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© Inmaculada Romero Sabater (coord.)
Rebeca Álvarez López
Sofía Czalbowski
Trinidad N. Soria López
María Teresa Villota Alonso

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cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

ISBN 978-84-907777-9-4

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Solo se ve lo que se mira y solo se mira
lo que se está preparado para ver

Alphonse Bertillon

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Índice

Relación de autoras

Prólogo

Introducción

1. Los conceptos
1.1. Concepto de violencia de género
1.2. Contexto sociocultural de desigualdad. La
socialización diferencial
1.3. Invisibilización y naturalización de la violencia de
género

2. La violencia de género: cómo se genera y se mantiene. Su efecto en la vida de


las mujeres
2.1. Origen de la violencia contra las mujeres
2.2. Dinámica y mantenimiento de la violencia
2.2.1. Dinámica de la violencia. 2.2.2. Modelos explicativos.
2.2.3. Dificultades para abandonar una relación violenta.
2.3. Efectos de la violencia de género en la salud
2.3.1. Efectos en la salud física. 2.3.2. Efectos en la salud
psicológica. 2.3.3. Efectos sociales.
2.4. La paradoja de la mujer maltratada
2.4.1. Su estilo de comportamiento. 2.4.2. Su concepción del
amor, sus sentimientos hacia el agresor.

3. La intervención psicológica con mujeres víctimas de violencia de género


3.1. Modelos de intervención: principios básicos y
objetivos
3.2. Nuestra propuesta del proceso de intervención
psicológica
3.2.1. Establecimiento del vínculo terapéutico. 3.2.2. Proceso de
evaluación. 3.2.3. Tratamiento por fases 3.2.4. Intervención
grupal.

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4.2.1. Los duelos. 4.2.2. Resiliencia.
4.3. Consecuencias de la exposición a la violencia de género
4.3.1. Impacto de la violencia de género en la madre gestante y en las primeras etapas de
la vida. 4.3.2. Impacto de la violencia de género en las etapas evolutivas. 4.3.3. Impacto
de la violencia de género sobre el desempeño del rol maternal. 4.3.4. Implicaciones del
divorcio sobre los vínculos paterno–materno–filiales en los casos de violencia de género.
4.4. Evaluación
4.4.1. Cómo llegan a consulta los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de
género. Servicios en los que pueden participar. 4.4.2. Métodos de evaluación. 4.4.3.
Modelo propuesto de material básico para una evaluación.
4.5. Posibles intervenciones con madres gestantes; madres, niños, niñas y
adolescentes expuestos a la violencia de género
4.5.1. Intervención con madres gestantes y la díada bebé. 4.5.2. Intervención con niños,
niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género. 4.5.3. Intervención con madres y
sus hijos e hijas. 4.5.4. Intervenciones con adolescentes. 4.5.5. Intervenciones con las
madres. 4.5.6. Cómo se pone en juego el proceso de intervención en un caso práctico.
4.6. La cuestión de la transmisión intergeneracional de la conducta violenta.
Posibilidades de prevención

5. Los profesionales
5.1. La importancia de los profesionales que intervienen con víctimas de
violencia de género
5.2. Los efectos de ser testigo
5.3. Autocuidados
5.4. La formación de los equipos profesionales

Ideas fuerza

Bibliografía

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Relación de autoras

Inmaculada Romero Sabater (Coord.)


Psicóloga especializada en violencia de género y psicoterapia psicoanalítica. Trabajó
durante 18 años en un centro de acogida para mujeres maltratadas de la Comunidad
de Madrid. Actualmente, es psicóloga de la Dirección General de la Mujer de la
Comunidad de Madrid, coordinando los recursos de atención psicológica a las
mujeres víctimas de violencia de género, así como docente en distintas instituciones
en materia de violencia de género. Es autora de diversas publicaciones especializadas
en materia de violencia de género.

Rebeca Álvarez López


Psicóloga especializada en violencia sexual contra las mujeres. Especialista en
psicotraumatología y en prevención de violencia de género. Ha trabajado en la
Dirección General de la Mujer en la Subdirección de Asistencia a Víctimas de
Violencia de Género de la Comunidad de Madrid. Investigadora y formadora en
materia de igualdad de oportunidades, violencia de género y violencia sexual.
Actualmente psicóloga en CIMASCAM (Centro de Atención a Mujeres Víctimas de
Violencia Sexual de la Comunidad de Madrid).

Sofía Czalbowski
Psicóloga especialista en niños y su familia. Ha trabajado en el programa MIRA de la
Red de Centros de la Comunidad de Madrid y ha estado dirigiendo el Servicio de
atención a menores hijos e hijas de víctimas de violencia de género de Alcorcón.
Investigadora de Save the Children en la Comunidad de Madrid para el proyecto
Daphne de la Unión Europea en la temática de la infancia expuesta a la violencia de
género. Autora de libros para la sensibilización y prevención de la violencia de
género y de diversas publicaciones sobre el tema.

Trinidad N. Soria López


Psicóloga especialista en psicología clínica y en psicoterapia. Especializada en
psicotraumatología (trauma complejo y disociación), psicología positiva y terapia de
reencuentro. Veinte años de experiencia en psicoterapia individual, grupal y
comunitaria con mujeres víctimas de la violencia de género. Docente y formadora en
entidades públicas y privadas relacionadas con la violencia de género y la psicología

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clínica y de la salud. Actualmente es psicóloga y coordinadora técnica del Punto
Municipal del Observatorio Regional de la Violencia de Género (PMORVG) de Las
Rozas (Madrid).

María Teresa Villota Alonso


Psicóloga especializada en violencia de género, así como en diagnóstico y
tratamiento, psicoterapia psicoanalítica. Ha trabajado coordinando el Punto
Mancomunado del Observatorio de Violencia de Género en la Sierra Norte de
Madrid. Responsable de la coordinación técnica del Programa Mira, atención
individual y grupal de mujeres maltratadas. Actualmente trabaja en el PMORVG
Missem (Mancomunidad Intermunicipal de Servicios Sociales del Este de Madrid)
en intervención con mujeres víctimas de violencia de género, colaborando en talleres
dirigidos a la prevención y sensibilización de la violencia de género.

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Prólogo

Comienzo planteando que este es un libro riguroso, abarcativo de las variadas (y son
muchas) facetas que pueden incluirse en un análisis exhaustivo sobre la violencia de
género, pero, sobre todo, que es un texto necesario.
Porque lleva su marca en el orillo. Resulta evidente que está escrito por personas
que saben “qué se traen entre manos”. Que han dedicado mucho esfuerzo para integrar
enfoques, aclarar conceptos, actualizar datos. Y que, cuando anticipan que tratarán de
pronunciarse con claridad, es porque se atreven a hacerlo. O sea, se comprometen a
implicarse con uno de los puntos neurálgicos más polémicos: reconocer que la
perspectiva de género no solamente es útil, sino indispensable para entender en
profundidad de qué se trata.
Así lo plantean e indagan sobre:

Por qué no es indiferente lo que se piense sobre el origen y las causas de la


violencia de género
Por qué todos los modelos no son igualmente válidos.
Por qué es necesaria la capacitación personal específica en la materia.

De modo que no hay lugar a malentendidos, como lo apuntan “la intervención que
realicemos con las mujeres víctimas de violencia depende fundamentalmente de cómo
nos posicionemos los profesionales”, lo cual no permite escudarse detrás de la socorrida
frase que define a la violencia como estructural sin detenerse a explicar qué se pretende
decir con ello.
Habrá entonces que recalar en la primera infancia, abordar la socialización
diferencial y rastrear los gérmenes de la desigualdad que se van sembrando
paulatinamente en una cultura predominantemente machista y patriarcal como la nuestra.
Recorrer los ítems de cómo se va construyendo una subjetividad femenina
“abonada” en ideales de cuidado al otro, al sometimiento como contrapartida de la
docilidad, a mandatos confusos y contradictorios sobre el ejercicio de la agresividad en
tanto chicas y después mujeres, al sostenimiento de la “ilusión del amor romántico”
como anhelo insustituible. Este nos va guiando, incluyendo mitos y prejuicios que
obstaculizan la visibilización de esta aberrante modalidad de discriminación,
desvalorización o deshumanización de quienes la padecen.
Nos va abriendo una a una las muñecas rusas de las emociones: la del miedo, la de
la vergüenza, la de la culpa… dejando al descubierto los efectos de la violencia en toda

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su dimensión. Una aproximación acertada y comprensible de los cuadros de estrés
postraumático y otras posibles secuelas psicopatológicas. Pero, además, aporta un
modelo de intervención que marca cuáles serán las condiciones y objetivos desde los
cuales puede pensarse este proceso, comparando diferentes propuestas.
Subraya la importancia del vínculo terapéutico como lo que es: el espacio para
reconstruir una representación de si misma, tan dañada, que solamente desde la
confianza, aunque sea muy frágil, puede restablecer otra modalidad de relación, siendo
escuchada y legitimada en la dolorosa experiencia que narra, contenida y acompañada en
la búsqueda de una significación que alivie el sinsentido.
Como bien dicen las autoras, colaborando en este “ponerle palabras” hasta poder
integrar lo sucedido en un relato que vaya cicatrizando las heridas, que deje abierto un
nuevo proyecto de vida donde lo vivido no esté negado ni disociado, sino que forme
parte de los avatares de una existencia que se propone encontrar otros caminos, inciertos,
sin duda, porque la lectura del texto revela claramente la complejidad inherente a un tema
que nos compete y nos compromete. Incluso, en tanto que testigos de la violencia,
integrando equipos e instituciones donde, circulan continuamente la violencia y su
“radiactividad”.

Este es un libro que, en síntesis, describe, explica y enseña a pensar en la violencia


de género como lo que es: una lacra a la que estamos expuestas aún no queriendo
saberlo.

Nora Levinton Dolman. Psicoanalista


Doctora en Psicología. Experta en subjetividad femenina

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Introducción

Son muchos los cambios sociales y legislativos que se han producido en nuestro país en
los últimos tiempos en el ámbito de la violencia de género, en cuanto a medidas de
sensibilización, prevención, protección e intervención. Con la entrada en vigor en el año
2004, de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral
contra la Violencia de Género y la puesta en marcha de las distintas leyes autonómicas en
materia de violencia de género, se han iniciado diversas acciones dirigidas a la protección
integral y a la prestación de atención a las mujeres víctimas de violencia de género. Las
leyes recogen un conjunto integral de medidas encaminadas a garantizar los derechos
sociales y económicos, estableciendo un sistema integral institucional, coordinando los
recursos e instrumentos de los poderes públicos, favoreciendo la colaboración de
entidades y organizaciones sociales y promoviendo medidas de sensibilización,
prevención y detección de la violencia.
Pero, a la vez que ha habido muchos avances, como en cualquier proceso de
cambio, hay retrocesos y resistencias. En este sentido, advertimos un cierto hartazgo en
la sociedad con respecto a los temas de igualdad y de violencia contra las mujeres, como
si ya hubiéramos alcanzado la igualdad real entre mujeres y hombres, y no hubiera nada
más que reivindicar. Da la impresión de que algunos sectores de la sociedad se han
saturado con los datos estremecedores de la violencia contra las mujeres y se detecta una
cierta corriente en contra, expresada a través de afirmaciones como:

Las cifras están hinchadas y deformadas.


Las leyes defienden de forma injusta a las mujeres.
Las mujeres ponen denuncias falsas.
Las mujeres manipulan y mienten.
Quienes realmente maltratan son ellas.
Las mujeres obtienen beneficios por ser víctimas.

Y en un largo in crescendo va aumentando el tono denigrante hacia las mujeres.


Ante estas actitudes, se empezó hablando de una corriente neomachista, pero tal vez
sea más acertado decir que se trata del machismo de siempre, que ante las amenazas que
supone el movimiento de las mujeres, se ha reafirmado.
Esta corriente podría estar afectando del mismo modo a los profesionales y las
profesionales (en adelante, utilizaremos la denominación profesionales para referirnos
tanto a hombres como a mujeres). De alguna manera, el campo de la violencia de género

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se ha popularizado, se ha puesto tristemente de moda y, por lo mismo, se ha trivializado.
Si a esto añadimos el descrédito de las posiciones feministas, y de los “asuntos de
mujeres” en general, vemos como cada vez más profesionales, sin formación específica
y generalmente sin experiencia en este ámbito en concreto, se acercan al campo de la
violencia de género y ejercen y actúan sin la capacitación necesaria, a nuestro juicio, para
una intervención óptima. Añadamos también, que en la violencia de género, es donde
más presentes están todos los prejuicios, ideas irracionales y estereotipos que, si no se
revisan y se cuestionan personalmente, en un esfuerzo de introspección y de trabajo
personal, van a filtrarse en la intervención con las mujeres, resultando iatrogénicas.
Por todo ello, necesitamos hacernos algunas preguntas, que nos ayuden a situarnos
en nuestro quehacer profesional.
Este texto trata de pronunciarse con claridad respecto a varias cuestiones en el
ámbito de la intervención psicológica con víctimas de la violencia de género: a la hora de
trabajar con la mujer, ¿es indiferente lo que pensemos acerca de la violencia de género,
sobre su origen y sus causas?, ¿todos los modelos valen por igual?, ¿es realmente
imprescindible tener una perspectiva de género para trabajar la recuperación con una
mujer maltratada?, ¿es necesaria una capacitación personal específica?, ¿cualquier
profesional con cierta formación puede trabajar con víctimas de la violencia de género?,
¿es necesaria una actitud comprometida en defensa de las mujeres, o ese es un tema ya
caduco que nada tiene que ver con el trabajo profesional?, ¿dónde estamos?, ¿hacia
dónde tenemos que ir?
Así, en este texto tratamos de dar respuesta a estas preguntas, intentando, desde
nuestra experiencia y formación, posicionarnos sin ambigüedad con respecto a estas
cuestiones:

Cómo entender la violencia de género y a sus víctimas.


Cuáles nos resultan los modelos psicológicos más pertinentes.
Cómo diseñar un tratamiento para víctimas de la violencia de género.
Qué capacitaciones especiales deberían tener los profesionales que atienden a
estas víctimas.

Este texto está dirigido tanto a profesionales que estén empezando su práctica con
mujeres víctimas de la violencia de género y, a modo de guía, necesiten un marco general
en el que situarse y desde el cual empezar a cuestionar y pensar, a la vez que adquirir
nociones y técnicas básicas de intervención como también a los que ya tienen experiencia
en este campo, ya que les puede resultar de utilidad compartir las reflexiones de otras
profesionales basadas en su práctica clínica.
Después de muchos años de trabajo al lado de las mujeres, hemos comprobado que

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la intervención que realicemos con las mujeres víctimas de violencia depende
fundamentalmente de cómo nos posicionamos los profesionales. En función de nuestra
actitud ante la violencia de género y ante las mujeres, así interpretaremos quién es la
mujer, qué le está pasando, por qué se mantiene en una relación de violencia, por qué
perdona a su agresor, por qué no denuncia y, dependiendo de cómo nos situemos ante
ella, o bien la culpabilizaremos o por el contrario, le acompañaremos en su proceso de
recuperación. En el primer caso, contribuiremos a su revictimización y a perpetuar la
relación de violencia y sometimiento, condenándola a vivir bajo una situación de
violencia. En el segundo caso, colaboraremos para que la mujer pueda reflexionar y
decidir sobre su situación de violencia, empoderarse y recuperar el control de su vida.
Si la revictimizamos, daremos a entender que el problema está solo en la mujer y la
intervención será solo individual, psicológica o psiquiátrica. Entenderemos que la mujer
es libre y adulta, y por ello, responsable de decidir si sigue con su agresor o no. Si la
acompañamos, tendremos en cuenta que la naturaleza del problema tiene que ver con
aspectos sociales y culturales, es decir estructurales, cuestionando el contexto patriarcal
en el que vivimos; entenderemos que la mujer no es del todo libre, sino que está
aterrorizada y sometida en una relación desigual, legitimada por el propio sistema.
Una vez finalizado este texto, hemos sido conscientes de que nosotras, también,
estamos atrapadas en la misma falla de abordaje que está presente en la sociedad: una
vez más hablamos y pensamos desde las víctimas e invisibilizamos al responsable, el
maltratador. Este mecanismo, protege y refuerza el sistema patriarcal del que es producto
la violencia de género, y protege y refuerza la figura del hombre que ejerce dicha
violencia. Dejamos, para tratar en una reflexión posterior, el tema de los agresores.
Queremos finalizar esta introducción señalando que en este documento
conceptualizamos la violencia de género y un modo de trabajo avalado tanto por nuestra
experiencia profesional como por la investigación, la bibliografía y la evidencia de
muchos años de trabajo por parte de un considerable grupo de profesionales
comprometidos con la violencia de género.
A lo largo del texto aparecen viñetas clínicas, fruto de la recopilación de nuestro
trabajo diario. Las viñetas son utilizadas con fines didácticos y han sido modificadas para
proteger la identidad de las mujeres.
Queremos agradecer especialmente la colaboración de María de Miguel Iglesias, por
haber estado implicada en la creación y desarrollo de este libro en los dos primeros años,
gracias por acompañarnos. A Nora Levinton, por escribir un prólogo lleno de tanta
realidad y cariño. Y a las primeras revisoras externas del texto, Paloma Blázquez Arriaga,
Julia Herce Mendoza, Evelyn Lizana, Belén López Peso y M.a Dolores San Martín
Zorrilla, gracias por el tiempo dedicado.

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1
Los conceptos

1.1. Concepto de violencia de género

Definir una realidad tan compleja como la violencia de género en la relación de pareja
resulta bastante complicado. Prueba de ello, existe una diversidad de términos acuñados
en la literatura científica para referirse a ella. En concreto, las investigaciones publicadas
en habla inglesa se refieren a este tipo de violencia con múltiples denominaciones, siendo
las más frecuentes: domestic violence, violence against women, intimate partner
violence, marital violence, battered women, family violence, wife assault o wife abuse,
entre otras. De la misma manera, las investigaciones en castellano utilizan términos como
violencia de género, violencia contra las mujeres, violencia familiar o intrafamiliar,
violencia doméstica, violencia conyugal, violencia machista o mujeres maltratadas,
principalmente. A pesar de que las diferentes denominaciones que adopta este tipo de
violencia suelen ser utilizadas indistintamente, la realidad es que cada una de ellas sugiere
una idea diferente sobre la naturaleza del problema, sus causas, e incluso sus soluciones
(Alonso, 2007; Medina, 2002).
La Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, adoptada por la
Asamblea General de las Naciones Unidas en 1993 y ratificada en la IV Conferencia
Mundial sobre las Mujeres (Beijing, 1995) define violencia contra las mujeres como
“todo acto de violencia, basado en la pertenencia al sexo femenino, que tenga o pueda
tener por resultado un daño o sufrimiento físico, psicológico o sexual para las mujeres,
así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad,
tanto si se producen en la vida pública como en la privada”. Señala que esta violencia
incluye la violencia física, psicológica y sexual que se produce en la familia, incluidos los
malos tratos, la violación por el marido, el abuso sexual de las niñas en el hogar, la
violencia relacionada con la dote, la mutilación genital femenina y otras prácticas
tradicionales nocivas para la mujer, los actos de violencia perpetrados por otros
miembros de la familia y la violencia referida a la explotación; la violencia física,
psicológica y sexual perpetrada dentro de la comunidad en general: la violación, el abuso
sexual, el acoso y la intimidación sexuales en el trabajo o en instituciones educacionales,
el tráfico de mujeres y la prostitución forzada; Y la violencia física, psicológica o sexual

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perpetrada o tolerada por el Estado, dondequiera que ocurra.
En la Declaración se reconoce, asimismo, que la violencia contra la mujer es una
manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre hombres y
mujeres, que han conducido a la dominación de la mujer por el hombre, a la
discriminación contra la mujer y a la interposición de obstáculos contra su pleno
desarrollo y que es uno de los mecanismos sociales fundamentales por los que se fuerza
a la mujer a una situación de subordinación respecto al hombre.
Esta Declaración marcó un hito histórico por tres razones esenciales. En primer
lugar, porque colocó a la violencia contra las mujeres en el marco de los Derechos
Humanos. En segundo lugar, porque amplió el concepto de violencia contra las mujeres,
incluyendo tanto la violencia física, psicológica o sexual como las amenazas de sufrir
violencia y tanto en el contexto familiar como de la comunidad o del Estado. Y en tercer
lugar, porque resaltó que se trata de una forma de violencia basada en el género, de
modo que el factor de riesgo para padecerla es ser mujer (Heyzer, 2000).
Por todo ello, esta definición se ha convertido en marco de referencia para
posteriores abordajes del tema y para el resto de organismos e instituciones que se
ocupan de su estudio, así como parte integrante de los motivos que justifican las medidas
de protección para prevenir, sancionar y erradicar este tipo de violencia así como para
prestar atención integral a las víctimas (como la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de
diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la violencia de género u otras
legislaciones de las Comunidades Autónomas).
De todas estas formas de violencia que padecen las mujeres, la más frecuente, la
más invisible y, probablemente, la más destructiva, es la que proviene de una pareja
actual o anterior. Las investigaciones demuestran sistemáticamente que una mujer tiene
mayor probabilidad de ser lastimada, violada o asesinada por su compañero afectivo que
por otra persona (Amnistía Internacional, 2002; Naciones Unidas, 2006; Organización
Mundial de la Salud, 2005).
Según el último informe de la Organización Mundial de la Salud (2013), la violencia
contra la mujer es “un problema de salud global de proporciones epidémicas”. Cerca del
35% de todas las mujeres experimentarán hechos de violencia, ya sea en la pareja o fuera
de ella, en algún momento de sus vidas. El estudio revela que la violencia dentro de la
pareja es el tipo más común de violencia contra la mujer, ya que afecta al 30% de las
mujeres en todo el mundo.
Para evitar confusiones, tan frecuentes en este ámbito, vamos a intentar definir
algunos aspectos que nos ayuden a acercarnos con más claridad a estas diferentes
realidades. Se hace necesario este detenimiento, ya que los conceptos de violencia de
género en la relación de pareja expresados en convenciones internacionales, en las
distintas leyes orgánicas o de ámbito autonómico, o en la propia experiencia en el trabajo,

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no siempre coinciden. La falta de una clara definición en estos términos tiene,
lógicamente, repercusiones en la intervención que se haga en esta problemática.
Vamos a intentar aportar algo de claridad a esta cuestión.
La violencia de género es la que ejercen los hombres sobre las mujeres por el hecho
de serlo, por ser consideradas por sus agresores carentes de derechos mínimos de
libertad, respeto y capacidad de decisión. Algunos ejemplos serían las agresiones
sexuales, las violaciones en situación de guerra, la mutilación genital femenina, el acoso
sexual en el trabajo, los abusos sexuales en la infancia o adolescencia o la violencia en la
relación de pareja, además del maltrato que ejerce el padre hacia los hijos e hijas con el
fin de dañar a la madre.
Cuando la violencia contra la mujer es cometida por la pareja o expareja (novio,
exnovio, marido, exmarido, pareja de hecho o compañero íntimo actual o anterior), se
suele producir el error de denominarla como violencia familiar, violencia doméstica o
violencia en la pareja.
La violencia familiar hace referencia a todas las formas de abuso que se desarrollan
en el contexto de las relaciones familiares:

Incluye distintas manifestaciones de violencia contra la mujer según la


Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de Naciones
Unidas: los malos tratos ejercidos por la pareja, el abuso sexual de las niñas por
sus familiares, la mutilación genital femenina, la violencia relacionada con la
dote…
Incluye también la violencia ejercida por los diferentes miembros de una
familia: el maltrato a los niños y niñas, el abuso de los hijos e hijas hacia sus
progenitores, la violencia contra las personas ancianas… es decir, la ejercida
por cualquier miembro de la familia sobre cualquier otro miembro.

Vemos que dentro de la familia son posibles diferentes tipos de violencia, por lo que
podría resultar confuso emplear el concepto general (violencia familiar) para referirse a
cualquiera de las formas posibles que pueden producirse dentro de la familia. Con lo
cual, reservaremos el concepto de violencia familiar para la violencia que se produce
entre los miembros de una familia, excepto en los casos de los hombres que maltratan a
sus parejas por el hecho de ser mujeres, a los que nos referiremos siempre con el
concepto de violencia de género en la relación de pareja o violencia contra las mujeres
en la relación de pareja.
En el sentido estricto del término, la violencia doméstica se circunscribe a aquella
cometida entre personas que conviven en el mismo domicilio (habitualmente miembros
de una misma familia), lo que induce a pensar en actos violentos que ocurren en el

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espacio privado e íntimo del hogar, ocultando quién ejerce esa violencia y para qué.
Dado que el maltrato hacia la mujer por su pareja es un grave problema social que puede
producirse tanto dentro como fuera de la casa (en el instituto, en la calle, en casas de
amistades…), tampoco resulta muy clarificador este concepto.
El término violencia en la pareja alude a un conjunto complejo de distintos tipos de
comportamientos violentos, actitudes, sentimientos, prácticas, vivencias y estilos de
relación entre los miembros de una pareja (o expareja) íntima que produce daños,
malestar y pérdidas personales graves a uno de ellos (Andrés-Pueyo, 2009). Por tanto,
con este concepto nos podríamos estar refiriendo tanto a la violencia ejercida por el
hombre contra la mujer, como por la mujer contra el hombre, o por parejas del mismo
sexo, aunque los datos actuales nos indican que este tipo de violencia es soportada en
una proporción mucho mayor por las mujeres e infligida por los hombres (Krug,
Dahlberg, Mercy, Zwi y Lozano, 2002).
Además, existen diferentes tipos de violencia en la pareja. Así, Perrone y Nannini
(1997) distinguen entre violencia agresión y violencia castigo.
La violencia agresión se refiere a una relación de tipo simétrico en donde ambos
miembros de la pareja buscan tener el mismo estatus de fuerza y poder, y se esfuerzan
por establecer y mantener la igualdad entre sí. Específicamente se trata de una violencia
bidireccional, recíproca y pública, siendo habitual que las agresiones (cruzadas) sean
conocidas por el entorno. La identidad de ambos está preservada, es decir, el otro existe
como miembro de la relación, y ninguno está anulado frente al poder del otro. Ambos
aceptan la confrontación y la lucha, y son conscientes de lo que ocurre, pudiendo
expresar temor y dolor por lo que les sucede.
La violencia castigo describe una relación de tipo complementaria (asimétrica), en
donde las partes no tienen igual estatus. Así, la relación se basa en la utilización de la
desigualdad entre ambos, lo cual da lugar a una violencia unidireccional e íntima
(secreta), donde está comprometida la identidad de la persona que ocupa la posición de
“abajo”. El miembro de la pareja que ejerce la violencia se define como existencialmente
superior al otro, lo cual es “aceptado” generalmente por el que la recibe. En ocasiones,
este último se protege y se defiende de la violencia que sufre previamente, utilizando otra
forma denominada resistencia a la violencia (Johnson y Ferraro, 2000).
Otras veces, uno de los miembros de una pareja se comporta de manera cruel y
mezquina con el otro, pero la violencia no está conectada a un patrón general de control
o sometimiento, sino que surge en el contexto de una pelea específica o de un conflicto
puntual. Es una violencia circunstancial.
Por tanto, utilizar el concepto general (violencia en la pareja) para referirse a
cualquiera de las formas específicas de violencia en la pareja señaladas, también podría
resultar impreciso. Asimismo, aunque la desigualdad estructural entre mujeres y hombres

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se encuentra presente en todas las formas de violencia indicadas, estas se organizan en
torno a pautas cualitativamente diferentes y requieren modos de intervención
diametralmente distintos (Ibaceta, 2011).
Para resolver estas dificultades se sugiere evitar los términos que dan o pueden dar
origen a interpretación (familiar, doméstica y en la pareja…) y sustituirlos por otros más
claros e inequívocos. Una posibilidad de carácter descriptivo es utilizar alguno de estos
conceptos: violencia contra las mujeres en la relación de pareja, violencia de género en la
relación de pareja o mujeres maltratadas por su pareja.
Cuando hablamos de malos tratos a mujeres, hablamos de violencia de género en la
relación de pareja. Es la violencia física, psicológica o sexual que sufre una mujer por
parte de un hombre cuando les une una relación de afectividad, de pareja o de expareja,
siempre que se dé una relación asimétrica y, por lo tanto, un abuso de poder de manera
sistemática del hombre sobre la mujer. Es decir, existe una relación de malos tratos
cuando están presentes a la vez varias características:

Que los roles sean desiguales en cuanto al ejercicio de la violencia. Hay que
tener en cuenta que, en ocasiones, las mujeres ejercerán violencia y habrá que
analizar si esta es de ataque, defensiva o cruzada.
Que estos roles sean fijos, no intercambiables, es decir, que es siempre el
hombre quien ejerce el control y el poder sobre la mujer.
Que sea un patrón de conductas, una dinámica. Hay que tener en cuenta que
un solo hecho circunstancial puede no ser considerado violencia de género,
pero sí puede considerarse el inicio de una relación de maltrato.
Que el objetivo de esa conducta sea el control masculino para lograr o
mantener la sumisión y el dominio sobre la mujer.
Que se dé en forma de proceso, de escalada de violencia.

Fuera de estas características, podrían existir otras motivaciones o explicaciones para


que en la pareja exista violencia y que no se trate de una situación de violencia de género.
Quedan muchas preguntas abiertas que están en debate y que dan muestra de la
prudencia que se debe mantener a la hora de valorar cada caso y cada situación.
La Ley Orgánica se refiere exclusivamente a la violencia de género en la relación de
pareja. La Ley de la Comunidad de Madrid amplía los supuestos de la violencia de
género, considerando no solo la violencia en el ámbito de la pareja, sino:

Violencia en la relación de pareja, presente o pasada.


Violencia sexual (agresiones, abusos sexuales y acoso sexual en cualquier
ámbito). Es importante señalar que los abusos pudieron tener lugar en la

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infancia y adolescencia, y sus secuelas, en ocasiones, solo se visibilizan en la
edad adulta.
Mutilación genital femenina.
Trata de mujeres con fines de explotación sexual.
Inducción a ejercer la prostitución.
La ejercida sobre los hijos e hijas menores y otras personas dependientes con
la intención de hacer daño a la mujer.
La ejercida sobre mujeres con discapacidad física o psíquica (personas con
especial vulnerabilidad).

Hablamos entonces de mujeres maltratadas por su pareja cuando la violencia física,


psicológica o sexual es ejercida contra la mujer por el mero hecho de serlo, por su pareja o
expareja afectiva, siempre que se establezca una relación asimétrica y jerárquica y, por lo
tanto, un abuso de poder, de manera sistemática, intencionada y permanente del hombre sobre
la mujer.

La violencia física comprende cualquier acto no accidental que provoque o pueda


provocar lesiones físicas en el cuerpo de la mujer.
La violencia sexual comprende todo comportamiento de naturaleza sexual realizado sin
el consentimiento válido de la otra persona.
La violencia psicológica se refiere a aquellos actos deliberados que producen
desvalorización, intimidación, sentimiento de culpa o sufrimiento.

En ocasiones se han considerado como dos categorías distintas la violencia social y la


violencia económica, refiriéndose la primera a aislar a la víctima de su entorno social a través
del control de sus relaciones familiares y sociales, y la segunda al control de los recursos
económicos y patrimoniales (Labrador, Rincón, De Luis y Fernández-Velasco, 2004; Bosch,
Ferrer y Alzamora, 2006).

Existen leyes en otras comunidades autónomas, a saber:

Aragón (Ley 4/2007 del 22 de marzo); Canarias (Ley 16/2003 de 8 de abril) y


Cantabria (Ley 1/2004 de 1 de abril), cuyo objeto de la Ley incluye los malos
tratos físicos, psicológicos, sexuales, agresiones y abusos sexuales a niñas o
adolescentes o corrupción de las mismas, acoso sexual, tráfico o utilización de
la mujer con fines de explotación sexual, prostitución y comercio sexual,
mutilación genital femenina, violencia contra los derechos sexuales y
reproductivos de la mujer, maltrato económico, o cualesquiera otras formas
análogas que lesionen o sean susceptibles de lesionar la dignidad de la mujer.
Galicia (Ley 11/2007 de 27 de julio), cuyo objeto de la Ley incluye violencia
física, violencia psicológica, violencia económica, violencia sexual y abusos

24
sexuales, acoso sexual, el tráfico de mujeres y niñas con fines de explotación,
cualquiera que fuera la relación que una a la víctima con el agresor y el medio
utilizado. Así como cualquier otra forma de violencia recogida en los tratados
internacionales que lesione o sea susceptible de lesionar la dignidad, la
integridad o la libertad de las mujeres.

Consideraciones especiales:

En opinión de las profesionales autoras de este texto, entendemos que hay


situaciones que no quedan recogidas en la legislación actual en materia de violencia de
género.
A nuestro juicio, en cualquier contexto en el que la mujer sea agredida por el hecho
de ser mujer debería considerarse que se trata de violencia de género,
independientemente del vínculo mantenido con el agresor.
Algunos de estos casos son:

Si se produce esta violencia en el contexto familiar, se considera jurídicamente


violencia familiar y no de género: un padre, un hermano o un tío que agrede a
su hija, hermana o sobrina por el hecho de ser mujer y considerar que está en
su derecho.
Si en el espacio público se produce una agresión, se consideran amenazas,
insultos o coacciones: por ejemplo, un hombre insulta a una mujer en un
incidente de tráfico conminándola a irse a su casa a fregar, que es lo único que
debe de hacer una mujer.
Las prácticas tradicionales nocivas para la mujer: las mujeres jirafa de
Tailandia; los pies reducidos de las mujeres en Japón; el secuestro de novias;
las mujeres quemadas con ácido; la lapidación; el matrimonio forzado; los
crímenes de honor; los abortos selectivos…

1.2. Contexto sociocultural de desigualdad. La socialización diferencial

A lo largo de la historia son muchos los ejemplos de “teorías” supuestamente científicas


que alimentaron los mitos sobre la feminidad devaluada, sobre la inferioridad de las
mujeres y la feminidad como sinónimo de fragilidad; la frenología, capitaneada por Gall a
finales del siglo XVIII, que defendía la relación entre el menor tamaño del cerebro
femenino y una menor capacidad intelectual; también Moebius (1900), cuya obra titulada
La inferioridad mental de las mujeres, ya indicaba claramente y desde el título mismo
su postura. Sus argumentos están centrados en el tamaño cerebral (Bosch et al., 2006).

25
Estas teorías han fomentado la diferencia entre sexos y están en la base de la
construcción de identidades, la desigualdad entre el hombre y la mujer y las relaciones de
género, pudiendo aparecer como una justificación natural de una desigualdad socialmente
establecida.
El concepto de género surge para poner en evidencia las causas estructurales en la
posición inferior de la mujer (Lassonde, 1997; Scott, 1996). Este concepto está en la
base de la teoría feminista. En la actualidad entendemos que el concepto de género
implica que lo femenino y lo masculino no está determinado por un hecho biológico (el
sexo), sino que es una construcción cultural. El género es un concepto que implica varias
dimensiones como la física, psíquica, social, política, cultural, económica, entre otras.
La Organización de las Naciones Unidas, en 1995, en los trabajos preparatorios de la
IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres celebrada en Beijing, adoptó la definición de
género oficialmente como herramienta de análisis de la realidad de todas las mujeres y
establece que el género es “la forma en que todas las sociedades del mundo determinan
las funciones, los valores y relaciones que conciernen al hombre y a la mujer”. Mientras
que el sexo hace referencia a los aspectos biológicos que se derivan de las diferencias
sexuales, el género es una definición de los hombres y las mujeres, construido
socialmente y con claras repercusiones políticas.
Entendiendo el concepto de género como una construcción sociocultural, podemos
hablar de violencia de género como aquella violencia que ocurre en diversos ámbitos
donde el hombre ejerce violencia sobre la mujer como forma de control, poder,
supremacía y dominio, consecuencia de una educación patriarcal donde se asignan roles
de desigualdad entre hombres y mujeres desde la infancia.
Así, crecemos bajo la presión de los mandatos de género y estos se materializan con
el cumplimiento de los roles que se nos han asignado socialmente. Los ideales y
mandatos de género prescriben para las mujeres el cuidado de las relaciones, subrayando
la valoración de las experiencias emocionales sobre otro tipo de proyectos, en contraste
con los roles establecidos para el género masculino, que prioriza conductas asociadas a la
fuerza y la racionalidad.
Así, se va construyendo, sin mucha conciencia, el ideal femenino de género en el
que el contenido prioritario estará dado por los rasgos que caracterizan a la maternidad:
cuidado, entrega, capacidad de detectar las necesidades del otro, empatía y dedicación
para preservar los vínculos (Levinton, 2000). Frente al ideal masculino, en el que los
rasgos que se priorizan giran en torno a ser autosuficiente, ser importante, ser
independiente y ser duro, poniendo especial énfasis en el espacio público y en centrarse
en sí mismo y cumplir los propios deseos.

“A los once años mi padre y mi madre me sacaron del colegio para cuidar de mis hermanos
porque mi madre enfermó. Me han educado para ser obediente, nunca me planteé no hacer lo que me

26
pedían. Han pasado cuarenta años y sigo cuidando de ellos. Les he dado mi vida. Cuando trato de
poner un límite me siento culpable. Mis hermanos siguieron sus estudios y mis padres alaban cada
cosa que hacen, a mí no me ve nadie, ni yo misma. Siento que me han robado la vida”.

La posibilidad de rastrear deseos “puros”, no contaminados por imposiciones del


formato de género, parece ilusorio, dado que las normas se transforman en ideales
vehiculizados a través de deseos. En otros términos, lo que es norma o imperativo
externo se incorpora a la subjetividad, convirtiéndose en ideal que moldeará el deseo.
Norma e ideal se funden, logrando así la aprobación del ideal (Levinton, 2000). La mujer
va construyendo su identidad en función de la introyección que hace de las normas,
creencias e ideales que le transmite el entorno que le rodea (Díaz-Benjumea, 2011).
En nuestra sociedad, de forma frecuente, ser mujer implica un estereotipo de todo lo
relacionado con lo emocional, con el apego y el cuidado de las relaciones interpersonales
(Dio Bleichmar, 1991). De la misma manera, la llamada masculinidad hegemónica
adjudica a los varones, por el hecho de serlo, autoridad sobre las mujeres y derecho de
disponibilidad, así como mayores derechos que ellas a imponer sus razones, a la libertad,
al uso del espacio y el tiempo y a ser sujetos de cuidados (Bonino, 2002).
Nos encontramos con una sociedad que mantiene un sistema de relaciones de género
que perpetúa la superioridad de los hombres sobre las mujeres y asigna diferentes
atributos, roles y espacios en función del sexo.
La educación basada en roles jerarquizados que ofrece la sociedad patriarcal es la
clave de la desigualdad sexista que sustenta las relaciones de maltrato. Consideramos que
es necesario educar para deconstruir esos roles y construir desde la infancia un sistema
de valores equivalentes, así como una ética del cuidado y del buen trato. Si no se pone
conciencia en este punto, repetiremos el modelo vigente que puede generar en el futuro
más maltrato y violencia. A nuestro juicio, este es el punto nuclear de la prevención en la
violencia de género.
Podemos definir en este punto el concepto de sociedad patriarcal, como aquel
sistema organizacional social en el que los puestos clave de poder se encuentran
mayoritariamente asignados a varones, dejando a las mujeres al margen. Lagarde (1996)
define el patriarcado como el orden social genérico de poder, basado en un modo de
dominación cuyo paradigma es el hombre. Este orden asegura la supremacía de los
hombres y de lo masculino sobre la inferiorización previa de las mujeres y lo femenino.
Es, asimismo, un orden de dominio de unos hombres sobre otros y de enajenación de las
mujeres (Bosch et al., 2006).

“Desde que me casé vivo con miedo a mi marido. Antes se lo tenía a mi padre. Tengo un
hermano enfermo que llevo a mis espaldas y no puedo decir ¡basta! Toda la vida igual, sin atreverme a
hablar, solo a obedecer y sintiendo que no hago lo suficiente. Escondida del mundo.
Sin derecho a nada. Toda mi familia depende de mí para tener su ropa limpia, servir comida…,

27
todos son importantes menos yo. Esto es lo que me ha tocado. Cuando opino sobre un tema me
dicen: ¡cállate que tú no sabes lo que dices!”.

La valoración social desigual de lo masculino y de lo femenino y los


comportamientos y los rasgos que se consideran como propios de cada sexo, no surgen
en cada generación, sino que son transmitidos de una a otra mediante la educación o a
través del llamado proceso de socialización.
La socialización es el proceso que se inicia desde el nacimiento y que perdura toda la
vida, a través del cual las personas, en interacción con otras, aprenden e interiorizan los
valores, las actitudes, las expectativas y los comportamientos específicos de cada
sociedad en la que han nacido, y que le permiten desenvolverse en ella. Así, se fomentan
unos comportamientos y se reprimen otros, al tiempo que se transmiten ciertas
convicciones de lo que significa ser hombre y ser mujer. De una forma explícita, unas
veces, e implícita y sutil, otras, se transmite un mensaje androcéntrico en el que se
percibe que ser hombre es ser importante y protagonista, mientras ser mujer significa
desempeñar un papel secundario y de comparsa.
Los mensajes recibidos a través de la socialización son diferentes para uno y otro
sexo y son interiorizados por cada persona que “los hace suyos”. Así, hombres y mujeres
terminamos pensando y comportándonos en consonancia con lo transmitido. Las claves
de esta socialización diferencial serían las siguientes: a los niños, chicos y hombres, se les
socializa para la producción y para progresar en el ámbito público y, en consecuencia, se
espera de ellos que sean exitosos en dicho ámbito, se les prepara para ello y se les educa
para que su fuente de gratificación y autoestima provenga del mundo exterior. Se les
reprime la esfera afectiva, se les potencian libertades, talentos y ambiciones que faciliten
la autopromoción; reciben estímulos y poca protección; se les orienta hacia la acción,
hacia lo exterior y lo macrosocial, hacia la independencia.
A las niñas, chicas y mujeres, se las socializa para la reproducción y para
permanecer en el ámbito privado, y en consecuencia, se espera de ellas que sean exitosas
en dicho ámbito; se las educa para que su fuente de gratificación y autoestima provenga
del ámbito privado. En relación a ello se fomenta la esfera afectiva, se reprimen sus
libertades, talentos y ambiciones que faciliten la autopromoción; reciben poco estímulo y
bastante protección; se las orienta hacia la intimidad, hacia lo interior y lo microsocial,
hacia la dependencia. La identidad de género acarrea la posibilidad de estructurarse de
una manera limitada, conteniendo un sentimiento y una representación de sí misma
parcial, además de minusvalorada (Díaz-Benjumea, 2011).

“En mi casa me decían: tienes que estar siempre bien, ser la mejor, saberlo todo…”.

Como puede verse, el escenario de actuación hacia el que se dirige la socialización

28
para cada género es diferente, así como el prestigio social de cada uno de esos dos
mundos. Las valoraciones sociales están jerarquizadas porque están jerarquizados los
géneros. Los factores de género añaden un sesgo complementario en la percepción y la
identidad que se atribuye al otro género, cuestión esta que va a definir la forma de
relacionarse en la pareja heterosexual.
En definitiva, la socialización diferencial lleva a que los hombres y las mujeres
adopten comportamientos diferentes y desarrollen su actividad en ámbitos diferentes. Y
estas diferencias entre hombres y mujeres contribuyen a confirmar la creencia de que son
diferentes. Es decir, la socialización diferencial es un proceso que se autojustifica a sí
mismo.

“En mi vida todo lo que era mío lo he dejado a medias. Siempre intentando resolver los
problemas de los demás, ayudar. He ido por la vida con un cartel que pone ‘yo puedo con todo’”.

En relación con la violencia de género, mientras existe una correlación histórica y


cultural entre masculinidad, violencia, agresividad y dominio, fomentando este tipo de
comportamiento como prueba de virilidad, la socialización de las mujeres y las niñas
incorpora elementos como la pasividad, la sumisión o la dependencia, que las hacen
precisamente más vulnerables al padecimiento de comportamientos violentos como
víctimas (Bosch et al., 2006).

La sociedad patriarcal en la que vivimos atribuye a la violencia de género el carácter de


“normalidad”, al considerar natural la superioridad del hombre frente a la inferioridad de la
mujer, en consonancia con la atribución de roles diferentes a cada sexo.
A través de la socialización se fomentan y legitiman valores de dominación en los
varones, y de sumisión en las mujeres, que les pueden hacer ser participes de una relación en
la que esté presente la violencia de género.

1.3. Invisibilización y naturalización de la violencia de género

Una gran parte de la violencia que sufren las mujeres queda invisibilizada para todos,
incluso para aquellas que la padecen. Es un fenómeno opaco que muchas veces tiene
dificultada su detección, como si estuviera rodeado de una actitud de no ver, de no
querer ver, al tiempo que se le quita importancia y se le da carácter de normalidad.

Muchas mujeres que sufren esta violencia, los profesionales que las atienden y la sociedad
que lo contempla, no consideran como actos violentos sus formas iniciales, así se minimizan,
se justifican y se naturalizan.

29
Como muestra de esta realidad, podemos consultar los datos de la última
macroencuesta realizada por el Instituto de la Mujer en el año 2006. En ella se distinguía
el maltrato técnico, así considerado por el personal de investigación, cuando la mujer
contestaba afirmativamente a una serie de ítems relacionados con la violencia de género,
y el maltrato declarado cuando una mujer se reconoce y considera a sí misma como
maltratada.
En dicha macroencuesta, el 9,6% de las mujeres residentes en España mayores de
18 años eran consideradas técnicamente como maltratadas, mientras que solo un 3,6% se
consideraban a sí mismas como maltratadas. Según los datos de población podemos
inferir que más de un millón de mujeres han sufrido violencia de género sin codificarla
como tal, pero padeciendo las consecuencias.
Estos datos son determinantes a la hora de planificar recursos y llevar a cabo
programas para la prevención, sensibilización e intervención con mujeres víctimas de
violencia de género.

En la sociedad en general, y en los profesionales en particular, esta invisibilidad está


relacionada con las resistencias que muchas veces surgen para ver, identificar y reconocer la
violencia que sufren las mujeres. Actitudes prejuiciosas en relación a las cuestiones de género,
que dan lugar a mitos y creencias misóginas; resistencias que también tienen que ver con el
rechazo a identificarse con las víctimas, con querer preservarnos y pensar que este problema
nada tiene que ver con nosotros, que nos es ajeno y que estamos a salvo de padecerlo.

“En mi experiencia y desarrollo profesional me he encontrado con formas en el contexto de


violencia de pareja totalmente invisibilizados, ya que la sociedad no los ha reconocido como tales. Por
ejemplo, en el caso de las agresiones sexuales dentro del matrimonio. Muchas mujeres no lo viven
como tal hasta que pasado un tiempo se trabaja con ellas en intervención”.

En las mujeres que sufren violencia, la falta de visibilidad puede deberse a que el
abuso que aparece en la pareja lo hace de un forma indetectable, con unos primeros
incidentes de baja intensidad, que no pueden codificarse como violentos por “normales”
y por aislados. Una a una, esas conductas aisladas, banales, toleradas por invisibles, van
siendo más intensas y anteceden siempre y dan paso a situaciones cada vez más graves.
Esta naturalización de los primeros incidentes violentos impide a las mujeres visibilizar y
detectar el abuso que están padeciendo, lo que las expone a graves secuelas físicas y
psicológicas, muchas veces sin ser conscientes de ello.

“He visto muchas cosas, me han hecho muchas cosas, y yo ni sentía ni padecía, no lo veía mal,
estaba tan acostumbrada a verlo, que no lo veía como malo; lo único que yo he tenido siempre claro
es que nadie me iba a volver a poner la mano encima. Era un poco el extremo al que podía llegar…, lo
que pasa es que no te das cuenta de que no solamente es el ponerte la mano encima, sino que es todo
el proceso que se ha ido llevando muchas cosas atrás antes, y de eso no te das cuenta. Tienes los ojos

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muy cerrados porque cuando tú estás acostumbrada a ver algo siempre, no te das cuenta de que es un
error o que es algo malo, porque lo tienes tan asumido, tan pegado a ti… Incluso hay momentos de mi
vida que me pasan cosas y me resulta difícil diferenciarlo, porque me parecen de lo más normal, y
llega un momento en que no te resultan mal, estás, sencillamente, acostumbrada”.

La causa de la invisibilidad de la violencia de género remite a la “normalidad” de determinadas


conductas abusivas y a la habituación social a las mismas. Invisibilización que afecta tanto la
víctima como su entorno.

Entre las circunstancias invisibles y “normales” que pueden estar atrapando a las
mujeres en relaciones violentas, se sitúan los mandatos de género que están en la base de
la construcción de la identidad femenina. Según Dio Bleichmar (1991), en nuestra
sociedad, la forma de ser y de sentirse mujer viene determinada por un estereotipo de
feminidad tradicional en el que lo emocional queda sobredimensionado, del mismo modo
que el impacto que producen las pérdidas amorosas y las dependencias afectivas. La
función prescriptiva de los mandatos de género se sitúa en el núcleo mismo de la
subjetividad de las mujeres, condicionando por entero su psiquismo, regido por
motivaciones, deseos y prohibiciones que, muchas veces, escapan a su conciencia.
Este hecho añade una dificultad, a menudo insalvable, en la mujer que sufre malos
tratos de su pareja, ya que la sume en una red de ambivalencias y lealtades de obediencia
a estos mandatos de género aun a costa de su integridad.

“Cuando decidí separarme de mi marido, mis padres me dijeron que tenía que seguir con él, que
me quejaba de tonterías… que la vida era así… que volviese con él… que en mi casa ya no tenían
sitio para mí…”.

Tanto la normalización de la violencia como el sometimiento a los mandatos de


género se encuentran entre las causas de permanencia de una mujer en una relación de
abuso. Teniendo en cuenta estas consideraciones, es más fácil comprender a una mujer
maltratada: cómo actúa, cómo siente, cómo olvida, cómo perdona, cómo justifica y
minimiza la violencia. De lo contrario, se culpabiliza a la mujer de la permanencia en la
relación de abuso, responsabilizándola de la situación vivida.

“Me siento mal por no haberme dado cuenta, es como decir: “habiéndolo tenido en mi casa,
cómo no me he dado cuenta de no haberlo notado”, pero luego ves que como es algo tan normal, algo
que llevas tan dentro, que cargas con ello, que luego no te das cuenta, no lo percibes”.

Veremos, a partir de ahora, cómo afecta la invisibilidad de la violencia de género a


las mujeres que la padecen y a los profesionales que las atienden.

31
32
2
La violencia de género: cómo se genera y se
mantiene. Su efecto en la vida de las
mujeres

A la hora de analizar las distintas explicaciones que se han dado en torno al fenómeno de
la violencia de género, nos encontramos con un problema metodológico.
Por un lado, disponemos de explicaciones que, desde distintas disciplinas, marcos
teóricos o incluso posiciones ideológicas, pueden encontrarse acerca de cuál es el origen
de esta violencia. Así, contamos con teorías sociológicas, biologicistas, psicológicas, de
corte feminista, que, por poner solo algún ejemplo, sitúan el origen de la violencia contra
las mujeres en distintas circunstancias como el estrés, la vulnerabilidad o los modelos
violentos en la familia de origen, los niveles de testosterona masculinos, la psicobiografía
o psicopatología de las mujeres que sufren violencia o de los hombres que la ejercen, el
patriarcado y la desigualdad de hombres y mujeres que este provoca, y la presión de los
mandatos de género que conlleva.

“Mi madre es víctima de maltrato por parte de mi padre; recuerdo cómo le chillaba, cómo
la ponía en ridículo delante de la gente. Ahora sé que también un tío mío abusó de ella. Creo que
por eso siempre estaba como ausente, en su mundo y como enfadada con la vida”.

No obstante estas explicaciones, no puede obviarse que en los principios básicos de


todas las organizaciones nacionales e internacionales competentes en la materia, así como
toda la legislación en vigor, que tiene en cuenta las fuentes de la literatura científica
desarrollada en las últimas décadas, se señala la desigualdad de hombres y mujeres en la
sociedad como el origen de la violencia de género. Será esta, por tanto, la orientación que
guíe nuestro enfoque en este libro.

“Mi padre pegaba a mi madre. Le decía a mi hermano que si mi madre le levantaba la mano
que le metiera una silla en la cabeza. La mujer en mi casa no vale nada, solo sirve para fregar.
Ahora que estoy yo como mi madre, la entiendo y no soporto que mi padre se tire horas
hablando con mi exmarido y me diga que tiene que oírnos a los dos. No me ha protegido
nunca”.

33
Por otro lado, al analizar las razones que intentan explicar por qué las mujeres
maltratadas no abandonan las relaciones violentas, nos encontramos de nuevo con
numerosas explicaciones, que, además, se entremezclan en ocasiones con los orígenes
antes mencionados: podemos citar el aprendizaje de modelos en la familia de origen, la
dependencia femenina, la indefensión aprendida, el miedo, el sometimiento a los
mandatos de género, los modelos del amor, la propia biografía de la mujer, los efectos del
maltrato y las dificultades sociales.

“Mi infancia me ha marcado mucho y yo me preguntaba, por qué me muevo en las


mismas relaciones. Resulta que me he ido de un sitio que me maltrataban a otro peor que
también me maltratan, y lo ves después, claro, con mucha ayuda”.

“… yo he aguantado muchas cosas, y no sé por qué, yo creo que todo radica en mi infancia, el no ser
una hija querida, golpeada, maltratada, pues eso me condicionó a la hora de conocer a esta persona”.

Y, por último, al intentar abordar las secuelas físicas, psíquicas y sociales, es decir, el
impacto que la violencia tiene sobre la vida de las mujeres que la padecen, nos
encontramos de nuevo con los mismos conceptos que hemos visto anteriormente:
indefensión, miedo, efectos de la violencia en la familia de origen, sometimiento a los
ideales de género, secuelas del maltrato en la subjetividad de las mujeres…

“Me encuentro como si no hubiera hecho bien las cosas en mi vida, he hecho siempre lo
que mi familia quería y ahora no sé quien soy ni lo que tengo que hacer. Siento que mi vida no
es normal, no puedo estar tranquila, voy por la calle y tengo miedo a encontrármelo, así no
puedo vivir”.

Es decir, los mismos factores que hacen que una mujer entre en una relación de
maltrato (por ejemplo, su adhesión a los ideales de género y el modelo de amor
romántico, o el estilo de apego desarrollado en sus vínculos primarios) serán también un
factor determinante en el mantenimiento de esa relación, una causa fundamental que le
impida romperla. ¿Dónde situarlos metodológicamente, entre las causas que le hicieron
entrar en esa relación, en el origen de la violencia, en su establecimiento o en la dificultad
de la mujer para separarse?
Igualmente podemos decir en relación a los efectos del maltrato: el miedo, la
indefensión, la confusión… son efectos que la violencia tiene sobre el psiquismo de las
mujeres, y son, a la vez, algunas de las causas de que la mujer no pueda abandonar esa
relación.

“Me siento atormentada y todo esto me impide hacer nuevas cosas. A mí me encantaría
seguir estudiando, hacer muchas cosas, pero esto te mina y te impide desarrollarte y no sé como

34
renacer porque ya me ahoga”.

Nos enfrentamos, por tanto, a un problema estructural, de una enorme complejidad,


donde están presentes múltiples factores sociales y personales, y cuyas causas se
confunden con los factores que las mantienen, así como con los efectos que producen,
que actúan a su vez como causas y como factores de mantenimiento de la violencia de
género. Todos estos factores son inseparables, y ninguna de las explicaciones, ninguno de
los enfoques, agota la comprensión del fenómeno.

“Choco constantemente con una realidad que siento que se vuelve contra mí una y otra
vez, ya no soy la que era, siento que me agoto, que ya no puedo”.

Lo que se plantea a continuación es un mero acercamiento desde nuestro ámbito de


trabajo más cercano, y desde la experiencia que nos aportan nuestros años de trabajo: se
expondrá, por tanto, a lo largo de este texto, la perspectiva o el enfoque que nos ha
resultado más eficaz para lograr el objetivo de acompañar a las mujeres en su proceso de
recuperación, situándolas a ellas en el centro de dicho proceso.
Los modelos a los que se aluden, por consiguiente, aún siendo múltiples las
explicaciones que se plantean para la comprensión de las mujeres, no dan cuenta de toda
la complejidad del fenómeno.
Veamos, en primer lugar, cómo se origina la violencia contra las mujeres.

2.1. Origen de la violencia contra las mujeres

Para conocer cómo se origina, actúa y mantiene en sus distintas formas la violencia
contra las mujeres es necesario tener en cuenta qué razones dan lugar a que exista. Por
ello, a lo largo de la historia, diversos autores y enfoques de investigación han tratado de
dar una explicación en este sentido. Son teorías que van desde un corte más tradicional
hasta aquellas más integradoras, que tienen en cuenta distintas variables. Las que siguen
son las más relevantes:

1. Teorías biologicistas

Estas teorías consideran que la agresividad y la violencia son una condición innata en
el ser humano y que están genéticamente codificadas. Teorías como el instintivismo, la
herencia, las diferencias entre los sexos, la acción de las hormonas masculinas, el alcohol
o los estudios de condiciones cerebrales pertenecerían a este grupo. El instintivismo,
concluye que el instinto tiene una base motivacional para desarrollar conductas agresivas

35
y violentas y que nace de la naturaleza misma del hombre. Autores como Darwin, Freud
o Lorenz pertenecerían a ese grupo. Otros autores como Lambroso defienden las teorías
que apoyan que la herencia es la base de la violencia, y explican que existe una
inclinación biológica hacia este comportamiento en personas evolutivamente retrasadas.
También existe una corriente que plantea que la acción de hormonas masculinas como
la testosterona, el eje hipotálamo-hipófiso-gonadal (HHG), con diversos
neurotransmisores y otras sustancias actuarían como desencadenantes de
comportamientos agresivos. Por último, los postulados que apoyan el consumo de
alcohol como desinhibidor o la presencia de neurotransmisores como la acetilcolina y la
norepinefrina, así como las lesiones en la neocorteza frontal incrementarían los niveles de
violencia y agresividad.

2. Teorías ambientalistas o de aprendizaje

Estas teorías defienden que la violencia se desarrolla y aprende por un mecanismo


de asociación entre estímulo y respuesta. Sin embargo, en ese aprendizaje también están
presentes situaciones de extinción, generalización, discriminación, reforzamiento o
anticipación. Bandura y Walters (1974), teóricos del aprendizaje social, definen que la
violencia se instaura por un proceso de modelado tras la observación de acciones
violentas, entendiendo que se trata de un recurso eficaz y aceptable.

3. Teoría ecológica

Esta teoría explica que la violencia se puede provocar cuando interactúan causas
individuales, familiares, sociales y culturales. Según el Modelo Ecológico de
Bronfenbrenner (1987) aplicado a la violencia de género, existen tres contextos: el
macrosistema, donde se encuentran los sistemas de creencias culturales machistas que
sustentan la desigualdad; el exosistema, que incluye las instituciones intermedias que
median entre la cultura y el individuo, como sería la escuela, la iglesia o los organismos
judiciales, y que transmiten una serie de valores autoritarios y sexistas; y el
microsistema, que son aquellas variables más cercanas a la persona, como los roles, los
aspectos biográficos del individuo y de la familia, así como las características cognitivas,
afectivas, conductuales e interaccionales. La violencia, por lo tanto, estará constituida en
gran parte por las pautas culturales, mediatizadas por las instituciones y por la familia,
que a la vez, han moldeado estas características cognitivas a lo largo del desarrollo de la
persona.

36
Figura 2.1. Adaptación del Modelo Ecológico de Bronfenbrenner (1987).

4. Teorías psicológicas

Según Echeburúa (1994) y Rojas Marcos (1995), el hecho de padecer un trastorno


de personalidad antisocial, paranoide o narcisista pueden estar presentes en el desarrollo
de conductas violentas. También la presencia de rasgos de personalidad de dependencia
emocional, agresividad generalizada, problemas de control de la ira, déficit de autoestima,
celos… pueden dar lugar al origen de actitudes violentas. En último lugar, aunque
pequeña, hay una relación entre violencia y enfermedades mentales. La psicosis y el
consumo abusivo de drogas y alcohol pueden activar conductas violentas en personas
impulsivas y descontroladas.

5. Teoría de la perspectiva de género

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Las teorías de la perspectiva de género plantean que desde el inicio de los tiempos el
mundo se ha movido y gestionado desde una visión androcéntrica a través del
patriarcado. Desde este sistema ha prevalecido y prevalece la desigualdad entre hombres
y mujeres, estando estas infravaloradas respecto a los hombres. Los comportamientos
violentos y agresivos responden a aquellas situaciones en las que los hombres han de
recuperar el equilibrio y el control que las teorías patriarcales defienden, donde las
mujeres debemos de estar sometidas y dominadas por los hombres.
Esta última teoría está en la base de este texto, así como en la de la legislación
actual, las organizaciones gubernamentales y los organismos competentes en materia de
violencia de género.
A continuación se expondrá un modelo de la dinámica de los malos tratos, una
explicación de cómo se instala la violencia en el seno de una pareja.

2.2. Dinámica y mantenimiento de la violencia

2.2.1. Dinámica de la violencia

Conceptualizar la violencia de género ha permitido visibilizar una realidad que estaba


negada. Esta visibilidad se ha centrado en lo obvio, las agresiones físicas, las lesiones que
pueden llegar en casos extremos hasta la muerte. Según Sanz (2004), “para cuando
observamos estos signos de malos tratos físicos, producidos en el espacio de afuera, en el
mundo que se ve, ya se ha producido otro tipo de violencia en el adentro, en lo
profundo, en el mundo que no se ve. Aparece antes que cualquier otro tipo de violencia y
es invisible tanto para el entorno que rodea a la víctima como para la mujer que lo
padece”.

“Al final dejé de ser yo. Ni siquiera me podía mirar al espejo… Y no solo cambié por fuera,
también cambié por dentro… Me hizo sacar lo peor de mí misma y me odio por ello…”.

En el inicio, estas conductas están normalizadas, están en la base de las relaciones


entre hombres y mujeres, invisibles por estar naturalizadas, y pueden llegar a la creencia,
en su observación y vivencia, de que en ellas se desarrollan prácticas recíprocamente
igualitarias. No son conductas que se manifiestan exclusivamente dentro de las relaciones
de pareja, sino que este tipo de comportamientos están presentes en lo más hondo de
todas las culturas que condicionan la posición de la mujer respecto a la del hombre, los
roles de cada uno y su interrelación en sociedad. Como dice Lorente (2005) “Mientras
que, parafraseando a Ortega, los hombres afirmarían ‘yo soy yo y mis circunstancias, las
mujeres solo han podido decir yo soy yo y tus circunstancias’”.

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“Yo creía que era lo normal, mi padre me decía que me tenía que enseñar las cosas del
sexo antes que nadie… No me di cuenta que eso no era normal hasta llegar al instituto…”.

“En el pueblo nos pegaban a todas, yo no sabía que no me tenían que pegar, estábamos
todas igual”.

Dentro de las relaciones afectivas está la violencia inicial que se encubre a través de
comportamientos indirectos de apariencia inofensiva, que se manifiestan a través de
gestos, silencios, reproches, palabras de desprecio, comentarios tendentes a la
desvalorización y la humillación, de forma frecuente y repetitiva.

“Ver que el carácter raro no era carácter raro, era maltrato”.

“Me decía: cariño ¿no ves que es por tu bien? Tú no sabes hacer estas cosas. Y yo me lo
creí”.

Estas conductas de maltrato suelen aparecer en el inicio de la relación, son de baja


intensidad en los primeros momentos, pero, poco a poco van aumentando sutilmente,
alternándose con manifestaciones amorosas. En este momento de la relación no hay
conciencia de maltrato. Lentamente se va creando un clima emocional de confusión,
temor y coacción.
Este tipo de violencia psicológica resulta muy difícil de detectar. Se trata de un
proceso que va destruyendo lentamente la integridad de la mujer, la víctima no sabe lo
que no funciona y trata de encontrar el origen de este comportamiento en algo que ella ha
dicho, hecho…, lo que le va sumiendo en una confusión entre su mundo interno y el
mundo externo, terminando por no saber qué está pasando. La percepción sobre ella
misma empieza a distorsionarse.

“Ni siquiera ahora sé lo que me hacía. Me sentía confusa y llena de dudas, incapaz de
pensar ni sentir por mí misma. No era como un insulto, ¿sabes? No era algo tan… directo. Te
sentías fatal y ni siquiera te había chillado”.

La dificultad para percibir esta naturalidad con la que se va instalando la violencia


invisible le impide identificarla y verbalizarla; lo que no es nombrado no se ve, pero
existe.

“Él me hizo ver que estaba enfermo y se iba con prostitutas, venía bebido muchas veces a
casa, no me decía nada, ni donde estaba, esto me desequilibraba. Por la mañana me decía que
me quería mucho, y por la noche se iba con prostitutas, yo no sabía qué pensar…”.

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Paralelamente a este proceso, la mujer necesita entender qué está sucediendo,
comienza a cuestionarse y culpabilizarse de las situaciones creadas en su relación, su vida
gira en torno a tratar de entender las conductas de su pareja, buscando diferentes causas
y motivos en hechos externos para poder justificar, cambiar, “salvar” su relación. Su
discurso puede resultar contradictorio y en muchas ocasiones difícil de entender incluso
para ella misma.

“Si hubiera podido entenderle mejor… si yo hubiera sido menos rígida, quizá las cosas
hubieran sido diferentes. Él tenía un problema, pero yo no supe entenderle y ayudarle en todos
esos años”.

“Tuvimos una pelea, pero yo también le provoqué porque yo ahora no me quedo callada, le
contesto… él quiere hablar y yo me voy… si me quedase a escucharle, no pasaría nada de
esto”.

Esta situación mantenida va generando en la mujer un progresivo estado de


confusión de emociones, distorsión de pensamientos, alteración en la percepción de la
realidad y bloqueo para actuar, lo que dificulta que la víctima pueda valorar y ser
consciente de que lo que está viviendo se relaciona con un proceso de maltrato. La mujer
va perdiendo autoestima y terminando por no entenderse a sí misma, lo que contribuye a
comportamientos autodestructivos que se pueden presentar bajo trastornos
psicosomáticos (enfermedades que afectan al cuerpo y están originadas por factores
psicológicos), ansiedad y estados de depresión reactivos que pueden llegar al suicidio.

“Un día quedamos con unas amigas a cenar. Nos íbamos de viaje juntas, lo comentamos
durante la cena, y él dijo si no recordaba que ese fin de semana habíamos decidido dejarlo para
nosotros… Yo le miré con cara de “¿qué dices?”, era mentira, pero lo contaba con tanta
seguridad… Al final cancelé el viaje con mis amigas. Fue una situación muy rara… pero lo dejé
pasar”.

Para comprender de modo más claro cómo opera la invisibilidad y naturalización de


la violencia contra las mujeres, veamos el modelo que se presenta en la figura 2.2.
Con lo expuesto acerca de la idea del proceso de instauración de la violencia, de su
visibilidad y naturalización, podemos imaginar un modelo con forma de pirámide, que
tendría una serie de escalones que corresponderían a la progresión temporal en la que se
va instalando la violencia en una relación: en la base se situarían las actitudes y los
comportamientos de desigualdad, de asimetría y de abuso, y, en progresión ascendente,
en el segundo escalón, la violencia psicológica; y, por último, la violencia física,
aumentando en gravedad los episodios violentos a medida que avanza la relación y se
asciende en la pirámide.

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“Todo era perfecto porque yo me sometía y me adaptaba a él, hacia conmigo lo que
quería. El día que dije basta me metió una paliza que me tuvieron que ingresar en el hospital”.

Figura 2.2. Pirámide de la violencia (Romero, 2004a, 2011a).

Desde el interior de esta pirámide, la mujer no percibe la progresión y el


agravamiento de la situación. La parte inferior queda oculta e invisible para ella misma y
para los demás.

“¿Por qué estaba ciega? No lo puedo entender… Ahora recuerdo un montón de cosas que
me hacía y me siento idiota por no haberlas visto antes. Y mi familia… Me cuentan cosas que
me hacía y les pregunto, pero, ¿por qué no me lo decíais?”.

Tenemos que tener en cuenta que estas fases no solo suceden temporalmente unas
antes que otras, sino que unas sirven de cimiento a las que le siguen. Por habituación, la

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exposición repetida a cualquier grado de violencia, incluso el más débil, afecta y
disminuye la conciencia crítica de percepción y de rechazo a la misma, distorsionando el
umbral de tolerancia y constituyendo una especie de anestésico ante la violencia. Por
ello, se van tolerando actitudes y actos que siempre se van agravando y llevan la relación
a la fase siguiente.

“… yo aguantaba tanto para que él me quisiera, yo aprendí a hacer de todo, guisaba fenomenal,
planchaba fenomenal, hacía todo para que me quisiera”.

Esta habituación, esta naturalización de los primeros incidentes violentos impide a las
mujeres, por un lado, detectar la violencia que están padeciendo, y por tanto, poder
abandonar la relación. De ese modo, la mujer malinterpreta las señales que recibe. Por
otro lado, expone a la mujer, sin tener conciencia de ello, a graves secuelas sobre su
salud física y psicológica.

“… Él estaba muy bien en casa… Yo le empecé a tolerar llegar tarde a casa, que me empujara, como
él me decía que yo estaba loca…”.

No podemos olvidar que incluso los primeros incidentes de baja intensidad van
provocando sentimientos de malestar en la mujer, con el consiguiente deterioro de su
autoestima, sintomatología ansiosa y depresiva, confusión, impotencia y desesperanza.
Especial complejidad presentan las situaciones donde estas manifestaciones se confunden
con conductas amorosas: posesividad, exclusividad, preocupación e interés por el otro,
autoridad, celos, control, pueden ser experimentados con mucha ambigüedad.

“No deja de llamarme continuamente al trabajo, de enfadarse por llegar tarde del trabajo,
viene a comprar conmigo, me cambia la cerradura de casa, me quita las tarjetas de crédito…”.

“Tengo miedo de él, él solo tiene que mirarme y siento que me controla, es muy agresivo,
yo lo sé mejor que nadie”.

“Me llamaba constantemente para decirme que me quería, se interesaba por las cosas de
mi trabajo, me alertaba de las personas que me querían hacer daño… Me sentía muy protegida y
querida en esos momentos. Ahora estoy sola”.

Estas situaciones no hacen más que confundir aún más a la mujer, así, causas y
efectos quedan entrelazados formando un círculo sin salida.
Estos primeros incidentes, que desde el inicio van dañando el concepto que tiene de
sí misma, anteceden siempre, y dan paso a situaciones más graves. Gravedad que la
mujer no podrá ver con claridad, al sufrir ya las secuelas del abuso.

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“… yo intentaba apoyarle, pero fue un error porque él se aprovechaba de eso, de que yo me
aguantaba con lo que me echaban, yo creo que de eso se aprovechó él para hacer o que hizo”.

A) Actitudes de desigualdad

En la figura 2.3 señalamos ejemplos de las actitudes que pueden ir apareciendo en


cada una de las fases de la pirámide y los efectos que producen. Estas actitudes
corresponden en su mayoría a los micromachismos formulados por Bonino (2005).

Figura 2.3. Pirámide de la violencia desigualdad (Romero, 2004a).

Algunas de las actitudes de desigualdad presentes en los estadios iniciales de las


relaciones de abuso son los siguientes:

Intimidación: cualquier mirada, tono de voz, gesto, etc., puede servir para
atemorizar, especialmente si con anterioridad se ha recurrido a la violencia.
Control: de las decisiones, del dinero, de todo aquello que afecte a la mujer.
Explotación emocional: a base de insinuaciones, acusaciones veladas, dobles
mensajes. Se puede culpar a la mujer de cualquier disfunción familiar, hacerle
requerimientos emocionales abusivos, confundirla con cambios de humor
inexplicables.
Descalificaciones: desautorizaciones, dejarla en ridículo en público.

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Autoindulgencias: quitar importancia a la propia conducta abusiva, fingir que
no se comprende la situación, ni las reacciones de la mujer.
Pseudoapoyos: defender y apoyar las causas de la mujer, a la vez que se
boicotea cualquier avance en sus derechos.
Dar lástima y estimular la culpa en la mujer.
Engaños: negando lo evidente, incumpliendo promesas, mintiendo, adulando.
Paternalismo: conduce a la confusión de la mujer, a hacerla sentirse protegida
por la conducta de control y abuso.

“Me sentí apoyada cuando quise retomar mis estudios de doctorado… pero, al poco
tiempo empezó a quejarse de lo poco que estábamos juntos por mi “hobby”, que le dedicaba
mucho tiempo, que si era muy lista para unas cosas y para otras nada… Un día desapareció uno
de mis trabajos del ordenador, y ahora comprendo que no pudo ser casual… Al segundo año
dejé mis estudios”.

Como veíamos, estas conductas son difíciles de codificar como actos violentos,
muchas veces pasan desapercibidas y las mujeres no pueden defenderse de ellas, dando
lugar además a una cierta habituación. Muchas de estas conductas, incluso, pueden ser
ambiguas y confundirse con actitudes benévolas y protectoras. Es frecuente, por tanto,
que muchas mujeres “malinterpreten” estas conductas en sus agresores, y lo que es
control y dominio se entienda como carácter fuerte y varonil.
Padecer estas situaciones genera, a la larga, un gran malestar que puede expresarse a
través de estos síntomas:

Sobreesfuerzo psicofísico y malestar difuso, debido a los muchos


requerimientos que se le hacen a la mujer, al deterioro de su salud y al estrés.

“Estaba agotada, iba continuamente al médico y él tampoco sabía qué me pasaba. Me hizo
pruebas, me mandaba reconstituyentes pero yo seguía igual”.

Inhibición del poder personal: la mujer va aprendiendo a sentirse impotente e


indefensa, y llega a perder el control de su vida.

“Me confundía, perdí mi realidad, dejé de trabajar, dejé a mis amigos y amigas, me perdí.
Ahora no sé bien qué ha pasado, a veces sigo pensando que yo tengo la culpa de la ruptura, y
otras, no entiendo cómo he llegado hasta aquí”.

Parálisis: la situación anterior le lleva, poco a poco, a mostrarse pasiva y sin


iniciativa, con dificultad para retomar el control y tomar las decisiones
acertadas.

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“Nunca me dejó trabajar, boicoteaba cualquier proyecto, desanimándome para llevarlo a
cabo. La relación empeoró los últimos dos años en los que él empezó a insultarme y
menospreciarme constantemente, me repetía “no sabes hacer nada, sin mí no eres nada…”.

“Yo traté de adaptarme a esta situación, trataba de entenderle, me refugié en mis hijas y
siempre pensé que él cambiaría. Pero, poco a poco, la situación era cada vez más crítica y yo
empecé a sentirme desconcertada ante las circunstancias”.

Inhibición de la lucidez mental: sobre todo las situaciones ambiguas y


confusas, los dobles mensajes, el caos y la incoherencia van generando en la
mujer la idea de estar enloqueciendo, con el consiguiente deterioro de su
autoestima.

“Yo me volví loca. Un día estaba comprando y me llamó por teléfono, yo temblaba y me
fui sin comprar. Siempre sentía que lo que hacía no le gustaba a él, y que yo le provocaba y era
culpable de sus enfados”.

Sentimientos de derrota: la mujer pierde la esperanza en el cambio y en la


posibilidad de conseguir una vida mejor.

“He estado 14 años con él, de los que estuve bien el primero”.

“Ha durado tanto tiempo porque sentía pena por él, en el fondo tenía la esperanza de que
todo se arreglara y lo único que ha pasado con el tiempo es que he desaparecido yo, me he
olvidado de mí”.

Habituación: uno de los principales riesgos de estas situaciones es


acostumbrarse a recibir ese trato, normalizarlo y dejar de verlo como
inadecuado.

“Siempre era lo mismo, así que me acostumbre a ello. Pensé que era la vida que había
elegido y que tendría que seguir adelante con ello. Era lo justo”.

B) Violencia psicológica

Una vez que la mujer se encuentra anulada y “habituada” a la situación anterior,


puede empezar a padecer maltrato psicológico, del que, debido al malestar, la confusión y
la inseguridad que siente, no podrá defenderse.

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Figura 2.4. Pirámide de la violencia psicológica (Romero, 2004a, 2011a).

Las conductas más frecuentes acerca de la violencia psicológica son:

Insultos, humillaciones, desprecios: son la base de la violencia psicológica, y


van minando sin tregua la autoestima de la mujer. Tienen un mayor efecto
dañino cuando se llevan a cabo ante terceros, especialmente ante los hijos.

“Me insultaba, me llamaba “guarra”, “puta”, “vete a denunciarme, total me cuesta 50


euros…” Me desvalorizaba constantemente, sobre todo por mi problema con la vista, me
llamaba “tuerta” y me humillaba, diciéndome que no valía para nada… Me ha robado, me
amenazaba y me decía que me iba a matar…”.

“Muchas noches llegaba a casa a las cuatro de la mañana y me despertaba obligándome a


lavarle los pies y tener relaciones sexuales”.

Coerción y chantajes: toda la vida de la mujer está bajo presión, y su efecto es


que, más allá de los picos de violencia, vive permanentemente atemorizada.

“Todo empezó con insultos cuando éramos novios, yo no le daba importancia, luego
llegaron los empujones, poco a poco llegaron las tortas y las palizas. Muchas veces para no

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pegarme a mí golpeaba las puertas y rompía mis muebles. Yo no sabía por qué se enfadaba,
llegaba a casa y tenía miedo”.

Amenazas: pueden considerarse como actos virtuales de violencia. La amenaza


tiene latencia en el tiempo, ya que no acaban cuando termina la relación. No se
puede asumir el riesgo de comprobar si las amenazas se van a cumplir o no.

“No te voy a dejar nunca, antes te mato y me mato. Un día estaba limpiando una navaja y
me dijo que si le dejaba me iba a buscar por todos los sitios y la iba a manchar con mi sangre”.

Aislamiento: físico y confinamiento mental. Busca la anulación de cualquier


otro referente que apoye la percepción de la mujer y cuestione la del agresor.

“Si iba a ver a mi padre, malo. Me decía que tenía complejo de Edipo y que yo ya tenía
otra familia a la que cuidar. Me hacía sentir una mala madre y una mala esposa siempre con sus
insultos. Me llegó a prohibir que fuera a cuidarle cuando ya estaba muy malito… Nunca podré
perdonarme el no haberle acompañado en sus últimos días… Y a la vuelta del entierro, me obligo
a tener sexo con él. Yo estaba tan mal que no tuve fuerzas para resistirme”.

Abandono: tanto emocional como físico, llegando hasta la denegación de


auxilio.

“Me pegó una paliza estando un sobrino delante que miraba y no hacía nada, yo le pedía
ayuda y no se movió. Cuando se cansó de pegarme me sentó en una silla y me tuvo desde las 12
de la noche a las 3 de la mañana. Hasta que le prometí que no iba a contar nada en el hospital.
No me llevó a urgencias”.

Una mujer que sufre estas situaciones padecerá, no lo olvidemos, todas las secuelas
que venía sufriendo de la fase anterior, a las que ahora se suman los efectos propios de
sufrir maltrato psicológico, es decir, secuelas cada vez más graves:

Miedo
Ansiedad
Depresión
Estrés
Trastorno de estrés postraumático.

“No puedo decir que me considere atractiva en ningún aspecto. Sé que es una estupidez,
pero sigo mirándome a mi misma con los mismos ojos con los que me veía mi ex, como una
persona aburrida, negativa, que no sabe disfrutar de la vida y que se ahoga en un vaso de agua”.

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“Es un ataque directo a la mente, al cuerpo y a todo lo que una siente: te deja sin poder
pensar, sin poder sentir… Es como si te metiera todo lo feo del mundo dentro, lo más
asqueroso, te deja dentro lo más sucio, lo más feo, lo más terrible. No hay palabra para explicar
lo que hizo, y las palabras que existen como violación o agresión no son suficientes para explicar
el daño tan brutal que siento”.

C) Violencia física

Por último, es posible que se traspase un límite más y tenga lugar la violencia física.
Esta puede manifestarse a través de (ver figura 2.5):

Golpes, patadas, puñetazos, mordeduras


Palizas
Heridas con armas
Intentos de asfixia
Agresiones sexuales

“Cuando nos conocimos todo fue bien, lo malo empezó cuando nos fuimos a vivir juntos:
en ese momento empezaron los insultos, empujones, palizas… el maltrato. Él tiene problemas
con el alcohol, el juego… Es ludópata y esto agravaba las cosas. Cuando bebía ya no se podía
hablar ni hacer nada con él, solo evitar que se enfadara porque las montaba buenas”.

Es obvio que la mujer que se encuentra en esta situación se hallará ya en muy mal
estado psicofísico, producto de haber pasado por fases anteriores en las que su salud se
ha ido deteriorando. Sigue sintiéndose anulada, confundida, deprimida y asustada, lo que
le impide pensar con claridad y tomar las decisiones correctas.
En esta fase, además, puede ser objeto de lesiones, que, en su última expresión
podrían conducirle a la muerte.

“Me pegaba palizas, insultaba y amenazaba sin ningún motivo, me pegaba porque la
comida estaba salada, porque su madre me hablaba y le decía a él que no le respetaba, porque no
limpio bien… Cualquier cosa que pasaba era un motivo para maltratarme”.

Veamos ahora cuáles son los mecanismos y modelos que explican la dinámica de la
violencia. Es decir, cómo se va instalando esa violencia, cómo funciona, cómo va
dejando poco a poco sentir sus efectos.

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Figura 2.5. Pirámide de la violencia física (Romero, 2004a, 2011a).

2.2.2. Modelos explicativos

Son muchos los interrogantes que surgen cuando abordamos la problemática que rodea a
la mujer víctima de violencia de género: su silencio, su dificultad para abandonar al
hombre que la maltrata, su negativa a denunciar, el desconcierto que genera cuando habla
de sentimientos de amor hacia la persona que la humilla y golpea. Mujeres que, en
muchos casos, son independientes económicamente y no logran romper la relación con
sus agresores, mujeres que tienen éxito en otros ámbitos de sus vidas y en el espacio
íntimo sufren violencia y están paralizadas, bloqueadas para encontrar una salida a su
situación. La propia mujer víctima de malos tratos tampoco tiene una respuesta a estos
interrogantes.
Estas mujeres, de perfil social considerado independiente, y aquellas otras más
dependientes de un núcleo familiar, comparten la reacción paradójica de desarrollar un
vínculo afectivo fuerte con sus agresores, defendiendo sus razones, retirando denuncias
policiales o deteniendo procesos judiciales abiertos al declarar a favor de sus agresores
antes de que sean condenados. Estos efectos paradójicos se producen, y quizás sea

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tiempo de ir buscando sus mecanismos y líneas de intervención (Montero, 2001).
En un afán de buscar explicación a los factores que influyen en la mujer para el
establecimiento y mantenimiento en su vida de una situación de maltrato y que
contribuyen a comprender las distintas manifestaciones de las mujeres maltratadas, se
han propuesto diferentes modelos explicativos. Aunque ninguno de ellos por sí solo logra
explicar el vínculo paradójico que se establece entre víctima y agresor, nos ayudan a
entender mejor la situación que rodea a la mujer víctima de violencia de género.

Modelos explicativos de la dinámica de los malos tratos

Estos modelos son los que se detallan a continuación:

1. El modelo de la indefensión aprendida de Seligman (1975). Fue aplicado por


Walker en 1979 a la violencia de género. Según este modelo, cuando una mujer
se enfrenta a un acontecimiento que es independiente de sus respuestas,
aprende que es incontrolable y esto generará un estado psicológico donde la
respuesta de reacción o huida queda bloqueada.
Las actitudes pasivas de una mujer lo son solo después de haber ensayado
activamente todo el repertorio de habilidades personales para defenderse y
anticiparse a las agresiones. Como consecuencia, la mujer aprende que está
completamente indefensa; haga lo que haga, el maltrato es impredecible y
continuará (Walker, 1979). Para LaViolette y Barnett (2000), la imposibilidad
de controlar la agresión generará en la víctima una afectación emocional y
pasividad consiguiente, dificultades para la resolución de problemas y, por
tanto, la confrontación con la situación, al tiempo que un trauma emocional
que se manifiesta en forma de indefensión, incompetencia, frustración y
depresión.
2. Modelo aplicable a la violencia de género en la relación de pareja.
Trabajando con la estructura teórica del síndrome de Estocolmo, Montero
(1999) ha desarrollado un modelo aplicable a la violencia de género en la
relación de pareja, que el autor denomina “violencia ejercida contra la mujer en
el ámbito doméstico” (SIES-d). Lo describe como un vínculo interpersonal de
protección, construido entre la víctima y su agresor, en el marco de un
ambiente traumático y de restricción estimular, a través de la inducción en la
mujer de un modelo mental (red intersituacional de esquemas mentales y
creencias). La víctima sometida a maltrato desarrollaría el SIES-d para
proteger su propia identidad psicológica y recuperar la homeostasis fisiológica y
conductual.

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La caracterización del SIES-d vendría determinada por un patrón de
cambios cognitivos, un tipo de estado disociativo que lleva a la víctima a negar
la parte violenta del comportamiento del agresor, mientras desarrolla un vínculo
con el lado que percibe más positivo, ignorando sus propias necesidades y
volviéndose hipervigilante con su agresor. La mujer desarrolla un vínculo
afectivo todavía más fuerte con su agresor, identificada con sus razones,
retirando denuncias policiales o deteniendo procesos judiciales. Lentamente se
va creando un círculo vicioso que mantiene las agresiones y sume a la víctima
en un estado progresivo de deterioro personal.
De forma paradójica, la mujer defiende a su agresor y el SIES-d se
consolida a través de un proceso de identificación con el sistema de creencias
de la pareja acerca de la situación vivida en el hogar y sobre las relaciones
causales que la han originado.
3. Modelo explicativo basado en el aprendizaje de pautas de maltrato y
victimización. Los antecedentes de malos tratos previos han constituido un
modelo explicativo basado en el aprendizaje de pautas de maltrato y
victimización. La Teoría del aprendizaje social hará hincapié en la transmisión
de pautas de conducta. Una familia de origen violento constituye una variable
más que hay que considerar en la etiología de la violencia de género.
El trabajo de Herman (1992) sobre la revictimización por abusos sexuales
en la infancia, ha mostrado una mayor vulnerabilidad en algunas mujeres
sometidas a la violencia en la edad adulta. Refiere que la historia de abusos
sexuales infantiles provocará una ausencia de desarrollo de mecanismos de
protección; una dificultad de análisis de las situaciones o de las personas
“peligrosas”; un sentimiento de fatalismo y depresión; una sensación crónica de
incapacidad y desamparo y, respuestas alteradas ante la amenaza de peligro,
que abarcarán, desde la negación y aturdimiento psíquico hasta la disociación
mental y trastornos de la personalidad.
4. Walker (1979) formuló la Teoría del ciclo de la violencia para poder entender
los comportamientos de algunas mujeres que sufren violencia por parte de sus
parejas. La comprensión de este ciclo nos ayuda a explicar cómo las mujeres
agredidas llegan a ser víctimas, cómo caen dentro del comportamiento de
indefensión aprendida y por qué no intentan escapar. Explica tanto las
consecuencias psicológicas como el modo en que esas consecuencias
psicológicas contribuyen a explicar el mantenimiento en la relación de maltrato.
Las mujeres agredidas no están siendo constantemente agredidas
físicamente, ni su agresión es infligida totalmente al azar. Uno de los
descubrimientos de Walker (1979) fue el ciclo de agresión que estas mujeres

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experimentan. Este ciclo está compuesto por tres fases distintas, las cuales
varían en tiempo e intensidad, dentro de la misma pareja o para otras parejas.

Fase de aumento de tensión: existe una escalada gradual de irritabilidad por


parte del hombre sin motivo comprensible para la mujer. En ella, la mujer
utiliza un comportamiento pasivo como medida de protección. La tensión sigue
aumentando hasta pasar a la siguiente fase.

“Yo sabía que algo iba a pasar… llevaba días enfadado. Lo poco que decía era con
sarcasmo… No sabía ni que responderle. Al final todo saltó por los aires por una tontería, como
siempre. Me acorraló en la cocina y me pegó la paliza del siglo”.

Fase de agresión o descarga: estalla la violencia con agresión de cualquier


tipo. La mujer intenta calmar al agresor. Suele ser en esta fase en la que la
mujer pide ayuda.

“Ves que hay agresiones verbales, insultos sin motivos, sin respirar. Y luego empezaron las
agresiones en el embarazo: un empujón, un golpe en la cabeza, y luego siguió. Esas agresiones,
de simplemente empujones, pasaron a ser… pues el último día, ahí pensé que eso ya no podía
seguir así más, porque ahí me tiró contra el suelo, me dio un puñetazo en la cara, había lesiones
en los labios y ahí fue cuando me decidí a denunciar”.

Fase de arrepentimiento o luna de miel: el agresor pone en marcha estrategias


de manipulación afectiva, generará una situación de reencuentro llamada “luna
de miel”. Justo cuando el nivel de tensión se ha expresado con la máxima
violencia, el maltratador se convierte en una persona víctima de sí misma, que
suplica perdón a la mujer, así como una nueva oportunidad. Este
comportamiento del agresor hace difícil la decisión de la mujer de romper con
la relación. Esta fase durará cada vez menos tiempo hasta desaparecer por
completo. Aunque hay periodos libres de agresión, el temor y la coacción no
desaparecen en ningún momento.

“Si le decía a todo que sí todo iba bien, si decía no empezaban los problemas, se enfadaba
y me dejaba de hablar, él me despreciaba y me hacia el vacío. Cuando se enfadaba me decía:
“hazme el favor y vete de casa”. Luego me llamaba y me pedía perdón”.

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Figura 2.6. Ciclo de la violencia (Walker, 1979).

Otra forma de entender el ciclo de la violencia es interpretar cómo sobre la


“violencia de fondo” surgen exacerbaciones de los actos violentos que no
pueden ser anticipados por la mujer, y fases de mayor violencia, que generan la
ilusión de ciclos definidos que se alternan con supuestos periodos de calma.
5. Teoría de la dependencia psicológica. Denominada así por Strube (1988),
esta teoría señala que la mujer permanece en la relación violenta por el
compromiso establecido de permanecer en la pareja. Se basa en tres modelos
teóricos: la teoría de la acción razonada, la teoría de los costos y beneficios y la
teoría de la dependencia psicológica. Según el autor, la mujer únicamente
saldrá de la relación violenta después de comparar las consecuencias positivas
y negativas, y según el apoyo que reciba de sus seres queridos.
6. Teoría de la unión traumática. Esta teoría se refiere al vínculo emocional que
se establece entre dos personas, cuando una de ellas provoca maltrato
intermitentemente a la otra. Dutton y Painter (1981) señalan que el
desequilibrio en el poder e intermitencia en el tratamiento bueno-malo son los
dos factores que provocan que la mujer maltratada desarrolle un lazo
traumático que la une con el agresor a través de conductas de sumisión, lealtad

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y docilidad. Según Dutton y Painter, el abuso crea y mantiene en la pareja una
dinámica de dependencia debido a su efecto asimétrico sobre el equilibrio de
poder, siendo el vínculo traumático producido por la alternancia de refuerzos y
castigos.
7. Otro modelo que trata de explicar la permanencia en una situación de maltrato
y la apariencia paradójica de la mujer es la persuasión coercitiva. El concepto
es desarrollado a partir de investigaciones psicosociales descritas por Schein,
Barker y Schneider (1961). Para estos autores, las transformaciones ocurridas
mediante la persuasión coercitiva afectan básicamente a las percepciones,
creencias y actitudes hacia uno mismo y en sus relaciones interpersonales.

“Me sentía atrapada, sin salida… como si estuviera en Auschwitz. Lo único que podía
hacer era sobrevivir al día a día. Pero no era algo físico, no me tenía encerrada con llave en casa
claro. Me tenía presa de mí misma… No sé si me entiendes. Es una sensación tan difícil de
explicar…”.

Rodríguez-Carballeira (1992) define la persuasión coercitiva como el


ejercicio deliberado de una persona o grupo de influir en las actividades o
conductas de otros, con el objeto de alcanzar algún fin preestablecido. Este
modelo establece que en la persuasión coercitiva la persona persuadida,
mientras actúa dicho proceso es ajena a la modificación intencionada que se
pretende ejercer sobre ella. La persona destinataria es física y psicológicamente
sometida a continuas situaciones de presión para su “desocialización”
(Escudero, Polo, López y Aguilar, 2005a, 2005b).

“… me perseguía, me acompañaba a los exámenes, incluso a las declaraciones a los


juzgados, a los recados que mi jefe me mandaba… fue horrible… al final tuve que dejar el
despacho, me moría de vergüenza”.

Boulette y Andersen (1985) describen diversas estrategias coercitivas en


la violencia contra la mujer:

Dominación del hombre, desde las primeras fases de la relación, a través


de actos psíquicos y físicos, que son malinterpretados por la mujer bajo la
representación de “hombre con carácter”.
Aislamiento/aprisionamiento.
Escalada en el miedo y mantenimiento de este.
Inducción de culpa.
Expresión contingente de “amor”, que genera lealtad al agresor y

54
autoinculpación, lo cual las autoras lo asemejan al Síndrome de
Estocolmo.
Promoción del sentimiento de incapacidad e indefensión.
Expresión patológica de celos.
Reforzamientos intermitentes a través de comportamientos que generan
esperanza.
Exigencia de secreto.

“Apenas salía. Mis amigas un día desaparecieron y mi familia no sabía nada de lo que me
estaba ocurriendo. Cada vez tenía más miedo de que se enterasen. ¡Qué vergüenza! Solamente
íbamos a las bodas y a las comuniones, y a la vuelta, siempre me montaba unos jaleos… que
quién era ese primo, que por qué había hablado con ese hombre en la fiesta, que había hecho el
ridículo todo el día, que nadie de mi familia me soportaba… y, encima, me pasaba todo el tiempo
hablando bien de él a mi familia”.

“Él me prometió cosas que no ha cumplido. No le gusta que venga mi familia a casa, me
dice que tengo que ceder a lo que él dice, para seguir con él tengo que olvidar cosas que han
pasado, siempre he sido reivindicativa, y ahora, poco a poco, estoy renunciando a mí. Se
cumplen sus caprichos y mis necesidades se aparcan. No tengo un recuerdo claro de lo que está
pasando, solo siento como me voy apagando y no sé qué hacer para que esto no me suceda.
Estoy agotada y triste”.

Biderman y Zimmer (1961) elaboran un catálogo de mecanismos de


coerción que han sido aplicados en la violencia de género como estrategias
coercitivas para conseguir el control completo sobre una persona. A saber.

Aislamiento: el propósito es hacer a la mujer dependiente del maltratador,


privando a la víctima de todos los soportes sociales.
Monopolización de la percepción: el maltratador demanda atención
inmediata mediante quejas y órdenes. Le hace creer a la mujer que no le
presta suficiente atención o que es incapaz. Intenta crearle culpa por no
hacer “bien” las cosas. La mujer termina por centrarse exclusivamente en
lo que le interesa al maltratador. Frustra acciones que no estén de acuerdo
con la sumisión que se le exige. El cuestionamiento constante sobre las
habilidades físicas y mentales de la mujer la debilita para resistir la
coerción.
Amenazas: con el propósito de cultivar ansiedad y desesperación en la
mujer, activándose los mecanismos del miedo.
Indulgencia ocasional: los maltratadores alternan las actitudes coercitivas
con momentos de bienestar y de reforzamiento positivo ante las conductas
sumisas.

55
“Un día me dijo que había estado hablando con su coach, le habló de mí y le explicó qué
cosas me vendría bien trabajar. Me pidió cita para que yo fuese a hablar con ella. Me dijo que lo
había pensado, que me vendría muy bien…”.

Demostración de omnipotencia: a través de este comportamiento, le


recuerda a la mujer que es alguien terrible y que tiene el control. Refuerza
la indefensión aprendida, le recuerda la futilidad de la resistencia
favoreciendo la completa sumisión.
Degradación: el maltrato hace que la mujer crea que es peor resistirse que
ceder.

“Llevaba a otras mujeres a la casa con las que mantenía sexo y me obligaba a verlo. Vivía
aislada, no podía salir a la calle, ni asomarme a la ventana, me decía que no tenía que verme
nadie. Él hacia su vida independiente de la mía. Yo vivía sin derecho a nada”.

2.2.3. Dificultades para abandonar una relación violenta

Uno de los aspectos que más perplejidad causan en el terreno de la violencia de género
consiste en la dificultad que presentan algunas mujeres para abandonar la relación con el
compañero violento. Mujeres que no denuncian la situación, que cuando lo hacen no
ratifican su declaración, mujeres que vuelven a convivir con su compañero cuando
habían conseguido separarse, que les perdonan una y otra vez, que siguen con ellos a
pesar de estar viviendo un infierno. Como hemos dicho anteriormente, todas estas
circunstancias hacen que muchas veces se culpe a la propia mujer de su situación.
Sin embargo, existen razones suficientes que, en un análisis más detallado y más
profundo, pueden explicar esta gran paradoja.
La principal dificultad que tiene una mujer que sufre violencia por parte de su pareja
para separarse es que les une una relación afectiva, con la enorme complejidad que esto
conlleva.
El reconocimiento de estar viviendo una relación abusiva es algo difícil de aceptar,
las relaciones afectivas son complejos tejidos elaborados con hilos diversos en los que
están presentes expectativas, deseos, fantasías, pero también inseguridades y temores. Y
en las que el para toda la vida sigue pesando como un mandato que, cueste lo que
cueste, debe cumplirse. Enfrentarse a todo ello, asumiendo que quien dijo amarte está
poniendo tu vida (y la de tus hijos) en peligro, es algo muy duro, y lleva su tiempo. Y
aparecen el miedo y, muchas veces, el déficit estructural de apoyo que forma parte del
orden patriarcal (Bosch et al., 2006).
De entre todas las razones que se encadenan entre causas y consecuencias de la
permanencia de una mujer en una relación abusiva, pensamos que las siguientes son las

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más relevantes para poder comprender la situación de la mujer.

A) La subjetividad de la mujer

Consideramos que cualquier mujer, por el hecho de serlo, puede entrar en una
relación de abuso. Sin embargo, no todas las mujeres tendrán las mismas probabilidades
de permanecer en ella. Hay varios aspectos que afectan a la gran mayoría de las mujeres
maltratadas, como los mandatos de género, el ideal del amor romántico, las secuelas del
maltrato, pero no podemos olvidar la particularidad de cada mujer, es decir, el nivel
intrapsíquico.
Sus vivencias y antecedentes personales, sus experiencias infantiles, sus fantasías,
sus rasgos de carácter, sus fortalezas, sus conflictos, sus temores, sus motivaciones…
Todo ello le hará vivir la experiencia del maltrato de una manera única y diferente al resto
de las mujeres, todo ello determinará su reacción ante una situación de maltrato, todo ello
deberá ser abordado también en la terapia.
En este sentido, es importante tener presente el tipo de apego o vinculación que ha
establecido la mujer en la infancia con sus personas más significativas, ya que de una u
otra manera condicionará el modelo de relación con otras personas.
El tipo de apego que se desarrolla en la infancia determina los vínculos que
formamos en la edad adulta. Además, determina la autoestima, el concepto que tenemos
de las otras personas y qué conductas desarrollamos para mantener a nuestro lado a las
personas que son importantes para nosotros y con quienes mantenemos un vínculo
amoroso, afectivo o emocional.
El apego es una clase específica de vínculo dentro del conjunto de los vínculos
afectivos, que constituye una unión afectiva intensa, duradera, de carácter singular,
desarrollada y consolidada entre dos personas, por medio de una interacción recíproca.
Una vez establecida, promueve la búsqueda y mantenimiento de proximidad con la figura
de apego, con la finalidad de obtener los cuidados y la protección necesarios para lograr
una sensación de seguridad y bienestar tanto física como psicológica (Holmes, 2009;
Lafuente, 1989; Lafuente y Cantero, 2010).
La principal función del apego es obtener protección frente al peligro. Las crías
humanas somos vulnerables, nacemos inmaduras, sin haber alcanzado un desarrollo
completo. También hace que necesitemos un “otro” para sobrevivir y para adquirir
capacidades y destrezas propias. Esta vulnerabilidad hace que desarrollemos
herramientas para asegurarnos la supervivencia: el apego nos asegura que vamos a tener
seguridad, cuidado, consuelo y protección.
Los y las bebés nacemos preprogramados para unirnos emocionalmente a otro ser
humano protector, para estar cerca de él y ser cuidados y protegidos. También para

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generar en el “otro” el deseo de estar unido a nosotros, y de lograrlo. Las personas
estamos preprogramadas para el buen trato, para que las conductas de apego de los y las
bebés nos agraden y, por tanto, unirnos emocionalmente a ellos desde el principio. Si
satisfacemos las necesidades (físicas y psicológicas) del bebé, es decir, si conseguimos
hacer que se sienta protegido, seguro, con las “espaldas cubiertas”, y que somos seres
incondicionales y eficaces en su protección y cuidado, ese bebé desarrollará un vínculo
seguro, y se sentirá igualmente seguro para explorar el mundo. Si esto no es así,
desarrollará un apego evitativo o elusivo, ambivalente o desorganizado (todos ellos
apegos inseguros) que en etapas posteriores o en personas adultas también se
denominarán respectivamente apego negador, preocupado e irresoluto.
La teoría de apego postula que los trastornos psicológicos reflejan una interiorización
de experiencias de apego adversas, tanto actuales como del pasado, y en especial de
aquellas que socavan la confianza en uno mismo y los sentimientos de seguridad, es
decir, experiencias de ruptura (separación, pérdida), de negligencia, de amenazas de
abandono o de retirada de amor. Si hay experiencias de abuso físico y sexual,
hablaremos, además, de vínculo traumático.
El hecho de tener un vínculo inseguro parece constituir un factor de vulnerabilidad a
la hora de establecer una relación de abuso y sometimiento.

“Me siento sola, en un abismo, vacía y desolada, no existe el resto de las cosas, el pasado,
el futuro. Solo el dolor es real. Me resulta imposible saber qué me pasa. Solo sé que no puedo
más. Me siento estancada, confusa. Me siento repitiendo la historia de mi madre, mi hermana
también tiene una relación de maltrato, es como estar en un callejón sin salida. Nunca me han
dicho te quiero. Prefiero morirme a enfrentar esta situación”.

Muchas mujeres expuestas a vínculos traumáticos maltratantes en su infancia


establecen relaciones de dependencia con hombres de manera más patológica, que
mujeres que han tenido una infancia más normalizada. Esto sucede porque hay un déficit
en la confianza básica, la seguridad y el apoyo incondicional, las claves principales de lo
que es un apego seguro, al establecerse en ellas un apego inseguro. En la infancia, ese
apego inseguro se ha reproducido en la vida adulta creando el favorecimiento de vínculos
patológicos. Esa necesidad ansiosa de encontrar protección y cuidados puede llevar a la
mujer a la búsqueda constante de un rescatador, que le haga más vulnerable a las
relaciones de violencia y a su vinculación con hombres maltratadores. Cuando una mujer
expuesta a situaciones de maltrato en la infancia se encuentra en la edad adulta con
figuras autoritarias o maltratadoras, tiene muchas dificultades en establecer una
separación de manera permanente (Campillo, 2011).

“Pensé que era mi salvación, había encontrado a un hombre que estaba pendiente de mí,
que me quería… por fin podía irme de mi casa, mi padre iba a dejar de abusar de mí… pero la

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misma noche de bodas me pegó, y a partir de ahí todo fue un infierno…”

A pesar de que este texto no permite la profundización en el complejo tema de la


sexualidad, sí queremos hacer mención de lo paradójica que puede resultar para las
mujeres maltratadas la vivencia de su sexualidad en relación a sus agresores.
Según el relato de las mujeres, aparecen posicionamientos muy polarizados que
pueden oscilar desde el sometimiento sexual al maltratador hasta la disociación que
permite experimentar la sexualidad de forma pasional dentro de una relación de maltrato.

“No quiero ningún hombre en mi vida, no quiero sexo, ya no confío en nadie, siento que
mi cuerpo es el cuerpo de una burra”.

“Teníamos un sexo impresionante… yo no he vuelto a tener algo así… de hecho, ahora


con mi chico no es lo mismo… yo no disfruto tanto, y eso me hace sentir culpable… Él me
respeta y no lo soporto… Es ilógico… y me hace sentir tan mal…”.

Este último extremo es el que mantiene en ocasiones la propia relación, dificultando


su abandono.

“Las relaciones sexuales eran fantásticas. Nunca he tenido ni tendré un amante tan
entregado. Me sentía tan cerca de él en esos momentos… No sé explicarlo, es extraño, pero me
sentía tan viva… Era el único momento en el que me decía que me quería, el resto era horrible”.

B) Los efectos del sometimiento a los mandatos de género

Como ya hemos visto en la socialización diferencial de mujeres y varones, la forma


de ser y de sentirse mujer, viene determinada por un estereotipo de feminidad tradicional
que incluye la atribución de una importancia extraordinaria de todo lo relacionado con el
mundo emocional, con los sentimientos, con las relaciones interpersonales, con el afecto
y los cuidados. Por ello, las mujeres también sobrevaloran las pérdidas amorosas, la
dependencia de los objetos de amor, y ven la soledad como el peor de los castigos.
Los rasgos contenidos en el formato de la feminidad remiten a la abnegación, a
ponerse al servicio de otros, a la capacidad de entrega, a la postergación y renuncia de
sus deseos y proyectos personales, a la sobrevaloración de la pareja y la familia como la
empresa principal que salvaguardar. Por consiguiente, al estar este contenido
internalizado como ideal, la dificultad para acceder a este modelo es vivida como
incapacidad (Levinton, 2000).
Uno de los mandatos, por tanto, consiste en el éxito del amor, de la pareja, de la
familia, del “para siempre”, hasta tal punto que, si no lo consiguen se sienten fracasadas
de forma integral como seres humanos, y deben enfrentarse al vacío de la pérdida del

59
guion de su vida.

“Siempre había querido casarme y tener hijos. Desde pequeña me imaginaba una casa llena de
pequeños corriendo y jugando, un marido cariñoso a mi lado, un buen padre para mis hijos, llegar a
viejita a su lado… Y mira qué fracaso… Mi familia rota, mis hijos destrozados, y yo… ahora no sé
qué camino tomar. Todo es un desastre”.

“… buscaba tener una pareja que me quisiese, hijos, tener una vida mejor que la que he tenido en
mi casa…, pero no ha sido posible… Me pregunto qué va a pasar ahora con mi vida”.

“Él lo que quiere es que yo desaparezca. Yo tenía un velo, pensaba que lo que hacía lo hacía por
mi bien, y no era así… ¿Por qué he sido tan tonta? Es que no sé cómo ha llegado a esta situación, es
que no me puedo creer lo que estoy viviendo, él es frío y calculador y ha estado planeando esto
durante dos años, todo este tiempo esperé a que se resolviera todo y volviéramos a estar juntos.
Nunca pensé que estaba siendo maltratada hasta que me pegó”.

Tan importante es el amor que muchas mujeres aguantan cualquier cosa por amor
(Coria, 2001). Existe una dimensión profundamente insana en el darse por entero y
cuidar de los demás, y esto sucede cuando hacen del aguantar una virtud que favorece a
otros en detrimento de sí mismas. No solo está pautado por mandatos de género, sino
que, al ser internalizados, se convierten en autoabusos femeninos: las mujeres creen que
hacen lo que hacen porque lo quieren hacer, que de forma natural y voluntaria ellas se
colocan en un lugar subsidiario y de entrega a los demás, “porque ese es su deseo”.

“Todo lo hice por él. Me decía que si yo quería que nos viéramos, tenía que hacer un
esfuerzo. Adaptarme a lo que él decía, encajar en sus planes. Me amenazaba con dejarme, al
final me dejó porque no hacía lo que él quería. No me puedo creer lo que he vivido, estoy
desconcertada, alterada, he perdido la confianza en mí, estoy nerviosa y no puedo pararme,
estoy entre llantos y crisis de ansiedad”.

También por mandato de género, las mujeres se creen salvadoras de sus


compañeros; piensan que solo por ellas, ellos pueden curarse, y que gracias a su amor,
ellos cambiarán.
Y por mandato de género se sentirán culpables si no cumplen con las expectativas de
las personas que les rodean, y que ellas mismas tienen de su desempeño.

“… no voy a separarme… no puedo dejarlo, sería el mayor disgusto de la vida de mis padres… tengo
que aguantar… y cuando ellos ya no estén, entonces decidiré qué hacer…”.

En esas situaciones, la mujer no tiene la distancia suficiente para entender cuáles son
sus verdaderos deseos, quién es ella y por qué se siente así. Solo la reflexión crítica

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acerca de los mandatos impuestos por el género podrá liberarla de su presión.

C) Los efectos del ideal de amor romántico

Veamos más en profundidad qué puede suponer el ideal del amor para las mujeres.
El amor es una experiencia vital y constante que nos coloca ante el mundo, ante la
gente, ante la vida. Sin amor no es posible la vida (Sanz, 1995). El amor es una
experiencia movilizadora, nos mueve a actuar, a crear acontecimientos, a transformar el
mundo. El amor es la más vital y trascendental de todas las experiencias humanas. Es
una práctica de relación, un vínculo de empatía que lleva a compartir, expresar y
solidarizarnos con “lo otro” y, a la vez, con nuestro yo más profundo.
Pero las ideas y creencias que rodean al amor no se quedan fuera de la influencia
cultural, así cada periodo histórico ha desarrollado un concepto diferente sobre él. La
cultura puede provocar diferentes estilos sentimentales, porque la afectividad del ser
humano es influida por la educación (Marina, 1996).
A finales del siglo XVIII surge en nuestra cultura occidental la idea del “amor
romántico”, fundamentado en una concepción determinada acerca del tipo de vínculo
que debe existir dentro de una relación de pareja. Lo que creemos sobre el amor nos
condiciona y limita, determina lo que debemos pensar, sentir o hacer dentro de una
relación afectiva. Se mete en nuestros sueños y en nuestros deseos, nos identificamos
con esta idea del amor romántico y aprendemos cómo deben ser nuestras relaciones, lo
que significa enamorarse y de quién debemos enamorarnos, los sentimientos que
debemos sentir o no, y los comportamientos que se espera que desarrollemos.
Es un tipo de amor difundido y legitimado a través de la literatura, el cine y la
música, que se caracteriza por la idealización del ser amado, con una dosis de tragedia y
un cierto placer por los amores imposibles, un amor por el que mueres y matas. Veamos
algunas de las expresiones que caracterizan este modelo de amor:

“… llevo toda la vida esperándote”, “no puedo vivir sin ti, “sin ti no soy nada, “te amaré, pase lo
que pase, “el amor todo lo cura”, “si algún día me abandonas, me moriré”, “te quiero más que a mi
vida”, “mátame de dolor, pero quiéreme”, “siempre te querré, “eres el hombre de mi vida”, “solo
tengo ojos para ti”, “sin ti, mi vida no tiene sentido, ni quiero vivirla”, “si no estás celoso, es porque
no me quieres…”.

Este concepto de amor inventado aparece con especial fuerza en la educación


sentimental de las mujeres. Sobre esta idea del amor, las mujeres hemos construido
nuestra biografía y hemos sustentado nuestras relaciones afectivas.

“Me encantaban las historias de amor. Soñaba con un príncipe azul que me sacara de la

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soledad de mi casa… Al principio fue así, apuesto y valiente. Se enfrentaba a mi padre él solito,
y sentía que alguien, por primera vez, me cuidaba y protegía. Vaya chasco… ni siquiera resultó
ser una rana”.

“…era una persona muy agradable, enseguida te envuelve, cariñoso, bien parecido, con mucha labia,
su manera de ser me atrajo muchísimo… un encanto, era un hombre encantador, era un cielo. Yo
decía, qué hombre más maravilloso, es divertido, amable, caballero, tenía muchas cosas. Además, era
mayor, y no es que yo lo viera como un padre, pero yo me sentía con él arropada”.

La relación amorosa es la relación donde pueden darse todas las emociones más
constructivas y gratificantes del ser humano. Es también, en el desamor, donde se dan las
emociones y los hechos más destructivos: la dependencia, la compasión malsana y la
posibilidad de soportar “por amor” los malos tratos y la denigración como persona.

“No puedo decir que me considere atractiva en ningún aspecto. Sé que es una estupidez,
pero sigo mirándome a mi misma con los mismos ojos con los que me veía mi ex, como una
persona aburrida, negativa, que no sabe disfrutar de la vida y que se ahoga en un vaso de agua”.

La experiencia amorosa en nuestra sociedad está circunscrita a la pareja como el


espacio simbólico privilegiado y único de su realización. La pareja es en nuestro mundo
una de las relaciones más dispares y complejas, ya que sintetiza relaciones de dominio y
opresión más allá de la voluntad y la conciencia, conjunta lo público y lo privado, lo
social y lo personal, abarcando la intimidad afectiva y sexual, el contacto cuerpo a
cuerpo, la convivencia, la corresponsabilidad vital, la economía, el erotismo, el amor y el
poder. En su diversidad, la pareja es reinventada y recreada por personas muy diferentes.
Está cargada de deseos mágicos basados en mitos y mandatos, así como de expectativas
y experiencias pasadas. Los desafíos que presenta son enormes.

“Ahora me ha dejado por otra, me ha sustituido. Siento que hay dos historias, una la que
viví con él, y otra, la que pensaba que estaba viviendo”.

Se dice que el amor es el motor de la vida y el sentido de la existencia. Pero en


nuestra cultura lo es mucho más para las mujeres, pues es definitorio de la identidad de
género. Para las mujeres, el amor no es solo una experiencia posible, es la experiencia
que nos define. Las mujeres hemos sido configuradas socialmente para el amor, hemos
sido construidas por una cultura que coloca el amor en el centro de nuestra identidad. Se
vive el amor como un mandato de género. En la teoría de género, esto significa que lo
hacemos no por voluntad, sino como un deber: las mujeres debemos ser seres para el
amor.

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“Él llenó un vacío que yo tenía. Me enamoré, a él le puse arriba, yo abajo. Le subí a un
pedestal. Siempre la última y, al final, no hay nada”.

En la idea romántica del amor el otro se sobreestima, no se le ve en su diferencia, en


su realidad cotidiana. Se le idealiza. Cuando cae el ideal, la mujer puede seguir amando
en lo real cotidiano, pero en el fondo de su ser espera que la otra persona se aproxime al
ideal que ella se ha forjado. En la idea romántica del amor no se ve a este como un
proceso a desarrollar, sino como una emoción inicial que debe perdurar y permitir “vivir
felices para siempre”.

“Estuve adorándole treinta años. Cuando me quedé embarazada dejé de estudiar, le


entregué mi vida, le defendí ante mi familia, dejé a mis amigas. Ahora me ha abandonado y (dice
entre lágrimas) yo le sigo queriendo. Él me dice que la culpa de que no haya funcionado la
relación es mía, porque no me gusta la hostelería y yo creo que tiene razón, que si yo le hubiera
apoyado para montar un restaurante él no me habría dejado”.

Ferreira (1995) resume algunas de las características de lo que el amor romántico


implicaría en la relación de pareja. A continuación se enumeran las que podrían explicar
de forma más clara su vinculación con la violencia de género en la relación de pareja:

Entrega total a la otra persona.


Hacer de la otra persona lo único y fundamental de la existencia.
Vivir experiencias muy intensas de felicidad o de sufrimiento.
Depender de la otra persona y adaptarse a ella, postergando lo propio.
Perdonar y justificar todo en nombre del amor.
Consagrarse al bienestar de la otra persona.
Pensar que es imposible volver a amar con esa intensidad.
Prestar atención y vigilar cualquier señal de altibajos en el interés o el amor de
la otra persona.
Idealizar a la otra persona sin aceptar que pueda tener algún defecto.
Sentir que cualquier sacrificio es positivo si se hace por amor a la otra persona.

“Jamás he vuelto a sentir por ningún hombre lo que sentía con él. Era química pura. Me tocaba
y se me erizaba la piel… Quizá no sea ya el hombre de mi vida, pero si ha sido el amor de mi vida. Y
me siento fatal al contarte esto, porque quizá no lo entiendas pero… así lo siento”.

Podemos hablar de varios mitos en torno al amor. Un mito no es más que una
creencia, aunque se halla formulada de tal manera que aparece como una verdad y es
expresada de forma absoluta y poco flexible. Este tipo de creencias suelen poseer una
gran carga emocional, concentrar muchos sentimientos, y pueden contribuir a crear y

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mantener la ideología del grupo, y por ello ser resistentes al cambio y al razonamiento
(Bosch y Ferrer, 2002).
Exponemos, a continuación, un resumen de los mitos del amor romántico según Yela
(2003):

1. Mito de la media naranja o creencia de que elegimos a la pareja que teníamos


predestinada de algún modo, y es la única elección posible. Al ser la relación
ideal, hay que permitirle más o esforzarse más una misma para que las cosas
vayan bien.
2. Mito de los celos o creencia de que los celos son un signo de amor e incluso
un requisito indispensable de un verdadero amor. Este mito suele usarse
habitualmente para justificar comportamientos egoístas, injustos, represivos y
en ocasiones, violentos.
3. Mito de la omnipotencia o creencia en que el amor lo puede todo y, por lo
tanto, si hay verdadero amor los obstáculos externos e internos no deben influir
en la pareja. El amor es suficiente para solucionar los problemas y para
justificar todas las conductas.
4. Mito del libre albedrío o creencia de que nuestros sentimientos amorosos son
absolutamente íntimos y no están influidos por factores sociobiológicos
culturales ajenos a nuestra voluntad y conciencia. No se reconocen las
influencias y presiones a las que las personas estamos sometidas, lo que puede
generar exceso de confianza y culpabilización.
5. Mito del amor eterno o de la perdurabilidad, esto es, la creencia en que el
amor romántico y pasional de los primeros meses de una relación puede y debe
perdurar tras años de convivencia. La pasión amorosa tiene fecha de
caducidad, con lo que esta creencia puede tener consecuencias negativas sobre
la estabilidad emocional de la persona y la estabilidad emocional de la pareja.
6. Mito del amor como pasión. Cuanto más enamoradas estamos más locuras
somos capaces de hacer por amor, sin razonar. Los sentimientos no deben
atender a ningún tipo de razón.
7. Mito del amor puro. En el amor verdadero no hay sentimientos negativos ni
contradicciones ni complejidades. Solo se siente amor intensamente.
8. Mito del amor incondicional. Hagamos lo que hagamos y sean las
circunstancias que sean, esperamos recibirlo todo del amor y que nuestra
pareja esté incondicionalmente a nuestra disposición.

En nuestra sociedad el amor, y específicamente, el amor romántico, se ha convertido


en la base de una de las instituciones sociales básicas como es la familia, se ha

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privilegiado y, por tanto, se han excluido otras formas de recibir amor. Y este amor
romántico ofrece a las personas un modelo de conducta que cuando falla, produce
frustración y desengaño y es uno de los factores que contribuyen a favorecer y mantener
la violencia contra las mujeres en la pareja. La violencia de género está intrínsecamente
ligada a nuestro imaginario social sobre el amor, los modelos amorosos y los modelos de
atracción amorosa, a cómo nos hemos socializado y nos socializamos continuamente en
ellos (Garrido, 2001; González y Santana, 2001; Lagarde, 2005; Sanmartin, Molina y
García, 2003; Sampedro, 2005; Flecha, Puigvert y Redondo, 2005).

“… me ha hecho mucho daño…, y era porque me quería muchísimo (sonriendo)”.

González y Santana (2001) señalan que al asumir este modelo de amor romántico y
los mitos que de él se derivan, se tienen más probabilidades de ser víctimas de violencia
y de “permitirla”, puesto que consideran que el amor (y la relación de pareja) es lo que
da sentido a sus vidas, y que romper la pareja, renunciar al amor es el fracaso absoluto
de su vida (y no la promesa de una vida mejor); que como el amor todo lo puede, han de
ser capaces de allanar cualquier dificultad que surja en la relación o de cambiar a su
pareja (incluso aunque sea un maltratador irredento), lo que las lleva a perseverar en esa
relación violenta; que la violencia y el amor son compatibles (o, incluso que ciertos
comportamientos violentos son una prueba de amor), lo que es empleado por víctimas y
agresores para justificar los celos, el afán de posesión y los comportamientos de control
ejercidos por el maltratador como una muestra de amor, llegando, incluso, a sugerirse
que el amor sin celos no es amor, y trasladando la responsabilidad del maltrato a la
víctima por no ajustarse a dichos requerimientos. Por tanto, y como señalan estas
autoras, “un romanticismo desmedido puede convertirse en un serio peligro”.

“Yo no puedo vivir sin él, le sigo queriendo, siempre hemos hecho lo que él quería, le he
seguido donde él ha dicho. Todavía no entiendo por qué me ha dejado, me dice que ya no me
quiere, ¡con todo lo que yo he hecho por él! Lo necesito tanto que no lo soporto. Ya no puedo
rebajarme más”.

El ideal del amor romántico tiene especial interés cuando nos referimos a las mujeres
jóvenes. En los momentos en los que están iniciando las primeras relaciones amorosas,
cobran gran importancia todas estas consideraciones que deberán tenerse en cuenta para
llevar a cabo una adecuada educación afectiva y sentimental en estas edades, lo que
supondrá una eficaz prevención de la violencia más adelante.
Vemos, por tanto, la enorme complejidad y dificultad para la separación que entraña
la relación afectiva que une a la víctima con su agresor. Como recomienda Risso (2008):

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“Usted no puede esperar a desenamorarse para dejarlo. Primero debe aprender a superar
los miedos que se esconden detrás del apego, mejorar su autoeficacia, levantar su autoestima y
el autorrespeto, desarrollar estrategias de resolución de problemas y un mayor autocontrol, y
todo esto deberá hacerlo sin dejar de sentir lo que siente por él. Por eso es tan difícil. No hay
otro camino, deberá liberarse de él sintiendo que lo quiere, pero que no le conviene”.

Dicho lo anterior, surge la pregunta sobre qué hay detrás de la palabra amor y no es
fácil la respuesta. Quizás es una reflexión necesaria para cada persona descubrir qué
significa, quizás hay muchas maneras de amar al otro, pero independientemente del amor
que nos cobije, es importante tener en cuenta algunas consideraciones. Saber que el amor
no es sinónimo ni de pareja ni de convivencia, que no es un destino, sino una elección,
que no es control ni posesión, sino intercambio, respeto y confianza, que la pasión y el
deseo se acaban, que la vida en común es complicada, que la convivencia transforma y
enriquece la relación, que la dependencia no es amor, sino esclavitud y que el amor es un
camino que se hace al andar, compartiendo las dificultades y las bonanzas de las que se
nutre una relación afectiva. Sin olvidar que el amor empieza por nosotras mismas.

“La tranquilidad que tengo, la paz interior merecen la pena. He hecho lo que tenía que
hacer. Ahora he vuelto a sonreír, antes estaba como en una cueva, muy aislada, y luego te das
cuenta de que la vida merece la pena y que no deberías estar viviendo eso que estás viviendo”.

“Ahora, cuando pienso lo que he aguantado en nombre del amor, no me lo puedo creer, no
me cuidé nada, no me enteraba de lo que pasaba, yo veía lo que él me decía… Es como si yo no
hubiera existido. He logrado hacer una pareja diferente y nunca he sentido lo que estoy sintiendo
en este momento. He aprendido a pensar en mí, a poner límites, a dejar de soñar y vivir en otra
realidad”.

D) Los efectos del maltrato y de sus dinámicas

A continuación se enumeran las propias secuelas físicas, psicológicas y sociales que


provoca el maltrato y que actúan como razones poderosas para impedir que una mujer
abandone la relación violenta.

El mal estado de salud, con el debilitamiento que supone.


La depresión, con sus ideas de desesperanza, inutilidad y culpa.
Las distorsiones cognitivas, que impiden enfocar la realidad de un modo
realista y ajustado.
La indefensión aprendida, que le hace abandonar todo intento de reaccionar y
le convierte en una víctima pasiva.
El aislamiento, que le impide tener una red de apoyo.
La naturalización de los primeros incidentes violentos, que le hacen entrar en

66
esa espiral sin darse cuenta y de la que no podrá salir.
La dificultad para protegerse en las relaciones íntimas y la necesidad de
encontrar a alguien que le rescate de su destino de víctima, añadiendo las
dificultades sociales y la escasa respuesta judicial y social que en ocasiones se
da a estas situaciones.

Todos estos son los efectos producidos por el padecimiento del maltrato y que, en
una concatenación de causas y efectos, se convierten, a su vez, en los motivos que
impiden a una mujer romper la relación.
Además, hay una serie de características que son comunes en todos los modelos que
explican la dificultad que tienen las mujeres para poder abandonar una relación de
violencia de género: el estado caótico que esta provoca, la arbitrariedad y el
reforzamiento intermitente.
La dinámica de la violencia de género está compuesta por patrones de
comportamiento que generan caos, ya que son totalmente impredecibles, dando lugar a
una fuerte sensación de pérdida de control en la mujer, donde se van alternando
momentos de mayor violencia, y otros de manipulación, con la búsqueda de perdón por
parte del agresor, que fomentan que la mujer pueda sentir algún tipo de esperanza e
ilusión. En la medida en que la violencia se va alargando en el tiempo, la mujer se va
percibiendo como ineficaz por no saber detectar o controlar los episodios de violencia y
por no poder protegerse, y, finalmente, termina por bloquearse y quedarse en estado de
shock, dando lugar a la pasividad, lo que comúnmente se entiende como “lavado de
cerebro”.

“No me enteraba de nada. Casi no hablábamos. Mis amigas me decían que me maltrataba a
mí y a mi hijo, que me despreciaba delante de todo el mundo, yo no me enteraba, y siempre le
he justificado. Yo estaba ciega, confiaba en él, le di un poder y ahora me entero de que pidió un
préstamo a mi nombre. Ahora me dice que no me quiere, me siento manipulada y traicionada.
No sé quién soy ni con quién he vivido, ahora me doy cuenta. Nunca pensé que podía pasarme
esto. Todo el mundo lo veía menos yo”.

E) El miedo, la culpa y la vergüenza

Para comprender cómo se establece y se mantiene una situación de maltrato, es


necesario tener en cuenta la implicación de las emociones. Las emociones negativas más
nombradas por las mujeres que padecen esta situación son: el miedo, la culpa y la
vergüenza.

1. El miedo. Es la emoción más estudiada dentro del maltrato. Murillo (2011)

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recoge una idea de Foucault en la que señala que el miedo es el mejor
instrumento de control porque logra que la víctima aprenda a examinar cada
gesto que pueda molestar a su agresor, inhibiendo su conducta por adelantado,
anticipándose a las posibles reacciones. Vivir con miedo es devastador.

“Nunca sabías lo que te ibas a encontrar ese día. Cuando le oían llegar los niños, cuando
eran pequeños, se metían debajo de la mesa”.

Ohman, Dimberg y Ost (1985) destacan dos sistemas de conducta


derivados de la evolución: un sistema de defensa y un sistema social de
sumisión. Desde esta perspectiva, el miedo actúa a dos niveles, conduciendo a
los organismos a distanciarse de los depredadores y promoviendo la sumisión al
miembro dominante del grupo. Aplicando esto a la violencia de género, cada
uno de los miembros de una relación desarrollaría una de las vías: la víctima
intentaría huir del maltratador y este favorecería el miedo para obtener la
sumisión de la mujer.

“Estaba siempre alerta, pero no sabía por dónde me iba a venir la siguiente. Solo con su
mirada ya sabía que había hecho algo mal y se me encogía el corazón. Me dolía el corazón de
verdad…”.

Los efectos del miedo son los siguientes:

El miedo se genera tanto en el maltrato físico como en las descalificaciones y


en las amenazas. Las amenazas tienen una capacidad para generar emociones
tendentes a la paralización de la víctima, y con ello disuadir a la mujer de
abandonar la relación.
El miedo genera confusión en la víctima y esta confusión puede inmovilizar a
la mujer en una situación de indefensión. Para salir de esta situación, la
intervención de terceras personas puede favorecer el poner fin a este proceso
al activar apoyos.
La mujer se encuentra entre el dilema de denunciar al agresor y el temor a
que ello desencadene nuevas y más intensas acciones violentas.
El miedo hace que la mujer focalice su atención en el agresor y en este estado
de hipervigilancia se desconecta, tanto de sí misma, como del entorno,
aislándola aún más. La mujer acaba viviendo, sintiendo y pensando a través de
su agresor, pendiente de sus más mínimos gestos o intenciones.

“Creo que después de lo que he vivido no voy a poder confiar en nadie, desconfío de todo

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el mundo, me parece que me lo encuentro por todos los sitios, a veces me vuelvo bruscamente
porque siento que está detrás de mí, vivo sobresaltada y con miedo, aunque no esté, sigue
presente en mí”.

Desalentada ante la imposibilidad de encontrar una explicación, la mujer


empieza a buscar alguna causa en sí misma, autoinculpándose e intentando de
este modo salvar la relación. Así cree tener algo más de control sobre la
situación, pero realmente la percepción comienza a distorsionarse.

“Siempre estoy triste, no tengo ganas de nada, no tengo ilusión, me siento vacía, no puedo
parar, cuando me paro, me pongo triste. Nada está bien. Todo el mundo hace su vida y yo no
hago la mía. Por no enfrentarme a mi pareja para no discutir, permito que invada mi vida. Tengo
miedo a que se enfade y me deje sola. No puedo parar, me pongo mala, me sube una cosa por el
estómago que no me deja estar tranquila”.

2. La culpa y la vergüenza. Son dos emociones difícilmente diferenciadas, hasta


el punto de que estos términos llegan a utilizarse indistintamente por algunos
autores.
Ambas emociones aluden a una evaluación relativa al Yo, y tienen una
dimensión social, ya que surgen en contextos interpersonales.
Más allá de estos elementos comunes, la culpa aparece vinculada a la
evaluación negativa de lo que yo hago, mientras que en la vergüenza queda
invadido el yo soy. La culpa pone en evidencia una visión negativa de los actos
de una persona y puede llevar a la reparación de los mismos, siendo posible su
expresión y verbalización, lo que resulta liberador. Sin embargo, en la
vergüenza hay implícito un sentimiento de no ser como los demás, de ser
inferior, y conduce a la ocultación del yo.

“La culpa la tengo yo porque no le apoyé en sus proyectos y no era buena en la cama, no
tenía mucho deseo ni ganas de experimentar nada”.

“Si hubiera cogido el camino de volver a casa que cojo siempre, esto no me habría pasado.
Siempre lo tengo todo controlado, cuando saco dinero del cajero, por dónde salgo cuando
regreso a casa, y por haber bebido más de la cuenta, me ha pasado esto”.

La vergüenza es más difícil de modificar y compartir, aísla y aparta del


otro, mientras que la culpa ata a la situación interpersonal.
Cada uno de nosotros y de nosotras, consciente e inconscientemente,
hemos introyectado una serie de pautas de conducta, de normas que regulan
nuestro comportamiento (“tienes que cuidar a tus padres, tienes que obedecer a
tu marido, tienes que ser buena”). Así se va formando nuestro código moral.

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Los contenidos de este código fueron incorporados en nuestra infancia y
controlan de forma inconsciente a la persona a partir de ese momento. Este
código está en función de la educación que hayamos recibido, pero, una vez
que lo hemos incorporado, el propio sistema trata de asegurar su cumplimiento.
Cada vez que incumplimos una norma, se activa internamente una señal que
nos informa de que el código se ha transgredido. Tanto la vergüenza como la
culpa actúan como reguladores del código que, una vez incorporado, trata de
proteger su cumplimiento. Son instrumentos culturales de gran potencia y
efectividad para regular el comportamiento social.

“La costumbre de echarte la culpa la tienes desde un principio porque cuando está
molesto, enfadado, muchas veces no sabes ni por qué. Le ves enfadado y le preguntas, ¿qué te
pasa? “Tú sabrás”. ¿He hecho algo malo? “Tú sabrás, tú sabrás lo que has hecho”, y ahí tú no
sabes si has hecho algo malo, qué es lo que has hecho, y claro, tampoco sabes qué hacer. Y
siempre encuentras algo, siempre has hecho algo malo, siempre, que no lo has hecho, pero
justificas su mal humor a costa tuya, y llega un momento en que como ya has buscado tantas
cosas malas que has hecho, ya sientes que no sabes hacer nada bien”.

El hecho de provocar vergüenza y culpa en el otro es uno de los medios de


dominar y de hacerse temer por parte de los demás.

“Me muero de vergüenza, nadie de mi familia lo sabe ni lo va a saber… por eso nunca lo
voy a denunciar. Si hubiese hecho algo, no habría llegado hasta donde llegó… esto irá conmigo a
la tumba”.

Dentro de una situación de maltrato y ante la necesidad de encontrar una


explicación de los hechos, la mujer empieza a buscar alguna causa en sí misma,
autoinculpándose e intentando de este modo salvar la relación. Paralelamente,
por efecto de la vergüenza, la mujer ocultará el maltrato.

“…decía que yo era mala persona, que yo no le entendía, entonces, claro, yo le perdonaba
porque pensaba: “bueno, tendré yo la culpa”, siempre llegaba a pensar que era yo, que era más
inmadura, que no le entendía…”.

Así, la culpa vincula a la víctima al agresor, mientras que la vergüenza


favorece su retraimiento, completando por ello el aislamiento social.

“Me da mucha vergüenza contarte esto. Me siento una persona horrible, muy fea… No sé
si después de lo que te cuente vas a poder tenerme tan en cuenta… Bueno, a lo mejor te lo
cuento al final de la sesión, ¿vale?”.

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Para poder sostener este proceso, la mujer comienza a distorsionar la
percepción que tiene de sí misma y de la realidad que le rodea, perpetuándose
la relación de violencia, quedando ligada a ella, e incapaz de abandonarla.
De esta manera, lo que empezó siendo un intento de comprensión de su
realidad, finaliza en una distorsión que le lleva a sentirse culpable y responsable
de algo que ella no ha cometido.

“Me siento culpable por lo que he permitido, por dejarme llevar por él, por no enterarme de
lo que pasaba, antes sentía pena por él, ahora siento pena por mí”.

“Traté de entenderle a él, saber por qué me maltrataba, yo tenía miedo de enfadarme con
él, sentía que no tenía derecho a enfadarme. Me decía que estaba loca, y yo le pedía perdón.
Ahora siento rabia y vergüenza de contar lo que he vivido, lo que he permitido”.

Las mujeres hemos sido educadas para sentirnos culpables de todo, en


especial de lo que no funciona en nuestras relaciones emocionales: nos
sentimos culpables de desear, de ser, de tener hijos, de no tenerlos, de trabajar,
de no hacerlo, de tener un buen puesto de trabajo y ganar más que nuestro
compañero, de no ganar lo suficiente…
Hay distintas situaciones que pueden dar lugar a la aparición de la culpa:

Por identificación con la imagen que nos han dado de nosotras mismas:
eres mala, eres torpe, eres egoísta…
Por idealización del sufrimiento como modo de obtener reconocimiento y
cariño (masoquismo moral).
Por identificación con personas que se sienten culpables, normalmente las
madres u otras mujeres.
Por incumplimiento de mandatos de género:

– Anteponiendo sus necesidades a las de los demás.


– Sintiendo rabia o enfado.
– No respondiendo adecuadamente a todas las demandas de
otro.
– No entregándose totalmente.
– Al fallar en alguno de los roles.

Más en concreto, las mujeres maltratadas pueden tener, además, otras


oportunidades para sentirse culpables:

71
– Por el fracaso de su pareja.
– Por ser ella quien eligió a ese hombre y así sentirse
responsable.
– Por no ser capaz de parar la violencia.
– Por no haber sabido entenderle o cambiarle a él.
– Por sufrir tanta indignidad a la que su agresor le somete.
– Por ejercer ella misma violencia cuando se defiende.
– Por justificarle a él, por negar o minimizar la violencia.
– Por tener sentimientos ambivalentes hacia su maltratador.
– Por separar a los hijos e hijas de su padre.

Así, podemos concluir que estas emociones ocupan un lugar central en la


comprensión del establecimiento y mantenimiento de la violencia de género. La mujer
que está inmersa en una situación de maltrato transita por diversas emociones, y la
ruptura de la relación con su maltratador depende, en gran medida, de la intensidad y
duración de estos estados emocionales, y ello conllevará a que la mujer prolongue o
abandone la situación de violencia a la que está sometida.

F) Dificultades sociales

A la hora de exponer las dificultades de las mujeres para abandonar una relación de
abuso no podemos dejar de hacer referencia a las múltiples trabas sociales que
encuentran a la hora de romper su relación. Los largos y costosos procesos judiciales que
entorpecen su recuperación, los problemas que entrañan los regímenes de visitas de sus
hijos, la falta de recursos económicos, la precariedad laboral, el difícil acceso a la
vivienda, la falta de una red familiar y social que sirvan de apoyo en el cuidado de los
menores. Especial dificultad puede presentar la población de mujeres inmigrantes que
pueden estar viviendo una situación administrativa irregular que les causa mucho
sufrimiento, a lo que se añaden los problemas con el idioma y las diferencias culturales,
además de los duelos migratorios y de las cargas económicas que asumen al llegar a
nuestro país. Otros factores de vulnerabilidad son los que hacen mención a mujeres
discapacitadas, mujeres rurales, mujeres mayores, mujeres de etnias desfavorecidas, u
otros ejes de diferenciación.

“Estudié derecho, durante unos meses ejercí como abogada en un despacho… lo tuve que
dejar por culpa de mi padre, la situación era inaguantable… me seguía a todas partes (su padre
era su abusador)… y después estuve contratada una temporada en la administración de justicia,
pero ahora estoy tan mal que no podía trabajar, al final me dieron una incapacidad, vivo de mi
pensión…, pero para mí y para mi hijo se hace muy justo, hay meses que lo paso muy mal…”.

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2.3. Efectos de la violencia de género en la salud

La violencia de género arrasa la totalidad de la vida de las mujeres, y esto es así porque
los seres humanos somos seres integrados: lo que nos sucede en la esfera física influye
en la emocional, en la social, y viceversa. Por ello resulta artificial distinguir entre las
secuelas físicas, psicológicas y sociales. Sin embargo, por una finalidad didáctica, vamos
a distinguir estos efectos. Iniciamos la descripción por aquellos que son más evidentes, y
que en ocasiones facilitan la detección, los físicos.

2.3.1. Efectos en la salud física

Pasamos a continuación a detallar los efectos sobre la salud física más frecuentes. Por un
lado están aquellos claramente visibles y medibles, como son:

Contusiones.
Hematomas.
Traumatismos.
Heridas.
Daño ocular.

Desde el ámbito sanitario existen protocolos de actuación y recogida de información,


que si se cumplimentan de forma adecuada, pueden resultar muy útiles en un
procedimiento judicial.
Por otro lado, están las consecuencias que se encuentran más enmascaradas y con
un origen más psicofisiológico:

Fibromialgia.
Dolores musculoesqueléticos (dolor crónico de cuello o espalda, artritis
reumatoide, artrosis…).
Quejas somáticas.
Dificultades respiratorias.
Obesidad severa.
Trastornos neurológicos (tartamudeo incipiente, pérdida de audición,
problemas de vista, dolores de cabeza y migrañas, mareos…).
Molestias gastrointestinales (diarrea, estreñimiento, dispepsia, vómitos, dolor
abdominal, síndrome de colon irritable…).
Complicaciones cardiovasculares (infarto, angina de pecho, etc.).
Trastornos inmunológicos.

73
Alopecia.

“El otro día fui al fisioterapeuta, me dijo que tenía los músculos de la cabeza totalmente
contraídos, me preguntó si tenía problemas digestivos… por lo visto, el nervio vago de alguna
manera conecta con mi intestino, me dijo que eso le pasa a mujeres que han estado en una
situación complicada desde la infancia… todo tiene conexión…”.

Detrás de toda esta sintomatología es fácil encontrar un origen de dolor emocional


provocado por la violencia.

“Cuando voy a casa de mis padres soy incapaz de ir al baño… en Madrid soy como un
reloj (en la casa de sus padres fue el lugar donde se produjeron los abusos)”.

La violencia hacia las mujeres también puede conllevar importantes efectos para la
salud sexual y reproductiva, siendo algunas de las más destacadas: el embarazo no
deseado, la pérdida de deseo sexual, los trastornos menstruales, infecciones urinarias,
enfermedades de transmisión sexual e interrupción del embarazo debido a los fuertes
golpes recibidos.

“Cuando me quedé embarazada, mi marido me decía que tenía que ser un niño, porque si
era niña no iba a quererla. El parto tuvo que ser a través de cesárea debido a las palizas que me
pegaba”.

“Fue una sensación muy rara, yo creo que me drogó porque con dos cervezas yo no
pierdo la conciencia… al día siguiente tuve muchos dolores en los genitales y en la zona del
ano… pensaba que algo me había pasado esa noche… no iba al médico por miedo”.

“Acabas sintiéndote como un sumidero… nada más. Y me siento así todavía. Creo que esa
parte de mí está cerrada para siempre. Cerrada a cal y canto”.

2.3.2. Efectos en la salud psicológica

A finales de los años setenta, en los que cientos de miles de veteranos de Vietnam
sufrieron serios problemas psiquiátricos, se formuló un nuevo diagnóstico, el Trastorno
de Estrés Postraumático (TEPT), para intentar recoger la psicopatología que presentaban
e incluirla en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III)
(American Psiquiatric Asociation, 1980).
En esta época, la literatura disponible sobre la “neurosis traumática” era insuficiente
para poder guiar los criterios de formulación del diagnóstico. Debido a ello, el comité del
DSM-III tuvo que basarse en las descripciones clínicas de la neurosis de la guerra, en
concreto a las realizadas por Kardiner (1941), los estudios de Horowitz, Wilner y

74
Kaltreider (1980), en víctimas de quemaduras (Andreasen y Norris, 1972) y en veteranos
de Vietnam (Shatan, Smith y Haley, 1977), para llegar a un criterio y un diagnóstico
fiables. A pesar de estos modestos comienzos, el TEPT supuso un constructo diagnóstico
muy útil e interesante con una amplia aplicación a diferentes poblaciones de víctimas,
con su propia neurobiología y terapéutica (van der Kolk, Roth, Pelcovitz, Sunday y
Spinazzola, 2005).

A) Síndromes específicos

Antes de la conceptualización del Trastorno de Estrés Postraumático en el DSM-III,


y al no ser recogida la sintomatología que manifestaban las mujeres víctimas de la
violencia de género en sus relaciones de pareja, se hizo necesario hacerlo en un síndrome
postraumático específico, el síndrome de la mujer maltratada.
Este síndrome fue formulado por Walker (1979) para describir las secuelas
psicológicas de la violencia de género en la relación de pareja. Su origen se encuentra en
la teoría de la indefensión aprendida, reformulada en términos de la depresión humana.
El síndrome de la mujer maltratada puede explicar por qué algunas mujeres en esta
situación no perciben la existencia de ciertas alternativas que les permitirían protegerse y,
por ende, no ponen en práctica dichas opciones (Dutton, 1988; Walker, 1979, 2012).
También explicaría por qué algunas mujeres maltratadas se adaptan a la situación
aversiva e incrementan su habilidad para afrontar los estímulos adversos y minimizar el
dolor. Estas pueden presentar también distorsiones cognitivas como la minimización, la
negación o la disociación, que les permiten conseguir soportar los incidentes de maltrato
agudo (Walker, 1979).

“Pero cuando estás dentro, no es que seas feliz, pero tú te creas tu felicidad, te creas tu
mundo para que la gente no vea lo que está dentro de la casa. Al crearte tu felicidad, aunque no
exista, tienes que mantenerla, tienes que camuflar lo que está pasando, como crearte tu mundo,
y en ese mundo eres feliz”.

Cuadros clínicos

Además de estas distorsiones cognitivas, las mujeres maltratadas pueden cambiar la


forma de verse a sí mismas, a las demás personas, al mundo, y desarrollan la mayoría o
todos los síntomas que se presentan en el trastorno de estrés postraumático (TEPT),
pero se subrayaban especialmente los efectos que tienen las agresiones físicas,
psicológicas y sexuales sobre la sensación de seguridad de la víctima, su confianza y su
autoestima, su frecuente revictimización y la pérdida de la identidad propia, que no
recoge el trastorno de estrés postraumático (TEPT).

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“Me quiero matar, no acabo de ver bien las cosas, estoy mal, no quiero pensar en lo que ha
pasado, quiero olvidarlo todo, pero no puedo; quiero pasar página, pero cada día tengo más
recuerdos de las palizas que me ha pegado. Ya no lo hace, pero yo no puedo perdonarle. Estoy
descontrolada, desorganizada, ahora parece que solo yo tengo memoria”.

Existen, además, otros cuadros o síntomas clínicos asociados a la violencia de


género en las relaciones de pareja, que son frecuentemente denominadas como
“problemas comórbidos”, como si ocurriesen independientemente de los síntomas del
TEPT. Entre ellos: ansiedad, tristeza, labilidad emocional, inapetencia sexual, fatiga
permanente e insomnio (Amor, 2000).
También se ha observado que las víctimas de maltrato desarrollan problemas
psicopatológicos como los trastornos de ansiedad, trastornos y estados disociativos,
intentos de suicidio, trastornos de la alimentación, alcoholismo y drogodependencias
(Villavicencio, 2000). Relegándolos a problemas comórbidos, aparentemente sin relación,
pasan desapercibidas por la investigación científica importantes daños psicológicos
relacionados con el trauma, y nos podemos arriesgar en la clínica a aplicar enfoques que
pueden no ser útiles (Spinazzola, Blaustein y van der Kolk, 2005) cuando, en realidad,
existe un trasfondo con origen en la propia violencia. Estas cuestiones dieron lugar a un
intento de delimitar las adaptaciones postraumáticas en el estudio de campo del DSM-IV.

“Apenas puedo pensar. Solamente tengo ganas de estar en la cama y que los días pasen.
Pero no pasan, los días no pasan… Es como si el tiempo no pasara… No sé si me entiendes.
Pero es que, además, no puedo quedarme en la cama…”.

El nuevo manual de diagnóstico DSM-V (American Psychiatric Association, 2013)


incluye un nuevo capítulo llamado “El trauma y los trastornos relacionados con un factor
estresante” en el cual se incluye el Trastorno por Estrés Postraumático anteriormente
incluido como “trastorno de ansiedad”. A los criterios clínicos citados con anterioridad, se
agregan los cambios conductuales. A los seis criterios diagnósticos se añaden, además, las
alteraciones negativas en la cognición y ánimo relacionados con el hecho traumático y los
cambios fisiológicos que no son efectos directos de una sustancia u otra condición
médica.
Un nuevo subtipo diagnóstico incluye síntomas propios de niños menores de seis
años con estrés postraumático. El DSM-V define también los eventos traumáticos, los
criterios culturales y de género a aplicar, anulando la distinción anterior entre estrés
postraumático agudo y crónico. La incorporación de un capítulo separado para estrés y
trauma, así como la focalización en aspectos de aislamiento y cambios conductuales
pueden contribuir a profundizar en la investigación del estrés postraumático, incluido el
estudio del estrés postraumático en víctimas de la violencia de género en todas sus
manifestaciones. Del mismo modo podría contribuir a la detección precoz de secuelas de

76
trauma en la niñez y adolescencia.

Trastorno de Estrés Postraumático Complejo

El estudio de campo de el DSM-IV sobre el TEPT se llevó a cabo entre 1990 y


1992 para investigar las definiciones más adecuadas y ubicar los variados síntomas del
TEPT en grupos de síntomas (Kilpatrick, Resnick, Freedy, Pelcovitz, Resick y Roth,
1998), y para indagar si, como grupo, las víctimas de traumas interpersonales tienden a
reunir criterios diagnósticos para el TEPT o si su psicopatología se podría describir con
más precisión en relación con otro grupo de síntomas, habitualmente mencionados en las
investigaciones sobre maltrato y abuso infantil, víctimas de campos de concentración y
violencia de género en la relación de pareja (violencia doméstica en las primeras
investigaciones) que no estaban descritos en los criterios del TEPT. El comité revisó a
conciencia las investigaciones de estos grupos de población y organizó los síntomas
“inespecíficos” más frecuentes en los estudios bajo la denominación de Trastorno por
Estrés Extremo, Trastornos por Estrés Postraumático Complejo o DESNOS, siglas de
Disorder of Extreme Stress Not Otherwise Specified (Herman, 1992).

El Trastorno de Estrés Postraumático Complejo se diagnostica cuando existe una historia de


sometimiento a un control totalitario en un periodo de tiempo prolongado (de meses a años).
Los ejemplos incluyen rehenes, prisioneros y prisioneras de guerra, supervivientes de
campos de concentración y supervivientes de sectas religiosas. Los ejemplos también
incluyen a personas sometidas a sistemas totalitarios en la vida sexual y doméstica,
incluyendo supervivientes de malos tratos por la pareja, abusos físicos o sexuales en la
infancia y la explotación sexual organizada.

“He perdido mi referencia. No sé cuál es mi límite. He perdido hasta la memoria. No soy capaz
de ordenar las cosas cronológicamente. No puedo dormir, estoy nerviosa, me cuesta respirar…así no
puedo enfrentarme a nada, voy por la calle con miedo a que me dé algo, no puedo vivir así”.

Esta categoría diagnóstica propone explicar los cambios de personalidad


característicos, incluyendo las deformaciones en la capacidad de relacionarse y en la
identidad. Este cuadro clínico vendría definido, según Herman (1992) por las siguientes
características:

Cuadro 2.1 Trastorno de Estrés Postraumático Complejo (Herman, 1992)


– Desregulación del afecto
– Desregulación de la ira
– Conductas autodestructivas

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de los impulsos – Preocupaciones suicidas
– Dificultades en la modulación de la
implicación en actividades sexuales
– Asunción excesiva de riesgos
– Amnesia
Alteraciones de la atención o la
– Episodios disociativos transitorios y
conciencia
despersonalización
– Sistema digestivo
– Dolor crónico
Somatizaciones – Síntomas cardiopulmonares
– Síntomas conversivos
– Síntomas sexuales
– Ineficacia
– Sensación de daño permanente
– Culpabilización y responsabilidad
Alteraciones de la percepción de sí mismo
– Vergüenza
– “Nadie me puede entender”
– Minimización
– Asumir creencias distorsionadas
Alteraciones en la percepción del – Idealización del perpetrador
perpetrador – Preocupación porque al perpetrador se
le haga daño
– Incapacidad para creer
Alteraciones en la relación con las demás
– Revictimización de sí misma
personas
– Victimización de otras personas
– Desesperanza
Alteraciones en el sistema de significados
– Pérdida de creencias que se tenían
de la vida
previamente

Consideramos que nombrar otros trastornos y sintomatología como la depresiva,


ansiosa, estrés, sentimientos de culpa, asco, rabia, vergüenza… no resultaría de utilidad,
ya que todo ello forma parte de la definición del Trastorno de Estrés Postraumático
Complejo o DESNOS. Por lo tanto, diagnosticar de forma aislada estos síntomas nos
conduciría a realizar un tratamiento insuficiente y parcial.

“No sé quién soy, solo pienso en la muerte, cómo hacerlo, cuando… Él se destruye con el
alcohol y me destruye a mí. Cada día tengo miedo de que llegue a casa y ahí sigo, paralizada,
asustada, sin fuerza para salir y sin saber hacia dónde ir. Cuando bebe es terriblemente violento”.

Trastorno Límite de la Personalidad y trastornos disociativos

78
Trastorno Límite de la Personalidad y trastornos disociativos

Nos quedarían por plantear dos tipos de trastornos y sintomatología que hemos
encontrado con mucha frecuencia en la intervención con mujeres víctimas de violencia
de género, pero que entendemos que exceden el objetivo de este texto. Por ello hacemos
mención aparte del trastorno límite de la personalidad y del trastorno disociativo y los
síntomas disociativos. Nos limitaremos a exponer la definición de cada uno de ellos.
El trastorno límite de la personalidad (American Psychiatric Association, 1994) es
un patrón general de inestabilidad en las relaciones interpersonales, la autoimagen y la
efectividad, y una notable impulsividad, que comienzan al principio de la edad adulta y se
da en diversos contextos, como lo indican cinco (o más) de los siguientes criterios:

1. Esfuerzos frenéticos para evitar un abandono real o imaginado. Nota: No


incluir los comportamientos suicidas o de automutilación que se recogen en el
criterio 5.
2. Un patrón de relaciones interpersonales inestables e intensas caracterizado por
la alternancia entre los extremos de idealización y devaluación.
3. Alteración de la identidad: autoimagen o sentido de sí mismo acusada y
persistentemente inestable. Impulsividad en al menos dos áreas, que es
potencialmente dañina para sí mismo (p. ej., gastos, sexo, abuso de sustancias,
conducción temeraria, atracones de comida). Nota: No incluir los
comportamientos suicidas o de automutilación que se recogen en el criterio 5.
4. Comportamientos, intentos o amenazas suicidas recurrentes, o comportamiento
de automutilación.
5. Inestabilidad afectiva debida a una notable reactividad del estado de ánimo (p.
ej., episodios de intensa disforia, irritabilidad o ansiedad, que suelen durar unas
horas o, rara vez, unos días). Sentimientos crónicos de vacío.
6. Ira inapropiada e intensa o dificultades para controlar la ira (p. ej., muestras
frecuentes de mal genio, enfado constante, peleas físicas recurrentes).
7. Ideación paranoide transitoria relacionada con el estrés o síntomas disociativos
graves.

En cuanto a los trastornos disociativos, la disociación es un fenómeno ampliamente


estudiado, en constante revisión y con nuevas aportaciones. Este concepto se ha utilizado
a lo largo de la literatura científica como mecanismo de defensa, trastorno mental o
mecanismo psíquico.
En este caso vamos a centrarnos en el concepto de disociación como trastorno
mental. Vamos a entenderlo como una consecuencia postraumática y, por lo tanto, como

79
Una característica esencial de los trastornos disociativos consiste en una alteración
de las funciones integradoras de la conciencia, la identidad, la memoria y la percepción
del entorno. Esta alteración puede ser repentina o gradual, transitoria o crónica.

Cuadro 2.2 Clasificación de trastornos disociativos (American Psychiatric


Association, 1994)
Incapacidad para recordar información personal
importante, generalmente de naturaleza traumática o
Amnesia disociativa
estresante, que es demasiado amplia para ser
explicada por el olvido ordinario.
Viajes repentinos e inesperados lejos del hogar o del
puesto de trabajo, acompañados de incapacidad para
Fuga disociativa
recordar el propio pasado, de confusión acerca de la
propia identidad y asunción de otra identidad nueva.
Sensación persistente y recurrente de
distanciamiento de los procesos mentales y del
Trastorno de despersonalización
propio cuerpo, junto a la conservación del sentido de
la realidad.
Presencia de uno o más estados de identidad o
personalidad que controlan el comportamiento del
Trastorno de identidad
individuo de modo recurrente, junto a una
disociativo (antes personalidad
incapacidad para recordar información personal
múltiple)
importante, que es demasiado amplia para ser
explicada por el olvido ordinario.
Codifica aquellos trastornos en los que la
Trastorno disociativo no característica predominante es un síntoma
especificado disociativo que no cumple los criterios para el
diagnóstico de un trastorno disociativo específico.

“Y hay ahí un pequeño espacio entre que estábamos discutiendo y el momento del golpe,
que se me ha borrado de la cabeza, no sé exactamente qué es lo que ocurrió, un pequeño
espacio que está en blanco, que no recuerdo, no recuerdo qué fue lo que dijo o lo que dije, lo
que pasó… y se produjo el golpe”.

“En ocasiones llegaba a lugares que no conocía y no sabía cómo había llegado hasta allí.
Llegué a pensar que tenía un alzhéimer precoz…”.

Dado que el trastorno de identidad disociativo es el más complejo debido al nivel de


daño sufrido por la mujer y que mayores dificultades para la identificación plantea en la
intervención, Kluft (1987) describe una serie de signos de Trastorno de Identidad

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daño sufrido por la mujer y que mayores dificultades para la identificación plantea en la
intervención, Kluft (1987) describe una serie de signos de Trastorno de Identidad
Disociativa (TID) entre pacientes psiquiátricos:

1. Tratamientos fallidos previos.


2. Tres o más diagnósticos previos.
3. Concurrencia de síntomas psíquicos y somáticos.
4. Síntomas y niveles de funcionamiento fluctuantes.
5. Dolores de cabeza importantes y otros síndromes dolorosos.
6. Distorsiones en el tiempo, lapsos de tiempo o amnesia franca.
7. Le comentan conductas que no recuerda.
8. Otros notan cambios observables.
9. Descubre objetos, producciones o escritos entre sus pertenencias que no
recuerda haber tenido o realizado o no reconoce.
10. Oír voces (más del 80% experimentadas como intrapsíquicas), que se
experimentan como algo separado del individuo y con frecuencia inducen al
paciente a hacer alguna actividad.
11. El paciente utiliza el “nosotros” en sentido colectivo refiriéndose a sí mismo, o
habla de sí mismo en tercera persona (esto en nuestra experiencia es bastante
poco frecuente, sobre todo en entrevistas iniciales).
12. Se hacen evidentes otras personalidades por medio de la hipnosis o entrevistas
facilitadas por sustancias como el amobarbital.
13. Historia de abuso sexual en la infancia.
14. Incapacidad para recordar eventos infantiles entre las edades de 6 a 11 años.

2.3.3. Efectos sociales

Como hemos dicho anteriormente, la violencia atraviesa la vida de las mujeres y provoca
efectos en todos los ámbitos en que esta se desenvuelve.
Algunas de las consecuencias sociales que observamos son:

Absentismo en el trabajo, descenso en el rendimiento y en la competencia


laboral.
Pérdida de empleo.
Disminución de actividades lúdicas.
Falta de participación en actividades sociales.
Dificultades de integración.
Riesgo de pobreza y exclusión social.

81
“Él me repetía constantemente “nunca te voy a dejar y, si por cualquier circunstancia nos
separamos, no te dejaré sola”. Ahora estoy con una orden de protección, con mi hijo, pero él no
me pasa la pensión y no puedo pagar ni la luz. Cada día me levanto y siento que, haga lo que
haga, todo me sale mal, no sé qué voy a hacer ni cómo voy a vivir… ¿Tendré trabajo? ¿Podré
mantener la casa?”.

“Cuando lo conocí todo lo que él tenía eran deudas, yo tenía mi coche, mi casa… Después
de 9 años él tiene una empresa en la que hemos trabajado juntos y todo está a su nombre, yo no
tengo nada al mío, solo la hipoteca de la casa. Ahora que quiero separarme, no tengo ni coche ni
casa, ahora la que tiene deudas soy yo”.

Con respecto al último punto, el aislamiento social, tiene una doble perspectiva. Por
un lado, el aislamiento al que el agresor somete a la víctima, privándola de todo contacto
social, y, por tanto, de toda posibilidad de recibir ayuda, a la vez que le impide tener otra
valoración distinta de la que obtiene de su agresor.

“Todos los problemas venían porque yo no hacía lo que él decía, yo no era obediente, yo
le llevaba siempre la contraria aposta… desde luego, yo no podía tener vida social alguna… mi
vida era él”.

La segunda perspectiva del aislamiento es la que hace referencia a la percepción que


tiene la propia víctima de sí misma. El efecto se produce en el mundo interno, “en lo
íntimo” y está relacionado con la percepción negativa que, como efecto de la violencia,
tiene la mujer de sí misma. Percepción que se manifiesta en una falta de participación en
su vida social por la vergüenza y confusión que experimenta por lo vivido, merma sus
posibilidades de salida al mundo, y reduce sus capacidades para enfrentar su vida, con
independencia de la persona que la maltrata.

“Él es muy despreciativo, si pudiera irme me iría, no puedo dormir, me encuentro muy
nerviosa, en tensión constante, no me deja salir de casa, me dice: “el día que te vayas echo el
cerrojo y no sales”. Vivo amargada, no puedo hacer nada, dependo de él para vivir, me tendría
que ir a vivir a la calle, a mis hijos no les puedo meter en esto”.

Una realidad social emerge cuando una mujer decide separarse de la persona que la
maltrata y enfrentar su vida de manera independiente. A partir de este momento los
recursos económicos pasan a ocupar un lugar central, son los que van a determinar si la
decisión de vivir fuera de su relación de pareja y obtener independencia económica va
ser posible. Aquí las posibilidades están determinadas por tener o no tener trabajo
remunerado. En el primer caso, la mujer puede plantearse enfrentar una nueva vida; en
el segundo la situación es diferente, aquí empieza otra realidad más difícil.

82
el segundo la situación es diferente, aquí empieza otra realidad más difícil.

“… yo aguantaba tanto para que él me quisiera… Yo no sabía qué hacer, aunque me fui dando cuenta,
poco a poco, pero no tenía apoyo de ningún tipo y… que le quería. Si, fíjate, querer a una persona
así…”.

Esa mujer de mediana edad, dependiente económicamente, fiel a lo que se esperaba


de ella, obediente a los mandatos de género, perfectamente adaptada a la estructura
patriarcal, que ha pasado la mayor parte de su vida cuidando de su familia y renunciando
a crecer profesionalmente, apartada del mundo laboral, se dispone a buscar un trabajo
que le permita subsistir económicamente. Comienza la búsqueda de un trabajo
remunerado, misión casi imposible dada su escasa preparación para este escenario. Como
mucho, podrá acceder a trabajos de economía sumergida, generalmente mal retribuidos,
sin ninguna seguridad en el tiempo y con los que escasamente va a poder hacerse cargo
de los gastos económicos, derivados de vivir con independencia. Si tiene hijos, la
situación se complica.
La realidad es que si no hay oportunidades, y no hay trabajo, tendrá que seguir
soportando una situación de maltrato.

“No sé lo que siento por él… me ignora. Sé que no me quiere, pero no se va de casa. No
me habla, llevo dos años esperando una explicación, que me diga algo, necesito que me diga lo
que piensa, así no puedo vivir. No tengo trabajo, no puedo pensar en marcharme, él me dice que
no me va a dar ni un euro, que si quiero irme, que me vaya. Tengo 54 años y no puedo
marcharme a ninguna parte ni voy a encontrar trabajo”.

2.4. La paradoja de la mujer maltratada

Muchas veces las mujeres que sufren o han sufrido violencia a manos de su pareja o
expareja se comportan de maneras difíciles de comprender para quienes no están
familiarizados con estas situaciones. En ocasiones, su conducta escapa de la lógica
habitual, o contraviene la lógica “esperable” en una situación de maltrato. Es decir, o no
se comprenden las manifestaciones observables en la mujer (y entonces muy
frecuentemente, se malinterpretan y se les otorgan falsas atribuciones), o lo que
observamos en las mujeres no encaja con la idea estereotipada de cómo debe ser una
mujer maltratada.
Ejemplos de lo anterior pueden darse en mujeres que afirman estar enamoradas de
sus compañeros, a la vez que son severamente maltratadas, o mujeres con un alto nivel
cultural y social, con apariencia fuerte y decidida, pero sometidas a maltrato.

83
género como un problema individual. Por lo tanto, muchas de las conductas paradójicas que
apreciamos en las mujeres víctimas de violencia se atribuyen a este hecho, en definitiva, se
culpa a la mujer de su situación.

Habitualmente, son dos los aspectos que más llaman la atención en el encuentro con
una mujer maltratada, su estilo de comportamiento y sus sentimientos hacia el agresor.

2.4.1. Su estilo de comportamiento

Como hemos visto, puede resultar paradójico o no encajar la idea previa que tenemos de
una mujer maltratada. Parte de su conducta observable puede responder a los
mecanismos de defensa con los que se enfrenta a las situaciones y a la angustia, o
responder a los efectos del maltrato (Romero, 2010).

1. Puede no tener ninguna conciencia de lo que le sucede, a pesar de los datos


objetivos que relata. No se considera una mujer maltratada, no da importancia
a los hechos padecidos.

“Siempre he sido muy feliz, mi vida ha sido como un cómic…”.

2. Puede negar la evidencia para afrontar la angustia, utilizando toda una gama de
mecanismos de defensa para protegerse, al igual que hacemos todos los seres
humanos, por ejemplo:

a) Restar importancia o gravedad a los hechos, distanciándose del daño


producido y objetando que estos no han sido tan graves (minimización).

“Mi familia me decía que cómo aguantaba eso, pero a mí me parecía que no era para
tanto”.

b) Explicar coherentemente y desde la lógica, motivaciones, conductas y


hechos (racionalización):

“Yo pensaba que él quería explicarme y enseñarme cómo tenía que hacer las cosas”.

c) Achacar el problema a circunstancias externas y ajenas (desviación del


problema).

“Yo siempre pensaba que por su trabajo, como trabajaba en una cárcel, tenía mucha

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problema).

“Yo siempre pensaba que por su trabajo, como trabajaba en una cárcel, tenía mucha
tensión”.

d) Asegurar no recordar lo ocurrido (olvido).

“Esas cosas que has olvidado las tienes ahí y no las quieres volver a ver, porque no las
quieres recordar”.

e) Rechazar que se trata de violencia (negación).

“Me costó mucho aceptar que lo que estaba viviendo era una situación de maltrato”.

f) La mujer se siente culpable de la violencia que sufre, llegando incluso a


idealizar y a preocuparse por el daño que podría ser infligido al maltratador
(idealización).

“… aunque tenía un carácter muy fuerte, otras veces era maravilloso”.

g) Puede también ver en su compañero sentimientos y reacciones que no le


corresponden a él sino a ella (proyección).

“Yo estoy segura de que él me necesita”.

3. Un mayor detenimiento merece el mecanismo de la disociación. Se trata de una


estrategia defensiva para la supervivencia. Ante un trauma el dolor es tan
intenso que la persona no puede hacerse cargo de él. En estos casos el ser
humano se desconecta del cuerpo y de la emoción. Al no haber conexión entre
el suceso, el cuerpo y la emoción, no se llega a sentir malestar, un malestar que
resulta inmanejable, y que de esta forma, al negarlo, permite seguir viviendo.

“¿Crees que lo que me ha pasado es tan grave como para necesitar tratamiento?”.

“Cuando me pasó esto lo contaba en tercera persona, necesitaba poner distancia


emocional. No me lo podía creer… mi mejor amigo…”.

Como consecuencia de todo ello, la disociación puede generar una serie de


comportamientos que es importante tener en cuenta a la hora de atender a la

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que no es coherente con su relato, y que puede hacernos dudar del mismo.
b) Puede estar inundada emocionalmente, o manifestarse absolutamente fría e
inhibida.
c) Puede mostrarse de forma disociada, caótica e incongruente, generando
respuestas extremas en el profesional, llevándole a realizar diagnósticos
equivocados.

4. La mujer puede mostrar cierta hostilidad, o estar a la defensiva, como


mecanismo de protección frente a la angustia que le produce tomar conciencia
de su situación. Se opone a nuestras intervenciones, no está de acuerdo con
nada de lo que se le plantea, hace lo contrario de las indicaciones terapéuticas.

“Por decirle a mi marido que os estaba viendo, me dice que va a tramitar la separación,
que me va a dejar en la calle y va a pedir la custodia de mi hijo, y yo no tengo donde caerme
muerta… ¡Y todo por vosotras!”.

5. Puede mostrarse pasiva y desinteresada en su proceso: faltar a las citas, no


llevar a sus hijos a terapia, no mostrar interés alguno en su recuperación
(denotando sentimientos depresivos y desesperanza).

“No he venido porque no me acordaba de cuándo tenía cita contigo, tengo tanto lío… la
verdad es que ahora me viene fatal venir…”.

6. Puede mostrar igualmente actitudes abiertamente agresivas, con los


profesionales o con sus hijos, resultado de la rabia acumulada.

“Nunca me ha ayudado nadie, no entiendo por qué me decís que denuncie si después no
hacéis nada, yo tengo que demostrarlo todo y si no, nada. No me habéis ayudado con este ni
tampoco en el otro, siempre lo mismo”.

“Tú también me vas a abandonar como lo ha hecho todo el mundo, este caso se te ha
hecho demasiado grande…”.

7. Puede tener dificultades en expresar lo que le sucede, lo que a menudo puede


malinterpretarse como dificultades intelectuales.

“Si es que no sé cómo contarte, total, pues yo que sé, si quieres pregúntame, que yo te
voy diciendo”.

8. Puede presentar una historia de vida repleta de múltiples traumatizaciones, que

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voy diciendo”.

8. Puede presentar una historia de vida repleta de múltiples traumatizaciones, que


daría lugar a una variada sintomatología, en la que la violencia actual parezca
solo un episodio más, e incluso, al que menos importancia otorga la víctima.

“Me siento como un vaso de agua del que todo el mundo bebe”.

2.4.2. Su concepción del amor, sus sentimientos hacia el agresor

Producto de la socialización diferencial de género y de sus mandatos. La subjetividad de


la mujer se construye en torno a la dimensión emocional y relacional, siendo esta
motivación privilegiada frente a cualquier otra (Ravazzola, 2003).
La mujer cree en la omnipotencia del amor de pareja, y esto le lleva a sostener
determinadas creencias:

En los efectos positivos que el amor incondicional tendrá sobre la persona


amada “con amor, conseguiré cambiarle”.
En que lo más importante en la vida es el amor por él, por encima de cualquier
otra de sus motivaciones.
En que es su salvadora: ella le hará cambiar y le curará.
Dice que quiere a su pareja, aunque este le esté maltratando.
Cree en la reciprocidad de trato “si yo le quiero, él se dará cuenta y acabará
queriéndome”.
Cree que es mejor aplacar y tolerar que defenderse “si me enfrento a él, se
pone peor”.
Cree que ella tiene que aliviar su malestar “como no lo acompañé, él se sintió
mal”.
Cree que cualquier cosa es mejor que estar sola. La soledad es el peor de los
castigos.
Cree que por amor las mujeres tienen que aguantar cualquier cosa.
Cree que para amar hay que sufrir.
Malinterpreta algunas conductas de control como actos de amor: celos,
posesividad, paternalismo.
Cree, una y otra vez, en sus promesas de cambio. Le perdona también una y
otra vez.
Cree que un hombre, por fijarse en ella, puede rescatarla de la insatisfacción de
su vida.

87
Pueden unirse a más de un hombre maltratador, cayendo en otras relaciones de
abuso, sin posibilidad de protegerse en las relaciones íntimas.
Mantiene la ilusión en relación a la constitución de una pareja estable que
consolide la formación de una familia. Este supuesto llevaría a la mujer a
querer cumplir su deseo de mantener unida a la familia sobre su propio
bienestar.

Todas estas circunstancias, los sentimientos de amor que expresa, la incapacidad de


separarse, el “aguante” ante situaciones insostenibles, unido a comportamientos de difícil
comprensión, como la pasividad, el desinterés, la negación del maltrato…, hacen que en
ocasiones no se comprenda a una mujer víctima de la violencia de género y que el encuentro
con ella se malinterprete.

Allí donde no entendemos, tenemos la tendencia a poner en marcha nuestros


prejuicios. Por eso, sin entender, hacemos falsas atribuciones sobre lo que estamos
viendo y, en vez de atribuirlo a la violencia que está padeciendo, lo atribuimos a fallas de
la mujer: es pasiva y quiere que le solucionen todo, no tiene interés en salir de su
situación, está desequilibrada, ella misma reconoce que no es maltratada, si no se separa
es porque no quiere… Fallas que, como resulta obvio, culpan a la propia mujer de su
situación.

Como conclusión y en respuesta al por qué una mujer maltratada permanece en la relación
abusiva, encontramos las siguientes razones que nos pueden ayudar a comprender:

La subjetividad de la mujer: sus vivencias y antecedentes personales, sus conflictos,


sus motivaciones explican la particularidad de cada mujer y será necesario ayudarle a
comprender cuáles son los mecanismos por los que ha llegado hasta ese momento de
su vida.
El sometimiento a los mandatos de género: Uno de los mandatos consiste en el éxito
del amor, de la pareja, de la familia, del “para siempre”, hasta tal punto de que, si no lo
consiguen se sienten fracasadas de forma integral, como seres humanos, y deben
enfrentarse al vacío de la pérdida del guion de su vida.
El ideal del amor romántico: que les lleva a aguantar cualquier cosa por amor, incluso
en detrimento de sí mismas.
Los propios efectos del maltrato: el Estrés Postraumático Complejo explicaría muchas
de las situaciones en las que la mujer queda atrapada: vergüenza y culpa, idealización
del agresor, sensación de indefensión, fallos en los mecanismos de autoprotección,
anestesias, ceguera, amnesia y vínculos traumáticos.
Las propias dinámicas del maltrato: como el ciclo de la violencia, la indefensión
aprendida, o la persuasión coercitiva hacen referencia fundamentalmente al estado
caótico y parálisis que provocan la arbitrariedad y el reforzamiento intermitente, que
sume a la mujer en el desconcierto y la confusión. Así como la invisibilidad y la
naturalización del maltrato y la habituación al mismo.

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aprendida, o la persuasión coercitiva hacen referencia fundamentalmente al estado
caótico y parálisis que provocan la arbitrariedad y el reforzamiento intermitente, que
sume a la mujer en el desconcierto y la confusión. Así como la invisibilidad y la
naturalización del maltrato y la habituación al mismo.
El miedo y otras emociones: el miedo basta por sí solo para mantener a una mujer bajo
control. Otras emociones que la mantienen atrapada son: la culpa, la vergüenza, el
enamoramiento, la apatía, la indefensión, la pérdida de esperanza, la tristeza y el dolor.
Las dificultades sociales: los procesos judiciales, la dependencia económica, la falta de
red de apoyo, que no facilitan la decisión de una mujer de abandonar la relación
violenta.

Subjetividad de la mujer + mandatos de género + amor romántico + +


dinámicas del maltrato + miedo y otras emociones + dificultades sociales =
dificultad para abandonar una relación de violencia de género.

89
3
La intervención psicológica con mujeres
víctimas de violencia de género

Después de realizar una exploración sobre la complejidad de creencias, comportamientos


y dinámicas que están en la base de las relaciones de maltrato y de los modelos que
tratan de explicar por qué se inicia, se establece y se mantiene esta relación, a
continuación vamos a exponer algunos de los modelos de intervención con víctimas de
violencia de género, así como los principios básicos y objetivos que, a nuestro criterio, es
necesario tener en cuenta para la planificación del tratamiento psicológico con mujeres
que están inmersas en esta situación.
Posteriormente desarrollaremos un modelo de intervención basado en nuestras
reflexiones y experiencias, que creemos puede ser de utilidad para llevar a cabo una
intervención psicológica.

3.1. Modelos de intervención: principios básicos y objetivos

Cuando nos planteamos una intervención psicológica, son varios los aspectos que
necesitamos tener en cuenta. El primero de esos aspectos lo constituye el marco teórico
del que partimos, desde el que se desprende una determinada metodología de
intervención. Sin embargo, a lo largo de nuestra práctica hemos observado que a la hora
de trabajar con una mujer víctima de violencia de género, son otras las prioridades que
debemos tomar en consideración si no queremos equivocar nuestra intervención.
En principio, realizaremos una breve reseña de algunos modelos de psicoterapia para
mujeres víctimas de malos tratos que, a nuestro juicio, reúnen de manera más completa
las aportaciones necesarias para la intervención en este campo. Estos modelos tienen
como referencia las teorías del trauma y de los estudios de género. Remitimos a la
bibliografía para profundizar en estos modelos de intervención. De acuerdo con Bosch,
Ferrer y Alzamora (2005), en nuestro entorno más cercano están vigentes otros modelos,
que constituyen un ejemplo de la aplicación de la psicoterapia tradicional al problema de
la violencia contra las mujeres, pero sin introducir los matices derivados de las propias
características del problema y sin contemplar la perspectiva de género. Queremos, no

90
obstante, resaltar la utilidad de algunas de sus técnicas.
Las propuestas de intervención en las que vamos a detenernos se centran en
desarrollar las potencialidades de las mujeres y tienen como meta final ayudarlas a que
recuperen el control de sus vidas y a desarrollar estrategias que las sitúen en una posición
de mayor poder, autonomía y confianza en sí mismas.
Según la mayoría de las autoras, los elementos que garantizarían la eficacia y calidad
de las intervenciones psicoterapéuticas en violencia de género, situarían como objetivos
básicos:

La seguridad de la mujer.
Su empoderamiento y la reducción de síntomas.
Retomar el control de su vida.

Veamos los desarrollos de algunas de estas autoras. Walker (1994, 2012),


persiguiendo los objetivos recién mencionados, enumera los principios clave de la que
denomina terapia de la superviviente, que serían los siguientes:

La seguridad de la mujer.
Su empoderamiento.
La validación de sus sentimientos.
El énfasis en sus fortalezas.
La ampliación de sus alternativas.
La reducción de los síntomas postraumáticos.
Entender la opresión de género.
Tomar las propias decisiones.

Herman (1992), considera que las fases de la recuperación consisten en establecer la


seguridad, elaborar el recuerdo y el luto, y la reconexión con la vida:

1. Seguridad: la primera tarea de la recuperación es establecer la seguridad de la


mujer víctima de la violencia de género. Esta tarea es prioritaria sobre todas las
demás, porque ningún trabajo terapéutico puede tener éxito si no se ha
establecido firmemente la seguridad. De hecho, no se debería emprender
ningún otro trabajo terapéutico hasta que se haya alcanzado un nivel razonable
de seguridad.
2. Recuerdo y luto: reconstrucción de la historia traumática. El objetivo final es
poder poner la historia en palabras. La “acción de contar su historia” en la
seguridad de una relación protegida produce cambios en el procesamiento de la

91
memoria traumática. El trauma trae consigo una pérdida: el duelo es la labor
más necesaria, y al mismo tiempo más temida de la recuperación.
3. Reconexión: reconexión consigo misma, con las demás personas y con el
mundo, así como con la relación terapéutica, con el objetivo de construirse una
vida nueva.

Bosch et al. (2005) desarrollan un modelo de psicoterapia de orientación feminista


dirigida a mujeres que sufren violencia de género. Este modelo de intervención parte de
la evidencia de que la mujer no solo es víctima de un sujeto violento, sino de una
sociedad patriarcal que inculca la violencia como recurso legítimo del hombre, para
mantener el control sobre su pareja, incluyendo mandatos de obediencia y sumisión.
Algunas de sus consideraciones se refieren a la necesidad de trabajar con un modelo
comprehensivo y huir de las explicaciones centradas en la psicología individual, al trabajo
multidisciplinar de los equipos de intervención, y a la necesaria sensibilidad de las
terapeutas. Hacen especial hincapié en la importancia de desnaturalizar y visibilizar la
violencia que han sufrido las mujeres.
Bosch et al. (2005) afirman que la terapia a mujeres que han sufrido violencia de
pareja deberá asumir como principios fundamentales los que se enumeran a continuación:

Ayudar a la toma de conciencia de la situación vivida, a la comprensión de que


se ha sido víctima de un delito, ayudando a desentrañar los mitos sobre el
amor y la pareja.
Trabajar para la recuperación de los déficits psicológicos que pueden presentar
las mujeres, especialmente de su autoestima.
Lograr la autonomía y la independencia de las mujeres frente a la figura
masculina.
Ayudar a analizar la relación con los hijos, muchas veces mediatizada por la
situación de violencia.
Trabajar para la interiorización de los roles igualitarios.
Favorecer la construcción de la vida social de la mujer.
Lograr el empoderamiento de las mujeres como objetivo final y paso hacia una
nueva vida.

Romero (2010, 2011b) aborda aspectos conceptuales que tienen más que ver con la
actitud frente a la violencia, los objetivos de la intervención y la posición en la que se
coloca el profesional, y que serán los que determinen una actuación no revictimizante
con la mujer.
Conocer las especificidades de las víctimas de la violencia de género, sus

92
condicionantes, el origen estructural y naturalizado de ese tipo de violencia, el
cuestionamiento del profesional en cuanto a sus actitudes, sus creencias, sus prejuicios, la
capacidad de establecer un vínculo contenedor, el contemplar como objetivo la seguridad
y el empoderamiento de la mujer, son aspectos que van a garantizar la buena práctica en
intervenciones con mujeres maltratadas. Siempre y cuando se tengan en cuenta estos
aspectos, será menos decisivo el marco teórico, ya que cualquier aporte desde la técnica
puede resultar provechoso. Los aspectos a tener en cuenta son los siguientes:

A) Perspectiva de género

La violencia del hombre contra la mujer es producto de la desigualdad social y


contribuye a perpetuar las diferencias de poder entre hombres y mujeres. Esta
desigualdad se deja sentir con especial intensidad en las relaciones íntimas, donde la
violencia funciona como un mecanismo de control social sobre las mujeres, utilizado para
lograr y mantener la subordinación femenina. Por lo tanto, no se trata de un problema
particular o privado, sino estructural. Por lo mismo, no estamos hablando solo de
conductas individuales o rasgos personales, sino que para comprender cómo se genera y
cómo se mantiene este tipo de violencia, debemos apelar a la construcción social.
Tenemos que tener también en cuenta la presión que ejercen los mandatos de género
sobre la feminidad, definida, entre otros rasgos, por una sobredimensión del mundo
emocional, hasta el punto de que muchas mujeres se sienten devastadas y vacías si su
relación de pareja se rompe.
Ignorar estos condicionantes de género puede equivocar la intervención, revictimizar
a la mujer y desenfocar los objetivos del trabajo.

B) Desnaturalización de la violencia

Como ya hemos visto, la apreciación subjetiva de las mujeres maltratadas acerca de


su situación, no siempre coincide con una valoración objetiva. Muchas de las mujeres
que están sufriendo violencia en sus relaciones, viven esta situación con una relativa
“normalidad”, ya que la violencia aparece en una relación de forma insidiosa,
indetectable, con unos primeros episodios aparentemente banales y aislados, que son
fácilmente malinterpretados y no considerados como violentos.
Es importante trabajar con las mujeres este proceso que desvela aquello que está
naturalizado, ya que esto le permitirá ser consciente de lo que está viviendo, hacer
atribuciones correctas, poder defenderse y tomar las decisiones adecuadas. Del mismo
modo, el que los profesionales consigan esta visibilización permitirá una mayor detección,
una mayor comprensión empática de las víctimas e impedirá la consolidación de

93
prejuicios y los diagnósticos erróneos de las mujeres.

C) Posicionamiento contra la violencia

Trabajar con personas victimizadas exige una actitud moral de compromiso. En el


tratamiento, es necesario que la mujer perciba que el terapeuta o la terapeuta está de su
lado y que no está sola. Solo desde ese lugar, estableciendo un vínculo sólido de
validación, aceptación, confianza, apoyo y solidaridad, podemos intervenir con
legitimidad para intentar ayudar a la mujer a recuperar el control y el poder sobre su vida.
Es fundamental en este aspecto que los profesionales que atienden a estas víctimas
realicen un cuestionamiento personal en el que revisen sus actitudes, creencias y valores.

D) Especialización profesional

En el mismo sentido, es importante, no solo el posicionamiento de los profesionales,


sino también su formación especializada, dada la especificidad de esta problemática. Es
esencial para este tipo de intervención tener en cuenta una serie de presupuestos acerca
de las particularidades psicológicas que presentan estas víctimas y la tendencia que, tanto
ellas mismas como la sociedad, tienen a culpar de la situación que está viviendo a la
propia mujer. Todo ello con objeto de comprender adecuadamente a estas mujeres y no
volver a retraumatizarlas con intervenciones equivocadas, prejuiciosas o poco
cuidadosas.

E) La toma en consideración de los hijos

Todos los menores expuestos a la violencia de género han de ser considerados


víctimas de esa violencia. Con la intervención con menores, no solo les ayudamos a
elaborar las situaciones vividas, sino que realizamos una fundamental tarea preventiva,
minimizando, entre otros, el riesgo de que los comportamientos disfuncionales que les
han servido de modelo se reproduzcan de generación en generación.

F) La seguridad

Como hemos enunciado anteriormente, establecer la seguridad de la mujer es una


labor prioritaria sobre todas las demás, hasta el punto de que ningún trabajo terapéutico
puede tener éxito si no se ha alcanzado un nivel razonable. Ninguna mujer puede lograr
su recuperación si se ve sometida al acoso o la coacción de su agresor. Cuidar estos
aspectos, realizar una evaluación del riesgo, apoyarle en su autoprotección y evitar la

94
victimización institucional, será una garantía para su seguridad y recuperación.
Según este modelo, los objetivos de la recuperación serían:

1. Conseguir la seguridad de la mujer

a) Detener la violencia.
b) Desvelar la violencia invisible.

2. Retomar el control de su vida mediante:

a) El empoderamiento, construyendo una subjetividad basada en la


autoafirmación y no vulnerable y dependiente.
b) La reconexión consigo misma, con las demás personas y con el mundo.
c) Su reconstrucción personal, con objeto de lograr una subjetividad nueva y
un proyecto de vida propio.

3.2. Nuestra propuesta del proceso de intervención psicológica

Se expone a continuación una propuesta de modelo de intervención con mujeres víctimas


de violencia de género. Vamos a tratar de transmitir lo aprendido a lo largo del tiempo
tanto a través del contacto con mujeres maltratadas como con el estudio en profundidad
de las fuentes que consideramos de mayor relevancia. Muchas de las ideas que
mantenemos proceden de dichas fuentes. El objetivo de este apartado es compartir
nuestra experiencia, profundizar y resaltar aspectos que nos parecen importantes a la
hora de afrontar la intervención psicológica con una mujer víctima de violencia de
género.
En la base del modelo que vamos a describir están los principios básicos y objetivos
expuestos en el apartado anterior. Comenzaremos la presentación señalando la
importancia de la necesidad del establecimiento de un vínculo terapéutico adecuado entre
la mujer y el profesional, ya que constituye la base sobre la que se podrá asegurar el
curso del tratamiento, indicando que en el caso de mujeres víctimas de violencia de
género, el establecimiento de este vínculo es especialmente relevante.
A continuación explicaremos el proceso de evaluación, que consiste en la recogida de
información a través de diferentes instrumentos de evaluación acerca de la mujer.
Este proceso no tiene que realizarse necesariamente en el primer momento de la
intervención, sino que se llevará a cabo en el momento que el profesional lo considere
apropiado a lo largo del tratamiento. El proceso finaliza con la descripción de un modelo
de intervención por fases.

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Las técnicas a utilizar en la recuperación de las mujeres víctimas de la violencia de
género irán encaminadas a la consecución de los objetivos y estarán secuenciadas en
función de las fases de la intervención. Estas técnicas pueden ser muy variadas y
dependerán en gran medida de la orientación teórica y formación de cada profesional.
Cualquier aporte de las técnicas puede ser útil siempre que estén centradas en conseguir
estos objetivos. Debemos evaluar cada caso de manera concreta para poder hacer un
diseño de intervención individualizado, adecuado a las características de cada mujer y a
cada momento de su proceso. Todas las técnicas pueden ser útiles, pero no hay que
aplicar todas en todos los casos. Estas técnicas pueden proceder de ámbitos tan dispares
como la neuropsicología o la teoría feminista, por mencionar solo dos de ellas.

3.2.1. Establecimiento del vínculo terapéutico

En cualquier terapia cuyo objetivo es la recuperación de víctimas de violencia de género,


es importante tener en cuenta una serie de condiciones iniciales que, en la medida en la
que estén presentes, favorecerán el éxito de la misma. Son cuestiones clave que se
encuentran en cualquier tipo de tratamiento clínico, pero que en el caso de las víctimas
de violencia de género, debido al nivel de daño y desconfianza que presentan, han de
cuidarse y favorecerse desde un primer momento para que la relación de ayuda que se
establece entre la mujer y el profesional sea la adecuada.
La planificación inicial de la intervención psicológica tendría en cuenta:

Establecer un adecuado vínculo terapéutico.


Realizar una buena evaluación, respetando los tiempos de la mujer, para
conocer en qué fase se encuentra y valorar el nivel de daño que ha sufrido
para, desde ahí establecer los objetivos de trabajo.

Como decíamos anteriormente, la necesidad de vincularse es inherente al ser


humano y es una de sus motivaciones básicas. Los seres humanos, que nacemos
vulnerables y desvalidos, no podríamos sobrevivir sin la motivación de apego, que nos
hace depender de las personas que nos cuidan y de las personas significativas, y unirnos
fuertemente a ellas. No podemos vivir sin vincularnos, sin establecer relaciones de apego,
sin relacionarnos afectivamente. Queramos o no, establecemos vínculos con los demás,
de un tipo u otro. Según Bowlby (1969, 1973, 1980) la calidad y el desarrollo de las
relaciones tempranas son determinantes en el desarrollo de la personalidad y de la salud
mental de las personas. La persona adulta depende de la representación interior que hace
de su relación con la figura de apego, elaborada en la infancia y que se construye y
desarrolla a lo largo de los años con experiencias de apego sucesivas y variadas.

96
El vínculo en la relación terapéutica es la relación emocional que se establece entre
la mujer y el profesional. El trabajo con el vínculo constituye la base sobre la cual podrá
asegurarse el curso del tratamiento.
En el caso de las mujeres víctimas de la violencia de género, el establecimiento del
vínculo es especialmente importante por varios motivos. La mujer víctima de violencia
ha sufrido en primer lugar un ataque a su sentimiento de confianza: la persona que debía
quererla y cuidarla es quien más le ha dañado y eso ha quebrado su confianza en los
seres humanos. Esto afectará también al vínculo terapéutico y planteará dificultades. Por
otro lado, es especialmente importante ya que probablemente, esta será la primera o
única oportunidad que tiene la mujer de establecer un vínculo saludable, otra forma de
ver la realidad, de entrever que otra forma de vida es posible.
La terapia es una oportunidad de construir una relación de apego seguro, es decir,
construir esa vinculación mostrando interés, empatía, aceptación, apoyo incondicional,
veracidad en la relación y capacidad de contención y de establecimiento de límites.
Además, el vínculo terapéutico que se establece con una mujer víctima de la
violencia de género es especialmente sensible y complejo. A lo largo del tratamiento
puede sufrir muchas vicisitudes, algo a lo que habrá que prestar atención.
La relación terapéutica que establecemos con una mujer víctima de violencia de
género tiene como objetivo que esta confíe y se sienta segura con su terapeuta, que
pueda percibirlo como alguien con motivaciones claras y benignas con quien establecer
una relación de confianza. También es importante que sienta que está de su lado, es
decir, que demuestre un claro posicionamiento contra la violencia, que le transmita que
ninguna forma de violencia es legítima ni tolerable. Por otro lado, la relación terapéutica
que se establezca será especialmente cuidadosa, no solo para evitar la retraumatización
de la mujer, sino para generar en el espacio terapéutico un clima de cuidados, de ética del
buen trato, de calidez, que serán el marco referencial en el que la mujer que ha sido
victimizada podrá vivir una experiencia correctora.
Este primer contacto emocional inicial de establecimiento del vínculo es una fase
especialmente delicada y especialmente importante; si no se establece adecuadamente, no
será posible avanzar más en el tratamiento. El vínculo terapéutico será el termómetro que
nos indicará la salud del curso de la intervención, por lo que habrá que prestarle una
atención constante. La finalidad consiste en que la mujer pueda confiar, sentirse libre,
validada y acogida, en un espacio seguro. Solo así podrá recorrer un camino difícil de
recuperación que le va a causar inevitablemente mucho dolor.
La creación de un vínculo seguro y contenedor tiene por objetivo evitar la
retraumatización de la mujer. Por eso es necesario conocer su especificidad para evitar
intervenciones equivocadas, además de proporcionar un entorno seguro.
El vínculo puede oscilar a lo largo de unos ejes en tensión, que se moverían entre

97
estos extremos (Nieto y Mingote, 2010):

El manejo del poder entre la mujer y su terapeuta. Todas las relaciones


humanas están atravesadas por el poder, es importante cuidar este aspecto en
la intervención. El psicólogo o la psicóloga, por el lugar que ocupa dentro de la
relación terapéutica, está situado o situada en un lugar de autoridad, a la vez
que la mujer víctima de la violencia de género se encuentra en una situación de
sometimiento. El reto consiste en el uso que el profesional haga de este poder:
un poder sobre ella o un poder para apoyarla en su proceso de recuperación.
Este poder para resulta esencial, ya que el terapeuta es un referente para la
mujer.
Contención/sometimiento. La frecuente desregulación de las víctimas
demanda que durante la psicoterapia se cuide la contención, que consistiría en
poder tolerar, ser testigo, reconocer, poner en palabras, devolver otra visión y
metabolizar los estados de la paciente. Cuando no se logra todo eso, se puede
provocar involuntariamente la retraumatización y el sometimiento.
Especial cuidado debemos tener con el endoctrinamiento con víctimas de
violencia de género, que pueden recibir nuestra intervención como una teoría
“a la que se tienen que acomodar”. En estos casos, sometemos a las mujeres a
nuestro discurso, a nuestra ideología, sin escucharlas ni verlas y sin que les
permitamos pensar por ellas mismas. Debemos estar atentas a la posibilidad de
generar dependencia. En mujeres que han estado sometidas a lo largo de su
vida, puede producirse el cambio de la dependencia de la pareja a la del
terapeuta o la terapeuta.
Entonamiento afectivo/desacoplamiento. Nos referimos a reconocer, validar,
nombrar los estados emocionales de la paciente, con empatía, conectándole
con las vivencias que han provocado dichos afectos, pero sin que el profesional
se vea invadido por ellos y sin que responda a esas vivencias de forma
paradójica. Ser testigo y conectar con una persona que sufre un grave daño
emocional nos pone en contacto con afectos muy primarios y viscerales, como
el miedo y la angustia. Si estos afectos nos invaden, sin poner conciencia,
imposibilitamos la tarea; en el otro extremo estaría el desacoplamiento afectivo,
no reconocemos o no podemos hacernos cargo de nuestras emociones y
respondemos paradójicamente.
Desconfianza/confianza ciega. Para gestionar la desconfianza, hay que
explicar mucho la función y el papel que cada uno o una representa para poder
trabajar en un marco de confianza, y que la mujer pueda sentir y vivenciar la
sinceridad y la realidad de este discurso. En otro extremo, las expectativas que

98
depositan en los profesionales, en ocasiones son tan irreales e inalcanzables
que no permiten el trabajo, sobre todo porque no podemos olvidar que el
objetivo de la terapia es que alcancen autonomía, autoestima y autoconfianza.
Dependencia/independencia. Debemos analizar y diferenciar muy bien con la
mujer lo que ha supuesto su dependencia con quienes le han maltratado y
construir con ella una dependencia “sana” que promueva el crecimiento y que
no reedite la dependencia patológica que mantuvo con quien le dañó.
Estados fusionales/rechazo y separación. La angustia tanto de la paciente
como del terapeuta, nos puede llevar a no mantener un equilibrio adecuado,
una distancia emocional. Ambos extremos del vínculo paralizarán la
intervención y aumentarán la angustia.
Empatía/victimismo. Es importante trabajar con empatía y, al comienzo de la
intervención, reconocer a la mujer como víctima, pero el victimismo provoca
incapacitación. Después de examinar el daño, hay que comenzar la labor de
reparación, conseguir que se conviertan primero en supervivientes, para
finalmente, ser mujeres vivientes con una situación traumática.
Lo que se pretende en esta fase inicial es:

Sentar las bases de un buen contacto emocional que permita que avance el
tratamiento: generar confianza.
Aliviar el sufrimiento.
Facilitar la expresión emocional.
Evitar la cronificación.

El primer paso para iniciar un tratamiento con una mujer víctima de violencia de género,
consiste en establecer un buen vínculo terapéutico en el que ella pueda confiar, sentirse
segura y acogida. Solo en este clima cuidadoso podrá explorar aspectos de su experiencia que
le resultarán dolorosos.

“Buenas tardes J. Hoy es nuestro primer día, la trabajadora social del centro me ha
hablado de tu caso… hoy vamos a conocernos, te voy a explicar cuál es mi labor en el
centro y cómo trabajo… pero sobre todo me interesa saber por qué has pedido apoyo
desde el área psicológica… saber qué necesitas, cómo te puedo ayudar… no hay prisa,
poco a poco, puede que este lugar sea nuevo para ti y sea la primera vez que buscas
apoyo psicológico… Cuéntame…”.

3.2.2. Proceso de evaluación

99
Al igual que la mujer víctima de la violencia de género ha sufrido un largo proceso, en el
que se ha ido instalando poco a poco la violencia en su relación y ha ido pasando por
distintas fases, de la misma manera tendrá que pasar por todo un complejo proceso para
desprenderse de la violencia, para desembarazarse de todo aquello que la mantiene
atrapada. En este proceso, la mujer va pasando por distintas fases en cuanto al
reconocimiento del maltrato y la toma de conciencia, con respecto a sus recursos y
fortalezas, con respecto a su capacidad de tomar decisiones, a sus sentimientos y a su
capacidad de poder evocar sus recuerdos dolorosos. Que la mujer y el o la profesional
que la apoya identifique en qué momento y fase se encuentra, facilitará la puesta en
marcha de una serie de herramientas que la animarán a romper con su situación y
superar sus vivencias anteriores.
En este sentido, resulta útil tener en cuenta el modelo de fases de cambio de
Prochaska y Di Clemente (1982). Este modelo plantea las siguientes fases por las que
pasa una mujer en el proceso de toma de conciencia de una relación abusiva:

a) Precontemplativa. La mujer no tiene todavía conciencia de que existe un


problema: no reconoce la conducta del maltratador como abusiva, para ella su
relación de pareja es normal y, por lo tanto, no necesita realizar ningún cambio
en este sentido. Hay presencia de muchos mecanismos de defensa: niega que
exista una relación de violencia, minimiza el daño, se autoinculpa o culpa a los
demás de sus problemas de pareja.
b) Contemplativa. La mujer empieza a atisbar la situación que está sufriendo y a
tomar conciencia de que existe una relación abusiva o problemática. Aún así,
realizando un análisis de pros y contras respecto del posible cambio, no está
dispuesta a iniciarlo. Pueden aparecer dos etapas, una primera en la que oculta
su situación porque no quiere o no puede revelar lo que le está sucediendo y una
segunda en la que sí es capaz de comunicar lo que está viviendo.
c) Preparación. La mujer va haciendo pequeños cambios y pueden aparecer
sentimientos de ambivalencia respecto a su relación y sobre la decisión de
separarse de su pareja.
d) Acción. La mujer puede empezar a tomar decisiones y a hacer cambios
manifiestos para mejorar su situación respecto de la violencia, empezar a buscar
trabajo, buscar ayuda. Estos cambios pueden haberse iniciado y solaparse con la
fase anterior.
e) Mantenimiento. En esta fase se mantienen los cambios realizados hasta el
momento, aunque pueden aparecer sentimientos de ambivalencia hacia la pareja.
f) Recaída. Los avances no son siempre hacia delante, sino que puede haber
situaciones en las que la mujer no pueda continuar con su proceso de cambio y

100
vuelva a estadios anteriores. Aquí es fundamental el apoyo incondicional de su
entorno y de los profesionales, no interpretando esta fase como un fracaso sino
como otro momento del proceso de cambio.
“Después de muchos años he pedido ayuda, no podía más, no podía soportar esto sola más
tiempo… un ex novio me ha ayudado a buscar el nombre del centro. ha sido muy duro, durante muchos
años he hecho como si esto nunca hubiese pasado… me han pasado muchas cosas, pero ahora necesito
apoyo, no lo puedo llevar sola”.

El tratamiento irá en paralelo y adaptándose a las características específicas según


los momentos por los que va atravesando la mujer. Una intervención terapéutica será
pertinente en un momento del tratamiento, y a lo mejor, desafortunada en otro. Del
mismo modo, habrá que esperar a que la mujer esté fortalecida para trabajar algunos
aspectos que, tratados antes de tiempo, podrían resultar retraumatizantes.
En este sentido plantea Hirigoyen (1999), que la psicoterapia, al menos al principio,
deber resultar reconfortante y tiene que permitirle a la víctima liberarse del miedo y de la
culpabilidad. Más adelante, cuando este sufrimiento se aleje, cuando note la curación,
podrá volver a su historia personal e intentar comprender por qué entró en este tipo de
relación destructiva y por qué no pudo defenderse. Primero hay que curar las heridas; la
elaboración solo se podrá realizar más adelante, cuando la paciente esté en condiciones
de recuperar sus propios procesos de pensamiento.
Hirigoyen (1999) señala igualmente que la pretensión de sensibilizar demasiado
pronto a la paciente con su dinámica psíquica es peligroso, por mucho que sepamos que,
a menudo, ha entrado en una situación de dominio porque ahí tenía la ocasión de revivir
algún aspecto de su infancia. Lo único que podemos hacer es ayudar a la paciente a tener
en cuenta los lazos que existen entre la situación reciente y las heridas anteriores. Y no
debemos hacerlo mientras no estemos seguros de que se ha sustraído al dominio y ha
alcanzado la suficiente solidez como para asumir su parte de responsabilidad sin caer en
una culpabilidad patológica.
Conocer el nivel de daño que ha sufrido una mujer y sus hijos, la tipología de
violencia, la frecuencia, el tiempo que lleva siendo víctima del mismo… es decir, iniciar
el proceso de evaluación es uno de los momentos más delicados al que nos exponemos
en una relación terapéutica. En la evaluación nos enfrentamos directamente con los
mayores niveles de dolor que la mujer haya podido padecer, la mujer empieza a describir
aquello por lo que ha pasado y que es probable que desvele por primera vez. Por ello es
fundamental buscar el momento adecuado, que no necesariamente va a ser al inicio, sino
cuando la mujer se sienta lo suficientemente preparada y se haya establecido un clima de
confianza adecuado para así poder iniciarlo en un marco lo más apropiado posible.
La evaluación es una forma de valorar la situación integral de la mujer y no una
forma de diagnóstico. En el cuadro 3.1 se muestran algunas pruebas de evaluación

101
específicas de la violencia de género que pueden emplearse en este proceso, priorizando
por supuesto la información obtenida en una profunda entrevista clínica. Dejamos fuera
la evaluación de otros síntomas comunes como son la autoestima, trastornos de ansiedad,
trastornos de ánimo, que por supuesto tendrán que ser tenidos en cuenta.

Cuadro 3.1. Instrumentos de evaluación en violencia de género


– Entrevista semiestructurada para víctimas de
maltrato doméstico (Echeburúa y Corral, 1998).
– Guía de temas para la entrevista (Kirwood,
1993).
– Pauta de entrevista para la evaluación del
maltrato a la mujer por su pareja (Matud,
1. Entrevistas para valorar la
Padilla y Gutiérrez, 2005).
violencia de género
– Pauta de entrevista para víctimas de maltrato
doméstico (Labrador y Rincón, 2002).
– Entrevista Semiestructurada para Víctimas de
Violencia Doméstica (Alonso, 2007).
– Guión de entrevista para mujeres maltratadas
por su pareja (Garriga y Martín, 2010).
– Entrevista de valoración de peligrosidad (De
2. Evaluación del riesgo
Luis, 2001).
– Índice de abuso en la pareja (Index of Spouse
Abuse, ISA) (Hudson y McIntosh, 1981).
– Cuestionario de maltrato psicológico (Navarro,
3. Cuestionarios e inventarios Navarro, Vaquero y Carrascosa, 2004).
para valorar violencia de género – Inventario de evaluación del maltrato a la mujer
en la relación de pareja por su pareja (APCM) (Matud et al., 2005).
– Registro de estrategias de control y conductas
de maltratador (Garriga y Martín, 2010.
Adaptación de Soria, 2009).
– Inventario de cogniciones postraumáticas
(Posttraumatic Cognitions Inventory, PTCI)
(Foa, Ehlers, Clark, Tolin y Orsillo, 1999).
– Escala de gravedad de síntomas del estrés
postraumático (Echeburúa, Corral, Amor,
4. Evaluación de sintomatología Zubizarreta y Sarasua, 1997).
de estrés postraumático – Evaluación detallada del estrés postraumático.
DAPS (Briere, 2001).
– Escalas CAPS Instrumentos de Evaluación de -
Estrés Postraumático de diferentes etiologías y

102
tipos clínicos (Orengo, 2003).
5. Evaluación de sintomatología – Entrevista Estructurada para el Trastorno por
de estrés postraumático complejo Estrés Extremo. SIDES-R (Pelcovitz, van der
(trastorno por estrés extremo) Kolk, Roth, Mandel, Kaplan y Resik, 1997).
6. Evaluación de síntomas – Inventario Multidimensional de Disociación.
disociativos MID (Dell, 2002; 2006).

3.2.3. Tratamiento por fases

A partir de aquí comienza el proceso terapéutico, paralelo, como hemos visto al


establecimiento del vínculo. Este proceso tiene como herramienta de trabajo la
comunicación que se establece entre la mujer y el profesional y es exclusivo para cada
persona. Cuando iniciamos el tratamiento con una mujer víctima de violencia de género
comienza un proceso por el que se atraviesan diferentes fases. El paso de una a otra fase
está en función de los recursos de que dispone, de sus necesidades y su nivel de daño o
sufrimiento.
En el modelo que vamos a exponer, vamos a diferenciar cuatro fases:

a) Darse cuenta. El objetivo es que la mujer pueda tomar contacto con sus
emociones, así como establecer un lugar seguro.

• Ponerle nombre a la violencia, desvelarla.


• Poner nombre a las emociones y validarlas.
• Cuidarse para sentirse segura.
b) Construir el relato. Integrar la experiencia para que la mujer consiga relatar su
historia de maltrato y de vida de forma integrada.

• Reconstrucción de su historia.
• Transformación del recuerdo traumático.

c) Duelo y pérdida. Aceptación del final de una relación donde depositó unas
expectativas que resultaron frustradas. Es una fase muy dolorosa e
imprescindible para la recuperación.
d) Reconexión con la vida. Volver a vivir, reconstruir la vida, resignificarse.

A lo largo del proceso iremos atendiendo al foco terapéutico, es decir, a aquello que
la mujer va presentando en el aquí y el ahora. Así, trabajaremos por un lado sobre las
circunstancias cotidianas que son las que le preocupan a diario y que van interfiriendo en
su recuperación, y por otro, nos ocuparemos de los distintos síntomas que van

103
apareciendo: tristeza, ansiedad, daños en la autoestima…
Utilizamos estas fases en la intervención basadas en el modelo de Herman (1992) al
considerar que recogen de la manera más clara y descriptiva el proceso de cambio y
recuperación de una mujer maltratada.

A) Darse cuenta

En esta primera fase de la intervención, tratamos de facilitar un marco de


comprensión, un contexto cognitivo que le permita entender a la mujer qué le ha
sucedido y cómo salir del caos, de tal manera que pueda conectarse con sus emociones y
con las experiencias vividas.
En este sentido, el foco deberá ir dirigido a lo cotidiano y presente de su vida, lo que
ocupa su mente, el día a día, sus preocupaciones, dando las pautas necesarias para que
pueda ir resolviendo las dificultades que se presenten, creando un clima de confianza y
confidencialidad, un vínculo saludable para que la intervención pueda progresar.
“No puedo leer lo que me diste el otro día… no paro de llorar, me siento fatal… todo esto soy
yo…”.

De forma transversal, a lo largo de esta etapa haremos una valoración del riesgo que
sufre la mujer y las personas de su entorno intentando disminuir el peligro. Exponemos a
continuación un cuestionario de señales de alerta (Lasheras y Pires, 2003).
La presencia de por lo menos tres o más de estos factores indica un alto riesgo de
muerte:

La mujer declara temer por su vida.


Los episodios de violencia contra la mujer se producen también fuera de su
domicilio.
El agresor también se muestra violento con sus hijos e hijas.
También se muestra violento con otras personas.
También ha ejercido actos violentos durante el embarazo.
Ha sometido a la mujer a actos de violencia sexual.
Amenaza con matarla o matar a los niños o suicidarse. Aumenta el riesgo de
homicidio-suicidio.
La frecuencia y la gravedad de los episodios de violencia se intensifican con el
correr del tiempo.
El responsable del maltrato abusa de drogas, especialmente de sustancias que
agudizan la violencia y la agresividad (cocaína, anfetaminas, crack).
Ella tiene planeado abandonarle o divorciarse en un futuro cercano.

104
El autor de actos violentos sabe que la mujer ha recurrido a una ayuda exterior
para poner fin a la violencia.
Dice que no puede vivir sin ella, le sigue y le acosa incluso después de la
separación.
La mujer ya ha denunciado lesiones graves o muy graves.
El hombre tiene armas en la casa (especialmente armas de fuego) fácilmente
accesibles.
El autor de los malos tratos ha amenazado a los amigos y amigas y parientes de
la mujer.

“He estado tanto tiempo callada que ahora necesito salir al mundo y contar todo lo que he
vivido”.

En cualquier caso, siempre se le debería de proporcionar a la mujer un plan de


seguridad encaminado a protegerla de una situación de riesgo grave futura.
Hay que añadir que este primer momento es muy doloroso, ya que recordar o
rememorar lo vivido suele generar fuertes niveles de angustia, y es por ello que en
muchas ocasiones utilizan la ceguera o la anestesia emocional para mitigar o tapar ese
dolor. Por este motivo, es importante que la mujer marque el ritmo del relato; la toma
conciencia de su situación con premura puede provocar el abandono del tratamiento.
“Me voy muy mal del grupo, me estoy dando cuenta que a mí también me ha pasado esto… soy
incapaz de decir la palabra violación… llegué aquí muy positiva animando a todas. pero. yo también estoy
como vosotras”.

A continuación, se exponen las fases del plan de seguridad:

1. Ponerle nombre a lo que le está pasando, desvelar la violencia vivida y ofrecer un


marco conceptual explicativo

Tras consensuar y definir con la mujer víctima de violencia de género cuáles son los
objetivos de la intervención, iniciamos esta fase explicando a través de un sencillo
esquema gráfico qué le ha sucedido, cómo y por qué se ha podido mantener en esta
situación, sin manejar excesiva terminología clínica. Proponemos utilizar la dinámica de
la telaraña de abuso en la relación de pareja (Soria, 2009, 2012).
La telaraña de abuso es una herramienta conceptual y metodológica que describe,
con bastante claridad y contundencia, la experiencia de cautividad en la que se
encuentran muchas mujeres en sus relaciones de pareja, así como su fuerza y propósito.
Permite hacer visible la interrelación de los componentes del abuso y la dinámica de

105
poder generada, simbolizando la intensidad e inmensidad del terror que viven a lo largo
de su relación. Las mujeres maltratadas se sienten aprisionadas y retenidas en una
situación que amenaza con destruir su integridad física y psicológica, sin que puedan
hacer nada por escapar ni por controlar lo que está ocurriendo, “perdiendo trozos de sus
alas” en cada movimiento.
Cada una de estas mujeres se encuentra bajo el sometimiento y control absoluto de
otra persona (el maltratador) que, a su vez, también depende de ella. Además de que los
componentes por separado son terriblemente destructivos, lo que les otorga el poder de
mantener a las mujeres atrapadas en la relación, es la manera en que se interconectan.
Igual que en una telaraña todos estos elementos están entrelazados: las estrategias de
control coercitivo, las diferentes formas de maltrato y el daño psicológico consecuente.
Ningún hilo debe considerarse aislado sin el soporte y refuerzo de los demás y, dentro de
esta estructura, la lucha por el cambio es bastante difícil. El elemento común de las
diversas formas de maltrato es que todas están dirigidas a que la mujer no pueda huir y a
mantenerla capturada en la relación.
“Me obligaba a beber como él, a salir como él, y mis cuñadas me decían que tenía que seguirle, que
para eso era mi marido…”.

“Cuando decidí presentarme a las oposiciones se enfadó porque decía que fuera realista, que iba a
perder el tiempo, que no podría conseguirlo nunca… Fueron tiempos horribles. No me dejaba estudiar, me
hacía sentir culpable por no ocuparme de mi hijos como se merecían. También me puso difícil los días
previos a los exámenes. No quiso encargarse de mis hijos ni que los cuidaran mis padres esos días, así que
tuve que encargarme yo… Cuando aprobé las oposiciones no quiso celebrarlo porque decía que era una
bobada y que no tenía tanto mérito…”.

La telaraña de abuso en la relación de pareja permite visibilizar las siete estrategias


utilizadas para lograr el control y el dominio en las relaciones de pareja: degradación,
cosificación, intimidación, sobrecarga de responsabilidades, privación, distorsión de
la realidad subjetiva y estrategias defensivas. Aunque para facilitar su descripción y
análisis se separan, en realidad se entrelazan y superponen de tal modo que conforman
un todo que tiene características que van más allá de la suma de sus partes. La
interconexión de las estrategias de control, las formas de maltrato y el daño psicológico
consecuente, refuerza el impacto de cada uno de estos componentes sobre la estructura
total de la telaraña.
“Un día se me cayó al suelo un poco de comida y me dijo que me lo comiera. Tenía miedo y lo cogí
y me lo lleve a la boca, entonces cuando me lo iba a comer me dijo: “déjalo, no te lo comas”. Esto es lo que
más me dolió, quería verme humillada y sometida. Me hubiera hecho menos daño comérmelo”.

“Nunca hemos entrado al cine a ver una película que haya dicho yo. En cuanto a los libros, se
empeñaba en que leyera lo que él compraba. Los que cogía yo en la biblioteca (raramente me compraba yo
libros o música) eran una mierda, lectura para mujeres o para analfabetos. Los escritores eran buenos o
malos según le gustaban a él. Me tiró algunos CD porque decía que esas mariconadas no entraban en su

106
casa”.

Cuadro 3.2. Estrategias, conductas y consecuencias del maltrato (Soria, 2009)

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Resulta importante señalar que el movimiento para salir de la telaraña de abuso no
es lineal sino en espiral, y existen múltiples avances y retrocesos en el proceso. Cuando
las mujeres sienten que sus parejas tienen más poder y ejercen más control sobre sus
vidas, se mueven hacia adentro de la telaraña, donde los espacios entre los hilos son muy
pequeños y, por lo tanto, donde esta se vuelve más intrincada y tupida. Por ello, las
mujeres que se desplazan hacia el centro tienen menos posibilidades de escapar y a cada
movimiento aumenta la probabilidad de enmarañarse.
A medida que se avanza hacia fuera, en cambio, el espacio entre los hilos crece, y
aquí ganan más libertad para moverse, para ver más allá de la telaraña, para poder
encontrar la salida. En el borde de la telaraña hay más espacios abiertos que filamentos
pegajosos, lo cual ofrece a las mujeres maltratadas más ocasiones de usar su energía para
evadirse de la trampa y ya no sucede que cada movimiento que hacen las retenga con
más fuerza. Pero a semejanza de una mariposa atrapada en una telaraña, una mujer
maltratada puede en cualquier momento sufrir un ataque fatal por más cerca que esté de
la salida. De hecho, mientras permanezca en la relación, e incluso después de
abandonarla, el riesgo de ser destruida es siempre un elemento de su experiencia. A
través de este esquema gráfico, la mujer puede empezar a comprender la dificultad de
todas las mujeres maltratadas para salir de la espiral de violencia.
“Ahora soy incapaz de discernir cuanto de mí hay mío. No sé si lo que siento o lo que pienso me
pertenece o es lo que me decía él que tenía que sentir o pensar o por qué lo pienso”.

Uno de los objetivos prioritarios que la mujer suele plantear es entender por qué ha
sido víctima de una situación de violencia de género. Siguiendo estas líneas y el modelo
de la dinámica de la telaraña de abuso en la relación de pareja (Soria, 2009, 2012), el
proceso tendría los siguientes pasos:

Presentar cuáles son las estrategias básicas de control del maltratador. En


primer lugar se explica qué es una estrategia de control y para qué sirve, su
intencionalidad. A continuación se explican las siete estrategias de control,
degradación, cosificación, intimidación, privación, sobrecarga de
responsabilidades, distorsión de la realidad subjetiva y estrategias
defensivas, y también cómo influye el contexto sociocultural y el sistema
patriarcal a través de los procesos de socialización, en la entrada y
mantenimiento en la telaraña. De esta manera, la mujer puede ir entendiendo
las estrategias de sometimiento y control de las que ha sido objeto y cómo
estas la han ido dañando.

“Mi padre me decía que todos los hombres quieren a las mujeres para dejarlas

113
embarazadas, y que no hay ningún método anticonceptivo que funcione… y yo le creía… Ahora
me doy cuenta de que no es así”.

“Durante todos estos años he estado aguantando… si no lo hacía conmigo me amenazaba


diciéndome que lo haría con mi hija…”.

Asignar a cada estrategia básica de control las diferentes conductas de


maltrato señaladas. Si bien todos los hombres que ejercen violencia
comparten las mismas estrategias, se diferencian en las conductas específicas
incluidas en cada una de ellas. Como refiere Lorente (2001), cada hombre
maltratador utiliza su “caja de herramientas”.

“Desde que le conocí me cautivó, sabía envolverte: seductor, buena comunicación, buen
discurso, un pico de oro… Todo empezó a ir muy rápido. Él iba rápido, tanto que no me daba
tiempo para darme cuenta de lo que estaba pasando. Yo no estaba preparada para tener una
relación y no sé cómo ha pasado, en dos meses ya estaba en mi casa viviendo. Me dejé llevar y
cuando quise parar estaba metida hasta dentro”.

Conocer las secuelas de la violencia. En último lugar, y dentro de este


esquema gráfico, se le plantea a la mujer las consecuencias psicológicas, las
heridas, de la violencia ejercida y se indica que la intervención psicológica
consiste en trabajar sobre cada una de estas heridas. Se le explica que estas
heridas han sido invisibles hasta el momento por los mecanismos de ceguera,
anestesia y amnesia que si bien han permitido disminuir el dolor y poder
sobrevivir dentro de esa situación de violencia, a la vez han impedido ver,
sentir y recordar dicha violencia dentro de esa telaraña (Cyrulnik, 2009;
Ravazzola, 2003).

La visibilización de la relación existente entre las estrategias de control coercitivo, las


diferentes formas de maltrato y las heridas psicológicas consecuentes, utilizando los
modelos explicativos que la investigación psicológica con perspectiva de género y el
trabajo clínico aportan como relevantes, constituye una poderosa herramienta de cambio
y recuperación y conforma el camino para poder liberarse del maltrato.
De esta manera, la mujer aprende a relacionar las conductas abusivas con su propio
malestar. Descubre que no está sola y que otras mujeres han sufrido de igual manera,
que no está “loca” y que hay una explicación para lo que siente, que estar atrapada no es
sinónimo de ser “masoquista” y que no está condenada a padecer para siempre esa
situación de maltrato, que puede escaparse y recuperarse de la violencia.

114
Figura 3.1. La dinámica de la telaraña de abuso en la relación de pareja (Soria, 2009, 2012).

“Me he estado autodestruyendo todos estos años. No habré caído en drogas o alcohol o
prostitución, pero me he hecho tanto daño, tanto…”.

“No veo alegría en mi vida. No me abro a nadie, me siento el patito feo. Me acostumbré a que él
hiciera conmigo lo que quería. Todavía no entiendo cómo ha podido hacerme esto”.

En la figura 3.1 pretendemos explicar de forma esquemática cómo podría ser este
proceso con algunos ejemplos significativos.

2. Poner nombre a las emociones y validarlas

A través de técnicas de psicoeducación se explican distintos aspectos de la situación


vivida, que adquieren un nuevo significado y desculpabilizan a la mujer. La metodología
que se puede utilizar para esta fase consiste en:

Dar un fundamento funcional de las emociones, las reacciones y las actitudes


que la mujer ha tenido el tiempo que ha estado bajo la situación de violencia de

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género. Es importante poner nombre a las emociones, y también darles un
nuevo significado. Llegar a entender cómo las emociones son generadas o
potenciadas por el propio proceso de maltrato, y poder reconocer el por qué, el
para qué y el cómo de las emociones resulta fundamental en esta fase del
proceso terapéutico. El miedo es una reacción de defensa ante acontecimientos
peligrosos que permite protegerse (huyendo, defendiéndose o paralizándose) y
ser prudente. La tristeza es un modo de pararse a pensar sobre las pérdidas
para poder adaptarse a vivir sin lo perdido. La indignación es una emoción
comprensible ante la invasión de los límites personales, que ayuda a defender
esas barreras. El asco es la posibilidad de alejarse de elementos tóxicos, que
pueden resultar dañinos. En este sentido, el modelo cognitivo de las emociones
(Ortony, Clore y Collins, 1996) proporciona claves muy interesantes para este
aspecto de la terapia.
Dar un fundamento biológico y resignificar los síntomas traumáticos. Las
mujeres maltratadas no se sienten a salvo dentro de su cuerpo. Sus
pensamientos también parecen estar fuera de su control. Por eso, resignificar
los síntomas como respuestas normales ante situaciones anormales es de gran
utilidad (Pérez-Sales, 2006). Los síntomas intrusivos (flashbacks, pesadillas,
rumiaciones…) pueden reinterpretarse como un intento de dar sentido a la
experiencia, como un intento del cerebro de asimilar lo ocurrido, de buscar un
final a la película o de encontrar una explicación razonable. Los síntomas de
hiperactivación se pueden reinterpretar como la necesidad de seguir alerta
frente al peligro, vigilante a las amenazas. Es una actitud del cuerpo agotadora
pero que protege. También sirve para seguir “manteniendo la guardia” aunque
el peligro haya pasado.
Los síntomas de anestesia emocional o de extrañeza pueden reinterpretarse
como intentos de la mente por desconectarse de la realidad, de poner un poco
de distancia respecto al mundo y darse un tiempo muerto de respiro y
recuperación. Intentar evitar situaciones puede reinterpretarse como un modo
de protegerse, de permitirse ir afrontando lentamente las cosas, de dosificar el
dolor para poder digerirlo poco a poco.
Legitimar y validar las emociones. Sean cuales sean, reforzar el derecho a
sentir lo que se está sintiendo, sin emitir un juicio de valor al respecto, con el
objetivo de que se permita expresar algo que hasta ahora es probable que no
haya sido capaz de hacer.

3. Cuidarse para sentirse segura

116
El control del cuerpo es una premisa básica para establecer la seguridad. Los temas
relativos a la integridad física incluyen la atención a las necesidades básicas de la salud, la
regulación de las funciones corporales como el sueño, la alimentación, el descanso y el
ejercicio, y el manejo de los síntomas. En ocasiones, el control del cuerpo comienza con
el cuidado y la revisión médica de los daños que haya podido sufrir durante años.
Conectar con su respiración, pasear por la naturaleza, encontrar pequeños placeres y
regalos, son algunos comportamientos que muchas mujeres maltratadas tienen que
empezar a realizar para tomar conciencia de sus necesidades y deseos.
“A raíz de los abusos dejé de comer, rechazaba mi cuerpo, me daba asco, me sentía sucia… así
ningún hombre se quería acercar a mí… ahora me estoy cuidando más, no siento culpa si algún día me
paso con la comida”.

Es necesario hacer una minuciosa revisión de sus relaciones más importantes, en las
que cada una de ellas se valore como una fuente de protección, de apoyo emocional, de
ayuda práctica, o también como un foco potencial de peligro.
La organización de un entorno seguro implica diseñar un plan de protección en el
futuro, determinar el grado de peligro y decidir qué tipo de precaución es necesario.
Proporcionar sencillas pautas con respecto a sus hijos resulta muy útil. Se puede hablar
de las consecuencias de la exposición a la violencia en sus menores, pero también de las
posibilidades de cambio y recuperación.
Quizá emerjan algunos temas familiares que habían sido negados o ignorados y que
pueden suponer un gran número de problemas. La utilización del genograma en este
momento puede resultar de gran ayuda, tanto como identificar y poner nombre a su estilo
de apego.
Podemos concluir a modo de reflexión que el fin último de esta primera fase es
restablecer el control mediante la comprensión de sus emociones y de la situación que ha
vivido, comenzar a entender el por qué de su comportamiento y el contexto que le rodea.
De esta manera vamos a favorecer la modificación del campo de conciencia y de
actuación de la mujer porque se encuentra muy limitado.
Tal y como recoge Lorente (2001), la mujer víctima de violencia de género
desarrolla la personalidad bonsái. Esta personalidad explica una situación paradójica: el
agresor va cortando los lazos de la mujer con el mundo exterior, y ella va quedando
recluida en el hogar, que es el escenario donde sufre las agresiones, pero también donde
recibe las pequeñas dosis de cariño que le brinda el agresor durante la fase de afecto. Tal
como a un bonsái, el agresor va “podando” sistemáticamente cualquier iniciativa que
tome la mujer y que le ayude a crecer o enriquecerse, pero es él mismo quien va regando
y aportándole las pocas manifestaciones de afecto que recibe, por lo que la mujer se va
empequeñeciendo, cediendo su poder y permitiendo al hombre llevarla y traerla a
voluntad.

117
B) Construir el relato: integrar la experiencia

En esta segunda etapa, la mujer maltratada narra la historia de la violencia,


enfrentándose a su pasado. Este periodo debe tener la velocidad e intensidad que la
mujer pueda tolerar, y no puede iniciarse si se están dando otras crisis que le demanden
mucha energía. Es importante tener en cuenta que intentar olvidar o evitar los recuerdos
traumáticos lleva al estancamiento del proceso de recuperación, mientras que enfrentarse
a ellos con demasiada precipitación, rapidez o lentitud conduce a revivir el trauma de
manera infructuosa y dañina (Herman, 1992).
Este es un momento especialmente delicado de la intervención, ya que la mujer va a
enfrentarse quizás por primera vez en su vida a sus recuerdos y vivencias dolorosas. Es
importante prepararla, es decir, explicarle que va a transitar por un camino difícil pero
necesario para curar sus heridas emocionales. Igualmente importante es transmitirle, con
nuestra actitud y comportamiento, que va a estar acompañada y sostenida en este
proceso. La vergüenza puede ser una emoción presente en estos momentos y, en
ocasiones, puede poner en riesgo el vínculo terapéutico construido con anterioridad.
En muchas ocasiones, intentará contar de manera detallada toda su experiencia de
maltrato. La mayoría de las mujeres maltratadas consideran que de esa forma se
eliminará el dolor de una vez por y para siempre. Es necesario explicar que habrá un
momento mejor para ello, que empezar prematuramente o de forma precipitada el
trabajo de “desenterrar los recuerdos” es un error que puede tener consecuencias
negativas. En el mismo sentido, como siempre preguntan en esta fase de la psicoterapia
“¿Por qué me ha pasado esto a mí”? “¿Por qué me he dejado hacer esto?”, debemos
indicar, tal y como sugiere Hirigoyen (1999), que antes de intentar comprender por qué
fueron atrapadas en la relación de maltrato sin posibilidad de defenderse, lo primero es
liberarse de ella.
La integración de la experiencia pasa por las fases siguientes:

1. Reconstrucción de su historia

La reconstrucción de la historia de la violencia comienza con una revisión de la vida


de la mujer, resultando muy útil realizarlo en dos tramos bien diferenciados en el tiempo:
desde el día que conoce a la pareja hasta el momento actual, y desde su nacimiento hasta
ese mismo día. El momento que conoce a su pareja es fundamental para empezar a
colocar la violencia en el tiempo y en el espacio, para descongelar la situación de
maltrato. Podría ser cualquier otro, pero este parece bastante significativo y casi siempre
se recuerda.
La reconstrucción también incluye la respuesta de la mujer ante la violencia y tiene

118
que ir acompañado del recuerdo de la emoción, esto es, qué pensó, qué sintió y qué hizo,
ya que el recuerdo sin emoción no produce resultado. Además, hay que revisar lo que
ha significado la violencia y lo que ha supuesto en su vida.
Es importante animar a la mujer a hablar de sus relaciones significativas, sus ideales
y sueños, de sus luchas y conflictos interiores previos a la historia de violencia. Su idea
del amor, su contexto familiar, los modelos de mujer con los que ha crecido (cómo son y
cómo se vinculan las mujeres de su familia). En definitiva, cuál es su historia familiar.
Para favorecer su orden interno es aconsejable utilizar en esta fase todo tipo de
recursos gráficos (línea de la vida, dibujos, esquemas…) ya que los primeros intentos de
la paciente para desarrollar un lenguaje narrativo pueden estar parcialmente fragmentados
e inconexos. El objetivo final es poner la historia en palabras.

“Poco a poco he podido colocar los trocitos de mi historia. Ahora puedo pensar sobre ello
y no me produce tanto dolor como antes. Ya no me controlan (tanto) los recuerdos”.

Se puede ayudar a la mujer a desplazarse en su relato a lo largo del tiempo, a pasar


de su contexto protegido en el presente a la inmersión en el pasado, para que pueda
reexperimentar los sentimientos en toda su intensidad en una situación segura y
protectora.
A partir de los datos fragmentados se le ayuda a reconstruir un relato organizado y
verbal situado en el tiempo y en el espacio. Como resulta tan difícil enfrentarse a su
verdad, a menudo las mujeres vacilan en reconstruir sus historias. La negación de la
realidad les hace sentirse confundidas, pero la aceptación de toda ella parece superar lo
que puede soportar cualquier ser humano.

“Tengo lagunas mentales grandísimas, no recuerdo tantas cosas, cuándo nos fuimos de
vacaciones y cuándo no, si peleábamos mucho o no, creo que no, pero no estoy segura. Sólo sé
que pasaron en el mundo muchos acontecimientos importantes y que yo no los viví. Estaba
encerrada en mi mente, aunque las llaves de la puerta y el coche siempre las tuve en mis
manos”.

2. Transformación del recuerdo traumático

El objetivo de esta fase es crear un registro minucioso y extenso de las diversas


formas de maltrato que ha vivido la mujer. Para ello, se precisa construir una detallada
narración del trauma y luego revivir la experiencia dentro del contexto de la relación
serena y segura de la terapia. Romper las barreras de la amnesia no es la parte más
difícil. La más dura es enfrentarse cara a cara con todo lo que hay detrás de esa amnesia
e integrar estas experiencias en una narrativa vital totalmente desarrollada (Herman,
1992). La técnica más sencilla para la recuperación de los recuerdos es la cuidadosa

119
exploración de los ya existentes y de ahí van surgiendo otros nuevos de manera
espontánea. Simultáneamente a esta fase, se puede realizar la evaluación psicológica de
las consecuencias del maltrato en la relación de pareja.
Pérez-Sales (2006) subraya cómo el hecho traumático no solamente actúa como
elemento cuestionador de la visión de uno mismo y del mundo, sino que puede
inscribirse como hecho definitorio, como dador de significado. Es decir, la persona, en
su autodefinición, puede incluir el hecho traumático.
El proceso de integración de la experiencia traumática conlleva un reajuste global de
la manera como se conceptualiza a sí misma la persona, intentando recolocar lo vivido.
En ocasiones, la fuerza de este nuevo aspecto de la vida es tal, que anula e invalida otros
que constituyen la identidad de la persona en el futuro.
La identidad de víctima se constituye a partir del momento en que la experiencia
traumática pasa a ser uno de los componentes esenciales de definición de sí misma y en
consecuencia de presentación de sí misma ante las demás personas.
Una identidad centrada en el trauma es un problema cuando se asocia a imágenes de
vulnerabilidad e indefensión; cuando establece sistemas de relación basados en la
dependencia, la compasión o la queja; y cuando impide desarrollar otros aspectos de la
persona.
En este caso, el proceso terapéutico tendrá que permitir el paso progresivo por este
recorrido:

• Vivir para el trauma.


• Identidad de víctima.
• Identidad de superviviente.
• Viviente con un hecho traumático.

“La diferencia entre estar recuperada o no es que cuando estás en proceso el abuso es tu
vida, mientras que cuando estás recuperada el abuso forma parte de tu vida pero ya no es el eje
central. Cuando estás recuperada es algo secundario y tú eres el presente y lo principal”.

La resignificación de lo traumático consiste en desprenderse del recuerdo penoso


para convertirlo en un recuerdo susceptible de ser pensado y puesto en palabras
(Velázquez, 2003). El profesional debe decodificar el silencio de la mujer para desmentir
que “callando se olvida”: lo que se calla permanecerá alojado en el psiquismo con su
potencialidad psicógena. Se trata de un proceso de resignificación que realiza la propia
víctima acompañada y sostenida por la profesional.

“Hay una parte de mi vida que me permite conectarme con lo bueno del trauma, lo que me
ha hecho crecer… pero hay otra… estoy todo el tiempo chinchando a mi madre, para que entre

120
en ella… son cosas sin cerrar”.

C) Duelo y pérdida

Caído el ídolo del pedestal empieza el proceso de reconstrucción de la mujer, que


habrá de atravesar un duelo inevitable. Son muchas las estrategias de la mujer para evitar
ese duelo, sin embargo, sin ese trabajo de duelo no hay final (Michelena, 2007).
Una mujer que vive una situación de violencia de género en su pareja, siempre sufre
un duelo y una pérdida. En el caso de que consiga romper la relación, obviamente
padecerá la pérdida de la ruptura. Pero, aún en el caso de que todavía esté viviendo la
situación de violencia, se enfrenta al duelo y la pérdida de una relación que no pudo ser,
de una relación en la que depositó unas expectativas que resultaron frustradas, de un
ideal de familia que no pudo conseguir, de un ideal de amor no correspondido. En
definitiva, de un mandato de género que no ha podido cumplir. Se enfrenta al duelo del
vacío y de la soledad.
“Llegó el día de mi cumpleaños y me sentí vacía, sola… no me llamó mi madre, no me llamó mi
padre, no tengo a nadie. Ahora que he logrado separarme, me doy cuenta de que estoy sola del todo…”.

Muchas de las pérdidas son invisibles o no se reconocen. Este acto de duelo es la


labor más necesaria y al mismo tiempo más temida de esta fase de recuperación. Como
esta fase es muy dolorosa, la resistencia a ella es la causa más común de estancamiento
en la recuperación. En estos momentos, la mujer puede interpretar este dolor como signo
del amor que siente por su pareja. Incluso, puede darse la situación de que ante tanto
sufrimiento la mujer abandone el proceso o recurra a una terapia farmacológica que de
alguna manera adormezca el dolor y no desee trabajar más en esta línea terapéutica.
En general, a todos los seres humanos nos resulta difícil enfrentarnos al dolor y al
vacío y procuramos evitarlo. Debemos rescatar las emociones, legitimando unas y
liberándonos de otras; en definitiva, elaborar el mundo interno de las emociones.
“Ahora es cuando te das cuenta que tienes que enfrentarlo, que lo que te pasó estuvo mal, que no
tuviste culpa de nada. Cómo puedes borrar de tu memoria cosas tan traumáticas”.

Herman (1992) señala que la mujer no es responsable del daño que se le ha hecho,
pero sí de su recuperación. La aceptación de esta vivencia de injusticia es el punto de
partida para empezar a recuperar el poder. La única manera en que una superviviente
puede tomar el control absoluto de su recuperación es responsabilizarse de ella misma.
La fuerza que la impulsará en su proceso de curación es el amor hacia sí misma, el
descubrimiento de su propio poder para la autoreparación (Batres, 1997).
Trabajar la responsabilidad con las mujeres que han sido víctimas es un tema
especialmente difícil y delicado si no queremos caer en la retraumatización y

121
culpabilización.
Las heridas no se pueden olvidar, pero llega un momento en que ya no ocupan el
primer lugar en su vida. Cuando la acción de contar una historia y cerrar los duelos ha
llegado a su conclusión, la experiencia traumática pertenece al pasado (Herman, 1992).

D) Reconexión con la vida

El objetivo de esta fase es volver a vivir, construirse un futuro, proyectarse. El


trabajo sobre la vivencia traumática, la resignificación, es un trabajo psíquico cuya
finalidad consiste en alcanzar nuevas perspectivas, desligando las energías puestas en el
hecho traumático y priorizando hechos vitales que aporten significados nuevos a la vida y
que ayuden a construir un porvenir (Velázquez, 2003).
“He conseguido vivir más tranquila, sin miedo a que aparezca y me haga daño. Estoy más segura y
confiada ante la vida. Si aparece, que aparecerá, si es necesario, me enfrentaría a él sin ningún temor”.

Para que un tratamiento tenga éxito, para que una mujer se recupere, para que una
vivencia traumática se supere, según Herman (1992) “debería ser posible reconocer un
cambio gradual desde una sensación de peligro impredecible a una seguridad fiable, del
trauma disociado al recuerdo reconocido y del aislamiento estigmatizado a la restauración
de la conexión social”. En este momento es importante asegurarse de que se han
consolidado estas fases terapéuticas.
El objetivo final de la recuperación se centra en la reconstrucción personal que según
Serrano (2011) podría centrarse en:

1. Recuperación de la conciencia de sí misma: cómo se siente, cómo se evalúa,


cómo actúa.
2. Construir un vínculo seguro, trabajar el vínculo de pareja, construir una nueva
forma de vincularse.
3. Terminación: adquisión de una subjetividad nueva, de un proyecto de vida propio
y de unos recursos personales consolidados.

“Poco a poco vuelvo a ser la de antes, tengo ganas de vivir… he encontrado un nuevo
trabajo, pero quiero terminar mi carrera porque solo me quedan dos asignaturas, y aunque no
ejerza mi profesión, es un reto personal y me hace mucha ilusión cerrarlo. Con mi chico las
cosas van mejor, nos hemos puesto manos a la obra y hemos pedido ayuda para superar las
dificultades que tenemos en nuestra relación. Estamos saliendo hacia delante, por fin…”.

Tras reconocer el daño que la violencia ha hecho a su identidad (subjetividad)


propia, en las fases anteriores, uno de los últimos objetivos es trabajar para convertirse

122
en la mujer que quiere ser. Se buscan los aspectos que más valora de sí misma del
tiempo anterior a la violencia, de la propia experiencia de la violencia y del periodo de
recuperación, integrándose todos esos elementos en una nueva identidad. Es fundamental
que reconozca sus fortalezas personales y que trabaje con cada una de ellas (Peterson y
Seligman, 2004; Vázquez y Hervás, 2008, 2009).
En la última fase de la terapia, reconectarse a otras personas es fundamental. Es la
etapa de las relaciones: la familia, las amistades, las relaciones de pareja… La mujer
necesita recuperar la capacidad de sentirse autónoma y, al mismo tiempo, seguir
conectada a las demás personas (Herman, 1992). Es importante que aprenda que
recuperar el poder significa interdependencia, es decir, el estado de ser independiente y
algunas veces dependiente de otras personas de nuevo (Walker, 1994; Sanz, 1995). Es
decir, el objetivo para las mujeres es llegar a ser autónomas e independientes.
Pero el modelo de interdependencia es un modelo teórico que tiene que ser creado al
no existir patrón identificatorio de referencia. Frente a la relación tradicional de roles
(modelo de inclusión) y al de media naranja (modelo de fusión), este modelo plantea una
relación más igualitaria. Existe un deseo de relaciones horizontales, de igual a igual.
Implica teóricamente dos supuestos: que existe espacio personal no compartido para cada
miembro de la pareja y que existe un espacio común compartido. Resulta imprescindible
respetar el derecho al propio espacio tanto como el espacio de la otra persona. En
principio ninguno de estos espacios tendría límites.
Es un modelo que no da nada de seguridad pero sí mucha libertad. Por eso, conecta
con los miedos y las inseguridades de cada miembro de la pareja. Implica saber
fusionarse (saber estar con la otra persona) y saber separarse (estar bien consigo mismo).
La fusión produce sensación de pertenencia, de formar parte de algo, produce una
sensación de protección, de seguridad. La separación produce sensación de autonomía y
el placer de conocer los propios límites (Sanz, 1995). A partir de entender lo anterior se
comprenden aspectos como el enamoramiento, la pasión amorosa o el encuentro erótico
y sexual. Mantener en cada momento el equilibrio oportuno entre libertad y seguridad,
saber compartir manteniendo un respeto a sí mismo, a la propia libertad, no aceptar
aquello que no se desea a cambio de ser amado, es importante en este modelo.
Implica necesariamente una sólida combinación de seguridad afectiva y libertad
personal para que ambas personas puedan desarrollar lo que consideren importante para
seguir su camino en la vida. Hay que ser flexible y saber que en un proceso vincular se
pasa por muchos estados de ánimo, muchos sentimientos, hay diferentes ritmos de
evolución, sincronías… y hay que saber adaptarse a ello. Elementos como la seducción,
la fusión y la separación, el enamoramiento, la idealización y el contacto con los límites y
la realidad, la elección de la pareja, la estructura de la pareja y dinámica de la misma, la
sexualidad, la creatividad, las crisis, los cambios, el desamor… por lo tanto, deben ser

123
trabajados en esta fase de la intervención psicológica.
Aunque el modelo de interdependencia implica necesariamente el concepto de
libertad personal, con frecuencia, la mujer víctima de la violencia de género no se plantea
siquiera cuál es su espacio personal, y por lo tanto no reconoce qué quiere o no
compartir. Para amar, la persona tiene que conocer todo lo anterior, pero sobre todo tiene
que conocerse a sí misma: “quién soy, qué quiero, qué necesito, qué deseo, qué puedo,
qué hago”… Si no se conoce quién es, probablemente lo que se esté haciendo al amar es
cumplir los mandatos amorosos. Si no se sabe lo que quiere, probablemente esté
dispuesta a querer lo que otras personas quieren para sí como si lo quisiera para ella. Si
no sabe lo que desea o reprime sus deseos por prohibidos, se puede convertir en
territorio del deseo de otras personas y vivir para realizar sus deseos. Por eso resulta
fundamental trabajar también todos estos aspectos durante esta última fase de la terapia.
Walker (1994) sostiene que cuando el abuso está perpetrado por alguien que muestra
a la víctima un comportamiento “amoroso” se producen grandes dificultades cognitivas
para diferenciar las personas susceptibles de causarle daño. Resulta necesario empezar a
visibilizar conductas de “buen trato”, con el objetivo de ayudar a prevenir vínculos
afectivos y amorosos destructivos, así como las consecuencias psicológicas deseables de
los mismos.
“Todo esto que me pasado me ha hecho ver la vida de otra manera. Antes lo que era lo primero o lo
primordial ya no es tu escala de valores. Te puedes adaptar mejor a la vida”.

3.2.4. Intervención grupal

Si bien el cuadro clínico puede ser variable de unos casos a otros (básicamente por su
psicobiografía que, junto con la severidad y duración de la violencia, determinará el
impacto que esta tenga en la mujer, en su salud), y en muchas ocasiones se requiere una
atención individualizada, hay síntomas y secuelas del maltrato que pueden tratarse de una
forma sistemática y generalizable: trastorno de estrés postraumático, depresión, déficit de
autoestima, control de las emociones, aislamiento., así como una necesidad de entender
los mecanismos de la dinámica violenta que la mujer ha padecido, que es común para
todas, y esto puede llevarse a cabo en grupo. Las mujeres pueden beneficiarse entonces
de los múltiples efectos de un grupo.

Las víctimas de violencia de género pueden beneficiarse de la actuación conjunta de un


tratamiento individual orientado a las necesidades específicas de cada una de ellas, y de una
terapia grupal generadora de una cohesión social, un tratamiento de los síntomas comunes y
una información de la compleja situación que las atañe.

124
Veamos cuáles pueden ser las motivaciones para optar por los distintos tipos de
intervención (Echeburúa et al., 1998):

1. Motivación para la intervención individual:

a) No se interviene con la mujer porque esté trastornada, sino porque está viviendo
una situación trastornada. Lo que le ocurre es una respuesta normal a una
situación anormal.
b) El objetivo de la intervención es el autoconocimiento. A través de ello, la mujer:

– Reasumirá el control de su vida.


– Simbolizará y metabolizará, a través de la palabra, los hechos traumáticos.

2. Motivación para la intervención grupal:

a) Podrá percibir que ella no es la única en experimentar ese problema.


b) Aprenderá a través del modelado de otras mujeres.
c) El grupo estimulará la confianza en sus propios recursos y desarrollará su
independencia.
d) Adquirirá un compromiso público, que supone una poderosa motivación para la
realización de tareas.
e) El cambio podrá alcanzarse a través del éxito de las demás mujeres.
f) A través de la ayuda a otras personas, aumentará su autoestima.

A la hora de organizar un grupo de mujeres víctimas de violencia, hay que tener en


cuenta distintos aspectos de los grupos: las generalidades propias de cualquier grupo, las
más específicas de los grupos de mujeres, y los contenidos diseñados concretamente para
mujeres maltratadas.
Los grupos de mujeres suelen presentar algunas características específicas. Según
“Los grupos de mujeres” (Instituto de la Mujer, 2002), el grupo sirve como alternativa
preventiva y promoción de la salud y también para romper el aislamiento.
Sus objetivos están dirigidos a tomar conciencia de su situación actual, teniendo en
cuenta los acontecimientos pasados y los múltiples aspectos que han contribuido a
conformar su identidad, así como a promover una mejor imagen de sí misma.
Otro de los objetivos es la promoción del cambio en las actitudes, conductas,
emociones y hábitos, a través de la reflexión conjunta, el intercambio de experiencias, el
autoconocimiento, la autovaloración y el apoyo mutuo. Asimismo, fomenta la reflexión
sobre la situación vivida, ayuda a hacerse preguntas, a cuestionarse creencias y
comportamientos y a generar alternativas de cambio.

125
La tarea consiste en promover un mayor crecimiento personal de las mujeres
pudiendo conseguirlo a través de los contenidos que vayan emergiendo en el grupo. Los
contenidos habituales que suelen surgir en los grupos de mujeres son: los roles de las
mujeres, la familia, el trabajo, la sexualidad, las pérdidas, el cambio…, pero también se
pueden tener los contenidos planificados de antemano.
Un elemento fundamental para que el grupo tenga un funcionamiento adecuado es la
escucha activa: cuando alguien cuenta algo personal, lo que necesita es ser escuchada,
estar acompañada, sentirse comprendida y clarificar sus pensamientos y sentimientos.
Para ello es necesario:

Intentar comprender las cosas tal y como nos las cuenta nuestra interlocutora.
Esto no implica estar de acuerdo con ella, ni darle la razón.
Tolerar las emociones de la mujer y acoger su problemática.
Tener capacidad de contención para sostener a la mujer, que debe percibir que
lo que le sucede no nos alarma ni nos altera.
Estar atentos a la expresión verbal y no verbal.
Mostrar una actitud empática.
Objetivar continuamente la información que la mujer nos da.
Hacer devoluciones de lo escuchado: mostrando el sentimiento que hay en las
palabras de la mujer.

Para llevar a cabo esta tarea, existe un catálogo variado de técnicas de dinamización
grupal que se pueden utilizar para aumentar la participación, promover la confianza,
acercarse más fácilmente a una situación, aportar un punto de vista diferente ante un
problema, resolver un bloqueo o profundizar en un tema.
Con respecto a los contenidos de los grupos de mujeres, hay una serie de contenidos
transversales que surgen casi de forma universal cuando se forma un grupo de mujeres
que van a hablar de sí mismas. Cualesquiera que sean los problemas que presenten, o el
tipo de grupo que se establezca, estos serán contenidos que aparecen y que tienen en
común la mayoría de las mujeres participantes. Estos temas, que coinciden con los ejes
que atraviesan la construcción de la identidad femenina, son: los mandatos de género, la
autoestima y el autoconocimiento, las relaciones afectivas (de pareja, maternofiliales, los
vínculos de apego), los cuidados, los duelos, las pérdidas y la culpa, las emociones, los
obstáculos que la feminidad opone al cambio en las mujeres, la sexualidad, la salud, la
imagen corporal, las edades de la vida, el ocio, el uso del tiempo.
Por otro lado, al diseñar un grupo para mujeres víctimas de violencia de género,
habrá una serie de contenidos más específicos que, además de los anteriores, deberán
estar presentes: proponemos un modelo de trabajo psicoeducativo con mujeres

126
maltratadas extraído de la experiencia personal del trabajo con este colectivo (Romero,
2004a, 2004b). Resaltamos la importancia de este tipo de intervención para la
visibilización de la violencia a través de los discursos compartidos entre ellas, el darse
cuenta de lo vivido y poder elaborarlo posteriormente. La intervención grupal aumenta
exponencialmente el crecimiento psíquico de las mujeres.
Se trataría de realizar un trabajo de visibilización y prevención ante futuras
relaciones afectivas, en el que se podrían abordar aspectos como las múltiples formas en
las que se manifiesta la violencia, los conceptos básicos de las desigualdades de género y
de la construcción de las identidades de género y su relación con la violencia, las
dinámicas de la violencia, es decir, cómo se genera y como se mantiene la violencia,
cuáles son sus efectos en la salud y en las vidas de quienes las padecen y cómo reducir
su incidencia, cuáles son las estrategias de los hombres violentos, y cómo protegerse de
ellas, cuáles son las formas en que esta violencia afecta a los hijos y cómo protegerles y,
por fin, cómo descubrir claves de autoprotección y prevención que les ayuden a
abandonar vínculos destructivos y poder optar en el futuro por relaciones más saludables.
A continuación, mostramos algunos ejemplos donde las mujeres participantes en los
grupos psicoeducativos se dirigían a personas afectivamente significativas para ellas,
relatándoles la experiencia que había supuesto el grupo para ellas:
“Querida M.: Me he visto obligada a escribirte esta notita para decirte lo mucho que me hubiera
gustado que asistieras a este grupo de terapia. Sé lo mucho que estás sufriendo ahí, en casa con tus hijos, y
el maltratador de tu marido divirtiéndose con otras mujeres con el dinero que tú ganas a base de sudor”.

“Sé que te gustaría dejarle, pero crees que no vas a poder salir adelante con tus cuatro hijos. Es muy
importante que asistas a un grupo de estos para que te orienten y te des cuenta de que puedes salir adelante
sin tener a tu lado a tu marido. Tu amiga, T.”.

“Querida mamá: Me gustaría que estuvieras aquí conmigo aprendiendo como yo a quererte. Te digo
esto porque sé que has sufrido mucho en tu vida y me he dado cuenta ahora que ya tengo las cosas más
claras y sé lo que es maltrato, gracias a estos grupos”.

“Esta carta se la dirijo a mi hermana: cuánto daría porque estuvieses en mi puesto y hubieras dado el
paso tan grande que he dado yo, pues ahora es cuando me siento feliz, con ganas de seguir adelante con mi
vida. Yo sé, hermana, que tú nunca has sido feliz y rezo para que tú puedas salir del infierno en el que llevas
viviendo tanto tiempo”.

127
4
Los niños, niñas y adolescentes expuestos a
la violencia de género
Sofía Czalbowski

4.1. Introducción

El fenómeno de los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género es una


problemática que cada vez se va visibilizando más. Sin embargo no existen cifras
concluyentes de cuántos menores podrían estar padeciendo las consecuencias de vivir en
un ambiente con violencia de género. No hay cifras oficiales y las que se manejan a
través de distintos estudios nos ofrecen un panorama que puede llegar a los 800.000
afectados en España. El número es alarmante y sería deseable poder contar con registros
acorde a esta realidad. Generalmente se hace un cálculo por cantidad de hijos promedio
en mujeres víctimas de violencia de género que estarían dentro de la población que
habitualmente tiene hijos, lo cual es una cifra aproximada, pero muy significativa.
Desde el ingreso en las primeras casa de acogida acompañando a sus madres en los
años setenta hasta la actualidad, el concepto de la niñez y la adolescencia expuesta a la
violencia de género ha ido variando.
Ya en los comienzos de la intervención con esta población, los profesionales que los
atendían encontraban múltiples sintomatologías tanto internalizadas, como por ejemplo,
ansiedad y depresión, como manifiestas en su conducta o sea externalizadas, tales como
agresividad e impulsividad.
En aquellos primeros momentos de investigación era un problema diferenciar cuáles
de estas manifestaciones se debían al clima familiar al que habían sido sometidos estos
niños, niñas y adolescentes y cuáles efectos eran el resultado de los múltiples cambios y
pérdidas traumáticas que padecían, tales como abandono del hogar, cambio de escuela
con pérdida de amigos y cambio de rutinas, por ejemplo.
Distintos investigadores y equipos se fueron interesando por esta problemática
primero en países como Reino Unido, Estados Unidos y Canadá. Al mismo tiempo que
se desarrollaba el estudio de las mujeres que sufrían maltrato por su pareja, se iban
visibilizando sus hijos e hijas. Estos fueron categorizados primero como las “víctimas
indirectas” o “víctimas secundarias”. Este concepto suponía que las alteraciones en los
hijos eran el mero efecto de la agresión sobre su madre e implícitamente se podía pensar
que, cesada la situación de maltrato, la recuperación de esta población infantil y

128
adolescente iba a mejorar en sus manifestaciones.
Sin embargo, las publicaciones e investigaciones apuntaban cada vez más a que vivir
en un ambiente de violencia hacia la madre por parte del padre de los hijos e hijas o por
parte del compañero sentimental de la madre, comportaba una forma de maltrato
específico que se sumaba y muchas veces se solapaba con las cuatro formas habituales
en que se describe el maltrato infantil.
Clásicamente, las formas de maltrato infantil se clasifican en (Garbarino y
Eckenrode, 1997; Sanmartín, 2002):

• Maltrato físico.
• Maltrato emocional.
• Negligencia o abandono.
• Abuso sexual infantil.

La exposición a la violencia de género es considerada una forma de maltrato infantil.

4.1.1. Distintas denominaciones de esta nueva forma de maltrato

La denominación también ha sufrido cambios a los largo de estos más de cuarenta años.
En principio estuvo muy extendida la denominación de testigos de la violencia familiar
o doméstica. Si examinamos esta definición vemos que la palabra testigos hace alusión a
tener que estar presente durante el episodio violento. Ya veremos que esta es solo una de
las formas posibles de exposición a la violencia de género.
La denominación familiar puede aludir a violencia entre cualesquiera de los
miembros de una familia, o sea no apunta al rasgo distintivo de la violencia de género.
Así también violencia doméstica señala la violencia que se ejerce entre miembros que
conviven bajo un mismo techo, careciendo por lo tanto de la especificidad requerida.
Ya en publicaciones de los años noventa y posteriores aparece la denominación
exposed to interparental violence traducido al español como “expuesto a la violencia
interparental” (Rossman, Hugnes y Rosenberg, 1999; Geffner, Jaffe y Sudermann,
2002).
Si bien expuesto es una palabra que por su amplitud define mejor la situación de los
niños, niñas y adolescentes que padecen la violencia de género en su hogar, el término
interparental nos hace pensar en la violencia bidireccional, propia de situaciones
conflictivas y simétricas de pareja. Lo mismo sucede con “violencia conyugal”.
Como ya hemos visto en anteriores capítulos, cuando nos referimos a la violencia de
género lo hacemos pensando en la violencia que ejerce un hombre sobre una mujer por
el solo hecho de ser mujer. Es una violencia estructural, unidireccional, que se basa en

129
una supremacía de poder que permite al hombre someter y maltratar a una mujer.
Para los niños, niñas y adolescentes, elegimos el término “exposición” pues indica
una forma de sufrir los efectos de algo, pero es un término lo bastante amplio que no
delimita la intensidad, duración, efectos a corto, medio y largo plazo, así como
condiciones diversas de producción del fenómeno (a distancia, presencial, etc.).
Holden (2003) plantea que puede haber hasta diez tipos diferentes de exposición a la
violencia de género:

1. Perinatal: el estrés padecido durante el embarazo por violencia física o


psicológica afecta al desarrollo del feto. La futura madre puede sentir terror y
temer por las consecuencias de la violencia sufrida sobre su futuro hijo.
2. Intervención: los menores a veces se involucran en el incidente de violencia
para intentar proteger a la víctima. En muy común que los hijos e hijas intenten
separar al padre de la madre durante el incidente violento, con lo cual pueden
ser lastimados en ese intento.
3. Victimización: también los hijos pueden ser dañados directamente por el
agresor de manera intencional o accidental, por ejemplo al arrojar objetos.
4. Participación: el hijo puede tener conductas de vigilancia o descalificación a la
madre de forma coaccionada o inducida por el agresor. A veces se producen
alianzas entre el hijo y el agresor en contra de la madre, con el consiguiente
conflicto y sus secuelas posteriores, aunque sea de forma inconsciente.
5. Ser testigo presencial: ver el episodio violento o presenciar la agresión verbal.
Aunque sea de forma pasiva, el hecho de ser testigo provoca un incremento de
estimulación difícil de elaborar, con las consiguientes secuelas traumáticas.
6. Escuchar: no ver lo que ocurre, pero escuchar ruidos, objetos que se rompen,
etc. El escuchar sin ver también es sumamente nocivo, pues se pueden disparar
la fantasías acerca de lo que está ocurriendo.
7. Observación de los efectos de la agresión: por ejemplo, ver moratones o
heridas, la presencia de ambulancia, objetos rotos, etc.
8. Experimentar las consecuencias posteriores de la agresión: por ejemplo,
convivir con la depresión de la madre como efecto de la agresión, dejar de ver
al padre, vivir en otro lugar etc.
9. Escuchar acerca del incidente: tomar conocimiento por otras personas acerca
de la agresión. Desconocer los sucesos violentos: A veces estos suceden
cuando los niños, niñas o adolescentes no están en el hogar o tienen lugar fuera
de este. Sin embargo, aunque no se mencionen, los efectos pueden llegar al
hijo o hija y resultar incongruentes. Faltaría lo “no dicho” para poder
comprender la situación.

130
La exposición a la violencia de género es un fenómeno complejo que contempla las múltiples
manifestaciones de esta problemática.

Esta lista no es excluyente, pues en la medida que nos acercamos más a nuestro
objeto de estudio podremos ir diferenciando formas de exposición más sutiles, que
pueden pasar inadvertidas o que no han sido categorizadas como tales. Por ejemplo, las
manipulaciones de los niños y niñas durante la visita para dañar a la madre, la
revictimización como resultado de los procesos judiciales, la asistencia inadecuada por las
instituciones y los servicios intervinientes, etc.
El problema de la visibilización de la exposición a la violencia de género en niños,
niñas y adolescentes se debe a causas complejas. Entre ellas hallamos el secretismo. El
entorno familiar no quiere que esta situación se dé a conocer. Generalmente es el padre el
que instruye a sus hijos e hijas para que no comenten nada fuera de casa, pero también a
veces la madre, por diversos motivos prefiere evitar dar a conocer su situación.

Entrevista a una madre de un niño de 11 años


La madre consulta porque el niño ha tenido un marcado descenso en el rendimiento escolar:
“No hubo malos tratos con el padre. Sí con mi pareja, ahora tengo una orden de alejamiento de
él”, refiere la madre entrevistada.
“Él vio cuando se despertó que yo estaba en el sofá y que mi pareja me estaba pegando
puñetazos y me cogía de los brazos. Se asustó muchísimo. Tuve que dormir con él esa noche. Yo le
dije que no le dijera nada a nadie. No quería que lo supiese ni mi familia ni nadie. Me daba miedo, me
amenazaba verbalmente. El niño a la primera que se lo dijo fue a su profesora. Un día me encontró por
la calle y yo llevaba el brazo en cabestrillo por el esguince producido por ese incidente. La profesora
me preguntó que me había pasado y le dije que me lo hice jugando al paddle. Me preguntó si estaba
segura y le dije que claro que sí. Entonces me dijo “porque me lo ha contado el niño, lo que ha
pasado”.
Luego me dijo que tenía que denunciarlo por el bien del niño y por el mío también. Ella me ha
ayudado. Yo quería hacerlo y no podía, no podía.”

Para comprender mejor la problemática de estos niños, niñas y adolescentes


haremos un recorrido por temas tales como apego y trauma, duelos, resiliencia impacto
de la violencia de género según las distintas etapas del desarrollo.
Más adelante se tratarán los aspectos de evaluación, intervención y prevención de la
población aludida con casos ilustrativos.

4.2. Consideraciones desde el punto de vista del apego y el trauma

La violencia de género experimentada por los hijos de la víctima tiene una incidencia en
la constitución del apego y puede derivar en una experiencia de trauma.

131
La corriente teórica del apego, a través de sus múltiples representantes, privilegia los
patrones aprendidos en las primeras etapas como básicos a la hora de establecer vínculos
intersubjetivos que incidirán en la estructuración de la persona. Bowlby (1969) planteó
que el apego es una conducta universal que tiende a buscar vínculos afectivos cercanos.
Estos modos de relacionarse buscarían la seguridad a través de la proximidad. Estarían
también al servicio de la autoconservación en la infancia y establecerían la base para la
ulterior regulación emocional.
El bebé expresa el apego como la necesidad de cercanía, sonrisas, etc. Esta conducta
es correspondida por la persona adulta bajo la forma de tocar, calmar, sostener, etc.
(Fonagy, 1999).
A partir de los estudios de Mary Ainsworth (Fonagy, 1999) se señalan clásicamente
las siguientes formas de apego que fueron estudiadas a partir de la experiencia de
separación y reencuentro con la figura de apego.

1. Seguro. El niño reacciona frente a un nuevo ambiente explorándolo, evita a la


persona extraña, sufre ante la ausencia de la persona cuidadora y la busca al
reencontrarse para obtener reaseguramiento.
2. Inseguro. En este tipo de apego señalamos, a su vez, tres categorías:
a) Ansioso-evitativo: el niño tiene menos ansiedad frente a la separación, no
busca a la persona cuidadora en el reencuentro y trata por igual a la persona
extraña que a la persona cuidadora. Simplificando, el vínculo se caracteriza
por la distancia.
b) Ansioso-resistente: exploran menos, sienten gran perturbación por la
ausencia de la persona cuidadora, pero la presencia de esta no logra que
recupere la calma. A través del vínculo expresan básicamente una búsqueda
de atención que, aunque sea obtenida, no los satisface.
c) Desorganizados-desorientados: el niño puede manifestar inmovilización,
golpeteo de manos o cabeza. Sus conductas no muestran una finalidad
determinada. Hay una expresión desestructurada.

Una de las consecuencias de tener configuraciones de apego inseguro, es la dificultad


o incapacidad que poseen algunos niños, niñas o adolescentes de mentalizar, o sea de
poder interpretar la conducta de las otras personas en base a una “teoría de la mente”.
A través del apego seguro, un niño o una niña aprende a diferenciar los estados
afectivos de las otras personas y a interpretar y regular sus propios estados emocionales
(Fonagy, 1999).
Cuando el infante no ha tenido la posibilidad de que alguien le devuelva una imagen
reconocible de sus propios estados mentales, su capacidad de empatía, de ponerse en el

132
lugar de la otra persona, se ve reducida cuando no, anulada.
En los hogares donde impera la violencia de género, por lo general, no solo el padre
no propicia un apego seguro, sino que la madre, al estar inmersa en esa situación de
violencia, o está muy distante (y puede generar conductas de apego ansioso resistente) o
se muestra excesivamente pendiente (puede generar apego evitativo). Todo esto dificulta,
en muchas ocasiones, la constitución de un apego seguro.

La exposición a la violencia de género puede generar que se establezca una forma de apego
inseguro.

A través de los estudios de Mary Main (Marrone, 2001) se pudo observar cómo los
patrones de apego de los padres influyen en el establecimiento de los patrones de los
niños. Sin embargo, los patrones de apego pueden ser distintos con cada progenitor. Son
modos de ser en el vínculo. No categorizan a la persona, pero si pueden marcar una
tendencia en su comportamiento. Bowlby (1969) hablaba más bien de disposición.
También es muy importante dar relevancia a las nuevas posibilidades de establecer
diferentes relaciones de apego. Este es un proceso que se continúa hasta la adolescencia.
Sin embargo, la mala parentalización, conductas de las cuales Marrone (2001) hace un
exhaustivo inventario, genera en los hijos un desarrollo calificado por el autor como
subóptimo con sus secuelas en la conformación de apego y la psicopatología
subsiguiente.
Los episodios de violencia de género y el clima que se vive en esos hogares son
factores desestabilizantes. No solamente es importante la situación en sí, sino que,
generalmente, estos padres no pueden a posteriori elaborar un discurso que dé sentido y
que calme a los menores. Esta situación sostenida en el tiempo y sin resolución es lo que
va configurando la situación traumática y sus efectos.
Etimológicamente, trauma significa efracción o herida. En un sentido dinámico, se
trata de un monto de excitación que se presenta de manera intrusiva y sorpresiva para el
aparato psíquico, el cual no puede procesarla.
La mayoría de las escuelas psicológicas han dado mucha importancia al trauma tanto
por sus efectos nocivos en el momento de producirse, como por generar condiciones de
vulnerabilidad.
Según la experiencia, (Marrone, 2001) los efectos psicológicos son más severos si el
trauma es generado en la infancia y perpetrado por una figura de apego, con crueldad y
con frecuencia. Cuanto más vulnerable es la víctima, mayor será el efecto del trauma.
En la infancia, refiere el mencionado autor, los efectos psicológicos del trauma serán
tanto más graves cuando:

133
Más insegura haya sido la relación del niño con sus figuras de apego con
anterioridad al trauma.
El niño no tiene a nadie a quien comunicar sus sentimientos e impresiones.
Han recibido comunicaciones que desconfirmen sus percepciones e invaliden
sus sentimientos subjetivos, lo cual le llevará a hacer distorsiones cognitivas.

Todas estas conceptualizaciones cobran una gran importancia a la hora al abordarlas


en los niños y adolescentes expuestos a la violencia de género. Cuándo ha comenzado la
violencia y su duración, tipo de episodios, cómo ha sido la relación temprana entre la
madre y el bebé, si ha habido o no figuras de apego sustitutivas (la familia extensa y
personas cuidadoras), son preguntas claves para tener en cuenta.
El tipo de apego predominante nos llevaría a una mejor compresión de la
sintomatología presentada por la persona menor. Al mismo tiempo, poder tener en cuenta
otras modalidades de vinculación con figuras de apego secundarias, nos permitiría un
trabajo reconstructivo-vincular.
En general, los efectos a largo plazo del trauma pueden ser:

Alteración en la regulación afectiva y los impulsos.


Alteración en la percepción de sí mismo.
Somatizaciones.
Alteraciones en las relaciones personales.
Alteraciones en los sistemas de valores.
Alteraciones en la conciencia y en la atención.

También las conductas agresivo-disruptivas se pueden entender como efecto del


trauma, siendo el resultado de trastornos en el apego que determinan un inadecuado
ajuste emocional con poca capacidad de autorregulación.

El trauma puede generar efectos duraderos y nocivos en personas en desarrollo como lo son
los niños, niñas y adolescentes.

4.2.1. Los duelos

Cuando se pierde un ser querido, generalmente se realiza un proceso de duelo que tiende
a poder asumir la pérdida y seguir afrontando las situaciones del vivir cotidiano. Ya en su
texto Duelo y melancolía, Freud nos aclara que para requerir un proceso de duelo, la
pérdida no necesariamente tiene que ser el fallecimiento de alguien, sino que algo o
alguien importante para el sujeto se ha perdido y esta pérdida es tal que compromete el

134
adecuado funcionamiento de la persona (Freud, 1917).
En el caso de los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género, las
pérdidas que sufren son múltiples. Temas tales como la separación o divorcio de los
padres, cambio de residencia o colegio, pérdida de amigos o pérdida de rutinas
habituales, configuran una multiplicidad de asuntos que requieren ser procesados, asumir
que ya no estarán más, pudiendo entonces aceptar en cambio, las nuevas situaciones.
Se producen una serie de microduelos, que por su acumulación pueden causar
efectos similares a la elaboración de un duelo en su acepción habitual.
Las características del proceso de duelo están marcadas por la tristeza, apatía, lo que
se denomina un estado de ánimo depresivo. Pasado un tiempo de trabajo del duelo, estas
manifestaciones van desapareciendo y el sujeto recupera su fuerza vital.
Sin embargo, vemos que en la población aludida, las pérdidas, no solo son múltiples
y variadas, sino que, en muchos casos, pueden ser “ambiguas”. Este término acuñado
por Blos (2001) se refiere a pérdidas que lo son efectivamente, pero no conllevan la
muerte de un ser querido aunque sí un cambio muy importante en el statu quo de la
relación. Lo que caracteriza una pérdida ambigua según Blos es que es confusa,
incompleta y parcial.
Por ejemplo, nos dice Blos, cuando alguien emigra, su familia de origen, estará
presente a través de conversaciones, en la memoria, etc., pero no lo estará físicamente. A
la inversa, si una persona sufre un proceso de demencia, deja de estar como era antes de
la enfermedad y aunque esté físicamente, resulta “extraña”, pues no es la que era.
Así, en los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género, por
ejemplo, la ausencia del padre del hogar a veces de forma permanente al cortarse las
visitas, puede transformarse en una “pérdida ambigua”. El niño o niña en cuestión, sabe
que tiene un padre, pero ha perdido ese padre con el cual tenía una relación, del tipo que
fuera.
Este tipo de pérdidas que no son categóricas, dificultan sobremanera el proceso del
duelo. En muchos casos solo queda poder asumir la ambigüedad, en otros se podrá
realizar la tarea de “matar al muerto”, en palabras de Marrone (2001). O sea, asumir la
pérdida como total para que no siga siendo fuente del preocupaciones y gasto inútil de
energía psíquica. En este sentido, habría que hacer una “apuesta”, en términos de Blos,
para poder salir de la ambigüedad.
La separación y el divorcio del padre y la madre es un apartado relevante en las
intervenciones que se realizan con la población infantil o adolescente. Es importante que
estos puedan ir asumiendo la nueva realidad familiar y, además, examinar con cierta
mirada crítica las figuras idealizadas del padre y la madre. Este proceso transfiere a los
niños, niñas y adolescentes una sensación de seguridad, de “saber con qué cuentan” y
poder así accionar en un marco de realidad más ajustado.

135
La resolución de los duelos implica poder elaborar los distintos tipos de pérdidas que se dan
en la violencia de género, siendo algunas parciales o “ambiguas”.

4.2.2. Resiliencia

Múltiples investigaciones han encontrado que si bien la mayoría de niños, niñas y


adolescentes expuestos a la violencia de género sufren los efectos de la misma
manifestando distintas sintomatologías, hay un porcentaje, aproximadamente un 20%,
que permanece asintomático (Graham-Bermann y Levendosky, 2011).
Este fenómeno se atribuye muchas veces a la resiliencia. La resiliencia es la
capacidad humana para enfrentar, sobreponerse y ser fortalecido o transformado por
experiencias de adversidad (Henderson, 2003).
El término, usado originalmente en la mecánica, proviene de resilio que significa
volver hacia atrás, recuperar la forma original. A partir de su uso en las ciencias sociales
se entendió sucesivamente como invulnerabilidad, robustez, o como factores genéticos
disparados o no por el ambiente.
En la actualidad se entiende como un proceso que implica una capacidad de
recuperación frente a sucesos muy desfavorables. Sin embargo, una persona puede ser
resiliente ante un evento y no serlo ante otro. La resiliencia puede ser familiar y
comunitaria, por eso es tan importante crear tutores de resiliencia en términos de
Cyrulnik (citado por Barudy en su amplio desarrollo acerca de esta temática), es decir,
adultos significativos que puedan influir de forma positiva en los niños (Barudy y
Dantagnan, 2009).
Según Henderson (2003), la resiliencia está ligada al desarrollo y crecimiento
humano, incluyendo diferencias etarias y de género: desarrollo de confianza básica
(desde el nacimiento hasta el primer año de vida); desarrollo de autonomía (de 2 a 3 años
de edad); iniciativa (de 4 a 6 años); sentido de la industria (de 7 a 12 años); desarrollo de
la identidad (de 13 a 19 años). La autora menciona que la resiliencia es diferente de los
factores de riesgo y protección. Aunque haya protección esto no significa inmunidad, la
resiliencia implica lidiar con las situaciones adversas. Se relaciona con la prevención (de
adversidades) y promoción (maximización del potencial).
Según Cyrulnik (2009) la resiliencia cambia la narrativa y posibilita la adquisición de
recursos internos. En el caso de los niños, niñas y adolescentes también es muy
importante la disponibilidad de recursos externos (constelación afectiva que tutela su
crianza).

La resiliencia, como fortaleza frente a la adversidad, puede también adquirirse.

136
En los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género, es importante
hacer un seguimiento de toda la población, aun si se presentara asintomática. Se puede
ser resiliente en un momento de la vida y no en otro. Por otro lado, las secuelas de la
exposición a la violencia de género no son siempre inmediatas, sino que pueden
presentarse en otras etapas del desarrollo y también en la edad adulta (Czalbowski,
2011b).
También es muy importante no confundir sobreadaptación con resiliencia.
Ocasionalmente y debido a que se ha evaluado a todo el grupo familiar, aparecen niños y,
especialmente niñas, por las cuales no se hubiera consultado, ya que mostraban un
expediente académico brillante y ninguna alteración evidente en su conducta. Sin
embargo, se ha visto cómo esto se debía a una necesidad de sobrecompensación de las
vivencias traumáticas vivenciadas.

4.3. Consecuencias de la exposición a la violencia de género

Los efectos de la violencia de género pueden aparecer de diferentes maneras según las
distintas etapas evolutivas. En este sentido, resulta importante resaltar el creciente interés
por los efectos en la madre gestante y su repercusión en el feto. Por lo tanto, se añade
una nueva etapa, la prenatal, al estudio de las consecuencias de la violencia de género
(Graham-Bermann et al., 2011).

4.3.1. Impacto de la violencia de género en la madre gestante y en las primeras


etapas de la vida

Tomando en cuenta la teoría del apego existen investigaciones que llegan a la conclusión
de la inestimable ayuda que se puede brindar al infante, prestando apoyo a la madre
víctima de la violencia de género desde el embarazo y en los primeros estadios de la
infancia de su hijo (Bogat, Levendosky, Von Eye y Davidson, 2011).
Las autoras muestran la importancia de las representaciones que puede tener la
madre acerca de su bebé y que se pueden inferir de las entrevistas realizadas con ella.
Estas representaciones pueden ser:

Equilibradas: narrativas ricas en matices, que integran aspectos positivos y


negativos de la relación y que denotan una inmersión saludable de la madre en
el vínculo con su hijo.
No comprometidas: narrativa fría, distante.
Distorsionadas: muestra a la madre con dificultades para ver a su bebé como
una persona diferente y, al mismo tiempo, experimenta muchas preocupaciones

137
acerca del mismo.

Se insiste en esta investigación en que la violencia de género afecta a la manera en


cómo las víctimas establecen sus vínculos interpersonales. En el caso de una madre, los
efectos del trauma sufrido pueden revertir sobre los bebés, debido a las representaciones
problemáticas que pueden tener sus madres de ellos, unido a su poca disponibilidad.
Las autoras enfatizan que la violencia de género tiene un impacto negativo sobre las
madres, creando representaciones no comprometidas o distorsionadas acerca de su bebés
y los niños, los cuales desarrollan apego inseguro. En un ejemplo tomado del capítulo
siguiente (Lieberman, Díaz y Van Horn, 2011), se ilustra cómo una madre a través de un
proceso de intervención gradual y sostenido, puede llegar a identificar cómo se superpone
en su percepción de su bebé la figura del maltratador y la influencia de otras agresiones
vividas. Este es el primer paso para poder ir discriminando y luego poder ir logrando una
vinculación con su hijo más acorde a la realidad del mismo.

La representación que pueda tener una madre afectada por violencia de género de su bebé,
puede tener una incidencia negativa en la constitución del vínculo materno filial.

4.3.2. Impacto de la violencia de género en las etapas evolutivas

Mullender, a principios de este siglo, realiza una exhaustiva revisión bibliográfica de la


cual se desprende que las personas menores afectadas no presentan un síndrome o una
pauta única de síntomas. Sin embargo, se ha descrito la mayor prevalencia de algunos
emergentes según la edad (Mullender y Morley, 2001). Estas manifestaciones han sido
recogidas por artículos y trabajos posteriores que coinciden mayoritariamente con estas
afirmaciones. Como ejemplo reciente y en España, el documento de Cataluña y el de
Meñinos de Galicia, se pronuncian de manera coincidente respecto al tema (Alemany,
Oliva, Roig y Saiz, 2012; Fundación Meñinos, 2012).

A) Edad preescolar

En general, los niños de esta edad expresan conductas derivadas de trastornos del
apego que se traducen en desregulación tanto a nivel somático como psíquico. También
el vínculo se puede hallar afectado. Así, encontramos estas manifestaciones:

Dolencias físicas como dolor de estómago o cabeza, enuresis o trastornos del


sueño.
Angustia de separación excesiva, tendencia al pegoteo, mostrando ansiedad y

138
falta de confianza en su relación con los adultos.
Conductas autoagresivas, actitudes de dominación y control en las
interacciones, dificultad para recibir ayuda, miedo o rechazo al acercamiento
no amenazante.

B) Edad escolar

En esta etapa los desafíos que tiene que enfrentar el niño o la niña se refieren a la
competencia académica y su relación con el grupo de pares. Pueden mostrar también
alteraciones a nivel somático, pero destacan las que se vinculan con el área de
aprendizaje y socialización. Así, podemos hallar:

Trastornos de la alimentación y trastornos del sueño.


Problemas de aprendizaje con dificultades de concentración y bajo rendimiento
escolar. El rendimiento escolar se ve afectado por faltas al colegio, irregularidad
en completar tareas asignadas y por dificultades en prestar atención. También
se encuentra el comportamiento opuesto: niños perfeccionistas con excelente
nivel académico, hiperresponsables.
Problemas en la socialización: rabietas, agresividad o pasividad.

Esta lista no es exhaustiva, pues en cada etapa, el niño responderá según su


particular historia, configuración familiar, predisposición, etc.

C) Adolescentes

Los adolescentes son una población especialmente vulnerable, ya que a los efectos
negativos de vivir o haber vivido en un ambiente de violencia de género, se suma su
propia crisis vital. Tanto es así, que la sintomatología que podríamos encontrar resulta
más grave que en otras etapas.
En la etapa adolescente, particularmente convulsa en cuanto a la identidad, el
modelo distorsionado que tienen de las relaciones entre hombre y mujer incide muchas
veces en la elección de pareja. En la adolescencia se repite muchas veces el modelo
hombre autoritario-mujer sometida, que es el paradigma que han vivido en sus hogares y
que puede llevar a repetir historias de violencia.
En la población adolescente expuesta a la violencia de género, podríamos hallar
comportamientos como los que siguen.

Conductas autodestructivas, violentas y antisociales, tendencia a aislarse de sus

139
familias, abandono del hogar y la escuela a temprana edad, escape hacia las
drogas o el alcohol, fugas del hogar o no estar nunca en su casa.
Posibilidad de pensamientos y actos suicidas, pensamientos o actos homicidas
y actividades delictivas como vender droga o robo.
Autoestima baja (pesimismo acerca de lograr la satisfacción de necesidades
básicas de amor, seguridad, etc.), establecimiento de relaciones de poca
empatía y desconfianza hacia las personas adultas.
La empatía puede estar disminuida hacia las víctimas. Puede hallarse un
establecimiento de relaciones de pareja abusivas y un escape hacia una
maternidad precoz.
Dificultades a nivel académico.

En general, las confusiones sobre límites y reglas y los valores distorsionados son
habituales en los hogares con violencia de género (Czalbowski, 2011a). Esto genera un
desajuste social en muchos niños, niñas y adolescentes al no poder adaptarse a las
normas que su vida cotidiana les impone.
Tradicionalmente se pensaba que las niñas expuestas a la violencia de género tenían
en su sintomatología una tendencia a la interiorización. O sea, que iban a prevalecer en
ellas los sentimientos de depresión, ansiedad, etc. Por el contrario, los niños tenderían a
externalizar su sintomatología bajo la forma de agresividad o descontrol.
En la consulta esto no ocurre siempre y encontramos niñas agresivas y niños
ansiosos y con rasgos depresivos.
Sin embargo, es interesante hacer una distinción individualizada de la sintomatología
que presenta cada niño o niña afectado. La agresividad puede ser una defensa o un
modelo copiado para ejercer cierto poder y no quedar inerme frente a posibles ataques,
por ejemplo.
Con el progresivo empoderamiento de las mujeres y las políticas de igualdad,
pareciera que las niñas asumen con mayor facilidad conductas de menos dependencia e
incremento de respuesta a la violencia de género.
No obstante, existe una tendencia en la oferta para el consumo que va en sentido
contrario a lo mencionado anteriormente. Así se ve cómo se separan las actividades
lúdicas por sexo. Tal es el caso de los famosos catálogos de venta de juguetes que desde
los primeros años marcan tendencias a seguir.
Veremos entonces que para las niñas, las muñecas, los objetos de adorno personal,
elementos que ensalzan la maternidad y los aspectos seductores siguen siendo objeto de
un marketing marcado. Del mismo modo, el énfasis en la fuerza, la velocidad y la rapidez
mental sigue siendo un reclamo de las ofertas para los niños.

140
La exposición a la violencia de género trae consecuencias a corto, medio
y largo plazo. Estas manifestaciones varían según el estadio evolutivo del
niño, niña o adolescente afectado.

Hay una cuestión estructural que todavía no se ha resuelto y que posiblemente sirva
de base para identificaciones que vayan a favor de la dependencia y la solidaridad o de la
agresividad y la competencia.

4.3.3. Impacto de la violencia de género sobre el desempeño del rol maternal

Ya hemos visto cómo la violencia de género podía distorsionar las atribuciones de la


madre con respecto a su hijo. También puede afectar la experiencia maternal de crianza
(Kelly, 2001).
Según Kelly (2001), la violencia padecida por la mujer, puede tener efectos
profundos y duraderos en los sentimientos y comportamientos hacia sus hijos, así como
en el sentimiento de identidad como madre y mujer. Hay casos en que las madres
identifican maltrato con hacerse cargo de sus hijos. En esta disyuntiva, sienten una fuerte
ambivalencia hacia la crianza, experimentando una serie de conflictos y contradicciones.
Desde lo ideológico, nos dice Kelly, se transmite una visión idealizada de la maternidad.
Así, pueden aparecer resentimiento y frustración, no siempre conscientes, pues la
crianza es sentida como un obstáculo para sus necesidades de independencia y
autonomía. Esto puede traducirse de una manera negativa sobre los niños. La madre
puede ejercer también actos de violencia con ellos o, por el contrario, sobreprotegerlos.
En otras oportunidades, las mujeres se empeñan en cumplir con el ideal, el cual
muchas veces no coincide con lo que las circunstancias le permitirían hacer. Frente a esto
aparecen fuertes sentimientos de culpa y se redoblan las exigencias de desempeño
maternal.

La violencia de género puede afectar las posibilidades adecuadas de crianza de una madre. En
este caso, esta debiera ser ayudada, ya que es una víctima, y no debería ser castigada, por
ejemplo, con la retirada de sus hijos e hijas.

4.3.4. Implicaciones del divorcio sobre los vínculos paterno-materno-filiales en los


casos de violencia de género

Se encontró que la calidad y la confiabilidad de la relación con el padre eran más


importantes que la simple existencia y frecuencia del contacto. Las visitas irregulares,

141
erráticas, tenían un impacto negativo en los niños y las niñas, que se sentían defraudados
de manera repetida por los abandonos del padre, su ausencia relativa, su inconsistencia
en cuanto a confiabilidad y sufrían por ello sentimientos de ser despreciados, y, por lo
tanto, esto tenía un efecto en el descenso de la autoestima (Hooper, 2001). Por el
contrario, continúa Hooper, las buenas relaciones entre padre e hijo o hija estaban
caracterizadas por un contacto frecuente y continuado ligado a una alta autoestima y
ausencia de depresión.
El contacto con los padres con los cuales el menor no convive no está exento de
dificultades. Algunos padres han delegado con anterioridad en su esposa el cuidado de
estos y después de la separación tienen poca experiencia en hacerlo. También los hijos
pueden sentirse sobrecargados al tener que manejarse con dos hogares.
El período posdivorcio implica una serie de cambios que requiere de adaptaciones
que no siempre se logran.
La citada autora menciona que el progenitor que tiene al niño en custodia, en general
la madre, se enfrenta a la demanda de responder al sufrimiento de este y sus necesidades
emocionales incrementadas. Por otro lado, debe mantener una rutina diaria en
condiciones que han cambiado y establecer una disciplina en una situación en que sus
propios recursos emocionales pueden ser escasos, su red social puede hallarse
deteriorada y sus ingresos mermados.
Es evidente que una madre y sus hijos pueden beneficiarse de un contacto padre-
hijo adecuado, en un contexto de cooperación, en el que la madre tiene una pausa en el
cuidado de estos, comparte las decisiones y mitiga así, de alguna manera, el peso de la
crianza monoparental (Hooper, 2001). Sin embargo, no es esto lo que, por lo general,
suele ocurrir en los casos de divorcio por violencia de género.
Las relaciones conflictivas en las custodias compartidas son una dificultad seria para
las madres que se hacen cargo de sus hijos. Se escucha en la consulta una demanda por
parte de las madres en relación a lo alterados que regresan de las visitas con el padre.
Hay que examinar la influencia del contacto entre padre e hijo sobre la relación
madre-hijo. Si el contacto con el padre limita la posibilidad de la madre de controlar su
propia vida, de mantener una disciplina adecuada y de sostener un vínculo adecuado con
sus hijos, esto podría tener un efecto nocivo para los menores.

Se trata de un niño cuyos padres se han separado hace un año. La madre refiere que ha recibido malos
tratos físicos y psicológicos por parte de su exmarido, padre del niño, pero que el niño ha presenciado
solamente estos últimos. A partir de la separación, José está más inquieto y demandante. Desde el colegio
dicen que presenta problemas de atención y concentración. No quiere quedarse al comedor. Además, no
quiere dormir solo.
Si bien fue un niño deseado, ya en el embarazo empezaron los golpes, lo que provocó un cuadro de
ansiedad muy intenso en la madre. El parto fue “horroroso” en términos de la madre. Se adelantó 25 días, le
rompieron la bolsa al examinarla. El niño estuvo en la incubadora, luego tuvo neumonía, taquicardia, y a los

142
cuatro meses, bronquitis. Le dio el pecho durante 15 días, ya que después, por un problema de alergia
propio y por la medicación, tuvo que suspenderlo.
Al niño le costó empezar a hablar. Ya iba al colegio y tenía dificultades en el lenguaje. Después de la
separación se volvió más inquieto y “nervioso”, queriendo “llamar la atención”, según la madre.
Actualmente convive con el niño y su madre una nueva pareja de esta, con la cual José tiene una buena
relación.
Teniendo en cuenta los antecedentes se formula la hipótesis de que hay un trastorno de apego que
incidiría en la regulación emocional. El niño comienza terapia un grupo de menores y la madre recibe
orientación. Al mismo tiempo, se realizan sesiones individuales con José.
En este caso, lo que se observa es que el padre no colabora y trata de obstaculizar la posibilidad de un
tratamiento que beneficiaría tanto al niño como a su madre. De hecho, finalmente la intervención debe
cesar, ya que el padre se opone a que continúe.

Desde una perspectiva feminista, se observa hoy en día con frecuencia que la
definición de las necesidades infantiles se solapa con la de los movimientos de derechos
de los padres y también con un movimiento para establecer la “familia tradicional” y la
dependencia de la mujer y los niños de la figura del hombre. La negativa, muchas veces
legítima de los niños de ver al maltratador, se atribuye, en este sentido, a un síndrome de
alienación parental (SAP).
La política conservadora ha consistido en apoyar a la familia patriarcal o, por lo
menos, a sostener su responsabilidad después del divorcio. Hooper sugiere tener una
visión más amplia de las necesidades de los niños. Esto significa que se los relacione
menos con el divorcio o con las relaciones en curso con el progenitor no conviviente y
más con su bienestar en relación al vínculo que mantienen con cada progenitor por
separado, y que se tomen en cuenta los roles del padre no conviviente y la maternidad en
solitario (la combinación más común) dentro de su contexto, no solo legal, sino también
social (Hooper, 2001).
Así, la negativa por parte de los niños y las niñas de ver al padre maltratador,
debería ser tomada en cuenta y analizar, caso por caso, sus motivaciones. Niños y niñas
que han padecido experiencias traumáticas a través de la exposición a la violencia de
género son obligados a mantener visitas con el padre, a veces con riesgo que sufrir ellos
mismos abusos. Esta es una situación sumamente nociva para el psiquismo infantil, que
puede llevar a conductas de desconfianza hacia los adultos, confusión y defensas como la
negación y la disociación.
Como hemos visto antes, no se equipara la función paterna a genitor. Por lo tanto,
esta función puede ser ejercida por otra persona que no implique un daño al niño en su
relación.

Se trata de una niña de 4 años que actualmente convive con la madre, los abuelos maternos y los tíos. No
tiene hermanos y asiste a 2.° de infantil. Al año y medio presenció cómo el padre cogía por el cuello a la
madre al mismo tiempo que le gritaba. Según la madre, nunca tuvo un contacto afectivo con el padre. Para
él era una molestia. Después del divorcio, no quería ir con el padre. Lo llama por el nombre. A la nueva

143
pareja de la madre le llama papá.
La madre manifiesta que la psicóloga a la que consultó con anterioridad le dijo que no le diga nada en
relación con la separación y que le obligue a ir a las visitas, porque es “un derecho del padre”.
El embarazo fue malo a pesar de ser deseado por la madre: “Me machacaba, a los cinco meses de
embarazo manché, me mandó sola al hospital. Me prescribieron reposo absoluto. Él me decía que era una
“vaga, p…, mentirosa”.
Al principio, la madre rechazó a la niña. Su propia madre la obligó a darle el pecho.
Sufrió una depresión posparto, pero pudo darle un año de pecho.
El padre se iba de fiesta, volvía borracho y generaba un caos en la casa. Una vez la introdujo por la
fuerza en la bañera con la niña. En otra ocasión, la echó a la calle con la niña. Estaba borracho y quería
tener relaciones. La niña tenía cuatro meses. Cuando la madre pidió ayuda a su familia política, se la
negaron.
Lo dejó definitivamente al año y medio.
La niña tiene episodios de enuresis cuando sabe que va a ver al padre o después de las visitas. Hubo
un episodio donde se cortó el pelo y al preguntarle por qué lo hacía, respondió que porque no quería ir a ver
al padre.
Según la madre lloraba muy raro, como si le doliera algo.
Desde que se separaron, no quería irse con el padre. Le decía “mala” cuando volvía.
La profesora le preguntó por qué no quería ir con el padre: “Porque es malo, no me gusta, no lo
quiero” respondió la niña.
En el dibujo de la familia no dibuja al padre, según la profesora.
Se quiere llamar como la madre, o sea, llevar el apellido de la madre.
La madre cuenta que durante las visitas, el padre la llevaba en el coche sin sillita. Luego estaba todo el
tiempo en un bar.
“Mamá, ¿a que tú no eres p… Tonterías que me cuenta mi padre”, refiere la madre que dice la niña.
La niña juega con los enseres de cocina y unos ositos de peluche.
“Osos, voy a haceros la comida. Me voy a poner a cocinar. Aquí tenéis, ositos, para jugar”.
“Este quiere dormir, está enfermo. Le ha dado su medicina y se ha acostado con su muñequito”.
“Aquí tenéis ositos, para los dos”.
“No es posible que hayas manchado esto. Tú lo haces mal. Castigado todo el día. Toma, toma y
toma, juega con todo esto, pero con esto, no. Mira lo que has hecho (enfadada). Este también. Me cachis
en la mar. Tengo dos que no me hacen caso. Vais a comer en la caca, en la basura. Cuando pintan esto así,
los mando a la calle y que coman de la basura”.
“Otros niños dicen: qué ositos tan malos que han pintado todo. ¿Os vais a portar bien? ¿Lo prometéis?
¿No? Entonces en la calle todo el día, ¡Hala! ¿Me lo vais a prometer?, entonces, a jugar”.
Se ven aquí los modos relacionales que emplea la niña. La niña pone en activo conductas que ha
padecido pasivamente como las descalificaciones y castigos.
Se realiza otra entrevista con la madre donde se indaga sobre los métodos disciplinarios. A partir de
las respuestas de la madre y su relato se trabaja con la hipótesis de que la niña durante sus visitas al padre
recibe un trato que la hace sufrir, ya que no se percibe en el relato de la madre, la posibilidad de un trato
inadecuado hacia la niña.

A través de lo expuesto y las viñetas presentadas, se puede observar cómo en los


casos de violencia de género hay una distorsión de los roles del padre (y a veces de la
madre) sumamente perjudiciales. Se dan situaciones donde en vez de cumplir una
función protectora facilitadora de la crianza, por el contrario son fuente de conflictos o,
peor aún, causa de acontecimientos traumáticos para los niños, niñas y adolescentes. Los

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niños, niñas y adolescentes son personas vulnerables y que no pueden por sí solos
resolver dichas situaciones.
Examinaremos, por lo tanto, a continuación, la intervención posible con estos niños,
niñas y adolescentes y su entorno. Antes de realizar una intervención, se debe realizar
una evaluación, en lo posible de todo el grupo familiar. No se incluye al padre por
razones de seguridad, pero es deseable la comunicación con otros servicios o
instituciones que lo estén atendiendo o hubiesen atendido, para poder así recabar una
información más completa y poder coordinar las intervenciones.

En los casos de violencia de género, el impacto del divorcio en los niños, niñas y adolescentes
debería ser tenido en cuenta en el plan de intervención.

4.4. Evaluación

4.4.1. Cómo llegan a consulta los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia
de género. Servicios en los que pueden participar

A veces los episodios de violencia se dan de una manera tal, que precipitan la huída de la
madre del hogar acompañada de sus hijos y pueden llegar a un centro de estancia breve
donde son atendidos en la emergencia. En estos casos es importante contener en
principio al núcleo familiar. No se plantea hacer intervenciones de largo plazo, sino poder
individualizar los emergentes más importantes. Por ejemplo, a veces aparece la ansiedad
como predominante o la depresión. En todo caso, la posibilidad de recrear lo sucedido
para poder comprenderlo, a través de intervenciones individuales o grupales puede ir
generando más bienestar en niños y niñas sacudidos por innumerables cambios que
repercuten en su psiquismo.
El hecho de estar con sus madres en centros de larga estancia, también tiene sus
particularidades, pues muchas veces las condiciones de convivencia con otras madres y
sus hijos no son las óptimas. Además, el tener que adaptarse a rutinas nuevas, el encierro
de una habitación donde conviven varias personas, la intervención de personas extrañas a
la familia y la elaboración de los duelos pertinentes pueden generar de por sí una
sintomatología agregada a la que puedan traer los niños por su exposición a la violencia
de género (Ayllón, Orjuela y Román, 2011).
En los apartados siguientes desarrollaremos posibles modelos de evaluación e
intervención utilizados mayoritariamente en centros ambulatorios. Muchas de las técnicas
pueden utilizarse en los otros casos mencionados, siempre a criterio de la persona que
interviene y de acuerdo con el caso que se presenta.

145
4.4.2. Métodos de evaluación

Sería recomendable realizar una evaluación previa de los casos que se detectan para
elaborar una estrategia de intervención. Esto significa que si una mujer acude a pedir
ayuda a un centro, sería importante, además de la intervención con la propia afectada,
que se evalúe a sus hijos. A veces se evalúa solo a los que presentan sintomatología. En
nuestra experiencia, es importante tomar en consideración al conjunto de hijos. De otra
forma, podrían quedar invisibilizadas problemáticas individuales o vinculares
(Czalbowski, 2011b).

Es importante poder evaluar a todo el grupo familiar y tomar en cuenta los diversos ámbitos
de su cotidianeidad.

El Modelo Ecológico de Bronfenbrenner (1987) puede servir de marco para una


forma de evaluación. Si bien en este caso el foco está puesto en el niño, niña o
adolescente, es fundamental la entrevista con la madre.
También el aporte de terceros informantes como personas cuidadoras, abuelos y
abuelas y tutores, profesoras y profesores que puedan brindar información adicional de
las distintas esferas donde transcurre la vida del niño en cuestión. Tendríamos así
información sobre el aspecto individual del niño en sus múltiples áreas, el aspecto familiar
(microsistema), el área institucional (exosistema) y el cultural-ideológico (macrosistema).

4.4.3. Modelo propuesto de material básico para una evaluación

A) Entrevistas

1. Entrevista con la madre. Nos guiará en la historia del niño en cuestión, a través
de una entrevista libre y luego semidirigida seguida de una anamnesis donde
recabaremos los datos evolutivos, de escolaridad, aspectos vinculares, etc.
También se debería realizar una historia de la violencia padecida. Es muy
importante al respecto recabar cómo ha sido la violencia vivida, qué forma de
exposición ha tenido el hijo, cuánto tiempo ha durado, cuáles cree ella que han
sido los modos de afrontamiento de su hijo de la situación violenta.
En este punto también cobra relevancia tener en cuenta que esta es la
versión de la madre, que luego se podrá confrontar con los elementos que
vayamos encontrando en la evaluación del niño.
2. Datos de terceros informantes. Muchas veces el relato de cómo ven al niño en
cuestión otros que no pertenecen al núcleo familiar primario, enriquece el

146
material con que se cuenta. Podremos ver con más amplitud los recursos o la
merma o falta de ellos en los diferentes ámbitos en que se maneja el niño, niña
o adolescente.

Además de la entrevista u hora de juego con el niño, niña o adolescente es importante la


entrevista con la madre y obtener datos de terceros informantes.

3. Entrevista al niño, niña o adolescente. Hora de juego diagnóstica para los


pequeños. Toma de pruebas. Según la edad y la modalidad del niño, niña o
adolescente, se realizan sesiones para obtener información sobre su estado
psíquico. Para ello se utiliza hora de juego diagnóstica en el caso de los
pequeños y diversas técnicas gráficas, verbales y de juego con los más
mayores.
También se puede evaluar a los infantes de menos de tres años en
presencia de sus madres y observar el tipo de vínculo establecido. La entrevista
familiar conjunta también brinda material valioso.
En general, se trata de establecer un clima de confianza donde se pueda ir
recogiendo la información de la manera lo más natural posible, sin forzar al
niño. Según algunas autoras (Orjuela, Perdices, Plaza y Tovar, 2008) hay un
tipo de información que sería necesario recoger.
Además de recabar acerca de los efectos que la violencia ha tenido sobre
ese niño, niña o adolescente, hay que ver cómo se siente en ese momento.
Sería interesante que cuente cómo aprecia su devenir cotidiano dentro de su
familia y qué rol cree que ocupa dentro de ella. Habría que detectar cuáles son
las personas más significativas de su entorno y su modo de vinculación con
ellas.
También se puede preguntar por su idea acerca de la violencia en general,
acerca de los episodios que le ha tocado vivir y cómo cree que los ha
afrontado. Finalmente, también es muy relevante saber cuáles son sus temores
y preocupaciones, cómo se percibe a sí mismo y cuál es su autovaloración.
En cuanto a los tests proyectivos en general resultan muy útiles los tests
gráficos (dibujo libre, H.T.P., persona bajo la lluvia, familia quinética, y en
adolescentes los test de las dos personas).
Los cuestionarios y tests psicométricos pueden servir de aliados para
complementar la evaluación. Son especialmente útiles a la hora de redactar
informes, por ejemplo, para instancias judiciales que se inclinan más por las
pruebas “objetivas”. Sin embargo, hay que tener en cuenta, que al ser auto-
administrados, hay factores como la fatiga, el desconocimiento del lenguaje o el

147
bloqueo emocional, que pueden distorsionar los resultados.
Olaya, Tarragona, de la Osa y Ezpeleta (2008) han realizado un exhaustivo
relevamiento de pruebas para el uso en violencia de género.
Algunas pruebas de este tipo que mayoritariamente se han venido
utilizando en el ámbito clínico y que han resultado de utilidad práctica para los
y las profesionales pueden verse en el cuadro 4.1.

Cuadro 4.1 Pruebas de evaluación a niños, niñas y adolescentes


– Test de la persona bajo la lluvia: muy útil,
específicamente en la exposición a la violencia
de género, ya que permite ver más
modificaciones de la estructura defensiva frente
a una situación de estrés (Colombo, Barilari y
Agosta, 2013).
– Test desiderativo: permite evaluar la estructura
defensiva y ver cuáles son las ansiedades
1. Test proyectivos
básicas.
– CAT (A): a través de historias con animales, los
niños más pequeños pueden expresar diversas
situaciones de conflicto por las que podrían estar
atravesando o haber atravesado.
– Test de relaciones objetales de H. Phillipson:
test verbal de gran riqueza a la hora de permitir
proyectar el mundo interno de los adolescentes.
– CDS (Children’s Depression Scale; M. Lang y
M. Tisher).
– CDI (Children’s Depression Inventory; M.
Kovacs).
a) Escala de autoestima y depresión en niños.
b) Escala de cuantificación de sintomatología
depresiva diseñada para la población infantil.
– STAIC (State-Trait Anxiety Inventory for
Children; CD Spielberger): ofrece la posibilidad
de evaluar la ansiedad en estado transitorio, fruto
de una situación frustrante o problemática (A-E)
y la ansiedad como rasgo permanente en la
dinámica personal del sujeto (A-R).
– IDER (Inventario de Depresión Estado-Rasgo):
2. Cuestionarios y test Instrumento de medida de las dimensiones
psicométricos estado y rasgo de la depresión.
– CPQ-A (Cuestionario de Personalidad para

148
Niños de Porter y Cattell): permite la evaluación
de 14 factores de la personalidad en el niño.
– TAMAI (Test Autoevaluativo Multifactorial de
Adaptación Infantil; P. Hernández): prueba de
autoevaluación de la inadaptación personal,
social, escolar, familiar y actitudes educadoras de
los padres.
– 16 PF-5 (16 PF Fifth Edition Administrator’s
Manual [Russell & Karol]): apreciación de 16
rasgos de 1.er orden y 5 dimensiones globales de
la personalidad; incluye tres medidas de estilo de
respuesta (deseabilidad social, infrecuencia y
aquiescencia).

4.5. Posibles intervenciones con madres gestantes, madres, niños, niñas y


adolescentes expuestos a la violencia de género

4.5.1. Intervención con madres gestantes y la díada bebé

En este apartado comentaremos la intervención que proponen en su libro Graham-


Bermann et al. (2011), por considerar que es un modelo actualizado, muy completo y
abarcativo, que puede ser adaptado para su utilización en otros países y en distintos tipos
de centros de atención.
El estudio madre-infante, empezó en 1999 con 206 mujeres desde el tercer trimestre
de embarazo (Bogat et al., 2011). Una de las condiciones para participar en el estudio
consistía en que hubieran tenido una relación sentimental de seis semanas o más de
duración durante el embarazo. Durante toda la investigación, algunas de las mujeres
entraban o salían de las relaciones violentas. Se evaluaron las representaciones
maternales preparto y al año del nacimiento del bebé. Se hizo un seguimiento posterior.
Las conclusiones van en la línea de subrayar la importancia de la intervención con la
madre durante el embarazo y los primeros años de vida, para que se puedan crear la
condiciones para que el infante tenga un apego seguro.
Se trabaja la habilidad de la madre para sintonizar con el niño o niña y corregir
asimetrías, así como que entienda que las necesidades del hijo son fundamentales.
Muchas madres e hijos e hijas mostraron ser resilientes y la mitad de los niños y
niñas tenían una adaptación adecuada. En este sentido, es importante destacar la función
de los factores de protección y de riesgo que pueden aumentar o disminuir la
vulnerabilidad. Otro dato de importancia es que la calidad del apego de los infantes puede
cambiar si la madre deja de padecer violencia de género. Además de intervenir con la

149
madre, se aconseja la intervención con la díada.
Una posibilidad es empezar a intervenir antes del nacimiento hasta los 6 meses del
bebé. Se realiza una observación del bebé en el hospital y se comparte con la madre.

La intervención con la madre gestante víctima de violencia de género es una potente


herramienta de prevención.

En cuanto a la intervención propiamente dicha, en estos casos se realiza una


psicoterapia perinatal que consiste en reforzar el vínculo materno-filial y guiar a la madre
hacia la comprensión de su hijo, “descubriendo a su bebé” (Lieberman et al., 2011).
Las intervenciones perinatales propuestas por las autoras apuntan a:

Promover el autocuidado de la madre.


Reforzar su vínculo con el hijo.
Responder a las necesidades de su bebé de manera apropiada.
Individualizar representaciones negativas acerca del bebé y el inadecuado
cuidado del mismo, a través de incluirlo con los orígenes en su propia historia
vital.
Psicoeducación sobre violencia de género:

- Se le brinda a la mujer psicoeducación acerca del impacto de la


violencia de género sobre ella y su bebé.
- Esto permite que la mujer comprenda que algunas de sus
reacciones como, por ejemplo, depresión, ansiedad y estrés
postraumático, son la respuesta normal ante las circunstancias
vividas.

Se ofrecen técnicas de mindfulness, relajación y técnicas de masaje para el


bebé.
Se trabaja una guía del desarrollo del infante a través de una forma que no es
didáctica, sino que parte del momento en que se encuentra la madre y el niño o
niña para, a partir de la información, comprensión y reflexión, lograr un mejor
ajuste.

Las intervenciones se orientan al insight sobre las propias experiencias de la madre,


en su infancia y juventud, como fuente de sus reacciones desajustadas frente al bebé.
Es muy importante minimizar otros factores de estrés como pueden ser, dificultades
para tener un lugar donde vivir, pobreza, ingresos insuficientes o el peligro de la

150
deportación en las mujeres indocumentadas.

4.5.2. Intervención con niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género

En el caso específico de los menores, hijos e hijas de la víctimas de la violencia de


género se realizan tratamientos psicológicos tendentes a paliar las consecuencias de dicha
exposición a la violencia.
Estos tratamientos pueden ser de formato individual, grupal, vincular de madre-hijo
e hija, grupo familiar de madre con sus hijos e hijas, entre los posibles.
En el abordaje individual es fundamental crear primero un clima de confianza.
Muchas veces esto ya se ha ido logrando a través de la evaluación. El tratamiento con
niños utiliza, además del recurso del discurso, técnicas lúdicas y expresivas que hacen
posible que el niño, niña o adolescente conecte con sus aspectos afectados por la
violencia vivida. Diversos autores Lessard y Paradis, 2003 a; Lessard, Lampron y
Paradis, 2003b; Orjuela et al., 2008 coinciden en los objetivos básicos que hay que
alcanzar:

La cuestión de más importancia, que será la base para toda la intervención, es


crear un vínculo de confianza. El niño, niña o adolescente experimentará que
tiene un espacio donde puede expresar sus sentimientos y emociones y que
será escuchado, contenido y ayudado.
También es esencial que logre desculpabilizarse por la violencia sufrida. La
violencia es algo que les ha sucedido, no son responsables de la misma.
En el trabajo con su mundo interno, la tarea incluirá explorar sus ambivalencias
y contradicciones. También la revisión de mecanismos defensivos no eficaces,
como por ejemplo, la negación. Así, por ejemplo, también verá aumentada su
capacidad de registrar la peligrosidad y el riesgo.
Un ítem destacado es la elaboración de duelos y la reformulación de los
aspectos vinculares tanto con su padre como con su madre, en un plano menos
idealizado o fantasioso.

Por otro lado, los grupos psicoeducativos son fundamentales a modo de prevención.
En los mismos, la información que se transmite a los niños, es deseable que tenga un
formato que les resulte atractivo. Los materiales deberían poder propiciar la reflexión en
primera instancia, la elaboración de los conflictos y la posibilidad de generar cambios más
adelante.
Temas tales como la culpa, el miedo, la asignación de responsabilidades, el ciclo de
la violencia, la igualdad de oportunidades, etc., pueden ser abordados a través de

151
cuentos, cómics, cuadernillos de actividades, entre otros materiales que puedan brindar
un soporte adecuado a la tarea.
Siguiendo la línea de trabajo de la intervención psicoeducativa, se ha realizado por
ejemplo, La historia de Laura, material editado por la Concejalía de la Mujer del
Ayuntamiento de Alcorcón. Este material de sensibilización y prevención en la
problemática de la violencia de género sirve como una guía para abordar las distintas
cuestiones que surgen en este contexto (Czalbowski, 2009).
La historia de Laura trata de una niña que ha vivido el maltrato de su padre hacia
su madre. El relato es contado por su muñeco preferido, su gato de peluche Fermín. Este
asume la voz de la interioridad de la niña expresando sus variadas fantasías y sus
temores.
Así, se puede observar que Laura tiene miedo después de un ataque violento. Teme
por lo que pueda suceder, siente incertidumbre y fantasea con un futuro de pobreza y
abandono.

Los materiales para trabajar con niños, niñas y adolescentes deben resultarles cercanos,
accesibles y, muchas veces, con componentes lúdicos.

También a veces, Laura se siente culpable. Piensa que si ella hubiera obrado de otro
modo, quizás el maltrato no se hubiera producido. Este intento fallido de control de la
situación traumática es muy común en los niños expuestos a la violencia de género.
Laura tiene un síntoma. Ha vuelto a mojar la cama durante la noche. Esta es una
forma de expresar la perturbación de su mundo interno. En el libro se ofrecen
alternativas de salida a la situación que padece Laura, como serían retomar el diálogo con
su madre, recobrar su autoestima, interesarse por actividades propias de su infancia y
hallar placer en ellas.

4.5.3. Intervención con madres y sus hijos e hijas

A partir de la intervención psicológica realizada con menores y sus madres, se observó


que además del impacto individual, el vínculo de la madre con su hijo o hija también
estaba afectado. Las intervenciones madre-hijo o hija pueden comenzar desde que son
bebés, como ya hemos reseñado, o bien en edades posteriores. Los grupos de menores
con sus madres aportan muchas posibilidades de conocimiento mutuo, revalorización de
la figura materna y mejor comprensión, entre otros resultados.

4.5.4. Intervenciones con adolescentes

152
Tanto en las intervenciones grupales como individuales, la población adolescente requiere
de una atención especializada, dadas las características de este período, agravadas por la
presencia de la violencia de género en el hogar.
Es de destacar que el uso de soportes digitales agiliza las intervenciones, pudiendo
incorporar música, textos y otros contenidos para ser trabajados en el grupo. Sin
embargo, no hay que perder de vista que la lógica imperante en estas actuaciones debe
ser la asociativa a partir del material presentado y no la lógica conectiva que rige, por
ejemplo, en los videojuegos y que implica una conexión automática y refleja que no
incluye la reflexión (Czalbowski, 2012).

4.5.5. Intervenciones con las madres

Es importante que se trabaje con la madre los aspectos de crianza, tanto en forma
individual como grupal. Cobra relevancia el tema de la dificultad de puesta de límites.
También el desborde emocional que a veces experimentan por verse sobrecargadas.
Muchas madres coinciden en la dificultad de manejo de sus hijos e hijas cuando vuelven
de las visitas con sus padres. Un tema que también es crucial para trabajar es el de “la
madre de la madre”. Muchas veces esta figura, que contribuye prestando una inestimable
ayuda, por otra parte, ha padecido también violencia de género, por lo cual, se generan
situaciones de incomprensión de actitudes de la hija en cuanto a poder lograr una mayor
autonomía e independencia y otras situaciones conflictivas, como competencia, celos y
dependencia mutua.

Los distintos tipos de intervención no son excluyentes, sino que, muchas veces son
complementarios.

4.5.6. Cómo se pone en juego el proceso de intervención en un caso práctico

Tenemos el caso de María, divorciada por haber sufrido malos tratos, que consulta por sus dos hijos. El
mayor, Víctor, de 8 años, pega mucho a la hermana, según la madre, y está más agresivo en general y muy
apegado a la madre. Cuando se realizó una hora de juego con el niño, se observó una desregulación
emocional que lo llevaba a tener una dificultad en la modulación de sus impulsos, tendiendo a la descarga,
muchas veces agresiva.
Por otro lado, la niña, Ana, de 5 años, presentaba enuresis nocturna y dislalias múltiples.
La madre se incorporó a un grupo de mujeres donde se empezó a ver cómo el descenso en la
autoestima dificultaba la puesta de límites a los hijos, no pudiendo contenerlos y desbordándose ella misma
ante su impotencia. También se trabajó, entre otras cosas, que ocupar el lugar de víctima impedía un
enfrentamiento más positivo con las situaciones problemáticas con que debían lidiar.
El niño pasó a un grupo psicoeducativo donde se observó cómo su impulsividad perturbaba la tarea y
esto fue trabajado con los integrantes del grupo, al mismo tiempo que las nociones de colaboración y
solidaridad. De todas formas, allí Víctor se hallaba a gusto, pudiendo expresar rabia y enojo por situaciones

153
que le parecían injustas, debiendo poder gestionar la forma en que lo hacía.
Víctor, al terminar el grupo, siguió con intervenciones individuales, donde en un clima de confianza,
empezó a expresar su dolor por los castigos físicos a los que era sometido por el padre.
Se pudo trabajar con la madre los aspectos de denunciar esta conducta en colaboración con el
servicio de asesoría legal. También en sesiones de orientación, ella fue dándose cuenta de sus intensos
sentimientos de dependencia, cuyo origen, en parte, estaba en su propia familia nuclear y que le impedían
desarrollar soluciones más adecuadas al momento vital por el que estaba atravesando.
Por otro lado, la niña, Ana, denotaba un incremento de ansiedad, a veces puesta en el cuerpo bajo la
forma de somatizaciones. Según la madre, ella era la preferida del padre, pero la exposición a la violencia
ejercida sobre una persona tan cercana como su hermano, resultaba, según nosotros, de efectos nocivos
para la niña.
Ana también participó en un grupo psicoeducativo donde, al principio, estaba muy atenta a lo que
decían sus compañeros y compañeras más locuaces. Poco a poco se fue animando a participar cada vez
más y empezó a poder expresar sus miedos.
A través de este ejemplo se puede observar cómo el trabajo en un grupo, tanto de madres como de
menores, incide en la posibilidad de cambio de repetición de situaciones insalubres desde el punto de vista
de la salud mental.
Por otro lado, también se pudo intervenir para que eventualmente cesase un maltrato adicional y la
exposición al mismo, con lo cual se intentó prevenir que se siga dañando a los niños cuya exposición
anterior a los malos tratos sufridos por la madre, los colocaba en una situación de riesgo y vulnerabilidad.

4.6. La cuestión de la transmisión intergeneracional de la conducta


violenta. Posibilidades de prevención

Generalmente se habla de un ciclo intergeneracional de la violencia que aludiría al


hecho de que los niños maltratados serían candidatos posibles a ser maltratadores en su
adultez. Sin embargo, a través de una exhaustiva reseña sobre el tema, Rivero Martín y
Ochotorena (1994), se desprende que solo un 30% de los sujetos que han sido
maltratados luego maltratarían a sus descendientes. Como se ha especificado
anteriormente, actualmente se considera la exposición a la violencia de género como una
forma de maltrato infantil. Sin embargo, padecer esta forma de maltrato en la niñez, no
predice en forma automática un comportamiento violento de adulto. Más bien se habla
ahora de factores de riesgo asociados al mismo.
Diversas teorías intentan dar cuenta de los mecanismos de transmisión entre las
generaciones. Un enfoque sería el que toma en cuenta las cuestiones del apego. Como ya
se ha mencionado, el modo en que se establezcan las relaciones de apego con la figura
significativa a cargo del niño, determinarán un patrón de relaciones interpersonales que se
desarrollarán más adelante.
Dutton (2000), puntualiza que hombres maltratadores manifiestan comportamientos
que pueden haber resultado de un apego inseguro (evitativo o resistente, también
denominado ambivalente), lo cual puede determinar reacciones patológicas ante la
separación o el distanciamiento.

154
Menciona que Lyons-Ruth (1996) en sus estudios sobre patrones de apego halló que
la hostilidad paternal y la disfuncionalidad familiar eran predictores de futura agresión.
Un factor de riesgo incluía altos niveles de cortisol en la separación. Parece ser que los
hombres maltratadores son más agresivos que los hombres del grupo de control que no
son maltratadores. A través de identificaciones y modelado social expresan la rabia como
agresión.
Tener experiencias abusivas o de descuido parental en la infancia puede llevar a
modelos distorsionados de relación. Estos, a su vez, pueden llevar a relaciones
interpersonales inadaptadas que luego resultan ser modelos de comportamiento abusivos
que pueden ser transmitidos intergeneracionalmente (Dutton, 2000).
Desde otro punto de vista, también se podría considerar la diferencia que establece
Granjon (1986) citada en Pazos (2003) entre transmisión intergeneracional, donde se
realiza una transmisión de la historia a través de la palabra y la transmisión
transgeneracional, que aludiría a una forma de transmisión negativa, de elementos no
transformados ni representados.
En todo caso, si bien es preferible no hablar tajantemente de transmisión, sí se
podría tener en cuenta que estar expuesto a situaciones violentas puede producir efectos
negativos tanto a corto como a medio y largo plazo. Esta extensión en el tiempo convoca
la cuestión de la prevención en materia de violencia.
La agresividad es constitutiva del ser humano, pero no todos los seres humanos son
violentos. Si el pertenecer a una familia violenta es un factor de riesgo, ¿se podrá ayudar
a prevenir la repetición de estos modelos en el futuro?
Prevenir es poner al alcance de la población recursos para facilitar su autocuidado, o
sea, que los que más la necesitan, tengan la información necesaria (Videla, 1998). No se
trata de anticiparse al futuro, sino de ir dotando de recursos y herramientas a una
población que se halla en condiciones especiales de vulnerabilidad.

Los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género son una población con
marcados factores de riesgo que se beneficiarían de intervenciones que deberían abarcar
también los tres niveles de prevención.

Los niños, niñas y adolescentes dependen de las personas adultas para su adecuado
desarrollo. Por ello deberían destinarse los recursos humanos y materiales necesarios
para ayudarles cuando se ha vulnerado su derecho a una infancia y adolescencia en un
ambiente de protección y cuidado. Esto implica que las personas menores y sus madres
reciban ayuda para superar las secuelas de la violencia de género y puedan recobrar la
autonomía, seguridad y estabilidad en un contexto saludable.

155
156
5
Los profesionales

5.1. La importancia de los profesionales que intervienen con víctimas de


violencia de género

Una de las cuestiones fundamentales por las que se planteó el desarrollo de este texto
tiene que ver con la forma en la que se interviene desde los equipos profesionales. Las
psicólogas que hemos elaborado este texto valoramos de extrema importancia la actitud y
el posicionamiento que se tiene en torno a la violencia de género, ya que de ello
dependerá el éxito en la detección y en el tratamiento que se le ofrezca a una mujer que
llega a una consulta o a un dispositivo de atención.
Consideramos que, como señala Velázquez (2003), existen fenómenos residuales
que remiten a creencias y mitos que ya se creen superados, pero que se aferran a
conservar su existencia y pugnan por manifestarse. En esta tarea concreta de la violencia
de género, el efecto residual de estos mitos, creencias y prejuicios puede filtrarse en la
escucha, el pensamiento y la intervención, operando como obstáculos en las formas de
actuar. Lo que piense el profesional, lo que crea, lo que sienta, especialmente si no lo
tiene procesado ni elaborado, actúa como un grave escollo en la intervención, y puede
dar lugar a actuaciones inadecuadas e iatrogénicas.
El encuentro entre profesional y mujer víctima de violencia de género es complejo y
difícil, ya que está atravesado por una serie de condicionamientos y dificultades que se
han de tener en cuenta. En la subjetividad del profesional se genera un gran impacto al
observar e intervenir en una situación de violencia que, además, se da en el marco de una
relación de pareja, un ámbito especialmente privado e íntimo. Muchas de las situaciones
en las que interviene, le pueden resultar altamente familiares, se puede sentir muy
involucrado, resultándole difícil mantener la distancia oportuna.
Como profesionales que trabajamos en violencia de género, es necesario hacer un
ejercicio de autorreflexión y comprender cómo nos está afectando la violencia, qué nos
provoca, cómo la recibimos, qué nos hace sentir, con qué nos conecta, qué nos moviliza.
Lo que vivenciamos cuando una mujer rechaza la intervención, cuando deja de acudir a
consulta, cuando niega lo evidente, cuando se mantiene firme en su decisión de no
denunciar a pesar del riesgo existente… son cuestiones a tener en cuenta cuando una

157
mujer solicita apoyo de forma directa o indirecta, a través de síntomas encubiertos.

5.2. Los efectos de ser testigo

En su acepción más amplia, el significado del término testigo es aquella persona que es
capaz de dar fe de un acontecimiento por tener conocimiento del mismo. Este
conocimiento se puede tener a través de presenciar un hecho, y también a través de la
escucha de un relato, el asistir al recuerdo, a la elaboración de las historias de violencia, a
la lectura constante de material traumático, a la participación en procedimientos judiciales
civiles o penales. Todos estos hechos tienen la misma categoría de testimonio.
Por tanto, atender a una mujer víctima de violencia, apoyarle en su recuperación,
permanecer a su lado mientras dura ese proceso, tendrá necesariamente un efecto sobre
el profesional que le atiende, y este efecto podrá inscribirse en su psiquismo de forma
traumática. Cuando estamos frente a esa mujer estamos comprometidos en su relato con
nuestra historia. Escuchar no nos deja indiferentes, moviliza y cuestiona tanto nuestro
mundo interno como externo.

“Cuando empecé a trabajar en violencia tenía pesadillas, estaba alerta, me sentía


desconfiada y suspicaz con los hombres”.

Las consecuencias nocivas de la violencia de género en los profesionales pueden


provenir no solo de la toxicidad de asistir a la propia violencia, sino también de la
identificación que puede tener lugar al tratarse de situaciones íntimas, privadas, que de
alguna manera también conciernen al profesional. Contextos como la familia, la pareja,
los vínculos amorosos, las relaciones asimétricas de poder, los condicionantes de género
son situaciones que fácilmente compartimos con las mujeres que atendemos y es
inevitable que sean cuestionados tanto en ámbito privado como en el público.

“Yo estaba recién casada cuando empecé a trabajar en violencia de género y recuerdo que
a partir de ahí vigilaba y analizaba cualquier conducta de mi marido, tendía a buscar indicios
perversos…”.

Sin embargo, y al igual que sucede con los efectos de la violencia en las mujeres,
muchas veces en el ejercicio profesional se niega el efecto que produce el trabajo aunque
se experimenten síntomas de los que no se detecta el motivo. Se habla poco de los
efectos que tiene para los profesionales la escucha de la violencia, probablemente porque
nos invade la exigencia de suponer que “hay que saber estar, escuchar y resolver” y
cuando nos invade la incertidumbre se puede pensar que es asunto personal y
autoinculparse al no encontrar respuestas ante esta situación.

158
“La angustia y lo que escuchamos en el día a día nos afecta… es muy importante elaborar
y trabajar sobre ello, y ser conscientes de que esto puede interferir en nuestra vida personal y
laboral”.

Para entender los efectos de ser testigo no basta con preguntarse qué se sabe sobre
la violencia, sino que es necesario interrogarse sobre qué no se sabe de uno mismo en
relación con efectos de ser testigo de violencia. La intervención psicológica con una
víctima de violencia de género está saturada de elementos emocionales tanto
constructivos como destructivos, que pueden ser de una gran intensidad e inundar al
profesional máxime si no los ha detectado y se ve invadido por ellos, lo que puede
bloquear su capacidad para gestionar los sentimientos que le dominan y no comprende y
que, en todo caso, hacen peligrar la intervención con la mujer a quien está atendiendo.
Estos efectos emocionales que pueden saturar la relación terapéutica son variados y de
distinto signo; por un lado puede haber aceptación. solidaridad, compromiso, deseos de
ayudar, lástima y compasión, y por otro lado puede darse aislamiento, rechazo, temor y
hostilidad.

“Yo había trabajado con niños y cuando empecé a trabajar en esto empecé a pensar que el
mundo de los adultos también era una mierda”.

Esta inundación emocional genera mucha ansiedad en el profesional, y es muy


importante el manejo que haga de la misma. Bleger (1977) señala que “si no se gradúa el
impacto, su tarea se hace imposible: o tiene mucha ansiedad y entonces no puede actuar,
o bien bloquea la ansiedad y su tarea es estéril”. En este sentido, él mismo plantea una
propuesta, la de trabajar con “disociación instrumental”: el profesional deberá intervenir
disociado con una parte identificada con la víctima, y con otra que permanecerá fuera
observando lo que ocurre. Así, podrá graduar el impacto emocional y evitar verse
invadido por la ansiedad.
La identificación con las mujeres está en la base de la comprensión del fenómeno.
La neutralidad no existe en las relaciones humanas: todo contacto con un “otro” nos
moviliza y más si se trata de contenidos de alto calado emocional como la violencia. De
ahí la necesidad de estar en contacto permanente con nuestro cuerpo, escucharnos y
poner conciencia en lo que nos conmueve, estar alerta de lo que nos sucede. Es decir,
debemos poner atención tanto a los efectos, a los sentimientos que nos provoca el ser
testigo de los relatos traumáticos de las víctimas, como a las estrategias defensivas que se
ponen juego para protegernos de dichos efectos. La cuestión a la que nos enfrentamos es
“qué siento y qué hago para no sentir eso”. Todo ello tendrá su repercusión sobre la
intervención, que será necesario valorar y neutralizar en la medida de lo posible.
Vamos a identificar los daños que la propia violencia genera en los profesionales que

159
trabajan en violencia y que constituyen uno de los colectivos más afectados por el estrés.
Hablaremos de los principales síndromes producto del estrés, y revisaremos cómo estos
efectos se manifiestan en la intervención. A continuación, formularemos algunas
estrategias de autocuidado para los profesionales, así como del propio equipo y de las
instituciones a las que pertenecemos, partiendo del exhaustivo trabajo realizado por
Sastre (2012).
Walker (1994) define los siguientes efectos en los profesionales que trabajan con
personas sometidas a violencia:

Mayor empatía o identificación con el agresor.


Angustia porque la mujer no toma las mejores decisiones.
Presionar a la mujer para que tome decisiones sin estar preparada.
Sobrepreocupación por la seguridad de la mujer.
Persuadir a la mujer de que adopte el punto de vista del profesional.
Distanciarse cuando se escucha a la mujer.
Derivaciones precipitadas.
Tristeza por no ser buen profesional.
Omnipotente pretensión salvadora hacia la mujer.
Perder toda motivación laboral.

Traumatización vicaria, desgaste por empatía, estrés traumático secundario o


burnout son algunos de los términos que se suelen utilizar para describir la sintomatología
que desarrollan aquellos profesionales que trabajan en la recuperación de personas que
han estado expuestas a la violencia o a situaciones altamente estresantes. Estos términos
aluden al impacto del trauma en las personas que se ocupan de ayudar a las víctimas
durante un período de tiempo prolongado. Desgaste por empatía es un término que hace
mención al sentimiento de profunda empatía y pena por otro que está sufriendo,
acompañado por un fuerte deseo de aliviar el dolor o resolver sus causas. Surge de forma
súbita y se caracteriza por:

Reexperimentación, si al escuchar la historia de violencia hay alguna cuestión


del propio profesional con la que conecta por no estar elaborada.
Conductas evitativas, al asociar determinados estímulos con el trauma puede
dar lugar a bloqueos y aislamiento.
Hiperactivación, caracterizada por un estado de alerta propio de profesionales
que trabajan con violencia.

El síndrome de burnout o “estar quemado” hace referencia a un estado de

160
agotamiento físico, emocional y mental, despersonalización y falta de logros personales,
causado por el involucramiento en situaciones emocionalmente demandantes durante un
tiempo prolongado. El burnout es un proceso (más que un estado), y es progresivo. Un
profesional en el desarrollo de su profesión atraviesa cinco etapas:

Gasto de gran energía física y emocional.


Fatiga.
Enfermedad física. Caída del sistema inmunológico.
Síntomas emocionales frustración, aislamiento, pérdida de entusiasmo,
aparición de pesimismo. Cuando la distancia emocional corre peligro, se
pueden desarrollar respuestas de negación.
Pérdida de funcionamiento, que puede derivar en abandono de la tarea o
búsqueda de ayuda.

No tener en consideración estos síntomas anteriormente descritos, nos puede llevar a


los profesionales que trabajamos en violencia a poner en marcha mecanismos como
creencias, valores, mitos, sentimientos, pensamientos y acciones que pueden revictimizar
o traumatizar de forma secundaria a las mujeres que atendemos, así como, empeorar
nuestros propios síntomas.
Como hemos insistido a lo largo de todo el texto es necesario involucrarse
personalmente, trabajar desde la empatía y desde el compromiso personal, pero con
cierta protección psíquica. Lo importante a tener en cuenta es que se trata de
padecimientos generados por la tarea de intervención y no por las limitaciones del
profesional, y que necesitarán medidas de prevención y protección.
Ahora veremos cómo pueden manifestarse estos efectos de la violencia en el
desarrollo de la intervención:

1. Bloqueo y confusión. Ante la dureza de un relato, el profesional puede sentirse


tan bloqueado y confundido como la propia víctima. Sintiendo que está
faltando a su rol profesional, puede asimismo defenderse de forma
omnipotente: se queda sin respuesta ante la mujer, y entonces desarrolla toda
una estrategia de apoyo abrumador que va mucho más allá de lo razonable y
de lo necesario para la mujer en ese momento determinado. Esta actitud sumirá
a la mujer, y al propio profesional, en una confusión todavía mayor, de la que
les resultará difícil salir.

“Yo creía que si le dedicaba todo mi tiempo al trabajo encontraría soluciones a la situación
de las mujeres. Me di cuenta de que estos pensamientos invadían también mi vida privada, y me
quedé sin tiempo”.

161
2. Respuesta silenciadora. Si el profesional escucha un relato abrumador puede,
de forma defensiva, cambiar la dirección de dicho relato hacia una temática
menos perturbadora para él. Estas respuestas profesionales son relativamente
frecuentes, y dificultan enormemente la detección de la violencia,
contribuyendo a su invisibilización en el profesional y en la propia víctima.

“Ahora me he dado cuenta de que al principio, cuando intuía la existencia de abusos


sexuales yo intentaba no profundizar demasiado…”

3. Identificación con el lugar de la víctima. Por un lado, esto puede despertar en


el profesional deseos omnipotentes de reparación y salvación de las mujeres,
que generarán frustración. Y los profesionales que sienten frustración en su
tarea de ayuda a las víctimas, no tardan en sentir hostilidad hacia ellas,
responsabilizándolas de la falta de éxito en las intervenciones. Por otro lado,
puede identificarse con los sentimientos hostiles de odio y rencor de la víctima,
pudiendo dar lugar a actuaciones y a un cierto “usurpamiento” de los legítimos
sentimientos hostiles de la víctima.

“Yo me indignaba y me cabreaba con cada cosa que me contaban las mujeres”.

4. Rechazo. Son muchos los motivos inconscientes que pueden explicar el


rechazo que provocan los relatos traumáticos. Por un lado, el intento de eludir
lo que resulta doloroso o peligroso para el propio psiquismo, concernido por el
relato de la mujer. Por otro lado, depositar de forma masiva en el profesional
los sentimientos negativos de la mujer (angustia, miedo, rabia) puede llenarle
de hostilidad. También es frecuente que las víctimas de violencia expresen su
hostilidad hacia el profesional para liberarse de su condición de víctimas. Ante
estos ataques, puede sentirse impotente y, defensivamente, transformar este
sentimiento en rechazo a la mujer.
El profesional puede, asimismo, identificarse con el agresor y de este
modo dirigir su agresividad hacia la mujer. No podemos obviar que la violencia
de género no resulta neutra y que todavía hoy concita posturas encontradas,
que se derivan de posicionamientos ideológicos distintos. Hay todavía
profesionales que se alinean en torno a formulaciones que cuestionan a las
víctimas, que las culpabilizan, que justifican al agresor. Esta actitud profesional
comporta una gran agresividad hacia la mujer.

“En mi ejercicio profesional, he tenido sentimientos hacia las mujeres que solo me he
atrevido a compartir en el contexto de la supervisión”.

162
5. Frustración. Otro de los motivos frecuentes de la hostilidad profesional tiene
relación con el difícil manejo de la frustración que en ocasiones generan las
intervenciones con víctimas de violencia de género. El profesional, para
defenderse de su impotencia y su vulnerabilidad, puede dirigir sus ataques
hacia ellas, haciéndolas responsables de sus dificultades, de la falta de
compromiso con el tratamiento, del lento avance… Estrecha relación con la
frustración tiene la cuestión de los fracasos o los abandonos del tratamiento.

“Recuerdo al principio de empezar a trabajar en violencia el caso de una mujer con la que
estuve en tratamiento mucho tiempo, no avanzaba, no se implicaba y yo sentía rabia. Y el
problema no estaba en la mujer, estaba en mí porque sus necesidades no eran las mías, no
estaba preparada para trabajar la violencia”.

6. Decepción, malestar, sufrimiento y fracaso personal por el abandono del


tratamiento. Son muchas las posibles causas de los abandonos del tratamiento,
pero este casi siempre es vivenciado por los profesionales con sentimientos de
decepción, malestar, sufrimiento y, en ocasiones de fracaso personal, además
de rabia, enfado y fastidio.
El manejo de estos sentimientos puede dar lugar a dos reacciones bien
distintas: o bien dirigimos la hostilidad hacia la mujer, como hemos visto antes,
o bien la dirigimos contra nosotras mismas desvalorizando nuestro propio
trabajo, exigiéndonos en exceso o culpabilizándonos y llegando, en muchas
ocasiones, a dejar de intervenir en el campo de la violencia de género. Una vez
más, es necesario detenerse en estos sentimientos para intentar evitar que se
vuelvan en contra de la intervención y dificulten las oportunidades de la mujer
para su recuperación.
Veamos más despacio el abandono del tratamiento. En principio, cualquier
psicoterapia, además de constituir un espacio para el autoconocimiento, el
desarrollo personal y la obtención de escucha, apoyo y consuelo, implica
también un cierto sufrimiento psíquico. En muchos momentos, se produce,
necesariamente, un encuentro con lo doloroso, con lo más difícil de uno
mismo, con lo más costoso de enfrentar, y esto debe ser así si lo que se
persigue es el cambio.
La psicoterapia alivia, pero también duele. La psicoterapia cura, pero
también cuesta.

“Muchas mujeres me dicen que el día anterior a venir al centro tienen pesadillas, y que
cuando van acercándose al centro empiezan a sentirse fatal, muy nerviosas y revueltas…”.

163
Y estas circunstancias, que son válidas para cualquier tratamiento
psicoterapéutico, cobran más relieve cuando hablamos de víctimas
traumatizadas que, a lo largo de la terapia, deberán enfrentarse a lo más
doloroso, a lo más temido, a lo que creían haber olvidado y no quieren
recordar, a lo que ni siquiera pueden ni desean poner en palabras.
Por lo tanto, uno de los motivos más habituales del abandono del
tratamiento lo constituye la evitación del sufrimiento psicológico: la necesidad
de alejarse de lo que es vivido como una amenaza o peligro para el psiquismo,
y para protegerse de ese dolor.
En otras mujeres puede darse el proceso contrario. Ante su alto nivel de
angustia, los primeros encuentros profesionales y la escucha y el apoyo que allí
encuentra, le hacen sentir tan aliviada que considera cumplido su objetivo y
abandona la intervención.
Aún nos queda mencionar otro aspecto importante que afecta a las
mujeres víctimas de la violencia de género y a su adhesión a los tratamientos.
Las mujeres afectadas muy frecuentemente están en un momento de sus vidas
plagado de dificultades concretas, y en muchos casos difícilmente abordables y
que comprometen muy seriamente su recuperación: dificultades económicas
debidas a la separación, dificultades con sus hijos también afectados por la
situación que están viviendo, en ocasiones problemas con el trabajo (el acoso
del agresor les obliga a cambiar de trabajo, la multitud de gestiones que deben
llevar a cabo les impiden continuar trabajando con normalidad, así como su
mala salud física o psíquica) y, probablemente lo más difícil de todo, verse
inmersa en unos procedimientos judiciales sin fin que van minando su
resistencia en espera de una resolución que no siempre les será favorable, y
que en ocasiones les lleva a ser víctimas del propio sistema que les ampara.
Todo este proceso sume a las mujeres y a sus hijos en un estrés de tal
magnitud, que en muchas ocasiones no pueden ocuparse de nada más que lo
que la realidad les demanda día a día, por lo que posponen todo lo relativo a su
salud física o emocional. No es de extrañar entonces que algunas mujeres
dejen el tratamiento.
Cualquier psicoterapeuta conoce las resistencias al tratamiento y lo que
provocan. Los profesionales que intervenimos con víctimas de trauma lo
conocemos en mayor medida.
Cuando una mujer deja el tratamiento se queda casi siempre en una
situación de riesgo y, para contrarrestarlo en la medida de lo posible, es
necesario que el profesional informe adecuadamente a la mujer de qué es lo
que puede esperar de un proceso terapéutico: cómo se va a sentir, que

164
dificultades va a encontrar, que resistencias van a aparecer.
Aún contando con esta información, la mujer puede decidir dejar el
tratamiento, y es entonces cuando nuestra frustración como profesionales entra
en juego como hemos visto anteriormente. Es en este momento cuando se
puede poner a la mujer en riesgo interpretando el abandono de la intervención
como un fracaso de la mujer. Si lo hacemos así, la mujer perderá la confianza
en sí misma, en el profesional y en la futura ayuda que podrá recibir.
Por lo tanto, a pesar de la frustración, de la decepción, de las dudas, los
profesionales deberán quedar siempre disponibles para la mujer; deberán
hacerle saber que, aunque no haya podido seguir adelante en ese momento,
siempre podrá acudir a ellos en busca de ayuda, y recalcaremos que esto no
supone un fracaso, sino una parte del proceso.
Este proceso se ha llamado “ruptura evolutiva” y supone entender que las
mujeres víctimas de violencia de género tal vez no puedan acabar con la
relación de abuso de una vez por todas, sino que necesitan de varios intentos,
de pasos adelante y de pasos atrás, y este proceso deberá ser sostenido por los
profesionales que les atienden. Para ello es necesario poder gestionar
adecuadamente la propia frustración, y el conocimiento de estas singularidades
puede ayudar a conseguirlo.
El rechazo y la hostilidad son, por tanto, algo frecuente y que se puede
expresar de distintas formas, no siempre evidentes: el aislamiento y la falta de
implicación y compromiso, la supuesta neutralidad, la rigidez y el blindaje
emocional y la falta de credibilidad de las víctimas.
Así, como profesionales podemos asumir determinados comportamientos
que interferirán con nuestras intervenciones:

– Alejarnos de la situación con indiferencia, rutina, rigidez.


– Ser evasivos, rápidos y superficiales.
– Preguntar reiteradamente interrumpiendo el relato.
– Hacer diagnósticos y pronósticos rápidos.
– Hacer derivaciones precoces e inadecuadas.

7. Sobreimplicación. Puede darse un fuerte compromiso afectivo con la mujer


que haga perder la necesaria distancia profesional y ambas pueden quedar
atrapadas en ese vínculo.
Pueden aparecer también fuertes sentimientos de lástima y compasión, así
como sentimientos omnipotentes de rescate y salvación de la vida de las
mujeres, que pueden ejercer una función de compensación de carencias o

165
aspectos deficitarios del profesional.
La sobreimplicación borra los límites entre profesional y mujer a quien se
atiende, potencia el riesgo de identificaciones masivas, reduce la eficacia
profesional, aumenta la probabilidad de aparición de efectos nocivos en el
profesional, todo lo cual revierte negativamente en la intervención, y por tanto
en la recuperación de la mujer.

Como puede observarse, son los dos extremos del compromiso en el vínculo con
una mujer –desde el rechazo hasta la sobreimplicación– a quien estamos atendiendo, los
que entrañan más riesgo para el éxito de la intervención. Buscar la distancia óptima en
nuestras intervenciones constituye uno de los aspectos de mayor importancia en nuestra
tarea.
Una vez más, por tanto, insistimos en la importancia capital del vínculo y del
posicionamiento actitudinal de los profesionales que atienden a las mujeres víctimas de la
violencia de género, así como en la necesidad de la permanente revisión y
cuestionamiento personal y profesional.
Es importante poder formar parte de un equipo con el que se pueda compartir y
contrastar las dificultades del propio trabajo y poder cuestionar nuestras propias actitudes
y emociones, tratando de poner claridad en nuestra actuación.
Así como evaluamos el riesgo en el que se encuentra una mujer que sufre maltrato,
también debemos evaluar los riesgos que tiene para nosotras ser testigos de esa violencia,
saber cómo me afecta lo que percibo, qué riesgos, qué peligros tiene para mi esta
situación y cuáles son sus consecuencias.
En algún momento del trabajo se hace inevitable preguntarse cómo me está
afectando el hecho de trabajar con relatos de violencia y cómo se manifiestan sus efectos
en mi vida. Enfrentarse cada día a lo que no funciona nos puede llevar a contaminar
nuestra manera de ver la vida, nuestras esperanzas en el ser humano. Cuando esta
mirada se instala en nuestra vida quizá sea mejor replantearse el trabajo porque si no
atendemos a este aspecto podemos transmitir un cierto pesimismo en estas mujeres en
vez de inyectar esperanza y confianza en la vida y en sus capacidades y posibilidad de
cambio.
Probablemente ser testigos de la violencia tiene un límite en el tiempo, no podemos
esperar a que llegue un momento en el que no nos afecte escuchar relatos sobre maltrato.
De producirse esta situación, probablemente terminaríamos somatizando lo que no
podemos nombrar, afectando negativamente a nuestro trabajo.
Estar alerta de hasta dónde podemos ser testigos de la violencia y cuándo tenemos
que darnos un tiempo para valorar o evaluar nuestro trabajo. Trabajar con violencia tiene
un riego inevitable, por lo que es necesario atender y cuidar nuestra salud. A

166
continuación, trataremos este punto en un apartado dedicado al cuidado de los
cuidadores, en el que abordaremos cómo atender a estos aspectos.
Lo humano nos termina tocando y nada de lo que le ocurre a una persona es ajeno a
nuestras vidas. Tenemos que seguir dándole un espacio a nuestros sueños, y cuando ya
se han contaminado y nos cuestionamos nuestra confianza en la vida, quizás aquí
tenemos que poner conciencia en nuestras limitaciones.
Cuando el trabajo es generador de una angustia insostenible hay que pararse,
hacerse un chequeo. La forma en la que podemos enfrentar la frustración es pararse a
tratar de entender qué está pasando, qué mecanismos (tanto de identificación como de
defensa) están en la base de la intervención. Supervisar con un equipo, escucharnos, no
olvidar que no podemos hacer el trabajo de nadie, ni somos las salvadoras de las mujeres
que atendemos, que podemos lo que podemos y la mayor parte de las veces es suficiente
con “estar”, escuchar con presencia, acompañarlas hasta donde podamos y aceptar que
también, como ellas, tenemos limitaciones.
Otro aspecto que hay que señalar es cómo se manifiestan los efectos de ser testigos
de la violencia dentro de un equipo de trabajo. Bleger (1966) advirtió que las
instituciones tienden a adoptar las mismas estructuras de los problemas que tienen que
enfrentar. Así, el peligro es no tener en cuenta las consecuencias que puede provocar la
atención a víctimas de violencia de género en las personas que integran estos equipos.
Dentro de un grupo de trabajo pueden darse momentos generadores de tensión que
pueden invadir y trascender a todas las personas que lo integran. Nos referimos tanto a
situaciones derivadas del funcionamiento del propio grupo, como a situaciones altamente
estresantes que se generan en la intervención psicológica y demandan una respuesta
rápida: crisis de ansiedad, descompensación emocional, crisis nerviosas, llanto
incontrolado…que suceden como resultado de la expresión de los hechos violentos que
contiene el discurso de la violencia. La acumulación de unas y otras acaban por alterar el
funcionamiento del todo el equipo, generando tensiones y desacuerdos tanto internos
como externos en relación a la forma de intervenir, sumándose a los efectos de ser testigo
mencionados anteriormente.
El malestar generado puede buscar su expresión dentro de las personas del equipo de
trabajo proyectándose, inconscientemente, este malestar y dando como resultado
situaciones conflictivas. Velázquez (2003) señala entre otras:

La descalificación de los profesionales, de las áreas de trabajo y de eficacia y


necesidad de las tareas desarrolladas.
El conflicto entre las identidades de los profesionales, la falta de delimitación
de roles y funciones, la dificultad para la toma de decisiones y las discrepancias
en relación a los posicionamientos teórico-técnicos.

167
Los malos tratos ejercidos desde la coordinación o la dirección del equipo
sobre algunos profesionales o áreas de trabajo. Los pactos y alianzas entre la
coordinación y los subgrupos.
Las dificultades de comunicación que llevan a los sobreentendidos, los malos
entendidos, a los silencios, a no poder escucharse, a las críticas, a los rumores
de pasillo, a las complicidades y secretos.
El surgimiento de reiteradas discrepancias, la dificultad para llegar a acuerdos
grupales y, en consecuencia, la aparición de suspicacias, conductas de
desconfianza, discusiones, enfrentamientos y rivalidades.

Estas situaciones de conflicto atentan contra la cohesión y la identidad grupal y


realimentan nuevos circuitos de violencia dentro del equipo. Veremos algunas estrategias
para protegernos de los efectos nocivos de trabajar con violencia.

5.3. Autocuidados

¿Qué podemos hacer para cuidarnos y qué pueden hacer para cuidarnos? Vamos a
empezar por el autocuidado individual, aquel que está más en nuestras manos y sobre el
que tenemos toda responsabilidad, teniendo como referencia las aportaciones de Sastre
(2012). Esta cuestión no es algo que tengamos presente cuando empezamos a trabajar
con situaciones de violencia de género. En un principio, la falta de experiencia, de
formación o el escaso tiempo de exposición a la violencia hace que no seamos
conscientes de que esta daña y genera dificultades como las anteriormente descritas. Con
el tiempo empezamos a identificar diferentes malestares físicos y psíquicos que tienen
que ver con nuestro desarrollo profesional, y que en ningún momento relacionamos con
él. Es importante poner conciencia y plantear cómo nos cuidamos, y cómo esto incide en
nuestro trabajo y entorno.
Cuidarse es un deber ético que requiere una tarea constante de atención; consiste en
mantener un equilibrio entre lo físico y lo emocional, proporcionándose todo tipo de
cuidados que puedan favorecer que esto sea así, desde el deporte, la meditación, el
yoga… hasta el trabajo personal a través de la psicoterapia, los espacios de autoayuda, la
formación y la supervisión.
Bleger (1977) recomienda:

Tomar conciencia de la situación emocional a la que nos expone este trabajo.


Reconocer, discutir en equipo los obstáculos y limitaciones.
Hacernos responsables solo de lo que nos concierne.
Detenernos a examinar los propios sentimientos. En el desgaste profesional se

168
puede dejar de sentir. Las técnicas corporales ayudan a conectar con el sentir,
pero sin la percepción de amenaza.
Compartir las experiencias con el equipo y crear contextos de seguridad
psicológica.
Esclarecer los problemas e intentar modificarlos.

A continuación planteamos algunas estrategias de cuidado individual que pueden


servir de apoyo:

Tratar de no contaminar las redes de apoyo personal con la temática de la


violencia. Al principio, es muy frecuente, tener la necesidad de desahogo
emocional, pero nuestra familia, amigos, pareja o hijos no son los adecuados
para hacerlo. Muchas veces en ese desahogo buscamos la comprensión o el
consuelo del otro, pero el resultado es que, además de sobrecargar, podemos
encontrarnos con una actitud o respuesta inadecuada, ya que no hay que
olvidar que nuestras redes de apoyo personal nos pueden hablar desde los
prejuicios al no estar formados en materia de violencia de género. Muchas
veces la confrontación de estos momentos hace que nos distanciemos de ellos.
Por ello es importante que para poder hablar sobre violencia busquemos
personas y espacios formados en esta materia. En ellos vamos a encontrar la
facilitación para el desahogo emocional y manejo de los malestares que la
propia intervención genera y por ello han de ser especializados.
Buscar espacios y momentos de ocio y tiempo donde desarrollar aquellas
actividades que sean de nuestro agrado e interés. Los cuidados de cuerpo y
mente suelen ser muy beneficiosos en el caso de la violencia, ya que nos
ayudan a conectarnos y a tener nuestro tiempo de relajación.
Saber repartir las responsabilidades. Los casos de violencia de género suelen
estar en atención en distintos servicios y recursos, la responsabilidad no solo es
nuestra, sino de todos los profesionales que intervienen con ella.
Hacer un esfuerzo para aprender a pedir ayuda y a delegar.
En el día a día marcarnos objetivos claros y realistas, y adquirir formación para
entender la complejidad del fenómeno del encuentro entre profesional y mujer,
va a facilitar que se consiga una distancia terapéutica adecuada.
Tomar conciencia de nuestros prejuicios, vivencias y afectos movilizados en
relación a nuestra historia vital. Esto va a mitigar el desgaste por empatía que
se produce al activarse traumas no resueltos del profesional por el relato de la
mujer.

169
Autocuidado desde la perspectiva de género

En este apartado sería importante tener en cuenta que la gran mayoría de


profesionales que trabajamos en violencia de género somos mujeres. Esta circunstancia
no es ninguna casualidad. La educación recibida influye también en la decisión de nuestra
trayectoria laboral, y el hecho de haber sido educadas bajo los valores de solidaridad,
cuidado, sensibilidad… implica, que en muchos casos, elijamos profesiones relacionadas
con el cuidado.
También la asignación dentro de nuestro rol femenino de aspectos como la sumisión,
la aceptación sin cuestionamiento o el escaso empoderamiento debe de ser revisada por
nosotras mismas. Esta deconstrucción y sustitución de estos aspectos por otros positivos
como la asertividad, la desculpabilización o el empoderamiento favorecen el autocuidado,
y un enfoque donde las profesionales también somos importantes en el escenario de la
curación. En el caso del empoderamiento ese cambio que se da a nivel individual y va
repercutir a nivel colectivo. El hecho de que unas y otras nos unamos y reivindiquemos
nuestros espacios y nuestro papel, es fuente de cuidado.
Existen otros aspectos como la sororidad que nos ayudan a cuidarnos desde la
perspectiva de género. La sororidad es un concepto que formuló Lagarde en 2009 y que
se define como una dimensión ética, política y práctica del feminismo contemporáneo
que conduce a una alianza entre las mujeres para contribuir con acciones específicas a la
eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poder
genérico de todas y el empoderamiento vital de cada mujer. Trabajar teniendo
incorporado el concepto de sororidad facilita el buen trato, la confianza entre
profesionales y la visión de la intervención del trabajo desde lo que nos une y suma, y no
desde lo que nos separa y divide.
En último lugar sabemos que trabajar con violencia implica trabajar en pro de los
Derechos Humanos. Esta visión que en sí es muy motivadora, tiene presente también
una parte de cansancio emocional, ya que los resultados que se plantean en muchas
ocasiones son a medio y largo plazo, y las mejoras globales no siempre son observables
ni repercuten en nuestro trabajo diario. Por ello, favorecer el desarrollo de una
personalidad resistente es un arma que nos puede servir como estrategia de
empoderamiento y de autocuidado en nuestro quehacer. Kobasa y Madi (1977) son dos
autores que han estudiado la personalidad resistente, concepto relacionado con la
resiliencia. Estos autores definen que las estrategias que favorecen la personalidad
resistente son:

1. Compromiso. Consiste en implicarse de forma plena, es mostrar la intención y


las ganas de afrontar con éxito.

170
Control. Este concepto se refiere a la creencia de que la conducta que uno
2. muestra influye en cómo se desarrolla la propia vida. Las personas resistentes
no se ven a sí mismas como víctimas indefensas de las circunstancias, sino que
se perciben como los protagonistas de sus vidas, de manera que pueden decidir
e incidir en ellas.
3. Reto. Los cambios se viven como un hecho normal y necesario, y aceptan que
forman parte de la vida y que, aunque a veces resultan desagradables, son
oportunidades únicas para crecer y seguir evolucionando como seres humanos.

Al contrario de lo que se podría pensar, esto no significa que las personas con
personalidad resistente no se estresen como el resto de los seres humanos ante
situaciones difíciles, sino que perciben la situación estresante sosteniéndose en los tres
pilares mencionados, de forma que: se sienten comprometidas y dispuestas a afrontar las
situaciones de la mejor manera posible, están convencidos de que la forma en que se
comporten ante los hechos influirá en cómo estos se desarrollen y conciben el cambio
como una experiencia normal de la que siempre se puede aprender algo. Esta manera de
enfrentarse a la vida hace que su cuerpo muestre menos activación, evitando que
enfermen como respuesta al suceso estresante y les proporciona una buena base para
actuar de forma inteligente y constructiva ante la situación.
Como decíamos al principio, esta responsabilidad de autocuidado no es solo
individual, sino que también han de estar implicados los equipos e instituciones a las que
pertenecemos.
Todas las profesionales que trabajamos en violencia de género sabemos que:

1. Los espacios de formación, talleres, jornadas o congresos tejen una red de


apoyo.
2. El entendimiento interprofesional, además de aportar distintas visiones,
enriquece y evita el aislamiento.
3. Desde las instituciones ha de favorecerse y facilitar la coordinación para que el
trabajo sea efectivo y desgaste menos.
4. En los equipos que trabajan con violencia de género se pueden reproducir
comportamientos y dar situaciones de maltrato, aislamiento, chivos
expiatorios… Es responsabilidad de las instituciones:

a) Favorecer un adecuado balance entre trabajo y vida privada.


b) Organizar espacios para la supervisión del equipo y de los casos más
complejos.
c) Tener una formación permanente, un marco teórico unificado y

171
compartido.
d) Mantener el compromiso de defender a las profesionales en caso de
ofensas o agresiones.

5.4. La formación de los equipos profesionales

Como hemos visto detenidamente, la actitud y el posicionamiento de los profesionales y


su cuestionamiento permanente, es crucial para el éxito de la recuperación de las mujeres
que han sufrido violencia. La formación que reciban deberá contemplar estos aspectos,
así como habrá de prestar atención al cuidado de cuidadores para minimizar los efectos
dañinos que el contacto con la violencia puede producir en los profesionales.
Una de las fórmulas para ir generando conciencia de apoyo a las mujeres víctimas
de la violencia de género pasa por la formación y competencia del profesional, ya que del
primer vínculo que se cree con ellas, dependerá el éxito, y la posibilidad de iniciar un
proceso para la salida de la situación de violencia en la que se encuentran las mujeres y
sus hijos.
Pero, dado que la comprensión profesional se sitúa en un lugar intermedio entre lo
intelectual y lo emocional, la formación deberá contemplar ambos aspectos.
La formación es en realidad una concienciación, porque lo que está en juego es, no
tanto adquirir nuevos conocimientos, cuanto desmontar una forma habitual de ver las
cosas y adquirir una nueva forma de percibirlas (Lasheras, Pires, Polentinos, Ramasco,
Romero y Ruiz, 2008).

“Hace unos meses impartí una formación a profesionales en un municipio de la Comunidad


de Madrid y uno de los presentes me pedía habilidades para intervenir con mujeres víctimas de
violencia de género. Él me decía que era muy empático, que trataba de intervenir desde el
respeto y los tiempos, pero cuando salimos al descanso se acercó y me volvió a preguntar y
empezó a hablarme de las denuncias falsas que interponían las mujeres víctimas de violencia de
pareja. En el cierre del curso, las preguntas iban dirigidas otra vez a la visibilización de las
denuncias falsas… me di cuenta de que este profesional no tenía conciencia ni integración de la
perspectiva de género porque no se la creía, y así es no es posible llevar a cabo una buena
intervención”.

Por ello es importante que a través de la formación:

1. Los profesionales estén sensibilizados y tengan en cuenta la importancia de ser


conscientes de la naturaleza y prevalencia de la violencia de género.
2. Los profesionales estén formados, es decir, conozcan la dinámica de la
violencia de género y cómo esta afecta a la seguridad y autonomía de las
mujeres.

172
3. Los profesionales sean capaces de visibilizar las distintas formas de violencia,
realizando una valoración de riesgo para conocer los factores asociados al
riesgo de incremento de la violencia, homicidio y suicidio. En este sentido,
Ravazzola (2003) explica, que uno de los fenómenos que hace que se repita la
violencia y no se visibilice es el denominado doble ciego o no vemos que no
vemos. Esta autora defiende que todos los implicados de la violencia,
agresores, mujeres y profesionales, corremos el riesgo de desarrollar una serie
de anestesias y cegueras que implican la invisibilización de la violencia, es
decir, no vemos ni detectamos el malestar y por ello continuamos perpetuando
la situación de violencia. Resulta de gran importancia que las personas que van
a intervenir dispongan de una formación específica en materia de género, para
poder tener mayor capacidad de comprensión y detección acerca de lo que está
sucediendo.
La formación debe tener en cuenta:

Que en el caso de las mujeres, los mandatos de género recibidos a lo largo


de la socialización les enseñan a estar más pendientes de las necesidades
de los demás, y por lo tanto a desestimar sus necesidades, dejando de
percibir su malestar y anestesiándolo.
Que en los modelos de relación basados en la violencia, la organización es
jerárquica en beneficio del hombre.
Que la violencia es muy sutil e insidiosa, y, por lo tanto, inicialmente su
detección es muy complicada y se puede tender a normalizar por parte de
los agentes que intervienen con las mujeres, ya que no resulta significativa.
La falta de visibilización de la violencia crea el efecto de la punta del
iceberg, y este el extremo más severo, crónico y con frecuencia aberrante
del espectro de la violencia de género (Gracia, 2002).

En definitiva, es necesario que se comprenda el fenómeno de la violencia de género


desde un compromiso intelectual y afectivo que lleve a la acción profesional adecuada
(Lasheras et al., 2008).

Este enfoque nos hace insistir en que tal vez la conclusión final de este texto, el eje sobre el
que se ha sostenido su desarrollo, así como el motivo que nos impulsó a escribirlo sea la
importancia capital que en el tratamiento de las mujeres víctimas de la violencia de género
tiene el posicionamiento actitudinal de los profesionales que las atienden.
Este posicionamiento se sustenta en una actitud sensible, comprometida y con enfoque de
género. Será necesario, por lo tanto, dirigir esfuerzos a la sensibilización, formación y
supervisión de los equipos de profesionales que trabajen en este campo para que puedan

173
desarrollar una mirada para ver la violencia de género.

174
Ideas fuerza

La violencia de género es la que ejercen los hombres sobre las mujeres por el hecho
de serlo, por ser consideradas por sus agresores carentes de derechos mínimos de
libertad, respeto y capacidad de decisión. Asimismo, es violencia de género la que se
ejerce sobre los menores y dependientes de ella con objeto de dañar a la mujer.
Por lo tanto, la violencia de género y la violencia de pareja no son lo mismo. Cuando
hablamos de malos tratos, hablamos de violencia de género en la relación de pareja. Es la
violencia física, psicológica o sexual que sufre una mujer por parte de un hombre cuando
les une una relación de afectividad, pareja o expareja, siempre que se dé una relación
asimétrica, y, por lo tanto, un abuso de poder de manera sistemática del hombre sobre la
mujer.

Hay otros conceptos como violencia conyugal, doméstica o familiar que, desde
nuestro punto de vista, no aportan claridad al tema.

Para resolver estas dificultades de terminología, se sugiere evitar los términos que
dan o pueden dar origen a confusión (doméstico, conyugal, familiar…) y sustituirlos por
otros inequívocos. Una posibilidad de tipo descriptivo es hablar de violencia de género
en la relación de pareja o mujeres maltratadas por su pareja.
En la actualidad entendemos que el concepto de género implica que lo femenino y lo
masculino no está determinado por un hecho biológico (el sexo), sino que es una
construcción cultural. El género es un concepto que implica varias dimensiones como la
física, la psíquica, la social, la política, la cultural, la económica y otras.

La sociedad patriarcal en la que vivimos atribuye a la violencia de género el carácter


de “normalidad”, al considerar la superioridad del hombre frente a la inferioridad de la
mujer en consonancia a la atribución de roles diferentes a cada sexo.

175
La causa de la invisibilidad de la violencia de género remite a esa “normalidad” de
determinadas conductas abusivas y a la habituación social a las mismas.

Muchas mujeres que sufren esta violencia, los profesionales que las atienden, y la
sociedad que lo contempla, no consideran como actos violentos las formas iniciales de
esta violencia, ya que o lo minimizan, o lo justifican, o los naturalizan.

Entre las circunstancias invisibles y “normales” que pueden estar atrapando a las
mujeres en relaciones violentas, se sitúan los mandatos de género de la identidad
femenina. En nuestra sociedad, la forma de ser y de sentirse mujer viene determinada
por un estereotipo de feminidad tradicional, en el que lo emocional queda
sobredimensionado, del mismo modo que el impacto que producen las pérdidas amorosas
y las dependencias afectivas.
La función prescriptiva de los mandatos de género se sitúa en el núcleo mismo de la
subjetividad de las mujeres, condicionando su psiquismo, regido por motivaciones,
deseos y prohibiciones, que muchas veces escapan a su conciencia.
Muchas veces, las mujeres que sufren o han sufrido violencia a manos de su pareja,
se comportan de maneras difíciles de comprender para quienes no están familiarizados
con estas situaciones. En ocasiones, su conducta escapa de la lógica habitual, o
contraviene la lógica “esperable” en una situación de maltrato. Es decir, o no se
comprenden las manifestaciones observables en la mujer (y entonces, muy
frecuentemente, se malinterpretan y se les otorgan falsas atribuciones), o lo que
observamos en las mujeres no encaja con la idea estereotipada de cómo debe ser una
mujer maltratada.

Habitualmente, son dos los aspectos que más llaman la atención en el encuentro con
una mujer maltratada: su estilo de comportamiento y sus sentimientos hacia el agresor.

176
Estas circunstancias, los sentimientos que expresa, la incapacidad de separarse, el
“aguante” de situaciones insostenibles, unido a comportamientos de difícil comprensión,
como la pasividad, el desinterés, la negación del maltrato… hacen que en muchas
ocasiones no se entienda a una mujer víctima de la violencia de género y que el
encuentro con ella se malinterprete.

Los primeros actos violentos suelen aparecer en el inicio de la relación, son de baja
intensidad en los primeros momentos, pero, poco a poco van aumentando sutilmente,
alternándose con manifestaciones amorosas. En este momento de la relación no hay
conciencia de maltrato. Lentamente se va creando un clima emocional de confusión,
temor y coacción.

La habituación, la naturalización de los primeros incidentes violentos impide a las


mujeres, por un lado, detectar desde el inicio la violencia que están padeciendo, y por
tanto, poder abandonar la relación. De ese modo, la mujer malinterpreta las señales que
recibe. Por otro lado, expone a la mujer, sin tener conciencia de ello, a graves secuelas
sobre su salud física y psicológica.
En un afán de buscar explicación a los factores que influyen en la mujer para el
establecimiento y mantenimiento en su vida de una situación de maltrato y que
contribuyen a comprender las distintas manifestaciones de las mujeres maltratadas, se
han propuesto diferentes modelos explicativos. Aunque ninguno de ellos por si solo logra
explicar el vínculo paradójico que se establece entre víctima y agresor, sí nos ayudan a
entender mejor la situación que rodea a la mujer víctima de violencia de género.

Modelos explicativos de la dinámica de los malos tratos:

– Indefensión aprendida.
– Síndrome de Estocolmo (Sies-d).

177
– Aprendizaje de pautas de maltrato y victimización.
– Ciclo de la violencia.
– La unión traumática.
– Persuasión coercitiva. Mecanismos de coerción.

Efectos de la violencia de género. Las secuelas de la violencia son múltiples y


afectan a la salud biopsicosocial de la mujer. Sus efectos pueden dividirse en mortales y
no mortales. Los efectos mortales son el homicidio y el suicidio. Los no mortales
incluyen las consecuencias físicas, trastornos crónicos, sexuales y reproductivos,
psicológicos y comportamientos negativos para la salud.

Las consecuencias sociales más comunes que aparecen en las mujeres, y que tienen
mucho que ver con la percepción negativa que tienen de ellas mismas son entre otras, el
absentismo y descenso del rendimiento y la competencia laboral, pérdida de empleo,
disminución de vida saludable, falta de participación, riesgo de pobreza y exclusión, las
dificultades de integración y sobre todo, el aislamiento.
Las repercusiones psicopatológicas más frecuentes de la violencia de género que
pueden darse son:

– La depresión.
– Ideas e intentos de suicidio.
– Trastorno de estrés postraumático.
– Trastornos del sueño.
– Sentimientos de inutilidad y culpa.
– Rabia.
– Disociación.

Cuando unimos todos los síntomas que pueden aparecer, podemos hablar de la

178
existencia de un síndrome de mujer maltratada, que se caracteriza por:

– Una adaptación a la situación aversiva cuando la mujer ha fracasado en su intento


por evitar las agresiones (indefensión aprendida).
– Una baja autoestima.
– Un incremento de la habilidad de la persona para afrontar los estímulos adversos y
minimizar el dolor.
– Aparición de distorsiones cognitivas, como la minimización, negación o disociación
y el cambio en la forma de verse a sí mismas, a los demás y al mundo.

La principal dificultad que encuentra una mujer que sufre violencia por parte de su
pareja para separarse es que les une una relación afectiva, con la enorme complejidad
que esto conlleva.

Para las mujeres, el amor no es solo una experiencia posible, es la experiencia que
nos define. Las mujeres hemos sido configuradas socialmente para el amor, hemos sido
construidas por una cultura que coloca el amor en el centro de nuestra identidad. Se vive
el amor como un mandato de género.

Hay una serie de características que son comunes en todos los modelos, que
explican la dificultad que tienen las mujeres para poder abandonar una relación de
violencia de género: el estado caótico que esta provoca, la arbitrariedad y el
reforzamiento intermitente.

Como conclusión y en respuesta al por qué una mujer maltratada permanece en la


relación abusiva, encontramos las siguientes razones que nos pueden ayudar a
comprender:

179
– La subjetividad de la mujer: sus vivencias y antecedentes personales, sus
experiencias infantiles, sus fantasías, sus rasgos de carácter, sus fortalezas, sus
conflictos, sus temores, sus motivaciones, todo ello le hará vivir la experiencia del
maltrato de una manera única y diferente al resto de las mujeres, todo ello
determinará su reacción ante una situación de maltrato.
– El sometimiento a los mandatos de género: uno de los mandatos consiste en el
éxito del amor, de la pareja, de la familia, del “para siempre”, hasta tal punto que si
no lo consiguen, se sienten fracasadas de forma integral, como seres humanos, y
deben enfrentarse al vacío de la pérdida del guion de su vida.
– El ideal del amor romántico: que les lleva a aguantar cualquier cosa por amor,
incluso en detrimento de sí mismas.
– Los propios efectos del maltrato: el estrés postraumático complejo explicaría
muchas de las situaciones en las que la mujer queda atrapada: vergüenza y culpa,
idealización del agresor, sensación de indefensión, fallos en los mecanismos de
autoprotección.
– Las propias dinámicas del maltrato: como por ejemplo, el ciclo de la violencia, la
indefensión aprendida o la persuasión coercitiva, que hacen referencia
fundamentalmente al estado caótico y parálisis que provoca la arbitrariedad y el
reforzamiento intermitente, que sume a la mujer en el desconcierto y la confusión.
– El miedo y otras emociones: el miedo basta por sí solo para mantener a una mujer
bajo control. Pero también la mantienen atrapada otras emociones como la culpa,
la vergüenza, el enamoramiento…
– Las dificultades sociales: los largos procesos judiciales, la dependencia
económica, la falta de red de apoyo no facilitan la decisión de una mujer de
abandonar la relación violenta.

Una propuesta de tratamiento por fases consistiría en:

– Darse cuenta.
– Construir el relato.
– Elaborar el duelo y la pérdida.
– Favorecer la reconexión con la vida.

180
Más que en otros casos, las víctimas de violencia de género pueden beneficiarse de
la actuación conjunta de un tratamiento individual orientado a las necesidades específicas
de cada una de ellas, y de una terapia grupal generadora de una cohesión social, un
tratamiento de los síntomas comunes y una información de la compleja situación que les
atañe.

Los contenidos de un grupo de mujeres maltratadas podrían girar en torno a estas


temáticas:

– La identidad femenina.
– Autoconocimiento y autoestima.
– Las relaciones materno filiales.
– Obstáculos para el cambio.
– Salud y vida cotidiana.
– Manifestaciones de los malos tratos.
– Cuestiones de género.
– Dinámicas de las relaciones violentas.
– Hombres violentos.
– Las secuelas de la violencia.
– Genograma.
– Los hijos y la violencia de género.
– Claves de prevención.

Los elementos que garantizarían la eficacia y calidad de las intervenciones


psicoterapéuticas en violencia de género situarían estos puntos como objetivos básicos.

181
– La seguridad de la mujer.
– Su empoderamiento.
– Retomar el control de su vida.

El primer paso para iniciar un tratamiento con una mujer víctima de violencia de
género consiste en establecer un buen vínculo terapéutico en el que ella pueda confiar y
sentirse segura y acogida. Solo en este clima cuidadoso se podrán explorar aspectos de su
experiencia que le resultarán dolorosos.

La exposición a la violencia de género es considerada una forma de maltrato infantil.

Además, es un fenómeno complejo que contempla las múltiples manifestaciones de


esta problemática.
La exposición a la violencia de género puede generar que se establezca una forma de
apego inseguro.

El trauma puede producir efectos duraderos y nocivos en personas en desarrollo


como lo son los niños, niñas y adolescentes.

La resolución de los duelos implica poder elaborar los distintos tipos de pérdidas que
se dan en la violencia de género, siendo algunas parciales o “ambiguas”.

La resiliencia, como fortaleza frente a la adversidad, puede también adquirirse.

182
La representación que pueda tener una madre afectada por violencia de género de su
bebé, puede tener una incidencia negativa en la constitución del vínculo materno-filial.

La exposición a la violencia de género trae consecuencias a corto, mediano y largo


plazo. Estas manifestaciones varían según el estadio evolutivo del niño, niña o
adolescente afectado.

La violencia de género puede afectar las posibilidades adecuadas de crianza de una


madre. En este caso, esta debiera ser apoyada, ya que es una víctima, y no debería ser
castigada, por ejemplo, con la retirada de sus hijos.
En los casos de violencia de género, el impacto del divorcio en los niños, niñas y
adolescentes, debería ser tenido en cuenta en el plan de intervención.

Es importante poder evaluar a todo el grupo familiar y tomar en cuenta los diversos
ámbitos de su cotidianeidad.

Además de la entrevista u hora de juego con el niño, niña o adolescente es


importante la entrevista con la madre y obtener datos de terceros informantes.

La intervención con la madre gestante víctima de violencia de género es una potente


herramienta de prevención.

183
Los materiales para trabajar con niños, niñas y adolescentes deben resultarles
cercanos, accesibles y muchas veces con componentes lúdicos.

Los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de género son una población
con marcados factores de riesgo, que se beneficiarían de intervenciones que deberían
abarcar también los tres niveles de prevención.

En relación a los profesionales, es absolutamente necesario que quienes trabajan con


víctimas de violencia de género dispongan de un espacio de reflexión, de trabajo
personal, es decir, que realicen un proceso terapéutico donde poder elaborar todos estos
aspectos que van a interferir en su intervención:

– Los prejuicios que se pueden filtrar en la escucha del profesional.


– La dificultad de intervenir en situaciones de mucha intimidad.
– Los aspectos emocionales que están en juego en la intervención.
– El efecto que puede provocarle el contacto con la violencia.
– Los sentimientos que puede evocar: lástima, rabia, impotencia, hostilidad.

Como profesionales que trabajamos en violencia de género, es necesario hacer un


ejercicio de autorreflexión y comprender cómo nos está afectando la violencia, qué nos
provoca, cómo la recibimos, qué nos hace sentir, con qué nos conecta, qué nos moviliza.

De cómo me siento en relación a lo que estoy escuchando, derivan una serie de


efectos y estrategias como pueden ser el bloqueo, la confusión, la respuesta silenciadora,
el rechazo, la frustración y la sobreimplicación.

184
Hemos visto como el vínculo es uno de los aspectos más importantes de la
intervención. Por ello son los dos extremos en el vínculo con la mujer –desde el rechazo
hasta la sobreimplicación– los que entrañan más riesgo. Buscar la distancia óptima en las
intervenciones constituye uno de los aspectos de mayor importancia en nuestra tarea para
el éxito de la intervención.

La actitud y el posicionamiento de los profesionales es crucial para el éxito de la


recuperación de las mujeres que han sufrido violencia.

La formación que reciban deberá contemplar los aspectos referidos a la actitud y al


posicionamiento, y también habrá de prestar atención al cuidado de cuidadores para
minimizar los efectos dañinos que el contacto con la violencia puede producir en los
equipos profesionales.
Como posible conclusión final, que intenta reunir muchos de los aspectos tratados a
lo largo de este texto, queremos recalcar que la intervención que se realice con las
víctimas de la violencia de género depende fundamentalmente de cómo se posicionen los
profesionales que les atienden, de lo que se deriva la conceptualización que realicen de la
situación, y por tanto, el trato que le dispense a la mujer.

185
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197
Índice
Anteportada 2
Portada 5
Página de derechos de autor 7
Índice 9
Relación de autoras 11
Prólogo 13
Introducción 15
1. Los conceptos 19
1.1. Concepto de violencia de género 19
1.2. Contexto sociocultural de desigualdad. La socialización diferencial 25
1.3. Invisibilización y naturalización de la violencia de género 29
2. La violencia de género: cómo se genera y se mantiene. Su efecto
33
en la vida de las mujeres
2.1. Origen de la violencia contra las mujeres 35
2.2. Dinámica y mantenimiento de la violencia 38
2.2.1. Dinámica de la violencia 38
2.2.2. Modelos explicativos 49
2.2.3. Dificultades para abandonar una relación violenta 56
2.3. Efectos de la violencia de género en la salud 73
2.3.1. Efectos en la salud física 73
2.3.2. Efectos en la salud psicológica 74
2.3.3. Efectos sociales 81
2.4. La paradoja de la mujer maltratada 83
2.4.1. Su estilo de comportamiento 84
2.4.2. Su concepción del amor, sus sentimientos hacia el agresor 87
3. La intervención psicológica con mujeres víctimas de violencia de
90
género
3.1. Modelos de intervención: principios básicos y objetivos 90
3.2. Nuestra propuesta del proceso de intervención psicológica 95
3.2.1. Establecimiento del vínculo terapéutico 96
3.2.2. Proceso de evaluación 99

198
3.2.3. Tratamiento por fases 103
3.2.4. Intervención grupal 124
4. Los niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de
128
género
4.1. Introducción 128
4.1.1. Distintas denominaciones de esta nueva forma de maltrato 129
4.2. Consideraciones desde el punto de vista del apego y el trauma 131
4.2.1. Los duelos 134
4.2.2. Resiliencia 136
4.3. Consecuencias de la exposición a la violencia de género 137
4.3.1. Impacto de la violencia de género en la madre gestante y en las primeras
137
etapas de la vida
4.3.2. Impacto de la violencia de género en las etapas evolutivas 138
4.3.3. Impacto de la violencia de género sobre el desempeño del rol maternal 141
4.3.4. Implicaciones del divorcio sobre los vínculos paterno–materno–filiales en
141
los casos de violencia de género
4.4. Evaluación 145
4.4.1. Cómo llegan a consulta los niños, niñas y adolescentes expuestos a la
145
violencia de género. Servicios en los que pueden participar
4.4.2. Métodos de evaluación 146
4.4.3. Modelo propuesto de material básico para una evaluación 146
4.5. Posibles intervenciones con madres gestantes; madres, niños, niñas y
149
adolescentes expuestos a la violencia de género
4.5.1. Intervención con madres gestantes y la díada bebé 149
4.5.2. Intervención con niños, niñas y adolescentes expuestos a la violencia de
151
género
4.5.3. Intervención con madres y sus hijos e hijas 152
4.5.4. Intervenciones con adolescentes 152
4.5.5. Intervenciones con las madres 153
4.5.6. Cómo se pone en juego el proceso de intervención en un caso práctico 153
4.6. La cuestión de la transmisión intergeneracional de la conducta violenta.
154
Posibilidades de prevención
5. Los profesionales 157
5.1. La importancia de los profesionales que intervienen con víctimas de
157
violencia de género
5.2. Los efectos de ser testigo 158

199
5.3. Autocuidados 168
5.4. La formación de los equipos profesionales 172
Ideas fuerza 175
Bibliografía 186

200

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