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Ciudadanía y Reflexión Ética

Ciclo 2018 - 2

Sesión 11 Estado y Sociedad en el Perú

Al finalizar la unidad, el estudiante explica los aspectos centrales de la ciudadanía y de la


Logro de
democracia en el contexto de la realidad peruana y los aplica a problemas éticos y de
unidad
ejercicio de ciudadanía.

Al finalizar la sesión, los estudiantes construyen sus conceptos de Estado y sociedad a


Logro de
partir del análisis de sus desempeños históricos y de la actuación de ambos en los
la sesión
conflictos sociales en el Perú de comienzos del siglo XXI.
Material de Lectura y Análisis 1

EL CARÁCTER NATURAL DE LA SOCIEDAD

Ricardo Yepes, Javier Aranguren, Fundamentos Antropológicos. Un Ideal de la Excelencia Humana

La persona necesita de otras para comportarse conforme a lo que es y alcanzar su plenitud: no hay yo sin tú. Las
relaciones interpersonales no son un accidente añadido del que se pueda prescindir. Entender esto es entender al
hombre: su ser es ser-con otros, con el mundo. Como se ha mostrado ya, el hombre no existe sin más, sino que es-
con, coexiste con los demás y con la Naturaleza, y ese coexistir es su mismo existir. El ser del hombre es coexistir.

El hombre es naturalmente social, es decir, pertenece a su esencia vivir en sociedad. Parece completamente
irrealizable una vida humana que no se lleve a cabo en sociedad. Por eso, para entender lo humano es
imprescindible entender lo social. Este es, precisamente, el nervio de la visión clásica del hombre. «Es evidente
que la ciudad es una de las cosas naturales y el hombre es por naturaleza un animal político», en donde se
entiende «ciudad» como «comunidad social» y político» como «social».

Según esta manera de entender las cosas, una naturaleza autoperfectible es naturalmente social. En el arranque
mismo del ser humano aparecen los demás. Ser hombre es ponerse en marcha libremente hacia los fines propios
de un ser inteligente adquiriendo hábitos y autoperfeccionándose. Esto no puede comenzar a suceder sin
educación, sin convivir con otros, sin coexistir. El que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su
propia autosuficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios.

Frente a esta manera de concebir a la persona hay otra distinta nacida en los siglos XVII y XVIII. En aquella época
se pensó que la sociedad era una convención que el hombre se vio obligado a admitir, cuando vivía aislado en un
supuesto estado «natural», y que la vida social descansaba en un contrato inmemorial mediante el que los
hombres se pusieron de acuerdo para convivir, cediendo parte de sus derechos a cambio de seguridad. Según esta
visión, la sociedad es una suerte de invención construida por el hombre para salir del estado «salvaje» o «pre-
social», y conseguir así más fácilmente aquello que necesita para vivir, por medio de un acuerdo entre un conjunto
de individuos independientes. Este punto de partida suele generar una determinada visión de la vida social, a la
que se aludirá con detalle: el individualismo.

(…)

El fin de la vida social

La visión clásica de la vida social ponía como fin de la ciudad la vida buena. El fin de la ciudad es la vida buena, y
no solo la conveniencia o el simple vivir. El «vivir bien» supone la convivencia con otros, y esta es obra de la
amistad. Los hombres se asocian no solo para sobrevivir y satisfacer sus necesidades materiales más perentorias,
sino sobre todo para alcanzar los bienes que forman parte de la vida buena. En consecuencia, mantiene
Aristóteles, la justicia, el respeto a la ley, la seguridad, la educación y los valores son los bienes que constituyen el
fin de la vida social, pues sólo en ella se pueden alcanzar. Según la visión aristotélica el fin de la vida social es la
felicidad de la persona. En consecuencia, la sociedad y sus instituciones deben ayudar a los hombres a ser felices y
plenamente humanos, es decir, deben ayudarles a ser virtuosos. El fin de la ciudad es lograr lo que conviene para
una vida buena: si la vida social es el conjunto de las relaciones interpersonales, cuando estas se ejercen en su
forma más alta, el hombre alcanza su realización en y con los demás en la dinámica del coexistir.
De aquí se deriva que la vida social tenga mucho que ver con la ética. Dependiendo de cómo esté constituida una
sociedad, ésta puede favorecer o impedir la libertad y la felicidad, el desarrollo de los que viven en ella. Por otro
lado, no podemos considerar la vida social separadamente de su fin. Este es dar al hombre los bienes que le
permiten llevar una «vida buena», y, en consecuencia, ser feliz. Corresponde al conjunto de la sociedad, y no solo
a cada individuo aislado, conseguir los bienes que constituyen la vida buena para aquellos que están dentro de
ella.

¿Cuáles son los elementos de la vida social? En primer lugar, la acción humana: la sociedad surge de los
intercambios de los hombres, de las relaciones que inventan entre ellos. Después, es el lenguaje, pues sin él no
existiría sociedad, ya que no podríamos manifestamos, ni compartir el conocimiento, ni ponemos de acuerdo con
los demás. Aristóteles lo expresó de una manera que se ha hecho proverbial:

La razón por la cual el hombre es un animal político, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es
evidente: la naturaleza, como decimos, no hace "nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra.
Pues la voz es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen también los demás animales, porque su naturaleza
llega hasta tener sensación de dolor y de placer e indicársela unos a otros. Pero la palabra es para mostrar lo
conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás
animales: poseer el sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto, y de los demás valores, y la
participación comunitaria (koinonía) de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad

El lenguaje es el vehículo para compartir el conocimiento, los sentimientos, los proyectos, los valores, para
distribuir las tareas, para expresar, en suma, todo lo que hay en mi pensamiento y en mi intimidad, de modo que
pueda articularse con el pensamiento y la conducta de los demás. El lenguaje tiene dos funciones: manifestarse y
comunicarse. Sin comunicación no hay sociedad, como no existe la amistad o el amor sin diálogo. La sociedad
puede definirse como un sistema de intercambio.

Para realizar este intercambio el hombre ha inventado un medio que mide los bienes repartibles para igualados y
regular su trueque: el dinero. La sociedad no se forma sin el intercambio de los bienes necesarios, los cuales
necesitan ser comparados entre sí según un criterio que los mida a todos: esa es la función del dinero. Es una
convención, pero una convención universal, que todos aceptan, porque tiene un valor de cambio que él mismo
fija. La organización de la acción común, que conlleva la división del trabajo, y la autoridad, que es la que lleva a
cabo esa organización, son también elementos constitutivos de lo social.

Es decir, resulta necesario que alguien haya emitido las órdenes para coordinar una acción conjunta de los
hombres. Además, la división del trabajo nace de la capacidad humana de producir mediante la técnica más
bienes de una determinada clase de los que el sujeto productor necesita. El trabajo humano plantea enseguida el
problema del intercambio, distribución y reparto de los bienes producidos. La autoridad aparece como la
encargada de vigilar ese reparto y distribución que, en buena parte, ella misma ha encargado.

La autoridad destaca enseguida, aún más que el dinero, el problema de la igualdad del reparto, de la distribución
adecuada de bienes y tareas. Esa distribución necesita una regulación adecuada, unos criterios que permitan
mantener la igualdad, la armonía, la comunicación y la acción concertada, y que no se destruya la vida social por
la discordia y la violencia. Estamos ante la justicia y el derecho, elementos fundamentales de la vida social.

Material de Lectura y Análisis 2

“Acerca del Estado en América Latina contemporánea: diez tesis para la discusión”

Escrito por O´DONNELL, Guillermo (2004)

Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2004) La democracia en América Latina: hacia una
democracia de ciudadanas y ciudadanos: contribuciones para el debate. Buenos Aires: Aguilar, Altea, Alfaguara.
pp. 149-151.

Comienzo por la definición del Estado. Por este entiendo:

Un conjunto de instituciones y de relaciones sociales (la mayor parte de éstas sancionadas por el sistema legal de
ese Estado) que normalmente penetra y controla el territorio y los habitantes que ese conjunto pretende delimitar
geográficamente. Tales instituciones tienen último recurso, para efectivizar las decisiones que toman, a la
supremacía en el control de medios de coerción física que algunas agencias especializadas del mismo Estado
normalmente ejercen sobre aquel territorio.
Vemos que, de acuerdo con esta definición, el Estado incluye al menos tres dimensiones. Una, la más obvia y
reconocida casi exclusivamente por la literatura contemporánea, es el Estado como un conjunto de burocracias.
Estas burocracias, generalmente organizaciones complejas, tienen legalmente asignadas responsabilidades
apuntadas a lograr o proteger algún aspecto del bien, o interés público, general.

El Estado es también un sistema legal, un entramado de reglas legalmente sancionadas que penetran y
codeterminan numerosas relaciones sociales. Contemporáneamente, en especial en democracias, la conexión
entre las burocracias del Estado y el sistema legal es íntima: las primeras se supone que actúan en términos de
facultades y responsabilidades que les son legalmente asignadas por autoridades pertinentes -el Estado se
expresa en la gramática del derecho-. Juntos, las burocracias del Estado y el derecho presumen generar, para los
habitantes de su territorio, el gran bien público del orden general y de la previsibilidad de una amplia gama de
relaciones sociales. Al hacer esto, el Estado (más precisamente, los funcionarios que hablan en su nombre)
presumen garantizar la continuidad histórica de la unidad territorial respectiva, usualmente concebida como una
nación.

Estas pretensiones nos llevan a la tercera dimensión del Estado: intenta ser un foco de identidad colectiva para los
habitantes de su territorio. Típicamente, los funcionarios del Estado, especialmente los que ocupan posiciones en
su cúpula institucional, afirman que el suyo es un estado para-la-nación o (sin entrar en detalles innecesarios en
este momento) un estado-para-el-pueblo. Con estas afirmaciones, ellos invitan al reconocimiento generalizado de
un “nosotros” que apunta a crear una identidad colectiva (“somos todos argentinos-brasileños-peruanos”, etc.)
que, según se postula, estaría por encima de, o debería prevalecer sobre, los conflictos y clivajes sociales.

Material de Lectura y Análisis 3

Nación peruana: entelequia o utopía. Trayectoria de una falacia.

IWASAKI, Fernando (1988) Lima: CRESE. pp. 94-105.

(…) Las guerras de independencia no fueron verdaderas revoluciones sociales, porque la naturaleza fundamental
de la sociedad y el Estado permaneció intacta. Durante la república, las formas constitucionales fueron las de la
representatividad y la democracia, pero en esencia se conservó la herencia no democrática, elitista, corporativa,
jerárquica y autoritaria de la tradición íbero-latina:

“la revolución política en América Latina –me refiero a la independencia y a las luchas entre liberales y conservadores
que ensangrentaron nuestro siglo XIX‒ no fue sino una manifestación, otra más, del patrimonialismo hispano-árabe:
combatió a la iglesia como a un rival que había que desplazar; fortaleció al Estado autoritario y los caudillos liberales
no fueron más blandos que los conservadores; acentuó el centralismo, aunque con la máscara del federalismo; en
fin, volvió endémico el régimen de excepción que imperaba en nuestras tierras desde la Independencia: el
caudillismo.” (Paz 1979:60) (sic)

La historiografía tradicional, entonces, representa una corriente secular que viene de muy antiguo en el Perú y
que no puede eludir su responsabilidad en la consolidación de un Estado que, aunque hoy repudien, ellos mismos
enaltecieron en la visión de la historia que crearon: un Estado autoritario y racista construido sobre privilegios y
una ética corporativa.

Las formas estatales andinas (chavín, waris o Incas) debieron ejercer algún impacto sobre la población, pero sus
poderes estaban sustentados en una convergencia tan variada de elementos (tradiciones míticas, estructuras de
parentesco, acceso a los recursos ecológicos, relaciones de reciprocidad, etc.) que la analogía con regímenes
contemporáneos resulta anacrónica y sincrética. Por otro lado, la visión occidental del cronista contamina la
información hasta el punto que hoy tenemos dos versiones opuestas de las características del Estado inca: el uno,
propuesto por Garcilaso, paternal y benévolo, y el otro, tiránico y opresor postulado por Sarmiento de Gamboa
(Pease 1978: 31). Una lectura desprevenida sobre esos temas podría suscitar enfoques equívocos. La tradición
centralista del Estado Peruano no se inicia en sus antecedentes prehispánicos, pero acaso la continuidad esté dada
por la interacción de los hombres andinos con la maquinaria estatal de la colonia.

Ahora bien, una vez consolidada la ocupación española en los Andes, la metrópoli comenzó a edificar la pesada
estructura burocrática de su modelo estatal corporativo. Sabemos que las mentalidades legales de Castilla
concibieron la incorporación de las indias como una gran expansión que requería unificación conceptual y legal, y
fue por ello que se consideró que la ley debía funcionar como un vínculo lo suficientemente fuerte, capaz de
resistir las tendencias centrífugas de una sociedad colonial codiciosa e indisciplinada (Veliz 1984: 52 y Parry 1970:
150), de ahí que la responsabilidad de la administración del virreinato recayera en los funcionarios: “Estos eran
necesariamente quienes con más celo siguieron las prácticas burocráticas establecidas confiados en que, de este
modo, las acciones que tomaran obligados por las circunstancias del momento y en ausencia de directivas claras
de la metrópoli, serían eventualmente aprobadas o pasadas por alto.” (Véliz 1984: 78) (sic)

Las dificultades del Gobierno colonial surgieron no solo de su falta de decisión, sino de su gran amplitud y
complejidad. Los funcionarios a sueldo más importantes (virreyes, oidores, oficiales reales, etc.) representaban
solamente una pequeña fracción de los funcionarios coloniales: “El imperio se mantenía unido por cadenas de
papel, cadenas que compensaban con su número lo que les faltaba de fuerza individual. Una burocracia
centralizada requería un cuerpo inmenso de funcionarios oficinescos –escribanos- para manejar el papeleo.”
(Parry 1970: 179)

Sobre esta legión de pequeños burócratas recabó el peso de los procedimientos legales, los cuales fueron
haciéndose interminables y costosos debido a las corruptelas generadas por los bajos sueldos (Phelan 1967: 326).
Por eso, desde las primeras décadas del Gobierno colonial comenzaron a manifestarse en Lima las quejas contra
los abusos de escribanos, jueces, relatores y alcaldes de corte, así como de la lentitud de los procesos judiciales.
Sin embargo, aún a pesar de estos problemas, Felipe II estableció la venta de oficios en las colonias con la finalidad
de obtener una renta para impedir que los virreyes y gobernadores usaran los cargos públicos como premio a su
clientela (Parry 1953: 2-4). Empero, dicha medida no contribuyó a frenar las corruptelas, sino que generó nuevos
mecanismos venales a través de la especulación de plazas burocráticas y la reventa de empleos (Pietschmann
1982: 25). Dado que la venta de oficios se mantuvo a lo largo de todo el proceso colonial, acaso así surgió la
creencia –tan arraigada en la sociedad peruana- de considerar al puesto público como una forma de propiedad
capaz de ser obtenida por compra, soborno o recomendación.

Por otro lado, en la colonia se consagró una forma muy peculiar de producir las leyes. En el primer capítulo
mencionamos las ofertas que recibió la corona, tanto de los indios como de los encomenderos, con respecto al
problema de la perpetuidad de las encomiendas; pues bien, durante el proceso colonial dicho fenómeno se repitió
muchas veces, al punto que bastaba ofrecer al rey una cuantiosa suma de dinero para que este promulgara el
dispositivo, ley o decreto a gusto del solicitante. Como veremos a continuación, este `modo de producción legal`
sobrevivió después de la supresión del sistema colonial y aún medra entre nosotros.

Una vez producida la separación política de España, la nueva república mantuvo las relaciones de clientela, el
complejo andamiaje burocrático, la producción del derecho en función de los privilegios de grupos de poder y la
corrupción generalizada de sus funcionarios. Todo lo anterior sucedió dentro de un Estado que se hizo más
autoritario, monopólico y racista.

Quiroz demuestra de manera irrefutable que la clientela estatal y un grupo de poderosos comerciantes acapararon
el 66% del total de la deuda interna o, dicho de otro modo, que 126 “privilegiados” concentraron una restitución
destinada originalmente a 2,000 individuos (Quiroz 1987: 38-42). Asimismo, también podemos observar cómo los
grandes comerciantes con conexiones extranjeras presionaron con éxito al Estado peruano y consiguieron así una
legislación favorable a sus intereses (Quiroz 1987: 65). Por otro lado, Bonilla revela que los capitales procedentes
de la comercialización del guano solo sirvieron para la expansión y el fortalecimiento de la densa clientela de los
gobernantes de turno, y que estos sectores –convertidos en “consignatarios” – invirtieron sus capitales en
préstamos al propio Estado lo que los convirtió no solo en una clase rentista, sino en un grupo de presión que
manipuló la producción del derecho gracias a su condición de acreedor estatal (Bonilla 1974:165). Finalmente,
Shane Hunt establece que entre 1840 y 1880 la venta del guano generó un ingreso de 750 millones de pesos, de
los cuales el Estado percibió el 60%. ¿Qué uso le dio el Gobierno peruano a estos capitales?, pues destinó el 53.5%
a la expansión de su aparato burocrático y el sobrante para el servicio de las deudas externa e interna, la
construcción de ferrocarriles y otras obras públicas (Hunt 1973: 80-84). Como es de suponer, un desmesurado
crecimiento de la burocracia dentro de semejante coyuntura de crisis económica, favoreció la corrupción y la
venalidad de los funcionarios.

En efecto, el mantenimiento de la empleocracia estatal implicaba un costo cuyo financiamiento debía ser
enfrentado por una economía sumamente deprimida. La república abolió la venta de oficios y estableció salarios
muy bajos para los pequeños funcionarios; de ahí que –para sobrevivir- estos sectores no tuvieran otra alternativa
que convertirse en incondicionales de cualquier Gobierno y hacerse de la vista gorda ante las corruptelas. Charles
Milner Ricketts, cónsul británico en Lima por 1826, informó a su Gobierno sobre esta situación: “El comerciante
honrado hallaba a cada paso prohibiciones y decretos absurdos; se veía forzado a abandonar sus negocios a
menos que participara en el contrabando que otros realizaban; y descubría que podía acudir a él impunemente,
ya que en caso de ser descubierto, el soborno le aseguraba las complicidades necesarias” (Bonilla 1971: 22).

La inmoralidad en la administración pública era una suerte de espiral en la que más tarde o más temprano caían
todos los ministrantes. A medida que la burocracia se iba expandiendo, aumentaban la telaraña legal y los puntos
de contacto entre el Estado y la sociedad. Por eso, entre el burócrata y el usuario no tardó en aparecer la figura del
intermediario: el notario, como garante, o el tramitador, como conocedor de las formalidades y procedimientos.
Es decir, las relaciones de clientela se reprodujeron al interior de la administración estatal y el hombre común que
acudía a ella se enfrentaba a una disyuntiva: someterse a las reglas impuestas por el nuevo poder o recurrir al
soborno. Como los trámites solían ser interminables y los honorarios normales por un documento sólo daban
derecho a obtenerlo en el tiempo de trabajo usual del funcionario, entonces el usuario debía realizar un pago
extra para así recibir la ayuda, consejo y rápido servicio del burócrata:

“… en una burocracia de un régimen autoritario o corporativo, el burócrata depende de un `Jefe`, no de la voluntad


del público. Mira al público como `siervos` o `clientes`, no como ciudadanos. Ellos a su vez, se encuentran en una
posición de inferioridad frente al burócrata, que se constituye en el agente indispensable para llegar a un poder
inaccesible a la gente ordinaria. En esta circunstancia, el soborno se convierte en un medio casi obligado para lograr
acceso al `jefe` o al menos para que el burócrata atienda una petición.” (Klaiber 1987: 192) (sic)

Como sabemos, éstas son las características que el Estado peruano ha conservado desde el siglo XIX hasta la
actualidad.

(…)

De acuerdo a una ley universal, todo aumento de la autoridad estatal trae consigo una disminución inmediata de
la libertad individual (Jouvenel 1974: 197). Para el caso peruano, Franklin Pease ha demostrado que esto es
rigurosamente cierto: cada vez que el Estado se fortaleció, la población andina ha llevado una existencia más
precaria, ya sea bajo el gobierno del virrey Toledo, con ocasión de las reformas borbónicas, durante los regímenes
liberales y centralistas del XIX e incluso en los tiempos del oncenio en nuestro siglo (Pease 1978: 194-223). Desde
la antropología, Fernando Fuenzalida ha llegado a las mismas conclusiones, ya que sus investigaciones revelan que
cuando el Estado ha dejado un margen de libertad las comunidades andinas han progresado; en cambio, cada vez
que ha existido alguna presión estatal las comunidades indígenas han ingresado a procesos de colapso y
decadencia (Fuenzalida 1982: 353-355). Nosotros queremos agregar algo más: todo momento de gran agresión
estatal ha coincidido con cada una de las cinco etapas de desarrollo de la Conciencia Histórica Nacional que
reseñamos en el primer capítulo. Consecuentemente, el impacto del Estado sobre la población ha generado
resistencias, formas de lucha que dejan entrever una identidad y una conciencia precaria. Este es el fenómeno que
debemos analizar: somos una nación que se ha construido luchando contra el Estado a través de la historia.

Material de Lectura y Análisis 4

Estado y ciudadanía en el Perú

LÓPEZ JIMÉNEZ, Sinesio. En PNUD (2010) El Estado en debate: múltiples miradas.

Las relaciones Estado y ciudadanía en nuestro país se pueden presentar de una manera cronológica en cuatro
etapas:

La República liberal epidérmica del s. XIX, etapa en la que el Estado no tiene un cuerpo establecido, pero se
legitima a través de las elecciones relativamente amplias, abiertas y poco institucionalizadas en una sociedad
multicultural no reconocida y estructurada bajo relaciones de esclavitud (primera parte del s. XIX), de servidumbre
y de clientela.

El Estado oligárquico del s. XIX hasta finales del s. XX (1895 – 1968), cuya exclusión total y cerrazón tanto a las
libertades como a la participación política fue cediendo y abriéndose gracias a las presiones políticas de partidos
políticos mesocráticos y populares en medio de un proceso cíclico de democracias y dictaduras.

El Estado populista (Velasquista) (1968 – 1992), que fortaleció sus funciones e instituciones y constituyó un
corporativismo inclusivo y que, pese a su carácter dictatorial, amplió los derechos civiles y sociales a través de
reformas estructurales e impulsó una política de reconocimiento de la ciudadanía multicultural.
El actual Estado neoliberal (1992 – actualidad) que integra cultural y políticamente a los ciudadanos, pero los
excluye económica y socialmente. A continuación desarrollaremos de manera breve cada una de las etapas de
forma que tengamos una visión histórica de la relación Estado y sociedad en nuestro país:

República Liberal epidérmica del s. XIX:

El estado peruano del s. XIX no tuvo un definido cuerpo organizativo ni una vertebración institucional. Los
intereses públicos no estaban separados de los intereses privados: existía una tensión entre el patrimonialismo de
los caudillos y los poderes feudales del gamonalismo. Tampoco tuvo una estructura centralizada: el poder del
Estado estaba feudalizado y mantenía débiles vínculos con el caudillismo. Con la excepción de las pequeñas
ciudades, los caudillos no tenían una relación directa con la población sino que su poder estaba mediado por los
gamonales y los poderes locales que mantenían relaciones de servidumbre y de favores y lealtades con la
población que estaba bajo su propiedad y su dominio. Los poderes del Estado eran muy débiles. El Perú del s. XIX
no tuvo una élite vigorosa y unificada ni instituciones políticas y estatales que reemplazaran a las que habían
organizado el orden colonial. Los criollos –tanto los aristócratas como los de la clase media‒ no lograron
constituirse en una élite alternativa a la élite colonial ni tuvieron, por eso mismo, la capacidad de crear
instituciones necesarias que contribuyeran a la organización de una relación directa, centralizada e individualista
de la autoridad y al establecimiento de un orden político estable. Pese a estas limitaciones, las elección del s. XIX
cumplieron una función muy importante no solo en el origen legítimo de los Gobiernos sino también en las
emergencias de la ciudadanía política.

Durante casi todo el s. XIX, “la gran mayoría de las elecciones fueron indirectas y, usualmente, de dos grados, el
primero de los cuales era el de las elecciones parroquiales, que eran generalmente muy inclusivas y tenían por
objeto seleccionar a los electores de los colegios electorales provinciales quienes, a su vez, elegían a las
autoridades”. La participación política fue más amplia y abierta que en los primeros treinta años del s. XX:

“La elección indirecta fue parte fundamental del sistema electoral. El proceso electoral se inscribía en un proceso
complejo de diferentes elecciones en las que se iba depurando a los elegidos tanto como a los propios electores.
Para los teóricos decimonónicos, la elección por grados tenía la función de contrarrestar la fuerza electoral de los
sectores populares y crear a la vez un mecanismo de selección que favoreciera a los más capaces y a los notables en
especial, lo que se observa por los requisitos, que se hacen más exigentes conforme se pasa de un grado al siguiente”

El proceso electoral tenía una serie de peculiaridades. La parroquia fue la jurisdicción electoral para las elecciones
de primer grado. El proceso electoral, que era bastante largo para las elecciones indirectas, se puede dividir en
tres etapas: las elecciones parroquiales, las provinciales y la junta de calificación (el Congreso). El voto era abierto
y no cerrado, pues el elector escogía el candidato de su simpatía. En el proceso participaba un número
significativo de indígenas y de analfabetos hasta 1896, año en el que el sistema electoral se centralizó, se
institucionalizó y se tornó excluyente.

Estado oligárquico y la ciudadanía: patrimonialismo, mediaciones, faccionalismo y exclusión total:

El Estado oligárquico fue un Estado cerrado tanto a las libertades como a la participación política de los
ciudadanos. Instaurado en 1895 por la coalición del Partido Demócrata y el Partido Civil, poco a poco se fue
abriendo, sin embargo, a las libertades, pero se mantuvo prácticamente cerrado a la participación. Durante la
vigencia de la llamada República Aristocrática (1895 – 1919), solo el 2% de los ciudadanos elegía a los presidentes
y a los parlamentarios. La participación electoral durante los primeros treinta años del s. XX fue más reducida y
excluyente que en el s. XIX

Fue, además, la forma política e institucional más o menos centralizada que asumió el Estado en los países
periféricos en la fase capitalista de exportación de materias primas y alimentos cuando esta estuvo en manos de
las élites señoriales. El Estado oligárquico suponía, pues, la existencia de una élite que lograra reinsertar la
economía en los países periféricos en el mercado internacional y centralizar relativamente el poder, manteniendo
las mediaciones de los terratenientes tradicionales y superando parcialmente tanto el aislamiento internacional
como la feudalización política del país. La peculiaridad del caso peruano consistió en que el Estado oligárquico
organizó y combinó la dominación racial, étnica y social de las élites criollas, señoriales y terratenientes sobre una
sociedad multicultural, cuya mayor parte de la población fue sometida a la explotación social –principalmente por
las relaciones de servidumbre‒ y a la discriminación étnica.

En los primeros treinta años del s. XX, la participación electoral fue muy limitada. El proceso electoral se centralizó,
se institucionalizó y se tornó muy excluyente, si se le compara con el s. XIX.
La coalición dominante, que organizaba y dirigía el poder del Estado, estaba constituida por la oligarquía criolla y
el gamonalismo, generalmente mestizo, en estrecha alianza con el capital extranjero. La composición de la
coalición dominante tenía dos implicancias principales. En primer lugar, los componentes terrateniente y étnico
(criollo y mestizo) de la coalición racial y étnica contra los campesinos, los cholos y los indios. En segundo lugar, la
influencia indiscutible del capital extranjero en el Estado implica una cierta soberanía limitada en la medida que ,
en la elaboración de las decisiones políticas, no intervenían solo los actores nacionales sino que tenían injerencia
también los actores –sectores intermediarios‒ que canalizaban los intereses de los centros hegemónicos
internacionales.

La forma de dominación era el patrimonialismo, esto es, la privatización del poder estatal por las élites y los
funcionarios públicos, reivindicando algún derecho para ello –explícitamente la elección e implícitamente su cuna,
el apellido y la experiencia‒ y estableciendo con los gobernados relaciones prebendistas y clientelistas. No existía
una clara diferenciación entre los intereses públicos y los intereses privados ni un espeto por la universalidad de la
ley. El vértice del patrimonialismo era el presidente de la República, o quien ejercía sus veces, a partir del cual se
establecía una estructura piramidal de prebendas y clientelas.

Las instituciones estatales a través de las cuales la coalición dominante ejercía su dominación eran pocas, muy
frágiles y principalmente coercitivas (ejército y policía). Las instituciones administrativas y culturales, por ejemplo,
eran escasas, débiles o prácticamente inexistentes. Las funciones extractivas (las cargas impositivas) pertenecían al
Estado, pero eran encargadas a organizaciones privadas. Ellas estaban presentes en diversas instituciones estatales
en las que decidían las políticas del Estado. Las instituciones públicas eran manejadas directamente por los
intereses privados. La coalición dominante carecía de instituciones políticas ‒sistemas de partidos o partidos
simplemente‒ que canalizaran las demandas de la sociedad, razones por las cuales ella apeló a instituciones no
específicamente políticas ‒los gremios, los diarios, la Iglesia, etc.‒ de la incipiente sociedad civil que, por lo demás,
era muy “débil y gelatinosa”. Todo ello le quitaba universalidad al Estado y lo tenía más bien de patrimonialismo y
particularismo.

La dominación oligárquica se basaba en la exclusión de las clases populares, especialmente de las campesinas,
tanto cholas como indígenas, del conjunto de sus derechos, con tendencia a la exclusión total: social, de género,
regional, racial, étnica. Muchas de estas exclusiones fueron “legalmente sancionadas” o fueron impuestas de
facto apelando a la fuerza, al engaño o simplemente a la discriminación pura y simple. Algunas exclusiones, como
la racial y la étnica, fueron legitimadas por alguna exigencia de calificación, tal como la negación del voto a los
analfabetos.

El Estado oligárquico no construyó una comunidad política pues la mayoría de la población estaba excluida y las
élites no mostraron interés alguno en recoger sus demandas de inclusión y en procesarlas transformándolas en
derechos.

A partir de 1930 aparecieron nuevas fuerzas políticas (Apra, Partido Socialista y otros actores) que, canalizando y
representando la emergencia de las clases medias y populares, presionaron al Estado cerrado para abrirlo a la
participación política de los ciudadanos de a pie. El Estado oligárquico se resistió, la polarización política y social se
acentuó, se produjo entonces una dura confrontación que, luego de la derrota de las fuerzas políticas emergentes
dio origen al llamado “régimen tripartito”, en donde el Ejército se impuso y controló al Estado, la oligarquía
comandó la economía y el Apra lideró la política de la sociedad. La ciudadanía política se incrementó por el efecto
combinado de las presiones de las organizaciones políticas de las clases medias y populares y del crecimiento
acelerado del alfabetismo y los niveles educativos, pero el restringido régimen democrático establecido fue
interrumpido cíclicamente por golpes militares.

El velasquismo: el estatismo orgánico, la inclusión corporativa y la ciudadanía comunitarista.

Apelando al fracaso, al entreguismo y a la inmoralidad del Gobierno belaundista, un grupo de oficiales radicales
encabezó el golpe del 03 de octubre de 1968 que pronto devino institucional y que, como tal, cerró el camino a la
coalición gubernamental de centro-derecha y abrió paso a la forma de Estado que más se aproxima a un Estado
populista, apoyándose en sus propias instituciones militares y en los pequeños partidos populistas radicales (la
Democracia Cristiana y Acción popular) que habían sido excluidos por el gobierno de Belaúnde. La nueva coalición
dominante del Estado populista acabó con la oligarquía y el gamonalismo mediante la reforma agraria y puso
límites al capital extranjero mediante agresivas políticas de nacionalizaciones y estatizaciones. Esa coalición apeló
al estatismo orgánico, al corporativismo y a la participación como forma de dominación, centralizó la autoridad del
Estado eliminando al gamonalismo, descartó la exclusión basada en la raza y en la etnia, estableció las relaciones
de inclusión corporativa de autoridad dando lugar a un ciudadano comunitarista.

Esta etapa presenta dos fases:

El gobierno de Velasco: etapa de grandes reformas y de los cambios más importantes en las relaciones sociales y
en las relaciones de autoridad. Nació la ideología de la “Revolución Peruana”, cuyos elementos básicos fueron la
definición del modelo orgánico – estatal y el diseño político de la inclusión corporativa de la población dentro de
ese modelo que otorgaba el sentido fundamental a dichas reformas… el estatismo orgánico era una forma de
relacionar el Estado con la sociedad de diferente manera a como lo hace el capitalismo liberal y el comunismo, de
los cuales tomó distancia. Tenía dos principios: el de coordinación (el estado debería proponerse como finalidad
la consecución del bien común) y el de subsidiaridad.

Como toda dictadura militar, el Gobierno de Velasco presentó los siguientes rasgos típicos: preeminencia de las
fuerzas armadas y del Poder Ejecutivo, eliminación del legislativo y subordinación del Poder Judicial. Otros, la
expansión de los aparatos estatales, especialmente de los económicos y, dentro de ellos, de las empresas públicas,
la hibernación de la sociedad política y el crecimiento controlado de la sociedad civil por parte del Estado.
Centralizó la autoridad y reemplazó la oligarquía y a los gamonales por las formas asociativas de propiedad
agraria, controladas por el Estado.

Se produjo por tanto la reivindicación y el reconocimiento de los campesino, los cholos y los indígenas. La
eliminación de la discriminación supuso la dación de una política específica que la concretaba y abría las puertas al
reconocimiento del mundo andino, de su cultura y de su lengua. Este fue el objetivo de la ley 21156 que reconocía
el quechua como lengua oficial y establecía el bilingüismo en el Perú.

El Gobierno de Morales Bermúdez: en sus primeros años se dedicó a limar y a morigerar las aristas más radicales
de las reformas del velasquismo y a librarse de los sectores más extremistas del gobierno y de las fuerzas armadas.
En su segunda etapa, se abrió a la transición democrática (1977 – 1980) desmontando así el estatismo orgánico y
del corporativismo inclusivo, lo que dio paso a un nuevo régimen político de carácter democrático y a un nuevo
régimen económico basado en la economía de mercado. Se produjo de este modo una inclinación hacia la
democracia y al mercado. En 1985, los electores decidieron el retorno del populismo que mantuvo el régimen
democrático pero alteró significativamente las reglas de juego del mercado.

El Estado Neoliberal: exclusión económica e inclusión cultural y política

En julio de 1990, el Estado estaba prácticamente destruido. Fueron tres las fuerzas que contribuyeron: los grupos
financieros internacionales, el terrorismo y el populismo irresponsable. El Gobierno de Alberto Fujimori realizó
reformas para reconstruirlo: rompió la matriz Estado-céntrica del ordenamiento social anterior, independizó en
forma relativa la sociedad civil (incluidos el mercado y la economía) de las esferas del Estado y de los partidos
políticos con los que anteriormente ella tendía a fusionarse y estableció un nuevo esquema de relación entre
ellos, puso en cuestión el Estado-nación y la soberanía nacional, destruyó el rol activo del Estado en el desarrollo
de la industria, debilitó drásticamente su rol integrador y lo sometió a las leyes del mercado que se han erigido en
la nueva institución hegemónica del ordenamiento social y de una economía abierta… se inicia el neopopulismo
combinado con la democracia plebiscitaria.

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