Professional Documents
Culture Documents
Sí -dijo el abogado Rhode-. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por
aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de
algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el
cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas
porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la
fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro,
un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada
faltaba al cuadro.
-¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Que cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo!
¡Solamente yo! Óigame: Cuando yo llegué... allá, mi mujer...
-Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?... Cuando yo llegué mi mujer corrió como una
loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces
sobre mí, mirándome con ojos de locos. ¡Mi casa! ¡Se había quemado,
derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Esa, esa era mi casa! ¡Pero
ella no, mi mujer mía! Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el
hombro, gritándome:
Y yo le contesté:
2
Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la
voz ronca:
Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de
costado. Y los ojos de fuera mirándome. Entonces comencé a oír de todas partes:
-Murió.
-Murió aplastada.
-Murió.
-Gritó.
Yo también.
-Murió.
-¡Por todos los santos! -grité yo entonces retorciéndome las manos-. ¡Salvémosla,
compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los
ladrillos volaban, los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a
saltos.
A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos
había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda
desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!
No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una
enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de
sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.
Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso otro paso!
3
En el hueco de una puerta -carbón y agujero, nada más- estaba acurrucada la
gata de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez
que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.
¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los
escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María!
La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez
se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así,
esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta -¡de ella, de
María, no maldito rebuscador de cadáveres!
El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos
de loco.
-¡Conque sabías entonces! -articuló-. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar
una hora! ¡Ah! -rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la
pared hasta caer sentado-: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en
mi casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi
María!
-¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo
demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de
estar ya en funciones. Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.
4
A SOLAS CON LA MUERTE.
Laura D. H
Aquella noche miró hacia el pasado para encontrarse con su otro yo, aquella
muchacha asustadiza y tímida que no era capaz de decir una palabra más alta
que la otra.
Se miró al espejo intentando analizar sus gestos, buscando qué era aquello que la
había hecho cambiar tanto como para convertirse en lo que ahora era. ¿Adónde
habían ido a parar aquellos sentimientos de culpabilidad de las primeras veces?
¿Qué había sido de su arrepentimiento, dónde estaban sus comeduras de cabeza,
aquel dolor intenso que había sentido su pecho, esa lucha de sus ojos intentando
evitar llorar?
Y, mirándose ante el espejo, sintió ganas de llorar, no por sus actos, si no al ver
en lo que se había convertido, ya que había pasado de ser una dulce personilla,
sincera, silenciosa, sufriente y simple, a aquello.
¿De qué le había servido? Si realmente era gratificante la venganza o si sólo era
una idea que había creado en su mente para convencerse de que llevaba la razón
era algo que ya no se sentía capaz de evaluar.
Y ahora estaba a solas. A solas con la muerte. Meditando sobre el sentido de todo
lo que había hecho. Pensando en cómo habría sido la vida de aquellas personas
si ella no se la hubiera arrebatado. Acordándose de las familias de todas sus
víctimas. Era extraño que se hubiera puesto a pensar en ello.
¿Qué estaba fallando en ella? ¿Por qué se creía malvada? ¿Por qué sentía
compasión? Toda su vida había consistido en una cruzada de venganza hacia el
pasado, hacia los malos tratos que sufrió, que la convirtieron en un ser alienado,
inútil, que se dejaba llevar. Y había disfrutado tanto siendo ella quien llevaba las
riendas...
5
Ya no había vuelta atrás. No podía permitirse el hecho de volver a ser como antes.
No volvería a llorar, ni a quejarse, ni a sufrir por ella ni por nadie. Jamás podría
aceptar a su verdadero yo. No sabría cómo convivir con él.
Sin más escapatoria abrió el bolso, sacó su pistola, se miró al espejo y, apoyando
el arma sobre su sien, disparó con una sonrisa en los labios. Había ganado la
batalla.
6
LA GALLINA DEGOLLADA
Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y
volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba
paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los
ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta.
La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se
animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad
ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido
se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A
los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido
y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado
ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor
mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante,
hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando
las causas del mal en las enfermedades de los padres.
7
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que...?
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor
estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda
su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no
pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo
como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo
de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron
mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
8
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en
razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había
tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la
desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos
echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio
específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había
la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las
manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No
faltaba más!... —murmuró.
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te
quería decir.
—¡Berta!
—¡Como quieras!
9
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella
toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del
mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita
olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo
atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado,
pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor
indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los
rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo
para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía
afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si
hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se
comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta
de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía
mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible.
La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No
los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco,
abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y
esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente
imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir
o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes
pasos de Mazzini.
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa
a tener un padre como el que has tenido tú!
10
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que
querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha
muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son
hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había
desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se
han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más
efusiva cuanto infames fueran los agravios.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras
la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta
había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la
carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro
idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación...
Rojo... rojo...
11
saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a
casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los
ladrillos, más inertes que nunca.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba
fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente
sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente
avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a
montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la
pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola
pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se
despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
12
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se
le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a
la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta
entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del
padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini,
lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre
la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
13
EL GATO NEGRO
Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su
propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste
en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de
episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado,
me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si
para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos.
Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas
a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos
excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente
describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
14
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al
confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del
demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e
indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar
descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis
favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los
descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé
suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía
con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el
afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues,
¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que
ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de
mi mal humor.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los
vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el
remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo,
no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy
pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba,
como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado
al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme
agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido
tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para
mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía
no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi
alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del
corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos
sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí
mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la
simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia
permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a
transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de
perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo
que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de
15
hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el
suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre
fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo
ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo
remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me
había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del
alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron
gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa
estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi
mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron
y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí
dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda.
Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse
la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien
debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin
duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las
paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado,
cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la
imagen que acababa de ver.
16
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que
infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles
de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos
había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la
presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era
un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste,
salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este
gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo
el pecho.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era
exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir
cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba.
Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la
amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el
recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas
semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero
gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir
en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión.
Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector.
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies,
amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis
ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba
aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer
17
crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor
al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí,
aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el
terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las
más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me
había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he
hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo
había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había
parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan
imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como
fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía
y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme;
representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen
delpatíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y
de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que
una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era
capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y
semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del
reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche,
despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente
aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no
me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja
casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras
bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me
exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles
temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que
hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano
de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una
rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza.
Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
18
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a
la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de
día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara.
Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el
cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del
sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo
en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de
cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor
expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los
monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco
resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad
de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se
veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de
manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los
ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de
manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
19
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y
procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los
acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por
tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo
músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la
inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre
el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón
era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos,
una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de
haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía.
Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi
frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de
mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes...
¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón
que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el
cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había
cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba.
Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño,
que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo
alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de
horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la
garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la
condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la
escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos
atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y
manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los
espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de
fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al
monstruo en la tumba!
20
EL CORAZÓN DELATOR
Edgar Allan Poe
Me resulta imposible decir cómo surgió en mi cabeza esa idea por primera vez;
pero, una vez concebida, me persiguió día y noche. No perseguía ningún fin. No
había pasión. Yo quería mucho al viejo. Nunca me había hecho nada malo. nunca
me había insultado. no deseaba su oro. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un
ojo semejante al de un buitre. Era un ojo de un color azul pálido, con una fina
película delante. Cada vez que posaba ese ojo en mí, se me enfriaba la sangre; y
así, muy gradualmente, fui decidiendo quitarle la vida al viejo y quitarme así de
encima ese ojo para siempre.
Pues bien, así fue. Usted creerá que estoy loco. Los locos no saben nada. Pero
debería haberme visto. Debería usted haber visto con qué sabiduría procedí, con
qué cuidado, con qué previsión, con qué disimulo me puse a trabajar. Nunca había
sido tan amable con el viejo como la semana antes de matarlo. Y cada noche,
cerca de medianoche, yo hacía girar el picaporte de su puerta y la abría, con
mucho cuidado. Y después, cuando la había abierto lo suficiente para pasar la
cabeza, levantaba una linterna cerrada, completamente cerrada, de modo que no
se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Cómo se habría reído usted si
hubiera visto con qué astucia pasaba la cabeza! La movía muy despacio, muy
lentamente, para no molestar el sueño del viejo. Me llevaba una hora meter toda la
cabeza por esa abertura hasta donde podía verlo dormir sobre su cama. ¡Ja!
¿Podría un loco actuar con tanta prudencia? Y luego, cuando mi cabeza estaba
bien dentro de la habitación, abría la linterna con cautela, con mucho cuidado
(porque las bisagras hacían ruido), hasta que un solo rayo de luz cayera sobre el
ojo de buitre. Hice todo esto durante siete largas noches, cada noche cerca de las
doce, pero siempre encontraba el ojo cerrado y era imposible hacer el trabajo, ya
que no era el viejo quien me irritaba, sino su ojo. Y cada mañana, cuando
amanecía, iba sin miedo a su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole
por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Por
tanto verá usted que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar
que cada noche, a las doce, yo iba a mirarlo mientras dormía.
La octava noche, fui más cuidadoso cuando abrí la puerta. El minutero de un reloj
de pulsera se mueve más rápido de lo que se movía mi mano. Nunca antes había
sentido el alcance de mi fuerza, de mi sagacidad. Casi no podía contener mis
21
sentimientos de triunfo, al pensar que estaba abriendo la puerta poco a poco, y él
ni soñaba con el secreto de mis acciones e ideas. Me reí entre dientes ante esa
idea. Y tal vez me oyó porque se movió en la cama, de repente, como
sobresaltado. pensará usted que retrocedí, pero no fue así. Su habitación estaba
tan negra como la noche más cerrada, ya que él cerraba las persianas por miedo
a que entraran ladrones; entonces, sabía que no me vería abrir la puerta y seguí
empujando suavemente, suavemente.
Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera, no moví ni un músculo y
mientras tanto no oí que volviera a acostarse en la cama. Aún estaba sentado,
escuchando, como había hecho yo mismo, noche tras noche, escuchando los
relojes de la muerte en la pared.
Oí de pronto un quejido y supe que era el quejido del terror mortal, no era un
quejido de dolor o tristeza. ¡No! Era el sonido ahogado que brota del fondo del
alma cuando el espanto la sobrecoge. Yo conocía perfectamente ese sonido.
Muchas veces, justo a medianoche, cuando todo el mundo dormía, surgió de mi
pecho, profundizando con su temible eco, los terrores que me enloquecían. Digo
que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía y sentí lástima por él, aunque me
reía en el fondo de mi corazón. Sabía que él había estado despierto desde el
primer débil sonido, cuando se había vuelto en la cama. Sus miedos habían
crecido desde entonces. Había estado intentando imaginar que aquel ruido era
inofensivo, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo: "No es más que
el viento en la chimenea, no es más que un ratón que camina sobre el suelo", o
"No es más que un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de
convencerse de estas suposiciones, pero era en vano. Todo en vano, ya que la
muerte, al acercársele se había deslizado furtiva y envolvía a su víctima. Y era la
fúnebre influencia de aquella imperceptible sombra la que le movía a sentir,
aunque no veía ni oía, a sentir la presencia dentro de la habitación.
Cuando hube esperado mucho tiempo, muy pacientemente, sin oír que se
acostara, decidí abrir un poco, muy poco, una ranura en la linterna. Entonces la
abrí -no sabe usted con qué suavidad- hasta que, por fin, su solo rayo, como el
hilo de una telaraña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo del buitre.
Estaba abierto, bien abierto y me enfurecí mientras lo miraba, lo veía con total
claridad, de un azul apagado, con aquella terrible película que me helaba el alma.
Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo, ya que había dirigido el rayo,
como por instinto, exactamente al punto maldito.
¿No le he dicho que lo que usted cree locura es solo mayor agudeza de los
sentidos? Luego llegó a mis oídos un suave, triste y rápido sonido como el que
22
hace un reloj cuando está envuelto en algodón. Aquel sonido también me era
familiar. Era el latido del corazón del viejo. Aumentó mi furia, como el redoblar de
un tambor estimula al soldado en batalla.
Si aún me cree usted loco, no pensará lo mismo cuando describa las sabias
precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche avanzaba y trabajé
con rapidez, pero en silencio. En primer lugar descuarticé el cadáver. le corté la
cabeza, los brazos y las piernas. Después levanté tres planchas del suelo de la
habitación y deposité los restos en el hueco. Luego coloqué las tablas con tanta
inteligencia y astucia que ningún ojo humano, ni siquiera el suyo, podría haber
detectado nada extraño. No había nada que limpiar; no había manchas de ningún
tipo, ni siquiera de sangre. Había sido demasiado precavido para eso. Todo
estaba recogido. ¡Ja, ja!
Cuando terminé con estas tareas, eran las cuatro... Todavía oscuro como
medianoche. Al sonar la campanada de la hora, golpearon la puerta de la calle.
Bajé a abrir muy tranquilo, ya que no había anda que temer. Entraron tres
hombres que se presentaron, muy cordialmente, como oficiales de la policía. Un
vecino había oído un grito durante la noche, por lo cual había sospechas de algún
atentado. Se había hecho una denuncia en la policía, y ellos, los oficiales, habían
sido enviados a registrar el lugar. Sonreí, ya que no había nada que temer. Di la
bienvenida a los caballeros. Dije que el alarido había sido producido por mí
durante un sueño. Dije que el viejo estaba fuera, en el campo. Llevé a los
visitantes por toda la casa. Les dije que registraran bien. Por fin los llevé a su
habitación, les enseñé sus tesoros, seguros e intactos. En el entusiasmo de mi
confianza, llevé sillas al cuarto y les dije que descansaran allí mientras yo, con la
23
salvaje audacia que me daba mi triunfo perfecto, colocaba mi silla sobre el mismo
lugar donde reposaba el cadáver de la víctima.
Sin duda, me había puesto muy pálido, pero hablé con más fluidez y en voz más
alta. Sin embargo, el ruido aumentaba. ¿Qué hacer? Era un sonido bajo, sordo,
rápido... como el sonido de un reloj de pulsera envuelto en algodón. traté de
recuperar el aliento... pero los oficiales no lo oyeron. Hablé más rápido, con más
vehemencia, pero el ruido seguía aumentando. Me puse de pie y empecé a
discutir sobre cosas insignificantes en voz muy alta y con violentos gestos; pero el
sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Caminé de un lado a otro con
pasos fuerte, como furioso por las observaciones de aquellos hombres; pero el
sonido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Me salía espuma de la
rabia... maldije... juré balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé
con ella las tablas del suelo, pero el ruido aumentaba su tono cada vez más.
Crecía y crecía y era cada vez más fuerte. Y sin embargo los hombres seguían
conversando tranquilamente y sonreían. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios
Todopoderoso! ¡No, no! ¡Claro que oían! ¡Y sospechaban! ¡Lo sabían! ¡Se estaban
burlando de mi horror! Esto es lo que pasaba y así lo pienso ahora. Todo era
preferible a esta agonía. Cualquier cosa era más soportable que este espanto. ¡Ya
no aguantaba más esas hipócritas sonrisas! Sentía que debía gritar o morir. Y
entonces, otra vez, escuchen... ¡más fuerte..., mas fuerte..., más fuerte!
-¡No finjan más, malvados! -grité- . ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esas
tablas!... ¡Aquí..., aquí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
24
LA MIEL SILVESTRE
Horacio Quiroga
TENGO EN EL Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce
años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica
empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas
de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los
dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni
anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como fuente
de dicha y sus peligros como encanto.
La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a
haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan
aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el
orgullo de sus stromboot.
Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los
yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador
público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
25
—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O
mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una
legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el
paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
26
—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza
hacia su padrino.
Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había
concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que
el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos.
Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las
botas; todo en uno.
—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser
bolsitas de cera, llenas de miel...
Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría
transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo.
¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de
eucaliptus. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué
perfume, en cambio!
Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles,
comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca.
Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber
27
permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel
asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de
Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que
repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa,
sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas...
La corrección —concluyó.
—¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la
mano!...
En su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de
garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia
cambió de forma.
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un
grito, un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño
28
aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor
de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del
calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.
Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne,
el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por
allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
29
EL VELO NEGRO
Charles Dickens
Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años
después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho,
escuchando el murmullo del viento que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando
sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había
caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba
confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas. Primero en
cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro si no
estuviese instalado en su casa.
Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para
Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a
verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había
encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos
meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería
este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría
destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó,
hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y
suave, se apoyó sobre su espalda.
En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni
delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín
semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas.
Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados,
acostumbraba ocupar sus horas ociosas -unas catorce por día- en substraer
pastillas de menta, tomarlas y dormirse.
-¿Qué señora? -exclamó nuestro amigo, medio dormido-. ¿Qué señora? ¿Dónde?
30
-¿Viene para una consulta? -preguntó el cirujano titubeando y entreabriendo la
puerta. No por eso se alteró la posición de la figura, que seguía siempre inmóvil.
La figura dio un paso; luego, volviéndose hacia donde estaba el muchacho, el cual
sintió un profundo horror, pareció dudar.
Había tal desesperación en la expresión de esta mujer que el joven cirujano, poco
curtido en las miserias de la vida, en esas miserias que suelen ofrecerse a los
médicos, se impresionó profundamente.
-Porque hubiera sido inútil y todavía lo es -repuso la mujer, cruzando las manos.
31
El cirujano contempló por un momento su velo negro, como para cerciorarse de la
expresión de sus facciones; pero era tan espeso que le fue imposible saberlo.
La desconocida llevó el vaso a sus labios sin levantar el velo; sin embargo, lo dejó
sin haberlo probado y rompió en llanto.
-Sé -dijo sollozando- que lo que digo parece un delirio febril. Ya me lo han dicho,
aunque sin la amabilidad de usted. No soy una mujer joven; y, se dice, que cuando
la vida se dirige hacia su final, la escasa vida que nos queda nos es más querida
que todos los tiempos anteriores, ligados al recuerdo de viejos amigos, muertos
hace años, de jóvenes, niños quizá, que han desaparecido y la han olvidado a una
por completo, como si una estuviese muerta. No puedo vivir ya muchos años; así
es que, bajo este aspecto, tiene que resultarme la vida más querida; aunque la
abandonaría sin un suspiro y hasta con alegría si lo que ahora le cuento fuese
falso. Mañana por la mañana, aquel de quien hablo se hallará fuera de todo
socorro; y, a pesar de ello, esta noche, aunque se encuentre en un terrible peligro,
usted no puede visitarle ni servirle de ninguna manera.
-No quisiera aumentar sus penas -dijo el cirujano tras una pausa-. No
deseo comentar lo que me acaba de decir ni quiero dar la impresión de que deseo
investigar lo que usted oculta con tanta ansiedad. Pero hay en su relato una
inconsistencia que no puedo conciliar. La persona está muriéndose esta noche,
pero usted dice que no puedo verla. En cambio, usted teme que mañana sea inútil,
sin embargo ¡quiere que entonces lo vea! Si él le es tan querido como las palabras
y la actitud de usted me indican, ¿por qué no intentar salvar su vida sin tardanza
antes de que el avance de su enfermedad haga la intención impracticable?
-Yo no digo que me niegue -replicó el cirujano-. Pero le advierto que, de persistir
en tan extraordinaria demora, incurrirá en una terrible responsabilidad si el
individuo se muere.
32
-Como yo no incurro en ninguna -agregó el cirujano-, accedo a la petición de
usted. Veré al paciente mañana, si usted me deja sus señas. ¿A qué hora se le
puede visitar?
-No, señor.
-No; no podría.
¿Sería acaso que el hombre tenía que ser asesinado a la mañana siguiente, y que
la mujer, cómplice de él y ligada a él por un secreto, se arrepentía y, aunque
imposibilitada para impedir cualquier atentado contra la víctima, se había decidido
a prevenir su muerte, si era posible, haciendo intervenir a tiempo al médico? La
idea de que tales cosas ocurrieran a dos millas de la ciudad le parecía absurda.
Ahora bien, su primera impresión, esto es, de que la mente de la mujer se hallaba
desordenada, acudía otra vez; y como era el único modo de resolver el problema,
se aferró a la idea de que aquella mujer estaba loca. Ciertas dudas acerca de este
punto, no obstante, le asaltaron durante una pesada noche sin sueño, en el
transcurso de la cual, y a despecho de todos sus esfuerzos, no pudo expulsar de
su imaginación perturbada aquel velo negro.
33
La parte más lejana de Walworth, aun hoy, es un sitio aislado y miserable. Pero
hace treinta y cinco años era casi en su totalidad un descampado habitado por
gente diseminada y de carácter dudoso, cuya pobreza les prohibía aspirar a un
mejor vecindario, o bien cuyas ocupaciones y maneras de vivir hacían esta
soledad deseable. Muchas de las casas que allí se construyeron no lo fueron sino
en años posteriores; y la mayoría de las que entonces existían, esparcidas aquí y
allá, eran del más tosco y miserable aspecto.
Después de afanarse a través del barro; de realizar varias pesquisas acerca del
lugar que se le había indicado, recibiendo otras tantas respuestas contradictorias,
el joven llegó al fin a la casa. Era baja, de aspecto desolado. Una vieja cortina
amarilla ocultaba una puerta de cristales al final de unos peldaños, y los postigos
estaban entornados. La casa se hallaba separada de las demás y, como estaba
en un rincón de una corta callejuela, no se veía otra por los alrededores.
Si decimos que el cirujano dudaba y que anduvo unos pasos más allá de la casa
antes de dominarse y levantar el llamador de la puerta, no diremos nada que
tenga que provocar la sonrisa en el rostro del lector más audaz. La policía de
Londres, por aquel tiempo, era un cuerpo muy diferente del de hoy día; la situación
aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la construcción y las mejoras urbanas
no habían empezado a unirlos a la ciudad y sus alrededores, convertían a varios
de ellos, y a este en particular, en un sitio de refugio para los individuos más
depravados.
Aun las calles de la parte más alegre de Londres se hallaban entonces mal
iluminadas. Los lugares como el que describimos estaban abandonados a la luna
y las estrellas. Las probabilidades de descubrir a los personajes desesperados, o
de seguirles el rastro hasta sus madrigueras, eran así muy escasas y, por tanto,
sus audacias crecían; y la conciencia de una impunidad cada vez se hacía mayor
por la experiencia cotidiana. Añádanse a estas consideraciones que el joven
cirujano había pasado algún tiempo en los hospitales de Londres; y, si bien ni un
34
Burke ni un Bishop habían alcanzado todavía su gran notoriedad, sabía, por propia
observación, cuán fácilmente las atrocidades pueden ser cometidas. Sea como
fuere, cualquiera que fuese la reflexión que le hiciera dudar, lo cierto es que dudó;
pero siendo un hombre joven, de espíritu fuerte y de gran valor personal, sólo
titubeó un instante. Volvió atrás y llamó con suavidad a la puerta.
Enseguida se oyó un susurro, como si una persona, al final del pasillo, conversase
con alguien del rellano de la escalera, más arriba. Después se oyó el ruido de dos
pesadas botas y la cadena de la puerta fue levantada con suavidad. Allí vio a un
hombre alto, de mala facha, con el pelo negro y una cara tan pálida y desencajada
como la de un muerto; se presentó, diciendo en voz baja:
-Entre, señor.
El cirujano lo hizo así, y el hombre, después de haber colocado otra vez la cadena,
le condujo hasta una pequeña sala interior, al final del pasillo.
-Si quiere usted entrar aquí -dijo el hombre que, evidentemente, se había dado
cuenta de la situación-, no tardará ni siquiera cinco minutos, se lo aseguro.
35
su imaginación la idea de que podría tratarse de un hombre disfrazado de mujer.
Sin embargo, los histéricos sollozos que salían de debajo del velo y su actitud de
pena, hacían desechar esta sospecha; y él la siguió sin vacilar.
Tendida sobre esta, muy acurrucada en una sábana cubierta con unas mantas,
una forma humana yacía sobre el lecho, rígida e inmóvil. La cabeza y la cara se
hallaban descubiertas, excepto una venda que le pasaba por la cabeza y por
debajo de la barbilla. Tenía los ojos cerrados. El brazo izquierdo estaba extendido
pesadamente sobre la cama. La mujer le tomó una mano. El cirujano, rápido,
apartó a la mujer y tomó esta mano.
-¡Oh, señor, no diga eso! -exclamó con un estallido de pasión cercano a la locura-.
¡Oh, señor, no diga eso; no podría soportarlo! Algunos han podido volver a la vida
cuando los daban por muerto. ¡No le deje, señor, sin hacer un esfuerzo para
salvarlo! En estos instantes la vida huye de él. ¡Inténtelo, señor, por todos los
santos del cielo! -y hablando así frotaba la frente y el pecho de aquel cuerpo sin
vida; y enseguida golpeaba con frenesí las frías manos que, al dejar de retenerlas,
volvieron a caer, indiferentes y pesadas, sobre la colcha.
36
Y con vivo ademán, tanto que la mujer apenas se dio cuenta de que se había
alejado, abrió la cortina de par en par, y, a plena luz, regresó al lado de la cama.
-Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido -exclamó la mujer con convicción-.
¡Cruel, inhumanamente asesinado!
El cirujano volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo que ahora
yacía iluminado por la luz de la ventana. El cuello estaba hinchado, con una señal
rojiza a su alrededor. Como un relámpago, se le presentó la verdad.
-¡Es uno de los hombres que han sido ahorcados esta mañana! -exclamó
volviéndose con un estremecimiento.
-¿Quién era?
Era verdad. Un cómplice, tan culpable como él mismo, había sido absuelto,
mientras a él lo condenaron y ejecutaron. Referir las circunstancias del caso, ya
lejano, es innecesario y podría lastimar a personas que aún viven. Era una historia
como las que ocurren a diario. La mujer era una viuda sin relaciones ni dinero, que
se había privado de todo para dárselo a su hijo. Este, despreciando los ruegos de
su madre, y sin acordarse de los sacrificios que ella había hecho por él, se había
hundido en la disipación y el crimen. El resultado era este; la muerte, por la mano
del verdugo, y para su madre la vergüenza y una locura incurable.
37
Durante varios años, el joven cirujano visitó diariamente a la pobre loca. Y no sólo
para calmarla con su presencia, sino para velar, con mano generosa, por su
comodidad y sustento. En el destello fugaz de su memoria que precedió a la
muerte de la desdichada, un ruego por el bienestar y dicha de su protector salió de
los labios de la pobre criatura desamparada. La oración voló al cielo, donde fue
oída y la limosna que él dio le ha sido mil veces devuelta; pero entre los honores y
las satisfacciones que merecidamente ha tenido no conserva recuerdo más grato
a su corazón que el de la historia de la mujer del velo negro
38
LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA
Edgar Allan Poe
La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste
había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y
el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y
luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el
cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda
ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se
cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios
quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte,
y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta
de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque
majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las
puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron
fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar
ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o
del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones
semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se
las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había
reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores,
bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del
lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les
describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de
estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga
galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las
paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se
trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo
extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no
podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco
recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de
la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que
seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya
coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por
ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente
azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos
purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo
39
mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja;
la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía
completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el
techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y
tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la
decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares.
Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos.
Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes,
sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído
que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo
y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había
ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas
destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
40
incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En
verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de
sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de
color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta
pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un
momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños
están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -
apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras
ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al
pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en
la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y
una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la
tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría
alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que
los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras
estancias.
41
apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia
frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que
ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se
paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un
estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció
de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-,
quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y
desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las
almenas!
42
la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y
las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte
Roja lo dominaron todo.
43
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin
embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche
juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo
desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la
casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una
gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta
como hoy, llámeme enseguida.
44
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas
y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba.
Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin
cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus
pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de
la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo
rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la
mano de su marido, acariciándola temblando.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.
En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y
siguieron al comedor.
45
almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se
arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz.
Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el
silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la
cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen
de sangre.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había
vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual,
llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana
parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones
de pluma.
46
LAS RAYAS
Horacio Quiroga
...-"En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la
propia cosa significada, y son capaces de crearla por simple razón de eufonía. Se
precisará un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho
pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre."
Como se ve, pocas veces es dado oír teorías tan maravillosas como la anterior. Lo
curioso es que quien la exponía no era un viejo y sutil filósofo versado en la
escolástica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios, que
trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa,
sorbimos rápidamente el café, nos sentamos de costado en la silla para oír largo
rato, y fijamos los ojos en el de Córdoba.
Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha amistad, y como ninguno
tenía familia en Laboulaye, habían alquilado un caserón con sombríos corredores
de bóveda, obra de un escribano que murió loco allá.
Los dos primeros años no tuvimos la menor queja de nuestros hombres. Poco
después comenzaron, cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser.
El vendedor -se llamaba Tomás Aquino- llegó cierta mañana a la barraca con una
verbosidad exuberante. Hablaba y reía sin cesar, buscando constantemente no sé
qué en los bolsillos. Así estuvo dos días. Al tercero cayó con un fuerte ataque de
gripe; pero volvió después de almorzar, inesperadamente curado. Esa misma
tarde, Figueroa tuvo que retirarse con desesperantes estornudos preliminares que
lo habían invadido de golpe. Pero todo pasó en horas, a pesar de los síntomas
dramáticos. Poco después se repitió lo mismo, y así, por un mes: la charla
47
delirante de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada dos días un fulminante y
frustrado ataque de gripe.
Esto era lo curioso. Les aconsejé que se hicieran examinar atentamente, pues no
se podía seguir así. Por suerte todo pasó, regresando ambos a la antigua y
tranquila normalidad, el vendedor entre las tablas, y Figueroa con su pluma gótica.
Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de noche los libros, y con toda la
sorpresa que imaginarán, vi que la última página del Mayor estaba cruzada en
todos sentidos de rayas. Apenas llegó Figueroa a la mañana siguiente, le pregunté
qué demonio eran esas rayas. Me miró sorprendido, miró su obra, y se disculpó
murmurando.
No fue sólo esto. Al otro día Aquino entregó el Diario, y en vez de las anotaciones
de orden no había más que rayas: toda la página llena de rayas en todas
direcciones. La cosa ya era fuerte; les hablé malhumorado, rogándoles muy
seriamente que no se repitieran esas gracias. Me miraron atentos pestañeando
rápidamente, pero se retiraron sin decir una palabra.
Así varios días, hasta que una tarde hallé a Figueroa doblado sobre la mesa,
rayando el libro de Caja. Ya había rayado todo el Mayor, hoja por hoja; todas las
páginas llenas de rayas, rayas en el cartón, en el cuero, en el metal, todo con
rayas.
No había duda; estaban completamente locos, una terrible obsesión de rayas que
con esa precipitación productiva quién sabe a dónde los iba a llevar.
48
-No -replicó en voz baja-. Anoche, durante la tormenta, se han oído gritos que
salían de adentro.
Ya no era posible más; habían llegado a un terrible frenesí de rayar, rayar a toda
costa, como si las más intimas células de sus vidas estuvieran sacudidas por esa
obsesión de rayar. Aun en el patio mojado las rayas se cruzaban
vertiginosamente, apretándose de tal modo al fin, que parecía ya haber hecho
explosión la locura.
49
EL SABUESO
H.P. Lovecraft
¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan
monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un mundo prosaico, donde
incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su
atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos
estéticos e intelectuales que prometían terminar con nuestro insoportable
aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas
fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado
pronto de su atrayente novedad.
50
una tumba descubierta.
Había allí estatuas y cuadros, todos de temas perversos y algunos realizados por
St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana
curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había
atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda,
de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias
de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de
caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos
por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un
especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de
pensar en destruirme a mí mismo.
¿Qué desdichado destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés?
Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado
allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había
robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en
aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando
sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían
tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las
legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de
hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los fosforescentes
insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los
olores a moho, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban
51
débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo
peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver
ni situar de un modo concreto. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas
de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido
encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los
colmillos de un execrable animal.
Recuerdo cómo excavamos la tumba del vampiro con nuestras azadas, y cómo
nos estremecimos ante el cuadro de nosotros mismos, la tumba, la pálida luna
vigilante, las horribles sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la antigua
capilla, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos olores, la gimiente brisa
nocturna y el extraño aullido de cuya existencia objetiva apenas podíamos estar
seguros.
Mucho -sorprendentemente mucho- era lo que quedaba del cadáver a pesar de los
quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque aplastado en algunos lugares
por las mandíbulas de la cosa que le había producido la muerte, se mantenía
unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con
sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos
con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico
diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a
un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba
exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade
verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, sugeridora de
muerte, de bestialidad y de odio. Alrededor de la base llevaba una inscripción en
unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un
sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.
52
Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso
cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la
habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible
lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los
murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de profanar,
como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba
muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.
Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente
roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también
alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los
pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y
opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en
otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa
investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos
hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos
pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora
en una hornacina de nuestro museo, y a veces encendíamos una vela
extrañamente aromada delante de él. Leímos mucho en el Necronomicon de
Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con
los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.
53
colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la
puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente
de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de
susurros, risitas entre dientes y balbuceos articulados. En aquel momento no
tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con
una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las
aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido
proferidos en idioma holandés.
54
Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a
Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la
impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y
antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto
oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una
sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un
viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que
había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.
Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un
espantoso suceso acaecido en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable
vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por
un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído
durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido
de un gigantesco sabueso.
No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar
dementes explicaciones y disculpas al tranquilo y blanco esqueleto que reposaba
en su interior; pero, cualesquiera que fueran mis motivos, ataqué el suelo medio
helado con una desesperación parcialmente mía y parcialmente de una voluntad
dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó mucho más fácil de lo que
había esperado, aunque en un momento determinado me encontré con una
extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó
frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada.
Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.
55
Aquél fue el último acto racional que realicé.
56
POLARIS
H.P. Lovecraft
Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los
horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las
nubes, y luego el sueño.
Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba,
callada y soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre
picos extraños. Sus murallas eran de horrible mármol, al igual que sus torres,
columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había columnas de mármol en cuya
parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y barbados. El
aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cénit, brillaba
vigilante esa Estrella Polar. Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que
llegara el día. Cuando el rojo Aldebarán, que parpadea a baja altura sin ponerse,
llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el horizonte, vi luz y movimiento en
las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo nobles y
familiares, deambulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban
sabiamente en una lengua que yo entendía, si bien era distinta de la que conocía.
Y cuando el rojo Aldebarán hubo recorrido más de la mitad de su trayecto, volvió
el silencio y la oscuridad.
57
Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de
la extraña meseta entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el
paisaje como una presencia incorpórea que todo lo observaba, deseé luego definir
mi relación con ella, y hablar con los hombres graves que a diario discutían en las
plazas. Me dije a mí mismo: "Esto no es un sueño; pues, ¿por qué medio puedo
probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del
siniestro pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar
atisba furtiva por mi ventana?"
Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los
desfiladeros. Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el
cansancio, ya que no había dormido desde hacía muchos días; pero mi resolución
58
era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la marmórea ciudad de Olathoe,
situada entre los picos Noton y Kadiphonek.
Pero cuando estaba en la cámara más alta de la torre, percibí la luna roja,
siniestra, menguante, cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el
lejano valle de Banof. Y a través de su abertura del techo brilló la pálida Estrella
Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva como un demonio de
tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en
traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y
otra vez:
"Duerme, vigía, hasta que las esferas giren veintiséis mil años Y yo regrese al
lugar donde ahora ardo. Después, otros astros surgirán En el eje de los cielos
astros que sosieguen, astros que bendigan Sólo cuando mi órbita concluya turbará
el pasado tu puerta".
59
EL NAHUAL
Anónimo
Esto le pasó a mi primo hace poco. Él vive en un pueblo tan tradicionalista y viejo
que las historias de aparecidos y brujería son de casi todos los días, él no creía en
esas cosas hasta que lo vivió en carne propia.
Dice que en su casa no se explicaban por qué, pero que todas las mañanas
encontraban la cocina revuelta, como si hubiera entrado un animal, todos los
trastos tirados, la harina, el azúcar; es que ellos compran siempre bultos de harina
y azúcar y manteca porque hacen pan. El patio que tienen es muy grande y la
cocina está un poco alejada de la casa.
Por más que se atrancaba la puerta, parecía que un animal o alguien entraba a
tirar todo, mi tía cansada de esa situación, decidió espiar a ver lo que era. Pasaron
4 noches y nada, la quinta noche se levantó al escuchar mucho ruido en la cocina,
levantó a mi primo y sigilosamente se asomó, cuál fue su impresión al ver por la
ventana a un enorme cerdo negro y repulsivo, tirando las cosas, husmando en las
cacerolas, los trastos... Lo que más le sorprendió es que la puerta estaba bien
atrancada y no había agujero por el que semejante animalón pudiera meterse, y
como se las sabe de todas todas, le dijo a mi primo que trajera un lazo y que se
"orinara en él". Mi primo trajo el lazo y le dijo que para qué se lo iba a orinar y mi
tía que lo regañó y lo hizo orinarse en el lazo. Mi tía tomó el lazo y entró, el animal
se le aventó agresivo queriéndola morder, y en una de esas mi tía que lo laza...,
en serio que el animal tenía una fuerza descomunal que hasta mi primo la tuvo
que ayudar. Lo amarraron en un árbol en medio del patio y dijo, si en verdad no es
nada malo, mañana mismo lo echo en la cazuela, canijo animal.
Mi primo desde ahí quedó pasmado e investigó lo que era un nahual, según dice
es un brujo malo que pacta con Satanás y tiene la facilidad de cambiar su cuerpo
a la de un animal grande, cerdos, perros, coyotes, etc. para hacer daño a las
casas o para asesinar a sus enemigos.
60