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El Cementerio Municipal de Táriba, Táchira, Venezuela

La sucesión histórica del tiempo nos ha permitido conmemorar durante 123 años un suceso
acaecido en la ciudad de Táriba. Se trata de la bendición e inauguración del camposanto
municipal. Con toda seguridad los asistentes a esta ceremonia oyeron la invocación a la
Santísima Trinidad, Padre-Hijo-Espíritu Santo, palabras santas que el sacerdote pronuncia al
iniciar sus oraciones y ritos litúrgicos de la Iglesia Católica. Es natural que los protagonistas
de este hecho de aquel tiempo, las autoridades y el pueblo acompañante, hayan desaparecido
con el incesante peregrinaje del hombre a través de este “Valle de Lágrimas”, pero quedan
los recuerdos, las evidencias y los escritos que ofrecen testimonio de ello.

En aquel viejo tiempo, en aquella mañana del 2 de noviembre de 1894, le toco al Cura Párroco
Feliciano Albornoz en la década de su ministerio sacerdotal (1893 hasta febrero de 1904),
bendecir esta tierra para que fuera el nuevo cementerio, el koimeterion, palabra que en griego
significa lugar de reposo. Recordando aquella lejana mañana de hace más de un siglo, cuando
delante de mucha gente, del clero, de las autoridades, de las instituciones locales se inauguró
este lugar de reposo. El conmovedor rito religioso de tan solemne ocasión y la palabra grave
del tribuno, Doctor Abel Santos, se conjugaron con la tierra bendita y la común reflexión de
multitud de almas en silencio.

Contando un poco la historia, podemos decir que antes del citado año, existió en Táriba un
cementerio antiguo, ubicado al noroeste de la población, en el sector conocido como Las
Piedras. Cada vez que ha habido necesidad de excavar allí, la gente se ha topado con restos
humanos de ese primitivo cementerio. Probablemente allí se sepultaron los primeros y los
últimos representantes de nuestra aguerrida raza aborigen de Los Táribas, descendientes de
Los Chibchas. Y así mismo los primeros descendientes hispanos que dieron origen al
mestizaje local de la época primigenia de nuestra historia regional.

Hubo varios factores concurrentes para que hace ciento veintitrés años se pensara en la
búsqueda de terreno para el nuevo cementerio. El espacio físico del anterior camposanto, de
antigua data, ya no era suficiente para inhumar más cadáveres, agravada tal situación por las
frecuentes epidemias de disentería, como la que ocurrió en 1876. Las pandemias que
azotaban el mundo, como la temible fiebre amarilla, llegaban a nuestras tierras causando
numerosas víctimas. Por tales circunstancias, las Autoridades Municipales y el Jefe Civil y
Militar del Distrito Cárdenas, Coronel Matías Ramírez, se abocaron a la búsqueda de una
rápida solución. El 29 de enero de 1893 este funcionario nombra comisión de ciudadanos con
el fin de conseguir un nuevo terreno para el cementerio municipal. Lejos del poblado,
cumpliendo así lo dispuesto en la Real Cédula del 15 de Mayo de 1804, se encontró este
terreno, que en su tiempo era apto para camposanto. La mano amiga y el generoso corazón
de una buena y filantrópica mujer hicieron después lo demás que faltaba. Me refiero a doña
Isabel Chuecos de Colmenares, la que trajo los salesianos a Táriba, la benefactora de la vieja
iglesia parroquial de nuestra Señora de la Consolación, la bienhechora del pueblo, dama
bondadosa a quien, en justicia, se le debe un tributo de pública gratitud. A ella se le debe la
iniciación de los trabajos de la capilla de este cementerio en 1896. Por cuenta de ella
trabajaron en esta obra el Maestro Fulgencio Guerra, constructor también del Colegio
Salesiano y otras obras, Daniel Cárdenas y otros albañiles del pueblo. Así mismo, doña Isabel
Chuecos de Colmenares logró interesar a sus amigos del comercio e industria de la Perla del
Torbes para construir lo que en cierto momento se llamó avenida del cementerio, esto es, la
prolongación de la antigua calle La Paz, después llamada O’Leary (hoy carrera 6), a partir de
la vetusta calle La Igualdad, luego Campo Elías y hoy Calle 8. Gracias a este entendimiento
de coterráneos y generosa cooperación de los más pudientes, la vía se hizo transitable. La
mayor dificultad consistió en vencer el peligro que representaba el paso de la caudalosa
quebrada de aquel tiempo, La Flautera, hoy convertida en manso caudal.

A propósito del tema, es interesante consultar el trabajo de investigación de la profesora Ana


Hilda Duque, experta y dinámica funcionaria del Archivo Arquidiocesano de Mérida, sobre
Los Archivos Parroquiales, publicado en el Boletín del Archivo, t.2, Nº 7, pág. 106 y sgtes.
Basándose en Recopilación de Leyes de Indias, apunta que la Real Cédula del 18 de julio de
1539, encargaba a arzobispos y obispos permitir los entierros de naturales y vecinos en las
iglesias y monasterios. Se les autorizaba, además, bendecir “un sitio en el campo para enterrar
los indios cristianos, esclavos y otras personas pobres y miserables que por morir en lugares
tan distantes de la iglesia parroquial no pudieran ser enterradas en éstas”. Cualquier lugar
cerca de los caminos se tomó como apto, in illo tempore, para sepultar a los muertos.

Las inhumaciones dentro de las iglesias ocasionaron dificultades, tanto de carácter espacial
corno sanitario, sobretodo en sitios de clima cálido y húmedo. Estos graves Inconvenientes
se subsanaron con la Providencia Real dictada el 30 de abril de 1787 por medio de la cual
“se ordenó el establecimiento de cementerios para enterrar a todos los difuntos, sin
excepción”. En otras cédulas reales (27 de marzo de 1789 y 15 de mayo de 1804) se
solicitaban informes acerca del cumplimiento de las órdenes dictadas y se ratificaba lo
relacionado con la urgencia de establecer camposantos lejos de los poblados para “. ..lograr
el mayor decoro y decencia en los templos y de la salud pública que tanto interesa a los
pueblos...”. El Obispo de Mérida, Santiago Hernández Milanés, dispuso en 1803 que “los
difuntos debían enterrarse veinte horas después del deceso, y en caso de muerte repentina,
después de cuarenta horas. Los sepelios no se realizarían antes de salir el sol ni después de
haberse ocultado, salvo licencia del Obispo o del Provisor General”.

Durante algún tiempo se continuó con la práctica de enterrar algunos, difuntos en el recinto
de las iglesias, lo cual se interpretó como conducta que discriminaba a la población según el
rango social. Por eso la autoridad recomendó a los eclesiásticos lo siguiente: “comunicar a
las gentes ignorantes, que en nada influye para la salvación y el alivio de penas del purgatorio
sepultarse en la iglesia o en el cementerio…”.

A través de los días largos de la centuria y dos décadas de aquel suceso, hemos visto que
pasan y siguen pasando en dolorosa procesión, los peregrinos de esta tierra que nos han
precedido en el camino hacia el reino de la luz y de la paz. Camposanto mezclado y
confundido con los dolores y sacrificios de millares de seres humanos. Tierra bendita
humedecida con las innumerables lágrimas de corazones entristecidos. Aquí yacen los
despojos mortales de los cristianos que recibieron un día el último adiós y de la Santa Madre
Iglesia “su recomendación a Dios”.

Termino con una reflexión de Tomas de Kempis de su libro La Imitación de Cristo:…


“MANTEN EL CORAZON LIBRE Y DIRIGIDO HACIA DIOS, PORQUE NO TIENES
AQUÍ ABAJO CIUDAD PERMANENTE (Heb. 13,14). HACIA EL CIELO DIRIGE TUS
ORACIONES, GEMIDOS Y LAGRIMAS, PARA QUE TU ESPIRITU, DESPUES DE LA
MUERTE, MEREZCA SER TRASLADADO FELIZMENTE, A DESCANSAR CON EL
SEÑOR”.

Táriba, 28 de mayo de 2018.


Ing. Tirso Sánchez Velazco
Cronista Oficial de Táriba, municipio Cárdenas.

Datos aportados por el Cronista Emérito de la Ciudad (1968-2017)


Licenciado Tirso Sánchez Noguera y redactado por el Cronista Oficial
Ing. Tirso Sánchez Velazco)
Fotografías: Jonny Rojas

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