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Ghirardi, J. C.

, «Regulación jurídica de las conductas


sexuales extramatrimoniales en el Derecho romano»,
RGDR, vol. V, 2005, pp. 1-49.

REGULACION JURÍDICA DE LAS CONDUCTAS


SEXUALES EXTRAMATRIMONIALES
EN EL DERECHO ROMANO

Por Juan Carlos Ghirardi1

I. CRÍMENES Y DELITOS EN ROMA

Resulta inevitable soslayar una breve referencia al Derecho Penal Romano, para
entender cabalmente la cuestión de la regulación jurídica de ciertas conductas sexua-
les que podríamos llamar “atípicas”, aunque eso no quiere decir que no hayan sido fre-
cuentes, ni mucho menos que no lo continúen siendo hoy.
Debemos saber que en Roma, el concepto fundamental en materia penal, era
que el castigo o la reparación de los agravios causados por hechos ilícitos corría por
cuenta del ofendido. Dicho de otra manera, no era función primordial del Estado el
perseguirlos, sino que esa tarea corría por cuenta de quienes habían resultado vícti-
mas. La función del Estado no es prevenir los crímenes, ni corregir a los delincuen-
tes, aunque obviamente deba castigar aquellos en los cuales él mismo, o sus institu-
ciones, resultan ofendidos.
Y si el agraviado es un particular, él es quien persigue al agresor, al cual se impo-
ne una pena pecuniaria en beneficio de su víctima. Por eso los romanos distinguie-
ron entre delitos públicos, los “crimina” (crímenes), y delitos privados (“delicta” ) esto
es, los delitos en sentido estricto. En los primeros la víctima era el Estado en sí, en
los segundos los ciudadanos como individuos privados.
Por ese motivo, a fuer de víctima y agraviado, porque se había atentado contra
el “Populus” organizado en su conjunto, y no porque le incumbiese de modo especí-
fico la titularidad de la acción penal, ni porque se considerase a los delitos en general
como materia de orden público, era el Estado quien perseguía el castigo de los críme-
nes. Y quien los castigaba, normalmente con penas corporales y aflictivas: El destie-
rro, la pérdida de la ciudadanía, la prisión o la muerte, ésta última en algunos casos
puntuales como el del parricidio, impartida de modo particularmente cruel.
En cambio los delitos, más adelante también los cuasidelitos, fueron siempre
materia reservada a los ciudadanos afectados, quienes resultaban los titulares de la
acción que no perseguía privar al delincuente de su libertad, su ciudadanía o su vida.
La sanción, la pena, era de naturaleza económica, pecuniaria. Resultaba proporcional

1 Doctor en Derecho. Profesor Titular de Derecho Romano, U.N.Cba. y U.C.Cba. Presidente de la Asociación de Derecho Romano
de la República Argentina.

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al ilícito cometido, su modalidad, y a la conducta desplegada por el delincuente. Y el


destino económico de esta sanción era el monedero del agraviado.
En fin, había otros hechos que, si bien se salían de los límites de la legalidad, que-
daban reservados al ámbito de la familia, en la cual el “pater” era el supremo juez y
quien aplicaba las sanciones, que no por ello eran menos severas ya que podían llegar
hasta la muerte, y que eran inapelables.
Aquí encuadra lo que es materia de este trabajo, la regulación jurídica de ciertas
conductas sexuales ajenas al matrimonio. Acerca de las cuales desde la fundación de la
ciudad, y durante las épocas de Monarquía y República, vale decir durante su infancia
y a lo largo de todo el proceso de maduración que la llevaría a convertirse en Imperio,
Roma tuvo una visión muy particular. Cosa que va a cambiar drásticamente a partir
del emperador Augusto.
Pero antes de adentrarnos en este tema, vaya una pequeña ampliación de lo que
acaba de exponerse acerca de crímenes y delitos.

1. Los crímenes

Como se lleva dicho, eran los ilícitos que afectaban directamente al Estado, que
juega en ellos –directa o indirectamente- el rol de víctima, ya que constituyen agresio-
nes en contra del mismo, o de sus funcionarios, o de su estructura específica. Por eso
los legisla, tipifica, sanciona y persigue.
Por eso también son los órganos del Estado, el comicio o tribunales especiales,
como el de las “cuestiones perpetuas”, quienes los juzgan. El mismo comicio, garante
final de las garantías individuales se reserva también la última palabra, cuando está en
juego la aplicación de pena de muerte a algún ciudadano romano. La “provocatio ad
populum”, la facultad de apelar ante el “Populus” cualquier sanción que implicase la
pena capital era uno de los derechos esenciales del ciudadano romano. Posteriormente,
ya en el Imperio, la facultad de dictar esa última condena pasaría al emperador.
Y por ello, finalmente, resulta el mismo “Populus”, el pueblo reunido en asamblea
quien los define, fija sus alcances y las penalidades correspondientes mediante el dic-
tado de la pertinente ley. Hubo numerosas leyes destinadas a la prevención y el casti-
go de los crímenes.
Véanse por ejemplo las leyes Tabellariae, destinadas a prevenir el fraude electoral,
entre las cuales se cuentan la ley Gabinia (que prescribió el uso de tablillas para votar),
la ley Cassia (extendiendo el mismo sistema de voto escrito a los juicios, excepto el de
alta traición), la ley Papiria (que instauró el mismo sistema en los comicios legislati-
vos), y finalmente la ley Caelia (que instaló también el voto por tablillas para los pro-
cesos de alta traición).
Hubo asimismo muchísimas leyes de “perduellio”, que tipificaban y castigaban,
los crímenes de lesa majestad, de “repetundis” aplicables al delito de peculado en los
magistrados, de “ambitu”, de “vi”, de “maiestate”, de “perduellio”, de “falsis, de sicariis,
de proscriptione, de plagio, de sacrilegiis, de iudiciis publicis..”. Dejemos aquí la enume-

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ración, porque no es éste el tema que hoy y aquí nos ocupa2. Simplemente lo he men-
cionado porque el de los “crimina publica” es un capítulo importante del Derecho
Penal Romano, que no suele ser lo suficientemente conocido ya que los textos y
manuales se detienen habitualmente en la cuestión de los delitos y cuasidelitos, enfo-
cándolos como fuente de las obligaciones. Precisamente a los mismos hago seguida-
mente una breve alusión.

2. Delitos y cuasidelitos

Diversas leyes tipificaron ciertos hechos ilícitos como delitos, los que resultaron
fuente de obligaciones. Los mismos tuvieron la particularidad de que normalmente
la pena era pecuniaria, impuesta a favor de la víctima, y que era ésta quien perseguía
el castigo y la reparación.
Se trató del “furtum” (hurto), que daba lugar a la “actio furti” y la “condictio fur-
tiva”, la “rapina” (rapiña), de la cual surgía la “actio vi bonorum raptorum”¸ el “dam-
num iniuria datum” (daño injustamente causado) regulado ya desde las XII Tablas y
posteriormente, con mayor amplitud, por la ley Aquilia (posiblemente un plebiscito,
que según Teófilo data del 286 a J.C.), del que emanaba una acción penal –ex lege
Aquilia- cuya amplitud variaba según el supuesto de que se tratase, y la iniuria, que
daba lugar a la “actio iniuriarum”.
Con posterioridad se conocieron otros hechos ilícitos (la Instituta de Justiniano
menciona cuatro), que no habían sido calificados como delitos, pero de los cuales sur-
gían acciones penales e indemnizatorias como si lo fuesen, “cuasi ex delicto”.
De allí cuasidelitos, el término con el cual se los conoce, aunque en la actuali-
dad esta denominación aluda en la actualidad a hechos culposos, por oposición a los
dolosos que configurarían delitos. Esta caracterización no es exacta si nos situamos la
antigua Roma, ya que el término abarcaba a hechos dolosos, culposos, situaciones de
responsabilidad objetiva y hasta acciones que implicaban un perjuicio meramente
potencial.
Tales, el cometido por el juez que hacía suyo el proceso (litis suam facit), la res-
ponsabilidad por las cosas peligrosamente colocadas o suspendidas de positis vel sus-
pensis), la responsabilidad por las cosas arrojadas o vertidas (de effusis vel deiectis) y la
responsabilidad de capitanes de barco, dueños de establos y posadas (nautas, caupo-
nen et stabulariorum).

3. La justicia familiar

Pero no se agota aquí lo relativo a hechos reprobables y castigos, cosa que será
fácil de comprender si se recuerda la estructura de la antigua familia romana, en la
cual el pater resulta sumo sacerdote y juez, con “potestas” sobre todos los integrantes

2 Quien lo desee podrá hallar una enumeración, no exhaustiva pero sí bastante completa de leyes, de mi autoría, en uno de los apén -
dices del Manual de Derecho Romano , del que soy autor juntamente a Juan José Alba Crespo. Eudecor. Córdoba. 2000.

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del núcleo de “alieni iuris” que a él están sometidos, dueño y señor de todos los bien-
es que la familia posee, y de sus descendientes mismos. No en vano el esquema de
poder del primitivo Estado monárquico fue calcado del que tenían las familias y las
agrupaciones de éstas, las “gens”, que confluyeron a conformarlo.
La familia es un Estado en sí mismo. Un Estado dentro del Estado, con su culto
privado, sus dioses y sus reglas, que el padre dicta, juzga y aplica. Siendo ello así, no
será difícil imaginar que existan hechos que, pese a no configurar crímenes dotados de
acción pública y perseguidos por el “Populus Romanus”, ni delitos o cuasidelitos cuya
reparación pueda requerir algún ciudadano particular, constituyan sin embargo accio-
nes reprobables conforme los parámetros de la moral del clan.
En tales casos, la justicia la imparte el “pater”, dentro del seno de la familia y ale-
jado del juicio y la opinión de los extraños. Se trata de cuestiones privadas, y así se las
merita y en su caso se las castiga, constituyan delito o no. Basta con que sean reproba-
bles para el núcleo gentilicio dentro del cual acaecen.
En este marco encuadran las cuestiones sexuales, que conciernan a todos los que
el “pater” tiene bajo su potestad, materia en la cual aquél es la suprema ley, ya que en
definitiva se encuentran sometidas a la potestad disciplinaria del jefe de familia.
Recuérdense dos ejemplos, para tener más clara la cuestión.
Allá por los tiempos del rey Tulio Hostilio se produce el muy mentado enfrenta-
miento entre Horacios (romanos) y Curiacios (albanos). Del mismo sobrevive solamen-
te un Horacio, y a raíz de ello Alba Longa, la ciudad madre de Roma, es destruida y
abandonada. Un mito fascinante, pero que en este momento no nos interesa.
Solamente importa que la hermana del Horacio sobreviviente, prometida de uno
de los Curiacios muertos en combate, salió al encuentro de su hermano frente a la
puerta Capena, y una vez enterada de la noticia del fallecimiento de su amado, pro-
rrumpió en desesperado llanto. Ante esta escena Horacio, el único superviviente, enco-
lerizado la atraviesa con su espada, al tiempo que la increpa con estas palabras: “Marcha
de aquí con tu inoportuno amor, a reunirte con tu prometido, tú que olvidas a tus herma-
nos muertos y al vivo, tú que olvidas a la patria”.
Este hecho pareció horrible a los senadores y aún a la plebe, que hicieron compa-
recer al fratricida ante el rey. Se había perpetrado un “parridicium” (asesinato de una
persona con sangre patricia, en la primitiva acepción del término), crimen sancionado
con la pena capital. El monarca no tuvo más remedio que nombrar un tribunal de
“duumviros”, los cuales pronunciaron la única sentencia posible, dado que el hecho se
hallaba absolutamente comprobado, y corroborado por millares de testigos: “Colgar al
asesino de un árbol, con la cabeza tapada, y azotarlo hasta que pierda la vida”.
Horacio apeló al pueblo, conforme era su derecho (provocatio ad populum). El
cual se conmovió en el juicio, sobre todo al escuchar a su padre, P. Horacio, quien dijo
que según su opinión, su hija había sido muerta con absoluta justicia, y que si el her-
mano no hubiese procedido como lo hizo, habría debido matarla él, con sus propias
manos, y castigar a aquél que había dejado sin sanción la grave ofensa, “en virtud del
derecho paterno”.

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Horacio resultó absuelto. 3


Va el segundo caso, no menos contundente. En épocas de la sanción de las XII
Tablas, el decemviro Apio Claudio intentó vejar a Virginia, una joven plebeya y núbil,
a la que deseaba someter a sus bajos instintos, y por ello la hacía reclamar con escla-
va por parte de uno de sus adictos.
Enterado de ello, Verginio, el padre de la muchacha, la llevó junto a su nodriza
a un lugar cerca del templo de Cloacina, junto a un grupo de tiendas de comercian-
tes y, arrebatando el cuchillo a un carnicero, le dio muerte diciendo: “Hija mía, te
devuelvo la libertad, del único modo que puedo”.
De más está decir que el pueblo lo absolvió, lo que incidentalmente llevó al
decemvirato legislativo a su caída. La autoridad paterna era indiscutible, aunque el
acto hubiese parecido horroroso a muchos, ninguno dudaba de que el padre había
obrado dentro de los límites de su derecho.4
Tal la realidad vigente durante más de siete siglos, hasta que el primer empera-
dor, Augusto, vino a quebrarla abruptamente rompiendo una tradición que se había
mantenido incólume desde la fundación misma de la ciudad.

II. LAS LEYES DE AUGUSTO

Cayo Julio César Octaviano, o Augusto como prefirió él mismo ser llamado, fue
un férreo defensor de la estructura familiar, a la debilitación de cuyos lazos atribuía
la anarquía que había precedido a la disgregación de la República. Por ello hace dic-
tar en el año 18 a J.C. su ley Iulia de Maritandis Ordinibus, seguida de la Papia
Poppaea en el año 9 d J.C. Una y otra tendían a enaltecer y reforzar los vínculos matri-
moniales y la procreación de hijos dentro del seno familiar, bajo apercibimiento de
severas sanciones económicas. La circunstancia de que no hayan tenido éxito para los
fines pretendidos, aunque resultaran en definitiva un excelente medio para incremen-
tar la recaudación fiscal, carece aquí de importancia.
La unión en “justas nupcias” pareciera haber sido para el primer emperador una
cuestión de Estado. Entendiendo por cierto al matrimonio según las definiciones clá-
sicas, que vale la pena recordar:
“Es la unión del varón y la mujer, consorcio para toda la vida, comunicación de los
derechos divinos y humanos” (Modestino, en D. 23.2.1). O bien, según Justiniano
(Institutas. 1.9.pr): “Es la unión del varón y la mujer, que comprende el comercio indi-
visible de la vida”.
Se trata de resguardar los valores de la tradicional familia republicana, aseguran-
do la pureza de las “gens”, a las cuales el pueblo romano –pensaba Augusto- había
debido su grandeza. Esta limpieza de costumbres se pierde con la proliferación de
uniones extramatrimoniales, que van produciendo hijos, carentes de familia agnaticia

3 Véase a Tito Livio. Los Orígenes de Roma. Edición de Maurilio Pérez Gonzalez. Akal. Madrid. 1989, versión que he consultado al
respecto.Libro I. Parágrafo 26.
4 Véase la misma obra de Titulo Livio. Libro I. Parágrafo 44.

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a la cual incorporarse. Estos hijos ilegítimos, genéricamente son denominados “spurii”


(concebidos esporádicamente), tal como las semillas que se siembran al azar, dice Gayo
(Institutas. 1.64). O también “vulgo concepti” (concebidos de manera vulgar, fuera del
matrimonio).
“Mater semper certa est, pater is est quem nuptiae demonstrant”, la madre siempre
es cierta, el padre será quien esté casado con aquélla, nos dirá Paulo, en D. 2.4.5. Por
eso, si no hay nadie unido en matrimonio a la madre, los hijos que ésta tenga, sola-
mente serán parientes cognados de ella, cuya condición jurídica siguen (Celso, en D.
1.15.19). De todos modos, no hay aquí parentesco familiar o agnaticio, no existe quien
con pleno derecho se integre a las gens, como continuador natural de la estirpe.
Los habidos fuera del matrimonio son hijos ilegítimos, que el Derecho Romano
ya cristianizado tratará de estigmatizar y colocar en situación inferior. No ahora por
cierto, siguiendo las motivaciones de Augusto, que deseaba mantener incólumes las
viejas estirpes republicanas, sino por la necesidad de resguardar la familia cristiana, y
velar por que los hijos sean concebidos, nazcan y se educen en la Fe, dentro de ésta.
Los que no lo fueron, se hallan como ilegítimos. Entran en tal categoría, los adul-
terinos, los incestuosos, los sacrílegos, y los espúreos propiamente dichos. Citemos
ejemplos de estos últimos: Se comprenden entre su número los habidos con esclavas
(Papiniano, en D. 48.5.6.pr), con prostitutas (Ulpiano, en D. 48.5.14.2), con alca-
huetas y actrices (Papiniano, en D. 48.5.11.2).
En cuanto a los hijos del concubinato, que serán llamados “liberi naturales” (hijos
naturales) a partir de Constantino, (C. Th. 4.6), gozan de un estado superior al de
aquellos, porque el concubinato fue en principio una unión lícita, si bien no configu-
raba “justas nupcias”, ya que la pareja que vivía en esa situación carecía de la “affectio
maritalis” y sus integrantes no tenían –uno respecto del otro- el “ius connubium”. De
todos modos el Cristianismo combatió al concubinato, sin lograr jamás erradicarlo.
En cuanto a las uniones entre libres y esclavos, habrá que estar a la condición de
la madre. Si ésta es libre, o lo ha sido durante algún momento de la concepción, sus
hijos son ingenuos, no importando que haya habido justas nupcias o una unión vul-
gar. (Marciano, en D. 1.5.5.2 y 3).
El principio romano general es que, tratándose de un matrimonio legítimo, los
hijos seguían la condición del padre (Celso, en D. 1.5.24), y si no se trataba de justas
nupcias, la de la madre (Ulpiano, en D. 1.5.19). Aunque el mismo jurisconsulto, al
repetir el concepto en un fragmento ubicado algo más adelante, ahora introduzca una
excepción: ”La ley de la naturaleza es ésta, que que el que nace fuera del legítimo matri-
monio siga a la madre, salvo si una ley especial determina otra cosa” (Ulpiano, en D.
1.5.24).
Una de estas reglamentaciones especiales es la establecida por la ley Minicia, con-
forme la cual, la descendencia de personas carentes del ius connubium entre sí, lo que
abarca el caso en que uno de los padres fuese latino o peregrino, siempre sigue la con-
dición jurídica del progenitor menos favorecida. Vale decir que si la madre es romana
y el padre extranjero, la prole no será romana, porque no seguirá el status de aquella,

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sino el de éste, que es el menos favorecido.


Pero volvamos al emperador Augusto. Dado lo que acabo de exponer, no será
de extrañar que, también el mismo año 18 a J.C. Augusto haga dictar su ley Iulia de
Adulteriis Coercendis5 , destinada a castigar los adulterios y estupros, así como el leno-
cinio y otras figuras que iban en contra de la moralidad pública. Curiosamente esta
norma, inspirada sin duda en el ánimo de protección del interés familiar, viene a soca-
var los cimientos mismos de la familia, ya que priva al pater de lo que hasta entonces
había sido una de sus facultades más indiscutidas. La de castigar ciertas conductas
íntimas que ahora van a escapar de su órbita pare ir a configurar crímenes o delitos,
perseguibles de manera pública.
Esta ley, junto a la Iulia de Vi Publica, debida problemente a Cayo Julio César,
que tenía por objeto reprimir las violaciones, y la ley Scantinia, del año 126 o quizás
del 149 a J.C., que castigaba con multa los actos sexuales “contra natura”, van a con-
figurar el marco jurídico que regulará el panorama de las relaciones sexuales extrama-
trimoniales durante el Imperio, que constituye el objeto de esta investigación.
Circunscribiendo su ámbito, es preciso distinguir entre una gran variedad de
tipos, que conforman las distintas figuras de uniones sexuales. En las cuales el suje-
to activo generalmente es un hombre, y el pasivo varía considerablemente. Digo
generalmente, porque no puedo dejar de lado los casos de homosexualidad femeni-
na. Y todas van a diferenciarse, constituyendo relaciones lícitas o no, conforme quien
sea el sujeto pasivo.
Así, y adelantándome a lo que será materia de desarrollo en adelante, ello en aras
a una mejor claridad de exposición, tendremos:
a) Un hombre que tiene relaciones con su esposa, no hace más que consumar el
matrimonio. Se trata de una unión lícita, no solamente eso sino apreciada y favoreci-
da por las leyes y el Derecho. Este tema cae fuera del ámbito de este trabajo.
b) Un hombre que tiene relaciones consentidas con una mujer casada, incurre
en adulterio, penado por la ley Iulia de Adulteriis Coercendis.
c) Un hombre que tiene relaciones sexuales consentidas con una mujer viuda, o
una doncella de similar o superior posición social a la suya, incurre en estupro, pena-
do por la ley Iulia de Adulteriis Coercendis.
d) Un hombre que tiene relaciones carnales consentidas con otro hombre, incu-
rre también en estupro, penado por la ley Iulia de Adulteriis Coercendis. Sin perjui-
cio de las sanciones económicas de la ley Scatinia.
e) Un hombre que tiene relaciones carnales consentidas y estables con una
mujer de baja extracción social, o una liberta, con la cual carece de “ius connubium”
5 Se la puede consultar en D. 48.5; 48.20; 48.26; en C. 9.9 (título ad Legem Iuliam de Adulteriis et Stupro), así como en los siguien -
tes títulos 10 y 11; en la Instituta de Justiniano, I.4.18.4; en la obra de Suetonio, cuando se refiere al Divino Augusto, libro II, capí-
tulo 34; en el Código Teodosiano (ad legem Iuliam de adulteriis), y en la Mosaicorum et Romanorum Legum Collatio , 1.3.3 (De la sevi-
cia de los dueños), 1.4 (De los adulterios) y 1.5 (De los que cometen estupro). Utilizo para las citas del Corpus Iuris, la versión de Ildefonso
de García del Corral, de Barcelona. 1895, reimpresa por Editorial Lex Nova, en Valladolid. La obra Vida de los Doce Césares, de
Suetonio se encuentra en el libro Biógrafos y Panegiristas Latinos, de Editorial Aguilar. Madrid. 1969. Finalmente, me he valido de la
traducción de la Collatio Legum Mosaicorum et Romanorum, que hizo Silvino Pautasso, en Cuadernos Escolares de Derecho Romano,
publicada en Córdoba, año 1984. Del Codex Theodosianus he empleado un antiguo pero completo juego de fotocopias de la versión
en su texto original latino, ignorando desafortunadamente de qué versión original ha sido tomada.

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y le es imposible por ese motivo la “affectio maritalis”, está con ella en concubinato. Se
trata de una relación de rango inferior al matrimonio, pero lícita.
f) Un hombre que alterna con prostitutas no comete acto reprobable alguno. Ello
ni siquiera es causal de disolución del matrimonio. La esposa legítima carece de agra-
vios.
g) Un hombre que somete por la fuerza a una mujer o a otro hombre, contra la
voluntad de éstos, es autor responsable de violación, severamente penada por la ley
Iulia de Vi Publica et Privata. Podría incurrir además en el delito de rapto, cayendo
entonces en las previsiones que para esta figura se establecen en C. 9.13.
h) Un hombre que, sin llegar al acceso carnal, acosa o provoca a una mujer libre,
comete el delito de iniuria, y posiblemente viole el Edicto de Adtemptata Pudicitia.
i) Un hombre que mantenga relaciones sexuales con su pupila o con una parien-
ta en grado próximo de parentesco, incurre en incesto.
j) Un hombre que somete sexualmente a una esclava o esclavo de su propiedad,
no hace más que usar de una cosa que le pertenece. No hay conducta reprochable, ni
justificación para que su esposa solicite un divorcio, o lo repudie.
k) Un hombre que someta o abuse sexualmente de una esclava o esclavo ajenos,
con o sin el consentimiento de ellos, incurre para con el dueño de los siervos en cues-
tión en el delito de daño, y cae dentro de las previsiones de la ley Aquilia, siendo pasi-
ble también de que se ejercite contra él la acción pretoria de corrupción de esclavo.
Para concluir, los romanos obviamente no ignoraban las uniones lésbicas, entre
mujeres, aunque según mi conocimiento no legislaron sobre ellas. Lo que no implica
que no existiesen, y sin perjuicio de que las mismas, si resultaban escandalosas, podrí-
an dar lugar a la correspondiente acción de injurias, por parte del o de los ofendidos.
Vayamos entonces concretamente al tema.

III. ADULTERIO

La palabra “adulterium” se deriva de “alter” (otro) o “altera” (otra). Lo que en prin-


cipio abarca las situaciones, cuando una mujer se ha ido con otro (alter) hombre, dis-
tinto de su marido, o cuando el esposo frecuenta una mujer diferente de mujer legíti-
ma (altera). Casos en los que se produciría una ruptura, una violación, de un vínculo
matrimonial preexistente.
Ahora bien, aunque lo expuesto en el párrafo anterior alude tanto a hombres
como mujeres, lo cierto es que, como enseña Papiniano (D. 48.5.6.1), “...propiamente
se comete adulterio en mujer casada, habiéndose formado la palabra por razón de parto
concebido de otro...”. No basta que se trate de una relación extramarital para que la figu-
ra se perfeccione, ya que como veremos, un hombre casado puede tener relaciones
sexuales fuera de su matrimonio sin siquiera incurrir en conducta reprobable, depen-
diendo a tales fines de quién haya sido su pareja.
Los emperadores Severo y Antonino dispusieron, en una constitución del año
197 d. J.C. (C. 9.9.1): “Declara la ley Iulia que las mujeres no tienen acción para acusar

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de adulterio en juicio público, aunque se quieran querellar de haber sido violado su matri-
monio, porque como ella concedió a los varones la facultad de acusar a título de marido,
no otorgó el mismo privilegio a las hembras”.
Un varón puede tenr concubina, sin quebrar el “honor matrimonii”, y nada
obsta a que se acueste con prostitutas, ello ni siquiera es causal de divorcio. En cam-
bio una mujer sujeta al vínculo que crean las justas nupcias, cuando lo transgrede
siempre es adúltera. Lo que, a la luz y considerando la sociedad de la época, tiene su
justificación6 .
Es que la esposa infiel, aún con una sola y accidental unión extramatrimonial,
puede quedar embarazada y con ello generar confusión de la prole (“parto concebido
de otro”, dice el fragmento de Papiniano que acabo de transcribir), al introducir un
hijo extraño que crecerá usurpando –digámoslo así- el apellido del marido legítimo,
gozando de los beneficios y prerrogativas que el linaje de éste le brinde, tal como lo
hace el pichón de cuclillo, cuyo huevo ha sido depositado subrepticiamente en el nido
de otras aves. La unión extramatrimonial de un hombre jamás puede traer esas con-
secuencias, ya que la progenie que engendre siempre crecerá fuera de su propia fami-
lia.
El bien jurídico protegido no es la fidelidad conyugal, sino el linaje familiar. La
pureza de la sangre de los miembros de una “gens”, que no debe contaminarse con
vástagos extraños a los hombres que portan su apellido. Por eso no puede juzgarse
como iguales a quienes (hombre y mujer) no están por razones imputables a la pro-
pia naturaleza, en condiciones de producir similares resultados perjudiciales. Aunque
la infidelidad de uno y otro sea equivalente.
La mujer casada es, entonces, “adultera coniux” (adultera con su cónyuge), aun-
que –esto es realmente lo más grave- siga siendo esposa. El adulterio resulta esencial-
mente de la unión extramatrimonial de una mujer casada, que da pie a una relación
triangular, cuyos vértices son invariables: Esposa, esposo y el “otro”, partícipe, este
último, forzoso del adulterio, sin el cual el mismo no habría podido configurarse.
Llegados a este punto, valga una reflexión sobre el impacto que la ley de
Augusto debe haber tenido sobre la sociedad en la cual vino a implantarse, que segu-
ramente fue muy negativo, ya que venía a ventilar en público una deshonra que hasta
entonces había sido privada, juzgada y castigada dentro del seno mismo de la familia
a la que había ofendido.
Desde este punto de vista, la opinión publica forzosamente ha de haber mirado
la norma muy críticamente, ya que exponía a la luz una situación que normalmente
los involucrados habrían preferido mantener oculta. Y sustraía a la autoridad del

6 Voy a permitirme aquí discrepar con Eugenia Maldonado de Lizalde, cuyo meduloso trabajo Lex Iulia de Adulteriis Coercendis , he
consultado con provecho. Esta autora habla –peyorativamente- de una doble moral en Augusto, que lo habría llevado a medir con
distinta vara a hombres y mujeres, así como a miembros de familias nobles y las pertenecientes al pueblo llano. En realidad, si bien
la dualidad existe realmente, la misma es entendible ya que la mujer puede con su infidelidad introducir un hijo extraño en la fami-
lia agnaticia, cosa que al hombre le resulta imposible. Además, toda la legislación del emperador tiende a favorecer y mantener las
uniones matrimoniales de la nobleza, entendiendo como tal a las estirpes que habían formado la grandeza de Roma, cuyo linaje dese-
aba mantener sin mácula. Por ello la ley no estaba dirigida a las clases inferiores, si se hubiese mirado exclusivamente a ellas, la norma
jamás hubiese existido.

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“pater”, el castigar, o dejar de castigar, un infracción que si bien grave, muy grave, él
era el único que, como representante de la “gens”, que en definitiva era la ofendida (y
no el marido despechado), hasta ese entonces era quien tenía facultades de reprimir.
Considerándolo asi, la norma quebrantaba las mismas raíces de la estructura
familiar que pretendía resguardar. El “ius occidendi”, el “ius vitae et necis” 7 , resultan bur-
lados al imponerse otros jueces distintos del pater para el adulterio. Y las miserias e inti-
midades familiares se exponen a la luz y a la vista de todos. El de adulterio pasará, de
ser una conducta privada, castigada en privado, a constituirse en un delito público, es
decir un crimen, como expresamente lo califica Constantino en C. 9.9.30: “El crimen
de adulterio está contado entre los públicos”. (Constitución del año 326).
Burlados en cuanto se les imponen limitaciones, no porque se los suprima. “Al
padre se le concede el derecho de matar en su propia casa, aunque la hija no habite en ella,
o en la casa de su yerno” (Papiniano, en D. 43.5.22.2), sin que se haga distinciones si se
trata de padre natural o adoptivo (Papiniano, en D. 43.5.22.pr). Puede dar muerte a
ambos, a la hija y su amante adúltero. Con respecto a este último, siéndole posible lo
máximo, privar de la vida, obviamente es factible cualquier otra conducta punitiva que
no llegue a ese extremo (Papiniano, en D. 43.5.22.3).
La mujer adúltera puede entonces, recibir la muerte de manos de su padre, y lo
mismo sucede con el amante de aquélla. Ahora bien, hay ciertos requisitos:
a) El adulterio que da pie a esta sanción no puede consumarse en cualquier parte,
sino únicamente en la casa paterna o en la del yerno, esposo de la hija infiel.
(Papiniano, en D. 43.5.22.2 y Ulpiano, en D. 43.5.23.2). Este último jurisconsulto da
la explicación: “La injuria es mayor, si la hija se hubiese atrevido a introducir al adúltero
en la casa del padre o del marido”.
b) Puntualizando, no basta que se trate de la casa o del marido, es menester que
ellos habiten allí al momento de consumarse el hecho (Ulpiano, en D. 43.5.22.3).
c) Al padre le compete la facultad de matar, “solamente si sorprendiera a la hija en
la misma torpeza del adulterio”. En pleno acto, enseña Ulpiano (D. 43.5.23.pr), citan-
do la doctrina de Labeón y Pomponio, y las leyes de Solón y Dracón.
d) La pena de muerte debe aplicarse inmediatamente y a la pareja sorprendida en
acto de adulterio. No es lícito al padre demorar la ejecución de alguno de ellos, aun-
que fuere por razones de piedad. Ulpiano es muy claro: “Lo que dice la ley –mate inme-
diatamente a la hija- habrá de ser entendido de modo que, habiendo hoy matado al adúl-
tero, no lo aplace y mate a la hija después de algunos días, o al contrario; porque debe matar
a ambos casi con el mismo golpe y con el mismo ímpetu, poseído de igual ira contra ambos”
(D. 43.5.23.4). El mismo fragmento, en su parte final, se encarga de formular la única
excepción, para el caso en que la hija logre huir mientras su padre se ocupa de ajusti-
ciar a quien ha sido su cómplice. En este supuesto, aunque se esconda y el padre recién
consiga hallarla algunas horas después, se considerará que la mató inmediatamente”.

7 Derecho de vida y muerte sobre quienes estaban sujetos a su potestad, que el pater ejercitaba luego de escuchar la opinión del conci -
lium propinquorum (consejo de los parientes). Esta facultad, que seguramente tuvo desde los inicios de Roma, le fue reconocida por las
XII Tablas (año 451-450 a J.C.), y todavía se mantenía, si bien atenuada, en la época de Constantino (306-377 d J.C.).

112
XVII ENCUENTRO NACIONAL DE P ROFESORES DE DERECHO R OMANO

e) La palabra “pater” no debe tomarse en sentido literal, no alude exclusivamen-


te al progenitor carnal, sino el jefe de familia en la cual está la adúltera (Papiniano,
D. 48.5.20), motivo por el que el padre que a su vez es alieni iuris no goza del dere-
cho. Por el contrario, el padre “sui iuris” puede ejercitarlo, aunque se trate de su hija
adoptiva (Papiniano, en D. 48.5.22.pr).
Ahora bien, el padre que ejerce este derecho debe matar a ambos adúlteros, ya
que si solamente aplica esa pena a uno de ellos se hace reo de la ley Cornelia de Sicariis
et Veneficis (D. 48.8). Hay una única excepción, que se produce cuando la hija no
llega a morir porque consigue reponerse de las heridas sufridas, las que debieron ser
de suficiente entidad como para acabar con su vida. En este supuesto se considera que
la salvación sucedió más bien por la fatalidad, que por la piedad paterna (Macer, en
D. 48.5.32.pr).
Como se ve, el padre puede matar a su hija y a cualquier adúltero. Resalto la
palabra “cualquier”, porque ella es importante. Hay limitaciones con respecto al mari-
do (Papiniano, en D. 43.5.22.4), ya que si bien la paternidad puede llegar a inspirar
piedad al progenitor, haciéndole tomar partido por sus hijos, “se hubo de refrenar el
acaloriamiento y la impetuosidad del marido, que con facilidad se resuelve”.
Ello no obsta a que el marido engañado también pueda dar muerte a la esposa
que le ha sido infiel, si la tiene bajo potestad (Ulpiano, en D. 43.5.23.1), y en cual-
quier caso aunque así no fuese, su delito es de naturaleza menor. Conforme un res-
cripto del emperador Antonino Pío, que cita Marciano (D. 48.8.1.5): “... se debía
imponer una pena más leve también al que mató a su mujer sorprendida en adulterio, y
mandó (el divino Pío) que el de humilde condición fuese condenado a destierro perpetuo,
y relegado temporalmente el que se hallase constituido en alguna dignidad”. Se establece
así una excepción al principio establecida por la ley Cornelia (de Lucio Cornelio Sila,
año 81 a J.C.) contra los sicarios y envenenadores, la cual les imponía la pena de
muerte, o bien la deportación a alguna isla y la confiscación de todos los bienes. Si
eran de clases humildes, directamente se les echaba a las fieras (Marciano, en D.
48.8.3.5).
Tenemos entonces, en principio, que el marido no puede matar al cómplice de
su mujer adúltera, cosa que sí le era permitido al padre, como hemos visto, aunque
si incurre en esa conducta la sanción será más leve, mucho más leve, que en el caso
de un homicidio común.
No obstante hay excepciones, porque el esposo tiene el derecho de dar muerte
al cómplice de su mujer, sin hacerse pasible de castigo alguno, si éste cae dentro de
alguna de estas categorías: “Si fuere alcahuete, o hubiere ejercitado antes arte cómico, o
se hubiere dado a la escena para saltar o cantar, o hubiere sido condenado en juicio públi-
co y no hubiere sido restituido por completo, o liberto (ya propio del marido ofendido,
ya de su esposa, de los padres o hijos de ambos), o esclavo”. (Macer, en D. 43.5.24.pr).
Esta facultad sancionatoria funciona, únicamente, si el marido sorprende el acto
carnal de su mujer perpetrado dentro del hogar conyugal, no así si el mismo se come-
te en la morada del suegro (Macer, en D. 43.5.42.pr).

113
H OMENAJE “D R. LUIS R ODOLFO ARGÜELLO”

¿Y si el cómplice de la adúltera no entra en alguna de las categorías de personas


arriba mencionadas? En principio el marido engañado no puede darle muerte, pero “le
es lícito retener, sin fraude suyo, no más de veinte horas continuas del día o de la noche,
para “atestiguar el caso”, al adúltero sorprendido con su mujer al cual no quisiera, o no le
fuese lícito, matar”. (Ulpiano, en D. 43.5.25.pr). Igual facultad cabe al padre, si deci-
diera perdonar la vida al ofensor (Ulpiano, en D. 43.5.25.1).
Los restantes parágrafos del fragmento (2,3,4) reglamentan la manera en que
debe llevarse a cabo esa “retención” : Se puede producir obviamente si el acusado está
dentro del hogar conyugal o paterno, pero aún también en cualquier otro lugar. Si se
ha fugado, se lo puede aprehender dondequiera que esté, pero si voluntariamente el
ofendido lo dejó marchar, no puede volver a traerlo.
La finalidad de esto (Ulpiano, en D. 43.5.25.5) es la de conseguir testigos que
declaren haber sorprendido al reo en adulterio. Lo cual hace pensar que no era tan
estricta la prescripción de que era necesario que la pareja fuese atrapada en el acto fla-
grante. Debe haber sido suficiente que la situación fuese equívoca o comprometedora,
y que la existencia del acto sexual pudiese ser probada con testimonios que, difícilmen-
te, provinieran de personas que lo hubieren presenciado.
En general esa atestiguación provendrá de los esclavos de la casa, a los que habrá
de torturarse para que su declaración tenga valor, dice el emperador Antonino, en una
constitución del año 213 d J.C. (C. 9.9.3). No importa que pertenezcan al marido o
a la mujer, la ley no hace excepciones, refuerzan Graciano, Valentiniano y Teodosio, en
una constitución del año 385 (C. 9.9.32).
A menos, claro está, que la finalidad oculta de la ley fuese otra, más retorcida y
sanguinaria. Muchos hombres seguramente habrían preferido la muerte, puestos en la
disyuntiva entre ésta y el deber de quedar “retenido por veinte horas continuas, en el día
o en la noche”, a merced de la cólera de un padre ofendido, o un marido despechado.
Aunque había otras penalidades, menos formales. Aulo Gelio8 narra que el histo-
riador Cayo Crispo Salustio, “tan grave y sincero en sus escritos”, fue sorprendido en
adulterio por Annio Milón, quien lo azotó con correas y le obligó a dar dinero. Luego
de lo cual le permitió marcharse.
Ahora bien, el esposo que sorprende a su cónyuge en adulterio, “debe abandonar
sin demora a la mujer”. Dicho con otras palabras, debe repudiarla en el acto (Macer, en
D. 43.5.24.1). Quizás cuando Augusto sancionó esto pensaba en el ejemplo de su tío,
Cayo Julio César, que narra Plutarco9 . César estaba a la sazón casado con Pompeya
Sila, era pretor y Pontífice Máximo, en ocasión de celebrarse la fiesta de la Bona Dea,
reservada exclusivamente a las mujeres. Tanto es así que los hombres debían permane-
cer fuera de la casa ese día especial, en el cual la esposa del Pontífice celebraba un rito
absolutamente secreto, rodeada de sus acólitas entre las cuales se hallaba Aurelia, la
madre del futuro dictador.
En esa precisa ocasión, el todavía imberbe Clodio se vistió de cantante femenina,

8 Noches Áticas. Ugtilizo la edición de E.J.E.A. Bs. As. 1959. Capítulo 18.
9 Vidas Paralelas. Utilizo la edición de Joaquín Gil. Bs. As. 1944. Tomo II. Pág. 937 y s.s.

114
XVII ENCUENTRO NACIONAL DE P ROFESORES DE DERECHO R OMANO

para introducirse en la mansión donde tenía lugar la ceremonia, pero fue descubier-
to por una criada. Se dijo que había concurrido con propósitos deshonestos, a los que
no habría sido ajena Pompeya, reconocida por su refulgente belleza, solamente com-
parable al escaso desarrollo de su cerebro, cosa que Cayo Julio negó tajantemente.
Sin embargo, y pese a ello, repudió inmediatamente a su cónyuge, dando como
explicación a quienes le preguntaban el motivo: “Porque quiero que de mi mujer ni
siquiera se tenga sospecha”, frase que ha pasado a la tradición popular ligeramente
deformada: “La mujer de César no solamente debe ser honesta, también ha de parecerlo”,
que es la que enuncia la mayoría de los libros de Historia.
La costumbre de permitir, si ya no exigir, al marido que ponga fin unilateral-
mente al matrimonio que lo une con una adúltera, perdurará aún en las épocas en
que el Cristianismo ha puesto severos límites a la facultad de producir repudios.
Constantino permitirá de esta manera al hombre repudiar a su esposa que haya sido
encontrada culpable de “adulterio, envenenamiento o alcahuetería” . Esta disposición se
reitera por una constitución del año 421 d J.C., debida a Honorio y Constancio II
(C. 9.9.35).
¿Y si no lo hace? ¿Qué pasa con el marido que, por amor u otros motivos, per-
dona a su esposa infiel? La respuesta es muy simple, no le está permitido hacerlo, so
pena de ser imputado él del delito de alcahuetería, esto es de favorecer la prostitución,
con lo que –si calla ante el adulterio- se convierte en cómplice del mismo.
Dice una constitución de Severo y Antonino, que data del año 199 d J.C. (C.
9.9.2): “Cometen crimen de lenocinio los que retuvieron en matrimonio a su ujer sorpren-
dida en adulterio...”. Una constitución del emperador Alejandro, del año 226 d J.C.
(C. 9.9.11), agrega: “Para nadie es dudoso que el marido no puede entablar acusación de
adulterio, reteniendo como esposa a su mujer”.
Ni siquiera era viable al marido que cumplía con sus deberes y denunciaba a su
esposa adúltera, repudiándola, volver a casarse con ella. Una constitución de
Antonino, del año 224 se lo prohibía, bajo pena de ser condenado él por lenocinio
(C. 9.9.9). La explicación la da Marcelo, en D. 23.2.33, en estos casos “es el mismo
matrimonio”, el que se reanuda, y no uno nuevo.
Es interesante, sin embargo, una precisión. La prohibición rige únicamente
cuando la esposa ha sido condenada por adulterio. Si el marido se limitó a presentar
la denuncia, y después la retiró declarando que lo había hecho por ira o celos, nada
le impide volver a casarse con ella, aunque la hubiese repudiado, mandan Diocleciano
y Maximiano, en una constitución del año 290 (C. 9.9.21).
Ni que hablar del esposo que recibía dinero o favores para ocultar el delito de
su esposa, que también era condenado por lenocinio (Scaevola, en D. 48.5.14.pr).
Por su parte, quien a sabiendas facilite su casa para que una pareja cometa adulterio,
así como el que realizare ganancias con el adulterio de su propia mujer, es castigado
también como adúltero, cualquiera fuese su condición social (Papiniano, en D.
48.5.8.pr y 1).
Igual sanción reciben las mujeres, que facilitan su vivienda o reciben algún obse-

115
H OMENAJE “D R. LUIS R ODOLFO ARGÜELLO”

quio o dinero por este mismo motivo (Papiniano, en D. 48.5.10.1). Y, en fin, también
es castigado, cualquiera que hubiese aconsejado o promovido de alguna manera el
adulterio, tal y como si hubiese intervenido como partícipe en él (Ulpiano, en D.
48.5.12).
Todo esto que acabo de transcribir me mueve a una reflexión. ¿Se habrán respe-
tado realmente estas prescripciones? Cuesta imaginar a un marido romano, conscien-
te de que su esposa lo engaña con un alto personaje de la corte imperial, o con el empe-
rador mismo, promoviendo denuncia en su contra. Resulta algo digno de meditar,
aunque esos pensamientos nos conduzcan al convencimiento de que estas disposicio-
nes, en muchísimos casos, debieron ser letra muerta. Conocidas, y conscientemente
violadas.
Ni siquiera se omiten las excepciones. Una esposa, prisionera de los enemigos que
mantiene relaciones sexuales con sus captores comete adulterio “solamente si no hubie-
se sufrido violencia”, es decir si consintió libremente (Ulpiano, en D. 48.5.13.7), pero
no si fue forzada. Lo cual es absolutamente coherente, en este último caso no habría
existido adulterio, sino violación.
La ofensa no era compensable, de modo que si bien parecería lógico que un mari-
do de pésimas costumbres no estuviese en condiciones de exigir fidelidad a su esposa,
los traspiés de ella no eran perdonados aunque, según el caso, podrían conducir tam-
bién a la condena del esposo, por adulterar con otra (Ulpiano, en D. 48.5.13.5).
Entiéndase bien, la sanción al marido no era aplicada en estos casos por engañar a su
mujer, sino por el agravio que infligía al cónyuge de su amante.
Es notable reparar cómo, con el debilitamiento de los poderes del “pater”, va cam-
biando de manos la titularidad de la acción para denunciar y perseguir a la adúltera,
sobre todo a partir del auge del cristianismo. Así Constantino y Constancio (C.
9.9.30.pr), en una constitución del año 326 establecerán que: “... Principalmente, debe
ser vengador del lecho conyugal el marido”, aunque legitiman también a esos fines “al
padre, el hermano, el tío paterno y el tío materno”, de la adúltera, excluyendo a todos los
otros extraños.
Esto, que contraría las normas vigentes para los delitos públicos, entre cuyo
número cuentan los emperadores al adulterio, se hace para evitar a cualquier persona,
“mancillar temerariamente matrimonios”, reza el mismo fragmento al que acabo de alu-
dir. Pero obviamente no estamos hablando ya del poder de dar muerte, sino de pro-
mover la acción pública que el adulterio, como todo crimen, lleva implícita.
En esa acción pública, si concurren a interponerla conjuntamente el marido y el
padre de la adúltera, es preferido aquél (Ulpiano, en D. 48.5.2.8), “porque es de creer
que actúa con mayor ira e indignación”. Ello, aunque el padre ya hubiese formulado la
denuncia, caso en el cual será la del yerno la que reciba trámite, y no la suya. Recién,
si ninguno de estos dos la presentan, tienen la posibilidad de hacerlo los demás legiti-
mados para ello (Ulpiano, en D. 48.5.2.9).
El término para accionar contra la mujer es de sesenta días “útiles” para el mari-
do y el padre, aunque los plazos para éste último recién comienzan a correr una vez

116
XVII ENCUENTRO NACIONAL DE P ROFESORES DE DERECHO R OMANO

agotados los de aquél, sin que haya actuado. (Ulpiano, en D. 48.5.4.pr). Lo mismo
puede leerse en otro fragmento de Scaevola (D. 48.5.14.2). En cuanto al plazo para
el marido, dado que es su obligación repudiar, se inicia su cómputo a partir de pro-
ducido el repudio (Paulo, en D. 48.5.30.1). Prescribe a los cinco años de cometido
el hecho (Ulpiano, en D. 48.5.29.5).
Es importante señalar que la acusación pudo en un principio plantearse sin
temor por parte del marido, ya que aunque la denuncia sea rechazada, ello no confe-
ría derecho a accionar por calumnias al supuesto cómplice del adulterio (C. 9.9.6).
Aunque el extremo sufrirá una drástica reforma en la Novela 118, capítulo 8, que va
a establecer que: “Mas si el marido no probare la acusación de adulterio presentada, sea
sometido a los mismos suplicios que hubiese de sufrir la mujer, si se hubiese probado la
acusación”.
Paulo (D. 40.12.39.3), enseña coincidentemente con lo expuesto al finalizar el
párrafo anterior, que el marido que ha acusado falsamente de adulterio a su esposa,
puede ser demandada por ésta, solicitando que se lo destierre.
En cuanto a los demás extraños, ellos sí se aventuran a un juicio por calumnias
si producen una imputación falsa (Scaevola, en D. 48.5.14.3). De este riesgo no se
salva ni siquiera el padre (Paulo, en D. 48.5.30.pr).
La casuística no omite ni aún el caso en que el marido hubiese facilitado o pro-
movido el adulterio, para infamar a su mujer, supuesto en el cual tanto ella que cedió
a la tentación, cuanto él que suministró la ocasión, son responsables del delito, con-
forme Scaevola, citando un senadoconsulto que no identifica por su nombre (D.
48.5.14.1)
Precluída la oportunidad procesal para promover denuncia, tanto para el espo-
so, cuanto para el progenitor, durante los cuatro meses siguientes pueden actuar
indistintamente, los restantes legitimarios activos (Ulpiano, en D. 48.5.4.1 y 2).
Todo esto era factible aunque la mujer hubiese huido, saliendo de la provincia,
porque en tal caso podía ser juzgada y condenada en ausencia, según una constitu-
ción de Gordiano, del año 242 (C. 9.9.14), siempre que ello hubiese sucedido “des-
pués” de la acusación. Si en cambio hubiese huido “antes”, no podría ni acusársela, ni
condenársela, conforme otra constitución, del mismo emperador, dictada en igual
año (C. 9.9.15). Escapar, de todas maneras no siempre era eficaz, si el marido ofen-
dido sabía el actual paradero de los adúlteros, podía hacerlos citar donde estuviesen
y, si no comparecían, hacerlos juzgar en ausencia (Novela 134, capítulo 5).
Hay un caso especial, y se da cuando el supuesto cómplice “está ausente sin frau-
de en viaje oficial, porque no pareció justo que el ausente por causa de la República fuese
comprendido entre los reos”, situación durante la cual no puede ser acusado hasta su
regreso. Hay que reparar bien en las palabras utilizadas, “sin fraude”, ya que si logró
que lo mandaran en misión a tierras lejanas para eludir la imputación, ello no le sirve
como pretexto para escapar a ella. Véase al respecto a Ulpiano, en D. 48.5.15.1
La acción en contra del cómplice de la mujer prescribe “después de un quinque-
nio que se computa continuo desde que, según se dice, se cometió el adulterio”, según una

117
H OMENAJE “D R. LUIS R ODOLFO ARGÜELLO”

constitución de Alejandro, dictada en el año 223 d J.C. (C. 9.9. 5). La misma no se
extingue ni siquiera con la muerte de uno de los dos adúlteros, muy por el contrario,
para la mujer las consecuencias eran peores si su cómplice fallecía, ya que en este caso
la acción contra ella se volvía imprescriptible (Macer, en D. 48.5.19.pr).
Supongamos ahora que ni el padre ni el marido, en las ocasiones en que a éste le
están permitidas, den muerte a la adúltera. Pongámonos en el caso que se limitan, ellos
o los demás legitimados, a promover la denuncia. Supuesto en el cual podían darse
diversas situaciones:
a) La mujer es sorprendida en pleno acto, acusada y condenada en juicio públi-
co.
b) La mujer no es sorprendida durante el acceso carnal, pero se la acusa y en jui-
cio público se prueba el adulterio.
c) La mujer es sorprendida durante el hecho, pero resulta absuelta en juicio.
d) La mujer, no sorprendida en acto de adulterar resulta denunciada, pero en el
juicio es absuelta.
En el último de los casos citados la esposa queda libre de culpas y cargos. Hemos
visto ya como, si la denuncia resultó maliciosa, los acusadores pueden ser pasibles de
la acción por calumnias.
Pero en los tres primeros supuestos, las consecuencias son gravísimas. La esposa
adúltera es declarada “probosa”, lo que implica la tacha de infamia que la coloca de
inmediato al mismo nivel que las prostitutas, las actrices de teatro, y las condenadas
por cualquier crimen, que –conforme las leyes Iulia de Maritandis Ordinibus y Papia
Poppaea, del mismo emperador Augusto- las inhabilita automáticamente para casarse
con ciudadanos libres e ingenuos. Al menos en vida del ex marido (Modestino, en D.
23.2.26).
Sus matrimonios, si se celebraban, resultaban inoficiosos para escapar a las pena-
lidades establecidas por la legislación caducaria, para la cual “no hay nupcias”. (Paulo,
en D. 23.2.44.pr; I. 1.10.11; C. 5.4.23.1 y C. 5.5.4). Además, las mujeres “probosae”,
en tanto y cuanto infames que eran, no podían testimoniar en juicio (Paulo, en D.
22.5.18).
Ahora bien, la prohibición de celebrar nuevos matrimonios no era absoluta, hasta
las prostitutas podían casarse. Rige para las mujeres de las clases sociales más elevadas,
y la prohibición es más rigurosa, mientras más alta haya sido su posición. Nunca se
pierda de vista cuál ha sido la verdadera finalidad de la represión del adulterio, que no
fincaba en tutelar la fidelidad conyugal, sino evitar la confusión de la prole y la adul-
teración de la sangre. Por eso no hubo ningún inconveniente en que la adúltera cele-
brase nuevas nupcias con algún liberto, por ejemplo.
Será menester remontarse hasta las Novelas (Novela 134, capítulo 12), para ver
cómo se levantan las restricciones a las posibilidades de nuevos casamientos de las adúl-
teras. Excepto con quien ha sido su cómplice en el adulterio, respecto del cual se man-
tienen. Y es que “el adulterio cometido antes, con quien después se unió una en matrimo-
nio, no se extingue al amparo de éste”, sancionan Diocleciano y Maximiano, en el año

118
XVII ENCUENTRO NACIONAL DE P ROFESORES DE DERECHO R OMANO

294 (C. 9.9.27).


Repárese en fin que, mediando declaración de culpabilidad (los dos primeros
supuestos de los que arriba se enunciaron), la sanción es doble ya que la mujer no
solamente resulta degradada por adúltera, sino también por haber sido condenada en
juicio público (Ulpiano, en D. 23.2.43.12), lo que duplica su indignidad.
Por eso, una vez condenada, era despojada de sus ropas y azotada públicamen-
te, para luego mandarla a un monasterio donde debía permanecer tonsurada y usan-
do los hábitos monásticos durante al menos un bienio. Al cabo de este tiempo, sola-
mente la voluntad del ex marido podía hacerla salir, pero si éste hubiere fallecido
antes de cumplirse este plazo, debía permanecer allí de por vida. Tal la severísima san-
ción que consagra la Novela 134, en su capítulo 10.
En la práctica, se la trata como si hubiese abrazado la prostitución. Pero una
mujer, acusada de adulterio, no puede hacerse prostituta, actriz, o adoptar alguna otra
ocupación infamante para eludir el castigo. Éste se le aplica igual, sin perjuicio que
luego se le permita continuar con la nueva forma de vida que ha elegido (Papiniano,
en D. 48.5.10.2).
Las penalidades que el adulterio acarreaba para la esposa eran muy severas tam-
bién en lo económico, ya que supuestamente también era repudiada, caso en el cual
perdía hasta la mitad de su dote, que el marido retenía “propter mores”. Además era
privada de sus restantes propiedades, que obviamente ya no le harían falta en su
nueva vida de monja. Dos tercios iban a parar a los hijos que tuviese, el tercio restan-
te al Monasterio. Si no tenía hijos, eran dos tercios para el Monasterio, y un tercio
para sus ascendientes que no hubiesen consentido la conducta indigna. No habiendo
tampoco ascendientes, todo quedaba en poder del Monasterio, conforme la citada
Novela 134, capítulo 10. Finalmente, las “probosae” no podían recibir más que una
cuarta parte de las herencias que les hubiesen sido dejadas, privilegio éste (si así puede
llamárselo), que les fue retirado por el emperador Domiciano.
En cuanto al hombre que había sido su cómplice, si era de baja condición se lo
enviaba a laborar en las minas, o se lo condenaba a cualquier otro tipo de trabajos
forzados. Si era un esclavo, hasta se le podía dar muerte o torturarlo, aunque si la pro-
piedad de éste pertenecía a un tercero, el que hubiese aplicado el castigo debía pagar-
le al dueño el valor de dicho esclavo (Ulpiano, en D. 48.5.27). Si pertenecía a las cla-
ses superiores, podía sufrir destierro y pérdida de bienes.
Una mujer casada podía ser acusada por adulterio cometido en un matrimonio
anterior, a condición de que el titular de la acción actuase primero contra quien había
sido su cómplice y recién después contra ésta (Juliano, en D. 48.5.5). En igual situa-
ción está, y puede ser acusada, la viuda cuyo marido falleció sin haber podido denun-
ciar (Papiniano, en D. 48.5.10.pr). En igual sentido se pronuncia el mismo juriscon-
sulto, en D. 48.5.11.8: “Fallecido el marido, la mujer puede ser acusada de adulterio”.
Papiniano dice (D. 48.5.11.13), que si un hombre se casa con una mujer divorciada
que ha sido acusada, pero aún no condenada por adulterio, puede lícitamente repudiarla
por ese motivo, si producido el juicio y dictada sentencia en él, es declarada culpable.

119
H OMENAJE “D R. LUIS R ODOLFO ARGÜELLO”

Pero si la mujer divorciada se casó, así fuese con el hombre que se sospechaba ha
sido su cómplice en un adulterio, no puede ser ni acusada ni juzgada antes de que se
haya acusado y condenado a aquél. Hay un motivo, y es el evitar que el anterior mari-
do lleno de rencor, buscase destruir el nuevo matrimonio por celos o resentimiento
(Papiniano, en D. 48.5.11.11).
No podía en cambio ser castigada, porque no se consideraba que hubiere incurri-
do en adulterio, la mujer que “habiendo escuchado que había fallecido el marido se había
casado con otro hombre” porque en este caso la ley presume que ha sido engañada por
éste. Salvo que se probase que ella sabía de la fingida muerte del marido, y la utilizó
“como pretexto para celebrar las nupcias En tal caso sí ha comprometido su honestidad,
“debe ser castigada según la calidad de su delito”. (Papiniano, en D. 48.5.11.12).
El fragmento puede llamarnos la atención, pero está en consonancia con el resto
del Derecho de la época. Una mujer se presume crédula, débil de carácter, fácil de
engañar. Por eso no puede ser fiadora, ni heredar más de cierta cantidad, y está some-
tida a tutela perpetua. Por eso también se asume que algún hombre libidinoso pueda
engañarla, haciéndole creer que ha quedado viuda, para gozar de sus favores. Ese ardid
se considera tal en principio, pero la presunción es relativa.
Porque puede darse el caso que la mujer sea cómplice del hecho, y entonces cae
sobre ella todo el rigor de la ley. Fe de ello podría dar Messalina, la esposa del empera-
dor Claudio, condenada a muerte por casarse con C. Silio, constituyendo inclusive
dote, fingiendo haber creído que éste había fallecido durante uno de sus viajes, pese a
que éste se hallaba a un día de distancia de Roma. Su esposo engañado, el propio
emperador, declaró en su contra en aquella ocasión ante la asamblea de los pretoria-
nos, y avaló la pena capital.10
El Derecho Romano ya cristianizado, va a mantener las sanciones contra el adul-
terio, pero fundado en otros motivos, no ya en la conservación de la pureza de la estir-
pe. El matrimonio se ha convertido ahora en un sacramento, y quebrantar los votos
matrimoniales es un pecado mortal.
Dirá así la Collatio Legum Mosaicarum et Romanorum, que dedica al tema su títu-
lo IIII: “Moisés dijo: Cualquiera que haya cometido adulterio con la mujer de su prójimo,
muera irremisiblemente el que ha cometido adulterio y la que lo ha cometido (4.1.1).
Además a la Iglesia le va a interesar la propagación de la Fe, cosa que se hace no
sólo evangelizando, sino propendiendo las uniones entre cristianos, que conformen
familias trayendo al mundo todos los hijos que les sea factible. Es requisito esencial que
nazcan dentro de la unión matrimonial, que sean legítimos. Los que hayan advenido
como fruto del adulterio no lo serán, entrando dentro de la categoría de adulterinos.

IV. ESTUPRO

Según Papiniano (D. 48.5.6.pr), la ley Iulia de Adulteriis Coercendis “se aplica a
las personas libres (se entiende del sexo femenino) que sufrieron adulterio o estupro”. Y
10 Véase a Suetonio, Vida de los Doce Césares , edición citada. Libro V. El Divino claudio. Capítulo 26.

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XVII ENCUENTRO NACIONAL DE P ROFESORES DE DERECHO R OMANO

seguidamente precisa (D. 48.5.6.1) que “propiamente se comete adulterio en mujer


casada... mas en doncella o viuda se comete estupro”.
Modestino (D. 48.5.34.pr) reitera el concepto de estupro, diciendo que “come-
te estupro el que por trato, no por causa de matrimonio, tiene a una mujer libre, excep-
tuándose por supuesto a la concubina”. Y prosigue (D. 48.5.34.1): “Se comete adulterio
en mujer casada, y se comete estupro en viuda, en dondella, o en un joven”. Como se ve,
aparece ahora también la figura masculina, como posible sujeto pasivo de este delito.
Volvamos a Papiniano, que nos habla de otro tipo de relación, la que mantie-
ne un hombre con una esclava ajena (D. 48.5.6.pr): “... mas por lo que refiere a las
esclavas, subsistirá fácilmente la acción de la ley Aquilia, y tampoco se habrá de denegar
la acción pretoria de corrupción de esclavo”. Como se advierte, se trata de un acto ilíci-
to y punible civilmente, pero que no configura estupro ni cae dentro del ámbito de
aplicación de la ley Iulia de Adulteriis Coercendis.
El “stuprum” resulta un delito independiente del “adulterium” , como puede infe-
rirse de los conceptos transcriptos más arriba. Es todo acto sexual cometido sobre un
hombre o mujer no casados, o una mujer viuda. Lo cual tiene su explicación, sobre
todo para el caso –que debía ser el más frecuente- de relaciones sexuales con mujeres
solteras.
Hoy en día, que este tipo de vínculos no solamente sea mirado con disfavor, sino
que encuadre en un crimen de acción pública, quizás resulte ininteligible. Pero no lo
es, a poco que reparemos en la realidad de la antigua sociedad romana, donde ni
siquiera existía la palabra “novio”, y donde el compromiso no confería a los que hubie-
ren celebrado esponsales ningún derecho especial al uno sobre el otro.
La virginidad era un tesoro, un capital en sí mismo, que había que cuidar. Ello
sin pensar en la posibilidad de gestación de hijos ilegítimos, que hacía a las relaciones
pre conyugales muchísimo más peligrosas. Concluyamos con la realidad incontrover-
tible que, siendo tan fácil el matrimonio –bastaba con que dos personas de similar
condición social se fuesen a vivir jutas con el ánimo de tratarse como marido y mujer-
en este tipo de uniones no había “affectio maritalis”, para que podamos tener un pano-
rama bastante claro de lo que el delito implicaba, y de lo que buscaba prevenir.
Protagonista activo del estupro es un varón, casado o no, ello carece de impor-
tancia. Lo que resulta relevante es la identidad de su pareja, en sus orígenes induda-
blemente una joven, y de buena familia, para la cual –me estoy refiriendo a la fami-
lia- la virginidad de una de sus integrantes era un tesoro valioso que merecía ser
defendido. Por ello, seguramente, durante la República la conducta promiscua de las
muchachitas solteras era un asunto estrictamente familiar, y debía ser dentro del
ámbito de la familia donde encontrase su castigo, que sin duda estaría acorde a las
posibilidades matrimoniales de la chica, y de la devaluación de éstas luego de haber
perdido la inocencia sexual. El “pater” seria juez de la gravedad de la falta.
Es delgada la línea que separa al estupro del concubinato. Ulpiano dice (D.
25.7.1), que “puede uno tener en concubinato sin temor de delito sólo a aquéllas con las
que no se comete estupro”. La diferencia será la posibilidad de “affectio maritalis”, si la

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H OMENAJE “D R. LUIS R ODOLFO ARGÜELLO”

mujer es de similar condición al hombre, si tienen entre sí la posibilidad del “ius con-
nubium”, y pese a ello mantienen comercio sexual sin casarse habrá estupro. De lo con-
trario, concubinato.
El estupro es un delito que cometen los dos que participan en él, el hombre –ele-
mento activo- y su pareja. Si aquél era heterosexual, lo haría con mujer libre y de buena
condición, soltera o viuda daba igual. Si era bisexual, u homosexual, un joven, caso en
el cual se cometía “stuprum cum masculo”, también denominado “paederastia”. Hay per-
sonas con las cuales, por definición, no cabe cometer el delito: Las concubinas, las
mujeres de baja extracción, así como las actrices de teatro. Una unión con cualquiera
de ellos no constituye delito alguno.
No cuenta la edad de la víctima, puede ser púber o no. Se denomina “inmatu-
ram” a la mujer, aún infanta, que es reducida sexualmente, y “nondum viripotentes” a
los muchachos menores de edad que lo sufren. No importan los años, según se ha
dicho, sino las connotaciones sociales, y las nefastas consecuencias que trae aparejada
una relación sexual ocasional, para quien es potencialmente casadero y por obra y gra-
cia del estupro pierde un bien tan valioso como su inocencia.
La clase social, o la diferencia entre ellas lo es todo. Leamos a Marciano (D.
25.7.3): “La liberta ajena, la mujer ingenua de oscuro linaje, la que hizo ganancia con su
cuerpo...” Todas esas son posibles concubinas, sin culpa ni delito. En cambio si alguien
prefiere tomar como amante a una mujer de vida honesta, o ingenua, solamente puede
hacerlo previo dejar constancia de ello mediante atestación y, si ella rehusa, se come-
te estupro.
En el “stuprum” cada uno de los integrantes de la pareja que había participado
perdía la mitad de sus bienes, conforme prescribe la Instituta de Justiniano: “Como cas-
tigo, la ley (está refiriéndose a la ley Iulia de Adulteriis Coeercendis), prevé la incautación
de la mitad de los bienes del perpetrador” (I. 4.18.4). Ése, en principio, era suficiente cas-
tigo, al menos para el hombre que fuese de “clase respetable”, si su rango social era infe-
rior, las penalidades son más severas: “castigo y relegación a la calidad de esclavo”. La
mujer, aparte de ello, debe sufir las penas que el jefe de su familia le imponga, porque
–también según el párrafo de la Instituta que estoy citando: “la vergüenza de la seduci-
da debe ser castigada”.
En cuanto al hombre, no era la legislación más benigna. Dice Paulo, en D.
48.19.38.3: “Los que desfloran a doncellas que aún no son casaderas, siendo de baja con-
dición son condenados a las minas, y de otra más elevada, son condenados a una isla, o rele-
gados al destierro”.
El estupro podía despertar odio y deseos de venganza en la familia de la doncella
sometida, emociones éstas que podían llevar al agraviado a dar muerte al ofensor, pese
a lo cual en estos casos, era juzgado de manera más benigna, o aún excusado de pena.
El jurisconsulto Marciano, citando al emperador Adriano (D. 48.8.1.4), expuso que
“debía ser perdonado el que mató al que con violencia cometió estupro, con él o los suyos”.
Se trata de un precepto excepcional, que excluye a ciertos homicidas (los que en su per-
sona o la de sus familiares) han sufrido el crimen de estupro, agravado por violencia,

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XVII ENCUENTRO NACIONAL DE P ROFESORES DE DERECHO R OMANO

de las penalidades de la ley Cornelia de Sicariis et Veneficis.


Si un hombre se encapricha de esclava ajena y desea hacerla suya no comete
estupro, pero procede la acción de la ley Aquilia, o la de injurias, según ensseña
Ulpiano (D. 27.10.25): “Si una esclava hubiera sufrido estupro se dará la acción de inju-
rias... o si hubiera estuprado a una doncella imùbera, opinan algunos que compete tam-
bién la acción de la ley Aquilia”. De igual manera opina Papiniano, en un fragmento
que ya he citado (D. 48.5.6.pr).
En fin, los hijos de uniones extramatrimoniales serán para el Derecho Cristiano
ilegítimos. Espúreos, si no fuera posible individualizar al padre. O aún sacrílegos, si
hubieren sido concebidos por alguien que hizo los votos de castidad.
La idea de la naciente Iglesia es que quienes tuvieron relaciones sexuales, siendo
libres para casarse, que celebren matrimonio. Por eso dice la Collatio Legum
Mosaicarum et Romanorum (4.1.2): “Moisés dijo... 2.Si alguno hubiese seducido a una
doncella no desposada, y la hubiera estuprado, la dotará y la tomará como mujer suya. Si
el padre de ella rehusare, y no quisiese dársela por mujer, dará al padre dinero por cuan-
to importa la dote de una doncella”.
Son aplicables al estupro, digamos para concluir, todas las disposiciones que la
ley Iulia de Adulteriis Coercendis establecen para quienes hubieran promovido, facili-
tado, o sido de alguna manera cómplices de esta actividad.

V. HOMOSEXUALIDAD

Indudablemente Roma conoció las relaciones sexuales entre personas del mismo
sexo. La fuerte influencia de la cultura griega que sufrió durante la República, sobre
todo a partir del siglo II a J.C., las debió haber hecho bastante comunes. Aunque la
alusión al mundo helénico hace necesaria una breve introducción.
La sociedad griega acostumbraba a separar muy jóvenes a los efebos de la casa
paterna, llevándolos a campamentos en los que se instruían en el arte del desarrollo
del cuerpo, y las habilidades guerreras. Este ambiente fue seguramente campo propi-
cio para estimular las relaciones sexuales entre ellos, lo que no era extraño, ya que al
despuntar la pubertad, cuando los instintos comienzan a despertar, se hallaban rode-
ados de personas de su mismo sexo.
Pero eso no era motivo de vergüenza, ya que la sociedad lo aceptaba. Era inclu-
sive común que, al llegar el mancebo a los dieciséis años, pasase dos meses a solas en
el campo con un hombre, que le servía de instructor en la caza, la pesca y las activi-
dades marciales durante el día, al par que hacía uso de su cuerpo por la noche.
Cuando el período de aprendizaje terminaba, el muchacho regresaba a la ciudad, con-
vertido en un guerrero, portando un juego de armas que su preceptor, y amante, le
obsequiaba. A la espera de que los años lo colocasen a su vez en posición de hacer lo
mismo, pero en la situación inversa, con algún otro jovencito.
Las campañas militares, frecuentes porque los griegos vivían peleando, cuando
no hallaban extranjeros lo hacían entre sí, y largas, piénsese en los diez años que duró

123
H OMENAJE “DR . L UIS R ODOLFO A RGÜELLO ”

el sitio de Troya, eran otro aliciente que fomentaba la unión homosexual masculina.
El soldado se sentía más cómodo satisfaciendo sus instintos sexuales con el amigo,
con el camarada de armas, que buscando prostitutas. Éstas podían transmitir enfer-
medades, y no eran de fiar, sobre todo si pertenecían a algún poblado enemigo o
extranjero. Aquellos en cambio eran, no solamente compañeros de placer, sino her-
manos en el combate. Iban a resguardarse mutuamente porque, ¿quién mejor para
confiarle la defensa de la propia vida, que a la persona que en la noche tendía sus cáli-
dos brazos, y ofrecía el cobijo de su cuerpo?
Por eso no era de ninguna manera desdoroso, tampoco nada que mereciese ser
ocultado, el trato carnal de un hombre con otros hombres. Piénsese en Aquiles y
Patroclo, Ulises y Diómedes, Hércules y Yolao. ¿Alguno podría haber dudado de la
valentía u hombría de ellos?
Narra Plutarco11 , que en Tebas y por instrucciones de Pelópidas, un tal
Górquidas formó con trescientos hombres escogidos la denominada “cohorte sagra-
da”¸ que tenía como particularidad el estar formada por “amantes y amados”, que for-
maban en el combate el uno junto al otro, “porque en los riesgos... cuando la unión esta-
blecida por las relaciones de amor, es indisoluble e indivisible, pues temiendo la afrenta los
amantes por los amados, y éstos por aquellos, así perseveran en los peligros los unos por los
otros...” Y así precisamente debe haber sido, porque este cuerpo militar fue temible e
invencible, habiendo sólo podido ser doblegado por Alejandro quien, recorriendo el
campo sembrado de cadáveres de amantes y amados luego de la batalla, dijo como
elogio fúnebre que nadie podría dudar de la masculinidad y valentía de esos conten-
dientes.
Ni siquiera las deidades estaban exentas de esas pasiones, el mismísimo Zeus,
dios de todos los dioses la sintió por el príncipe Ganímedes, a quien raptó para que
fuese su copero. Y seguramente algo más.
Hasta en la mujer, mucho más relegada socialmente en Grecia que en Roma, fue
conocido y aceptado ese tipo de unión. Las amazonas practicaban el amor entre ellas,
no en vano este tipo de cariño tomó su nombre de la isla de Lesbos, donde vivían.
De allí viene el nombre de lesbianas, con que se conoce a las mujeres que practican
entre sí el amor lésbico, propio del reino de las amazonas.
En Roma, sin embargo, relaciones de este género tuvieron otro tipo de trata-
miento social. Eran conocidas, eran aceptadas, hasta se presuponía que normalmen-
te se daban, sobre todo en la adolescencia, pero constituían algo que se mantenía pri-
vado, no se hacía ostentación pública de las mismas, aunque tampoco se las ocultaba
especialmente, y no constituía insulto sacarlas a la luz.
Recuérdese a César, que arrastró siempre consigo el mote de “reina de Bitinia”
por los amores que mantuvo en su juventud con Nicómedes, monarca de esa nación.
Su bisexualidad era tan notoria que, refiere Tácito12 , un tal Cota Mesalino solía decir
que “no sabía si Cayo César era hombre o mujer”.

11 Vidas Paralelas, edición ya citada. Se trata del capítulo destinado a Pelópidas, tomo I, pág. 378 y s.s.
12 Cayo Cornelio Tácito. Los Anales . Utilizo la versión de Editorial Albatros. Buenos Aires. 1944. Libro VI.

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XVII ENCUENTRO NACIONAL DE P ROFESORES DE DERECHO R OMANO

El emperador Adriano tuvo verdadera pasión por su favorito Antinoo; Calígula


solía recorrer de noche los prostíbulos, ataviado de mujer; consultando al poeta
Lucrecio13 se puede leer que resulta mejor para el sublime placer del sexo un mucha-
cho que una jovencita; Virgilio14 cuenta que los amantes Eurialo y Niso hallan en el
recíproco amor la fuerza para morir como héroes.... La lista sería larguísima, y no vale
la pena continuar.
Si bien no practicado de modo público y desembozado como en Grecia, el amor
entre personas del mismo sexo no constituyó en Roma delito, ni acto penalmente
reprobable, en la medida que fuera decisión libre y consentida de ambos amantes y
se mantuviese discretamente en la sombra. La “pudicitia” romana no lo aceptaba ni lo
alentaba, pero igualmente se practicaba, sin mayores impedimentos y sin condena
social.
Las cosas empiezan a cambiar a raíz de la práctica, permitida por las leyes, de
que el padre cediese a su hijo en “mancipium”, institución ésta que crea una verdade-
ra paradoja ya que el entregado, normalmente un joven, es técnicamente libre y ciu-
dadano, pero quien lo recibe lo tiene como esclavo a todos los efectos. Todos, y cuan-
do digo esto, me refiero también al comercio carnal, consentido o no.
Respecto al “mancipium” nos refiere Gayo15, en 1.117: “Todas las personas libres,
sean del sexo masculino o femenino que estén sometidas a la potestas de un ascendiente,
pueden ser mancipadas por éste, del mismo modo que se pueden mancipar los esclavos”.
Claro está, esto se refiere tanto a varones como a muchachas, pero de momento y en
este punto, me interesan particularmente aquellos.
Por ello se hace menester dictar la ley Scatinia o Scantinia, de fecha incierta
pero seguramente anterior a Cicerón, porque éste la cita. Dataría del año 149 a J.C.,
aunque según otras versiones la hizo rogar un tal P. Scantinus, en el año 126 a J.C.
La norma castigaba con una multa de diez mil sextercios la pederastia, cometida en
la persona de un varón ingenuo, o sea nacido libre.
A finales de la República comienza a cambiar la manera en que el cuerpo social
percibe y juzga el fenómeno de la homosexualidad masculina, la que comenzó a ser vista
como una mala costumbre que atentaba contra los antiguos valores, al tornar a los jóve-
nes hipersensibles y afeminados. Algunos escritores, Juvenal por caso, comienzan a
hacer público el temor que si parejas de ese tipo seguían proliferando, no sería raro que
alguna vez llegaran a solicitar que se les permitiese la unión matrimonial, lo que ataca-
ría los cimientos mismos de la sociedad, tal como hasta entonces se la conocía.
No puede extrañar pues, que Augusto, férreo defensor de las antiguas costum-
bres, incorpore a la relación sexual entre hombres como un caso de estupro, previsto
y penado por la ley Iulia de Adulteriis Coercendis. Me remito aquí al fragmento de
Modestino, que ya he citado con anterioridad (D. 48.5.34.1): “Se comete adulterio en
mujer casada, y se comete estupro en viuda, en doncella, o en un joven”.

13 En De rerum natura.
14 Eneida. Utilizo la versión de ed. Bruguera. Barcelona. 1975.
15 Institutas. Utilizo la versión de Abeledo Perrot, traducida por Alfredo Di Pietro. 5º edición. Buenos Aires. 1997.

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H OMENAJE “D R. LUIS R ODOLFO ARGÜELLO”

Sin embargo, lo que expuse quizás induzca a error. Augusto era, en efecto, firme
defensor de la integridad familiar y de las severas costumbres de la vida republicana.
En público. Pero en privado, se dice que no le disgustaban demasiado los hombres,
tanto es así que desde su más temprana juventud fue blanco de las maledicencias, que
le imputaban ser afeminado y cometer actos deshonrosos.
Lucio Antonio, hermano de Marco Antonio, sostenía que había comprado la
calidad de heredero de César dejándose desflorar por él, y que tampoco había tenido
pudor en entregarse, perdida ya la inocencia, a un tal Aulo Hircio, por trescientos mil
sextercios.16 En fin, en el mismo capítulo puede leerse que Augusto, ya emperador,
gustaba de aplicarse calor en el vello, para que se volviese más suave. César directamen-
te se depilaba... Tendencias familiares, sin duda.
Según Modestino (D. 48.8.4.2), “se determinó ciertamente en constituciones que no
se hicieran espadones (castración del miembro viril) y que los que fuesen acusados de este
delito estuviesen sujetos a la pena de la ley Cornelia (se refiere a la ley Cornelia de Sicariis
et Veneficiis, a la que ya hice mención)”. Quienes se castraban perdían todos sus bien-
es en beneficio del fisco, y si eran esclavos se los condenaba a muerte. Igual penalidad,
la muerte, se aplicaba al médico que hiciera la operación y al que espontáneamente se
prestó a ser castrado, así como al que hizo castrar por la fuerza a otro, “porque nadie
debe castrar a un hombre libre o a un esclavo, contra la voluntad de éste”. Quien entregó
a un esclavo, sabiendo que iban a castrarlo, es multado con la pérdida de la mitad de
sus bienes (Venuleyo Saturnino, en D. 48.8.6).
Iguales penas caben a quienes, sin castrar, vuelven impotentes a los hombres
(Paulo, en D. 48.8.5). El celo puesto en cuidar la integridad de los atributos de virili-
dad masculina debió ser muy grande, porque según Modestino (D. 48.8.11.pr): “Por
rescripto del Divino Pío se les permite circuncidar solamente a sus hijos, al que hubiera
hecho esto con los que no son de la misma religión se le impone la pena que al que castra”.
Alejandro Severo ordenó que los hombres que se prostituían pagasen una tasa con
destino a la remodelación de monumentos, cosa que hasta ese momento solamente era
aplicable a las mujeres. Sin embargo, y hasta poco antes, el emperador Antonino
Heliogábalo hallaba gran placer en vestirse de mujer, usar joyas, afeites y riccas vesti-
mentas, y hacerse tratar por los hombres como tal, aún en el propio palacio imperial.17
En el año 342 los emperradores Constancio y Constante dictan una ley, que apa-
rece en el Código Teodosiano datada 27 de febrero de 380, en la cual y por primera vez
se dispone pena de muerte para el homosexual pasivo. La Collatio Legum Mosaicarum et
Romanorum (5.3.1) menciona esa constitución, que puede encontrarse en C. Th. 9.7.6:
“...No toleramos que la ciudad de Roma, madre de todas las virtudes, sea manchada por la
contaminación de un afeminado pudor en el varón...” Continúa en 5.3.2: “Por lo tanto, a
todos aquellos que tengan la vergonzosa práctica de condenar su cuerpo varonil, colocado al
modo de las mujeres, a la tolerancia del sexo de otro, y no tener nada distinto de las fémi-
nas... los entregará al castigo de las llamas, en presencia del pueblo...”

16 Véase a Suetonio. Vidas de los Doce Césares. Edición citada. Libro II. El Divino Augusto. Capítulo 68.
17 Aelio Lampridio. Antonino Heliogábalo. Editado por Aguilar, en el compendio Biógrafos y Panegiristas Latinos, Madrid. 1969.

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XVII ENCUENTRO NACIONAL DE P ROFESORES DE DERECHO R OMANO

Las Instituciones de Justiniano extienden la sanción a todos los que incurriesen


en pederastia, tanto activa como pasivamente, norma que, enarbolada luego por la
Iglesia, extenderá su vigencia durante los tiempos de la Edad Media.
Volvamos a la Collatio Legum Mosaicarum et Romanorum (Título 5.1.1. :
“Moisés dice: El que yaciere con un varón a la manera femenil, desprecio es. Mueran
ambos, son reos”.
La concordancia está en Paulo (5.2.1.): “El que estuprare contra su voluntad a un
varón libre, es castigado con la pena capital”. La cita continúa (5.2.2): “El que por su
voluntad sufre estupro y un acto torpe e impuro, es sancionado con la privación de la
mitad de sus bienes, y no le es lícito hacer testamento por una parte mayor”.
Un caso curioso. ¿Y si alguno resulta hermafrodita, vale decir que tiene visibles
los dos sexos? En ese supuesto, habrá de estarse “al sexo que en él prevalece” (Ulpiano,
en D. 1.5.10).
He expuesto hasta aquí lo atinente a prácticas sexuales entre hombres. Como
dijera más arriba no he hallado reglas o normas específicas sobre homosexualidad
femenina. Lo que no implica que éstas hayan carecido de castigo si se hacían públi-
camente. Esas conductas siempre debieron caer dentro del ámbito del delito de inju-
ria, tanto para los esposos cuanto para los familiares de las amantes, que hayan visto
perjudicado su buen nombre, o el de sus familias, por el comportamiento escandalo-
so de sus mujeres.

VI. PROSTITUCIÓN

Suele decirse que es la profesión más antigua del mundo y eso, al menos en lo
que a Roma respecta resulta verdad, si hemos de estar al mito de su fundación.
Cuenta Tito Livio18 que Rómulo y Remo fueron recogidos y amamantados por Acca
Laurentia, mujer que pese a disfrutar de una posición social relativamente elevada, ya
que su esposo Fáustulo era el mayoral de los ganados del rey, ejercía la prostitución.
Por ello, porque frecuentaba los lupanares, los pastores la llamaban “lupa”, la loba, lo
que habría dado lugar –según el historiador- a la prodigiosa leyenda 19.
La profesión en Roma no era en sí ilícita, ¿cómo podría serlo? Sin embargo las
mujeres que la practicaban ameritaban la tacha de infamia. Hay que reparar muy bien
la enseñanza de Modestino (D. 23.2.42.pr): “En las uniones se ha de considerar siem-
pre no sólo lo que sea lícito, sino también lo que sea honesto”.
¿Quiénes eran meretrices? –Ulpiano parece haber sido muy puntilloso al deta-
llar el tema. Prostituta es:
-“La que públicamente hace ganancia, no solamente la que se prostituye en un lupa-
nar, sino también la que, como suele suceder, no respeta su pudor en la taberna de un hos-
telero, o en cualquier otra parte” (D. 23.2.43.pr).
-“Públicamente lo entendemos de este modo, indistintamente, esto es sin elección...
18 Los Orígenes de Roma. Versión cit. Libro I. Parágrafo 4. Pág. 70/71.
19 Véase asimismo mi novela, Rómulo, ¿Héroe o Asesino?. Ed Eudecor. Córdoba. 2002.

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H OMENAJE “DR . L UIS R ODOLFO A RGÜELLO ”

la que hace las veces de prostituta” (D. 23.2.43.1)


-“Pero también con muchísima razón, dice Octaveno, que la que públicamente se
hubiese prostituído sin ganancia, debió contarse entre éstas”. (D. 23.2.43.3).
-“Si teniendo una hostería tuviera en ella mujeres de partido...” (D. 23.2.43.9).
-“...la condenada en público juicio...” (D. 23.2.43.10).
-“La que ha sido hallada en adulterio...” (D. 23.2.43.12).
-“la... que hubiere hecho ganancia con su cuerpo, o representado en las diversiones
públicas, o que hubiere sido condenada en juicio público”. Ahora es Paulo quien se
extiende sobre el tema, en D. 23.2.47.
Identificar a una meretriz no siempre era fácil, salvo los supuestos obvios. Por
eso nos es difícil –o quizás no lo sea, según el caso- entender a Ulpiano, cuando dice
(D. 47.10.15.15): “... doncellas vestidas con traje de esclavas... o traje de meretriz”
¿Cuál era el traje de meretriz? –No lo sabemos, aunque cabe suponerlo bastan-
te menos recatado que el de la matrona romana. Aparentemente, su color debía ser
amarillo, aunque esto no debió ser siempre acatado por las que supuestamente esta-
ban obligadas a usarlo.
Son mujeres públicas, porque se entregan sin distingos, vivan en un lupanar o
no. Lo usual era que ejercieran su oficio, las que no tenían un lugar fijo, en los hue-
cos de las murallas de la ciudad, que harían las veces de las zonas rojas de las ciudades
de hoy.
No es necesario o imprescindible que reciban dinero, bastaba con que fueran
promiscuas sin hacer distingos (Ulpiano citando a Ottaveno, en D. 23.2.43.3), y
tampoco era relevante el número de hombres que hubiesen tenido. Sin embargo,
Ulpiano sostiene que, aunque hubiese recibido dinero, no se reputaba meretriz la que
se hubiese acostado con uno, o con dos (D. 23.2.43.2).
En fin, debía de tratarse, como tantas otras, de una cuestión que se discernía en
el caso concreto. Hubo muchas, muchísimas, amantes de políticos y magistrados a las
que, pese a su liviandad de costumbres, no se las consideró prostitutas. O si lo fue-
ron, gozaron de alta consideración pública, como Clodia, hermana de Clodio, frus-
trado pretendiente de la mujer de César, asesinado pro Milón en la vía Apia, en los
tiempos que Pompeyo era el amo de Roma. Ella, en sus tiempos la prostituta más
conspicua de la ciudad, vivía fastuosamente, y nadie rehusaba una invitación suya,
para participar de algún banquete.
Las leyes Iulia y Papia Poppaea de Augusto consideraba que no había nupcias
válidas a sus efectos, las celebradas con prostitutas (Modestino, en D. 23.2.42.pr y 1).
Enseña Ulpiano en sus Reglas20 (13.1): “la ley Julia prohíbe a los senadores y a su
hijos toamr por mujer a las libertas dedicadas a la representación en las diversiones públi-
cas, o que lo hubieran hecho el padre, o la madre de ella, asimismo a la que comercia con
su cuerpo”. La disposición continúa en el parágrafo siguiente (13.2): “A los demás inge-
nuos se les prohíbe tomar por mujer a la proxéneta, o a la que fue manumitida por tal
razón, o a la que es sorprendida en adulterio o condenada en juicio público, asimismo pro-
20 Reglas de Ulpiano. Utilizo la versión traducida por Nina Ponssa de la Vega de Miguens. Lerner. Buenos Aires. 1970.

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híbe casarse con la que se dedica al teatro o a la representación en diversiones públicas.


Mauriciano añade a la condenada por el Senado”.
Las meretrices públicamente consideradas tales, estaban excluidas como benefi-
ciarias de los testamentos, hasta de los hechos por militares, conforme enseña
Trifonino en D. 29.1.42.1. Y no solamente de los testamentos, también de las heren-
cias, ya que las que se les dejaban iban a parar al fisco, aunque se tratase de testamen-
tos militares Papiniano, en d. 34.9.13 y 14).
En definitiva, y para generalizar, se hallaban excluidas de todas las herencias.
Enseña Paulo (D. 37.12.3.pr): “Si... hubiese instituido herederas a personas torpes, por
ejemplo a una ramera, se le da al ascendiente la posesión de todos los bienes contra el tes-
tamento...”.
Ahora bien, ser prostituta tenía sus ventajas, ya que el sexo era la profesión habi-
tual de ellas. Por consiguiente, no comete estupro el que se acuesta con una ramera:
“...impunemente se cometería con ella el estupro” .(Ulpiano, en D 48.5.13.2). Una
meretriz públicamente reconocida, .que continúa con su profesión después del matri-
monio, no podía ser acusada de prostitución, ni de lenocinio al marido que permitía
esa actividad. Obviamente no se aplica la misma regla si se trata de una prostituta de
otro tipo. Cabe decir discreta, o no públicamente reconocida como tal, supuesto en
que sí el marido podría acusarla de adúltera. Ya lo expuse más arriba, y la afirmación
sigue hoy teniendo vigencia. Hay rameras, y rameras.
Las prostitutas no tenían permitido el acceso libre a espectáculos públicos ni a
diversiones. Tampoco podían usar la “stola”, vestimenta típica de la matrona romana,
que simbolizaba su dignidad moral. Debían en principio registrarse ante el edil, aun-
que seguramente la mayoría no lo hacía, y pagar un impuesto especial, que casi todas
han de haber evadido. Para ello había que declararse públicamente de esa condición,
¿no es así? Y... ¿cuántas que actuaban como tales, fingían no serlo?21
De todas maneras, tanto en este tema cuanto en los demás que trato en el pre-
sente trabajo, una cosa eran las leyes, y otra la realidad. Teodora, la esposa de
Justiniano, quizás la mujer de toda la historia del Imperio Romano que mayor poder
llegó a acumular, desde su rango de emperatriz. ¿En sus orígenes, qué fue?
El hijo de una prostituta será, en la época post clásica, ilegítimo y dentro de
éstos se lo categorizará como espúreo. Espúreos son los hijos “vulgo concepti”, de quie-
nes no puede saberse con certeza cuál ha sido el padre, tal por ejemplo los habidos
con esclavas (Papiniano, en D. 48.5.6.pr), con prostitutas (Ulpiano, en D.
48.5.14.2), con alcahuetas y actrices (Papiniano, en D. 48.5.11.2).
Finalicemos. No era esencial, por lo que acaba de enunciarse, que la prostituta
cobrase por sus servicios, aunque usualmente lo hacía, ya que de ello vivía. Marcelo,
citando a Labeón (D. 12.5.4.3), sostiene que el dinero dado a una meretriz no era
reintegrable, hubiese cumplido o no la función para la que fue contratada. Se lo con-
sideraba como un regalo, una donación que no era revocable.
Me he sorprendido al leer este último fragmento, aunque reflexionándolo bien,
21 Puede hallarse mayor información en mi novela, Dania Regina. Ed. De los Cuatro Vientos. Bs. As. 2005.

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no es algo que debiera llamar la atención, y posiblemente hasta haya resultado super-
fluo. ¿Qué hombre, con alguna autoestima habrá reconocido que pagó por servicios
sexuales? Y, si los hubo, ¿cuál entre ellos se habrá atrevido a exponer públicamente
que no pudo, o no supo, hacer nada?

VII. LENOCINIO Y ALCAHUETERÍA

La alcahuetería, entendiéndose por tal a la facilitación o explotación de la pros-


titución no fue, originariamente un delito, por más que constituyese una profesión
infamante, tanto para el que la ejerce, cuanto para la mujer o el hombre que se dejan
prostituir.
Podía considerarse incurso en esta categoría, inclusive al esposo de la mujer que
regentea una casa de prostitutas, pasando por el marido que tolera el adulterio, e
incluyendo también en ciertas ocasiones a quien se casa con una prostituta o una
adúltera, sabiendo que lo es. Igualmente el “balneator” o la balneatrix” (dueño o
dueña de casas de baño), o los propietarios de tabernas donde se brinda además de la
comida el servicio íntimo de las mozas que atienden las mesas, pueden entrar en esta
categoría, debido a los servicios que proveen. La enumeración es meramente ejempli-
ficativa.
Pero, a partir de la ley Iulia de Adulteriis Coercendis, eso va a cambiar. A partir
de entonces el leno, o lenón, cometerá un delito no menos grave que la prostitución
que facilita o tolera. Y el primer destinatario de la condena legal será el marido, que
no actúa al tomar noticia del adulterio que su mujer comete. Recuérdese a Ulpiano
(D. 48.5.2.2): “Por la ley Julia sobre los adulterios se estableció ciertamente el delito de
lenocinio, porque se fijó pena contra el marido que hubiere recibido alguna cosa por el
adulterio de su mujer, y también contra el que retuviere (sin repudiarla) a la sorprendi-
da en adulterio”.
El mismo jurisconsulto, en el parágrafo siguiente (D. 48.5.2.3), da la explica-
ción: Porque, “el que consiente que delinca su mujer, o menosprecie su mantrimonio, y el
que no se indigna por la mancillación, no castiga con pena al adúltero”. Ahora bien, si
la esposa adúltera invocaba el consentimiento, (es decir el lenocinio) del marido, no
escapaba por ello a las penas que le correspondían (Ulpiano, en D. 48.5.2.4). El leno-
cinio del marido no excusa a la mujer (Ulpiano, en D. 48.5.2.5). Ahora bien, si aquél
de alguna manera puede verosímilmente alegar ignorancia, (Ulpiano, en D.
48.5.29.4), entonces no es penado.
Esto de la ignorancia ha de haber sido un recurso bastante utilizado, y fácilmen-
te aceptado, por inverosímil que suene. Por mi parte, jamás pude explicarme cómo
Cayo Julio César mantuvo relaciones íntimas con Servilia, mujer casada y de buena
familia, sin que el marido reaccionase. Recuérdese que estos tratos duraron bastante
tiempo, ya que el dictador estaba convencido que Bruto, hijo de Servilia, había sido
engendrado por él.
A esta altura de mi recorrida por las proezas sexuales de personajes históricos,

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que vengo comparando con la legislación vigente, ya nada puede extrañarnos. No nos
sorprenda tampoco que, cuando Servilia comenzó a ser castigada por los años, César
tomó como amante a Tertia, la hija de aquélla. A la madre le permitió, ¿retribución de
servicios? recibir herencias, sin las limitaciones legales que por entonces existían para las
mujeres. Cicerón, con su mordacidad habitual, solía hacer un juego de palabras, y decía
que Servilia había heredado, “Tertia deducta” (literalmente, con deducción del tercio).
En la misma categoría de lenón caía (Ulpiano, en D. 48.5.29.2), el que lucra-
se, recibiendo algún precio, por permitir, facilitar o tolerar la actividad sexual extra-
matrimonial de una mujer casada (adulterio) o de una joven o muchacho, solteros y
de buena familia (estupro) fuese cónyuge, pariente o un extraño. La ley Iulia usa
indistintamente las palabras estupro y adulterio (Modestino, en D. 50. 16.101), aun-
que conceptualmente ambas situaciones esencialmente son diferentes. La denuncia
del delito, en este caso, podía hacerla cualquiera que supiese de la existencia del adul-
terio, y que el marido no había actuado en consecuencia (Ulpiano, en D. 48.5.2.6).
No hace falta abundar más, me remito a lo expuesto anteriormente, al desarro-
llar los temas de adulterio y estupro. Solamente me cabría una reflexión final, y es que
esta figura delictiva debe haber dejado pasar por alto muchísimos casos de lenocinio,
sobre todo cuando el cómplice de la adúltera fuese un personaje de elevada posición
social, para no hablar del emperador mismo. ¿Quién osaría denunciar como lenón al
que toleró que su mujer se acostara con un alto magistrado? ¿Máxime si, a raíz de esa
misma permisividad la persona que la ley califica de delincuente es, ahora, un indivi-
duo de alta jerarquía? Me atrevo a decir que muy pocos.
Mi afirmación no es temeraria, y doy pruebas. Suetonio22 , narra que al empera-
dor Augusto era ocasiones disoluto, y narra cierto episodio durante el cual sacó a la
mujer de un cónsul de la mesa, donde comía conjuntamente con él y su esposo, para
llevarla a su alcoba a la vista de todos los comensales. De la cual la mujer volvió tiem-
po después, con las orejas encendidas, y el pelo revuelto.
El mismo Augusto contrajo matrimonio con Livia Drusila, hasta entonces espo-
sa de Tiberio Nerón23, a quien forzó a repudiarla para poder, a su vez, desposarla.
¿Habrá sido un enamoramiento meramente platónico? Lo dudo, con seguridad hubo
alguna experiencia más próxima de lo que las buenas costumbres aconsejaban, antes
de todo esto.
¿Se habrán atrevido el cónsul que mencioné más arriba, o Tiberio Nerón, a acu-
sar a Agusto? No es verosímil, sin embargo nadie les imputó lenocinio.
Los ejemplos, sacados de la vida escandalosa de algunos emperadores serían infi-
nitos. Aelio Lampridio24 cuenta que Heliogábalo, si bien nunca engañó a su esposa
con otra mujer más de una vez seguida (lo que no obsta a que lo haya hecho con
muchas, pero solamente una oportunidad con cada una), mantenía lupanares en el
propio palacio imperial, para uso exclusivo de sus cortesanos.

22 Vidas de los Doce Césares. Edición citada. Libro II. El Divino Augusto. Capítulo 69.
23 Suetonio. Vidas de los Doce Césares. Edición citada. Libro II. El Divino Augusto. Capítulo 62.
24Véase su biografía sobre la vida de Antonino Heliogábalo, ya citada.

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Tiberio por su parte, cuenta Suetonio 25 , hizo instalar un local provisto de ban-
cos para obscenidades secretas, donde alentaba juegos deshonestos entre muchachos
y muchachas licenciosos, los que emparejados en lo que él llamaba “spintrias”, forma-
ción en triple cadena, “se prostituían entre sí, en su presencia”. Nadie llamó nunca
lenón, al emperador. Para colmo se trataba de jovencitos, apenas núbiles, o quizás que
no habían llegado a la pubertad todavía. Proxeneta y pederasta, era el emperador.
¿Alguien se lo habrá echado en cara?

VII. VIOLACIÓN

Consistía, aunque no haría falta siquiera explicarlo, en mantener relaciones


sexuales con una mujer o un joven, contra el consentimiento de los mismos. Léase a
Marciano, en D. 48.6.3.4: “Además es castigado con la pena de esta ley el que con vio-
lencia hubiese estuprado a un joven, o una mujer, u otro cualquiera”.
No importa la edad ni la castidad que hayan tenido las víctimas, pero la figu-
ra se agravaba si eran impúberes o vírgenes, supuesto en que Antonino Pío estableció
que se “castigue severamente” al ofensor (Ulpiano, en D. 48.6.6).
La Collatio Legum Mosaicarum et Romanorum, sanciona la violación de un hom-
bre, citando a Paulo (5.2.1) quien, en su Libro II de las Sentencias, bajo el título “De
los adúlteros”, dijo: “El que estuprare contra su voluntad a un varón libre, es castigado
con la pena capital”.
Durante mucho tiempo no existió legislación específica que se refiriese a la vio-
lación, de manera que solamente debe haber cabido la posibilidad de perseguirla con-
forme la forma y penalidades establecidas para el delito de “iniuria”. Julio César fue
quien la configuró como crimen de acción pública, mediante su ley Iulia de Vi
Publica vel Privata, que data posiblemente del año 47 ó 46 a J.C.
La misma fue continuada y objeto de especial atención por parte de los empe-
radores Augusto y Adriano. Finalmente Justiniano la recoge en su compilación, ya
que se refiere al tema en un título del Código, concretamente C.9.13. En el Digesto
se la encuentra en D.48.6 (“ad Legem Iuliam de Vi Publica”).
Podía denunciar el hecho la misma mujer, autorización que le era concedida de
modo excepcional, ya que normalmente no podían acusar a nadie en juicio público.
Dice Pomponio, en D. 48.2.1: “A la mujer no le está permitido acusar a persona algu-
na en juicio público, a no ser que persiga la muerte de sus ascendientes y de sus descen-
dientes, del patrono y de la patrona, y del hijo o de la hija, del nieto o de la nieta de éstos”.
El mismo Pomponio, repite el concepto en el fragmento siguiente (D. 48.2.2.pr):
“Por ciertas causas se les permitió a las mujeres la acusación pública...”
Aparte de ella, son titulares de la acción padre y esposo. Si no la ejercitaren, podía
hacerlo cualquier extraño (Marciano, en D. 48.6.5.2), con la salvedad de que no corre
aquí el plazo de prescripción de cinco años, vigente para adulterio y estupro (Ulpiano,
en D. 48.5.29.), debido precisamente a que se ha cometido violencia pública.
25 Suetonio. Vidas de los Doce Césares. Edición citada. Libro III. Tiberio. Capítulo 43.

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Equiparable a la violación era el rapto, esto es secuestrar a alguien con fines


sexuales. Una Constitución de Diocleciano y Maximiano (C.9.13.3) dice: “Si estás
seguro de que fue objeto de rapto la esposa de tu hijo, o de que tu hijo ha sido aprisiona-
do, no se te prohíbe entablar ante el presidente de la provincia la acusación en forma
solemne de la ley Iulia sobre la violencia”.
El ofensor, si el delito era probado, perdía la mitad de sus bienes, y muy posi-
blemente también la vida. Tal lo que expone Marciano, en D. 48.6.5.2: “El que robó
una mujer, sin marido o casada, es condenado al último suplicio...”
Llegados a este punto no puedo menos que recordar el rapto de las sabinas, que
todos los historiadores clásicos narran. ¿Qué penalidad hubiesen merecido Rómulo y
sus amigos?
De todas maneras, no importaba tanto la condena judicial, ya que según un res-
cripto de Adriano, que cita Marciano en D. 48.8.1.4, debía “ser perdonado el que mató
al que con violencia cometió estupro con él, o con los suyos”. A partir de entonces, poco
ha de haberse concedido atención a la pena que impusiesen los jueces, si los ofendi-
dos podían matar al agresor y quedaban impunes.
Sin embargo, si como fruto de la violación la mujer engendraba un hijo, ello no
era excusa para que abortara. La prescripción de Ulpiano (D. 48.8.8) es tajante, y no
admite excepciones: “Si constare que una mujer se hizo violencia en las entrañas para
abortar, el presidente de la provincia la mandará a destierro”.
La concepción romana en relación a la persona por nacer, inocente de los peca-
dos de los progenitores, ha sido para mí muy clara. El “nasciturus” es persona, y por
consiguiente no se lo puede privar de la vida. Léase a Paulo (D. 1.5.7): “El que está
en el útero es atendido lo mismo que si ya estuviese entre las cosas humanas...” Y a Juliano
(D. 12.5.26: “Los que están en el útero, se reputa en casi todo el derecho civil que son
como nacidos...”
La Iglesia sin embargo, que tan vehementemente se ha opuesto siempre al abor-
to, poco colaboró con el destino de aquellos niños que insistió en que se trajeran al
mundo, ya que probablemente el fruto de una violación sería un hijo ilegítimo colo-
cado dentro de la categoría de los espúreos, ya que usualmente no sería posible deter-
minar cuál fue el padre que lo engendró.
La reputación de los ofendidos no sufría menoscabo por el hecho de haber sido
violados, y podían luego casarse como si nada hubiese sucedido. Diocleciano y
Maximiano establecen, en una constitución del año 290): “Las leyes castigan la torpí-
sima corrupción de las que arrojan su pudor a las liviandades ajenas, no así la irrepren-
sible voluntad de las que por fuerza fueron violentadas con estupro. Antes, por el contra-
rio, con razón se determinó que fueran de no mancillada reputación, y que no se prohi-
biera a otros el casamiento con ellas”.
El panorama jurídico es entonces claro en sus preceptos, y severo en el castigo.
Sin embargo, me atrevo a pensar que la figura no debió haber sido muy utilizada ya
que entonces, como hoy, el acusado de violación seguramente se defendió alegando
que la supuesta víctima había estado de acuerdo.

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Así las cosas, si el crimen no se probaba, la acusación revertiría sobre quien la


hizo, bajo la forma de la acción por calumnias, cuyas penas eran severísimas. Dice
Paulo (D. 40.12.39.1): “Los que conocen de ingenuidad pueden proferir sentencia a
manera de destierro por la calumnia del que temerariamente promovió la controversia”.
No en vano Lucrecia, violada por Sexto Tarquino, 26 prefiere darse muerte antes
de acusar o promover ningún tipo de acción. Vale la pena transcribir las que fueron
sus últimas palabras, según la versión de Tito Livio: “¿Qué bien le queda a una mujer
que ha perdido su honor? En tu lecho, Colatino, están las huellas de un hombre extraño,
pero sólo mi cuerpo ha sido violado, mi alma es inocente, mi muerte te lo atestiguará?
Pese al drama, me queda la duda. ¿Habrá sido, la casta Lucrecia, realmente tan
casta?

VIII. ACOSO SEXUAL

Parece, el del título de esta parte, un concepto moderno, y sin embargo no es


así. En Roma se conocían, y castigaban, los atentados al pudor. De ellos se ocupa el
Digesto,en 47.10. De iniuriiis et famosis libellis.
En los tiempos del emperador Augusto existían varios tipos de comportamiento
inaceptable que caían dentro del concepto de “iniuria”, con lo que hacían responsable al
autor por los daños causados, ya fuere directamente a la persona ofendida, ya a otros afec-
tados. Para reforzar la protección es que se promulgó el edicto “de adtemptata pudicitia”.
Cometía la falta quien atentaba la buena fama de una doncella o matrona hones-
ta. Aunque siempre queda a salvo, para el acusado, el alegar que lo indujo a error la
propia damnificada, ya fuere por su vestimenta o por el modo de comportarse.
Así Ulpiano (D. 47.10.15.15) enseña que: “Si alguno hubiese cortejado a donce-
llas, pero vestidas con traje de esclavas, se considera que comete menor culpa, y mucho
menor si las mujeres hubiesen estado vestidas con el traje de meretriz, no de madres de
familia; si, pues, la mujer no hubiere estado vestida con el traje de matrona, y alguien la
cortejó o le quitó su acompañante, está sujeto a la acción de injurias”.
Si una mujer libre y honesta se viste como esclava, o como prostituta, se expone
a acosos o proposiciones deshonestas, por la indumentaria que lleva.. Por consiguien-
te el castigo será menor, ya que hubo en el ofensor motivos para equivocarse, más aún,
si la vestimenta que lleva la joven es propia de una prostituta, podría decirse que no
cabe castigo. Recuérdese que el sexo con prostitutas era lícito y, para gozarlo, obvia-
mente había que ofrecer contratar los servicios de la dama en cuestión. ¿O no?
El mismo Ulpiano aclara (D. 47.10.15.16) que es acompañante, “el que acom-
paña y sigue... destinado a seguirlo” (a quien fuere, varón o hembra, siempre para la
seguridad de éstos). Las jóvenes honestas no deambulaban solas, siempre lo hacían
con alguien que era su acompañante. Si alguno lo apartaba, por persuasión, por la
fuerza, o mediante dádivas, se hacía culpable del delito.

26 Tito Livio refiere pormenorizadamente los detalles del episodio, y su trágica conclusión. Véase Los Orígenes de Roma. Edición cita-
da. Libro I. Parágrafo 58.

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¿En qué consistía? Volvamos a Ulpiano (D. 47.10.15.2): Quien, “contra las bue-
nas costumbres, le hizo a alguien vocería, o por cuya gestión hizo que contra las buenas
costumbres se hiciera la vocería”. Según el mismo jurisconsulto, caía dentro del edicto
“no solamente el que retiró al acompañante, sino también el que hubiera cortejado o segui-
do a alguno de ellos” (D. 47.10.15.19).
¿Qué era cortejar? También lo explica el mismo Ulpiano (D. 47.10.15.20): Es,
“atentar con dulces palabras a la honestidad de alguien, porque esto no es hacer ultraje,
sino atentar contra las buenas costumbres”. El acosador, el cortejador, no ultraja, no
viola, no mancilla físicamente, pero atenta contra las buenas costumbres, intentando
seducir a quien no debe ser seducido o seducida. He allí su falta. Por eso no arreme-
te el pudor materialmente, aunque lo hace con palabras, y por ello está sujeto a la
acción de injurias (Ulpiano, en D 27.10.15.21).
El mismo Ulpiano distingue entre seducir, utilizar palabras tiernas que no insul-
tan pero atentan contra las buenas costumbres, y utilizar palabras soeces, que sí son
insultos y configuran injuria (D. 47.10.15.22): “Una cosa es cortejar, y otra cosa es
seguir, porque corteja el que con palabras atenta contra la honestidad, y sigue el que táci-
tamente sigue con frecuencia, porque la asidua frecuencia atribuye una cierta infamia”.
Ahora bien, hay que distinguir. Si el cortejo o seguimiento fueron realizados
“por bromear o por honesta oficiosidad, no incurre en las penas del edicto”, (Ulpiano, en
D. 47.10.15.23).
Es al esposo de la piropeada a quien incumbe la acción de injurias (Ulpiano, en
D. 47.10.15.24). Aunque si nada hace en virtud de estas cosas, “pareciera como si fue-
ran olvidadas” (Ulpiano, en D. 47.10.15.26). Dicho de otra manera, quedan sin san-
ción, no se olvide que la injuria es un delito de acción privada, no un crimen de
acción pública. El acoso sexual, en tanto y cuanto configura injuria, puede ser perse-
guido por todo aquél que tiene a la persona injuriada bajo potestad (Ulpiano, en D.
47.10.1.3). Configura un delito infamante, porque atenta contra la honestidad
(Ulpiano, en D. 47.10.1.2).
En fin, y según Paulo (D. 47.10.10): “Se dice que se atenta al pudor cuando se
hace de modo que de púdico uno se haga impúdico.”
Aulo Gelio 27 es muy claro en suministrar lo que me parece una adecuada conclu-
sión para este apartado. “La República castigó la insolencia, no solamente de acciones sino
también de las palabras”. La sentencia se aplica a voces soeces proferidas por la hija del
famoso Apio Ceco (Apio claudio el Ciego), quien fue empujada al salir del teatro y
profirió palabras vulgares y groseras, que le valieron una multa de veinte mil ases.

IX. INCESTO

Es la relación carnal entre parientes comprendidos en grados dentro de los cua-


les está prohibido el matrimonio, según lo entendemos hoy. En Roma también era
así, con algunas particularidades. Suponía además la nulidad del matrimonio contra-

27 Noches Áticas. Versión citada. Capítulo 6.

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H OMENAJE “DR . L UIS R ODOLFO A RGÜELLO ”

ído –si lo había habido- y asimismo sanciones penales para quienes lo perpetraron.
Ha sido normal en la Historia que los pueblos, cuando alcanzan cierto grado de
civilización, comiencen a mirar desfavorablemente las uniones carnales entre parien-
tes próximos, debido a las taras que ellas traían en la prole engendrada, salvo el caso
de Egipto pero en esta ocasión por cuestiones de sucesión dinástica. Roma no debe
haber sido la excepción, y las costumbres seguramente lo vedaron, ya desde los tiem-
pos monárquicos. Enseña Paulo (D. 23.2.39.1): “Si alguno hubiere tomado mujer
entre las que por las costumbres nos está prohibido tomarla, se dice que comete incesto”.
Posteriormente, dictada por Augusto la ley Iulia de Adulteriis Coercendis, el inces-
to vino a caer bajo la normativa de ésta, de la cual se ocupan algunos fragmentos.
En cuanto a lo específico del tema, digamos que el matrimonio estaba prohibi-
do entre parientes cognados, y aún adoptivos o afines, en línea recta, y en todos los
grados. Ulpiano, en el libro único de las Reglas, bajo el título “De las nupcias” ense-
ña lo que transcribe la Collatio Legum Mosaicarum et Romanorum (6.2.1): “Entre los
ascendientes y descendientes, de cualquier grado que sean, no hay connubio”.
En cuanto a la línea colateral, regía la prohibición hasta el tercer grado inclusi-
vo, si hacemos la salvedad de la dispensa introducida por el emperador Claudio por
un senadoconsulto del año 49 d J.C., para casarse con su sobrina Agripina.
Constantino, en el 342 de nuestra era, la derogó. En lo que hace a las uniones entre
primos hermanos, fueron temporalmente declaradas ilegales por Teodosio, en la
segunda mitad del siglo IV, aunque Arcadio y Honorio, a principios del siglo V, vol-
vieron a considerarlas legítimas.
La Collatio Legum Mosaicarum et Romanorum (6.2.2) dice, refiriéndose precisa-
mente a esa dispensa de Claudio: “Mas entre los cognados de grado colateral, en otro
tiempo no podían ciertamente contraerse matrimonios hasta el cuarto grado; pero ahora
es lícito tomar mujer en el tercer grado, mas solamente a la hija del hermano, y no tam-
bién a la de la hermana, ni a la tía paterna, ni a la tía materna, aunque son del mismo
grado”.
A partir de Constantino se formalizó también la prohibición del matrimonio
entre parientes afines, en línea recta en todos los grados, y también entre cuñados,
por la línea colateral.
Ahora bien, si las uniones matrimoniales se disuelven, el incesto desaparece,
porque también lo hace el parentesco: “Los mismos emperadores resolvieron por rescrip-
to que, después del divorcio, que el hijastro hubiere hecho de buena fe con su madrastra,
no se habrá de admitir delito de incesto” (Papiniano, en D. 48.5.38.5).
Las fuentes suministran alguna casuística. Veámosla:
Según Paulo (D. 23.2.39.pr): “No puedo tomar por mujer a la bisnieta de mi her-
mana, porque estoy para ella en lugar de ascendiente”.
Pomponio (D. 23.2.40): “Respondió Aristón que no puede tomarse por mujer a la
hija de la hijastra, no de otra suerte que ni a la misma hijastra”.
La prohibición se extendía a tutores y curadores, que estaban “loco parentis” de
su pupilas, a menos que el padre de ellas lo hubiese expresamente permitido cuando

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hizo testamento. Lo mismo vale para sus libertos: “Si contra el senadoconsulto tomó uno
por mujer a su pupila, éste no es matrimonio, y puede ser acusado de adulterio el que fue
su tutor o curador, y la tomó por mujer antes de los veintiséis años, no habiendo sido pro-
metida, o destinada, o nombrada como esposa por el padre, en el testamento” (Marciano,
en D. 48.5.7.pr).
En el mismo sentido Paulo (D. 23.2.36): “El tutor, o el curador, no puede tomar
por mujer a su pupila adulta, si ésta no hubiere ido a las nupcias prometida o destinada
por el padre, o designada en el testamento con esta condición”.
“Conviene que se prohíba que el liberto del curador de una doncella, la tome a ésta
por mujer”. (Paulo, en D. 23.2.37).
De la veda no escapaban ni siquiera los esclavos: “Respondí que se habían de
someter al tormento los esclavos, contra sus dueños, acusados de incesto, solamente si se
dijera que el incesto fue cometido por medio de un adulterio”. (Papiniano, en D.
48.5.44.8).
Sin embargo, los siervos que cometían incesto no podían ser torturados, ya que
no operaba para ellos la ley Iulia de Adulteriis Coercendis: ”En la causa de incesto deja
de tener lugar el tormento de los esclavos, según respondió Papiniano, y se resolvió por res-
cripto, porque también deja de tener aplicación la ley Iulia relativa a los adulterios”.
(Ulpiano, en D. 48.18.4).
Tampoco los extranjeros escapaban a la posibilidad de cometer incesto, ya que
el mismo resulta una unión ilícita para el derecho de gentes: «Por lo cual la mujer
sufrirá la pena de los hombres, solamente cuando hubiere cometido incesto prohibido por
el derecho de gentes, porque si solamente mediare la inobservancia de nuestro derecho, la
mujer sería excusada del delito de incesto”. (Papiniano, en D. 48.5.38.2).
Las uniones incestuosas no permitían que se celebrase matrimonio válido, el
mismo será siempre nulo, aunque por algún motivo, como más adelante se verá, haya
existido algún justificativo que exima de pena, o que la haga más benigna: “...No se
suelen confirmar las nupcias incestuosas, y por ello le remitimos al que se abstiene de tal
matrimonio,. La pena del delito pasado, si aún no fue acusado como reo”. (Papiniano, en
D. 48.5.38.6).
Pero, “la acusación común de incesto puede ser intentada contra los dos (se entien-
de los que lo cometen), al mismo tiempo” (Marciano, en D. 48.5.7.1). A esto lo rati-
fica Papiniano (D. 48.5.39.7: “Se puede intentar simultáneamente contra dos una acu-
sación de incesto”.
Esta acusación de incesto, si va unido al crimen de adulterio, no prescribe a los
cinco años, vale decir que opera como un agravante (Papiniano, en D. 48.5.39.5).
Los fragmentos que tratan el tema son numerosos: “Si se cometiera adulterio con inces-
to, por ejemplo con la hijastra, la nuera, o la madrastra, la mujer será igualmente conde-
nada, porque esto sucedería también prescindiéndose del adulterio”. (Papiniano, en D.
48.5.38.pr).
“Si se cometiera estupro en la hija de la hermana, se habrá de considerar si será sufi-
ciente para el varón la pena de adulterio. Ocurre la duda, porque en este caso el delito es

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H OMENAJE “DR . L UIS R ODOLFO A RGÜELLO ”

doble, pues hay mucha diferencia en que se contraiga ilícitamente matrimonio por error,
y que concurran la contumacia del derecho y el ultraje de la sangre”. “Por lo cual la mujer
sufrirá la pena de los hombres, solamente cuando hubiere cometido incesto prohibido por
el derecho de gentes, porque si solamente mediare la inobservancia de nuestro derecho, la
mujer sería excusada del delito de incesto”. (Papiniano, en D. 48.5.38.1).
Lo que acabo de transcribir, me inspira una reflexión. Para los tiempos de
Calígula, ya estaba en vigor la ley Iulia de Adulteriis Coercendis. ¿Qué habrá pensado
el emperador, cuando se acostaba con sus hermanas? 28. Porque mantuvo relaciones
sexuales con las tres, Agripina, Drusila y Livila. Particularmente con Drusila, su favo-
rita, de la cual estaba tan enamorado, que al fallecer ésta la erigió en diosa, con el
nombre de Pantea. No debe haberle importado mayormente, quizás pensó que los
emperadores estaban por encima de las leyes.
Mediando matrimonio no se evita el incesto, ya que no existen justas nupcias
debido al impedimento existente entre parientes, pero si el mismo resultó de buena
fe, aunque no lo permitan las leyes, puede obrar como atenuante: “A veces, sin embar-
go, suelen ser castigados aún en los varones, más benignamente que los de adulterio los
delitos de incesto, aunque por naturaleza son más graves, si el incesto hubiera sido come-
tido mediante matrimonio lícito”. (Papiniano, en D. 48.5.38.3).
La edad también opera como atenuante. Véase a Papiniano (D. 48.5.38.4):
“Finalmente, los emperadores hermanos perdonaron a Claudia, por razón de su edad, el
delito de incesto, pero mandaron que se disolviese la unión ilícita, porque por otra parte
el delito de adulterio que se comete en la pubertad no se excusa por la edad, porque arri-
ba se dijo, que también las mujeres que yerran en cuanto al derecho no son responsables
del delito de incesto, no teniendo excusa alguna en el adulterio cometido”.
Hay también otros motivos de excusa. Leamos a Papiniano (D. 48.5.38.7):
“Mas si el incesto, que se comete por ilícita unión de matrimonio, puede ser excusado por
el sexo, o por la edad, o aún por la corrección que por vía de castigo medió de buena fe,
ciertamente si se alegara error, y más fácilmente si nadie acusó al reo”.
En general, se aplican las penalidades y las disposiciones de la ley Iulia de
Adulteriis Coercendis. Los hijos nacidos de una unión de este tipo son considerados
ilegítimos, incestuosos para el Derecho Romano cristianizad posterior a Constantino.
Al respecto hay una excepción, que Marciano recuerda (D. 23.2.57), que se refiere al
tiempo y a la buena fe:
“... Considerando todo el tiempo que has estado casada con tu tío paterno por igno-
rancia de derecho, el hecho de haberte dado en matrimonio tu abuelo, y el número de vues-
tros hijos, siendo así que todo ello concurre en tu favor, confirmamos el estado de vuestros
hijos, procreados en este matrimonio que has contraido hace más de cuarenta años, del
mismo modo que si hubiesen sido legítimamente concebidos”.
La pena del incesto será la muerte, ya en el Derecho Romano cristianizado.
Leemos en la Collatio Legum Mosaicarum et Romanorum (6.1.1): “Moisés dice: cual-
quiera que yaciese con la mujer o esposa de su padre, ha puesto al descubierto las vergüen-

28 Véase a Suetonio. Vidas de los Doce Césares. Edición citada. Libro IV. CayoCalígula. Capítulo 24.

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zas de su padre, mueran irremisiblemente ambos”. El parágrafo siguiente (6.1.1), con-


tinúa: “Y si alguno yaciese con su nuera, mueran irremisiblemente ambos”.

X. CONTUBERNIO

Configura contubernio la unión donde intervienen esclavos, ya sea la de éstos


entre sí, o con alguna otra persona libre. Los siervos no mantienen con los hijos rela-
ción de parentesco, ni siquiera cognaticio. Hay meramente una cognatio servilis”.
No existen inconvenientes en mantener trato sexual con esclavos o esclavas pro-
pias, a esto ya lo dije. Jurídicamente el esclavo es una cosa, y su dueño puede usarlo
como le parezca mejor. “están sujetos, contra la naturaleza, al dominio ajeno”, explica
Florentino (D. 1.5.4.1).
Obviamente el hijo que nazca de esas uniones será esclavo, si la madre lo es. Y
si ésta es ciudadana, por imperio de la ley Minicia, seguirá la situación del progeni-
tor menos favorecido, vale decir que nacerá libre, pero no tendrá la ciudadanía.
La cuestión se plantea cuando el siervo, o la sierva, no pertenece en propiedad
a quien tiene relaciones con ellos. Allí entran a jugar los derechos del dueño legítimo,
que puede sentirse agraviado si alguien hace uso de aquellos. No se trata solamente
de uso, también podría llegar a corromperlos y quitarles así valor, si fuesen vírgenes
o inocentes.
Si un hombre se encapricha de esclava ajena y desea hacerla suya no comete
estupro, pero procede la acción de la ley Aquilia, o la de injurias, según enseña
Ulpiano (D. 27.10.25): “Si una esclava hubiera sufrido estupro se dará la acción de inju-
rias... o si hubiera estuprado a una doncella impùbera, opinan algunos que compete tam-
bién la acción de la ley Aquilia”. De igual manera opina Papiniano, en un fragmento
ubicado en D. 48.5.6.pr.
Volvamos a Papiniano, que nos habla también de la relación sexual que man-
tiene un hombre con esclava ajena (D. 48.5.6.pr): “... mas por lo que refiere a las escla-
vas, subsistirá fácilmente la acción de la ley Aquilia, y tampoco se habrá de denegar la
acción pretoria de corrupción de esclavo”. Como se advierte, se trata de un acto ilícito
y punible civilmente, pero que no configura estupro ni cae dentro del ámbito de apli-
cación de la ley Iulia de Adulteriis Coercendis.
Paulo, en sus Sentencias29 , analiza lo que disponía el senadoconsulto Claudiano,
derogado por Justiniano, conforme al cual la mujer libre que viviese en contubernio
con un esclavo ajeno, caía también ella bajo esclavitud: “Si una mujer ingenua, o ciu-
dadana romana o latina, se hubiese juntado con un esclavo ajeno, si ciertamente hubiese
perseverado en el mismo contubernio, contra la voluntad del amo, o denunciándolo éste,
ella se vuelve esclava” (Sentencias. 21.1).
Para eso era menester que el dueño del siervo hiciese tres denunciaciones para
que cesase la relación, sucesivamente desobedecidas (Sent. 21.17).

29 Utilizo la traducción de Santos Caminos, editada por la Facultad de Derecho y ciencias Sociales de la Universidad Nacional de
Tucumán. S. M. De Tucumán. 1994.

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La disposición es aplicable a mujeres libres (Sent. 21.5) o libertas (Sent. 21.6 y


7). Ahora bien, no tiene lugar cuando ellas son hijas de familia, sometidas a la potes-
tad del “pater”, ya que en este caso se estaría perjudicando a éste, quien no podría ser
privado de sus poderes por el hecho de los hijos (Sent. 21.9), aunque muerto el padre,
la norma del senadoconsulto Claudiano recobra todo su vigor (Sent. 21.18).
Sin embargo, podían alegar buena fe, es decir ignorancia acerca de la condición ser-
vil de su pareja, diciendo por ejemplo que creían que se trataba de un liberto (Sent. 21.14).
Era menester la contumacia, es decir conocer e igualmente persistir en la relación.

XI. CONCUBINATO

Todos saben que se trata de la convivencia normal y habitual, entre un hombre


y una mujer, que no están unidos en matrimonio. Pero se debe tener cuidado con el
concepto, ya que a partir del advenimiento del Cristianismo se tendió a mirarlo con
disfavor, dado que la Iglesia primitiva enseñaba que la única manera de vida en
común posible era dentro de una familia, fundada sobre la base de la unión matri-
monial.
Como el concubinato se salía de este molde, fue despreciado, además de consi-
derárselo un pecado que ofendía el sexto mandamiento. Mirándolo bien, no era una
idea descabellada según las reglas y cánones religiosos. Además, ¿cuál era el sentido de
mantenerse en concubinato? Si conforme las ideas de la nueva Fe, cualquier hombre
podía casarse con cualquier mujer de no mediar impedimentos. Pero entre éstos ya
no se contaba la falta del “ius connubium”.
En cambio, para los romanos constituyó una unión lícita, aunque por cierto de
rango inferior al de las justas nupcias. Lícita y frecuente, practicada de modo normal
por los hombres, solteros o casados, consentida y hasta alentada por sus legítimas
esposas en el caso de estos últimos30 . Para entenderlo bien, deberíamos remontarnos
a los tiempos de la antigua República. Quizás más atrás, hasta los orígenes mismos de
la ciudad.
Todo ciudadano romano, por el hecho de serlo, posee el “ius connubium” , que
le permite contraer justas nupcias. Lo tiene en general, aunque nada impide que le
falte en relación a cierta categoría de personas, y no me refiero aquí a lo que entra en
la categoría de impedimento matrimonial, como pueden serlo el ligamen preexisten-
te o el parentesco, sino a una disposición de carácter general.
El matrimonio, por su parte, es una cuestión absolutamente de hecho. Dos per-
sonas carentes de impedimentos, que se avienen a vivir juntos tratándose como mari-
do y mujer (es decir que reúnen cohabitación y “affectio maritalis”) están casados. No
hace falta que nada ni nadie refrende esa unión.
Ahora bien, existían personas entre las cuales, mediase o no cohabitación, era
impensable que se diese la “affectio maritalis”, debido a su diferente condición social.
Así un integrante del orden de los patricios no podía buscar legítima esposa entre las
30 Véase mi novela Dania Regina.Editorial de los Cuatro Vientos. Buenos Aires. 2005.

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XVII ENCUENTRO NACIONAL DE P ROFESORES DE DERECHO R OMANO

plebeyas, o viceversa. La prohibición fue mantenida por la undécima de las XII


Tablas, y recién levantada por la ley Canuleia, en el año 445 a J.C. Sin embargo
Augusto, con sus leyes Iulia de Maritandis Ordinibus y Papia Poppaea, a las que hice
repetidas alusiones, volvió a consagrar con carácter de imperativo legal lo que segura-
mente era práctica impuesta por la costumbre.
Era inadmisible que ciertas personas, por más que fuesen libres y ciudadanas, se
casasen las unas con las otras. Un senador con una actriz de teatro, o la hija de aquél
con un gladiador, por ejemplo. Lo cual no impedía que conviviesen habitualmente,
lo hacían mediante el concubinato, unión estable, permanente, lícita, a la cual sin
embargo le faltaba un requisito fundamental para que constituyese un supuesto de
justas nupcias. Carecía del “honor matrimonii”.
El concubinato fue entonces la vía por la cual pudieron mantener una unión
estable quienes legalmente no estaban habilitados para casarse entre sí, o aquellos a los
cuales las costumbres no se lo permitían. No obstante ello, no hemos de caer en la sim-
plificación de considerar al concubinato como el remedio para dar rienda libre al amor
que la sociedad veda, como si se tratase de una antigua versión de la historia de
Capuletos y Montescos. Había motivos mucho más serios, y que pesaban bastante.
Es que, casarse implicaba mantener relaciones sexuales. Y estas últimas conlle-
vaban la fuerte posibilidad, para la mujer, de sufrir un embarazo. Cosa que podía lle-
gar a ocasionarle la muerte. No había métodos anticonceptivos, los que se limitaban
a lavajes inmediatamente después del coito, o a la ingesta de ciertos vomitivos, pur-
gantes o inclusive venenos, como el acónito. La creencia en que se fundaba esta últi-
ma prevención era que lo que hacía vaciar el vientre también debía hacer lo propio
con el feto que se alojaba en él.
Como era de esperarse, estas medidas primitivas no eran para nada confiables,
y la concepción más tarde o más temprano tenía lugar, en el curso de una vida matri-
monial normal. Eso, cuando la mujer no tenía la suerte de que el marido se viera lle-
vado lejos del hogar, por campañas militares o funciones burocráticas en provincias.
Allí empezaban los motivos de preocupación para la esposa, porque en prome-
dio fallecía al dar a luz, una entre cuatro parturientas. Situaciones como la de
Cornelia, madre de los dos hermanos Graco y de otros diez hijos más, no debieron
ser muy frecuentes. Incidentalmente, el porcentaje que acabo de mencionar debió ser
popularmente conocido.
¿Nadie se ha extrañado el número de hijos exigido por Augusto, para conceder
el “ius liberorum” ? Las leyes Iulia de Maritandis Ordinibus y Papia Poppaea requieren,
para levantar la tutela perpetua a que estaban sujetas las mujeres, tener tres si eran
ingenuas, cuatro si se trataba de libertas.
La diferencia entre el requisito exigido para unas y otras es de un hijo, pero no
se trata de un número más, puede constituir la diferencia entre la vida y la muerte,
conforme las leyes de probabilidad. Lo que encaja con el pensamiento del emperador,
reacio a las manumisiones, que eran precisamente el modo de producir nuevos liber-
tos (recuérdense sus leyes Iunia Norbana, Aelia Sentia y Fufia Caninia).

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H OMENAJE “DR . L UIS R ODOLFO A RGÜELLO ”

Si moría una liberta al dar a luz, eso no tenía mayor importancia, al contrario,
contribuía a disminuir el número de liberados, tan eficazmente –o más- que las leyes
restrictivas en vigor. Pero a las mujeres que siempre habían sido libres se las resguar-
daba, en la medida de lo posible. Porque por sobre el valor de la vida de ellos, prima-
ba la necesidad del Estado de contar con nuevos ciudadanos ingenuos de origen, y sin
mácula en sus ancestros.
No puede extrañar entonces que una esposa, habiendo cumplido la misión de
dotar al marido de un heredero varón, rehuyese sistemáticamente ser vuelta a llevar
al tálamo nupcial. Aunque a la vez comprendía las necesidades del hombre, por eso
se prestaba de buen grado a que éste retozase con las esclavas de la casa. O le permi-
tía buscarse una compañera como concubina, alguna mujer de clase inferior, cantan-
te o actriz por ejemplo, con la cual no había peligro que él cayese en la tentación de
casarse, repudiando a la esposa original. Por eso ésta era inclusive, muchísimas veces,
quien contribuía a elegirla, como si estuviese escogiendo una vestidura cómoda y a la
vez segura, para su marido.
Constantino abolió definitivamente las leyes Iulia y Papia Poppaea, pero no por
eso cesó la obligación de traer hijos al mundo, ahora impuesta por el Cristianismo, la
religión que se estaba afianzando. El Cristianismo, conforme a cuya doctrina el matri-
monio había dejado de ser una cuestión absolutamente de hecho, privativa de los
esposos, convirtiéndose en un sacramento, para celebrar el cual únicamente era nece-
sario (además de carecer de impedimentos), ser cristiano. Las diferencias de clase
social dejaron de ser tenidas en cuenta a la hora de buscar pareja. No en vano la nueva
Fe reclutó sus creyentes, en los primeros tiempos, entre los sectores sociales más bajos.
Entonces, con este nuevo panorama, ¿qué justificación tiene el concubinato? Si
quien lo mantiene es un hombre casado, peca a los ojos de Dios, y como por defini-
ción esta relación es continuada en el tiempo, comete adulterio. Y si ella y él son sol-
teros... Entonces, ¿porqué no se casan?
De allí que el concubinato comience a ser mal visto, aunque se procure por
todos los medios convertirlo en legítimo y santo matrimonio. Por eso también los
hijos nacidos en este tipo de unión, los llamados naturales, serán ilegítimos. Pero a la
vez son los únicos que pueden legitimarse, matrimonio subsiguiente mediante.
Hecha esta introducción, que he estimado necesaria para comprender la institu-
ción, vayan algunas palabras a su regulación jurídica. El Digesto le dedica un título (D.
25.7. De Concubinis), que consta apenas de cinco fragmentos. Lo que no debe extra-
ñar, el Corpus Iuris de Justiniano es el mayor monumento jurídico de la Antigüedad.
Pero es un monumento jurídico mandado compilar por un emperador cristiano.
Paulo (D. 25.7.4), refrenda algo a lo que me he referido más arriba, y es que la
diferencia entre matrimonio y concubinato radica en la existencia, o no, del “honor
matrimonii”, que emana de la “affectio maritalis”: “Debe considerarse tal a la concubi-
na, por la sola intención del ánimo”.
¿A qué mujer es lícito tener como concubina? Ulpiano responde (D. 25.7.1.1):
“...puede uno tener en concubinato, sin temor de delito, sólo aquéllas con las que no se

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comete estupro”. Esto es doncellas de clase inferior, o mal afamadas.


El parágrafo siguiente, del mismo Ulpiano (D. 25.7.1.2), reafirma este concep-
to: “Más el que tuvo en concubinato a la condenada por adulterio no creo que queda suje-
to a la ley Iulia sobre los adulterios, aunque quedaría si la hubiera tomado pro mujer”.
¿Se entiende algo más la diferencia entre concubinato y matrimonio? La adúltera es
una persona infame, que no puede constituirse en esposa legítima, aunque no hay
impedimento en que alguien la tome como concubina.
Véase a Marciano (D. 25.7.3.pr): ”Puede estar en concubinato la liberta ajena,
como la mujer ingenua y principalmente la que nació de oscuro linaje, o hizo ganancia
con su cuerpo...” Las concubinas son siempre de clase social inferior, prostitutas, adúl-
teras convictas, o mujeres de oscuro linaje. Una muchacha ingenua y honesta, no
puede ser tomada como tal, el hombre que se acueste con ella incurre en el delito de
estupro, véase cómo termina el parágrafo: “...de otra suerte, si uno hubiera preferido
tener en concubinato una mujer de vida honesta, e ingenua, no se le concede sin que esto
lo haga saber mediante atestación, sino que le es necesario, o tenerla por mujer o, si lo
rehúsa, tener estupro con ella”.
Obviamente, las libertas propias pueden ser tomadas como concubinas por su
patrono. Ello no será obstáculo para que después se casen, con alguien de su misma
condición, aunque será requisito esencial que el patrono esté de acuerdo, enseña
Ulpiano (D. 25.7.1.pr). El jurisconsulto agrega, muy sugestivamente que esto –tomar
como concubina a la esclava a quien se acaba de dar la libertad- “es más honroso que
aceptarla como madre de familia”, es decir celebrar matrimonio con ella. Nuevamente
la condición social determinando cuándo será menester que haya nupcias, y cuándo
será preferible el concubinato.
También pueden serlo las habitantes de provincias, obviamente su nivel social
es muy inferior al que goza una matrona romana. Paulo (D. 25.7.5) lo permite, aún
a los funcionarios que cumplan deberes administrativos allí.
Ahora bien, la concubina no es esposa, pero esta institución crea, como ya dije, un
vínculo similar al del matrimonio, aunque de grado inferior. Por eso una mujer no puede
ser concubina del padre, y pasar luego al hijo o al nieto (Ulpiano, en D. 25.7.1.3).
Hasta debe fidelidad, léase a Marcelo (D. 23.2.41.1): “Y si alguna se hubiere
entregado en concubinato de otro, que de su patrono, digo que no tuvo en ella la honesti-
dad de madre de familia”.
Tampoco puede ser tomada en esa condición una muchachita menor de doce
años (Ulpiano, en D. 25.7.1.4), porque si su edad fuere inferior a ésa, tampoco
podría casarse.

XII. CONCLUSIONES

Como se ve, hubo en Roma muchas posibilidad de uniones, o de conductas que


implicasen algún tipo de relación sexual, con trato íntimo o no, al margen del matri-
monio legítimo. Hoy pasa igual, me atrevería a decir que, tampoco en esto, hemos
descubierto nada nuevo.

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Se ha reprochado a los romanos tener una doble moral. Distinta para los hom-
bres y las mujeres, y también diferente para las clases alta y baja. Personalmente opino
que –si la hubo- no ha estado allí. Es riesgoso mirar el ayer con los ojos de hoy.
En la Roma Monárquica, también en la Republicana y durante el Alto Imperio,
el valor a preservar era la familia. Pero no el afecto, o la fidelidad entre sus integran-
tes, considerados en sí mismos, sino como un medio para asegurar la incolumidad
del linaje.
El apellido debía mantenerse puro a cualquier precio, y también la castidad
femenina, no en este último caso por cuestiones morales, sino porque una mujer
corrompida por el contacto con hombres, perdía gran parte de su valía como prenda
de alianza entre familias de alcurnia. La que se concretaba mediante oportunas y polí-
ticas uniones matrimoniales, muy difíciles de atar si la muchacha no era virgen. En
función, y para resguardar estos conceptos, se pensó y se creó el Derecho vigente en
la materia.
La óptica cambia con el advenimiento del Cristianismo, ahora ya no es el ape-
llido el que importa, sino el resguardo de la Fe. Casamientos conforme al sacramen-
to, nacimientos dentro del seno familiar, que propaguen la nueva doctrina. Ello
implicará mayores restricciones para la conducta de los hombres, y una ampliación
del espectro social alcanzado por la vigencia de las leyes represivas de las relaciones
extra conyugales.
Toda esta legislación fue ampliamente conocida, y nunca cuestionada, lo que de
ninguna manera implicaba que fuese obedientemente acatada. Muy por el contrario,
sus mismos impulsores, sobre esto tuve ocasión de extenderme ya, la ignoraron cuan-
do les plugo, sin sentir escrúpulos. Lamentablemente con mayor impunidad, mientras
más alta fuera la posición social de los infractores. Con los emperadores a la cabeza.
Y no hay más, creo que todo cuanto deseaba decir, ya lo dije. Me queda pendien-
te un interrogante, que yo ya me he respondido, pero que deseo proponer al lector.
¿Hay mucha diferencia entre la realidad de Roma, y la de hoy?

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