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INDICE

1. EL VAMPIRO (Horacio Quiroga) .............................................. 2

2. A SOLAS CON LA MUERTE. (Laura D. H) ............................... 5

3. LA GALLINA DEGOLLADA (Horacio Quiroga) ....................... 7

4. EL GATO NEGRO (Edgar Allan Poe) ..................................... 14

5. EL CORAZÓN DELATOR (Edgar Allan Poe) ......................... 21

6. LA MIEL SILVESTRE (Horacio Quiroga) ............................... 25

7. EL VELO NEGRO (Charles Dickens) ..................................... 30

8. LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA (Edgar Allan Poe) ..... 39

9. EL ALMOHADÓN DE PLUMAS (Horacio Quiroga) .............. 44

10. LAS RAYAS (Horacio Quiroga) .............................................. 47

11. EL SABUESO (H.P. Lovecraft) ............................................... 50

12. POLARIS (H.P. Lovecraft) ...................................................... 57

13.EL NAHUAL (anónimo)........................................................... 60


EL VAMPIRO
Horacio Quiroga

Sí -dijo el abogado Rhode-. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por
aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de
algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el
cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas
porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la
fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro,
un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada
faltaba al cuadro.

En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un


fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un
instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí
al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.

-¡Ah! ¡Usted me entiende! -exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó


con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:

-¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Que cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo!
¡Solamente yo! Óigame: Cuando yo llegué... allá, mi mujer...

-¿Dónde allá? -le interrumpí.

-Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?... Cuando yo llegué mi mujer corrió como una
loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces
sobre mí, mirándome con ojos de locos. ¡Mi casa! ¡Se había quemado,
derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Esa, esa era mi casa! ¡Pero
ella no, mi mujer mía! Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el
hombro, gritándome:

-¿Qué hace? ¡Conteste!

Y yo le contesté:

-¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!

Entonces se levantó un clamor:

-¡No es ella! ¡Esa no es!


Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían
saltarse de las órbitas ¿No era esa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe
de sangre me encendió los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María.

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Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la
voz ronca:

-¡Por qué! ¡Por qué!

Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de
costado. Y los ojos de fuera mirándome. Entonces comencé a oír de todas partes:
-Murió.

-Murió aplastada.

-Murió.

-Gritó.

-Gritó una sola vez.

-Yo sentí que gritaba.

Yo también.

-Murió.

-La mujer de él murió aplastada.

-¡Por todos los santos! -grité yo entonces retorciéndome las manos-. ¡Salvémosla,
compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!

Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los
ladrillos volaban, los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a
saltos.

A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos
había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda
desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!

No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una
enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de
sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.

Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas,


viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro.
Entonces cogí a la sirvienta y comencé a arrastrarla alrededor del patio.

Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso otro paso!

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En el hueco de una puerta -carbón y agujero, nada más- estaba acurrucada la
gata de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez
que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.

¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los
escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María!

La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez
se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así,
esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta -¡de ella, de
María, no maldito rebuscador de cadáveres!

-¡Rebuscador de cadáveres! -repetí yo mirándolo-. ¡Pero entonces eso fue en el


cementerio!

El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos
de loco.
-¡Conque sabías entonces! -articuló-. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar
una hora! ¡Ah! -rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la
pared hasta caer sentado-: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en
mi casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi
María!

No necesitaba más, como ustedes comprenden -concluyó el abogado-, para


orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya
dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado...

-¿Anoche? -exclamó un hombre joven de riguroso luto-. ¿Y de noche se da de alta


a los locos?

-¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo
demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de
estar ya en funciones. Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.

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A SOLAS CON LA MUERTE.
Laura D. H

Aquella noche miró hacia el pasado para encontrarse con su otro yo, aquella
muchacha asustadiza y tímida que no era capaz de decir una palabra más alta
que la otra.

Se miró al espejo intentando analizar sus gestos, buscando qué era aquello que la
había hecho cambiar tanto como para convertirse en lo que ahora era. ¿Adónde
habían ido a parar aquellos sentimientos de culpabilidad de las primeras veces?
¿Qué había sido de su arrepentimiento, dónde estaban sus comeduras de cabeza,
aquel dolor intenso que había sentido su pecho, esa lucha de sus ojos intentando
evitar llorar?

Ya no quedaba nada de aquello. Ella se había convertido en una implacable


máquina de muerte. Ya no había compasión en sus ojos a la hora de matar.

Ya acabó la venganza, porque ahora no se sentía pequeña e indefensa, porque


ahora ya tenía el control que había estado ansiando durante toda su vida.

Y, mirándose ante el espejo, sintió ganas de llorar, no por sus actos, si no al ver
en lo que se había convertido, ya que había pasado de ser una dulce personilla,
sincera, silenciosa, sufriente y simple, a aquello.

¿De qué le había servido? Si realmente era gratificante la venganza o si sólo era
una idea que había creado en su mente para convencerse de que llevaba la razón
era algo que ya no se sentía capaz de evaluar.

Y ahora estaba a solas. A solas con la muerte. Meditando sobre el sentido de todo
lo que había hecho. Pensando en cómo habría sido la vida de aquellas personas
si ella no se la hubiera arrebatado. Acordándose de las familias de todas sus
víctimas. Era extraño que se hubiera puesto a pensar en ello.

¿Qué estaba fallando en ella? ¿Por qué se creía malvada? ¿Por qué sentía
compasión? Toda su vida había consistido en una cruzada de venganza hacia el
pasado, hacia los malos tratos que sufrió, que la convirtieron en un ser alienado,
inútil, que se dejaba llevar. Y había disfrutado tanto siendo ella quien llevaba las
riendas...

Pero ahora el camino llegaba a su fin. Ya no sentía deseos de volver a matar. La


cuenta había sido saldada. La venganza había llegado a su término y se dio
cuenta de que su falsa personalidad, la de aquella imparable asesina, era tan sólo
una mala fachada que ella misma había creado. Y la fachada había cedido ante la
realidad.

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Ya no había vuelta atrás. No podía permitirse el hecho de volver a ser como antes.
No volvería a llorar, ni a quejarse, ni a sufrir por ella ni por nadie. Jamás podría
aceptar a su verdadero yo. No sabría cómo convivir con él.

Sin más escapatoria abrió el bolso, sacó su pistola, se miró al espejo y, apoyando
el arma sobre su sien, disparó con una sonrisa en los labios. Había ganado la
batalla.

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LA GALLINA DEGOLLADA
Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y
volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba
paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los
ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta.
La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se
animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad
ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía


eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,
mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban
apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en
su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el
pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido
se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A
los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido
y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado
ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor
mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante,
hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando
las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento;


pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado
profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de
su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su


primogénito.

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El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,


educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que...?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.


Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más,
pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el


pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,
sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su
joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo.


Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido.
Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día
siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor
estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda
su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no
pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo
como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo
de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron
mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran


compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda
animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir,
cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban
contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían
hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían
colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos
de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa;
pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero


pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el
largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

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No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en
razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había
tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la
desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos
echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio
específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había
la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las
manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.


—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus
hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No
faltaba más!... —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te
quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir...

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables


reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

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Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella
toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del
mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita
olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo
atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado,
pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor
indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los
rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo
para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía
afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si
hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se
comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta
de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía
mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible.
La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No
los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco,
abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y
esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente
imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir
o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes
pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?...

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa
a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

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—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que
querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha
muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son
hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,


pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi
padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había
desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se
han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más
efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las


emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo
abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se
atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras
la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta
había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la
carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro
idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación...
Rojo... rojo...

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.


Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno
perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,
naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija,
más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su


banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el


matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso

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saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a
casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los
ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de


cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco,
miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por
una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de
kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba


pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta
sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y
buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba
fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente
sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente
avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a
montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la
pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de


sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola
pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se
despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

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—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se
le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a
la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta
entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del
padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini,
lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre
la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

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EL GATO NEGRO
Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su
propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste
en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de
episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado,
me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si
para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos.
Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas
a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos
excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente
describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La


ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en
objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y
mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor
parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los
acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la
virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que
alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que
me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que
recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega
directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad
y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al


observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de
procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de
colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y


de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el
fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia
popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero
decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de
recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi


camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me
costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

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Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al
confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del
demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e
indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar
descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis
favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los
descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé
suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía
con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el
afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues,
¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que
ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de
mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de


mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé
en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al
punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como
si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que
diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del
bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por
el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso,
tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los
vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el
remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo,
no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy
pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba,
como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado
al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme
agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido
tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para
mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía
no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi
alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del
corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos
sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí
mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la
simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia
permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a
transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de
perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo
que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de

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hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el
suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre
fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo
ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo
remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me
había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del
alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron
gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa
estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi
mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron
y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el


desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no
quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a
visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba
en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y
contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había
quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación.
Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas
parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras
"¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi
que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de
un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa.
Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí
dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda.
Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse
la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien
debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin
duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las
paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado,
cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la
imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el


extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante
muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo
dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al
remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los
viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y
apariencia que pudiera ocupar su lugar.

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Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que
infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles
de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos
había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la
presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era
un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste,
salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este
gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo
el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó


contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de
encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse
su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás
lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal


pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y
otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a
ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era
exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir
cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba.
Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la
amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el
recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas
semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero
gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir
en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana


siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto.
Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien,
como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez
habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más
puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión.
Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector.
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies,
amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis
ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba
aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer

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crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor
al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí,
aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el
terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las
más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me
había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he
hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo
había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había
parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan
imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como
fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía
y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme;
representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen
delpatíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y
de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que
una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era
capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y
semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del
reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche,
despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente
aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no
me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba


de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más
tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor
creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la
entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la
habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega
cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja
casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras
bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me
exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles
temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que
hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano
de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una
rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza.
Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

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Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a
la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de
día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara.
Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el
cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del
sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo
en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de
cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor
expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los
monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco
resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad
de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se
veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de
manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los
ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de
manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de


una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna,
lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su
forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un
enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo
enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La
pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el
menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por
lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia,


pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera
surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto
animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de
aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el
profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi
pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la
casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del
crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más


respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para
siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la
culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas
averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una
perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad
futura me parecía asegurada.

19
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y
procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los
acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por
tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo
músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la
inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre
el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón
era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos,
una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de
haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía.
Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi
frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de
mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes...
¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón
que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el
cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había
cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba.
Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño,
que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo
alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de
horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la
garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la
condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la
escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos
atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y
manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los
espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de
fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al
monstruo en la tumba!

20
EL CORAZÓN DELATOR
Edgar Allan Poe

¡Es verdad! Soy nervioso, terriblemente nervioso. Siempre lo he sido y lo soy,


pero, ¿podría decirse que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis
sentidos, no los había destruido ni apagado. Sobre todo, tenía el sentido del oído
agudo. Oía todo sobre el cielo y la tierra. Oía muchas cosas del infierno. Entonces,
¿cómo voy a estar loco? Escuchen y observen con qué tranquilidad, con qué
cordura puedo contarles toda la historia.

Me resulta imposible decir cómo surgió en mi cabeza esa idea por primera vez;
pero, una vez concebida, me persiguió día y noche. No perseguía ningún fin. No
había pasión. Yo quería mucho al viejo. Nunca me había hecho nada malo. nunca
me había insultado. no deseaba su oro. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un
ojo semejante al de un buitre. Era un ojo de un color azul pálido, con una fina
película delante. Cada vez que posaba ese ojo en mí, se me enfriaba la sangre; y
así, muy gradualmente, fui decidiendo quitarle la vida al viejo y quitarme así de
encima ese ojo para siempre.

Pues bien, así fue. Usted creerá que estoy loco. Los locos no saben nada. Pero
debería haberme visto. Debería usted haber visto con qué sabiduría procedí, con
qué cuidado, con qué previsión, con qué disimulo me puse a trabajar. Nunca había
sido tan amable con el viejo como la semana antes de matarlo. Y cada noche,
cerca de medianoche, yo hacía girar el picaporte de su puerta y la abría, con
mucho cuidado. Y después, cuando la había abierto lo suficiente para pasar la
cabeza, levantaba una linterna cerrada, completamente cerrada, de modo que no
se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Cómo se habría reído usted si
hubiera visto con qué astucia pasaba la cabeza! La movía muy despacio, muy
lentamente, para no molestar el sueño del viejo. Me llevaba una hora meter toda la
cabeza por esa abertura hasta donde podía verlo dormir sobre su cama. ¡Ja!
¿Podría un loco actuar con tanta prudencia? Y luego, cuando mi cabeza estaba
bien dentro de la habitación, abría la linterna con cautela, con mucho cuidado
(porque las bisagras hacían ruido), hasta que un solo rayo de luz cayera sobre el
ojo de buitre. Hice todo esto durante siete largas noches, cada noche cerca de las
doce, pero siempre encontraba el ojo cerrado y era imposible hacer el trabajo, ya
que no era el viejo quien me irritaba, sino su ojo. Y cada mañana, cuando
amanecía, iba sin miedo a su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole
por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Por
tanto verá usted que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar
que cada noche, a las doce, yo iba a mirarlo mientras dormía.

La octava noche, fui más cuidadoso cuando abrí la puerta. El minutero de un reloj
de pulsera se mueve más rápido de lo que se movía mi mano. Nunca antes había
sentido el alcance de mi fuerza, de mi sagacidad. Casi no podía contener mis

21
sentimientos de triunfo, al pensar que estaba abriendo la puerta poco a poco, y él
ni soñaba con el secreto de mis acciones e ideas. Me reí entre dientes ante esa
idea. Y tal vez me oyó porque se movió en la cama, de repente, como
sobresaltado. pensará usted que retrocedí, pero no fue así. Su habitación estaba
tan negra como la noche más cerrada, ya que él cerraba las persianas por miedo
a que entraran ladrones; entonces, sabía que no me vería abrir la puerta y seguí
empujando suavemente, suavemente.

Ya había introducido la cabeza y estaba para abrir la linterna, cuando mi pulgar


resbaló con el cierre metálico y el viejo se incorporó en la cama, gritando:

-¿Quién anda ahí?

Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera, no moví ni un músculo y
mientras tanto no oí que volviera a acostarse en la cama. Aún estaba sentado,
escuchando, como había hecho yo mismo, noche tras noche, escuchando los
relojes de la muerte en la pared.

Oí de pronto un quejido y supe que era el quejido del terror mortal, no era un
quejido de dolor o tristeza. ¡No! Era el sonido ahogado que brota del fondo del
alma cuando el espanto la sobrecoge. Yo conocía perfectamente ese sonido.
Muchas veces, justo a medianoche, cuando todo el mundo dormía, surgió de mi
pecho, profundizando con su temible eco, los terrores que me enloquecían. Digo
que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía y sentí lástima por él, aunque me
reía en el fondo de mi corazón. Sabía que él había estado despierto desde el
primer débil sonido, cuando se había vuelto en la cama. Sus miedos habían
crecido desde entonces. Había estado intentando imaginar que aquel ruido era
inofensivo, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo: "No es más que
el viento en la chimenea, no es más que un ratón que camina sobre el suelo", o
"No es más que un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de
convencerse de estas suposiciones, pero era en vano. Todo en vano, ya que la
muerte, al acercársele se había deslizado furtiva y envolvía a su víctima. Y era la
fúnebre influencia de aquella imperceptible sombra la que le movía a sentir,
aunque no veía ni oía, a sentir la presencia dentro de la habitación.

Cuando hube esperado mucho tiempo, muy pacientemente, sin oír que se
acostara, decidí abrir un poco, muy poco, una ranura en la linterna. Entonces la
abrí -no sabe usted con qué suavidad- hasta que, por fin, su solo rayo, como el
hilo de una telaraña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo del buitre.

Estaba abierto, bien abierto y me enfurecí mientras lo miraba, lo veía con total
claridad, de un azul apagado, con aquella terrible película que me helaba el alma.
Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo, ya que había dirigido el rayo,
como por instinto, exactamente al punto maldito.

¿No le he dicho que lo que usted cree locura es solo mayor agudeza de los
sentidos? Luego llegó a mis oídos un suave, triste y rápido sonido como el que

22
hace un reloj cuando está envuelto en algodón. Aquel sonido también me era
familiar. Era el latido del corazón del viejo. Aumentó mi furia, como el redoblar de
un tambor estimula al soldado en batalla.

Sin embargo, incluso en ese momento me contuve y seguí callado. Apenas


respiraba. Mantuve la linterna inmóvil. Intenté mantener con toda firmeza la luz
sobre el ojo. Mientras tanto, el infernal latido del corazón iba en aumento. Crecía
cada vez más rápido y más fuerte a cada instante. El terror del viejo debe haber
sido espantoso. Era cada vez más fuerte, más fuerte... ¿Me entiende? Le he dicho
que soy nervioso y así es. Pues bien, en la hora muerta de la noche, entre el atroz
silencio de la antigua casa, un ruido tan extraño me excitaba con un terror
incontrolable. Sin embargo, por unos minutos más me contuve y me quedé quieto.
Pero el latido era cada vez más fuerte, más fuerte. Creí que aquel corazón iba a
explotar. Y se apoderó de mí una nueva ansiedad: ¡Los vecinos podrían escuchar
el latido del corazón! ¡Al viejo le había llegado la hora! Con un fuerte grito, abrí la
linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez, sólo una vez. En
un momento, lo tiré al suelo y arrojé la pesada cama sobre él. Después sonreí
alegremente al ver que el hecho estaba consumado. Pero, durante muchos
minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Sin embargo, no me
preocupaba, porque el latido no podría oírse a través de la pared. Finalmente,
cesó. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el cuerpo. Sí, estaba duro,
duro como una piedra. Pasé mi mano sobre el corazón y allí la dejé durante unos
minutos. No había pulsaciones. Estaba muerto. Su ojo ya no me preocuparía más.

Si aún me cree usted loco, no pensará lo mismo cuando describa las sabias
precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche avanzaba y trabajé
con rapidez, pero en silencio. En primer lugar descuarticé el cadáver. le corté la
cabeza, los brazos y las piernas. Después levanté tres planchas del suelo de la
habitación y deposité los restos en el hueco. Luego coloqué las tablas con tanta
inteligencia y astucia que ningún ojo humano, ni siquiera el suyo, podría haber
detectado nada extraño. No había nada que limpiar; no había manchas de ningún
tipo, ni siquiera de sangre. Había sido demasiado precavido para eso. Todo
estaba recogido. ¡Ja, ja!

Cuando terminé con estas tareas, eran las cuatro... Todavía oscuro como
medianoche. Al sonar la campanada de la hora, golpearon la puerta de la calle.
Bajé a abrir muy tranquilo, ya que no había anda que temer. Entraron tres
hombres que se presentaron, muy cordialmente, como oficiales de la policía. Un
vecino había oído un grito durante la noche, por lo cual había sospechas de algún
atentado. Se había hecho una denuncia en la policía, y ellos, los oficiales, habían
sido enviados a registrar el lugar. Sonreí, ya que no había nada que temer. Di la
bienvenida a los caballeros. Dije que el alarido había sido producido por mí
durante un sueño. Dije que el viejo estaba fuera, en el campo. Llevé a los
visitantes por toda la casa. Les dije que registraran bien. Por fin los llevé a su
habitación, les enseñé sus tesoros, seguros e intactos. En el entusiasmo de mi
confianza, llevé sillas al cuarto y les dije que descansaran allí mientras yo, con la

23
salvaje audacia que me daba mi triunfo perfecto, colocaba mi silla sobre el mismo
lugar donde reposaba el cadáver de la víctima.

Los oficiales se mostraron satisfechos. Mi forma de proceder los había


convencido. Yo me sentía especialmente cómodo. Se sentaron y hablaron de
cosas comunes mientras yo les contestaba muy animado. Pero, de repente,
empecé a sentir que me ponía pálido y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y
me pareció oír un sonido; pero se quedaron sentados y siguieron conversando. El
ruido se hizo más claro, cada vez más claro. Hablé más como para olvidarme de
esa sensación; pero cada vez se hacía más claro... hasta que por fin me di cuenta
de que el ruido no estaba en mis oídos.

Sin duda, me había puesto muy pálido, pero hablé con más fluidez y en voz más
alta. Sin embargo, el ruido aumentaba. ¿Qué hacer? Era un sonido bajo, sordo,
rápido... como el sonido de un reloj de pulsera envuelto en algodón. traté de
recuperar el aliento... pero los oficiales no lo oyeron. Hablé más rápido, con más
vehemencia, pero el ruido seguía aumentando. Me puse de pie y empecé a
discutir sobre cosas insignificantes en voz muy alta y con violentos gestos; pero el
sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Caminé de un lado a otro con
pasos fuerte, como furioso por las observaciones de aquellos hombres; pero el
sonido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Me salía espuma de la
rabia... maldije... juré balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé
con ella las tablas del suelo, pero el ruido aumentaba su tono cada vez más.
Crecía y crecía y era cada vez más fuerte. Y sin embargo los hombres seguían
conversando tranquilamente y sonreían. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios
Todopoderoso! ¡No, no! ¡Claro que oían! ¡Y sospechaban! ¡Lo sabían! ¡Se estaban
burlando de mi horror! Esto es lo que pasaba y así lo pienso ahora. Todo era
preferible a esta agonía. Cualquier cosa era más soportable que este espanto. ¡Ya
no aguantaba más esas hipócritas sonrisas! Sentía que debía gritar o morir. Y
entonces, otra vez, escuchen... ¡más fuerte..., mas fuerte..., más fuerte!

-¡No finjan más, malvados! -grité- . ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esas
tablas!... ¡Aquí..., aquí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!

24
LA MIEL SILVESTRE
Horacio Quiroga

TENGO EN EL Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce
años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica
empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas
de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los
dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni
anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como fuente
de dicha y sus peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los


buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran
asombro de sus hermanos menores —iniciados también en Julio Verne— sabían
andar aún en dos pies y recordaban el habla.

La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a
haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan
aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el
orgullo de sus stromboot.

Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió


fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su
temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y
de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente
cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal
comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree de su
deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía
en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida
aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el
Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot.

Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los
yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador
público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.

De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que


contener el desenfado de su ahijado.

—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido.

—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de


colgarse el winchester al hombro.

25
—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O
mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.

Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y


se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos
en los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando
débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro
lado, retornó bastante desilusionado.

Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una
legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el
paseo. Las fieras llegarían poco a poco.

Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco


singular.
Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.

—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo.

Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres


faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos
peones regaban el piso.

—¿Qué hay, qué hay?—preguntó echándose al suelo.

—Nada... Cuidado con los pies... La corrección.

Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos


corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o
menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que
encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras y a cuanto ser no
puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no haya de
ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser
viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río
devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso abandonarles la
casa, a trueque de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto.

Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en


insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.

No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje


abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección.

Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una


mordedura.

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—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza
hacia su padrino.

Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió,


felicitándose, en cambio, de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa
reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.

Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había
concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que
el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos.
Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las
botas; todo en uno.

El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —


exacta por lo demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no
hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido
casi. Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez
metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del
agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas
oscuras, del tamaño de un huevo.

—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser
bolsitas de cera, llenas de miel...

Pero entre él —Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de


un momento de descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La
suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca
húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo.

Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen, constató que


no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica abundancia.
¡Maravillosos y buenos animalitos!

En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un


buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un
raigón. De las doce bolas, siete contenían polen.

Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría
transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo.
¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de
eucaliptus. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué
perfume, en cambio!

Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles,
comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca.
Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber

27
permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel
asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.

Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de
Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que
repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.

Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un


poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de
nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás
oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.

—Qué curioso mareo... —pensó el contador. Y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo


sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si
estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manes le hormigueaban.

—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa,
sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas...
La corrección —concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

—¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror;


no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo
subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente
solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.

—¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la
mano!...
En su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de
garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia
cambió de forma.

—¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...

Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole


íntegras sus facultades, a lo por que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el
suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su
memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una
suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...

Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un
grito, un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño

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aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor
de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del
calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.

Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne,
el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por
allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o


paralizantes, pero se la halla.

Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel


denuncia en la mayoría de los casos su condición; tal el dejo a resina de
eucaliptus que creyó sentir Benincasa.

29
EL VELO NEGRO
Charles Dickens

Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años
después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho,
escuchando el murmullo del viento que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando
sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había
caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba
confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas. Primero en
cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro si no
estuviese instalado en su casa.

Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para
Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a
verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había
encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos
meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería
este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría
destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó,
hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y
suave, se apoyó sobre su espalda.

En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni
delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín
semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas.
Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados,
acostumbraba ocupar sus horas ociosas -unas catorce por día- en substraer
pastillas de menta, tomarlas y dormirse.

-¡Una señora, señor, una señora! -exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.

-¿Qué señora? -exclamó nuestro amigo, medio dormido-. ¿Qué señora? ¿Dónde?

-¡Aquí! -repitió el muchacho, señalando la puerta de cristales que conducía al


gabinete del cirujano, con una expresión de alarma que podría atribuirse a la
insólita aparición de un cliente.

El cirujano miró y se estremeció también a causa del aspecto de la inesperada


visita. Se trataba de una mujer de singular estatura, vestida de riguroso luto y que
estaba tan cerca de la puerta que su cara casi tocaba el cristal. La parte superior
de su figura se hallaba cuidadosamente envuelta en un chal negro, y llevaba la
cara cubierta con un velo negro y espeso. Estaba de pie, erguida; su figura se
mostraba en toda su altura, y aunque el cirujano sintió que unos ojos bajo el velo
se fijaban en él, ella no se movía para nada ni mostraba darse cuenta de que la
estaban observando.

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-¿Viene para una consulta? -preguntó el cirujano titubeando y entreabriendo la
puerta. No por eso se alteró la posición de la figura, que seguía siempre inmóvil.

Ella inclinó la cabeza en señal de afirmación.

-Pase, por favor -dijo el cirujano.

La figura dio un paso; luego, volviéndose hacia donde estaba el muchacho, el cual
sintió un profundo horror, pareció dudar.

-Márchate, Tom -dijo al muchacho, cuyos ojos grandes y redondos habían


permanecido abiertos durante la breve entrevista-. Corre la cortina y cierra la
puerta.

El muchacho corrió una cortina verde sobre el cristal de la puerta, se retiró al


gabinete, cerró la puerta e inmediatamente miró por la cerradura. El cirujano
acercó una silla al fuego e invitó a su visitante a que se sentase. La figura
misteriosa se adelantó hacia la silla, y cuando el fuego iluminó su traje negro el
cirujano observó que estaba manchado de barro y empapado de agua.

-¿Se ha mojado mucho? -le preguntó.

-Sí -respondió ella con una voz baja y profunda.

-¿Se siente mal? -inquirió el cirujano, compasivamente, ya que su acento era el de


una persona que sufre.

-Sí, bastante. No del cuerpo, pero sí moralmente. Aunque no es por mí que he


venido. Si yo estuviese enferma no andaría a estas horas y en una noche como
esta, y, si dentro de veinticuatro horas me ocurriese lo que me ocurre, Dios sabe
con qué alegría guardaría cama y desearía morirme. Es para otro que solicito su
ayuda, señor. Puede que esté loca al rogarle por él. Pero una noche tras otra,
durante horas terribles velando y llorando, este pensamiento se ha ido apoderando
de mí; y aunque me doy cuenta de lo inútil que es para él toda asistencia humana,
¡el solo pensamiento de que puede morirse me hiela la sangre!

Había tal desesperación en la expresión de esta mujer que el joven cirujano, poco
curtido en las miserias de la vida, en esas miserias que suelen ofrecerse a los
médicos, se impresionó profundamente.

-Si la persona que usted dice -exclamó, levantándose- se halla en la situación


desesperada que usted describe, no hay que perder un momento. ¿Por qué no
consultó usted antes al médico?

-Porque hubiera sido inútil y todavía lo es -repuso la mujer, cruzando las manos.

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El cirujano contempló por un momento su velo negro, como para cerciorarse de la
expresión de sus facciones; pero era tan espeso que le fue imposible saberlo.

-Se encuentra usted enferma -dijo amablemente-. La fiebre, que le ha hecho


soportar, sin darse cuenta, la fatiga que evidentemente sufre usted, arde ahora
dentro. Llévese esa copa a los labios -prosiguió, ofreciéndole un vaso de agua- y
luego explíqueme, con cuanta calma le sea posible, cuál es la dolencia que aqueja
al paciente, y cuánto tiempo hace que está enfermo. Cuando conozca los detalles
para que mi visita le sea útil, iré inmediatamente con usted.

La desconocida llevó el vaso a sus labios sin levantar el velo; sin embargo, lo dejó
sin haberlo probado y rompió en llanto.

-Sé -dijo sollozando- que lo que digo parece un delirio febril. Ya me lo han dicho,
aunque sin la amabilidad de usted. No soy una mujer joven; y, se dice, que cuando
la vida se dirige hacia su final, la escasa vida que nos queda nos es más querida
que todos los tiempos anteriores, ligados al recuerdo de viejos amigos, muertos
hace años, de jóvenes, niños quizá, que han desaparecido y la han olvidado a una
por completo, como si una estuviese muerta. No puedo vivir ya muchos años; así
es que, bajo este aspecto, tiene que resultarme la vida más querida; aunque la
abandonaría sin un suspiro y hasta con alegría si lo que ahora le cuento fuese
falso. Mañana por la mañana, aquel de quien hablo se hallará fuera de todo
socorro; y, a pesar de ello, esta noche, aunque se encuentre en un terrible peligro,
usted no puede visitarle ni servirle de ninguna manera.

-No quisiera aumentar sus penas -dijo el cirujano tras una pausa-. No
deseo comentar lo que me acaba de decir ni quiero dar la impresión de que deseo
investigar lo que usted oculta con tanta ansiedad. Pero hay en su relato una
inconsistencia que no puedo conciliar. La persona está muriéndose esta noche,
pero usted dice que no puedo verla. En cambio, usted teme que mañana sea inútil,
sin embargo ¡quiere que entonces lo vea! Si él le es tan querido como las palabras
y la actitud de usted me indican, ¿por qué no intentar salvar su vida sin tardanza
antes de que el avance de su enfermedad haga la intención impracticable?

-¡Dios me asista! -exclamó la mujer, llorando-. ¿Cómo puedo esperar que un


extraño crea lo increíble? Entonces, ¿usted se niega a verlo mañana, señor? -
añadió levantándose vivamente.

-Yo no digo que me niegue -replicó el cirujano-. Pero le advierto que, de persistir
en tan extraordinaria demora, incurrirá en una terrible responsabilidad si el
individuo se muere.

-La responsabilidad será siempre grave -replicó la desconocida en tono amargo-.


Cualquier responsabilidad que sobre mí recaiga, la acepto y estoy pronta a
responder de ella.

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-Como yo no incurro en ninguna -agregó el cirujano-, accedo a la petición de
usted. Veré al paciente mañana, si usted me deja sus señas. ¿A qué hora se le
puede visitar?

-A las nueve -replicó la desconocida.

-Usted excusará mi insistencia en este asunto -dijo el cirujano-. Pero ¿está él a su


cuidado?

-No, señor.

-Entonces, si le doy instrucciones para el tratamiento durante esta noche, ¿podría


usted cumplirlas?

La mujer lloró amargamente y replicó:

-No; no podría.

Como no había esperanzas de obtener más informes con la entrevista y deseoso,


por otra parte, de no herir los sentimientos de la mujer, que ya se habían
convertido en irreprimibles y penosísimos de contemplar, el cirujano repitió su
promesa de acudir a la mañana. Su visitante, después de darle la dirección,
abandonó la casa de la misma forma misteriosa que había entrado.

Es de suponer que tan extraordinaria visita produjo una gran impresión en el


cirujano, y que este meditó por largo tiempo, aunque con escaso provecho, sobre
todas las circunstancias del caso. Como casi todo el mundo, había leído y oído
hablar a menudo de casos raros, en los que el presentimiento de la muerte a una
hora determinada había sido concebido. Por un momento se inclinó a pensar que
el caso era uno de estos; pero entonces se le ocurrió que todas las anécdotas de
esta clase que había oído se referían a personas que fueron asaltadas por un
presentimiento de su propia muerte. Esta mujer, sin embargo, habló de un
hombre; y no era posible suponer que un mero sueño le hubiese inducido a hablar
de aquel próximo fallecimiento en una forma tan terrible y con la seguridad con
que se había expresado.

¿Sería acaso que el hombre tenía que ser asesinado a la mañana siguiente, y que
la mujer, cómplice de él y ligada a él por un secreto, se arrepentía y, aunque
imposibilitada para impedir cualquier atentado contra la víctima, se había decidido
a prevenir su muerte, si era posible, haciendo intervenir a tiempo al médico? La
idea de que tales cosas ocurrieran a dos millas de la ciudad le parecía absurda.
Ahora bien, su primera impresión, esto es, de que la mente de la mujer se hallaba
desordenada, acudía otra vez; y como era el único modo de resolver el problema,
se aferró a la idea de que aquella mujer estaba loca. Ciertas dudas acerca de este
punto, no obstante, le asaltaron durante una pesada noche sin sueño, en el
transcurso de la cual, y a despecho de todos sus esfuerzos, no pudo expulsar de
su imaginación perturbada aquel velo negro.

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La parte más lejana de Walworth, aun hoy, es un sitio aislado y miserable. Pero
hace treinta y cinco años era casi en su totalidad un descampado habitado por
gente diseminada y de carácter dudoso, cuya pobreza les prohibía aspirar a un
mejor vecindario, o bien cuyas ocupaciones y maneras de vivir hacían esta
soledad deseable. Muchas de las casas que allí se construyeron no lo fueron sino
en años posteriores; y la mayoría de las que entonces existían, esparcidas aquí y
allá, eran del más tosco y miserable aspecto.

La apariencia de los lugares por donde el joven cirujano pasó a la mañana


siguiente, no levantaron su ánimo ni disiparon su ansiedad. Saliendo del camino,
tenía que cruzar por el yermo fangoso, por irregulares callejuelas. Algún
infortunado árbol y algún hoyo de agua estancada, sucio de lodo por la lluvia,
orillaban el camino. Y a intervalos, un raquítico jardín, con algunos tableros viejos
sacados de alguna casa de verano, y una vieja empalizada arreglada con estacas
robadas de los setos vecinos, daban testimonio de la pobreza de sus habitantes y
de los escasos escrúpulos que tenían para apropiarse de lo ajeno. En ocasiones,
una mujer de aspecto enfermizo aparecía a la puerta de una sucia casa, para
vaciar el contenido de algún utensilio de cocina en la alcantarilla de enfrente, o
para gritarle a una muchacha en chancletas que había proyectado escaparse, con
paso vacilante, con un niño pálido, casi tan grande como ella. Pero apenas si se
movía nada por aquellos alrededores. Y todo el panorama ofrecía un aspecto
solitario y tenebroso, de acuerdo con los objetos que hemos descrito.

Después de afanarse a través del barro; de realizar varias pesquisas acerca del
lugar que se le había indicado, recibiendo otras tantas respuestas contradictorias,
el joven llegó al fin a la casa. Era baja, de aspecto desolado. Una vieja cortina
amarilla ocultaba una puerta de cristales al final de unos peldaños, y los postigos
estaban entornados. La casa se hallaba separada de las demás y, como estaba
en un rincón de una corta callejuela, no se veía otra por los alrededores.

Si decimos que el cirujano dudaba y que anduvo unos pasos más allá de la casa
antes de dominarse y levantar el llamador de la puerta, no diremos nada que
tenga que provocar la sonrisa en el rostro del lector más audaz. La policía de
Londres, por aquel tiempo, era un cuerpo muy diferente del de hoy día; la situación
aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la construcción y las mejoras urbanas
no habían empezado a unirlos a la ciudad y sus alrededores, convertían a varios
de ellos, y a este en particular, en un sitio de refugio para los individuos más
depravados.

Aun las calles de la parte más alegre de Londres se hallaban entonces mal
iluminadas. Los lugares como el que describimos estaban abandonados a la luna
y las estrellas. Las probabilidades de descubrir a los personajes desesperados, o
de seguirles el rastro hasta sus madrigueras, eran así muy escasas y, por tanto,
sus audacias crecían; y la conciencia de una impunidad cada vez se hacía mayor
por la experiencia cotidiana. Añádanse a estas consideraciones que el joven
cirujano había pasado algún tiempo en los hospitales de Londres; y, si bien ni un

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Burke ni un Bishop habían alcanzado todavía su gran notoriedad, sabía, por propia
observación, cuán fácilmente las atrocidades pueden ser cometidas. Sea como
fuere, cualquiera que fuese la reflexión que le hiciera dudar, lo cierto es que dudó;
pero siendo un hombre joven, de espíritu fuerte y de gran valor personal, sólo
titubeó un instante. Volvió atrás y llamó con suavidad a la puerta.

Enseguida se oyó un susurro, como si una persona, al final del pasillo, conversase
con alguien del rellano de la escalera, más arriba. Después se oyó el ruido de dos
pesadas botas y la cadena de la puerta fue levantada con suavidad. Allí vio a un
hombre alto, de mala facha, con el pelo negro y una cara tan pálida y desencajada
como la de un muerto; se presentó, diciendo en voz baja:

-Entre, señor.

El cirujano lo hizo así, y el hombre, después de haber colocado otra vez la cadena,
le condujo hasta una pequeña sala interior, al final del pasillo.

-¿He llegado a tiempo?

-Demasiado temprano -replicó el hombre.

El cirujano miró a su alrededor, con un gesto de asombro.

-Si quiere usted entrar aquí -dijo el hombre que, evidentemente, se había dado
cuenta de la situación-, no tardará ni siquiera cinco minutos, se lo aseguro.

El cirujano entró en la habitación; el hombre cerró la puerta y lo dejó solo. Era un


cuarto pequeño, sin otros muebles que dos sillas de pino y una mesa del mismo
material. Un débil fuego ardía en el brasero; fuego inútil para la humedad de las
paredes. La ventana, rota y con parches en muchos sitios, daba a una pequeña
habitación con suelo de tierra y casi toda cubierta de agua. No se oían ruidos, ni
dentro ni fuera. El joven doctor tomó asiento cerca del fuego, en espera del
resultado de su primera visita profesional.

No habían transcurrido muchos minutos cuando percibió el ruido de un coche que


se aproximaba y poco después se detenía. Abrieron la puerta de la calle, oyó
luego una conversación en voz baja, acompañada de un ruido confuso de pisadas
por el corredor y las escaleras, como si dos o tres hombres llevasen algún cuerpo
pesado al piso de arriba. El crujir de los escalones, momentos después, indicó que
los recién llegados, habiendo acabado su tarea, cualquiera que fuese,
abandonaban la casa. La puerta se cerró de nuevo y volvió a reinar el silencio.

Pasaron otros cinco minutos y ya el cirujano se disponía a explorar la casa en


busca de alguien, cuando se abrió la puerta del cuarto y su visitante de la pasada
noche, vestida exactamente como en aquella ocasión, con el velo bajado como
entonces, le invitó por señas a que le siguiera. Su gran estatura, añadida a la
circunstancia de no pronunciar una palabra, hizo que por un momento pasara por

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su imaginación la idea de que podría tratarse de un hombre disfrazado de mujer.
Sin embargo, los histéricos sollozos que salían de debajo del velo y su actitud de
pena, hacían desechar esta sospecha; y él la siguió sin vacilar.

La mujer subió la escalera y se detuvo en la puerta de la habitación para dejarle


entrar primero. Apenas si estaba amueblada con una vieja arca de pino, unas
pocas sillas y un armazón de cama con dosel, sin colgaduras, cubierta con una
colcha remendada. La luz mortecina que dejaba pasar la cortina que él había visto
desde fuera, hacía que los objetos de la habitación se distinguieran confusamente,
hasta el punto de no poder percibir aquello sobre lo cual sus ojos reposaron al
principio. En esto, la mujer se adelantó y se puso de rodillas al lado de la cama.

Tendida sobre esta, muy acurrucada en una sábana cubierta con unas mantas,
una forma humana yacía sobre el lecho, rígida e inmóvil. La cabeza y la cara se
hallaban descubiertas, excepto una venda que le pasaba por la cabeza y por
debajo de la barbilla. Tenía los ojos cerrados. El brazo izquierdo estaba extendido
pesadamente sobre la cama. La mujer le tomó una mano. El cirujano, rápido,
apartó a la mujer y tomó esta mano.

-¡Dios mío! -exclamó, dejándola caer involuntariamente-. ¡Este hombre está


muerto!

La mujer se puso en pie vivamente y estrechó sus manos.

-¡Oh, señor, no diga eso! -exclamó con un estallido de pasión cercano a la locura-.
¡Oh, señor, no diga eso; no podría soportarlo! Algunos han podido volver a la vida
cuando los daban por muerto. ¡No le deje, señor, sin hacer un esfuerzo para
salvarlo! En estos instantes la vida huye de él. ¡Inténtelo, señor, por todos los
santos del cielo! -y hablando así frotaba la frente y el pecho de aquel cuerpo sin
vida; y enseguida golpeaba con frenesí las frías manos que, al dejar de retenerlas,
volvieron a caer, indiferentes y pesadas, sobre la colcha.

-Esto no servirá de nada, buena mujer -dijo el cirujano suavemente, mientras le


apartaba la mano del pecho de aquel hombre-. ¡Descorra la cortina!

-¿Por qué? -preguntó la mujer, levantándose con sobresalto.

-¡Descorra la cortina! -repitió el cirujano con voz agitada.

-Oscurecí la habitación expresamente -dijo la mujer, poniéndose delante, mientras


él se levantaba para hacerlo-. ¡Oh, señor, tenga compasión de mí! Si no tiene
remedio; si está realmente muerto, ¡no exponga su cuerpo a otros ojos que los
míos!

-Este hombre no ha muerto de muerte natural -observó el cirujano-. Es preciso ver


su cuerpo.

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Y con vivo ademán, tanto que la mujer apenas se dio cuenta de que se había
alejado, abrió la cortina de par en par, y, a plena luz, regresó al lado de la cama.

-Ha habido violencia -dijo, señalando al cuerpo y examinando atentamente el


rostro de la mujer, cuyo velo negro, por primera vez, se hallaba subido. En la
excitación anterior se había quitado la cofia y el velo y ahora se encontraba
delante de él, de pie, mirándole fijamente. Sus facciones eran las de una mujer de
unos cincuenta años, y demostraban haber sido guapa. Penas y lágrimas habían
dejado en ella un rastro que los años, por sí solos, no hubieran podido dejar. Tenía
la cara muy pálida. Y el temblor nervioso de sus labios y el fuego de su mirada
demostraban que todas sus fuerzas físicas y morales se hallaban anonadadas
bajo un cúmulo de miserias.

-Aquí ha habido violencia -repitió el cirujano, evitando aquella mirada.

-¡Sí, violencia! -repitió la mujer.

-Ha sido asesinado.

-Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido -exclamó la mujer con convicción-.
¡Cruel, inhumanamente asesinado!

-¿Por quién? -dijo el cirujano, aferrando por los brazos a la mujer.

-Mire las señales de sus carniceros y luego pregúnteme -replicó ella.

El cirujano volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo que ahora
yacía iluminado por la luz de la ventana. El cuello estaba hinchado, con una señal
rojiza a su alrededor. Como un relámpago, se le presentó la verdad.

-¡Es uno de los hombres que han sido ahorcados esta mañana! -exclamó
volviéndose con un estremecimiento.

-¡Es él! -replicó la mujer con una mirada extraviada e inexpresiva.

-¿Quién era?

-Mi hijo -añadió la mujer, cayendo a sus pies sin sentido.

Era verdad. Un cómplice, tan culpable como él mismo, había sido absuelto,
mientras a él lo condenaron y ejecutaron. Referir las circunstancias del caso, ya
lejano, es innecesario y podría lastimar a personas que aún viven. Era una historia
como las que ocurren a diario. La mujer era una viuda sin relaciones ni dinero, que
se había privado de todo para dárselo a su hijo. Este, despreciando los ruegos de
su madre, y sin acordarse de los sacrificios que ella había hecho por él, se había
hundido en la disipación y el crimen. El resultado era este; la muerte, por la mano
del verdugo, y para su madre la vergüenza y una locura incurable.

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Durante varios años, el joven cirujano visitó diariamente a la pobre loca. Y no sólo
para calmarla con su presencia, sino para velar, con mano generosa, por su
comodidad y sustento. En el destello fugaz de su memoria que precedió a la
muerte de la desdichada, un ruego por el bienestar y dicha de su protector salió de
los labios de la pobre criatura desamparada. La oración voló al cielo, donde fue
oída y la limosna que él dio le ha sido mil veces devuelta; pero entre los honores y
las satisfacciones que merecidamente ha tenido no conserva recuerdo más grato
a su corazón que el de la historia de la mujer del velo negro

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LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA
Edgar Allan Poe

La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste
había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y
el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y
luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el
cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda
ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se
cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios
quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte,
y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta
de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque
majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las
puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron
fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar
ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o
del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones
semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se
las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había
reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores,
bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del
lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los


más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de
máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les
describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de
estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga
galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las
paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se
trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo
extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no
podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco
recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de
la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que
seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya
coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por
ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente
azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos
purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo

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mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja;
la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía
completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el
techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y
tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la
decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o


colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni
candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los
corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados
trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de
los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa
forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del
poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de
sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto
terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes
penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies.
En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de
ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y
cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las
entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de
música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la
orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para
escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones;
durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y,
mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más
atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la
frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero
apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los
músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad,
mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría
en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos
segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el
desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares.
Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos.
Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes,
sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído
que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo
y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había
ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas
destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo


picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos

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incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En
verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de
sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de
color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta
pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un
momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños
están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -
apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras
ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al
pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en
la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y
una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la
tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría
alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que
los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras
estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el


corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que
comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló
entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se
interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas
esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los
pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que
reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso
ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el
silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de
una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de
nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia,
alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente,
espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo
de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado
semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero
la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal
criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que
no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la
vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no
se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la
apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y
flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que
ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido,
que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el
engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar,
semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las

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apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia
frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que
ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se
paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un
estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció
de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-,
quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y
desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las
almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del


este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete
estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa
de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento


azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al
intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe
con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia
de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la
mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe,
y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a
las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne
paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la
púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la
blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo.
Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su
momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin
que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano,
acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que
seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo,
se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el
puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se
desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación,
numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del
desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de
ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la
máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna
figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un


ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía
manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y

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la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y
las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte
Roja lo dominaron todo.

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EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin
embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche
juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo
desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del


patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve
rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un
largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la
casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró


insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir
al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto
Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en
seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su
espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los
sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin
moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una
gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta
como hoy, llámeme enseguida.

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Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas
y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba.
Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin
cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus
pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de
la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y


que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama.
Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para
gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo
rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la
mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la


alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.
En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y
siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco


hay que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que


remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre
al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos
encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía
mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el

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almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se
arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz.
Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el
silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la
cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen
de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda,


a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían
manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil


observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,


lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le
erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.


-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa


del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores
volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las
manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo
lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y
viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había
vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual,
llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana
parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones
de pluma.

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LAS RAYAS
Horacio Quiroga

...-"En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la
propia cosa significada, y son capaces de crearla por simple razón de eufonía. Se
precisará un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho
pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre."

Como se ve, pocas veces es dado oír teorías tan maravillosas como la anterior. Lo
curioso es que quien la exponía no era un viejo y sutil filósofo versado en la
escolástica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios, que
trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa,
sorbimos rápidamente el café, nos sentamos de costado en la silla para oír largo
rato, y fijamos los ojos en el de Córdoba.

-Les contaré la historia -comenzó el hombre- porque es el mejor modo de darse


cuenta. Como ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye. Mi socio
corretea todo el año por las colonias y yo, bastante inútil para eso, atiendo más
bien la barraca. Supondrán que durante ocho meses, por lo menos, mi quehacer
no es mayor en el escritorio, y dos empleados -uno conmigo en los libros y otro en
la venta- nos bastan y sobran. Dado nuestro radio de acción, ni el Mayor ni el
Diario son engorrosos. Nos ha quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de
los libros como si aquella cosa lúgubre pudiera repetirse. ¡Los libros!... En fin, hace
cuatro años de la aventura y nuestros dos empleados fueron los protagonistas.

El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que


usaba siempre botines amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre
hecho ya, muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo vi reírse, mudo y
contraído en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se llamaba
Figueroa; era de Catamarca.

Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha amistad, y como ninguno
tenía familia en Laboulaye, habían alquilado un caserón con sombríos corredores
de bóveda, obra de un escribano que murió loco allá.

Los dos primeros años no tuvimos la menor queja de nuestros hombres. Poco
después comenzaron, cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser.

El vendedor -se llamaba Tomás Aquino- llegó cierta mañana a la barraca con una
verbosidad exuberante. Hablaba y reía sin cesar, buscando constantemente no sé
qué en los bolsillos. Así estuvo dos días. Al tercero cayó con un fuerte ataque de
gripe; pero volvió después de almorzar, inesperadamente curado. Esa misma
tarde, Figueroa tuvo que retirarse con desesperantes estornudos preliminares que
lo habían invadido de golpe. Pero todo pasó en horas, a pesar de los síntomas
dramáticos. Poco después se repitió lo mismo, y así, por un mes: la charla

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delirante de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada dos días un fulminante y
frustrado ataque de gripe.

Esto era lo curioso. Les aconsejé que se hicieran examinar atentamente, pues no
se podía seguir así. Por suerte todo pasó, regresando ambos a la antigua y
tranquila normalidad, el vendedor entre las tablas, y Figueroa con su pluma gótica.

Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de noche los libros, y con toda la
sorpresa que imaginarán, vi que la última página del Mayor estaba cruzada en
todos sentidos de rayas. Apenas llegó Figueroa a la mañana siguiente, le pregunté
qué demonio eran esas rayas. Me miró sorprendido, miró su obra, y se disculpó
murmurando.

No fue sólo esto. Al otro día Aquino entregó el Diario, y en vez de las anotaciones
de orden no había más que rayas: toda la página llena de rayas en todas
direcciones. La cosa ya era fuerte; les hablé malhumorado, rogándoles muy
seriamente que no se repitieran esas gracias. Me miraron atentos pestañeando
rápidamente, pero se retiraron sin decir una palabra.

Desde entonces comenzaron a enflaquecer visiblemente. Cambiaron el modo de


peinarse, echándose el pelo atrás. Su amistad había recrudecido; trataban de
estar todo el día juntos, pero no hablaban nunca entre ellos.

Así varios días, hasta que una tarde hallé a Figueroa doblado sobre la mesa,
rayando el libro de Caja. Ya había rayado todo el Mayor, hoja por hoja; todas las
páginas llenas de rayas, rayas en el cartón, en el cuero, en el metal, todo con
rayas.

Lo despedimos en seguida; que continuara sus estupideces en otra parte. Llamé a


Aquino y también lo despedí. Al recorrer la barraca no vi más que rayas en todas
partes: tablas rayadas, planchuelas rayadas, barricas rayadas. Hasta una mancha
de alquitrán en el suelo, rayada...

No había duda; estaban completamente locos, una terrible obsesión de rayas que
con esa precipitación productiva quién sabe a dónde los iba a llevar.

Efectivamente, dos días después vino a verme el dueño de la Fonda Italiana


donde aquellos comían. Muy preocupado, me preguntó si no sabía qué se habían
hecho Figueroa y Aquino; ya no iban a su casa.

-Estarán en casa de ellos -le dije.

-La puerta está cerrada y no responden -me contestó mirándome.

-¡Se habrán ido! -argüí sin embargo.

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-No -replicó en voz baja-. Anoche, durante la tormenta, se han oído gritos que
salían de adentro.

Esta vez me cosquilleó la espalda y nos miramos un momento.

Salimos apresuradamente y llevamos la denuncia. En el trayecto al caserón la fila


se engrosó, y al llegar a aquél, chapaleando en el agua, éramos más de quince.
Ya empezaba a oscurecer. Como nadie respondía, echamos la puerta abajo y
entramos. Recorrimos la casa en vano; no había nadie. Pero el piso, las puertas,
las paredes, los muebles, el techo mismo, todo estaba rayado: una irradiación
delirante de rayas en todo sentido.

Ya no era posible más; habían llegado a un terrible frenesí de rayar, rayar a toda
costa, como si las más intimas células de sus vidas estuvieran sacudidas por esa
obsesión de rayar. Aun en el patio mojado las rayas se cruzaban
vertiginosamente, apretándose de tal modo al fin, que parecía ya haber hecho
explosión la locura.

Terminaban en el albañal. Y doblándonos, vimos en el agua fangosa dos rayas


negras que se revolvían pesadamente.

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EL SABUESO
H.P. Lovecraft

En mis torturados oídos resuenan incesantemente un chirrido y un aleteo de


pesadilla, y un breve ladrido lejano como el de un gigantesco sabueso. No es un
sueño... y temo que ni siquiera sea locura, ya que son muchas las cosas que me
han sucedido para que pueda permitirme esas misericordiosas dudas.

St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la índole de mi


conocimiento es tal que estoy a punto de saltarme la tapa de los sesos por miedo
a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e interminables pasillos de la
horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de la venganza negra y disforme
que me conduce a aniquilarme a mí mismo.

¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan
monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un mundo prosaico, donde
incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su
atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos
estéticos e intelectuales que prometían terminar con nuestro insoportable
aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas
fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado
pronto de su atrayente novedad.

Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos


aumentando paulatinamente la profundidad y el diabolismo de nuestras
penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse pesados, hasta
que finalmente no quedó ante nosotros más camino que el de los estímulos
directos provocados por anormales experiencias y aventuras «personales».
Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el
detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono
con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.

No puedo revelar los detalles de nuestras impresionantes expediciones, ni


catalogar siquiera en parte el valor de los trofeos que adornaban el anónimo
museo que preparamos en la enorme casa donde vivíamos St. John y yo, solos y
sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto
satánico de neuróticos «dilettanti» habíamos reunido un universo de terror y de
putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia
secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en
basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y
anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los
olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el aroma de pálidos lirios
fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo
oriental, y a veces -¡cómo me estremezco al recordarlo!- la espantosa fetidez de

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una tumba descubierta.

Alrededor de las paredes de aquella repulsiva estancia había féretros de antiguas


momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida,
perfectamente embalsamados por el arte del moderno taxidermista, y con lápidas
mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá,
unas hornacinas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas
en diversas fases de descomposición. Allí podían encontrarse las podridas y
calvas coronillas de famosos nobles, y las tiernas cabecitas doradas de niños
recién enterrados.

Había allí estatuas y cuadros, todos de temas perversos y algunos realizados por
St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana
curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había
atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda,
de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias
de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de
caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos
por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un
especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de
pensar en destruirme a mí mismo.

Las expediciones, en el curso de las cuales recogíamos nuestros nefandos


tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista
artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo
determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación
del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más
exquisita de expresión estética, y concedíamos a sus detalles un minucioso
cuidado técnico. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe
manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la extasiante sensación
que acompañaba a la exhumación de algún ominoso secreto de la tierra. Nuestra
búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable.
St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que
acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.

¿Qué desdichado destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés?
Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado
allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había
robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en
aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando
sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían
tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las
legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de
hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los fosforescentes
insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los
olores a moho, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban

51
débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo
peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver
ni situar de un modo concreto. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas
de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido
encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los
colmillos de un execrable animal.

Recuerdo cómo excavamos la tumba del vampiro con nuestras azadas, y cómo
nos estremecimos ante el cuadro de nosotros mismos, la tumba, la pálida luna
vigilante, las horribles sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la antigua
capilla, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos olores, la gimiente brisa
nocturna y el extraño aullido de cuya existencia objetiva apenas podíamos estar
seguros.

Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en


descubrir una enmohecida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero
tan vieja que finalmente conseguimos abrirla y regalar nuestros ojos con su
contenido.

Mucho -sorprendentemente mucho- era lo que quedaba del cadáver a pesar de los
quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque aplastado en algunos lugares
por las mandíbulas de la cosa que le había producido la muerte, se mantenía
unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con
sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos
con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico
diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a
un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba
exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade
verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, sugeridora de
muerte, de bestialidad y de odio. Alrededor de la base llevaba una inscripción en
unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un
sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.

En cuanto echamos la vista encima al amuleto supimos que debíamos poseerlo;


que aquel tesoro era evidentemente nuestro botín. Aun en el caso que nos hubiera
resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de
más cerca nos dimos cuenta de que nos parecía algo familiar. En realidad, era
ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero
nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el
prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del
culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central.
No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo
demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación
sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de
muertos.

52
Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso
cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la
habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible
lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los
murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de profanar,
como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba
muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.

Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a


nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco
sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con
seguridad.

Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a


suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos,
solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región
pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta resonaba muy
raramente la llamada de un visitante.

Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente
roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también
alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los
pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y
opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en
otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa
investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos
hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos
pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora
en una hornacina de nuestro museo, y a veces encendíamos una vela
extrañamente aromada delante de él. Leímos mucho en el Necronomicon de
Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con
los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.

Luego llegó el terror.

La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi


dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a entrar, pero sólo me
respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté
a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se
mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido
sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un


cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la
biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo
desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad de que nuestra extraña

53
colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la
puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente
de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de
susurros, risitas entre dientes y balbuceos articulados. En aquel momento no
tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con
una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las
aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido
proferidos en idioma holandés.

Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta


fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría de que
estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales,
pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y
considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las
manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas.
Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún
ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco
aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre
encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de
huellas de pisadas completamente imposibles de describir. Resultaban tan
desconcertantes como las bandadas de enormes murciélagos que merodeaban
por los alrededores de la casa en número creciente.

El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando


a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por
algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la
casa y yo me había apresurado a dirigirme al terrible lugar: llegué a tiempo de oír
un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra silueteada contra la luna que se
alzaba en aquel momento.

Mi amigo estaba muriéndose cuando me acerqué a él y no pudo responder a mis


preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:

-El amuleto..., aquel maldito amuleto...

Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.

Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré


sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras
pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco
sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el
marjal una ancha y nebulosa sombra que volaba de otero en otero, cerré los ojos y
me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición.
Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del
amuleto de jade verde.

54
Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a
Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la
impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y
antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto
oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una
sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un
viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que
había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.

Al día siguiente empaqueté cuidadosamente el amuleto de jade verde y embarqué


hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y
durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de
desvanecer la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo que pudiera ser el
sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía
vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio,
y todos los acontecimientos subsiguientes, incluido el moribundo susurro de St.
John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En
consecuencia, me hundí en los abismos de la desesperación cuando, en una
posada de Róterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel
único medio de salvación.

Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un
espantoso suceso acaecido en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable
vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por
un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído
durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido
de un gigantesco sabueso.

Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal


proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus
ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de
hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo
monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora
muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses
antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando
curiosamente alrededor del sepulcro.

No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar
dementes explicaciones y disculpas al tranquilo y blanco esqueleto que reposaba
en su interior; pero, cualesquiera que fueran mis motivos, ataqué el suelo medio
helado con una desesperación parcialmente mía y parcialmente de una voluntad
dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó mucho más fácil de lo que
había esperado, aunque en un momento determinado me encontré con una
extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó
frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada.
Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.

55
Aquél fue el último acto racional que realicé.

Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos


murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero
ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto
de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus
cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca
entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y
cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de
un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal
amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis
gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.

La locura cabalga a lomos del viento..., garras y colmillos afilados en siglos de


cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las ruinas
de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de
la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano,
yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido

56
POLARIS
H.P. Lovecraft

El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí


brilla durante todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando
los vientos del norte gimen y maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas
rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada bajo la luna
menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo
alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva
pesadamente por detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la
noche balancea. Antes de romper el día, Arcturus parpadea rojozo por encima del
cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece espectral allá, en el
oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo
punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y
vigilante que pugna por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda
nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el
cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.

Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los
horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las
nubes, y luego el sueño.

Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba,
callada y soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre
picos extraños. Sus murallas eran de horrible mármol, al igual que sus torres,
columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había columnas de mármol en cuya
parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y barbados. El
aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cénit, brillaba
vigilante esa Estrella Polar. Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que
llegara el día. Cuando el rojo Aldebarán, que parpadea a baja altura sin ponerse,
llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el horizonte, vi luz y movimiento en
las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo nobles y
familiares, deambulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban
sabiamente en una lengua que yo entendía, si bien era distinta de la que conocía.
Y cuando el rojo Aldebarán hubo recorrido más de la mitad de su trayecto, volvió
el silencio y la oscuridad.

Al despertar ya no fui el de antes. Había quedado grabada en mi memoria la visión


de la ciudad, y en mi alma había despertado un recuerdo brumoso, de cuya
naturaleza no estaba entonces seguro. Después, en las noches de cielo nublado
en que podía dormir, vi con frecuencia la ciudad; unas veces bajo los rayos cálidos
y dorados de un sol que nunca se ponía y giraba alrededor del horizonte. Y en las
noches claras, la Estrella Polar miraba de soslayo como no lo había hecho nunca.

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Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de
la extraña meseta entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el
paisaje como una presencia incorpórea que todo lo observaba, deseé luego definir
mi relación con ella, y hablar con los hombres graves que a diario discutían en las
plazas. Me dije a mí mismo: "Esto no es un sueño; pues, ¿por qué medio puedo
probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del
siniestro pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar
atisba furtiva por mi ventana?"

Una noche, mientras escuchaba el discurso en la gran plaza de numerosas


estatuas, experimenté un cambio, y noté que al fin tenía forma corporal. Pero no
era un extraño en las calles de Olathoe, la ciudad de la meseta de Sarkia, situada
entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su
discurso era grato a mi alma, ya que era el discurso del hombre sincero y del
patriota. Esa noche tuve noticia de la caída de Daikos y del avance de los inutos,
demonios achaparrados, amarillos y horribles que cinco años antes habían surgido
del desconocido occidente para asolar los confines de nuestro reino y sitiar
muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas al pie de
las montañas, su camino quedaba ahora expedito hacia la meseta, a menos que
cada ciudadano resistiese con la fuerza de diez hombres. Pues las rechonchas
criaturas eran poderosas en las artes de la guerra, y no conocían aquellos
escrúpulos de honor que impedían a nuestros hombres altos y de ojos grises,
habitantes de Lomar, emprender una conquista despiadada.

Mi amigo Alos mandaba todas las fuerzas de la meseta, y en él se cifraba la última


esperanza de nuestro país. En este momento hablaba de los peligros que había
que afrontar y exhortaba a los hombres de Olathoe, los más bravos de los
lomarianos, a perpetuar la tradición de sus antepasados, quienes al verse
obligados a abandonar Zobna y desplazarse hacia el sur ante el avance de los
hielos (incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de
Lomar), barrieron gallarda y victoriosamente a los gnophkehs, caníbales velludos y
de largos brazos que se oponían a su paso. Alos me había rechazado como
guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando me sometía a
la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de
las largas horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos
Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de modo que mi amigo, no
queriendo condenarme a la inacción, me concedió el penúltimo deber en
importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro
ejército. En caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el
estrecho paso que hay detrás del pico de Noth, y sorprender por allí a la
guarnición, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que
aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción.

Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los
desfiladeros. Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el
cansancio, ya que no había dormido desde hacía muchos días; pero mi resolución

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era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la marmórea ciudad de Olathoe,
situada entre los picos Noton y Kadiphonek.

Pero cuando estaba en la cámara más alta de la torre, percibí la luna roja,
siniestra, menguante, cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el
lejano valle de Banof. Y a través de su abertura del techo brilló la pálida Estrella
Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva como un demonio de
tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en
traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y
otra vez:

"Duerme, vigía, hasta que las esferas giren veintiséis mil años Y yo regrese al
lugar donde ahora ardo. Después, otros astros surgirán En el eje de los cielos
astros que sosieguen, astros que bendigan Sólo cuando mi órbita concluya turbará
el pasado tu puerta".

En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas


palabras con alguno de los saberes celestes que yo había aprendido en los
manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, pesada y vacilante, se dobló sobre mi pecho;
y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía burlonamente a
través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un
pantano soñado. Y aún continúo soñando.

En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las


criaturas soñadas de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos
suban furtivamente por detrás del pico de Noton y tomen la ciudadela por
sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y me dicen que no
sueño. Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos
achaparrados y amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a
mi deber y he traicionado a la marmórea ciudad de Olathoe. He sido desleal a
Alos, mi amigo y capitán. Sin embargo, estas sombras de mis sueños se burlan de
mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, salvo en mis nocturnos
desvaríos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el
rojo Aldebarán se arrastra lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que
hielo y nieve durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas rechonchas y
amarillas, marchitas por el frío, que se llaman "esquimales".

Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo


peligro aumenta a cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla
en la que parece que estoy en una casa de piedra y de ladrillos, al sur de un
siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la Estrella Polar,
perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente
como un ojo insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no
recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir

59
EL NAHUAL
Anónimo

Esto le pasó a mi primo hace poco. Él vive en un pueblo tan tradicionalista y viejo
que las historias de aparecidos y brujería son de casi todos los días, él no creía en
esas cosas hasta que lo vivió en carne propia.

Dice que en su casa no se explicaban por qué, pero que todas las mañanas
encontraban la cocina revuelta, como si hubiera entrado un animal, todos los
trastos tirados, la harina, el azúcar; es que ellos compran siempre bultos de harina
y azúcar y manteca porque hacen pan. El patio que tienen es muy grande y la
cocina está un poco alejada de la casa.

Por más que se atrancaba la puerta, parecía que un animal o alguien entraba a
tirar todo, mi tía cansada de esa situación, decidió espiar a ver lo que era. Pasaron
4 noches y nada, la quinta noche se levantó al escuchar mucho ruido en la cocina,
levantó a mi primo y sigilosamente se asomó, cuál fue su impresión al ver por la
ventana a un enorme cerdo negro y repulsivo, tirando las cosas, husmando en las
cacerolas, los trastos... Lo que más le sorprendió es que la puerta estaba bien
atrancada y no había agujero por el que semejante animalón pudiera meterse, y
como se las sabe de todas todas, le dijo a mi primo que trajera un lazo y que se
"orinara en él". Mi primo trajo el lazo y le dijo que para qué se lo iba a orinar y mi
tía que lo regañó y lo hizo orinarse en el lazo. Mi tía tomó el lazo y entró, el animal
se le aventó agresivo queriéndola morder, y en una de esas mi tía que lo laza...,
en serio que el animal tenía una fuerza descomunal que hasta mi primo la tuvo
que ayudar. Lo amarraron en un árbol en medio del patio y dijo, si en verdad no es
nada malo, mañana mismo lo echo en la cazuela, canijo animal.

No lo van a creer, pero a la mañana siguiente, lo que mi primo vió no lo podía


creer: el cerdo ahora era humano, era una anciana vecina de ellos, doña Teresita;
estaba completamente desnuda. Mi tía dijo que se había rumoreado que era
nahual, pero no lo creía, le reprochó, "¿por qué me hace eso doña Tere?, yo no le
he hecho nada malo para que me perjudique así"; la anciana le pidió mil disculpas
diciendo que era la costumbre y que no sabía que era su casa, pero que la dejara
ir, que no la molestaría más. Mi tía, como se pasa de buena, le dió con qué
vestirse y la dejó ir, diciéndole que si lo volvía a hacer que no dudaría en matarla
ahí mismo.

Mi primo desde ahí quedó pasmado e investigó lo que era un nahual, según dice
es un brujo malo que pacta con Satanás y tiene la facilidad de cambiar su cuerpo
a la de un animal grande, cerdos, perros, coyotes, etc. para hacer daño a las
casas o para asesinar a sus enemigos.

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