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Año XI, vol.

9, Nº1, julio de 2000


El problema del reduccionismo.
Juan José Ipar1
Introducción
Se entiende comúnmente por reduccionismo el hecho de explicar los problemas que
surgen en una determinada disciplina científica en función de conceptos y esquemas
extraídos de otra u otras ciencias. Así, Freud incurriría en esta suerte de vicio
epistemológico cuando se propone en su célebre Entwurf obtener una completa
explicación de los variados fenómenos psicológicos apelando a un esquema de
inspiración física, acorde con el cual todos ellos pueden ser reducidos a cargas
circulando por un aparato. Claro que Freud, quizá presintiendo una excesiva
simplificación, nunca publicó su ensayo y éste fue conocido (y sobrestimado)
póstumamente merced al celo y al snobismo de algunos de sus seguidores inmediatos,
que creyeron ver en él la clave de su pensamiento todo.
Empero, si hubiese que elegir a un campeón del reduccionismo, no vacilaría en confiar
mi voto al gran Isaac Newton, que redujo todo el acontecer cósmico -que no parece
poca cosa- a movimientos locales de átomos, bien que sometidos éstos a cierta fuerza
misteriosa, aunque comprobable, a la que llamó gravedad o atracción. Aquí,
reconozcamos, la reducción no implica apelar a conceptos de otra ciencia sino, más
bien, en escoger unas pocas ideas e intentar explicar con ellas la realidad toda o un
vasto sector de ella, estirando cual modernos Procustos la capacidad explicativa que
dichos conceptos puedan contener. De algún modo, se cumpliría cierta aspiración
tradicional no sólo de la ciencia sino también de la filosofía, a saber, poder deducir el
conjunto del conocimiento a partir de un único principio o, al menos, de un corto
número de ellos. Este principio o desideratum económico opera a múltiples niveles: se
suele decir, por ejemplo, que entia non sunt multiplicanda sine neccesitate (G. de
Occam) o que entre dos teorías con igual extensión explicativa, ha de optarse por la más
sencilla, esto es, la que se deje derivar del menor número de supuestos o principios.
El reduccionismo en el primer sentido refleja, pues, una tendencia a asimilar un
problema a un esquema conceptual ya conocido y del que se espera que haga inteligible
la estructura básica del problema presente. Se dice con frecuencia que un científico se
ha inspirado en el esquema o concepto que ha importado desde otros ámbitos en los
que ha mostrado eficacia. Actualmente, podemos ver que asistimos a
una psicologización del discurso económico, a una sociologización del discurso
filosófico, etcétera, en los que el reduccionismo en este primer sentido no parece
inmutar a nadie. El anything goes de Feyerabend encuentra en esto su mejor
aplicación: cualquier método puede eventualmente convenir a cualquier saber,
promoviéndose una hibridación epistemológica muy al gusto del kitsch postmoderno.
Lo opuesto a reduccionismo sería, entonces, que cada saber o disciplina produzca toda
la batería conceptual que crea necesaria para intentar dar cuenta de sus problemas
específicos. Así, en el campo psicoanalítico debería atribuirse mayor importancia a
conceptos como narcisismo o transferencia, creaciones originalmente psicoanalíticas
que a carga (Besetzung) o pulsión (Trieb), tomadas de otros campos. Esta
preocupación por desarrollar conceptos originales prescindiendo de dudosos préstamos
de otros saberes se percibe claramente en Lacan, que dejó perplejos a los analistas de la
vieja guardia cuando en sus rocallosos textos introducía continuamente nuevas
expresiones y conceptos (objeto a, deseo del analista, Otro, etcétera) a la par que, sin
desdeñar préstamos de otras disciplinas, reelaboraba el estructuralismo de Lévy-
Strauss y la lingüística de F. de Saussure y reformulaba -ita dixit- el freudismo en estos
nuevos términos. Lacan tuvo el acierto de fraguar un léxico psicoanalítico nuevo,
aunque pareciera que lo hizo con el especial cuidado de tornarlo ininteligible a todos
aquellos que no dedicasen un considerable esfuerzo a empaparse de él para, a su vez,
poder utilizarlo. La mayoría ha optado por imitar su intrincado estilo como mejor
puede, esto es, exagerándolo hasta la crispación.
En las páginas que siguen nos ocuparemos de una cantidad de temas que atañen a la
cuestión del reduccionismo y haremos hincapié en ciertos elementos que hacen a la
teoría y a la práctica misma del psicoanálisis. Comenzaremos con la distinción entre
reducción y resolución, oponiendo ciertas terapias, que pretenden "reducir" los
síntomas, al psicoanálisis, que intenta su resolución o desaparición. Luego retomamos
la distinción entre reduccionismo ontológico, metodológico y semántico; este último es
el que más nos interesa debido a la importancia que tienen las traducciones y la
introducción de nuevos términos en las jergas particulares de cada rama del saber,
especialmente, claro, en el psicoanálisis a partir de la obra de Lacan. De la reducción
aplicada a los objetos pasamos enseguida a la reducción operada sobre el sujeto y
decimos algo sobre la "mente pura y atenta" cartesiana, sobre el sujeto trascendental en
Kant y Husserl y sobre el sujeto reducido en psicoanálisis. Los dos últimos puntos están
dedicados a exponer algunas dificultades de la reducción newtoniana del devenir
cósmico a movimientos locales de átomos: la necesidad de recurrir a Dios como sujeto
puro y absoluto que fundamente la objetividad de la ciencia y, en el último, otras
dificultades del reduccionismo en el campo de la biología y la psiquiatría.
Reducción y Resolución
Lo más propio de este asunto del reduccionismo es, valga la redundancia, la reducción
misma. Reducir un problema o una cuestión -en nuestro caso problemas o cuestiones
científicas- significa primariamente achicarlo, empequeñecerlo. Con ello queremos
decir que lo que se reduce, en principio, es su tamaño y, de allí, su importancia o bien la
preocupación o molestias que nos ocasiona. Decimos, en cambio, que un problema ha
quedado resuelto cuando literalmente ha desaparecido, cosa congruente con la
etimología de la palabra (re)solución (del latín *se-luo>solvo, emparentado con el
griego luw, desatar, disolver). Así pues, hay problemas que pueden desaparecer, es
decir, ser resueltos, y problemas que solamente pueden ser reducidos, empequeñecidos
sin que su resolución pueda ser siquiera entrevista. Una primera hipótesis que aquí
podríamos ensayar es suponer que la reducción erra en cuanto al método, por recurrir a
símiles y esquemas ajenos al saber de que se trata efectivamente.
Demos un ejemplo: el conductismo a lo Watson y sus derivaciones psicoterapéuticas
actuales. Como "el alma no cabe en un tubo de ensayos" -tesis con la que concuerdo,
bien que por motivos por completo diversos a los de Watson- el conductista pretende
explicar toda la gran variedad de fenómenos psíquicos estudiando exclusivamente sus
manifestaciones exteriores y empíricas, la conducta. Reduce su interés a los estrechos
límites de la conducta visible para luego intentar relacionarla punto por punto -
segundo craso error- con la fisiología médica. Ambos procedimientos garantizaban,
según Watson, la cientificidad del saber psicológico. Sobre esta estrechísima y
desencaminada base teórica se fundan una miríada de técnicas terapéuticas que,
paralelamente, intentan reducir fobias y síntomas neuróticos y, peor aún, adicciones y
situaciones más graves todavía. Recurrir a una especie de ortopedia terapéutica
(desensibilización, desprogramación, etcétera) para reducir una fobia es someter al
paciente a una tediosa a inoperante sucesión de experiencias que sólo sugestión (y
extorsión) mediante puede ser enfrentadas por él. El terapeuta gana por cansancio (y,
en la mayoría de los casos, con la complicidad no expresa) del paciente. La fobia,
reducida, queda agazapada a la espera de su oportunidad para retornar disfrazada, a
menos que el paciente haya quedado convertido en un apóstol de la antifobia, tal como
ocurre con los alcohólicos u obesos que logran finalmente desprenderse de sus
adicciones por medio de este tipo de recursos. No hace falta ser una lumbrera para
darse cuenta de que todas estas terapias descansan en un exagerado y dudoso
voluntarismo, del que ya Freud en sus inicios nos enseñaba a desconfiar. Hay, sin
embargo, que admitir que estas teorías reduccionistas y las terapias que de ellas se
derivan gozan del favor general del público, de los mass media y, peor aún, de médicos
y científicos en particular. Quizá ello se deba a su simplicidad, que no crea problemas al
buen sentido -no es necesario desarrollar arte interpretativo alguno ni esa capacidad de
sospecha típica del psicoanálisis- o de la inextirpable creencia de que sólo un hombre
fuerte -el tenaz terapeuta- puede lograr la curación de creaturas de tan floja voluntad.
La terapia, entonces, combina una especie de constante insuflación de coraje y voluntad
con dosis considerable de sugestión y compulsión extorsiva y por ello es que se le
pregunta continuamente al paciente si realmente quiere o no quiere curarse. No hay
conflicto alguno que resolver sino una gordura o una fobia recalcitrantes que derrotar,
lo cual es, diríamos, una verdadera lástima, puesto que los conflictos pueden ser
resueltos, esto es, pueden desaparecer, aún cuando hay que reconocer que su
resolución puede resultar extraordinariamente dolorosa y desgarradora para el sujeto
que tenga que enfrentarla. Pero, por lo menos, hay una esperanza, cosa que no existe en
los casos en que las personas optan por aspirar vanamente a reducir sus síntomas
"desaprendiendo conflictos" o "desensibilizándose" a ellos.
Lo que es capaz de desaparición o disolución (Lösung es la voz alemana ampliamente
utilizada por Freud) son las imágenes y, de modo general, los productos imaginarios,
entre ellos los síntomas neuróticos. Las adicciones -o la calvicie- no deben ser
ligeramente incluídas en este rubro. La Lösung se verifica con la enunciación del texto
que sustenta dichos productos imaginarios, como los encantamientos de los cuentos
infantiles. Tal es el cuasi mágico poder de las palabras cuando desocultan una
significación (Bedeutung) inconsciente.
Reduccionismo ontológico, metodológico y semántico
La actitud reduccionista puede operar a tres diferentes niveles: el ontológico, a nivel del
ser, reduciendo, por ejemplo, todo lo real a átomos y gravedad como ya mencionamos
que hacía Newton cuando funda el paradigma científico que, con correcciones y
adiciones diversas, está vigente hasta nuestros días; el metodológico, que reduce toda
investigación a un único método de aplicación universal; y, el más interesante aquí para
nosotros, el semántico, que afirma que el lenguaje de una disciplina puede ser
traducido al lenguaje de otra disciplina.
El reduccionismo semántico plantea un importante problema, el de las traducciones,
afirmando la posibilidad de trasladar lo dicho en un lenguaje a otro sin pérdida ni
deformación. Estas posturas se dan, en general, en medios que sostienen un
reduccionismo ontológico y metodológico. Entre los conductistas, la idea de que los
fenómenos psíquicos pueden ser reducidos a fenómenos biológicos o, si se quiere,
fisiológicos va acompañado del abandono de métodos puramente psicológicos en favor
de la experimentación de laboratorio al estilo de los fisiólogos. Freud, más cautamente,
adhiere al reduccionismo ontológico de la ciencia newtoniana, pero desarrolla
brillantemente un método puramente psicológico a la vez investigativo y terapéutico.
Es bien conocida la obsesión freudiana de mostrar la cientificidad del método
psicoanalítico y su temor de ser acusado de psicologismo, curiosamente visto como un
reduccionismo inadmisible. En verdad, si se es psicólogo, es un verdadero mérito ser
psicologista -no sería, en este caso, un reduccionismo- y, antes bien, son los
conductistas los que deben justificar su reduccionismo biologicista, que desnaturaliza
su psicología.
La idea de que todo lo real puede ser entendido como átomos y gravedad es un planteo
reduccionista interesante y productivo en el ámbito de la ciencia física. Ello no puede
ser objetado seriamente y basta ver el magnífico desarrollo científico europeo a partir
del siglo XVI y XVII. Pero su "exportación" a la biología plantea muchos problemas y su
extensión a la psicología otros adicionales, pues la variedad de problemas que deben ser
enfrentados es excesiva para una teoría simplista como la newtoniana. Para comenzar,
es difícil entender qué es la realidad en la esfera de lo psicológico, puesto que ya
abandonamos la idea de una realidad única a la que se accede objetivamente por medio
de la percepción para entenderla como realidad-para-un-sujeto, variable con cada
sujeto que se aproxima a ella desde sus afectos, deseos y expectativas, en conexión con
su historia previa, etcétera. La psicología ha necesitado crear su propio léxico,
completamente intraducible (reductible) a términos físicos o biológicos. Ello no quiere
decir que no sea provechosa una correlación entre un enfoque biologicista de lo
psicológico y uno puramente psicológico, pero lo mismo podría decirse de la sociología
o la antropología, que hacen aportes fundamentales para la inteligencia de la
especialísima subjetividad humana. De cualquier modo, el cuerpo central del saber
psicológico ha de ser por fuerza obtenido por métodos puramente psicológicos. Esta ya
demasiado larga discusión entre biologicistas y psicologistas, que ya ha gastado inútiles
ríos de tinta, seguramente seguirá impertérrita su curso debido a una dificultad
fundamental que se halla a la base de la biología y de la psicología. Ya Freud planteaba
que no existía la menor duda de que el cerebro (o el sistema nervioso) es el órgano de la
vida anímica, pero que era muy arduo mostrar cómo lo material y lo anímico se
correlacionan entre sí. Este problema ya lo había enfrentado Descartes: hay, para él,
dos órdenes del ser, la res cogitans (las almas, el mundo espiritual) y la res extensa (las
cosas materiales) y el problema gnoseológico fundamental es explicar cómo el alma es
capaz de hacerse representaciones del mundo material. Digamos, de paso, que
Descartes postula una localización del alma en la glándula pineal o epífisis (que lo
inmaterial tenga una localización espacial ya es una no pequeña dificultad), que posee
una membrana que vibra al influjo de ciertas partículas sutiles a las que Descartes
denomina espíritus animales (otro híbrido) que circulan por los nervios y las vesículas
cerebrales y que son agitados por las impresiones sensoriales. Con esta trabajosa
explicación Descartes trata de salvar esta brecha entre lo material y lo anímico, cuya
relación, sin embargo, consideramos obvia. Pero esta insistencia de tantos científicos
en reducir lo anímico a disturbios de la fisiología del sistema nervioso, desestimando
los métodos puramente psicológicos, ha desbordado los límites de la razonabilidad.
Muchos psicoanalistas, por su parte, se autoexcluyen del campo de la psicología y
piensan al psicoanálisis como un saber inclasificable e imposible de relacionar con
otros campos del conocimiento. Freud y Ferenczi pensaban, por el contrario, al
psicoanálisis como el verdadero nervio y coronamiento de la psicología.
Volviendo al reduccionismo semántico, se nos plantean varios problemas: el primero,
ya mencionado, de la imposibilidad de traducir de una lengua a otra sin deformar o
traicionar el texto original. Esta dificultad ha sido ya tan ampliamente tratada por
aquéllos que se dedican al arte de traducir y por todos los que intentan enfrentar un
texto consagrado al través de una traducción, que no vale la pena extenderse demasiado
al respecto. Solamente haremos mención a la necesidad tantas veces expresada por
Lacan de acceder directamente al texto alemán de las obras de Freud para soslayar las
inevitables falencias de las traducciones. Las traducciones al francés eran malas en
aquellos años, amén de incompletas, y la traducción inglesa de Strachey, aunque
excelente, no dejaba tampoco de resultar harto insuficiente para una lectura cuidadosa
del corpus freudiano por el hecho de que la lengua alemana -como cualquier otra
lengua- presenta ciertas peculiaridades y sutilezas que no encuentran equivalente
inmediato en otras lenguas, debiéndose recurrir a extensas perífrasis explicativas para
comprender exactamente de qué se habla en el texto. Dichas perífrasis bien pueden ser
derivadas a notas al pie de página, pero no pueden dejar de hacer referencia a la propia
lengua alemana, haciendo que el lector deba devenir mínimamente versado en ella.
Pero existe aún otro problema acerca del reduccionismo semántico más interesante y
actual dentro del campo psicoanalítico y que se asemeja mucho a lo ocurrido en el
campo filosófico desde la Antigüedad: el de poder entender las ideas de un autor sin
emplear sus propios términos. Cada autor importante ha hecho un aporte semántico al
lenguaje de su disciplina. En algunos casos, se trata de unos pocos términos, en otros,
se trata de un léxico más o menos complejo y, en ocasiones, se agrega a esto un estilo
escriturario peculiar que marca y determina la obra de sus seguidores. En filosofía, es la
obra de Platón la que fijó el vocabulario fundamental de todo cuanto vino después. Hay
que confesar que ello se debe, casi con seguridad, al hecho de que, por azares de la
Historia, hemos perdido las obras de sus antecesores inmediatos (Anaxágoras,
Demócrito, etcétera) de quienes, sin embargo, conservamos fragmentos y los títulos de
numerosas obras suyas en las que, sin duda alguna, abrevó Platón ampliamente.
Algunos filósofos posteriores (Aristóteles, Kant, Nietzsche, Heidegger, Sartre y otros
son buenos ejemplos) han impuesto sus propios léxicos y estilos, los cuales fueron
incorporados por la república toda de los filósofos, habituada a manejarse con soltura
con ellos cada vez que es necesario frecuentar los textos de dichos autores.
Dentro de la historia del psicoanálisis, Freud ocupa ese lugar primero que adjudicamos
a Platón en el campo filosófico. El ha establecido el léxico básico de la literatura
psicoanalítica posterior y sus seguidores se limitaron a añadir algún que otro término
que los identifica (la "interpretación mutativa" es de Strachey, los "pacientes de difícil
acceso" son de Betty Joseph, etc). Solamente en dos casos hubo un corrimiento
significativo de los lineamientos básicos desarrollados por Freud: el de M. Klein y el de
J. Lacan y sus respectivos seguidores. Ambos fundaron movimientos disidentes
exitosos dentro del campo analítico -hubo muchos otros que no tuvieron igual fortuna-
y produjeron fuertes cambios dentro de la propia teoría y técnica psicoanalíticas.
Lacan -que vino después de Klein- fue más allá que su encumbrada antecesora. No sólo
fundó una escuela nueva dentro del campo analítico sino que se hizo echar de la IPA, a
la que desafió hasta la exasperación para luego descalificarla tan rotundamente que
hasta se atrevió a negar a sus integrantes el status de analistas. Esta cacareada
apostasía le volvió inmensamente popular y verdaderas multitudes concurrían a sus
intrincados y crípticos seminarios hasta su muerte, acaecida en 1980. Todo esto es
bastante conocido y no requiere que abundemos en ello. Hay un frase de Lacan que nos
interesa y que dice más o menos así: hay que utilizar mis significantes para
comprender lo que digo. Es, en principio, una declaración antireduccionista: se nos
advierte que es necesario empaparse de sus innovaciones lexicológicas -que son
muchísimas- para poder penetrar en sus complejos y barrocos textos. El se ha tomado
el inmenso trabajo de visitar cada rincón del corpus freudiano y lo ha reconstruído,
reinterpretado o directamente reformulado, siempre introduciendo tantas novedades
lexicales y estilísticas que se vuelve aventurado intentar hacer correlaciones entre lo
dicho por Freud y lo agregado por él. E. Roudinesco señala que "Lacan nunca supo
teorizar [correctamente] el estatuto de la lectura que efectuó del pensamiento
freudiano. Hemos mostrado en muchas ocasiones cómo atribuía a Freud sus propias
innovaciones". (Lacan, p 636). Todo ello ha llevado insensiblemente a sus seguidores a
descuidar y aún abandonar el estudio de la obra de Freud. Quizá exagerando un tanto,
Freud se transforma, en ciertos círculos lacanianos, en un
autor interesante mencionado por Lacan, proveedor éste de las claves imprescindibles
de cuanto haga a la teoría psicoanalítica. Abandonar los significantes freudianos y
reemplazarlos por los lacanianos, irreductibles éstos, es la gran maniobra teórico-
comercial del lacanismo.
Pero heos aquí con algunas novedades que amenazan la irreductibilidad del lacanismo:
nos referimos a la reciente aparición de varios diccionarios psicoanalíticos
especializados en la jerga lacaniana -el estilo lacaniano es, suponemos, inclasificable
debido a su obscuritas- y una biografía del propio Lacan debida a la fértil pluma de
Mme. E. Roudinesco, autora también de uno de dichos diccionarios psicoanalíticos, que
incluye por primera vez, según creo, nombres propios. Si hay algo que un diccionario
hace, ello es reducir a una especie de lenguaje más o menos neutro cuanta palabra
aparezca en el corpus de una lengua cualquiera, en este caso una jerga técnica. Los
diccionarios, pues, reducen y, mejor, reducen semánticamente. El diccionario, como
hecho, implica la posibilidad misma de una reducción completa -o, al menos suficiente-
de cualquier palabra (o significante, como se prefiera), del mismo modo que las
traducciones, en tanto que hechos, implican la posibilidad de la reducción semántica de
una lengua a otra. Los diccionarios lacanianos deben ser, entonces, obras traidoras y
necesarísimas para una lectura no lacaniana de la obra de Lacan y sus seguidores.
Vendrían a ser de utilidad a todos aquellos que, por pereza, incapacidad o disgusto, se
nieguen a copiar el estilo abstruso del Maestro y asimilar sus novedades lexicales y sus
neologismos.
Estos diccionarios reducirían a Lacan a ser un autor psicoanalítico más, aunque ello
implicara elevarlo al excelso lugar de seguidor más brillante de Freud, cosa que
reservaría para este último el rango de patriarca inigualable del psicoanálisis. Sostener
la irreductibilidad de Lacan implicaría una sustitución de un inigualable supuesto por
un inigualable absoluto. ¿Era Freud, acaso, un inigualable? Nunca jamás, según él
mismo, quien, además, imaginaba un futuro progreso del conocimiento psicoanalítico a
cargo de una comunidad de analistas, conforme al modelo de cualquier otra ciencia que
progresa por medio de la aposición o acumulación de los aportes de innúmeros y
muchas veces anónimos cultores. Pero está claro que se homenajea a Freud como se
reverencia al Padre Platón, como fundadores de una especie de estirpe intelectual de la
que todos los que vinimos luego nos sentimos herederos y deudores. Y, por supuesto,
no faltan aquéllos que, resintiendo esa posición de heredero-hijo y añorando
constituirse en fundadores de un linaje propio, ven en la tradición en la que se criaron
un obstáculo que les es urgente remover para poder expandirse y constituirse en jefes
de raza, como suele decirse de los mejores padrillos pur sang. La inmensa mayoría de
estos disconformes carece del genio imprescindible para ejecutar semejante operación
defenestratoria -una suerte de parricidio- y son merecidamente olvidados por la
posteridad. Otros (pienso en Kafka, Rilke y Nietzsche) lo lograron a costa de sobrellevar
vidas personales muy penosas. Respecto a Lacan, hay que reconocer que intenta
ejecutar tan difícil maniobra con un artilugio que recuerda a Jesucristo, cuyas tácticas
de poder fueron expuestas y analizadas inteligentemente por Jay Haley en su libro
homónimo. Diciendo que venía a consumar la ley mosaica, todo cuanto efectivamente
hacía apuntaba a tergiversarla y anularla. San Pablo dirá más tarde que el cristianismo
supone una Nueva Alianza que invalida la anterior y que la circuncisión y las Leyes de
Moisés son ahora un impedimento para ser cristiano, cosa que le valió una violenta
expulsión del Templo durante una de sus visitas a Jerusalén. Del mismo modo, Lacan
se declara freudiano, inicia y promueve una vuelta a Freud, todo para terminar
presentándose como un nuevo y verdadero salvador del psicoanálisis de las garras de
los fariseos kleinianos y psicólogos del yo. El psicoanálisis se convierte así en una causa
a la que es urgente custodiar y preservar de estas amenazantes vulgarizaciones. Ya
podemos imaginar quién ha de cumplir finalmente con el rol de Pablo.
Pero, ¿es posible esa lengua más o menos neutra y apta para entender el lacanismo o lo
que fuere? Si uno es un fundamentalista, no, porque toda lengua tiene zonas oscuras,
polisemias y ambigüedades que generan malentendidos y problemas de interpretación
a los traductores. Desde este punto de vista, las traducciones deberían ser
abandonadas, etcétera, todo lo cual tornaría nuestras vidas demasiado complicadas. El
problema es ese punto de vista extremista y combativo que los lacanianos comparten
con los kleinianos y que los lleva a generalizar en forma indebida y machacona. Todo
recuerdo es encubridor, toda comprensión es resistencial, todo dicho de un paciente
alude al analista, cuanto se diga de otro es una proyección y así todo el tiempo hasta la
náusea. Claro que tanta fogosidad sin descanso encanta al gran público, que siempre
adhiere a tales simplificaciones, en las que todo es blanco sobre negro, sin medias
tintas. No es necesario aclarar demasiado que si todo recuerdo es encubridor, la
memoria misma como función pierde interés, si todo lo que va a decir un paciente es
alusión al analista, su palabra queda devaluada, etcétera.
Así pues, lo razonable es afirmar que, si bien no podemos sostener livianamente que las
reducciones semánticas no desnaturalizan aquello que reducen, hay que considerarlas
un noble arte hermenéutico, muy al gusto de las personas que, como Sherlock Holmes o
el divino Freud, tienen desarrollado el sentido del detalle y que, precisamente por ello,
rechazan tesituras y actitudes hiperbólicas y sobreactuadas.
La reducción del sujeto
La operación reductora no se ciñe exclusivamente al objeto sino que tanto la filosofía
cuanto la ciencia postulan una necesaria reducción del sujeto en tanto éste pretende
abandonar la actitud natural o cotidiana y aplicarse a la reflexión filosófica o la
investigación científica. En otro lugar ya nos hemos ocupado con detalle de cómo
Descartes plantea esta operación en tres tiempos y la bautizamos "operación claudam
nunc oculos" en alusión al texto latino de las Meditaciones metafísicas en que se
describe esta reducción del sujeto.
La reducción científica o filosófica del sujeto empírico siempre tiene el carácter de una
purificación (catarsis). Lo que se elimina en la reducción subjetiva es al sujeto mismo, a
su peculiaridad individual, de modo que lo que queda es una especie de "subjetividad
objetiva" con pretensiones de universalidad, lo que vendrían a tener en común todos los
sujetos particulares. A este residuo purificado Kant y Husserl lo denominan sujeto
trascendental y es, para ellos, la fuente de la objetividad de la ciencia. Así pues, la
reducción es una operación desubjetivizadora que hace emerger lo que el sujeto tiene
de objetivo. Kant distinguía entre sujeto empírico y sujeto trascendental pero no
aclaraba por qué medios a partir de uno se podía obtener el otro. Husserl, en cambio,
retoma la línea trazada por Descartes y tematiza este tránsito de la subjetividad
empírica a la pura y trascendental y la desdobla en una reducción fenomenológica
(sobre los objetos) y otra propiamente trascendental (sobre el sujeto). En términos
psicoanalíticos, el sujeto trascendental sería un sujeto desexualizado (puro) y casi
desprovisto de deseo. Decimos "casi" porque persistiría un único deseo: el de conocer
(epistemofilia). El sujeto trascendental vendría a ser, entonces, un sujeto esquizoide
que considera sus objetos sin interactuar emocionalmente con ellos: los ve como son,
sin que ellos le parezcan buenos o malos, esto es, sin juzgarlos moralmente. Ya Platón
había dejado en claro que las cosas no son ni buenas ni malas en sí mismas y que lo que
podemos enjuiciar moralmente es el uso que de ellas hacemos.
Freud también habla de un sujeto purificado cuando se refiere a la actitud que debe
guardar el analista durante la sesión. Éste ha de estar en abstinencia (Abstinenz), "sin
intención" (absichtlos) y mantenerse en atención flotante2. El enigmático deseo del
analista planteado por Lacan, deseo de que haya análisis y no un subrogado
desvirtuado (sea éste la psicoterapia o algo aún peor), va asimismo en la misma
dirección. El analista, como el científico o el filósofo, abandona la actitud habitual
mundana y adopta la actitud de un sujeto purificado o reducido.
Pero, más allá de las encendidas declaraciones de sus enunciadores, ¿es posible una
semejante metamorfosis sublimatoria del sujeto? Que el tema es importante no hay la
menor duda, puesto que ningún autor que intente explicar un conocimiento que
trascienda la mera opinión escapa a la necesidad de plantearla. Esta reducción
subjetiva pareciera ser, además, un derivado alejado de algo que aparece como un tema
religioso tradicional: el sacerdote debe purificarse antes de entrar en conexión con los
dioses3. Lo que subyace a esto es la oposición profano/sagrado y que lo que se percibe
como trascendente o superior no puede ni debe ser abordado sin una adecuada
preparación (Vorbereitung). La devoción religiosa, la actividad científica, el quehacer
filosófico y la sesión analítica arrancan al sujeto de la cotidianidad y requieren una
actitud seria y formal que contrasta con la actitud casual deliberada que tan
esmeradamente cultivan, no sin una dosis de snobismo, los postmodernos.
La concepción maquinal del mundo y la omnipresencia de Dios
La reducción fundamental de la ciencia occidental emprendida por Newton, aunque
muy modificada, sigue siendo efectiva en la ciencia actual. El fin perseguido, se dice
una y otra vez, es obtener un conocimiento objetivo de la realidad que nos circunda o, si
se quiere ser más cauto, de los hechos que se nos presentan ante nuestra percepción.
Explicar el acontecer mundano reduciendo éste a movimientos locales de átomos era
para los siglos XVIII y XIX el desideratum de la ciencia en su conjunto, por lo cual la
Física era la ciencia a la cual debía poder ser reducida toda otra ciencia, la cual pasaría
a ser un mero capítulo de aquélla. Esta reducción implica una completa expulsión del
sujeto del campo de la ciencia, al menos de lo que llamamos sujeto empírico o sujeto
psicológico. Un saber sin sujeto. ¿Un anacoluto o un sujeto tácito? Si la ciencia
careciese, como decía Kant, de un referencia empírica, si la creencia en la realidad del
mundo exterior es completamente desatendida, ¿qué valor tendría ocuparse tanto en
conocer objetivamente un conjunto de meras alucinaciones compartidas? Descartes
recurre a Dios a fin de dotar a su mente pura y atenta de un correlato exterior a sí
misma y salvar el serio escollo del solipsismo4. ¿Cómo presentan los filósofos modernos
a Dios sino como un sujeto puro que, además, oficia de causa primera de todas las
causas, cosa que resuelve la aporía del comienzo del mundo? La regresión causal ad
infinitum se evita con una causa prima causa sui a la vez, o por medio de un comienzo
absoluto a partir de una "nada plena" como en el Big Bang, verdadero mito científico
en la cosmología actual, de enorme difusión en los medios masivos de comunicación.
En esta perspectiva, el conjunto del conocimiento científico, que, debido a nuestra
pequeñez y finitud, vamos adquiriendo gradualmente con el paso del tiempo, no resulta
ser más que el plan maestro con el que Dios ha creado illo tempore este universo.
Una de las preguntas que en este contexto suele hacerse es qué movió a Dios a crear el
mundo, siendo un sujeto puro, esto es, expurgado de deseo. Ya los neoplatónicos (y San
Agustín con ellos) acuñaron la fórmula de que el Bien tiende a expandirse y salir fuera
de sí, de donde se concibe la Creación como un acto insondable de amor (¿amor a qué,
si nada existía?). Otra es la obligada distinción entre eternidad y temporalidad, puesto
que si Dios preexistió al mundo, cuánto tiempo pasó antes de que lo crease. Esta
medición de la soledad divina trae más problemas, desde que la noción misma de
eternidad es difícilmente inteligible. La recurrencia a Dios como sujeto puro de la
ciencia es tan forzosa como forzada y la ciencia se ve precisada en los autores modernos
de una suerte de teología subjetiva que la sustente. En el siglo XVIII proliferan
los Tratados del Entendimiento humano y aún Husserl sigue atado a esta necesidad de
explicar el funcionamiento cognoscitivo de la mente como trasfondo necesario del saber
científico.
Así pues, la visión mecánico-causalista del mundo adolece de dos serias objeciones: una
es la cuestión de la causación (toda causa tiene a su vez su propia causa y así ad
infinitum) y la otra es el sentido del todo (si el mundo tuvo un comienzo, ¿qué lo hizo
empezar?). Aristóteles resolvía ingeniosamente la cuestión de la causa primera
pensando a Dios como Primer motor inmóvil y como causa final del acontecer
mundano, dejando sin respuesta la cuestión del comienzo del universo. Pero este Dios
indiferente cuya seducción atrae a sí el devenir universal no es congruente con la
concepción cristiana de la divinidad (un Dios creador omnipotente y omnipresente). En
consonancia con esta perspectiva cristiana, Newton abandona la idea de causa final y
reduce las cuatro causas aristotélicas a una sola, la causa eficiente, y consagra esa idea
ya presente en Descartes de un mundo maquinal y desvitalizado, creación de un sujeto
infinito expurgado de deseo.
Auguste Comte es quien reduce más todavía y renuncia a la idea de causa: la ciencia ha
de atenerse exclusivamente a los hechos tal como éstos se presentan en la percepción.
La causalidad no es empírica y tanto da que sea un mero hábito mental a lo Hume o
una categoría a lo Kant porque tampoco las funciones anímicas o mentales son
empíricas. Decir que A es causa de B se vuelve una afirmación metafísica, esto es,
excesiva, indebida y extracientífica. Unicamente la sucesión temporal de los hechos es
empírica. Tampoco es científico responder a preguntas como qué es la gravedad, el
magnetismo o la electricidad porque indagan sobre el ser de algo, lo cual es,
nuevamente, un modo de cuestionar propio de la metafísica. Comte reclama una
purificación del lenguaje que hasta entonces había venido utilizando la ciencia,
impregnado de connotaciones metaempíricas. La reducción teórica debe ser
necesariamente acompañada de una reducción lingüística que complete la definitiva
separación entre las cuestiones estrictamente científicas de las metafísicas. La continua
depuración del lenguaje de la ciencia es encomendada a la nueva disciplina filosófica -la
epistemología- y queda como única tarea filosófica con sentido.
Maquinarias, organismos y personas
En su Crítica del Juicio, Kant advertía que una concepción exclusivamente mecánica
era insuficiente en el campo de la incipiente ciencia biológica. Ésta se ocupa de los
organismos vivientes y Kant entendía que un organismo es un tipo de ente cuya
definición incluye su finalidad, reintroduciendo la causa final aristotélica expulsada de
la ciencia física por Newton. Esta insuficiencia de la causalidad mecánica se agudiza en
el campo de la psicología: la conducta humana resulta ininteligible si no captamos las
intenciones y deseos de los sujetos que consideremos. Por otro lado, el hombre es visto
por Kant como libre, aunque define la libertad en forma negativa: es la capacidad de un
estado de comenzar sin una causa. Kant admite, pues, dos modos de entender al
hombre: a) como ser natural (asimilable a una maquinaria para cuya comprensión es
suficiente con la causalidad mecánica) y b) como sujeto moral libre y responsable, cuya
voluntad debe determinarse racionalmente. La ciencia occidental tomó el primer
camino y lo desarrolló brillantemente, logrando una vasta comprensión de la fisiología
humana que se tradujo en un alargamiento muy considerable del promedio de vida,
suprimiendo algunas enfermedades (por ejemplo, la viruela) y controlando o
alcanzando éxitos importantes con otras. Esta visión del sujeto humano como una
máquina ha llegado hasta tal punto que en nuestros días la formación médica tiende a
descuidar casi completamente lo que debiera constituir su núcleo: la relación médico-
paciente. Los pacientes mismos parecen haberse adecuado a esta deshumanización de
la medicina y buscan contención emocional en forma disociada recurriendo
simultáneamente a otros profesionales cuando no a charlatanes incluidos en el rubro
"medicina alternativa".
Pero lo verdaderamente grave es que esta actitud disociada es la que campea también
en círculos psiquiátricos, en los que ha triunfado completamente una ideología pseudo-
organicista acorde con la cual todo desarreglo psíquico es efecto de un disturbio de
trasmisores neuroquímicos. La industria provee una variedad de moléculas
maravillosas que componen dichos disturbios, de modo tal que los psiquiatras pueden
departir amablemente con sus pacientes sobre temas de actualidad, mientras todos
aguardan que las moléculas salvíficas realicen el trabajo pesado aventando pánicos o
corrigiendo depresiones. Esta concepción mecanicista ha demostrado, empero, no ser
un disparate y ha logrado importantes avances también en el campo psiquiátrico. Aún
Freud calculaba que llegaría el día en que los conflictos neuróticos y las psicosis se
resolverían con fármacos. No somos tan optimistas como Freud y es necesario reclamar
-nuevamente- una especificidad para las técnicas puramente psicológicas. Hay una
brecha epistemológica entre un síntoma neurótico y los neurotrasmisores que no debe
ser desestimada. A fines del siglo pasado, la famosa teoría de las localizaciones
psíquicas infringía esta misma distancia que va de lo estrictamente psicológico a lo
fisiológico e intentaba establecer una correlación uno a uno entre funciones psíquicas y
zonas específicas del Sistema Nervioso Central. Un poco antes, la Frenología ubicaba
alegremente la "zona del amor a la patria" y toda una variopinta geografía cerebral.
Hay, sin embargo, ciertas correspondencias establecidas que alientan esta tentación
simplificadora de maridar moléculas con funciones, síntomas o conflictos, pero dichas
correspondencias no bastan para generalizar con legitimidad tal supuesta correlación,
la cual se entrevé como sumamente difícil de comprender debido, entre otras causas, a
la complejísima embriogénesis del sistema nervioso.
Pero los seres humanos somos, además de organismos dotados de una vida mental
explicable mecánicamente, personas incluidas en una trama social traspasados por
valores que nos exceden. Nuestra vida mental puede ser entendida solamente en una
intrincada conjunción de mecanismos (lo maquinal en nosotros), finalidades (lo
orgánico en nosotros) e interacciones intersubjetivas (lo propiamente personal en
nosotros)5, aspecto éste que la moderna psiquiatría tiende a descuidar en aras de una
florida y pretenciosa explicación biológico-mecanicista de la vida mental. Y lo que es
irónico es que dicha reducción pretende simplificar las cosas y pautar una práctica
eficaz y sencilla que evite las complejidades de la teorización psicoanalítica. Dicha
expectativa de simplificación se frustrará irremediablemente y para ello basta observar
la progresiva complejización de esa encarnación de esta psiquiatría actual que es el
DSM-IV. Del tamaño de un folleto en sus comienzos, ya se ha convertido en un libraco
para cuya comprensión y manejo es necesario hacer un curso que introduzca al
candidato en sus múltiples vericuetos y repliegues.
Conclusión
En la certeza de haber logrado marear al lector, quien no sabrá con qué quedarse de
todo lo leído, partiré las diferencias concluyendo que la reducción es al mismo tiempo
una necesidad, una calamidad y un legítimo modo de abordar problemas científicos y
que está en manos del usuario determinar -o justificar como mejor pueda- el uso y
alcance que de ella haga. Deberá, pues, desarrollar un sentido de la oportunidad y de la
medida que no puede adquirirse por medio mecánico alguno trasmisible por medio de
una fórmula única infalible y aceptar que sólo el tiempo bien aprovechado le hará
visible las limitaciones y extensión de los métodos reductivos. Como aconsejaba Platón,
lo mejor ha de ser proveerse de muchas fórmulas -una suerte de refranero
epistemológico- para poder guiarse en los espinosos senderos del saber.
Notas al pie:
1 Médico psiquiatra. Dirección: Bulnes 1853 2º G, Buenos Aires, Argentina.
2 En nuestra tesis sostenemos la idea de que la atención flotante consiste en atender a
los nexos lógicos del discurso del paciente, prescindiendo de sus contenidos concretos,
siguiendo el "hilo lógico" del que habla Freud en Psicoterapia de la Histeria.
3 El cristiano debe confesarse antes de la eucaristía.
4 Véase nuestro artículo El sujeto como fundamento de la ciencia y el recurso a Dios, en
Ciencia y sujeto en la Modernidad, Ed. Salerno, Bs. As., 1997.
5 Real, imaginario y simbólico en la jerga lacaniana, si se prefiere.

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