expresión de los hechos violentos que
contiene el discurso de la violencia. La acumulación de unas y otras acaban por alterar el
funcionamiento del todo el equipo, generando tensiones y desacuerdos tanto internos
como externos en relación a la forma de intervenir, sumándose a los efectos de ser testigo
mencionados anteriormente.
El malestar generado puede buscar su expresión dentro de las personas del equipo de
trabajo proyectándose, inconscientemente, este malestar y dando como resultado
situaciones conflictivas. Velázquez (2003) señala entre otras:
167
Los malos tratos ejercidos desde la coordinación o la dirección del equipo
sobre algunos profesionales o áreas de trabajo. Los pactos y alianzas entre la
coordinación y los subgrupos.
Las dificultades de comunicación que llevan a los sobreentendidos, los malos
entendidos, a los silencios, a no poder escucharse, a las críticas, a los rumores
de pasillo, a las complicidades y secretos.
El surgimiento de reiteradas discrepancias, la dificultad para llegar a acuerdos
grupales y, en consecuencia, la aparición de suspicacias, conductas de
desconfianza, discusiones, enfrentamientos y rivalidades.
5.3. Autocuidados
¿Qué podemos hacer para cuidarnos y qué pueden hacer para cuidarnos? Vamos a
empezar por el autocuidado individual, aquel que está más en nuestras manos y sobre el
que tenemos toda responsabilidad, teniendo como referencia las aportaciones de Sastre
(2012). Esta cuestión no es algo que tengamos presente cuando empezamos a trabajar
con situaciones de violencia de género. En un principio, la falta de experiencia, de
formación o el escaso tiempo de exposición a la violencia hace que no seamos
conscientes de que esta daña y genera dificultades como las anteriormente descritas. Con
el tiempo empezamos a identificar diferentes malestares físicos y psíquicos que tienen
que ver con nuestro desarrollo profesional, y que en ningún momento relacionamos con
él. Es importante poner conciencia y plantear cómo nos cuidamos, y cómo esto incide en
nuestro trabajo y entorno.
Cuidarse es un deber ético que requiere una tarea constante de atención; consiste en
mantener un equilibrio entre lo físico y lo emocional, proporcionándose todo tipo de
cuidados que puedan favorecer que esto sea así, desde el deporte, la meditación, el
yoga… hasta el trabajo personal a través de la psicoterapia, los espacios de autoayuda, la
formación y la supervisión.
Bleger (1977) recomienda:
168
puede dejar de sentir. Las técnicas corporales ayudan a conectar con el sentir,
pero sin la percepción de amenaza.
Compartir las experiencias con el equipo y crear contextos de seguridad
psicológica.
Esclarecer los problemas e intentar modificarlos.
169
Autocuidado desde la perspectiva de género
170
Control. Este concepto se refiere a la creencia de que la conducta que uno
2. muestra influye en cómo se desarrolla la propia vida. Las personas resistentes
no se ven a sí mismas como víctimas indefensas de las circunstancias, sino que
se perciben como los protagonistas de sus vidas, de manera que pueden decidir
e incidir en ellas.
3. Reto. Los cambios se viven como un hecho normal y necesario, y aceptan que
forman parte de la vida y que, aunque a veces resultan desagradables, son
oportunidades únicas para crecer y seguir evolucionando como seres humanos.
Al contrario de lo que se podría pensar, esto no significa que las personas con
personalidad resistente no se estresen como el resto de los seres humanos ante
situaciones difíciles, sino que perciben la situación estresante sosteniéndose en los tres
pilares mencionados, de forma que: se sienten comprometidas y dispuestas a afrontar las
situaciones de la mejor manera posible, están convencidos de que la forma en que se
comporten ante los hechos influirá en cómo estos se desarrollen y conciben el cambio
como una experiencia normal de la que siempre se puede aprender algo. Esta manera de
enfrentarse a la vida hace que su cuerpo muestre menos activación, evitando que
enfermen como respuesta al suceso estresante y les proporciona una buena base para
actuar de forma inteligente y constructiva ante la situación.
Como decíamos al principio, esta responsabilidad de autocuidado no es solo
individual, sino que también han de estar implicados los equipos e instituciones a las que
pertenecemos.
Todas las profesionales que trabajamos en violencia de género sabemos que:
171
compartido.
d) Mantener el compromiso de defender a las profesionales en caso de
ofensas o agresiones.
172
3. Los profesionales sean capaces de visibilizar las distintas formas de violencia,
realizando una valoración de riesgo para conocer los factores asociados al
riesgo de incremento de la violencia, homicidio y suicidio. En este sentido,
Ravazzola (2003) explica, que uno de los fenómenos que hace que se repita la
violencia y no se visibilice es el denominado doble ciego o no vemos que no
vemos. Esta autora defiende que todos los implicados de la violencia,
agresores, mujeres y profesionales, corremos el riesgo de desarrollar una serie
de anestesias y cegueras que implican la invisibilización de la violencia, es
decir, no vemos ni detectamos el malestar y por ello continuamos perpetuando
la situación de violencia. Resulta de gran importancia que las personas que van
a intervenir dispongan de una formación específica en materia de género, para
poder tener mayor capacidad de comprensión y detección acerca de lo que está
sucediendo.
La formación debe tener en cuenta:
Este enfoque nos hace insistir en que tal vez la conclusión final de este texto, el eje sobre el
que se ha sostenido su desarrollo, así como el motivo que nos impulsó a escribirlo sea la
importancia capital que en el tratamiento de las mujeres víctimas de la violencia de género
tiene el posicionamiento actitudinal de los profesionales que las atienden.
Este posicionamiento se sustenta en una actitud sensible, comprometida y con enfoque de
género. Será necesario, por lo tanto, dirigir esfuerzos a la sensibilización, formación y
supervisión de los equipos de profesionales que trabajen en este campo para que puedan
173
desarrollar una mirada para ver la violencia de género.
174
Ideas fuerza
La violencia de género es la que ejercen los hombres sobre las mujeres por el hecho
de serlo, por ser consideradas por sus agresores carentes de derechos mínimos de
libertad, respeto y capacidad de decisión. Asimismo, es violencia de género la que se
ejerce sobre los menores y dependientes de ella con objeto de dañar a la mujer.
Por lo tanto, la violencia de género y la violencia de pareja no son lo mismo. Cuando
hablamos de malos tratos, hablamos de violencia de género en la relación de pareja. Es la
violencia física, psicológica o sexual que sufre una mujer por parte de un hombre cuando
les une una relación de afectividad, pareja o expareja, siempre que se dé una relación
asimétrica, y, por lo tanto, un abuso de poder de manera sistemática del hombre sobre la
mujer.
Hay otros conceptos como violencia conyugal, doméstica o familiar que, desde
nuestro punto de vista, no aportan claridad al tema.
Para resolver estas dificultades de terminología, se sugiere evitar los términos que
dan o pueden dar origen a confusión (doméstico, conyugal, familiar…) y sustituirlos por
otros inequívocos. Una posibilidad de tipo descriptivo es hablar de violencia de género
en la relación de pareja o mujeres maltratadas por su pareja.
En la actualidad entendemos que el concepto de género implica que lo femenino y lo
masculino no está determinado por un hecho biológico (el sexo), sino que es una
construcción cultural. El género es un concepto que implica varias dimensiones como la
física, la psíquica, la social, la política, la cultural, la económica y otras.
175
La causa de la invisibilidad de la violencia de género remite a esa “normalidad” de
determinadas conductas abusivas y a la habituación social a las mismas.
Muchas mujeres que sufren esta violencia, los profesionales que las atienden, y la
sociedad que lo contempla, no consideran como actos violentos las formas iniciales de
esta violencia, ya que o lo minimizan, o lo justifican, o los naturalizan.
Entre las circunstancias invisibles y “normales” que pueden estar atrapando a las
mujeres en relaciones violentas, se sitúan los mandatos de género de la identidad
femenina. En nuestra sociedad, la forma de ser y de sentirse mujer viene determinada
por un estereotipo de feminidad tradicional, en el que lo emocional queda
sobredimensionado, del mismo modo que el impacto que producen las pérdidas amorosas
y las dependencias afectivas.
La función prescriptiva de los mandatos de género se sitúa en el núcleo mismo de la
subjetividad de las mujeres, condicionando su psiquismo, regido por motivaciones,
deseos y prohibiciones, que muchas veces escapan a su conciencia.
Muchas veces, las mujeres que sufren o han sufrido violencia a manos de su pareja,
se comportan de maneras difíciles de comprender para quienes no están familiarizados
con estas situaciones. En ocasiones, su conducta escapa de la lógica habitual, o
contraviene la lógica “esperable” en una situación de maltrato. Es decir, o no se
comprenden las manifestaciones observables en la mujer (y entonces, muy
frecuentemente, se malinterpretan y se les otorgan falsas atribuciones), o lo que
observamos en las mujeres no encaja con la idea estereotipada de cómo debe ser una
mujer maltratada.
Habitualmente, son dos los aspectos que más llaman la atención en el encuentro con
una mujer maltratada: su estilo de comportamiento y sus sentimientos hacia el agresor.
176
Estas circunstancias, los sentimientos que expresa, la incapacidad de separarse, el
“aguante” de situaciones insostenibles, unido a comportamientos de difícil comprensión,
como la pasividad, el desinterés, la negación del maltrato… hacen que en muchas
ocasiones no se entienda a una mujer víctima de la violencia de género y que el
encuentro con ella se malinterprete.
Los primeros actos violentos suelen aparecer en el inicio de la relación, son de baja
intensidad en los primeros momentos, pero, poco a poco van aumentando sutilmente,
alternándose con manifestaciones amorosas. En este momento de la relación no hay
conciencia de maltrato. Lentamente se va creando un clima emocional de confusión,
temor y coacción.
– Indefensión aprendida.
– Síndrome de Estocolmo (Sies-d).
177
– Aprendizaje de pautas de maltrato y victimización.
– Ciclo de la violencia.
– La unión traumática.
– Persuasión coercitiva. Mecanismos de coerción.
Las consecuencias sociales más comunes que aparecen en las mujeres, y que tienen
mucho que ver con la percepción negativa que tienen de ellas mismas son entre otras, el
absentismo y descenso del rendimiento y la competencia laboral, pérdida de empleo,
disminución de vida saludable, falta de participación, riesgo de pobreza y exclusión, las
dificultades de integración y sobre todo, el aislamiento.
Las repercusiones psicopatológicas más frecuentes de la violencia de género que
pueden darse son:
– La depresión.
– Ideas e intentos de suicidio.
– Trastorno de estrés postraumático.
– Trastornos del sueño.
– Sentimientos de inutilidad y culpa.
– Rabia.
– Disociación.
Cuando unimos todos los síntomas que pueden aparecer, podemos hablar de la
178
existencia de un síndrome de mujer maltratada, que se caracteriza por:
La principal dificultad que encuentra una mujer que sufre violencia por parte de su
pareja para separarse es que les une una relación afectiva, con la enorme complejidad
que esto conlleva.
Para las mujeres, el amor no es solo una experiencia posible, es la experiencia que
nos define. Las mujeres hemos sido configuradas socialmente para el amor, hemos sido
construidas por una cultura que coloca el amor en el centro de nuestra identidad. Se vive
el amor como un mandato de género.
Hay una serie de características que son comunes en todos los modelos, que
explican la dificultad que tienen las mujeres para poder abandonar una relación de
violencia de género: el estado caótico que esta provoca, la arbitrariedad y el
reforzamiento intermitente.
179
– La subjetividad de la mujer: sus vivencias y antecedentes personales, sus
experiencias infantiles, sus fantasías, sus rasgos de carácter, sus fortalezas, sus
conflictos, sus temores, sus motivaciones, todo ello le hará vivir la experiencia del
maltrato de una manera única y diferente al resto de las mujeres, todo ello
determinará su reacción ante una situación de maltrato.
– El sometimiento a los mandatos de género: uno de los mandatos consiste en el
éxito del amor, de la pareja, de la familia, del “para siempre”, hasta tal punto que si
no lo consiguen, se sienten fracasadas de forma integral, como seres humanos, y
deben enfrentarse al vacío de la pérdida del guion de su vida.
– El ideal del amor romántico: que les lleva a aguantar cualquier cosa por amor,
incluso en detrimento de sí mismas.
– Los propios efectos del maltrato: el estrés postraumático complejo explicaría
muchas de las situaciones en las que la mujer queda atrapada: vergüenza y culpa,
idealización del agresor, sensación de indefensión, fallos en los mecanismos de
autoprotección.
– Las propias dinámicas del maltrato: como por ejemplo, el ciclo de la violencia, la
indefensión aprendida o la persuasión coercitiva, que hacen referencia
fundamentalmente al estado caótico y parálisis que provoca la arbitrariedad y el
reforzamiento intermitente, que sume a la mujer en el desconcierto y la confusión.
– El miedo y otras emociones: el miedo basta por sí solo para mantener a una mujer
bajo control. Pero también la mantienen atrapada otras emociones como la culpa,
la vergüenza, el enamoramiento…
– Las dificultades sociales: los largos procesos judiciales, la dependencia
económica, la falta de red de apoyo no facilitan la decisión de una mujer de
abandonar la relación violenta.
– Darse cuenta.
– Construir el relato.
– Elaborar el duelo y la pérdida.
– Favorecer la reconexión con la vida.
180
Más que en otros casos, las víctimas de violencia de género pueden beneficiarse de
la actuación conjunta de un tratamiento individual orientado a las necesidades específicas
de cada una de ellas, y de una terapia grupal generadora de una cohesión social, un
tratamiento de los síntomas comunes y una información de la compleja situación que les
atañe.
– La identidad femenina.
– Autoconocimiento y autoestima.
– Las relaciones materno filiales.
– Obstáculos para el cambio.
– Salud y vida cotidiana.
– Manifestaciones de los malos tratos.
– Cuestiones de género.
– Dinámicas de las relaciones violentas.
– Hombres violentos.
– Las secuelas de la violencia.
– Genograma.
– Los hijos y la violencia de género.
– Claves de prevención.
181
– La seguridad de la mujer.
– Su empoderamiento.
– Retomar el control de su vida.
El primer paso para iniciar un tratamiento con una mujer víctima de violencia de
género consiste en establecer un buen vínculo terapéutico en el que ella pueda confiar y
sentirse segura y acogida. Solo en este clima cuidadoso se podrán explorar aspectos de su
experiencia que le resultarán dolorosos.
La resolución de los duelos implica poder elaborar los distintos tipos de pérdidas que
se dan en la violencia de género, siendo algunas parciales o “ambiguas”.
182
La representación que pueda tener una madre afectada por violencia de género de su
bebé, puede tener una incidencia negativa en la constitución del vínculo materno-filial.
Es importante poder evaluar a todo el grupo familiar y tomar en cuenta los diversos
ámbitos de su cotidianeidad.
183
Los materiales para trabajar con niños, niñas y adolescentes deben resultarles
cercanos, accesibles y muchas veces con componentes lúdicos.
Los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género son una población
con marcados factores de riesgo, que se beneficiarían de intervenciones que deberían
abarcar también los tres niveles de prevención.
184
Hemos visto como el vínculo es uno de los aspectos más importantes de la
intervención. Por ello son los dos extremos en el vínculo con la mujer –desde el rechazo
hasta la sobreimplicación– los que entrañan más riesgo. Buscar la distancia óptima en las
intervenciones constituye uno de los aspectos de mayor importancia en nuestra tarea para
el éxito de la intervención.
185
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197
Índice
Anteportada 2
Portada 5
Página de derechos de autor 7
Índice 9
Relación de autoras 11
Prólogo 13
Introducción 15
1. Los conceptos 19
1.1. Concepto de violencia de género 19
1.2. Contexto sociocultural de desigualdad. La socialización diferencial 25
1.3. Invisibilización y naturalización de la violencia de género 29
2. La violencia de género: cómo se genera y se mantiene. Su efecto
33
en la vida de las mujeres
2.1. Origen de la violencia contra las mujeres 35
2.2. Dinámica y mantenimiento de la violencia 38
2.2.1. Dinámica de la violencia 38
2.2.2. Modelos explicativos 49
2.2.3. Dificultades para abandonar una relación violenta 56
2.3. Efectos de la violencia de género en la salud 73
2.3.1. Efectos en la salud física 73
2.3.2. Efectos en la salud psicológica 74
2.3.3. Efectos sociales 81
2.4. La paradoja de la mujer maltratada 83
2.4.1. Su estilo de comportamiento 84
2.4.2. Su concepción del amor, sus sentimientos hacia el agresor 87
3. La intervención psicológica con mujeres víctimas de violencia de
90
género
3.1. Modelos de intervención: principios básicos y objetivos 90
3.2. Nuestra propuesta del proceso de intervención psicológica 95
3.2.1. Establecimiento del vínculo terapéutico 96
3.2.2. Proceso de evaluación 99
198
3.2.3. Tratamiento por fases 103
3.2.4. Intervención grupal 124
4. Los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de
128
género
4.1. Introducción 128
4.1.1. Distintas denominaciones de esta nueva forma de maltrato 129
4.2. Consideraciones desde el punto de vista del apego y el trauma 131
4.2.1. Los duelos 134
4.2.2. Resiliencia 136
4.3. Consecuencias de la exposición a la violencia de género 137
4.3.1. Impacto de la violencia de género en la madre gestante y en las primeras
137
etapas de la vida
4.3.2. Impacto de la violencia de género en las etapas evolutivas 138
4.3.3. Impacto de la violencia de género sobre el desempeño del rol maternal 141
4.3.4. Implicaciones del divorcio sobre los vínculos paterno–materno–filiales en
141
los casos de violencia de género
4.4. Evaluación 145
4.4.1. Cómo llegan a consulta los niños, niñas y adolescentes expuestos a la
145
violencia de género. Servicios en los que pueden participar
4.4.2. Métodos de evaluación 146
4.4.3. Modelo propuesto de material básico para una evaluación 146
4.5. Posibles intervenciones con madres gestantes; madres, niños, niñas y
149
adolescentes expuestos a la violencia de género
4.5.1. Intervención con madres gestantes y la díada bebé 149
4.5.2. Intervención con niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de
151
género
4.5.3. Intervención con madres y sus hijos e hijas 152
4.5.4. Intervenciones con adolescentes 152
4.5.5. Intervenciones con las madres 153
4.5.6. Cómo se pone en juego el proceso de intervención en un caso práctico 153
4.6. La cuestión de la transmisión intergeneracional de la conducta violenta.
154
Posibilidades de prevención
5. Los profesionales 157
5.1. La importancia de los profesionales que intervienen con víctimas de
157
violencia de género
5.2. Los efectos de ser testigo 158
199
5.3. Autocuidados 168
5.4. La formación de los equipos profesionales 172
Ideas fuerza 175
Bibliografía 186
200