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I

INICIOS DE LA GUERRA FRIA

En la Historia de la Humanidad no ha sido infrecuente que una guerra concluya con


discrepancias entre aliados. A pesar de ello, lo sucedido a partir de 1945 revistió una especial
significación porque se trató de una discrepancia sustancial, imposible de superar a pesar de
que se hubiera combatido codo con codo en los años previos. Incluso cuando los aliados
habían conseguido ponerse de acuerdo en los términos respecto a sus objetivos de guerra
-cosa que no siempre sucedió- acabó por descubrirse que las palabras no significaban lo
mismo. La ruptura, al final, en un plazo muy corto de tiempo, fue absoluta y total. Como en
una tragedia en la que todos los acontecimientos parecen dirigirse a un final conflictivo,
también en este caso se acabaron enfrentando dos universalismos paralelos y excluyentes
que distaban diametralmente en sus concepciones del hombre y de la vida. A medio e
incluso largo plazo podían tener tan sólo pretensiones defensivas pero, al armarse, daban la
sensación de resultar amenazadores.
Pero el conflicto entre estos dos universalismos, identificados con otras tantas
superpotencias, no concluyó en una guerra generalizada. Un gran intelectual francés de la
época, Raymond Aron, al describirlo fue titulando sus artículos, en primer lugar "El fin de las
ilusiones" y luego "El gran cisma". Después describiría de forma magistral su peculiaridad: se
trataba de una "paz belicosa", términos aparentemente incompatibles, pero también
explicables. La guerra mundial era improbable porque la bomba nuclear la convertía en
tal, pero la verdadera paz era imposible por la distancia ideológica entre las dos
superpotencias. La "guerra fría" -otra denominación contradictoria- no produjo el holocausto
atómico pero, hasta que concluyó, en 1991, presenció enfrentamientos que causaron 21
millones de muertos y despliegues de tropas norteamericanas cada 18 meses. Esa peculiar
situación constituyó el rasgo más destacado de la nueva era.

EL NACIMIENTO DE LA ONU

El mundo surgido después de la Segunda Guerra Mundial fue muy distinto del de la
preguerra, en especial desde el punto de vista de las relaciones internacionales. Como
sabemos, desde el final del conflicto se clausuró la época de la preponderancia europea y
empezó la era de las grandes potencias. Estas fueron, en adelante, dos, los Estados Unidos y la
URSS, y ambas eran extraeuropeas. Hasta entonces, en cambio, el predominio había sido de
potencias europeas de tamaño medio como Alemania, Francia o Gran Bretaña, mientras que
ahora se enfrentaron Estados gigantes. Por si fuera poco, el resultado de la guerra tuvo como
consecuencia que los países europeos perdieran el prestigio y la influencia en los países
colonizados y eso concluyó por modificar el panorama.
Pero un rasgo fundamental del nuevo mundo surgido de la guerra mundial, no es sólo el
hecho de que fuera dominado por esas superpotencias sino la realidad de que la paz entre ellas
resultó desde un principio fallida. Los aliados hubieran querido perpetuar la solidaridad entre
las "Naciones Unidas", denominación ya utilizada durante el conflicto, y establecer un nuevo
sistema de relaciones internacionales. Para ello un elemento esencial era la creación de una
nueva organización mundial que aprovechara la experiencia de la Sociedad de Naciones y
fuera capaz de superar sus inconvenientes. Desde el momento de la elaboración de la Carta
del Atlántico, en agosto de 1941, se había pretendido por el presidente norteamericano
establecer los nuevos principios del orden internacional. De él se habló en repetidas ocasiones
en las conferencias entre los grandes habidas en Moscú y Teherán. Los expertos reunidos en
Dumbarton Oaks, en otoño de 1944, establecieron los principios de la ONU. En Yalta, a
comienzos de 1945, se plantearon y resolvieron cuestiones espinosas como las relativas a la
representación de la URSS. Pretextando que el Imperio británico era una unidad política, los
soviéticos querían quince puestos en la Asamblea pero sólo lograron tres, para la Federación
rusa, Ukrania y Bielorrusia, respectivamente. Llegados a este acuerdo los grandes decidieron
reunir una conferencia constitutiva de la nueva organización en San Francisco, entre abril y
junio de ese mismo año. La carta fundacional fue suscrita por cincuenta Estados el 25 de ese
último mes.
En Yalta los tres grandes, por influencia principalmente norteamericana, habían decidido
los procedimientos que serían aplicados para evitar los inconvenientes que en su momento
tuvo la Sociedad de Naciones, de los cuales el principal fue el principio de unanimidad en
las decisiones. La nueva organización dispondría, en consecuencia, de un directorio de
grandes potencias, miembros permanentes del Consejo de Seguridad, que disponían del
derecho de veto a los que habría que sumar miembros no permanentes elegidos por dos años
hasta completar once miembros en 1946 y quince a partir de 1966. Su papel tenía que ser
decisivo en las cuestiones relativas a la paz y la seguridad al tener capacidad para tomar
resoluciones que impondrían obligaciones a los Estados. Por su parte, la Asamblea venía a ser
la encarnación de la Democracia a escala universal y entre los Estados. Aparte de admitir a
nuevos miembros y elegir a los no permanentes del Consejo de Seguridad, la Asamblea no
podía tomar otras decisiones que las de carácter muy general, llamadas "recomendaciones",
que debían ser aprobadas por dos tercios de los miembros presentes y votantes. Sin embargo,
en la práctica, las Asambleas de la ONU se convirtieron en grandes foros internacionales. El
secretario general -el primero fue el noruego Trygve Lye, elegido por acuerdo entre soviéticos
y norteamericanos- también desempeñó un papel creciente en el escenario internacional. La
ONU, en fin, vio cómo se incorporaba a su organización una serie de organismos e
instituciones especializados respecto a los cuales el secretario general ejerció una función
coordinadora.
Toda esta arquitectura organizativa pronto se demostró impotente para encauzar la
situación internacional por la incapacidad de entenderse las grandes potencias. Ya en enero de
1946 los países anglosajones se quejaron ante el Consejo de Seguridad de la ocupación del
Azerbaiyán iraní por parte de la URSS. En la comisión de energía atómica de la ONU los
Estados Unidos presentaron el llamado Plan Baruch que supuso remitir a un organismo
internacional el desarrollo de la energía nuclear prohibiendo su uso bélico. Acheson, el
secretario de Estado norteamericano, llegó a decir que si no existía acuerdo con la URSS en
este punto a lo máximo que podría llegarse es a una "tregua armada". Pero los soviéticos
rechazaron el plan mientras que un clima crecientemente enrarecido por el descubrimiento del
espionaje mutuo hacía crecer las dificultades entre ambas superpotencias. En realidad la
dificultad de comprensión entre esas dos grandes potencias venía de antes y se había hecho
manifiesta a lo largo de las grandes cumbres que habían tenido lugar en el transcurso de la
guerra. En esas reuniones se tomaron decisiones que afectaron al futuro destino del mundo.
Lo que ahora nos interesa es recalcar las diferencias de criterio. Roosevelt, que partió
para Yalta tan sólo dos días después de la inauguración de su tercera presidencia, parecía
haber estado angustiado por la necesidad de construir un nuevo orden internacional; como
Moisés, llegó hasta la tierra prometida pero no pudo entrar en ella. Churchill y Stalin se
ocupaban de cuestiones mucho más prosaicas y concretas. El primero se quejó de que se
pretendiera en tan sólo unas horas resolver la cuestión alemana y, por tanto, el destino de
millones de seres humanos. Una anécdota describe la profunda desconfianza existente entre
los soviéticos y los británicos. Churchill, aludiendo al problema de las reparaciones, dijo que
para tirar del carro de Alemania era preciso poner por delante un caballo como para indicar
que este país necesitaría un motor de desarrollo, pero Stalin le repuso que el caballo podía dar
una coz.
Cuando tuvo lugar la reunión de Postdam, en julio de 1945, ya había motivos muy
importantes de desconfianza entre las dos grandes superpotencias. No versaban sobre áreas
de influencia sino acerca de la forma de ejercer ésta. En el Este de Europa ya se había
producido la toma del poder por parte de los comunistas en Rumania y en Polonia, la cual
había estado en el origen del estallido de la guerra. Los partidarios del Gobierno exiliado en
Londres durante toda la Guerra Mundial fueron detenidos como supuestos colaboracionistas
con los alemanes. Por su parte, los aliados habían admitido, con duras quejas por parte de los
soviéticos, la rendición de ejércitos alemanes en el Este, e incluso habían mantenido
conversaciones con militares alemanes en Berna, incrementando de forma exponencial la
habitual tendencia de Stalin a la susceptibilidad. Mientras que Churchill, deprimido y
derrotado en las elecciones, desapareció del panorama, Truman, poco ducho en política
exterior y con tendencia a la elementalidad, representó un talante distinto al de Roosevelt, no
dudando en revelar la existencia de la bomba atómica con lo que esgrimía un arma que bien
podía ser utilizada contra el antiguo aliado. Stalin estaba informado de su existencia y, por
tanto, en nada se vio afectado por la noticia. La conferencia estuvo mucho mejor organizada
que Yalta y duró más, pero su resultado fue acogido con escepticismo por una opinión que la
había seguido puntualmente porque, en la práctica, fue seguida día a día por la prensa.
Con esos antecedentes, condenada al mal funcionamiento, la organización
internacional destinada a resguardar la paz, a lo largo de 1946 y 1947 se fue convirtiendo en
cada vez más inevitable el camino hacia el enfrentamiento en el panorama internacional de las
dos superpotencias. En Moscú tuvo lugar una conferencia de ministros de Asuntos Exteriores
de los grandes en que quedó prevista la celebración de una reunión en París de 21 de los
países vencedores en la guerra con cinco de los vencidos. Molotov aceptó esta decisión,
gracias a que los aliados, por su parte, toleraron que los cambios introducidos en la
composición de los Gobiernos de Bulgaria y Rumania fuera mínima. En esta segunda ocasión,
en la capital francesa los acuerdos de paz se cerraron con dificultades importantes -febrero de
1947- pero la posibilidad de algo parecido con respecto a Alemania y al Japón quedó en la
lejanía de un horizonte remoto. Italia perdió sus conquistas de la era fascista que se
convirtieron en países independientes (Albania y Etiopía) o pasaron a Grecia (Rodas y el
Dodecaneso) pero se plantearon conflictos respecto a las restantes colonias y también en
relación con Trieste, largo tiempo disputada con los yugoslavos (hasta 1954). Rumania perdió
Besarabia y Bukovina pero incorporó Transilvania; Bulgaria mantuvo sus fronteras aunque
recuperó pérdidas territoriales anteriores y la gran perjudicada por el acuerdo en el centro de
Europa fue Hungría quien cedió, aparte de Transilvania, zonas menos importantes a la URSS
y a Checoslovaquia. Finlandia, además de sus cesiones territoriales a la URSS, tuvo que pagar
fuertes reparaciones.
En cambio, no se llegó a ningún acuerdo principalmente sobre Alemania, problema
mucho más importante que el de Japón, en donde en la práctica no había más que una
ocupación norteamericana y no de otros países. Para esta última se había pensado en una
ocupación sometida a una autoridad compartida entre los aliados pero, para que pudiera
existir, resultaba imprescindible un acuerdo político esencial que estuvo siempre muy lejano
de plasmarse en la realidad. Stalin, que había defendido en un principio la idea de trocear
Alemania, la abandonó. Fue tan sólo Francia quien se mantuvo en una posición parcialmente
identificada con esta idea reclamando el control del Sarre y la internacionalización del Ruhr.
Ambas potencias reclamaron el estricto cumplimiento de un programa de reparaciones, la
primera por el procedimiento de desmontar las fábricas alemanas, y la segunda por el de
compensar sus pérdidas a base de carbón. Pero, de cualquier modo, la cuestión alemana no
sólo no quedó resuelta sino que no llegaría a estarlo de forma definitiva hasta 1989.
En realidad, cuando los mencionados acuerdos de París fueron suscritos, ya el clima
internacional se había deteriorado gravemente. A lo largo de 1946 se produjeron escaramuzas
en la ONU. Incluso cuando había coincidencia -como, por ejemplo, a la hora de condenar al
régimen español-, en realidad cada uno de los dos bloques estaba defendiendo posiciones
divergentes (la URSS deseaba desestabilizar la retaguardia occidental y los anglosajones una
transición pacífica a una Monarquía liberal). En marzo de 1946, en un discurso en Fulton,
Estados Unidos, Churchill denunció que sobre el viejo continente se había desplegado una
especie de telón de acero desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste en el Adriático. El
dirigente británico no creía que la URSS quisiera la guerra pero sí los frutos de la misma y
una expansión ilimitada de su poder y de su doctrina. Por su parte, George Kennan, el
embajador norteamericano en Moscú, por las mismas fechas proponía a las autoridades de su
país "contener con paciencia, firmeza y vigilancia" las tendencias soviéticas a la expansión. El
primero proporcionó la retórica a una interpretación que examinaremos de manera detallada
más adelante. Se ha escrito que el espíritu de Yalta había sido sustituido a estas alturas por el
de Riga (es decir, el de los diplomáticos norteamericanos que, como Kennan, habían
aprendido ruso en la capital de Letonia). El de la población del Mar Negro había conseguido
hacer compatible un cierto wilsonismo idealista, deseoso de establecer un nuevo orden
internacional en que la URSS jugara un papel importante con el prosaico respeto a las áreas
de influencia, incluso aquéllas construidas por el puro uso de la fuerza. En cambio, para los
diplomáticos de la capital letona, la propia existencia de la URSS como Estado revolucionario
mundial resultaba un peligro de tal envergadura que resultaba inaceptable para las potencias
democráticas. Pero, en realidad, el cambio de clima, aunque muy súbito en Occidente, se
debió principalmente a un descubrimiento de la actitud soviética que pudo presentarse como
una revelación y dar lugar a exageraciones y desmesuras pero que respondía a una visión
radicalmente nueva de la realidad soviética, poco clara cuando la URSS aparecía como un
aliado contra el Eje.
La primera causa de la guerra fría fue, por tanto, la división ideológica del mundo. El
año 1947 fue decisivo y terrible en la configuración del mundo internacional de la posguerra.
El origen de la expresión "guerra fría" se suele atribuir al periodista norteamericano Walter
Lippmann pero algún especialista -Fontaine- ha llegado a rastrear su origen nada menos que
en las coplas del infante Don Juan Manuel que la habría empleado para describir un conflicto
que se desarrolló sin, al mismo tiempo, declararse. Esta tensión permanente e irresoluble
pero, al mismo tiempo, no destinada a producir una nueva conflagración mundial confrontó,
aunque de manera muy cambiante de acuerdo con el transcurso del tiempo, a las dos grandes
superpotencias. De entrada el lenguaje empleado por los dirigentes no pudo ser más
dramático. De la URSS dijo el presidente Truman que no entendía otro lenguaje que el del
número de las divisiones de las cuales el otro disponía. La sustitución del secretario de Estado
Byrnes, todavía deseoso de negociar con la URSS por el general Marshall, antiguo
comandante militar de las fuerzas americanas en China en enero de 1947, supuso un giro
decisivo en la política exterior norteamericana. Truman llegó a decir que desde los tiempos
del antagonismo en Roma y Cartago no había existido un grado tal de polarización del poder
sobre la Tierra. Ya en 1948 se multiplicaron los conflictos que en ocasiones pudieron adquirir
un tono violento aunque tan sólo en la periferia.

LOS ESTADOS UNIDOS DE TRUMAN

El año 1946 se abrió bajo los mejores auspicios para los norteamericanos. Con la
victoria en la Segunda Guerra Mundial se abrió una nueva etapa en la Historia de los Estados
Unidos. Esencial en este período de la vida norteamericana fue la sensación colectiva de que
en este momento se podía conseguir alcanzar lo que la nación se propusiera. Un comentarista
político, Luce, aseguró que se iniciaba "an American Century", un siglo americano. Así fue en
el sentido de que en gran medida lo que fue sucediendo en los Estados Unidos acabó por
producirse luego en otras latitudes, incluso en las más lejanas. Los Estados Unidos
concluyeron la Segunda Guerra Mundial con 405.000 muertos, muchos más que al final de la
primera, pero también con un grado espectacular de prosperidad y también de unanimidad
respecto a los planteamientos fundamentales. Aunque luego, muchos años después, hubo
actitudes muy contrapuestas, lo cierto es que en 1945 el 75% de los norteamericanos estaba de
acuerdo con el lanzamiento de la bomba atómica. En realidad nadie entre los dirigentes del
país manifestó una clara voluntad de que la bomba no fuera lanzada. Pero esta unanimidad
estuvo acompañada también por una indudable ingenuidad. En 1945, el 80% de los
norteamericanos estaba de acuerdo con la vertebración de un nuevo sistema de relaciones
internacionales basado en la ONU y pensado para hacer posible la paz. En estos momentos,
además, la popularidad de la Unión Soviética entre los norteamericanos era superior a la que
obtenía Gran Bretaña. Menos de un tercio de los norteamericanos pensaba en la posibilidad de
que hubiera una guerra en el próximo cuarto de siglo. Al mismo tiempo, no tantos
norteamericanos fueron conscientes del decisivo papel que le correspondería jugar en adelante
a los Estados Unidos. Se explica esta situación por el previo aislamiento que sólo había sido
superado con la entrada en la guerra: hasta 1938 Rumania había tenido un Ejército más
numeroso que los Estados Unidos.
Además, después de concluida, había otras poderosas razones para no sentir ningún
tipo de prevención ante el exterior. Con independencia de que no hubiera perspectivas en el
horizonte de enfrentamiento, al final de la guerra no había países sobre la superficie del globo
que tuvieran bombas atómicas ni tampoco aviones para transportarlas hasta los Estados
Unidos. Pero de toda esta situación en el plazo de los tres años transcurridos hasta 1948 ya no
quedaba nada. Si las perspectivas interiores seguían siendo buenas, aunque entreveradas de
una peculiar histeria anticomunista, el horizonte exterior se había nublado de forma definitiva.
Truman, en el momento en que le tocó dar el pésame a la viuda de Roosevelt, le
preguntó qué podía hacer por ella y ésta le contestó con idéntica pregunta. El presidente
fallecido había dejado como herencia a los Estados Unidos una mujer que era un político muy
poco práctico y un vicepresidente que era un político muy pragmático, pero al que nadie
parecía tomarle muy en serio, ni siquiera aquel que le había nombrado. Persona con capacidad
ejecutiva y decisoria, accesible y popular, Harry Truman tenía un curriculum nada
impresionante. Había fracasado en una empresa textil y eso le había hecho dedicarse a la
política, pero parecía un profesional de la misma a muchos años luz del presidente Roosevelt,
quien ni siquiera le conocía, y fue convertido en candidato porque Byrnes, su opción
preferida, parecía más peligroso para que triunfara su candidatura. Truman no estaba
preparado ni remotamente para la decisiva misión que tuvo que desempeñar en materia
internacional e incluso había sido marginado en tiempos anteriores de cualquier debate de la
administración norteamericana en torno a política exterior. Su única declaración en esta
materia, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, había consistido en decir que los Estados
Unidos tenían que estar en contra de cualquiera que triunfara, fuera Alemania o Rusia.
Patriota, concienzudo y poco brillante, Truman tuvo que enfrentarse con prudencia o con
imaginación, según los casos, a algunas de las más graves decisiones de política exterior de su
país en un momento decisivo. En su última comunicación con Churchill, Roosevelt le había
recomendado "minimizar" el problema con los soviéticos pero, en realidad, él mismo había
empezado a ser consciente de todas las dificultades para llegar a un acuerdo duradero con
Stalin. Roosevelt no era un ingenuo simplón en estas materias, tal como en ocasiones se le ha
retratado. Pero lo que, sin duda, resulta cierto es que Truman en diez días cambió mucho y
con brusquedad la relación norteamericana con la URSS. Asesorado por Harriman, el
embajador norteamericano en Moscú, en la primera conversación que tuvo con Molotov le
mostró tal dureza que el diplomático soviético aseguró que nunca había sido tratado así.
Político provinciano, Truman estaba convencido de que, a base de tratar a Stalin con
monosílabos, podría obtener de ellos mucho más que con condescendencia. En realidad Stalin
era bastante más prudente y proclive a la cautela respecto a la política exterior que a la
interior. Según Kennan, el primer elaborador de la doctrina de la "contención", la idea de una
Unión Soviética dispuesta de forma inmediata al ataque con Estados Unidos fue siempre, más
que nada, el producto de la imaginación. Pero la dura reacción norteamericana, una vez llegó
al poder Truman, tuvo como consecuencia multiplicar las sospechas de Stalin y su
inseguridad. Para él la bomba atómica tenía un efecto principalmente psicológico y, por eso,
sólo podía afectar a quien tuviera "nervios débiles". No le influyó, por tanto, de manera
especial la noticia de que el adversario tenía la bomba, lo que, además, ya conocía gracias a
sus espías pero, en cambio, se quejó de la brusca suspensión de los envíos de ayuda que la
URSS había venido recibiendo durante toda la guerra. De este modo puede decirse que en el
estallido de la guerra fría tuvo un papel decisivo la percepción que se tuvo del adversario.
Como veremos más adelante, además, ésta acabó afectando de forma muy destacada a la
evolución de la vida interna de los Estados Unidos. En la definición de una política respecto a
la guerra fría jugó un papel decisivo sobre Truman la fuerte influencia de un "establishment"
cuyas actitudes habrían de perdurar en el seno de la política norteamericana. Stimson, el
general Marshall -"el americano más grande en vida", según Truman-, Forrestal o Dean
Acheson, un arrogante diplomático, fueron sus figuras más destacadas y alguno de ellos,
como el último, duró hasta los años setenta en su influencia sobre la política exterior
norteamericana. Formaban parte de una élite cultivada que era consciente de lo mucho que
había luchado Estados Unidos para obtener la victoria y que deploraban el "apaciguamiento"
en el que se habían embarcado las potencias democráticas europeas hasta 1939. Para ellos
existía la absoluta necesidad de que los Estados Unidos fueran creíbles; además, estaban
convencidos de que disponían de todos los medios materiales, técnicos y humanos para
conseguir lo que quisieran. La conciencia de la necesidad de no ceder ante los soviéticos se
transmitió al presidente quien, en sus memorias, asegura sobre la actuación soviética en Corea
que "el comunismo ha actuado exactamente como Hitler y Mussolini habían actuado quince y
veinte años antes". Esa actitud de los dirigentes norteamericanos se mantuvo durante décadas.
Quienes ejercieron el poder cuando estalló la guerra fría no tenían nada de conservadores.
Truman podía ser elemental -"su lengua iba más deprisa que su cabeza", afirmaba Acheson-
pero era un demócrata progresista. A su madre le comentó que tenía un amigo que en veinte
años no había tratado a un republicano. "No se ha perdido gran cosa", repuso ésta. Los
primeros meses de 1946 supusieron un cambio en la política norteamericana sobre la URSS
pero no determinaron aún un giro definitivo. El gasto militar pasó de casi ochenta y dos mil
de millones de dólares a algo más de trece mil millones en 1945-7, una reducción
impresionante que denota la confianza en la paz. Ya en abril de 1946 habían sido
desmovilizados siete de los doce millones de hombres con los que Estados Unidos había
concluido la Guerra Mundial y pronto las Fuerzas Armadas sólo contaron con un millón y
medio de soldados. Es cierto que los Estados Unidos tenían en sus manos -de momento en
régimen de monopolio- el arma nuclear, pero las bombas atómicas exigían setenta hombres
para montarlas y los aviones erraban en ocasiones hasta kilómetros al lanzarlas. Además, ni
siquiera existía un número muy elevado. La política contraria a la guerra fría contó en Wallace
con un defensor entusiasta, aunque con el paso del tiempo acabara cambiando de postura.
Hombre religioso y conocido científico en materias agrícolas, representó la actitud contraria a
la ruptura con Rusia como consecuencia de una visión en parte ingenua pero también
aislacionista. Pretendió, por ejemplo, que los norteamericanos no tenían nada que hacer en el
Este de Europa como tampoco los rusos en Latinoamérica: eso le hizo aceptar, por ejemplo, el
golpe de Estado comunista en Checoslovaquia. Truman, en realidad, no le hizo caso pero le
mantuvo en su puesto ministerial como responsable de Agricultura, lo que pudo dar la
sensación de que estaba en parte de acuerdo con él. Fue un acontecimiento exterior el que
acabó decantando la cuestión: la guerra civil en Grecia provocó el definitivo decantamiento
hacia una neta política de resistencia en todos los frentes respecto a los soviéticos. Dean
Acheson formuló una tesis que luego, de un modo u otro, fue remodelándose con el transcurso
del tiempo. Consistía en partir de la base de que una cesión en apariencia mínima podría tener
como consecuencia una avalancha de desastres sucesivos. En su primera versión la fórmula
consistió en temer que una manzana podrida pudiera poner en peligro a todas las demás. De
ahí la llamada "doctrina Truman", es decir, el apoyo a los países que intentaran resistir a la
penetración comunista. Pero esta doctrina tuvo como contrapartida también la ayuda material
a esos países. Tal como lo explicó el general Marshall, que dio nombre al plan destinado a
cumplir ese propósito, "nuestra política no está dirigida contra ningún país ni doctrina sino
contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos". Cuando se pidió a los países
europeos que presupuestaran sus necesidades, adelantaron una demanda de casi dieciocho mil
millones de dólares. Quedaron reducidos, por parte de los norteamericanos, a algo más de
trece mil, entregados entre 1948 y 1952. Tuvieron una importancia decisiva, como veremos,
de cara a la reconstrucción de Europa. Marshall, inteligente y dotado de un espíritu práctico
envidiable, había propuesto no combatir el problema en que se encontraba Europa sino
resolverlo y, sin duda, lo logró.

- POLÍTICA INTERNA Y SOCIEDAD


En Estados Unidos, como en el resto del mundo, la paz había creado grandes expectativas de
transformación social. El liderazgo paternal y casi percibido como el de un profeta o un santo
de Roosevelt había creado la expectativa de una pronta vuelta a los programas del New Deal,
nada más concluir la guerra. El presidente había prometido una "ley de derechos económicos"
y la mayor parte de los liberales pensaban que volvería a sus programas de reforma social
gracias al incremento del gasto público (uno de los ensayistas más conocidos del momento,
Chester Bowles, había prometido una profunda transformación social a partir de estos
ideales). Sobre la conciencia de Truman también gravitó el hecho de que en los últimos meses
de la guerra había existido una protesta social grave, principalmente entre los mineros.
Aunque dudó considerablemente sobre la política a seguir, acabó por resumirla en veintiún
puntos con la denominación de Fair Deal. Se trataba de un conjunto de medidas
omnicomprensivas destinadas a promocionar un sistema de seguridad social y a favorecer a
los más desamparados. Al tratar de llevarlas a cabo, Truman se encontró con graves
problemas explicables por muy distintas razones. Su intento de que se aprobara una ley para
el fomento del pleno empleo en el Congreso fracasó y Truman se enfrentó pronto con
acusaciones de corrupción en el reparto de los cargos públicos. También fue incapaz de lograr
de la Cámara un servicio médico generalizado. El mayor problema para él resultó la
composición del legislativo que en 1945 estaba dominado por republicanos y demócratas
conservadores; además, y sobre todo, estaba ansioso de librarse de un liderazgo invasor y que
le reducía a comparsa como fue el caso de Roosevelt. Por otro lado, existía una rebelión en
buena parte de la sociedad norteamericana en contra del excesivo intervencionismo estatal
(por ejemplo, en los controles de precios). En 1947 y 1949, por ejemplo, el Congreso votó
reducciones de impuestos que, según Truman, eran injustificables. El enfrentamiento con el
legislativo le llevó al presidente a vetar muchas de sus decisiones, pero doce de los vetos de
Truman fueron superados finalmente por el legislativo, una cifra muy superior a la de
cualquier época anterior. El estilo provinciano de Truman y su conservadurismo fiscal, por
otra parte, le alejaron de los liberales relacionados con el mundo intelectual. Todo esto hizo
que en un plazo muy corto, precisamente en el mismo momento en que tenía que habérselas
con el estallido de la guerra fría, el presidente sufriera una grave impopularidad. En las
elecciones de 1946 los republicanos consiguieron una ventaja aplastante en las dos Cámaras
(246 republicanos frente a 188 demócratas y 51 frente a 45 en Congreso y Senado,
respectivamente). "Equivocarse es Truman" -decía la propaganda republicana con un mal
juego de palabras con el término "humano" ("human"). De este modo, cuando, en 1948,
Truman anunció su candidatura para la reelección presidencial pareció que tenía nulas
posibilidades. "Hubiera sido feliz -explica con sinceridad en sus memorias- sirviendo a mi
país como juez del condado". Todo parecía contra él: en su propio partido le salieron
candidatos alternativos cuando todavía estaba lejos de concluir su mandato. Proliferaron
también los candidatos independientes: uno de ellos fue el general Eisenhower a quien el
mismo Truman se lo propuso. Al comienzo de la campaña era imaginable que obtuviera tan
sólo un tercio del voto y la viuda de Roosevelt le quiso convencer de que retirara su
candidatura. Sin embargo, los estrategas demócratas le convencieron de que, a pesar de todo,
él podía obtener la victoria si conseguía resucitar la alianza que en su día hizo Roosevelt entre
diferentes grupos de interés, como negros, campesinos, pobres y grupos étnicos, coalición que
constituía la esencia misma del partido demócrata. Así lo hizo y su energía, unida a la
ineptitud de sus adversarios, acabó por darle la victoria. En sus memorias, Truman asegura
que "la mayor proeza fue ganar sin los radicales extremistas y sin el Sur". Wallace, al frente
de un partido progresista, hubiera podido ser un peligro de haber mantenido una postura más
realista en política exterior y de haber logrado el apoyo de los sectores más liberales del
partido demócrata. Pero no tomó en consideración ni siquiera el golpe de Estado en
Checoslovaquia (1948) y eso le quitó los votos del mundo intelectual y de los sindicatos,
donde el anticomunismo era un sentimiento bastante extendido. Un grupo denominado
"Americans for Democratic Action", al frente del cual estaba Eleanor Roosevelt, se opuso a
los progresistas por vincularlos con el partido comunista. El candidato republicano Dewey
siempre fue distante y demasiado confiado: un historiador le ha descrito como "tan excitante
como un trozo de tiza". El senador demócrata sureño Thurmond, con una candidatura
defensora de los derechos de los Estados, dividió el voto conservador mientras que, por su
parte, Truman hizo campaña en Harlem, lo que le dio más votos que los que perdió en los
Estados del Sur. No debe minusvalorarse tampoco lo largo y apasionado de la campaña del
presidente saliente. Sin embargo, ganó por poco: no consiguió algunas zonas habituales de los
demócratas y quedó por debajo del 50% del total del voto. Le apoyaron los sindicatos y las
zonas rurales pero, sobre todo, consiguió la victoria gracias a que los norteamericanos estaban
mucho mejor en 1948 que con anterioridad. Éste es un factor de primera importancia para
explicar la sociedad norteamericana de la segunda posguerra mundial. A lo largo del conflicto
se había producido un incremento del gasto público que multiplicó su cuantía por diez y que
provocó una extraordinaria prosperidad económica. Nada más concluida la guerra, un factor
decisivo para comprender el crecimiento estuvo constituido por el conjunto de facilidades
concedidas a los veteranos, una vez que regresaron de la guerra, en forma de préstamos para
vivienda, para iniciar negocios o reanudar sus estudios. Pero el crecimiento económico,
producto de la proyección de la etapa de crecimiento anterior, fue obra de la empresa privada,
de lo que el sociólogo Daniel Bell denominó como "la revolución de los conocimientos" y del
consiguiente incremento de la productividad. Hacer un coche costaba 310 horas de trabajo
pero en el plazo de 10 años ese tiempo se redujo a la mitad. Lo que importa de forma especial
es constatar el volumen de este progreso económico. Con el 7% de la población mundial a
fines de los años cuarenta, Estados Unidos tenía el 42% de la renta total: producía el 57% del
acero, el 62% del petróleo, el 43% de la electricidad y el 80% de los automóviles. Su renta per
cápita casi duplicaba a la de Suiza, Suecia y Gran Bretaña, ejemplos de países desarrollados.
En 1947-60 la renta per cápita creció tanto como en el conjunto de la mitad del siglo
precedente y el PIB creció un 250% durante ese mismo período. Todavía más importante que
todos estos datos cuantitativos son las realidades cualitativas, mucho más difícilmente
mensurables. Por ejemplo, la sensación de apertura de oportunidades al conjunto de la
sociedad y, en especial, a los más jóvenes: esto es lo que contribuye a explicar que éstos se
endeudaran, actitud que era incomprensible para sus padres que habían pasado por la crisis de
los años treinta. Pero, además, se debe tener en cuenta también la aparición, aunque fuera en
estado germinal, de industrias que estaban destinadas a un futuro extraordinariamente
prometedor. El primer computador data de 1946 y el primer transistor de 1947 por más que en
el mercado aparecieran mucho más tarde. La electrónica pasó en los tres lustros posteriores a
la finalización de la guerra de ser la industria que hacía el número cuarenta y nueve en los
Estados Unidos al cinco en el ranking total. La industria de los plásticos creció un 600%
durante el mismo período. El punto de partida de la Segunda Posguerra Mundial no había sido
tan optimista. Aunque en Estados Unidos nació y se desarrolló la civilización de consumo que
luego se transmitiría de forma sucesiva al conjunto del mundo en 1945, sólo el 40% de las
familias americanas era propietaria de sus casas; sólo un 37% pensaba que sus hijos tendrían
mejores posibilidades que las suyas y sólo el 46% de los hogares tenía teléfono. Pero las cosas
cambiaron de forma sustancial en el transcurso de sólo década y media. Un óptimo indicio del
cambio de mentalidad y, al mismo tiempo, un testimonio singular de la recuperación de la
posguerra fue el "boom" demográfico: en 1946 nacieron un 20% de niños más que en el año
anterior. En los cuarenta se incorporaron al censo diecinueve millones de americanos y en los
cincuenta la cifra ascendió ya a treinta millones. Como ya se ha sugerido, el "boom" fue el
resultado del retorno a la normalidad de los más viejos pero también de una actitud nueva de
los más jóvenes, menos preocupados por el posible cierre del horizonte de oportunidades.
Para estos jóvenes padres se convirtió en famoso (e imprescindible) el libro de un médico
pediatra, el Dr. Spock, uno de los más reeditados en los cincuenta. Si la Norteamérica de la
posguerra se caracterizó por el peso en ella de los niños, otro rasgo fundamental suyo es que
se convirtió en una sociedad suburbana. En los años cincuenta las ciudades crecieron seis
veces menos que los suburbios y si se construyeron trece millones de casas, de ellos once se
levantaron en los suburbios. Ya en 1960 el 60% de los norteamericanos eran propietarios de
sus casas en medios suburbanos. El fenómeno nuevo de la aparición de interminables
urbanizaciones de casas repetidas fue criticado por ensayistas y periodistas, porque parecía ir
acompañado por la monotonía arquitectónica y la radical despersonalización, pero no cabe la
menor duda de que la mayoría de los norteamericanos desearon este cambio que, por otro
lado, introdujo también cambios en la sociabilidad, fomentando la relación de barrio. Por otro
lado, este tipo de viviendas fue característico de una transformación social irreversible. De
acuerdo con el nivel de ingresos atribuidos a la clase media, se llegó a decir que ésta pasó
desde antes de la Segunda Guerra Mundial al final de los cincuenta del 30 al 60% de la
población. Se había producido, según el sociólogo Daniel Bell, la transformación de buena
parte del proletariado en "asalariado" o de los "blue collar" en "white collar". Esta
transformación vertiginosa de la sociedad se vio acentuada por la tradicional movilidad
geográfica: el 25% de los norteamericanos cambiaron de lugar de residencia una vez al menos
al año durante los años cincuenta. Pero desde el punto de vista de las expectativas de los
marginados y de los cambios que habrían de venir en el futuro, esa sociedad norteamericana
también resultó muy a menudo decepcionante. En 1945, los negros, las mujeres y los
sindicatos no hubieran querido volver al punto de partida anterior al comienzo de sus
reivindicaciones y vieron en la victoria bélica la posibilidad de un avance significativo en sus
reivindicaciones. Sin embargo, ya a comienzos de los años cincuenta se había producido una
inversión de tendencia hacia unos Estados Unidos cada vez más conservadores y poco
propicios a aceptar innovaciones. En 1944, por vez primera, un periodista negro fue admitido
en una conferencia de prensa presidencial. Además, a lo largo de la guerra, los negros
adquirieron una especial conciencia de su marginación, de manera especial aquellos que
fueron veteranos en el Ejército. Así sucedió a pesar de que esta institución no se caracterizaba
precisamente por su apertura en estas materias: la Armada sólo aceptaba a los negros en tareas
manuales y en el propio Ejército la discriminación duró hasta 1954. Pero no fueron sólo ellos
los que lucharon por sus derechos políticos: durante el período 1940-1947 el número de
negros censados en el Sur pasó del 2 al 12%. Habían desaparecido ya las muestras más
palpables de marginación -el analfabetismo en la población negra se situaba sólo en torno al
11%- pero la protesta se concentraba sobre todo en el Norte a pesar de que dos tercios de la
población negra vivía todavía en el Sur. Allí, en la práctica, las Administraciones estatales no
los admitían, por ejemplo, como jueces. No faltaban los casos más graves de violencia contra
la población discriminada; hubo aún linchamientos de negros en 1940-44 pero la cifra iba en
disminución. El mismo hecho de votar era peligroso. En el mismo año 1948 en que fue
reelegido Truman un veterano que votó en Georgia acabó asesinado. El presidente, antes de
serlo, aseguró en privado que no era partidario de las leyes contra los linchamientos pero que
tenía que cuidar el voto negro de su Estado. En un principio fue muy poco avanzado en lo que
respecta a la desegregación y sólo al final apoyó la existencia de un comité de derechos
civiles y acabó por ser el primer presidente norteamericano que se dirigió en un discurso a la
NAACP (la Asociación Nacional de Americanos de Color). Merece la pena señalar la
diferencia de su comportamiento con respecto a otra minoría, menor en número pero muy
influyente en el seno del partido demócrata: en lo que atañe al Estado de Israel alineó a los
Estados Unidos con los judíos y creó así una alianza férrea que duraría mucho tiempo. Lo
importante respecto a la discriminación es que en estos años, por vez primera, apareció la
conciencia de que era una situación inaceptable y contradictoria con los principios
fundamentales de la sociedad norteamericana. Ése fue el tema del libro del sociólogo Gunnar
Myrdal en An American Dilemma (1944) acerca de la desigualdad real entre blancos y negros.
No obstante, dos de las presunciones en que se basaba resultaron radicalmente falsas: la de
que los blancos llevarían la iniciativa en la tarea de combatir la discriminación y la de que los
negros acabarían por adecuarse a la forma de vida predominante entre los blancos. Sólo en los
años cincuenta empezó la llamada "música negra" a ser considerada como un ingrediente
imprescindible en la música popular. Después de haber desempeñado un papel de importancia
decisiva en la fuerza de trabajo durante la guerra, resulta lógico que la mujer no deseara
volver exclusivamente al hogar, pero la actitud oficial de la Administración y la de la mayor
parte de la sociedad fue más bien propicia a ese retorno. De acuerdo con la legislación se
consideraba que los veteranos debían sustituir a las mujeres que habían desempeñado un papel
tan sólo circunstancial y, en consecuencia, unos dos millones y cuarto de mujeres perdieron
sus empleos en el momento de concluir la Guerra Mundial. Aquellas que permanecieron en el
trabajo padecieron una evidente discriminación. El setenta y cinco por ciento de las mujeres
tenía trabajos tan sólo femeninos y, como media, la mujer no ganaba más que dos tercios del
salario masculino. A mediados de los años cuarenta el setenta por ciento de los hospitales no
querían médicos internos que fueran mujeres. En política sólo había ocho congresistas y una
senadora en el legislativo norteamericano. Todas las medidas tendentes a la igualdad laboral
de la mujer carecieron de los votos suficientes en el legislativo. Toda esta situación se explica
por un estado de conciencia muy arraigado, sobre todo en la población masculina. El sesenta y
tres por ciento de los hombres consideraba que las mujeres no debían trabajar si sus maridos
podían mantenerlas (sólo en 1973 la proporción fue ya en sentido inverso). A menudo, en las
revistas dirigidas al público femenino, se hacían afirmaciones como la de que "el hombre
moderno necesita a su lado una mujer pasada de moda". Años después, la femenista Betty
Friedan describiría la concepción del hogar como único horizonte vital para la mujer como, en
realidad, "un confortable campo de concentración". Los modelos de comportamiento sexual y
las referencias al ideal de belleza femenina remitían a ese recuerdo del predominio masculino.
En muchos Estados de la Unión era todavía ilegal vender medios para el control de la
natalidad. El modelo de belleza incluso cuando parecía transgresor -Rita Hayworth en Gilda-
ofrecía la complementaria imagen de la decencia convencional, Incluso la caracterización del
símbolo sexual por excelencia, Marilyn Monroe, fue la de una mujer ingenua en el fondo,
aunque pareciera otra cosa en ocasiones. Si los negros y las mujeres se vieron decepcionados
como consecuencia de la oleada de conservadurismo que se produjo en los años de la guerra
fría, en el caso de los sindicatos se produjo un manifiesto retroceso. En 1945 se partía de una
tasa de sindicalización muy elevada, próxima al treinta y cinco por ciento. Además, los líderes
sindicales manifestaban una decidida voluntad de llegar a una "democracia industrial" en la
que a los sindicatos les correspondiera un papel decisivo. Por otra parte, en los medios
industriales y políticos existió siempre un evidente temor a que los sindicatos cayeran en las
manos de radicales. Originariamente, los propios sindicatos vieron en Truman la actitud de un
presidente que parecía interesado en romper las huelgas. Sin embargo, cuando el Congreso y
el Senado votaron la Ley Taft Hartley (1947) cambiaron de opinión. La ley ponía dificultades
objetivas a los sindicatos, como crear períodos de enfriamiento de los conflictos, impedir la
afiliación compulsiva a un solo sindicato en un lugar de trabajo y suponer la obligación de
declarar los jefes sindicales que no eran comunistas. Truman vetó la ley pero su decisión fue
derrotada en las dos Cámaras del legislativo norteamericano. Hasta mediados de los
cincuenta, los sindicatos más radicales, que representaban un millón de afiliados, tuvieron
fuerte implantación comunista. Sin embargo, estaban condenados en la práctica a la
marginalidad y a convertirse en inviables porque los propios grandes sindicatos se enfrentaron
a muerte con ellos. Éstos fueron los aspectos menos positivos de una sociedad en que, como
en todas partes, las expectativas creadas durante la Guerra Mundial se vieron decepcionadas
en un elevado porcentaje. Pero esa sociedad tenía vertientes mucho más positivas. Aunque el
5% de la población era propietaria del 19% de la riqueza, era también una de las sociedades
de todo el mundo en que la movilidad social era mayor. Seguía siendo, además, una sociedad
muy estable. Homogénea -las leyes de la preguerra habían restringido severamente el número
de los inmigrantes- aparecía, además, caracterizada por actitudes conservadoras: hubo un
momento en el que la tasa de divorcios se aproximó a un tercio del número de matrimonios,
pero después de la guerra disminuyó mientras que crecía el peso social de la religión. Había,
además, aparecido a comienzos de los cincuenta una civilización del consumo. Pronto hubo
un coche por cada tres adultos y la compra para el consumo en el hogar empezó a llevarse a
cabo en los grandes supermercados suburbanos. En ellos era posible encontrar toda una serie
de novedades que parecían de ciencia-ficción para la generación anterior: el secador eléctrico
de ropa, el disco, la cámara Polaroid.
- LA HISTERIA ANTICOMUNISTA
Un aspecto de primera importancia para comprender los Estados Unidos de fines de los
cuarenta y los cincuenta es el fenómeno de la histeria anticomunista. No fue un fenómeno
nuevo, pues ya había existido tras la Primera Guerra Mundial, en 1919-1920. Además, nació,
en realidad, antes del final del conflicto e incluso del estallido de la Guerra Mundial. La
HUAC -"House on Unamerican Activities Comittee"-, es decir, el comité parlamentario para
perseguir las actividades "antiamericanas"- fue establecido en 1938 y en 1940 se aprobó la
Smith Act persecutoria de los defensores del comunismo; éstos eran los momentos en los que
el comunismo soviético parecía un aliado firme de los nazis. Sin embargo, fue en la posguerra
cuando todas esas actitudes se demostraron más peligrosas en la vida política y cultural
norteamericanas, porque tanto el FBI como la CIA, organismos que en teoría debían servir
para la defensa de las libertades personales, fueron empleados en sentido contrario de lo que
debía ser su propósito auténtico. Edgar Hoover, que estuvo al frente del primer organismo casi
medio siglo, se caracterizó por el empleo de procedimientos carentes de todo tipo de
escrúpulos. Obseso del orden y la rutina, apasionado por los rumores insignificantes, sobre
todo si se referían a la vida sexual de los presuntos subversivos, fue utilizado sucesivamente
por todos los presidentes norteamericanos. Truman, el primero de ellos, llegó a pensar que
"esto debe acabar" pero acabó por utilizar estos servicios. El temor al peligro comunista no
hizo otra cosa que crecer a partir de mediados de los años cuarenta y estaba ya consolidado en
1949, cuando la Administración tomó la decisión de construir la bomba de hidrógeno y llegar
a una nueva política general con respecto a la URSS. Una serie de incidentes, que tenían un
aparente fundamento pero que en realidad fueron muy exagerados, contribuyeron a una
histeria anticomunista que se trasladó al conjunto de la sociedad norteamericana. Ya en 1945
se planteó el asunto del periódico Amerasia, partidario de los comunistas chinos, al que se
descubrió que poseía documentación secreta. Vinieron a continuación los interrogatorios
públicos realizados por la HUAC a todo tipo de personas conocidas, principalmente
relacionadas con el mundo cultural y cinematográfico. Las comparecencias les parecieron a
muchos de quienes las sufrieron una especie de sucesión de llaves de judo: si, por ejemplo, los
interrogados recurrían a la quinta enmienda de la Constitución para no responder acerca de lo
que no eran más que sus relaciones personales con otros miembros de su profesión, ésa, para
quienes preguntaban, era la señal de que algo tenían que ocultar y, por lo tanto, entraban en
las listas negras que les impedían en muchos casos trabajar. En 1947 se produjo una agresión
en toda regla a Hollywood. Hubo personas que colaboraron con todo entusiasmo con el fervor
persecutorio anticomunista como Gary Cooper, Walt Disney o el, por entonces, actor Ronald
Reagan. Otras se negaron a responder y lograron el apoyo de artistas como Lauren Bacall,
Kathreen Hepburn o Danny Kaye. Algunas figuras del espectáculo como Frank Sinatra o Judy
Garland protestaron en contra de esos furores inquisitoriales. Pero quienes se habían negado a
responder, junto con otras 240 personas, fueron puestos en listas negras y sufrieron en mayor
o menor grado en sus carreras profesionales el hecho de haber tenido amistades
supuestamente poco recomendables, aunque la mayoría de ellos no tenían nada de
comunistas. Figuraron entre los presuntos subversivos personas como los actores Edward G.
Robinson y Orson Welles, el director de orquesta sinfónica Leonard Bernstein y el cantante de
música "folk" Pete Seeger. Desde 1948 hubo también expulsiones de comunistas de sus
puestos en todos los grados de la enseñanza; aunque sería exagerado decir que hubo un
auténtico terror por este motivo, se puede calcular que unos 600 profesores perdieron sus
puestos. Sobre el creciente anticomunismo de la sociedad norteamericana da cuenta el hecho
de que, en 1947, el 61% de los electores era partidario de la ilegalización del partido
comunista pero, sobre todo, la realidad de que auténticas fortunas individuales en el campo
político fueran conseguidas a base de esgrimir un anticomunismo. Este fue el caso de Mc
Carran, uno de los más conspicuos defensores del régimen de Franco en el Congreso
norteamericano. También Richard Nixon, el futuro presidente, se inició en la política
norteamericana con esta actitud, identificando incluso el antiamericanismo con la propensión
de que el Estado se entrometiera excesivamente en la vida de los ciudadanos, de modo que
una actitud muy característica del partido demócrata podía ser asimilada a una peligrosa
deriva hacia el comunismo. Nixon, por ejemplo, jugó un papel importante en el caso de un
funcionario prestigioso, Algernon Hiss, denunciado por un antiguo comunista Whittaker
Chambers. Ambos personajes eran la antítesis y todo parecía favorecer al primero desde el
punto de vista de su fiabilidad, pero acabó siendo condenado por perjurio a tres años de
cárcel, aunque nunca reconociera sus culpas. Casos como éste fomentaron la histeria
anticomunista porque dieron la sensación de que existía una conspiratoria penetración de
espías en los niveles más altos de la Administración norteamericana gracias a una fuerza
poderosa y tentacular. La verdad distaba mucho de esta descripción. En 1949 el partido
comunista era, en realidad, una fuerza despreciable y ni siquiera recibía ayuda alguna de la
URSS. Los dirigentes comunistas fueron finalmente procesados en 1951 cuando su influencia
había quedado reducida a la nada. En 1956 había 5.000 comunistas en Estados Unidos y el
número de agentes del FBI infiltrados en su interior era tan grande que, si hubiera querido, el
propio Edgar Hoover hubiera podido convertirse en su presidente. A estas alturas había
pasado ya el momento peor de la histeria anticomunista pero todavía no había desaparecido
por completo del horizonte quien quedó principalmente identificado con ella, el senador por
Wisconsin, Joe Mc Carthy. En realidad Mc Carthy fue un tardío llegado a este fenómeno pero
también quien más se benefició de él. En febrero de 1950, Mc Carthy denunció doscientos
supuestos casos de comunistas infiltrados que trabajarían en el Departamento de Estado. Era,
en realidad, un mentiroso patológico dispuesto a inventarse un pasado de héroe de guerra del
que carecía y fabular conspiraciones de las que nunca ofreció pruebas. Bebedor, con un escaso
balance positivo en su trayectoria en el Senado, necesitaba buenos argumentos para ser
reelegido. Su estrategia consistió siempre en argumentar a base de documentos que no
revelaba porque decía que eran secretos. Nunca identificó a un solo subversivo y, además,
éstos en realidad no le interesaban sino para armar ruido. Sus adversarios reales eran personas
pertenecientes al "stablishment" liberal de la costa Este, como Dean Acheson, de quien
abominaba de sus pantalones a rayas y su acento inglés. Pronto logró un apoyo populista entre
quienes pertenecían a medios sindicales y culturales muy distintos y veían en Washington una
administración lejana y prepotente. Lo que más llama la atención de Mc Carthy es el éxito que
logró pese a la endeblez de sus argumentos. Una encuesta aseguró, a comienzos de los
cincuenta, que el 84% de los norteamericanos le había oído y el 39% pensaba que sus
denuncias tenían al menos una parte de razón. Sin duda, tuvo el apoyo de Taft, la figura más
prominente de los republicanos conservadores, pero también el futuro presidente Kennedy
pensó que podía haber algo de verdad en sus acusaciones. Sólo en 1954, durante algunos
meses, las encuestas parecieron probar que una mayoría de los norteamericanos consideraba
que podía tener razón. Pero a estas alturas ya unas decenas de miles de personas habían
perdido sus puestos de trabajo, unos centenares fueron encarcelados, unos ciento cincuenta
fueron deportados y dos -los Rosenberg, acusados de ser espías a favor de la Unión Soviética-
fueron ejecutados, con motivos o sin ellos. Lo peor, sin embargo, del ambiente creado por la
histeria anticomunista fue que polucionó el debate político e impidió la difusión e incluso la
subsistencia de cualquier causa progresista que pudiera ser acusada, por remotamente que
fuera, de tener que ver con el comunismo. Como es lógico, la histeria anticomunista tuvo un
inevitable impacto en el mundo de la cultura. Hannah Arendt, en Los orígenes del
totalitarismo (1951), estableció una fundamentada identificación entre el nazismo y el
comunismo mientras que en la película La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) se
establecía una metáfora de los temores anticomunistas a través de unos seres extraños y
perversos de los que se temía que llegaran a apoderarse del mundo. En la alta cultura de estos
años un tema recurrente fue el enfrentamiento del individuo contra el sistema, como se
demuestra en la obra de Tenessee Williams o en Arthur Miller, pero también en los personajes
cinematográficos de actores como Bogart y Dean. Los años de la posguerra fueron también un
período de un extraordinario desarrollo de la educación en todos los niveles. Además, el
liderazgo norteamericano en muchas parcelas de la vida social se transmitió también al mundo
de la cultura. En los quince años posteriores a la Guerra Mundial el número de orquestas
sinfónicas se duplicó. Jackson Pollock, la figura más significada del expresionismo abstracto,
se convirtió en una especie de héroe nacional y Nueva York en la capital de las artes plásticas
contemporáneas, sustituyendo al París de otros tiempos. No obstante, fue la cultura popular
aquel terreno en el que la primacía norteamericana resultó más evidente y abrumadora. La
temprana difusión de la televisión convirtió a una de sus actrices, Lucille Ball, en personaje
tan popular como para competir en audiencia pública con Eisenhower el día en que éste tomó
posesión.

 LA URRS HASTA EL FINAL DEL ESTALINISMO


Cualquier aproximación a lo que significó el final de la Segunda Guerra Mundial para la
URSS debe partir de la constatación de hasta qué punto se había producido un cambio en ella
como consecuencia de su participación en el conflicto. El hecho resulta especialmente
significativo, teniendo en cuenta el punto de vista de su localización en el sistema de
relaciones internacionales. Cuando la guerra de 1939 estalló, la URSS era una de las siete
grandes potencias del mundo; en 1945, era una de las dos superpotencias que dominaban el
globo. Antes de la guerra no tenía amigos ni aliados, sino que era una especie de paria en la
escena internacional. Incluso se podía pensar que el régimen no perduraría después de una
crisis como la de las purgas de los años treinta, de la que podía pensarse que había supuesto la
liquidación de una buena parte de su clase dirigente. Después de la guerra, sin embargo, no
sólo fue patente el hecho de que iba a perdurar, sino que sus adversarios la temieron como una
superpotencia que ponía en peligro la estabilidad del mundo. La guerra constituyó la gran
prueba para medir el vigor del sistema político porque, antes de 1939, Stalin y los suyos eran
perfectamente conscientes de que la revolución tan sólo se había impuesto gracias a la derrota
militar durante la anterior Guerra Mundial. Hasta los años treinta, en realidad el dirigente
soviético nunca se interesó por la política exterior; desde 1945, en cambio, no pudo dejar de
hacerlo. En definitiva, todos estos datos revelan que la Segunda Guerra Mundial marcó un
giro decisivo en la Historia de la URSS. Pero, como es lógico, permaneció una constante, que
fue el sistema soviético tal y como había sido moldeado por Stalin durante los años veinte y
treinta. Durante esas décadas, gradualmente había transformado las legiones de
revolucionarios en un ejército de burócratas que había impuesto un rígido esquema ideológico
sobre el conjunto del país, sin detenerse en el hecho de que la imposición de esa doctrina
podía suponer -como realmente sucedió- la supresión de millones de seres humanos. A través
de la presión producida por un terror constante, una presión totalitaria sobre el conjunto de la
sociedad y una seudocultura instrumentalizada por la política, Stalin creó una especie de fe
irracional, casi religiosa en su persona y en el sistema. La propaganda le presentó como el
alumno más distinguido de Lenin, algo que nunca fue. Aunque muy pronto desempeñó un
papel creciente en la vida soviética, lo cierto es que en el comienzo de la etapa revolucionaria
ni siquiera había sido un personaje decisivo. Con el paso del tiempo, sin embargo, llevó a
cabo una conversión del leninismo en una fórmula cuasirreligiosa, simplificada en forma de
catecismo. Se sintió obligado, en consecuencia, a elaborar estudios teóricos sobre los aspectos
más variados, aunque de ellos lo que tiene un cierto interés apenas es un centenar y medio de
páginas. Al mismo tiempo, no cabe la menor duda de que el estalinismo fue una
simplificación del leninismo, pero en éste ya había todos los componentes de un ideario
totalitario. Como Hitler, Stalin no fue propiamente un teórico, sino una persona capaz de
reducir una teoría a unas cuantas ideas elementales, capaces de recibir el apoyo de las masas.
Mérito indudable de Stalin fue haberse adaptado a las circunstancias creadas por la Guerra
Mundial. Cuando se produjo la invasión alemana, Stalin fue el primer sorprendido: su
reacción ha sido descrita, muy justamente, por Kruschov como dominada por la parálisis, de
la misma forma que un conejo atacado por una boa. Su radical imprevisión costó a los
soviéticos un número de bajas superior al de los efectivos de la totalidad del Ejército alemán
del Este. En los meses iniciales del conflicto, estuvo muy próximo al desastre militar absoluto.
En los cinco primeros, la URSS estuvo a punto de desaparecer y algo así pudo suceder incluso
hasta la batalla de Stalingrado, que constituyó el verdadero punto de inflexión del conflicto.
Pero Stalin acertó, no obstante, en la forma de presentar la guerra ante su propio país,
planteándola como una reedición de la resistencia a la invasión napoleónica de 1812 y
excitando los sentimientos nacionalistas de la población. Incluso llegó a modificar de forma
sustancial las relaciones con la Iglesia ortodoxa rusa: de los 163 obispos existentes antes de la
revolución, sólo quedaban siete, tras el terror y las activas campañas de propaganda
antirreligiosa lanzadas por el poder. Pero el dictador consiguió no sólo la colaboración de los
dirigentes religiosos sobrevivientes, sino incluso la excomunión de quienes colaboraran con el
adversario alemán. Los valores militares -y los correspondientes uniformes- aparecieron en
primerísima fila en las ceremonias del régimen, hasta el punto que Stalin asumió la condición
de mariscal y recibió el título de "generalísimo". Desde el punto de vista cultural y
propagandístico, se promovió una literatura patriótica muy prosaica, pero también muy
efectiva. Pero no sólo gracias a la excitación de los sentimientos patrióticos rusos consiguió
Stalin la victoria, sino que a ella contribuyó también de una manera decisiva una combinación
entre la transformación, en sentido de aparente moderación, de los principios rectores del
régimen y el más crudo terror tanto en la retaguardia como en la línea de combate. La guerra
se ganó, en efecto, en gran parte gracias a una moderación de los principios revolucionarios.
El responsable de la agricultura, Voznezenski, promovió concesiones a los campesinos que
permitieron aliviar las dificultades del aprovisionamiento. Al mismo tiempo, sin embargo,
Stalin empleó idénticos procedimientos a los que le habían servido para decapitar la
oficialidad del Ejército poco antes de la guerra. Solamente entre los años 1941 y 1942,
157.593 soldados soviéticos (el equivalente a seis divisiones) fueron condenados a muerte por
haber eludido la resistencia ante el invasor alemán. No sólo sucedió así en el frente: durante
las semanas en que el Ejército alemán pareció poder conquistar Moscú, se realizaron
centenares de ejecuciones en retaguardia. Otro aspecto del terror consistió en los traslados
-incluso de más de medio millón de personas a la vez- decididos en ocasiones en una única
sesión, en la que solamente se tomaba nota del número de las personas y las nacionalidades
afectadas. En 1941, primero, y en 1943-4 después, Stalin ordenó la deportación hacia el Este
de nada menos que ocho nacionalidades enteras que tenían su propia organización
administrativa en el seno de la URSS. Ya antes había empleado medidas como éstas, pero
nunca lo había hecho a tan gran escala. El territorio que estas naciones ocupaban en el espacio
de la URSS era semejante al de Albania y Checoslovaquia juntas (más de ciento cincuenta mil
kilómetros cuadrados) y el número de personas trasladadas llegó a alcanzar la cifra de un
millón y medio, de las que murió un tercio; pero alguna de estas naciones, como los tártaros
de Crimea, llegó a perder la mitad de sus efectivos humanos. En realidad, sobre estas naciones
sólo pendía la sospecha de una posible carencia de fidelidad a la URSS que no parece haber
estado justificada sino en algún caso muy concreto, como el de los alemanes del Volga. De
estas deportaciones masivas sólo llegó a tenerse noticia al final de los años cincuenta, cuando
cinco de estos pueblos fueron rehabilitados. Desde un punto de vista militar, no cabe atribuir a
Stalin de forma directa una responsabilidad en el desarrollo de las operaciones que se
pusieron en marcha. No fue nunca un líder militar sino un político que tomaba decisiones
militares con una radical ausencia de preocupación por las bajas que pudieran producirse. Así
se explican esos ataques frontales y masivos que hubieran sido inconcebibles en otros
Ejércitos. El soviético acostumbró a realizar operaciones complejas en todo un grupo de
frente sometidas a un proyecto único y coordinadas de acuerdo con un objetivo final pero, en
general, se trató de propuestas surgidas de su Estado Mayor y no concebidas por Stalin. Éste,
tan sólo en 1943 se desplazó a la línea del frente. En general, fue siempre muy remiso a viajar
a un lugar lejano a su residencia habitual (o a emplear el avión para hacerlo). De ahí la
dificultad que tuvieron los dirigentes aliados para reunirse con él. Otro factor decisivo en la
victoria de la URSS en la guerra radica en la actitud de su adversario. El peligro para el
sistema soviético todavía hubiera sido mayor, en el caso de que Hitler hubiera optado por una
política más adecuada para fomentar la fragmentación de la URSS, pero el Führer, que
consideraba simplemente como "subhombres" a los eslavos, no pasó de considerar a Rusia
como un país merecedor tan sólo de esclavitud, en el que únicamente los señores alemanes
estarían capacitados para disponer de armas. Hubiera bastado con aprovechar la tendencia a la
fragmentación de la URSS para que la situación le hubiera resultado mucho más favorable.
Aun así, el Ejército alemán contó con un millón de combatientes reclutados entre disidentes
políticos o nacionales. Los aliados aceptaron al final del conflicto que esos combatientes al
lado de los alemanes fueran obligados a reintegrarse a la URSS, con las previsibles
consecuencias en forma de fusilamientos masivos que les esperaban. Menos aceptable aún
resulta el hecho de que dos millones de civiles se vieran obligados a seguirlos; se ha calculado
que tan sólo una quinta parte de ellos no sufrió sanciones tras su regreso. En el momento de la
victoria, no obstante, el terror no parecía tan omnipresente como en el pasado. Nunca desde la
revolución, el poder soviético tuvo a su favor tantas adhesiones como después de la Segunda
Guerra Mundial, principalmente por el aflojamiento de las medidas colectivizadoras y la
exaltación de los ideales patrióticos. En 1945, el pueblo soviético esperaba un cambio total en
lo político y también en lo material como consecuencia de la victoria. En esa fecha, en efecto,
el régimen hubiera podido llevar a cabo una especie de reconciliación civil con el conjunto de
la sociedad, tras el enfrentamiento que él mismo había provocado en los años veinte y treinta;
a fin de cuentas, la victoria había sido la consecuencia de un gran esfuerzo colectivo. Así lo
explicó buen número de personalidades independientes del poder político: según el escritor
Pasternak, los soviéticos vivieron la Guerra Mundial como un presagio de liberación y el
físico Sajarov ha escrito que "pensamos todos que el mundo de la posguerra sería soportable y
humano". Pero, en realidad, lo que se produjo fue un restablecimiento de la situación previa,
si bien con especiales características debidas a las circunstancias.

-REFORZAMIENTO DE LA DICTADURA
La guerra fue una auténtica catástrofe para los soviéticos en un grado aún mayor que para el
resto de la Humanidad, como lo prueban los datos estadísticos. Se pudo calcular, en efecto,
que durante el conflicto hubo dieciocho millones de muertos soviéticos, de los que siete
fueron militares muertos en el campo de batalla; otros cómputos elevan el número de muertos
hasta veintiséis millones. Otros datos no cuantitativos resultan todavía más expresivos que los
que se derivan de las cifras de bajas: los niños que vivieron el sitio de Leningrado, por
ejemplo, no pudieron nunca olvidar la experiencia padecida. La guerra, por otro lado, había
estado acompañada de desastres económicos graves. La producción agrícola se redujo a la
mitad y la producción de acero permaneció a un nivel todavía inferior. El hambre se instaló en
la URSS durante la posguerra y, en 1947, debió reintroducirse la cartilla de racionamiento. Un
total de más de veinte millones de personas habían perdido sus hogares. El hecho de que la
URSS incrementara su extensión y su número de habitantes supuso, en realidad, más bocas
que alimentar y en este sentido se puede decir que la victoria tuvo como consecuencia una
multiplicación de las dificultades inmediatas, aunque también supusiera un engrandecimiento
nacional. La guerra "patriótica" proporcionó a la URSS un Imperio en el exterior, pero
mantuvo la sensación entre sus dirigentes, entre ellos de forma singular el propio Stalin, de
que el régimen era demasiado débil aún como para que pudiera disminuir su presión totalitaria
sobre el conjunto de la población. La realidad es que verdaderamente el país tan sólo quería
curarse de sus heridas mientras que la situación interior se caracterizaba por la estabilidad.
Pero en la zona Oeste, la población había quedado sometida a la influencia de ideas venidas
del exterior. Esto, junto con el hecho de que durante el período bélico se debería haber
aflojado la tensión precedente, le dio a Stalin la impresión de que su trabajo de los años treinta
había quedado destruido. Lo que intentó entonces el líder soviético fue reconstruirlo. Pero el
tono de esta reconstrucción fue muy diferente de la época anterior. A fin de cuentas, con todo
lo que tuvo de violencia y represión, lo sucedido en los años treinta había sido una aventura
revolucionaria. Al final de los años cuarenta, lo que se produjo no fue de hecho otra cosa que
una restauración. Merece la pena recordar, en efecto, que la misma denominación de
instituciones como el Ejército, el Partido comunista y el Consejo de ministros se volvió más
convencional y se sustituyeron denominaciones más propias de la época revolucionaria
(como, por ejemplo, Fuerzas Armadas Revolucionarias, Partido bolchevique o Consejo de
comisarios del pueblo). Por eso, supuso un menor grado de violencia en términos relativos,
pero, al mismo tiempo, ésta fue más gratuita e innecesaria que en cualquier otro momento del
pasado. Como se ha indicado, el final de la guerra en absoluto supuso la desaparición de la
violencia física o del terror policial, sino que las medidas de este tipo se recrudecieron. Hay
que tener en cuenta, en primer lugar, que había extensas zonas del país en las que el control
del Ejército soviético no se había establecido de forma definitiva o en las que era preciso
asentar el poder del régimen porque se trataba de nuevas incorporaciones territoriales. En tan
sólo el mes de marzo de 1946 más de ocho mil "bandidos" fueron liquidados en Ucrania;
aunque no puede negarse la posibilidad de que hubiera bandidismo por motivos sociales, lo
más probable es que se tratara de guerrilleros independentistas. La pacificación de Ucrania se
extendió hasta 1950, al tiempo que se mostraban profundos problemas agrarios en toda esta
república. Por su parte, los cálculos hechos acerca del número de personas que fueron
desterradas de los Países Bálticos inmediatamente después de la guerra oscilan mucho, desde
las cien mil hasta las seiscientas mil personas, pero de cualquier modo las cifras resultan muy
elevadas. En los campos de trabajo y en las colonias había en marzo de 1947 unos dos
millones y medio de personas, pero a esta cifra hay que sumar los prisioneros propiamente
dichos, condenados por delitos y encarcelados en prisiones, en las que a menudo no disponían
de más de dos metros cuadrados por persona. En total, la cifra de condenados llegaría a unos
cinco millones de personas, pero de acuerdo con otros cómputos pueden haber sido hasta unos
ocho millones los confinados de una u otra manera en zonas inhóspitas. Existen testimonios
concretos de cómo este terror policial se puso en marcha de cara a la población y de la
nimiedad de los motivos por los que podían recibirse las penas. Un oficial de artillería que
había criticado en cartas privadas algunos aspectos del sistema político fue condenado a ocho
años de trabajos forzados: se llamaba Alexander Solzhenitsyn y, con el tiempo, habría de
convertirse en famoso escritor y narrador de la vida en lo que denominó como "el
archipiélago Gulag". Los prisioneros soviéticos hechos por los alemanes habían sido tratados
pésimamente pero, una vez se les repatrió, muchos de ellos fueron enviados a campos de
concentración, aunque sólo fuera por haber tenido contacto con un mundo considerado
pernicioso. Un joven que cortejaba a la hija del dictador sufrió cinco años de deportación "por
ser espía británico" cuando, en realidad, durante la guerra no había hecho otra cosa que
mantener un contacto profesional imprescindible, y aun ordenado por sus superiores, con
oficiales de un país que era aliado de la URSS. Todo esto, como es lógico, tenía mucho que
ver con el permanente temor de Stalin al contacto con el exterior. Mientras se producía esta
primera restauración del régimen dictatorial, tenía también lugar la normalización de la vida
material de la URSS. En el ritmo y el contenido de la misma hubo considerables diferencias.
La reconstrucción industrial fue relativamente rápida. En 1948 se consiguió alcanzar el nivel
productivo de 1940 y en 1952 se habían doblado las cifras de las producciones más
importantes. Los inconvenientes más señalados los sufrió la industria de consumo, de modo
que sólo en 1952 se recuperaron los niveles de preguerra. El desarrollo seguía basándose, por
tanto, en la acumulación de los esfuerzos en la industria pesada, pero eso tuvo graves
inconvenientes en la vida del ciudadano. En 1948, el salario real se situaba en el índice 45
para 1928 = 100; en 1952, llegó hasta el 70, todavía muy lejano de la preguerra. Los esfuerzos
para lograr una industrialización militarizada los pagó, por tanto, el ciudadano. De otro lado,
la situación de la agricultura resultó, como fue siempre habitual en la URSS, mucho más
difícil de abordar y conseguir darle una solución que implicara un crecimiento semejante al
industrial. En 1950, apenas se llegó a una producción agrícola semejante a la de preguerra,
mientras que el ganado era inferior en un 16-18% a las cifras precedentes. Los dirigentes
políticos soviéticos tuvieron que ser tolerantes con respecto a los agricultores privados,
especialmente en las zonas recién incorporadas al mundo soviético, como los Países Bálticos.
En la dirección hubo amplias discusiones sobre los procedimientos de organización social de
la producción. El "zveno" suponía de hecho dejar la iniciativa a las familias en el cultivo, lo
que implicaba una especie de tolerancia respecto a la agricultura privada. Sin embargo, a
partir de 1950 la utilización de las brigadas de trabajo, unidades mayores, supuso un mayor
grado de colectivización. A pesar de ello, los reclutamientos de comunistas en el mundo rural
se mantuvieron en unas cifras bajas, lo que parece un buen testimonio de la resistencia ante el
partido. En 1951, Kruschev defendió la creación de "agrovillas", especie de centros urbanos
en el medio rural, donde viviría la población dedicada a obtener rendimientos del campo
utilizando los medios proporcionados por una colectivización total. Ésta, sin embargo, fue
siempre una fórmula que resultaba de muy difícil aplicación, por el simple hecho de que no
había medios para construir tales ciudades. El proyecto resulta interesante, porque denota el
persistente interés del poder por impulsar una colectivización muy mal aceptada por el medio
rural. Al mismo tiempo que se reconstruía la vida material del país, se reelaboraba también la
fundamentación ideológica del régimen. Ya hemos visto los procedimientos utilizados para
asimilar a las nuevas incorporaciones territoriales a la URSS. En la posguerra se mantuvo e
incluso se acrecentó la exaltación de lo ruso. Rusia aparecía designada en los textos oficiales
como "la nación dirigente de la URSS" y era presentada como una especie de "hermano
mayor" de la Federación, mientras que, al mismo tiempo, se producía el repudio sistemático
de los llamados "nacionalismos burgueses". En realidad, pese a que habían desaparecido las
causas mínimamente objetivas para argumentarlas, prosiguieron las deportaciones de pueblos
enteros por sospecha de infidelidad. En 1946, fueron deportados chechenos, ingushetios y
tártaros. La república autónoma de los dos primeros pueblos fue borrada del texto de la
Constitución -e incluso de todos los textos oficiales- y Crimea se vio convertida en una
región, cuando hasta entonces había sido una república autónoma. Se produjeron pocas
protestas contra esta política centralista y rusificadora, pero en ocasiones resultaron sonadas,
aunque nuestro conocimiento de ellas es limitado. Parecen haber sido especialmente
significativas en la república federada musulmana de Kirghizia durante los años cuarenta y en
Georgia en 1952. Se dio la paradoja de que la Constitución soviética fue modificada en 1946
para permitir la entrada de Bielorrusia y Ucrania en la ONU como miembros de pleno
derecho, pero los puestos clave en el partido y en las fuerzas de seguridad siguieron estando
en ambos países controlados por elementos rusos. Junto a la centralización, otro rasgo muy
característico de la restauración de la posguerra fue el culto a la personalidad. En los años
finales de su vida Stalin, acentuó sin justificación alguna sus pretensiones de ser un gran
teórico, quizá con la idea de perdurar en el futuro como tal. Eso es lo que explica que veinte
millones de ejemplares de obras suyas fueran difundidos y que, entre 1945 y 1953, se
escribieran unas quinientas cincuenta obras acerca de sus aportaciones doctrinales en los más
diversos campos. A diferencia de Mao, no se hizo proclamar a sí mismo "el poeta más grande
de los tiempos modernos", pero, cuando se procedió a modificar el himno nacional de la
URSS, la letra hizo alusión a su persona y no, en cambio, al propio Partido Comunista. En el
terreno histórico, se estableció una muy poco disimulada comparación entre la figura de Stalin
e Iván el Terrible, manifiesta, a título de ejemplo, en una película realizada por el conocido
director Eisenstein, a la que, sin embargo, el dictador opuso varios reparos. De acuerdo con
esta interpretación, al igual que en el caso de aquel zar, las informaciones venidas de fuera
sobre el personaje serían puras y simples difamaciones mientras que las peculiaridades de lo
sucedido en ese momento de la Historia se explicarían por hallarse Rusia rodeada por
enemigos de todo tipo. La dureza empleada por el zar habría sido una exigencia derivada de la
imprescindible construcción de un Estado nacional, mientras que las masacres y otros excesos
que habrían tenido lugar habrían sido ignoradas por el propio Iván. Así, la comparación, como
puede comprobarse, resultaba claramente exculpatoria para Stalin. Otro aspecto de la
restauración de la dictadura consistió en apartar de cualquier responsabilidad política a
quienes pudieran hacer sombra al propio Stalin. El Ejército soviético estaba aureolado por el
prestigio de la victoria y potencialmente podía convertirse en un cuerpo social autónomo. El
mariscal Zhukov era, para la población, no sólo quien había defendido Moscú sino el que
había conquistado Berlín. El Ejército no había tenido nunca en Rusia una tradición
directamente intervencionista en la política, pero sí había tenido un destacable grado de
influencia sobre los cambios producidos en este terreno. En consecuencia, lo primero que
Stalin hizo una vez acabada la guerra fue poner al Ejército en su sitio: por ello, hizo
desaparecer del panorama público el mariscal Zhukov. Los procedimientos seguidos para
anular el peligro de una influencia militar consistieron en la integración del Ejército en el
partido, la separación de los jefes militares, relegados algunos de ellos a guarniciones lejanas,
y la despersonalización en las explicaciones emocionales acerca de la guerra. La batalla de
Berlín fue atribuida a Stalin y no a Zhukov, en flagrante violación de la veracidad histórica.
Finalmente, también en materia cultural se produjo una restauración, consistente en someter
todas las ciencias -e incluso la creación literaria o artística- a los principios del marxismo-
leninismo en su versión estalinista. Zdanov fue el representante más caracterizado de esa
voluntad de radical intervencionismo de la política en la cultura y el encargado de que se
llevara a cabo. En el terreno de la creación, los máximos extremos de este fenómeno fueron la
oda al plan forestal que se vio obligado a componer Shostakovich y la frase de Mandelstam en
la que afirmaba que en ningún otro país se daba tanta importancia a la poesía como en la
URSS, "pues se podía morir como consecuencia de un verso". La poetisa Ajmatova, cuyos
dos maridos sucesivos habían sido eliminados por Stalin, fue considerada heterodoxa por su
supuesta literatura "decadente". En realidad, cualquier fórmula que se identificase con la
dedicación exclusiva a los propios sentimientos y se alejara de la fórmula estereotipada del
"realismo socialista" podría sufrir idéntico destino. Prokofief y Shostakovich fueron, en
consecuencia, convocados para dar lecciones de música "comunista". Finalmente, los dos,
junto con Jachaturian, fueron condenados, acusados de mantener tendencias "decadentes". La
"zdanovtchina", es decir, la influencia del dirigente comunista Zdanov sobre el mundo
intelectual, nació también de un temor profundo ante la atracción que los integrantes del
mismo sentían por el mundo cultural e intelectual de Occidente. En consecuencia, se
produjeron duros ataques del mundo oficial contra el formalismo o el esteticismo como
expresiones contrarias al "espíritu de partido" o demasiado vinculadas con el mundo
occidental y, sobre todo, desde de 1949 se condenó el "cosmopolitismo". Lo verdaderamente
nuevo de este período del estalinismo, con respecto a la preguerra, fue, en efecto, la radical
hostilidad a cuanto significara contacto con el exterior y, en especial, con Occidente. Stalin
convirtió, así, el "cosmopolitismo" no sólo en algo a evitar o en un defecto, sino incluso en un
delito perseguible y penable por la autoridad. En el terreno científico, se procuró la
identificación absoluta con la ortodoxia política de las más variadas teorías científicas. En dos
terrenos concretos el intento de hacerlo fue particularmente acerbo. En la lingüística, el propio
Stalin intervino en contra de Marr, un especialista que había muerto hacía quince años y cuya
ortodoxia era tanta que había defendido la tesis de que la lengua era un fenómeno de clase. En
botánica, Lyssenko tuvo a su favor, desde el punto de vista de los intereses del régimen, el
hecho de que prometía una excepcional capacidad de desarrollo futuro para la agricultura
soviética. En realidad, se trataba tan sólo de un detractor de las leyes mendelianas a las que
calificaba de "burguesas". Sus teorías eran puras patrañas nacidas de otorgar a los
fundamentos del marxismo-leninismo una virtualidad en materias botánicas, de las que
carecía por completo. Lo que sorprende no es tanto que este tipo de personajes pudiera existir,
como que sus tesis fueran aprobadas y luego promovidas por el Comité Central o el secretario
general del partido como la única fórmula compatible con la ortodoxia. El propio Stalin
polemizó sobre cuestiones de lingüística con los especialistas y patrocinó supercherías como
las de Lyssenko. Por la misma época atribuyó a Rusia, con nulo fundamento, la mayor parte
de los inventos de la ciencia moderna. Ésa es la mejor prueba de que el nacionalismo estuvo
muy vinculado con los propósitos de restauración ideológica. Hubo también discusiones en
materia económica sobre las perspectivas de desarrollo del capitalismo. El economista Varga
defendió la idea de que el sistema capitalista se había readaptado, por lo que no cabía esperar
un inminente colapso del mismo y que no pretendía mantener al mundo comunista en una
situación de perpetua tensión. El propio Stalin respondió a estas tesis en 1952. Más que
discutir las tesis de fondo de Varga -que eran evidentes pero que parecían poner en cuestión la
actitud del régimen ante la guerra fría- afirmó que la URSS debía aprovechar el momento en
que la presión capitalista era menor para avanzar a pasos agigantados en su desarrollo
económico. Las tesis de Varga fueron condenadas pero, a diferencia de lo que hubiera
sucedido en los años treinta, quien las había enunciado no fue liquidado. Este dato mismo
tiene importancia como indicio. Los años que mediaron entre 1945 y 1950 vieron en la URSS
una curiosa mezcla de reajustes hacia una restauración de la dictadura idéntica a la preguerra
y de tolerancias. No hubo un sistema de terror tan absoluto como en los años treinta y eso
tuvo como consecuencia que algún discrepante, como Varga, pudiera sobrevivir. Pero, con el
paso del tiempo, la tendencia manifestada fue hacia un retorno a la dureza dictatorial. Así se
aprecia en la vida interna del partido y en lo que podemos intuir merced al conocimiento de
las luchas en el seno de la clase dirigente. En la posguerra tuvo lugar una transformación del
PCUS que había crecido mucho: debió ser purgado y, a continuación, a partir de 1947 se le
dejó crecer de nuevo pero sometido a muchos más filtros. A los miembros del partido se les
exigió, ante todo, un talante personal basado en la lealtad. El partido "no necesitaba talento
sino fidelidad", dijo Stalin, en una frase que resulta muy expresiva de su mentalidad y de las
características de su régimen. Mientras tanto, continuaban las luchas en el seno de la dirección
del PCUS, aunque ahora quien resolvía era siempre Stalin. En la posguerra, los antiguos
dirigentes -como Molotov y Kaganovich- perdieron influencia frente a los nuevos, como
Malenkov. Personalidad dotada de gran capacidad administrativa, en 1946-7 perdió a su vez
influencia paralelamente al ascenso de Zdanov pero, cuando éste murió, en 1948, recuperó su
poder y, en alianza con Beria, consiguió la liquidación de los seguidores de su adversario. Si
en este enfrentamiento cabe descubrir una sucesión de alternativas, en otro -el desplazamiento
de la generación mayor- resulta mucho más clara la tendencia general. En 1949, Molotov,
Vorochilov y Mikoyan perdieron sus carteras. La mujer de Molotov, acusada de sionista, fue
detenida, torturada y enviada a Siberia. Pero si Stalin se apoyaba en la nueva generación,
quería mantenerla dividida. Kruschov fue promovido para evitar que la influencia de
Malenkov resultara indiscutida. El sistema estalinista seguía siendo el mismo que en la época
de las purgas de los años treinta, pero ahora éstas no se llevaban a cabo en el conjunto del
partido, sino que tan sólo afectaban al núcleo dirigente y eran menos sangrientas que antes. La
línea de tendencia en la evolución política se puede reconstruir partiendo de que a partir de un
determinado momento se resolvió el titubeo entre el recuerdo de las concesiones de la época
bélica y la restauración de la dictadura de los años treinta. En 1950, todas las concesiones a la
población fueron ya superadas. Voznesenski, defensor de una estrategia de tolerancia con
respecto a los campesinos, fue eliminado y a continuación fusilado, sin que se sepa a ciencia
cierta si ello fue debido a la postura que había mantenido. Era la primera vez, después de las
grandes purgas, que un miembro del Politburó era condenado a muerte y eso mismo ya
supuso una advertencia para todos los dirigentes. Al mismo tiempo, se aplicaba una
conversión del rublo, que sirvió para que los campesinos perdiesen los beneficios que habían
obtenido de sus ventas en el mercado negro. A estas alturas, la URSS había superado el nivel
de producción de la preguerra en sectores clave, como el carbón, el hierro, el acero, el
petróleo y la electricidad. En 1949, la URSS dispuso de una bomba atómica rudimentaria y en
1953, de un prototipo de bomba de hidrógeno. Tenía, al mismo tiempo, problemas muy
agudos en el campo: la cosecha de 1952 tuvo un nivel inferior a la de 1929, que, a su vez,
había sido inferior a la de 1913. Pero ya la URSS se había convertido en una superpotencia
mundial, con intereses en todos los puntos del globo.

-POLÍTICA EXTERIOR DE STALIN


Aunque en otro lugar se tratará acerca de la evolución entre los dos mundos en que quedaron
divididos los antiguos aliados hasta 1945, es necesario considerar de forma somera algunos
aspectos fundamentales de la posición soviética respecto a estas cuestiones. En consecuencia,
lo primero que resulta preciso es abandonar las opiniones simplificadoras. Ni Stalin estaba
dispuesto a emprender una expansión sin límites, siempre al borde del estallido de una guerra
mundial, ni fue posible en ningún momento una verdadera paz entre los países con
instituciones democráticas y la URSS. Lo que caracterizó a Stalin desde el punto de vista de
las actitudes básicas respecto a la política exterior fue una mezcla muy particular de ideología,
paranoia, dureza de fondo, expectativas carentes de fundamento y deseos de imposible
cumplimiento. La ideología le hacía pensar, por ejemplo y como ya sabemos, que la
convivencia entre el mundo democrático y el capitalista era simplemente imposible e incluso
que, en el caso de un enfrentamiento, tenía todas las de ganar en su favor. La paranoia nació
de esta imposibilidad de acuerdo entre los dos mundos, de la conciencia de que las
destrucciones le imponían un alto en el camino de cualquier propósito expansivo y en la
visión conspiratorial de la Historia que siempre le caracterizó. A los yugoslavos les comentó
que se tomaría un descanso de quince o veinte años para luego reanudar la confrontación con
el capitalismo. Las medidas de espionaje, las operaciones de servicios especiales y guerra
psicológica que los occidentales desarrollaron tendieron de forma inevitable a acentuar su
sensación de peligro. Pero si éstas no hubieran existido, el resultado hubiera sido idéntico. En
el fondo, Stalin necesitaba la guerra fría incluso de cara al interior de la URSS. Aunque no
quisiera la guerra, llevó a cabo una serie de acciones que de forma inevitable favorecían su
posible estallido. Por otro lado, una concepción brutal y despiadada de la política explica su
incomprensión radical con respecto a los aliados. En pura teoría, Stalin, más que en la
posesión territorial, confiaba para después de la guerra en un orden internacional que le
protegiera, por más que a medio plazo juzgara que el enfrentamiento era inevitable. Eso es lo
que explica la diferente percepción respecto a las conversaciones de Yalta. Stalin no pensó
nunca que sus aliados democráticos pudieran imaginar que él no tomaría el poder de forma
total en Europa del Este, mientras que estos últimos no concebían las razones por las que él
pudiera hacerlo, ya que se le habían dado todas las seguridades de que se le otorgaba una
hegemonía en esta zona, con la que podía crearse un glacis protector. Un elemento esencial
para comprender la política exterior de Stalin es su ansiosa búsqueda de la seguridad. Más que
expansivo, Stalin parece haber sido inseguro, hasta el punto de que necesitaba la sumisión
completa de quienes estaban en sus fronteras. Eso suponía la adopción del mismo sistema
político y social y, además, el aprovechamiento absoluto de cualquier debilidad, aunque fuera
aparente, del adversario para mejorar la posición propia. De esta forma, la guerra fría fue
inesperada pero, al mismo tiempo, estaba predeterminada desde el mismo momento de
concluir las operaciones bélicas y, aun estando muy lejos de haber sido planeada por Stalin, al
mismo tiempo resultaba muy difícilmente evitable. Litvinov, que había sido el principal
inspirador de la diplomacia soviética, en sus indiscreciones de cara al mundo occidental les
dijo a sus interlocutores que el factor principal de inestabilidad era la búsqueda de seguridad
sin límites claramente definidos, así como la ausencia de determinación occidental a resistir
pronto y con firmeza. Irónicamente para lo que se juzgaba en las democracias, resultaba que
la URSS era menos peligrosa cuando lanzaba grandes y enfervorizados ataques a los países
occidentales que en los momentos en que parecía estar dispuesta a aceptar el orden
internacional, pero podía en cualquier momento aprovecharse de la supuesta debilidad del
adversario. Todas estas circunstancias explican que, apenas dos años después de haber
obtenido la gran victoria en la guerra, Stalin llegara nuevamente a la conclusión de que su
seguridad estaba en peligro. De ahí el brusco cambio de la tendencia de la política soviética,
desde una actitud de frente popular a otra basada en la confrontación con Occidente, aunque
ésta no tuviera que llevarse a cabo por procedimientos bélicos. Stalin, en efecto, actuó con
respecto a los comunistas de otras latitudes de idéntica manera a como lo hacía con la
dirección soviética, es decir, como un dios todopoderoso rodeado por sus arcángeles. En
realidad, transmitió órdenes y no pretendió en ningún momento intercambiar pareceres.
Mantuvo contactos con los líderes comunistas de todo el mundo por el procedimiento de
organizar conversaciones secretas en Moscú. Esos dirigentes acudían a la capital de la URSS
como los fieles del Corán a La Meca y, una vez allí, debían soportar largas esperas hasta ser
recibidos. Stalin les atendía con maneras corteses y les concedía ayudas pero, al mismo
tiempo, les hacía sugerencias, incluso algunas muy precisas como, por ejemplo, la que hizo a
Tito para que sumara a Bulgaria en una federación balcánica. A muchos de estos líderes les
dio instrucciones que se referían a la más estricta política interna, acerca de cómo tenían que
dirigir sus países. A Mao, por ejemplo, le recomendó plantar caucho en la isla de Hainan. El
comunismo de la época, por tanto, implicó una absoluta sumisión a la URSS y a Stalin.
Incluso quienes mantuvieron una línea de independencia, como fue el caso de los yugoslavos,
sentían un entusiasmo sincero y sin límites por la URSS, lo que tenía como consecuencia que
aceptaran los súbitos cambios de posición a los que se vieron obligados porque Stalin los
había decidido sin contar con ellos. En política exterior, puede decirse que el comunismo
soviético, que en los años veinte había pasado de la revolución a la construcción de un Estado,
ahora había alcanzado la etapa imperialista. Durante estos años, la URSS utilizó el
movimiento revolucionario universal como un procedimiento diversivo y como un
instrumento de actuación en beneficio de la URSS. Desaparecida la Internacional Comunista,
se creó en 1948 una oficina en teoría dedicada tan sólo a la transmisión de las informaciones
entre unos y otros Partidos Comunistas, pero en realidad consagrada a la transmisión de
instrucciones. De todos modos, Stalin mantuvo actitudes muy diferentes con respecto a sus
aliados. La ruptura con Tito resulta muy significativa acerca de la propensión a la paranoia
que sufría Stalin. El dirigente yugoslavo pensó siempre que estaba cumpliendo la estricta
voluntad del líder soviético y consideró además que era en la URSS donde se había hecho
realidad el ideal utópico de una sociedad sin clases. Pero entre Tito y Stalin había "afinidades
incompatibles": ambos asentaron su poder de otras tantas revoluciones acompañadas por una
guerra civil, con el resultado de la implantación de regímenes fuertemente arraigados en sus
respectivos países. La situación era, de este modo, muy distinta de la que se mostraba en la
mayor parte de la Europa del Este, donde sólo la presencia de las tropas soviéticas explica la
creación de regímenes como los de las democracias populares. La posición de Stalin respecto
a Yugoslavia era tan incoherente que, en dos cuestiones fundamentales relativas a la estrategia
de la región, mantuvo políticas contradictorias: ofreció y luego negó la posibilidad de que
Yugoslavia creara una federación eslava en los Balcanes o permitió y luego negó la
posibilidad de incorporación a ella de Albania. En realidad, nunca valoró a Tito y a su
revolución en su justa medida. Lo más probable es que pensara que el Partido Comunista
francés era mucho más importante para él que el yugoslavo. China, por su parte, le produjo a
Stalin la satisfacción de ver que se había ampliado el sistema soviético hacia un área
geográfica inesperada. Las relaciones con Pekín fueron relativamente buenas, dado que nadie
esperaba que el comunismo pudiera mantenerse en Asia de no ser por la unidad mantenida de
manera muy estricta. La dependencia de la China maoísta con respecto a Stalin fue de esta
forma muy grande durante sus primeros años de existencia. Probablemente, fue en este
continente donde se corrió un mayor peligro de estallido de una guerra mundial. Lo sucedido
en Corea es un buen testimonio de que Stalin podía no querer la guerra pero, al mismo
tiempo, siempre estaba en condiciones de pasar por la tentación de permitir o realizar
operaciones que de hecho ponían en peligro la paz mundial. La Guerra de Corea, que causó
un millón de muertos, fue autorizada por él. Fue el dirigente norcoreano Kim il Sung quien
tuvo la iniciativa y mantuvo la insistencia en intentar la conquista del Sur, arguyendo que allí
existía una situación revolucionaria y que tenía una superioridad militar muy considerable
sobre él. Stalin le recibió y escuchó en abril de 1950 y luego armó a los norcoreanos y los
animó a la guerra, pero al mismo tiempo estuvo dispuesto a abandonarlos en cuanto percibió
la posibilidad de que fueran derrotados. Su deseo era ayudarles pero también, y al mismo
tiempo, evitar cualquier compromiso que pudiera significar el descubrimiento de la presencia
allí de consejeros soviéticos. Dio instrucciones sobre las operaciones militares e indujo a los
chinos para que desplazaran seis divisiones a la frontera. Mao parece haber afirmado que si la
guerra era inevitable, resultaba mucho mejor que se produjera en ese preciso momento y
acabó enviando hasta diez divisiones. Pero el material bélico fue soviético, puesto que la
China de Mao carecía de capacidad industrial para proporcionarlo. La posibilidad de acceder
a los archivos soviéticos ha revelado en los últimos tiempos que, a partir de un determinado
momento y dadas las dificultades de chinos y norcoreanos para enfrentarse a los
norteamericanos en el aire, Stalin decidió también la utilización de aviadores soviéticos en su
contra. Hubo unos diez o quince mil voluntarios soviéticos, casi exclusivamente aviadores.
Las rigurosas instrucciones que dio para impedir que ellos -o sus cuerpos- cayeran en manos
de los norteamericanos impidió hasta mucho tiempo después el conocimiento de esta realidad.
Fue precisamente el interés que Stalin puso en Corea lo que contribuye a explicar la
frustración creciente que sintió en los años finales de su vida como consecuencia de no haber
podido ganar aquella guerra. Este caso ratifica lo que ya se ha señalado sobre la política
exterior soviética en la época de Stalin. Los líderes de la URSS nunca quisieron superar los
límites del irreversible estallido de una nueva guerra mundial, pero el temor occidental a ellos
estaba plenamente justificado, aunque no el hecho de que como consecuencia derivaran hacia
actitudes poco menos que histéricas. En su perpetua búsqueda de la seguridad y en su
conciencia de que el enfrentamiento entre las dos formas de organización social y política era
inevitable, los soviéticos estaban dispuestos a aprovecharse de las circunstancias allí donde
consideraban que el balance les favorecía de forma ocasional, como puede ser el caso de
Corea. En los momentos iniciales del estallido de la guerra fría, Stalin pudo permanecer
ignorante de hasta dónde podía llegar. Siempre tuvo muy claro, como les dijo a los
yugoslavos, que la Guerra Mundial significaba un cambio radical con relación a las anteriores
en el sentido de que quien ocupaba el terreno imponía su propio sistema político y social hasta
allí donde llegaba su Ejército. Una vez que la cortina de hierro fue corrida resultó inevitable
que los dos campos quedaran constituidos en una incompatibilidad radical entre ambos. La
guerra fría derivó de esta situación y, en definitiva, supuso la aplicación de los métodos de
organización del poder político en la URSS al escenario internacional.

-LOS AÑOS FINALES


La última etapa de la vida del georgiano ha podido ser descrita como un estalinismo llevado a
sus últimas consecuencias. En este período el mito de Stalin invadió toda la vida soviética; no
escribía y no se le veía en ceremonias públicas, pero su leyenda había crecido hasta la
desmesura más absoluta. Era como una especie de fantasma que planeaba sobre el conjunto
del mundo soviético pero que no siempre estaba al frente de la concreta toma de decisiones.
Su salud se había hecho precaria: tras la guerra, sufrió un infarto leve y a partir de entonces se
preocupó de su salud, tomando períodos de vacaciones en el Mar Negro. En la fase final de su
vida, su rostro se había vuelto rojo y congestionado, como consecuencia de una hipertensión
que en absoluto se cuidaba, aunque recurriera a procedimientos caseros como el uso de
hierbas medicinales y tintura de yodo. La expresión de su mirada oscilaba entre la demencia y
el temor. Resulta muy posible que algunos de los aspectos de su actuación política de estos
años resulten explicables por la carencia de reflejos del dictador para resolver sus propios
problemas. Lo que le sucedió con la Yugoslavia de Tito, con Berlín y con Corea parecen ser
pruebas de esa incapacidad de reacción adecuada ante los acontecimientos. Ciertamente, en
otros tiempos había mostrado unos reflejos muy superiores. La decadencia vital de Stalin se
pudo apreciar también en su necesidad de huir de la soledad, aunque viviera en ella la mayor
parte del tiempo. En efecto, el dictador habitaba aislado su dacha de las cercanías de Moscú,
evitando acudir al Kremlin. Su secretario, Poskrebychov, era su principal contacto con el
exterior y, en realidad, tenía unos poderes muy superiores, por ejemplo, a los del propio
Secretariado del Comité Central. Al final de su vida, Stalin quiso reconstruir su familia:
instaló cerca de él a su hija y trató de curar el alcoholismo de su hijo, pero fracasó en ambos
casos. Necesitaba el contacto con otros seres humanos y, al mismo tiempo, daba la sensación
de que no podía soportar relaciones estrechas con otras personas, dada su recelosa actitud, que
llegaba hasta la psicopatía. Gustaba de reunir en su entorno a sus viejos compañeros
revolucionarios, pero éstos le recordaban de forma inevitable su envejecimiento. A menudo
les acosaba con invitaciones, pero ellos tenían razones para pensar que también los veía como
potenciales enemigos. Unos enemigos que, en realidad, no eran otros que su avanzada edad y
su mal estado de salud. La mejor imagen de esta época de su vida la ofrecen las memorias de
Kruschev. "En esta época -escribió su sucesor en el poder- no importaba qué cosa podía
sucedernos o no importaba a cuál de nosotros. Se iba a las reuniones en la dacha de Stalin
porque no había más remedio, pero no se sabía si acabarían en una promoción personal, la
detención o incluso el fusilamiento. Stalin elegía entre nosotros un pequeño grupo que
mantenía siempre cerca de él. Había también un segundo grupo al que se apartaba por tiempo
indefinido y al que no se invitaba nunca para castigarle: cualquiera de nosotros pasaba de un
grupo a otro de un día a otro. Si había algo peor que cenar con Stalin -añadiría- era estar de
vacaciones con él, porque en esos momentos todavía resultaba más absorbente". Milovan
Djilas, destinado con el paso del tiempo a convertirse en famoso disidente, visitó a Stalin en
los años de la posguerra y encontró que hablaba de Rusia más que de la URSS y que lo hacía,
además, con un evidente tono de superioridad. Los larguísimos banquetes con los que
obsequiaba a sus colaboradores y visitantes extranjeros parecían ser su única diversión, en
medio de lo que Djilas describió como "una lucha incesante y horrible por todos los lados
entre sus propios partidarios y colaboradores". Este ambiente todavía se agudizó más en los
últimos años de su vida, que revisten un aire patético e incluso grotesco si no fuera porque
millones de seres humanos padecían bajo su régimen. Quienes acudían a esos encuentros,
normalmente tras una larga jornada de trabajo, no encontraban más que aparentes muestras de
compañerismo de antiguos camaradas políticos, pero en realidad había un trasfondo de
confrontación política y, sobre todo, por parte del dictador una mezcla de necesidad de
relacionarse y un deseo de tener cerca a personas que dependían estrictamente de él y cuyo
poder se podía multiplicar o volatilizar con un solo acto de su voluntad. La frecuencia de estas
larguísimas reuniones contribuyó a deteriorar todavía más su mala salud, mientras el país
seguía careciendo de un normal desarrollo en su vida política de la URSS. "Atrincherado en
un aislamiento soberano -ha escrito Medvedev- ignorando las realidades del país, Stalin llegó
a una situación en que la más mínima de sus intervenciones siempre tenía como consecuencia
desorden y confusión". Los cuatro últimos años de su vida fueron, en realidad, de seria crisis
para el régimen político que había fundado. Si siguió siendo un personaje aparentemente
racional en la relación con los líderes de otros países, al mismo tiempo dio más que nunca la
sensación de haberse convertido en un paranoico en sus planteamientos y actuación con
respecto a la política interna. En esos años no hizo otra cosa, en efecto, que enfrentar a sus
colaboradores entre sí. Stalin se comportaba como un gato jugando con los ratones, que
dedicaba su tiempo a la perenne táctica de contemplar sus disputas, en la seguridad de que
podía eliminarlos cuando quisiera. Las conspiraciones que necesitaba fabular, eligiendo a sus
supuestos principales responsables entre sus colaboradores, resultaban cada día más absurdas
e insostenibles. Pero, al mismo tiempo, cabe encontrar una lógica interna en su forma de
comportarse. Quizá creía que su poder peligraba más de lo que resultaba lógico pensar o
deseaba prolongar su vida proyectando hacia el futuro su forma de comportarse hasta el
momento. Posiblemente, quería también renovar la clase dirigente del régimen con elementos
más jóvenes. Sea como sea, a todos los especialistas les da la impresión de que se aproximaba
una nueva purga, en la que eliminaría a una parte de la vieja guardia matando a algunos y
destituyendo a la mayoría mientras que promovería a otros. Éstos serían probablemente los
más jóvenes. Si ya hemos visto que la lucha interna en el seno del régimen se concretó hasta
1950 en una serie de conflictos en la cumbre del poder, la situación perduró en la siguiente
etapa. Desde 1947, fecha en que llegó a Moscú, Kruschov había venido incrementando su
influencia, pero es posible que Stalin personalmente le despreciara, porque con frecuencia lo
ridiculizaba en público o que sólo se sirviera de él para contrapesar la influencia de
Malenkov. De cualquier modo, lo que parece probable es que los sujetos pacientes de la
previsible purga serían altos cargos del pasado, como Molotov, Mikoyan y Vorochilov. De los
dos primeros, el propio Stalin llevaba mucho tiempo diciendo que eran espías, señal más que
evidente para presagiar su caída en desgracia. La situación había cambiado mucho desde
finales de los años cuarenta, cuando Molotov era tratado por Stalin con una excepcional
familiaridad. El XIX Congreso del PCUS, reunido a fines de 1952 tras muchos años de
aplazamiento, hizo que los viejos dirigentes del partido se viesen sumergidos por oleadas de
recién llegados. Stalin, en efecto, creó un órgano de dirección muy nutrido -hasta treinta y seis
miembros- en el que aparecían personas relativamente jóvenes. Eso creaba la posibilidad de
un relevo en la suprema dirección. En el Congreso se hizo patente también la sensación de
que se abría un respiro en la lucha con el capitalismo, lo que hubiera podido también
significar un traslado de la atención hacia la política interior. Finalmente, a comienzos de
1953, dio la sensación de iniciarse el camino hacia uno de esos paroxismos característicos del
estalinismo que concluían en una purga. En enero de 1953, fueron detenidos nueve médicos,
de los que siete eran judíos. Se les acusó de crímenes recientes y también antiguos, que se
remontarían hasta la muerte de Zdanov. El antisemitismo jugó, por tanto, un papel importante
en la denuncia. Desde el final de la guerra, Stalin había empezado a excluir a los judíos del
partido. Ya en 1948 fue detenida casi la totalidad de los miembros del Comité Judío
Antifascista. Podría, por otra parte, haber influido en lo sucedido el hecho de que, tras el
nacimiento del Estado de Israel y la llegada a Moscú de Golda Meir como su primera
embajadora, Stalin descubriese entre la población judía rusa un mayor grado de vinculación
con aquél que con el propio régimen soviético. Pero lo importante no fue esta acusación
concreta -que, cuando Stalin desapareció, se esfumó rápidamente- sino las consecuencias
políticas que podría tener en forma de depuración de dirigentes políticos. Pero ésta no pudo
llevarse a cabo porque Stalin murió el 5 de marzo de 1953 tras un ataque de apoplejía. Sus
últimas horas, cuando ya lo había padecido, estuvo aislado sin que nadie se atreviera a
dirigirse a él para preguntarle por su estado. La muerte de Stalin produjo un profundo vacío en
la sociedad soviética acompañado por un indudable sentimiento de temor ante el futuro. Su
herencia fue perdurable, en primer lugar, en las propias instituciones de la Unión Soviética,
pues si bien es cierto que el terror se mitigó o incluso se diluyó con el transcurso del tiempo,
la dirección económica debió tener más en cuenta las exigencias del consumo, desapareció el
sistema de las purgas periódicas e incluso las opciones políticas que se presentaron de forma
inmediata fueron reformistas, lo cierto es que en lo esencial los cambios no introdujeron una
variación sustancial en el sistema político, que siguió siendo dominado por una minoría
minúscula que ejercía un poder omnímodo e ilimitado. En este sentido, el disidente yugoslavo
Milovan Djilas escribió que "a pesar de los ataques contra su persona Stalin vive todavía en
los fundamentos sociales y espirituales de la sociedad soviética". Sobre el estalinismo se
emitieron a continuación muchos juicios denigratorios, pero que a menudo venían
acompañados también por otros exculpatorios en el sentido de que se basaban en justificar la
dureza de la dictadura en el estado social de la Rusia zarista, en haber hecho perdurar el
componente reivindicativo de la revolución de 1917 o en atribuir, como hicieron los
comunistas en un primer momento, únicamente al "culto a la personalidad" los males
derivados del sistema político. En realidad, el estalinismo tan sólo puede ser entendido
poniéndolo en relación con el sistema ideológico que lo hizo posible. El sucesor de Lenin
hubiera podido ser una persona muy distinta a Stalin pero el leninismo fue quien hizo posible
a Stalin y en él éste se desenvolvió como un pez en el agua hasta el punto de que puede
decirse que el estalinismo, como sistema propiamente dicho, no existió, sino tan sólo el
leninismo. Por lo tanto, se puede decir que también Lenin fue culpable de los más de veintiún
millones de muertos causados por el estalinismo entre 1929 y 1953. En el momento de su
desaparición, la herencia de Stalin quedó en tres manos principales que correspondían a otros
tantos centros de poder. Malenkov estaba al frente del Gobierno, Beria al de la policía política
y a Kruschev le correspondía la dirección del partido. Entre los tres se dirimiría la sucesión
efectiva.

*RECONSTRUCCIÓN DE LA EUROPA DEMOCRÁTICA


La victoria de los aliados en la guerra produjo en un breve plazo de tiempo la división de
Europa. Hubo una Europa que siguió la senda del comunismo, en parte por las revoluciones
que tuvieron lugar durante el período bélico, pero sobre todo debido al influjo de las armas
soviéticas. En la Europa Occidental, en cambio, se reafirmaron las formas democráticas,
implantándose en naciones que no las habían tenido hasta el momento y adquiriendo rasgos
peculiares en las que ya las poseían, de tal modo que bien puede decirse que el sistema
político y los contenidos programáticos fueron refundados. Aunque hubo disparidades
importantes dependiendo de los países -la depuración, como es lógico, fue una cuestión que
no se planteó en Gran Bretaña- existió una coincidencia general en el desarrollo de programas
sociales y en la exigencia de la reconstrucción económica.

-LA FRANCIA DE LA IV REPÚBLICA


Como en el resto de Europa, también en Francia el final de la guerra vino acompañado por
una situación catastrófica. Había, por ejemplo, cinco millones de personas desplazadas y
40.000 supervivientes de los campos de concentración alemanes (sólo el 20% de los que
fueron enviados a ellos). El peso de las muertes fue, sin embargo, dos veces menor que tras la
Primera Guerra Mundial. Francia contaba con 1.450.000 vidas menos, pero debía tenerse en
cuenta que un tercio de esta cifra correspondía al déficit de nacimientos. En contrapartida, los
desastres materiales eran mucho mayores: era utilizable menos de la mitad de la red
ferroviaria y una cuarta parte del capital inmobiliario había desaparecido. Desde 1938, el
costo medio de la vida se había triplicado y existía un déficit de, al menos, un tercio en lo
referente a los productos de primera necesidad. Aparte de todo ello, existía un problema
político de primera importancia que se resume en el término "depuración". Camus, hablando
de él, pudo decir que "su terrible nacimiento es el de una revolución" pero, con el paso del
tiempo, acabó afirmando también que "el camino de la justicia no es fácil de alcanzar". La
depuración comenzó con un elevado número de ejecuciones sumarias en aquellos
departamentos en los que la lucha fue más dura. Hubo en ellos 9.000 ó 10.000 muertes por
esta razón y a ellas se deben sumar otras 700-800 tras la celebración de juicio. Las
ejecuciones sumarias fueron más habituales en el medio rural, en un momento en el que los
poderes públicos no podían actuar ya que, cuando pudieron hacerlo, impidieron la
multiplicación de las ejecuciones. En el momento del fin de la guerra, en abril de 1945, había,
además, 126.000 prisioneros franceses. En meses sucesivos, fueron instruidas 160.000 causas,
de las que los resultados pueden clasificarse de la siguiente forma: 45% de absoluciones; 25%
de degradaciones nacionales, una pena tan sólo moral; 16% de penas de prisión; 8% de
trabajos forzados y 4% (7.037) de penas de muerte de las que, como se ha apuntado, sólo en
una décima parte fueron ejecutadas. La depuración administrativa fue importante en la
policía, en especial en la de París, pero casi tan sólo en ella; solamente en regiones
germanoparlantes -Alsacia y Lorena- el número de los depurados llegó al 10% en
determinadas categorías administrativas. Dos tercios de los franceses consideraron
insuficiente la depuración, que en la práctica estaba concluida en 1950. Predominó la
necesidad de dar respuesta a las necesidades de reconstrucción del Estado, pero también la de
una necesidad de unión nacional que el propio De Gaulle proclamó. Sólo los intelectuales y
los artistas sufrieron de forma especial la depuración y aun así se aplicó con la prohibición de
escribir o exponer. Francia, en suma, en su tratamiento a los posibles colaboracionistas, fue
mucho más clemente que los Países Bajos, Dinamarca o Noruega. A pesar de la influencia del
Partido Comunista, en realidad nunca hubo un auténtico peligro revolucionario. Los
comisarios de la República nombrados por De Gaulle evitaron que ese peligro existiera. El
Gobierno provisional que el general presidía estaba formado por trece personas de partido y
nueve independientes, con la colaboración de los comunistas. Las milicias de partisanos
fueron desarmadas con la promesa de llegar a la instauración de "una verdadera democracia
económica y social". El diario Combat aludía a esta promesa en términos tan vagos como
ansiosos de renovación, como "acabar con la mediocridad y con las potencias del dinero". La
existencia de una Asamblea Consultiva Provisional sirvió también para hacer desaparecer el
poder que habían adquirido durante la guerra los órganos de la resistencia. La vida política se
reestructuró, a menudo con hombres nuevos, pero sin una radical ruptura con el pasado
republicano. La mayor novedad fue el auge del comunismo. El PCF disponía en 1946 de
800.000 afiliados y el 25% de las tiradas de la prensa y se presentaba, además, como el
"partido de los fusilados", lo que le dotaba de una especie de plus de legitimidad. La derecha,
sin embargo, había presenciado también la aparición del MRP -Mouvement Républicain
Populaire- como partido de masas vinculado con el mundo católico. Tras la previa celebración
de un referéndum sobre una posible Asamblea constituyente y sobre la organización de los
poderes políticos con carácter provisional, tuvieron lugar unas elecciones que dieron un 25%
al MRP, PCF y la socialista SFIO, con el resto del voto repartido entre moderados y radicales,
herederos unos y otros de la política de la Tercera República. De Gaulle, que mantuvo el
Gobierno de coalición, evitó que los comunistas pudieran ocupar carteras decisivas: Asuntos
Exteriores, Ejército e Interior. Lo sucedido en algunos países de Europa Central y del Este
testimonia que de esta manera, en efecto, el PCF hubiera podido multiplicar su influencia.
Muy pronto, sin embargo, se demostró que los proyectos políticos de la Asamblea y de De
Gaulle eran incompatibles y, en enero de 1946, el general dimitió y quedó temporalmente
marginado de la vida política. Mientras tanto, se habían adoptado ya algunas medidas
importantes en el terreno económico, facilitadas por el peculiar clima de transformación social
asociado con la victoria. Incluso los comunistas proclamaban que "producir es el más patente
deber de clase" y hasta el mismo De Gaulle parecía estar de acuerdo en la idea de que "las
grandes fuentes de riqueza" le debían corresponder a la colectividad. Así se explican las dos
oleadas de nacionalizaciones efectuadas en el invierno de 1944-5 y en el de 1945-6. En la
primera de ellas, se nacionalizaron las fábricas Renault, por el colaboracionismo de su
propietario con el enemigo, y se creó un conglomerado unitario con las hulleras, pero también
hubo casos de presión nacionalizadora de los obreros como en el caso del transporte público.
En un segundo momento, se produjo la nacionalización de la banca de depósitos y de los
seguros. En realidad, las nacionalizaciones fueron el fruto coyuntural del viejo dirigismo del
Estado empeñado en la batalla por la recuperación económica. Fueron tecnócratas quienes
ocuparon los puestos directivos, en vez de una élite dirigente nueva surgida de los sindicatos.
Aun así se crearon los comités de empresa que institucionalizaron el papel de los sindicatos en
la empresa. En 1948, el porcentaje de la producción nacionalizada -el 14%- se acercaba a las
cifras de Gran Bretaña. Otras medidas complementarias fueron la unificación de todos los
seguros sociales en un organismo administrativo único y, en 1947, la generalización de buena
parte de ellos. A las reformas sociales les acompañó el comienzo de la planificación. En enero
de 1947, se aprobó el primer plan pero un año después todavía el nivel de vida francés estaba
un 30% por debajo del de antes de la liberación. En suma, los cambios habían sido
importantes: acerca de ellos, diría De Gaulle que el pueblo francés no suele hacer reformas
más que en tiempos de revolución. La política exterior francesa tras la liberación resultó
reticente y tensa con los anglosajones y más abierta, pero sin acuerdos finales, con relación a
la Unión Soviética, que De Gaulle visitó en 1944. Unos y otra acusaron al general francés que
si pedía mucho era por su concepción de Francia más que por su megalomanía que, además,
era compartida por sus compatriotas. Desde el momento del desembarco en Normandía, los
franceses opinaron que su país había vuelto a recuperar el puesto de primera potencia que le
correspondía e incluso no escatimaron críticas a los norteamericanos por la insuficiencia de su
ayuda. Pero el papel que podía desempeñar un Ejército de solamente 460.000 hombres -en el
que apenas 700 oficiales habían sido depurados- era limitado. Francia obtuvo ciertamente el
estatuto de gran potencia, pero se trataba de un traje que le venía demasiado grande. Su
propósito esencial, que era mantener una Alemania dividida e impotente, muy pronto fue
abandonado, lo que a medio plazo resultó positivo. Con respecto a su Imperio colonial, la
política que se siguió fue mucho más liberalizadora que emancipadora. En enero de 1944,
tuvo lugar una conferencia en Brazzaville que decidió la departamentalización de algunas
colonias, como Martinica, la abolición del trabajo forzado o la existencia de un doble colegio
electoral para indígenas y franceses. Francia aparecía retrasada con respecto a otras potencias
coloniales, en un momento en que se mostraban los primeros síntomas de descolonización.
Los problemas de orden público en la ciudad argelina de Constantina provocaron un centenar
de muertos, pero la represión que les siguió causó entre 6.000 a 8.000. Los problemas más
graves fueron los que tuvieron lugar en Indochina, donde en septiembre de 1945 fue
proclamada la República Democrática de Vietnam. Muy pronto, se llevaron a efecto
operaciones militares que acaba rían costando miles de muertos, mientras que Francia ya
había decidido no negociar hasta que no se hubiera producido una victoria militar sobre el
terreno de combate. En la metrópoli, mientras tanto, el abandono del poder por De Gaulle
tuvo como resultado que se entrase en una nueva etapa de la vida política. En adelante, la
escena pública vivió en un matrimonio de conveniencia, decidido entre partícipes que
mostraban muy escasa homogeneidad. El MRP admitió la formación de un Gobierno
presidido por un socialista, después de que el general Billotte, a cargo de la cartera de
Defensa, dejase clara su nula simpatía por los comunistas. El Gobierno estaba compuesto por
siete socialistas, seis del MRP y seis del PCF. Con él, se procedió a la elaboración de una
Constitución, con la manifiesta pretensión de dar a luz una "democracia avanzada". El MRP
defendió la idea de un ejecutivo fuerte, pero la izquierda impuso una asamblea parlamentaria
única y un presidente casi sin poderes. El referéndum del mayo de 1946 dio un resultado
negativo y, en las elecciones inmediatas, el MRP creció mientras los socialistas bajaban y
radicales y moderados progresaban. Ya la izquierda no era mayoritaria en el país. De Gaulle
se creyó entonces llamado de nuevo al poder y en un famoso discurso pronunciado en Bayeux
propuso una presidencia capaz de hacer posible un auténtico arbitraje nacional. Pero un
segundo referéndum constitucional acabó con la victoria del sí. De Gaulle ironizó entonces
sobre una Constitución que tenía nueve millones de votos a favor, ocho indiferentes y otros
ocho negativos. En realidad, el bicameralismo de la nueva Constitución -la introducción de
una segunda Cámara fue la novedad más importante- lo fue tan sólo de fachada y el papel del
presidente era muy limitado. Pero los tres grandes partidos de masas confiaron en el sistema,
mientras que en la práctica la instalación del sistema tripartidista coincidió con su crisis. En
1947, se produjo una serie de cambios decisivos. Por una parte, Francia aceptó el Plan
Marshall, en un momento en que la ración de pan por habitante era un tercio inferior a la de
1942, mientras Bidault, el inquieto dirigente del MRP, cedió en las peticiones hechas en otro
momento por De Gaulle sobre Alemania. Mientras tanto, la evolución del Imperio acentuaba
todas las impresiones pesimistas. Hubo casi 90.000 muertos como consecuencia de una
sublevación en Madagascar y, en enero de 1948, fue creado en El Cairo un Comité de
Liberación de África del Norte con líderes nuevos y antiguos, como Burguiba y Abd-el Krim.
Pero el cambio decisivo se produjo cuando, en marzo de 1947, los comunistas no votaron los
créditos militares y el Gobierno Ramadier supuso su expulsión del poder. Al mismo tiempo,
se evidenciaron dos cambios decisivos que representaban otras tantas amputaciones de una
República naciente. Thorez, el líder comunista, incrementó las reivindicaciones sociales y, por
otra parte, la victoria del anticomunista Mollet en el partido socialista hizo aparecer algo que
era inimaginable hacía poco tiempo, es decir, un Gobierno sin los comunistas. Durante meses
hubo una auténtica psicosis de golpe de Estado; De Gaulle, por ejemplo, señaló que el
adversario estaba solamente a una distancia de dos etapas de la Vuelta a Francia. El país
aparecía dividido en tercios, y sólo uno de los cuales, el que constituía la Tercera Fuerza
-MRP y moderados- podía gobernar. Las fuertes tensiones sociales del momento, incluso con
actos de violencia, daban la sensación de inminencia revolucionaria cuando en realidad los
comunistas, alentados desde Moscú, buscaban agitación, pero no subversión. Entre 1948 y
1952, Francia recibió el 20% del total de la ayuda norteamericana prestada a Europa. Eran
unos dólares que llegan en el momento apropiado, facilitando la planificación, y también la
inversión, en una circunstancia económica crítica, pero la opinión pública francesa no tuvo
nunca claro si se identificaría con los norteamericanos en el caso de un conflicto mundial. Por
otra parte, Francia participó en primera fila en el movimiento europeo y en todas las
iniciativas de defensa y de carácter económico que hicieron posible que Europa superara la
dramática situación reinante. Fue un francés, Jean Monnet, procedente de la Comisaría del
Plan, uno de los autores de la CECA. Éste fue también el caso de la Comunidad Europea de
Defensa. En octubre de 1950, la propuesta de crear un ejército europeo con tropas alemanas
fue francesa, aunque comunistas y gaullistas no quisieron aceptarla, pero el propio Parlamento
francés se encargaría posteriormente de hacerla imposible. Al mismo tiempo, la mayor parte
de la clase dirigente francesa demostró una incapacidad absoluta para entender el fenómeno
de la descolonización. La guerra entablada en Indochina se convirtió en una guerra contra los
comunistas, en el ambiente de la guerra fría. En 1954, ya el 80% de los gastos de aquel
conflicto era costeado por los norteamericanos, de lo que los comunistas dedujeron que la
sangre francesa e indígena era intercambiada por dólares. A partir de los últimos años
cuarenta, acabó remitiendo la brutalidad de la confrontación social, que en ocasiones causó
muertos pero que también tuvo como consecuencia disminuir drásticamente el número de los
afiliados a la CGT. El RPF -Rassemblement du Peuple Français- de inspiración gaullista,
rompió la línea de separación entre derecha e izquierda actuando de una forma un tanto
especial que contribuía a hacer disminuir las posibilidades de estabilidad del sistema político.
Estar a la espera se convirtió para los políticos de la IV República en una obligación: según
Queuille, uno de ellos, la política no consistía en resolver problemas sino en hacer que se
callaran los que los planteaban. Los Gobiernos se componían habitualmente por un tercio de
democristianos, otro de socialistas y un tercero de radicales y moderados. Pero ni siquiera esta
unión de fuerzas produjo la ansiada estabilidad. Cada problema tenía una mayoría
parlamentaria: los democristianos debían, por ejemplo, pactar con la derecha sobre la
financiación de la escuela privada. MRP y socialistas perdían masas de votantes mientras que,
enfrente, reaparecían hombres de la Tercera República, derechistas y radicales. Un nuevo
procedimiento electoral que introdujo los emparentamientos entre fuerzas afines facilitó la
colaboración entre los partidos gobernantes pero, incluso así, no llegaban más que a un 54%
del sufragio total. Lo característico de la política francesa a partir del comienzo de la década
de los cincuenta fue una mezcla de estancamiento y tímida aparición de posibles soluciones
alternativas. "Gobernar sin elegir" parecía la divisa política por excelencia. Las crisis
gubernamentales de cuarenta días daban la sensación de que Francia era "el enfermo de
Europa". En el Parlamento, existía una mayoría para cada problema pero no, en cambio, una
personalidad capaz de llevar a cabo una acción clara y duradera en todos los terrenos. En
marzo de 1952, la constitución del Gobierno Pinay, en el que colaboraron algunos votos
gaullistas, supuso un cierto cambio en el terreno económico. Pinay representó la política del
buen padre de familia y del empresario prudente, que le proporcionó una popularidad que sus
sucesores no lograron. De este modo, consiguió detener la inflación, pero los demás grandes
problemas permanecieron sin resolver. En junio de 1954, Mendès France personificó un
intento de aplicar una política nueva basada en la tecnocracia y en los equipos jóvenes, la
voluntad de decisión y la apelación directa al pueblo. Supo, por ejemplo, mostrando una
mayor conciencia de lo inevitable de la descolonización, acabar con la Guerra de Indochina y
consiguió hacer aprobar una "reformita" por la que en adelante sólo se necesitaría la mayoría
simple para formar Gobierno, que, sin embargo, debería ser presentado en conjunto al
Parlamento. Éstos fueron ejercicios de realismo y testimonios de su búsqueda de la
estabilidad. Pero Mendès France, identificado con un partido radical que no le apoyaba en su
totalidad, acabó limitándose a ser un precursor, una especie de san Juan Bautista que no vería
el definitivo triunfo de sus ideas. Por su parte, Pierre Poujade, un dirigente autoritario que
gozó de una súbita popularidad luego desaparecida, protagonizó un movimiento de protesta
contra los impuestos, que en las elecciones de 1956 le llegó a proporcionar el 11% del voto.
Le apoyaron quienes "se debaten con ruido y con los gestos desordenados de gentes que se
ahogan" (Siegfried). Su movimiento era, por tanto, un síntoma de la existencia de una crisis
política, pero en ningún caso trató de resolverla. En otros campos, la crisis era menos patente.
Por lo que respecta a la evolución económica, la creación de un Plan en cuyas comisiones
participaron todos aquellos que debían aplicarlo, tuvo la ventaja de conseguir la continuidad
en el crecimiento. La dirección del Plan, en efecto, apenas cambió, por más que los
ministerios lo hicieran con frecuencia. En 1953, la producción superaba en un 19% la de
1938. La tasa anual de crecimiento no pasaba del 4.5% -el 7% en producción industrial- y se
mantenía muy lejos de las de Italia y Alemania, pero era una cifra espectacular en
comparación con la de otras épocas de la Historia de Francia. La industria pesada y energética
fue el motor fundamental, en especial la electricidad, mientras que la agricultura resultaba
preterida. Tras las iniciales ilusiones colectivistas, pronto la política francesa presenció el
retorno al terreno económico de los liberales, como Pinay. Por más que no lo pareciera, dado
el espectáculo que ofrecía el panorama político, una Francia en que cada año había 860.000
habitantes más empezaba a responder al reto de la modernización. Pero, aun impotente y llena
de problemas, la IV República no fue por completo estéril. Si desde el punto de vista político
estuvo dominada por la inestabilidad, al menos trató de crear una democracia nueva. Sus
propuestas sociales y también las económicas contribuyen a explicar de forma vigorosa el
progreso experimentado por Francia a partir de la posguerra.
-LA GRAN BRETAÑA DEL CONSENSO
Cuando se convocaron las elecciones de 1945, en Gran Bretaña todo el mundo pensaba que
las ganaría Churchill; así lo juzgaba incluso el propio Stalin. Los laboristas, victoriosos, no
consiguieron sin embargo, la mayoría en el voto popular, pero pasaron de 8 a 12 millones de
sufragios y fue en las circunscripciones inglesas donde consiguieron mayor ventaja. Los
conservadores, por su parte, descendieron de casi doce millones de votos a algo menos de
diez. Por su parte, apenas entró en los Comunes una docena de liberales, a pesar de haber
conseguido su partido más de dos millones de votos. En realidad, las elecciones parciales
efectuadas para sustituir a diputados fallecidos ya habían proporcionado indicios del
crecimiento del voto laborista. Churchill era enormemente popular y en las encuestas llegaba
a obtener un nueve sobre diez puntos, pero solamente dos de cada diez electores le
consideraban como el líder para la posguerra. Los electores no olvidaron el pasado, sino que
precisamente recordaron los inconvenientes que había tenido la gobernación de los
conservadores durante todo el período de entreguerras. El Beveridge Report acerca de política
social tuvo la virtud de producir un consenso nacional en torno a esta cuestión, pero no
proporcionó más popularidad al Gobierno conservador. Churchill, que había cedido a los
laboristas el predominio en política interna durante la etapa bélica, no dudó en utilizar en
contra de ellos durante la campaña algunas acusaciones de grueso calibre, como asegurar que
su acceso al poder supondría una especie de vuelta a la Gestapo o que el Estado socialista
sería idéntico al de los "camisas negras" de Mussolini. En los dieciocho meses que siguieron a
la victoria de los laboristas se produjo una profunda transformación de la economía británica,
que fue consecuencia de un ambiente de utopismo y de deseo de cambio social. Las medidas
socializadoras apenas encontraron dificultades de aplicación en el ambiente de la época,
porque las compensaciones que obtuvieron los propietarios afectados fueron generosas. Lo
peculiar del caso es que estas medidas fueron aplicadas lugar en el mismo momento en que
Keynes, principal asesor del Gobierno en materia económica, decía ver en el horizonte "un
Dunkerque económico" en cuanto se acercara la paz. Clement Atlee llegó, por tanto, al poder
con una autoridad que nunca había tenido ningún primer ministro socialista. Procedente de un
socialismo de raíz religiosa era un licenciado en Oxford de clase media que daba clase en la
London School of Economics. Su pequeña figura y su laconismo expresivo hicieron que fuese
considerado como el de aspecto más anodino de todos los primeros ministros británicos del
siglo. Sus enemigos -como el propio Churchill- hacían bromas sobre él, como decir que "llegó
un taxi vacío y salió de él Attlee". A menudo pasivo y borroso, su mérito en las elecciones de
1945 había consistido tan sólo en no perder. Pero tal imagen engañaba, porque en realidad era
un político tenaz que tenía un particular talento para dirigir a sus colegas. Era el perfecto líder
de un equipo y eligió uno que era bueno. Sólo en 1947 se produjo algún movimiento que
intentó sustituirle por Bevin, pero que fracasó dada la escasa voluntad de éste por sustituir a
su jefe. Los ministros que nombró Attlee eran todos personajes de edad y experiencia, debido
a los papeles que habían desempeñado a lo largo de la guerra; de un total de veinte, doce
procedían de las clases obreras. De entre ellos, debe citarse principalmente a Ernest Bevin,
desde hacía tiempo más influyente que el sindicalista británico. Agresivo, trabajador y con
una larga experiencia, desde 1910, en los sindicatos, donde se había enfrentado a los
comunistas, Bevin mantuvo en sus puestos a los funcionarios del Foreign Office, supo
controlar la imprevisibilidad norteamericana en asuntos de política exterior y jugó un papel
decisivo en vincular a este país con la reconstrucción económica y defensiva de Europa,
aunque lo hiciera con un exceso de confianza en las capacidades económicas británicas. El
tercer personaje más decisivo en el Gobierno laborista fue Aneurin Bevan, un aristócrata de
izquierdas, que demostró ser un visionario pero también un buen administrador. Había
también un sector radical en la política laborista -representado por el Laski- pero tuvo poca
importancia. Sin embargo, en torno a un centenar de diputados laboristas parece haber sido
partidario de emprender una cierta vía intermedia entre el socialismo y la democracia. El
panorama que servía como punto de partida para la labor del Gobierno laborista resultaba
poco alentador. Durante la guerra, Gran Bretaña había perdido una cuarta parte de su riqueza
nacional y un 28% de su Flota. La deuda pública se había triplicado y los problemas de la
libra esterlina pronto alcanzaron especial gravedad. Cuando pasó a ser convertible, se
derrumbó en el mercado y, en el verano de 1949, hubo de ser devaluada en más de un 30%.
Hasta ese momento la balanza exterior británica había sido negativa, mientras el país
mantenía un millón de hombres en armas. Con todo, el Gobierno no tardó en imponer su
impronta sobre la economía nacional. El Partido Laborista no tenía planes sistemáticos para
las nacionalizaciones de las grandes industrias, pero sin embargo, en 1946 fueron
nacionalizados el Banco de Inglaterra y la Aviación civil. En 1947, le tocó a la industria del
carbón, telégrafos y teléfonos; el transporte y la electricidad pasaron a dominio público en
1948; el gas, en 1949 y quedaron para 1951 el hierro y el acero. En realidad, el 20% de la
industria británica nacionalizada fue el porcentaje que menor beneficio daba. Al mismo
tiempo, en el Parlamento fueron recortados los poderes de la Cámara de los Lores,
reduciéndose el tiempo de dilación de que disponía para que una ley fuera aprobada. Pero la
obra más importante de los laboristas en el poder consistió en la difusión del Welfare State, el
Estado de bienestar. Este término, nacido en los años treinta, había empezado a ser utilizado
de forma masiva durante el conflicto bélico, en contraposición al Warfare State -Estado de
guerra- de Hitler. Lo verdaderamente nuevo fue la pretensión de llegar a la universalización
de estos servicios sociales. Se concretó en dos medidas especialmente importantes: el
National Insurance Act y el National Health Service Act, ambas de 1946. Bevan fue el
principal impulsor de las medidas relativas al servicio de la salud: lo decisivo y más
controvertido fue la nacionalización de los hospitales. Una legislación relativa a la vivienda
fue aplicada en 1949 y también Bevan fue responsable de ella, pero el resultado de su labor
fue inferior al que obtendría Macmillan en años siguientes. La política exterior estuvo en
manos de Bevin, que en el pasado había sabido reconciliar a los laboristas con el rearme y
ahora los sumó a una actitud gracias a la que en 1946 Gran Bretaña inició su programa
atómico. Sólo una minoría radical -Foot, por ejemplo- llegó a creer realmente que era posible
la existencia de una tercera fuerza en el campo internacional. El resto optó por una posición
occidentalista y vinculada con los Estados Unidos. La tradicional política de los laboristas
había sido, como la norteamericana, contraria al colonialismo y ya en 1942 Bevin había
escrito que "los Imperios tal como hasta ahora los hemos conocido tienen que convertirse en
una cosa del pasado". Durante la guerra, sin embargo, había habido también planes para llevar
a cabo importantes inversiones en las colonias. El resultado de esta actitud fue una mezcla de
retirada y atrincheramiento en las mismas. La retirada de Palestina y de la India fue motivada
por la violencia existente en aquellos espacios y por los inmensos gastos que causaba. En
otros lugares se prestó mucha mayor atención a las colonias. La Administración colonial
triplicó sus efectivos y las inversiones realizadas fueron importantes, a pesar de las
dificultades con que vivía la metrópoli. De acuerdo con la visión del Gobierno británico, su
país fue en ocasiones tratado por los Estados Unidos, no como un amigo que se hubiera
arruinado combatiendo un peligro común, sino como un mero competidor comercial. Pero la
estrecha vinculación de Gran Bretaña con Estados Unidos, nacida en la época de Churchill, se
vio ahora confirmada. Lo más importante para Bevin era lo que sucedía en Europa,
amenazada por la URSS. Su deseo más acuciante fue mantener a Estados Unidos involucrado
en Europa y, sin duda, lo consiguió. Pero la política laborista respecto a una Europa federal
fue escéptica e incluso Attlee estableció una gran diferencia entre el socialismo continental y
el británico. En cuanto a la oposición, los nuevos conservadores no discreparon en exceso de
sus adversarios: Macmillan, por ejemplo, escribió un libro titulado The Middle Way. En 1947,
la Carta industrial del partido conservador dio nuevas pruebas de que no se oponían a la
política social laborista. En las elecciones de 1950, los conservadores insistieron en que sus
adversarios habían hecho desaparecer los beneficios de las empresas, pero no atacaron el
Welfare State. Consiguieron dos millones de votos más -doce millones y medio- pero los
laboristas, con más de trece millones, lograron el voto más nutrido de su historia. Sin
embargo, el Gobierno laborista de 1950-51 no hizo otra cosa que nacionalizar la industria del
acero. En realidad, era un Gabinete formado por personas ya de cierta edad que daban la
sensación de estar terminando su carrera política y que, por tanto, no tenían mayor interés en
el futuro. Bevin se había retirado ya y Attlee lo hizo en 1951. La segunda fase de Gobierno
laborista se significó por la aparición de figuras como Hugh Gaitskell, tecnócratas a la
americana que no eran de procedencia obrera sino universitarios mejor formados desde el
punto de vista profesional. Otro rasgo de este momento fue la división interna del partido. La
aprobación de un amplio programa de defensa con el apoyo de los conservadores llevó a la
supresión de los pagos por atención oftalmológica y odontológica en la Seguridad Social y
esto supuso que algunos personajes de la izquierda del partido, como Wilson y Bevan,
dimitieran. En la campaña electoral de octubre de 1951, se debatió principalmente la
capacidad de los dirigentes de los dos grandes partidos para dirigir el país en guerra. Los
conservadores consiguieron 13.700.000 millones de votos y los laboristas doscientos mil más
pero ganaron los primeros por 321 escaños contra 295 diputados. Los liberales sólo
consiguieron seis diputados y perdieron muchos votos que en su mayoría fueron a parar a los
conservadores. En el momento culminante de la guerra fría, predominó, aparte del evidente
agotamiento de la propuesta laborista, la sensación de que era preciso recurrir a quien había
dirigido al país durante la guerra. Churchill tenía 77 años cuando formó su segundo Gobierno.
Había superado dos infartos y sufrió otros dos más que no modificaron sus hábitos, excepto
en sustituir su consumo de coñac por el de otras bebidas alcohólicas. Elegido diputado por vez
primera al final del reinado de la reina Victoria, no puede extrañar que la media de edad de
sus ministros fuera de sesenta años. En la oposición -época en que con su tarea literaria
consiguió una fortuna que nunca había tenido e incluso un Nobel- apenas había hecho otra
cosa que hacer alguna declaración significativa sobre política exterior: si sus declaraciones
sobre el "telón de acero" habían sido criticadas en un principio, la evolución internacional
parecía darle la razón. Como siempre, pretendió que su Gobierno fuera nacional y eso le llevó
a ofrecer la cartera de Educación a los liberales. Las figuras más determinantes del nuevo
Gabinete fueron Eden, Butler y Macmillan. Este último llevó a cabo una política de vivienda
muy radical, en la que implicó a la iniciativa privada y que explica su posterior ascenso hasta
la dirección del conservadurismo. Esta política se explica porque los conservadores aceptaron
las líneas esenciales del Welfare State. The Economist empleó el término "butskellism"
-término que unía los apellidos de Butler y Gaitskell- para denominar la fundamental
coincidencia de principios en política social entre los dos partidos. Las medidas de
privatización de conservadores fueron escasas y se limitaron a la industria del acero. En
realidad, si fueron otros políticos conservadores los que asumieron la política interior fue
porque ésta no le interesaba a Churchill. En cambio, sí le apasionaban las cuestiones
relacionadas con la exterior, hasta el extremo de que asumió la cartera de Defensa. Sus ideas
sobre esta materia eran a veces grotescamente anticuadas -calificó a Gandhi de "miserable
hombrecillo"- pero en algunas cuestiones como el europeísmo fue un precursor, a pesar de lo
cual la no participación del Ejército británico en la CED contribuyó a hacer imposible esta
iniciativa. En cambio, fue muy consciente de lo que Estados Unidos significaba para la Gran
Bretaña: llegó a tener la idea de que podía tratar a Eisenhower como un maestro a un
discípulo o, al menos, como a un igual y recomendó hasta el final no distanciarse de ellos.
Hasta el final de sus días quiso entrevistarse con los líderes soviéticos, en la idea de que
podría superar la guerra fría. Pero no consiguió apoyos para hacerlos y en 1955 los
conservadores llegaron a la conclusión de que tenían que prescindir de su liderazgo. Luego,
como explica Macmillan en sus memorias, se sintieron despreciables por haberle desplazado
del poder. Retirado con ochenta años, Churchill conservó su escaño todavía durante una
década. En los últimos tiempos, sus relaciones con Eden, su sucesor, se enturbiaron, pero en
las elecciones de 1955, dirigidos por él, los conservadores obtuvieron 344 escaños y los
laboristas, muy divididos, tan sólo 277. En torno a 1954, concluyó el período de
racionamiento en Gran Bretaña y ese mismo año se introdujo la televisión comercial mediante
ley. La fecha parece, pues, significativa en este caso como en el de muchos otros países
europeos. La sociedad británica de la posguerra parecía mucho más optimista que en el
pasado. En 1942, en momentos difíciles, por vez primera desde los años ochenta del XIX se
había experimentado un crecimiento de la tasa de nacimientos, signo evidente de un cambio
de actitud de fondo. Pero, aunque las novedades legislativas habían sido muchas, no hubo un
auténtico cambio en materia de estratificación social. Dalton, Cripps y Strachey, dirigentes
socialistas de primera fila, podían ser considerados como personas de clase alta y el propio
Attlee era descendiente de una prestigiosa familia de abogados. La alta Administración estuvo
también dominada por la clase más acomodada: el 74% de sus miembros procedía de Oxford
o Cambridge, gobernaran los conservadores o los laboristas. Si existió esta continuidad social
es porque, en realidad, en la vida pública no hubo discrepancias tan graves. El consenso
implicó acuerdo en cuestiones tan espinosas como la política social, el gasto militar o incluso
qué hacer respecto al Imperio (tampoco lo hubo sobre los gastos de la boda de la futura reina).
La herencia de la guerra fue, al menos en apariencia, un aspecto exterior de unidad. Aunque
para la derecha significaba un patriotismo constructivo mientras que para la izquierda suponía
la cohesión social, la coincidencia en lo fundamental estaba asegurada. A pesar de esa
identidad de fondo en las posturas, las interpretaciones de los historiadores sobre esta época
de la Historia británica han resultado muy controvertidas. Si se ha presentado esta etapa como
una singladura radicalmente novedosa, al mismo tiempo se ha asegurado, también, que el
pueblo británico esperaba y obtuvo la solución de sus problemas de paro y de carencia de
protección social, pero al mismo tiempo se atribuyó a sí mismo una misión excesiva en un
momento en que se derrumbaban sus exportaciones y se habían volatilizado ya sus
inversiones exteriores. Aunque los norteamericanos fueron especialmente generosos con los
británicos en lo que respecta a la asistencia concedida a través del Plan Marshall, esta ayuda
fue empleada para proyectos poco solventes y no para infraestructuras. Sólo los
norteamericanos superaron durante estos años a los británicos en lo que respecta a número de
Premios Nobel conseguidos. Gran Bretaña gastaba mucho más que la media de las naciones
europeas en investigación y desarrollo, pero quedó al margen en lo que respecta a su
capacidad de innovación tecnológica. Como a ello hubo que añadir una política que mantenía
el recuerdo de la época imperial, la carga acabó siendo muy difícil de soportar. En 1950, quien
había sido la potencia hegemónica era sólo el séptimo país en PIB del mundo; en 1970, estaba
en el puesto dieciocho. Era demasiado y la combinación entre la política social y la
combinación con una política exterior muy activa pudo provocar la decadencia económica a
medio plazo.

-LOS ORÍGENES DE LA ALEMANIA FEDERAL


En marzo de 1945, se podía leer en una pared del Berlín semidestruido un "graffiti" que decía:
"Aprovechaos bien de la guerra porque la paz va a ser terrible". El consejo era estúpido, pero
el autor no se equivocaba. No se trata de referirse aquí de nuevo a las pérdidas territoriales
sufridas por Alemania, pero sí a otros padecimientos. Si los soldados rusos violaron y
asesinaron más que en otras latitudes fue porque creyeron que tenían plena razón para hacerlo
así y porque ellos mismos habían sufrido un trato parecido. Los testimonios, por ejemplo, de
violaciones -se han llegado a contabilizar dos millones- han sido recogidos por figuras del
mundo literario como, por ejemplo, Solzhenitsyn. El punto de partida de la Alemania de la
posguerra estuvo constituido, pues, por los desastres de la guerra. Además, algunas de las más
completas destrucciones de ciudades tuvieron lugar en los últimos meses de la guerra: éste fue
el caso de Dresde, Koenigsberg o Breslau. De los diecisiete millones de alemanes que vivían
en los territorios del Este, algo más de tres murieron por la guerra o las expulsiones en la fase
bélica final; apenas dos millones permanecieron en los lugares donde vivían y el resto -más de
diez- se refugió en las regiones occidentales. Y, sin embargo, como aseguró cuarenta años
después el presidente de la RFA, Richard von Weizsacker, el final de la guerra equivalió a una
liberación. No todos lo admitieron: el historiador Ernst Nolte recordó que no se podía hablar
de liberación cuando Alemania había perdido una cuarta parte de su territorio y que no se
liberaron los propios alemanes, sino que la liberación les fue impuesta. La propia idea de que
existía, en cierto grado, una culpa colectiva fue minoritaria. Lo más justo quizá sea decir,
como escribió Thomas Mann, que no había dos Alemanias: la mala era igual que la buena,
aunque hubiera perdido el rumbo y fuera culpable. Ya el norteamericano Kennan, desde
comienzos de 1945, había aconsejado aceptar como un hecho irreversible que Alemania
quedaría dividida en dos. En la etapa de ocupación, los norteamericanos esbozaron actitudes
que tenían algo de racistas: para algunos, el deseo de guerra estaba tan profundamente
enraizado en los alemanes como el deseo de libertad entre los norteamericanos. Un
documento oficial aseguraba que había que tratar a Alemania como una nación enemiga
vencida. Pero esta situación fue superada muy pronto. Hoover le planteó muy oportunamente
la alternativa a Truman: se puede tener la venganza o la paz, pero no las dos a la vez. Los
aliados democráticos optaron por la segunda. Alemania debía ser castigada y lo fue mediante
la mutilación territorial -la comparación más pertinente sería la de una España que hubiera
perdido Andalucía- y los juicios de Nuremberg, pero también hubo procesos de personas
responsables de delitos no tan grandes. Las reparaciones, por su parte, afectaron de forma
especial a los residentes en la zona oriental, a los que se impidió disponer de unos medios que
eran imprescindibles para su subsistencia, pero también hubo reparaciones, muy inferiores, en
la zona occidental. Los juicios de personalidades inferiores a los grandes gerifaltes del
nazismo fueron realizados en primer lugar por tribunales militares aliados y concluyeron en
procesos contra 5.006 personas de las que 794 fueron condenadas a muerte y 486 ejecutadas.
Además, los aliados incluyeron en la legislación penal alemana sanciones contra los
"crímenes contra la Humanidad" o "crímenes de guerra", lo que permitió aplicar penas
retroactivas para delitos que originariamente no existían. A fines de 1950, se habían dictado
5.228 condenas, pero en su mayor parte se referían a delitos menores (sólo en un centenar de
casos se trataba de asesinatos). En 1950, la competencia definitiva sobre estos delitos fue
transferida a los tribunales alemanes, que tan sólo condenaron a 628 personas, en su mayor
parte guardianes de campos de concentración. A fines de 1955, prescribieron todos los delitos
menores y sólo fue posible perseguir los delitos de asesinato con premeditación. No obstante,
la protesta de algunos intelectuales hizo que en 1958 se creara un servicio de investigación de
los crímenes nazis e incluso que se prolongara el tiempo de prescripción de los delitos de
asesinato. Alemania, a partir de este momento pero también en épocas posteriores, ha
indemnizado a quienes sufrieron las consecuencias de la barbarie nazi. En cuanto a la
desnazificación de la Administración, en un principio llegó a ser tan masiva que 100.000
funcionarios fueron expulsados de sus puestos tan sólo en Baviera, mientras se repartían
millones de cuestionarios para llevarla a cabo. En la práctica, finalmente tan sólo 58.000
funcionarios fueron expulsados de sus puestos. La desnazificación moral se llevó a cabo de
forma plena, de modo que tan sólo un 10% de los alemanes afirmaba, a fines de los años
cuarenta, de acuerdo con las encuestas, que Hitler era el mayor estadista alemán de todos los
tiempos. La primera elección democrática tuvo lugar en Alemania en un pueblecito bávaro en
agosto de 1945. Afortunadamente, había todavía dirigentes de la época precedente que fueron
utilizados por los aliados para ponerlos al frente de los Gobiernos regionales que se crearon en
las zonas de ocupación y siempre hubo la idea de que todos los puestos políticos serían
ocupados, llegado el momento, por elección. Las políticas de las diversas potencias ocupantes
variaron un tanto: mientras los norteamericanos apenas intervinieron en esos Gobiernos, los
británicos sí lo hicieron y los franceses llegaron a mostrar aspiraciones anexionistas sobre el
Sarre. Cuatro partidos fueron aceptados por los ocupantes: Comunista, Democristiano, Liberal
y Socialdemócrata. Con esos cuatro polos, que correspondían a otros tantos modos de
entender la vida, se organizó la vida política en manifiesta ruptura con respecto al pasado.
Gran parte de sus dirigentes, como Adenauer y Schumacher, había pertenecido a la oposición
al nazismo. En septiembre de 1945, tan sólo cuatro meses después de haber acabado la guerra,
se anunciaron las primeras elecciones generales que se llevaron a cabo en 1946. Los dos
grandes protagonistas de la política alemana de la posguerra fueron Konrad Adenauer y Kurt
Schumacher; la paradoja es que el conservador fue el más propicio a una política de apertura
hacia el exterior y de crecimiento económico que cambió la sociedad alemana mientras que el
socialista fue proclive a posiciones nacionalistas. Adenauer había sido en 1917 un muy joven
alcalde de Colonia y en los años veinte era ya una de las figuras más importantes del partido
de Centro. Al final de la guerra, tenía ya 69 años y, al abandonar la cárcel de la Gestapo, sus
carceleros temieron que pudiera suicidarse, pero todavía tenía una larga vida por delante.
Caracterizaron a Adenauer una infatigable energía, una enorme capacidad de trabajo y una
voluntad de combate incluso en los momentos más difíciles. Su vida puede ser descrita como
un drama permanente o como una continua lucha, de la que nunca estaba por completo
satisfecho. Su absoluta carencia de preocupación ideológica no se contradecía con firmes
principios, algunos de ellos enfrentados con respecto a lo admitido por la mayoría. La dureza
de su carácter, nacida del sufrimiento, le llevó a ser destituido por los británicos -como lo
había sido antes por los nazis- por defender sus ideas. Su mujer falleció en 1948 como
consecuencia de las penalidades sufridas y él mismo hubiera muerto de no ser por la rapidez
del avance de los norteamericanos; había sido detenido varias veces durante el período nazi,
pero eso no le hizo proclive a pensar en la existencia de una culpa colectiva de los alemanes
acerca del nazismo. En los años de obligada pasividad adquirió una conciencia absoluta de
que la división de Europa era inevitable y de que la suya era la "parte libre" de Alemania que
debía reconciliarse con Francia. La CDU que presidió fue un partido que partía de la
compatibilidad entre protestantes, conservadores y liberales y católicos, y que se abrió
también a corrientes sociales. Kaiser, un sindicalista, representó una tendencia de socialismo
cristiano muy influyente durante algún tiempo. Por su parte, Kurt Schumacher era en muchos
aspectos diferente de Adenauer: prusiano, era partidario de un Gobierno fuerte frente al
federalismo del renano. Había pasado doce años en campos de concentración nazis. Fue
siempre muy nacionalista y, por ello, menos europeísta y estaba dotado de un sentido del
humor y de un calor humano de los que carecía Adenauer. Los problemas de reconstrucción
eran, en 1945, gravísimos. Berlín, que con cinco millones de habitantes era en 1930 la mayor
ciudad del continente europeo, sólo tenía en estos momentos tres. En ese año, un tercio de los
nacidos en la antigua capital moría a causa de la precariedad de las condiciones de vida allí
existentes. Antes de la guerra, las zonas más productivas desde el punto de vista alimentario
habían sido las situadas en el Norte y la destrucción de los medios de transporte tuvo efectos
devastadores sobre el aprovisionamiento, hasta el punto de que la cifra de calorías en la
alimentación se redujo a tan sólo un tercio del nivel considerado normal. En 1946, la media de
la producción en las zonas administradas por los anglosajones fue algo superior a un tercio y
sólo en 1948 se llegó al 60% de las cifras de la preguerra. En 1946, empezaron a tomarse
decisiones que hicieron posible la recuperación económica. Puesto que los soviéticos no
daban cuenta de las reparaciones que obtenían a base de desmantelar fábricas en la zona
oriental, en la occidental dejaron de admitirse nuevos desmantelamientos. El invierno de 1947
se vio acompañado por las temperaturas más bajas del siglo en el centro de Europa, pero fue
ya entonces cuando Alemania comenzó a percibir el cambio en la política norteamericana.
Los aliados crearon un Consejo de 52 miembros, elegidos por los Parlamentos regionales, que
empezó a funcionar en junio. En él ya jugó un papel de primera importancia Ludwig Erhard,
un hombre ya de edad que había desempeñado un papel en el Gobierno bávaro y fue luego
profesor en Munich. Su mérito fue oponerse las tendencias estatificadoras que no sólo
dominaban entre los socialistas sino en parte de los sectores democristianos y entre los
propios ocupantes, en especial los británicos. Fue él quien patrocinó las disposiciones
fundamentales que estuvieron en el origen de la recuperación económica alemana.
Consistieron en una reforma monetaria que introdujo un nuevo signo monetario -el "deutsche
mark"-, la abolición del racionamiento y, en general, de todas las restricciones. Su política
fue, por consiguiente, la de una economía de mercado, frente a lo que resultaba habitual en la
política económica de una época en que incluso la democracia cristiana había propuesto la
nacionalización de la industria pesada. Las reformas hicieron desaparecer el mercado negro,
pero afectaron gravemente a los ahorradores. En 1952, una ley de reparto de cargas pretendió
establecer algún sistema de compensación. Los propietarios de bienes raíces, en cambio,
apenas se vieron afectados por las medidas. Las tesis económicas de Erhard eran coincidentes
con las de un grupo de economistas, entre los que figuraron Ropke, Eucken y Hayek,
partidarios de "un orden social y económico fundamentalmente libre, pero también
socialmente responsable, asegurado por un Estado fuerte". La reforma monetaria no sólo tuvo
unas importantes consecuencias desde el punto de vista económico, sino también desde el
político. Los países europeos occidentales habían llegado ya a la conclusión de que Alemania
tenía que regirse con un Gobierno propio. La nueva moneda hizo inevitable la división de
Alemania y provocó, como respuesta soviética, el bloqueo de Berlín. Pero la URSS había
violado de forma sistemática los principios del Gobierno cuatripartito de Alemania y el
principio de la libre determinación de los pueblos. Continuando con el proceso de
construcción de un Estado, en septiembre de 1948 se reunió en Bonn una Asamblea
constituyente. La organización política de Alemania estaría basada en una Ley Fundamental y
no en una Constitución propiamente dicha, con el fin de subrayar una condición de
provisionalidad derivada de que sólo una parte de los alemanes podían pronunciarse. Las
diferencias entre los partidos se manifestaron considerables y dieron lugar a acuerdos muy
peculiares: la segunda Cámara o Bundesrat fue producto de la voluntad coincidente de CSU
-democristianos bávaros- y SPD. La ley básica, aprobada en mayo de 1949, no fue el producto
de un esfuerzo reaccionario por volver al pasado ni de una presión norteamericana sino la
consecuencia de un profundo deseo de estabilidad, cambio y paz de todos los alemanes. Entre
1949 y 1955, transcurre la primera etapa en la existencia de la República Federal. La única
oposición importante a la Ley Fundamental la presentaba la CSU, enfrentada al exceso de
poder otorgado al Gobierno central, pero acabó aceptándola. La misma elección de Bonn
como capital federal derivó del voluntario carácter de provisionalidad que quiso dársele al
nuevo Estado. Los colores de la bandera fueron los de los demócratas nacionalistas alemanes
del siglo XIX, como había sido durante la República de Weimar. Las primeras elecciones
legislativas tuvieron lugar en agosto de 1949, después de la aprobación de una ley electoral en
la que la posibilidad de un doble voto permitió siempre la existencia de un pequeño Partido
Liberal. Desde un principio, la contienda electoral se centró entre la CDU y el SPD, que
obtuvieron el 31 y el 29% del voto, respectivamente, mientras que el FDP logró el 11%. Esos
resultados demuestran que existió la posibilidad de una gran dispersión parlamentaria, como
había sucedido en la República de Weimar, pero ya en 1957 los demás partidos no superaron
el 10%. La abundancia de repatriados hubiera posibilitado que se formara un partido formado
exclusivamente por ellos, pero de hecho el Parlamento vino a mostrar el mismo esquema de
proporciones que se daba en la sociedad. Adenauer pudo gobernar gracias a la colaboración
con los liberales, a los que pertenecía el primer presidente, Heuss; por otro lado, habiendo
sido los temas económicos fundamentales en la campaña electoral, resultaba lógico que no
quisiera coligarse con los socialistas. Su política estuvo dirigida a vincular Alemania a
Occidente, como si temiera por la actitud de sus compatriotas. Consiguió su primera mayoría
por un solo voto, pero proporcionó a Alemania una dirección firme, clara, imaginativa y
realista. Adenauer era Der Alte -El Viejo- y siempre estuvo rodeado de un excepcional
respeto. Los dirigentes del SPD, sin embargo, llegaron a decir que Adenauer actuaba como si
se tratara de la quinta potencia ocupante. Como consecuencia de los acuerdos de Petersberg,
en noviembre de 1949, la República Federal de Alemania fue reconocida como Estado
independiente por los aliados occidentales. Sólo la autoridad de Adenauer permitió que el país
se rearmara porque el punto de partida al respecto fue muy negativo, pues dos tercios de la
población se negaba a una medida como ésta. El protestantismo alemán estuvo a punto de
dividirse al respecto y hubo ministros que abandonaron el Gobierno mientras que el SPD
llevó la cuestión al Tribunal Constitucional. Éste, por su parte, jugó un papel político
importante cuando tomó la decisión de expulsar de la legalidad democrática a un pequeño
partido neonazi en Sajonia y, después, al partido comunista. En 1952, Stalin hizo una
propuesta con respecto la reunificación alemana y una parte de la clase política alemana
-incluso de la CDU- consideró que era sincera. Pero Adenauer no aceptó. Su firme política
prooccidental, dispuesta a la integración en la Comunidad Europea de Defensa, permitió el
cese de la ocupación y la integración del país en la OTAN y en el Tratado de Bruselas. Al
mismo tiempo que se integraba en Europa, la RFA, saldando cuentas con su pasado, aplicó
una política tendente a la indemnización por los crímenes cometidos por los nazis. Alrededor
del 15% de las importaciones de Israel procedían de Alemania, que suscribió también pactos
indemnizatorios con un total de dieciséis países. Los grandes inconvenientes de la economía
alemana al comienzo de la posguerra no residían tanto en la destrucción de los bienes de
capital como en el problema de las comunicaciones y la división del país en dos. Pero,
establecidos los principios de la economía social de mercado gracias a la política de Erhard, la
recuperación fue mucho más rápida de lo esperado. La construcción de viviendas, estimulada
por una disposición de 1950, fue uno de los principales motores de la economía. A partir de
1955 y durante toda la segunda mitad de la década, el crecimiento anual alemán fue ya
superior al 7%.

-ITALIA: FUNDAMENTOS DE LA I REPÚBLICA


En Italia, la fase final de la guerra constituyó, en realidad, una auténtica guerra civil. Eso es lo
que explica que el "viento del Norte", es decir, los aires revolucionarios instalados en esta
parte del país, jugaran un papel muy importante en los primeros años de la Italia republicana.
El impacto del conflicto sobre la vida y la conciencia de los italianos fue mucho mayor no
sólo que el producido por la Gran Guerra sino también que el generado por el propio
Risorgimento. La memoria de la lucha entre fascistas y antifascistas fue uno de los elementos
vertebradores de la Italia de la posguerra. De momento, los seis partidos representados en la
resistencia formaron un Comité de Liberación Nacional, cuya autoridad debió reconocer el
Gobierno Bonomi a fines del año 1944 en la zona Norte. La actitud contemporizadora de los
comunistas, dirigidos por Palmiro Togliatti, contribuyó a hacer posible esta fórmula de
convivencia temporal entre dos legitimidades. En un discurso que se hizo célebre,
pronunciado en Salerno -dando lugar a la llamada "svolta di Salerno"- señaló la necesidad de
dejar a un lado los objetivos revolucionarios y colaborar con el resto de las fuerzas políticas.
Sin embargo, hasta junio de 1945, no se llegó a una solución que integrara la dualidad de
poderes existentes con el Gobierno de Ferruccio Parri, personaje vinculado al Partito
d'Azione, un conglomerado liberal y progresista que, si había tenido una destacada
importancia en la resistencia, no llegó a fraguar con posterioridad como partido de masas.
Parri contó con una especie de organismo colectivo de consulta, formado por los partidos de
la resistencia y tuvo en el seno de su Gobierno a sus principales dirigentes, como el
democristiano De Gasperi, el socialista Nenni y el propio Togliatti. Poco ducho en cuestiones
administrativas y muy receloso, Parri acabó cediendo el poder, a fines de año, a De Gasperi.
Este giro, que para algunos supone el principio de clericalización de la política italiana, en
realidad estuvo motivado en la debilidad de la posición política de Parri. A estas alturas ya se
habían planteado algunas cuestiones decisivas que tardarían en ser resueltas. Hubo
movimientos separatistas en Sicilia y Cerdeña y, sobre todo, otro, bajo el impreciso título
L'uomo qualunque -el hombre cualquiera- que, inspirado por el escritor Giannini, se convirtió
en representante de los antiguos fascistas y de los decepcionados por los partidos
democráticos. Mientras tanto, la depuración de los colaboradores del fascismo se había
realizado de un modo superficial y muy poco exigente. A comienzos de los sesenta, se pudo
constatar que tan sólo dos de los 64 "prefetti" existentes habían militado en la resistencia.
Pero la cuestión política más grave que estaba pendiente de resolución era la relativa a la
Monarquía. Titubeante y, al mismo tiempo, convencido de su popularidad, el rey Vittorio
Emmanuele tardó en abdicar en su hijo Umberto hasta tan sólo unas semanas antes de jugarse
su destino en un referéndum. Celebrado en junio de 1946, la República obtuvo el 54% de los
votos, pero una preocupante señal de la desarticulación política del país fue la victoria de la
Monarquía en la mitad Sur del mismo. La forma en que quedó planteada y resuelta la cuestión
de régimen fue una prueba evidente de la habilidad política de De Gasperi. No aceptó el
nuevo primer ministro que la cuestión fuera decidida por una Asamblea Constituyente sino
que la reservó para un referéndum en el que la democracia cristiana -cuyos dirigentes eran
mayoritariamente republicanos, aunque las masas que les votaban no lo fueran- no se jugara
su destino. En realidad, este partido no había nacido como resultado de una especie de
conspiración clerical y vaticanista, sino que se había impuesto sobre estos medios como única
solución para cerrar el camino a la izquierda. Los medios clericales y el propio Vaticano
vieron en la situación de la posguerra un peligro apocalíptico y movilizaron todas sus fuerzas
para reconstruir el papel directivo de la Iglesia en la nueva Italia. Esta actitud corría el peligro
de acabar en el clericalismo pero De Gasperi, cuyo objetivo fundamental era estabilizar el
Estado democrático, definió a su partido, en un sentido de clara ruptura con respecto a su
pasado confesional, como "un partido de centro que se mueve hacia la izquierda". No
obstante, en materia económica su Gobierno se identificó de forma meridianamente clara con
la economía de mercado, como se puede percibir por el hecho de que las medidas de
reconstrucción quedaron en manos del liberal Einaudi. Las primeras elecciones, que tuvieron
lugar al mismo tiempo que el plebiscito, produjeron un cambio decisivo en la vida política
italiana. La fuerza política que obtuvo más votos fue la Democracia Cristiana (35%), seguida
por los socialistas (20%) y los comunistas (19%), mientras que los liberales, el sector político
más importante de la época prefascista, sólo llegaron al 7%. Más importante que esta
distribución del voto fue el hecho de que a partir de este momento la política italiana
presenció la definitiva entrada en ella de las masas. La dominaron dos poderosísimos partidos,
capaces de lograr una penetración capilar en la sociedad: la Democracia Cristiana y el Partido
Comunista, dotados de amplia implantación gracias a sus organizaciones sociales paralelas.
Por su parte, el Partido Socialista acabó marginado a un tercer puesto debido a su división
interna. Nenni, su dirigente principal, mantuvo durante estos años una política de unidad con
los comunistas y una política exterior poco propicia a la identificación con el mundo
occidental; su discurso, a menudo irritó más a la derecha que el de los propios comunistas. En
1947, el partido se dividió apareciendo una tendencia socialdemócrata. El Gobierno formado
después de las elecciones fue tripartito, con la colaboración de los tres partidos más votados.
Estaba destinado a no durar mucho pero supo pilotar el cambio constitucional. La elaboración
de la Ley Fundamental fue lenta y algunos preceptos -los relativos a la descentralización-
tardaron mucho en llevarse a la práctica, pero la Constitución resultó duradera y capaz de ser
aceptada por grupos políticos muy dispares. Una prueba de las cesiones que cada grupo debió
hacer la proporciona el hecho de que el Partido Comunista acabó aceptando la
constitucionalización de los Pactos Lateranenses, suscritos en 1929 entre el Vaticano y el
régimen fascista. Sin embargo, la distancia entre los partidos era tan considerable que el
conflicto acabó por estallar a mediados de 1947. Los sucesos del Este de Europa jugaron en
ello un papel muy importante, pero no hay que olvidar tampoco que el PCI seguía dando pie a
temores, por mantener sus políticas revolucionarias. Socialistas y comunistas italianos
aceptaron la destrucción de la democracia en Checoslovaquia y en los años de la posguerra
hubo que incautar 35.000 fusiles automáticos y 37.000 pistolas que habían quedado en manos
de los antiguos partisanos. La respuesta de De Gasperi ante estos presuntos o reales peligros
antidemocráticos consistió en pasar de un Gobierno tripartito a uno cuatripartito, sumando a la
Democracia Cristiana grupos menores -liberales, socialdemócratas y republicanos- que tenían
una clara vocación democrática y un carácter laico. Por su parte, socialistas y comunistas
formaron un Frente Democrático Popular que acudió en coalición a las elecciones en abril. El
resultado de esta consulta fue una muy clara victoria de la Democracia Cristiana que logró
casi el 49% de los votos mientras que las izquierdas quedaron en tan sólo el 31% perdiendo
votos hacia los socialdemócratas que lideraba Saragat. En adelante, ya no se pondría en duda
la pertenencia de Italia al mundo democrático. De Gasperi hubiera podido formar un
Gobierno monocolor -porque tenía suficiente número de escaños- pero prefirió mantener el
cuatripartito. Un factor que pudo influir en el resultado de las elecciones fue que los Estados
Unidos apoyaron la posición del Gobierno italiano en lo que respecta a Trieste y dejaron claro
que el mantenimiento de su ayuda económica dependía de que no hubiera un deslizamiento
hacia el comunismo. Ya entonces estaba clara la definición occidental de la política exterior
italiana: el viaje de De Gasperi a Estados Unidos al comienzo de 1947 debe ser interpretado
como un resultado de esta identificación más que como una prueba del intervencionismo
norteamericano en la política italiana. Privada de sus colonias, Italia tenía que borrar, además,
la pésima imagen internacional que había producido en el momento de su intervención en la
guerra en 1940. Pero superó estas dificultades: las reparaciones que pagó no fueron de gran
magnitud y, en realidad, de forma indirecta fueron asumidas por los norteamericanos. Lo peor
fue que las propias fronteras italianas fueron motivo de controversia. Francia ocupó el valle de
Aosta, pero acabó abandonándolo. Sobre el Tirol del Sur, mayoritariamente germanoparlante,
se llegó a un acuerdo con Austria basado en la implantación de un régimen de autonomía.
Trieste acabó siendo recuperado, tras ásperas tensiones con Yugoslavia. Tanto el balance de
política interna como el de la exterior de los primeros años de posguerra fueron positivos,
porque estabilizaron la situación de una Italia democrática. A partir de la crucial elección de
1948, la fórmula de gobierno siguió siendo idéntica. La Democracia Cristiana continuó siendo
el eje de la vida política apoyada por los republicanos de La Malfa, los liberales convertidos
en representantes de los intereses de la gran industria y dirigidos por Malagodi, y los
socialdemócratas. La novedad más importante de los años cincuenta fue la reaparición de la
extrema derecha en dos movimientos -Movimento Soziale Italiano y monárquicos- que
arrebataron una parte del voto democristiano. En el partido de De Gasperi hubo también una
tendencia en los sectores más derechistas proclive a romper la posición centrista e incluso a
colaborar con los partidos de derecha. Pero el jefe de Gobierno mantuvo su opción. La
presentación de un anteproyecto de nueva ley electoral, aunque muy controvertido, no tuvo
otro objetivo que hacer perdurar la fórmula centrista. La disposición pretendía introducir el
emparentamiento de varias listas electorales de modo que si una opción llegaba a más del
50% de los votos se le atribuirían dos tercios de los escaños. Aunque nada tenía que ver con
cualquier tipo de antecedente de la época mussoliniana, inmediatamente la izquierda
estableció comparaciones. denigratorias. Pero lo peor para De Gasperi fue que el proyecto
acabó por dividir a los partidos de la coalición centrista. En las elecciones de 1953, a éstos
sólo les faltaron 60.000 votos para lograr el ansiado 50%, pero la Democracia Cristiana perdió
ocho puntos porcentuales. Amargado, De Gasperi se retiró y no tardaría en morir, en 1954. A
pesar de su desaparición, la fórmula política que siguió existiendo fue semejante, aunque los
partidos laicos en ocasiones apoyaran al Gobierno desde fuera. Sin embargo, el talante de los
sucesores de De Gasperi -Pella, Scelba, Segni- fue mucho más conservador. En el período
1953-1958 se sucedieron seis Gobiernos, lo que testimonia una gran inestabilidad,
multiplicada por el hecho de que en la Democracia Cristiana había hasta cinco corrientes
distintas. Pero la Italia democrática había conseguido superar uno de los peores momentos de
su Historia. Si las imágenes del cine neorrealista constituyeron una excelente prueba de lo
grave que había sido el impacto de la guerra, en 1953 los italianos podían ver en sus pantallas
cinematográficas la película Pan, amor y fantasía que ofrecía una perspectiva mucho más
amable y optimista.

 EXPANSIÓN DEL COMUNISMO EN LA EUROPA DEL ESTE


Frente a la Europa que se mantuvo en la senda de la democracia, en el Este del Viejo
Continente otra Europa eligió -o, mejor dicho, se vio obligada a elegir- la senda
divergente del comunismo. Aunque más adelante veremos que cuanto allí sucedió tuvo
una crucial importancia en las relaciones internacionales de la época, resulta preciso tratar
de esta cuestión de forma detallada. La importancia de esta ruptura o corte en la Historia
de Europa así lo requiere al margen de su repercusión

- LA CONQUISTA DEL PODER


La Europa central y del Este fue para Stalin una preocupación esencial a lo largo de toda de la
guerra. Desde 1941, había insistido cerca de sus aliados en la necesidad de definir los
objetivos bélicos y, a partir de 1943, la URSS abandonó su apariencia hasta entonces de
ciudadela asediada para pretender convertirse en una especie de madre de las revoluciones. Lo
hizo por un procedimiento que estaba en directa relación con el modo de acceso de los
bolcheviques al poder y tenía poco que ver con Marx y mucho con las circunstancias bélicas
vividas por Rusia en 1917; también en Mongolia había sido, en 1920, el Ejército soviético
quien impuso la revolución. De modo parecido, lo que se produjo en Europa del Este, más que
una exportación de la revolución, fue una extensión geográfica de la misma por
procedimientos militares, llevándola a cabo desde arriba y por presión exterior. De esta
manera se constituyó, desde el momento de la victoria sobre Alemania hasta comienzos de
1948, un círculo o glacis de protección de la URSS dirigido por políticos de su confianza,
estrechamente vinculados a la URSS. Lo estaban incluso desde el punto de vista de su
biografía previa, pues quienes ocuparon un papel político dirigente habían pasado una buena
parte de su vida en Moscú. La política exterior de estos países siguió los dictados de la
soviética, y en la interior se reprodujo la fórmula que había aplicado Stalin desde el poder. No
se debe pensar, sin embargo, que ese glacis hubiera sido concedido en Yalta tal como luego se
convirtió en realidad o que Stalin tuviera una precisa idea de lo que quería conseguir en esta
parte del mundo. Por más que las conversaciones entre Churchill y Stalin sobre el reparto de
sus respectivos porcentajes de influencia parezcan cínicas, lo cierto es que podían
determinarlo pero no se referían al modo de hacerlo. Nunca se refirieron, por ejemplo, al
carácter dictatorial de los regímenes. Además, el dirigente conservador británico, al citar
porcentajes, lo que quería era hallar un procedimiento para recortar la influencia soviética. Por
su parte, es muy posible que Stalin quisiera un sistema de la relaciones estable con sus aliados
de otro tiempo e influencia en la retaguardia a través de los partidos comunistas. Pero, para él,
el glacis protector era decisivo y el ansia de seguridad absoluta que tenía le llevó a revestirlo
de las características que, en efecto, tuvo. La dominación por los comunistas del Este de
Europa no se llevó a cabo de una manera súbita. Hubo tres fases sucesivas, que podrían ser
descritas en los términos siguientes: una primera coalición amplia de izquierdas, una coalición
de idéntica significación, en la que los comunistas tenían el claro predominio y, por último, la
toma del poder absoluto por ellos. Los historiadores dudarán durante mucho tiempo acerca de
si se produjo la guerra fría por la toma del poder por los comunistas en esta región del mundo
o si, por el contrario, hubo toma del poder porque había guerra fría; de lo que no cabe la
menor duda es de que las dos realidades estuvieron estrechamente relacionadas. En lo que, en
cambio, existe una coincidencia completa es en considerar que en la clara mayoría de estos
países nunca se hubiera llegado de forma espontánea a una revolución. En ningún momento
los comunistas alcanzaron victorias electorales que les permitieran ejercer el poder de forma
abrumadora, de modo que fueron los procedimientos que emplearon los que les permitieron
llegar a conseguirlo. Principalmente utilizaron la táctica del caballo de Troya -introducción de
infiltrados en los partidos socialistas- y la "del salami", es decir, ir fraccionando al adversario
de forma sucesiva hasta reducirlo a la impotencia. Pero todavía más importante fue el puro y
simple uso de la fuerza, a partir del control de las fuerzas de seguridad y del Ejército. Sin
duda, la prioridad fundamental de Stalin fue establecer un Gobierno adicto en Polonia, el país
más reacio al comunismo, pero no está claro si verdaderamente trató desde un principio de
hacerlo en todo el conjunto del Este de Europa. Es posible que en el resto de la zona sólo
pretendiera sacar una neta ventaja del resultado de la guerra. En este sentido, quizá pueda
decirse que "la estalinización fue un proceso más que un plan". Siempre, sin embargo, el
predominio de los intereses soviéticos derivó en gran medida de la presencia del Ejército
Rojo. Sólo así puede explicarse que los minúsculos partidos comunistas de Rumania y
Hungría consiguieran llegar al poder, mientras que eso no fue posible en el caso de Francia e
Italia, que poseían grandes partidos comunistas. En cambio, el Ejército soviético no
desempeñó papel alguno en el caso de la toma del poder en Bulgaria, Checoslovaquia,
Albania y Yugoslavia. Por su parte, Austria fue ocupada parcialmente por los soviéticos
durante algún tiempo, pero eso no determinó su futuro. Resulta preciso, por tanto, aludir a
otras causas complementarias. Un factor muy importante fue que en este momento parecía
esencial proceder a la reconstrucción de los países organizada por los Estados y los poderes
públicos. El comunismo, además, daba la sensación de ser "el futuro": se había olvidado el
mundo de las purgas y de la colectivización forzosa e incluso se había perdido de vista la
Komintern. Los comunistas eran en 1945 la fuerza política mejor organizada de esta zona y la
vida social estaba por completo desorganizada, con las viejas clases dominantes destruidas o
incapaces de reacción, mientras que apenas existían otras que pudieran convertirse en una
alternativa. Los campesinos habían sobrevivido como clase, pero los comunistas trataron de
no enfrentarse con ellos proponiendo la reforma agraria. Los intelectuales se dejaron llevar
por el "espíritu del tiempo". Los sindicatos apoyaron también a los comunistas quienes los
habían gestado. Las Iglesias, en cambio, presentaron resistencia, en especial la católica, y
fueron inmediatamente perseguidas. La toma del poder tuvo lugar primero en los países
menos desarrollados, en los que los soviéticos tenían un interés fundamental o que realizaron
una revolución propia; solamente después, se llevó a cabo en aquellos que se asemejaban más
a los occidentales. La narración de la conquista del poder por los comunistas debe, pues,
iniciarse por aquellos países que la realizaron por sí mismos, como consecuencia de un
proceso revolucionario endógeno. En Albania, la toma del poder por los comunistas se inició
en el otoño de 1944, sin encontrar verdadera resistencia, excepto en el Norte del territorio, de
mayoría católica. Los aliados en ningún momento habían reconocido a un Gobierno albanés
en el exilio ni habían tenido intervención alguna en el pequeño país. Por su parte, Yugoslavia,
al ser considerada como uno de los vencedores en la guerra, no conoció la presencia de una
fuerza de ocupación o de una comisión aliada de control. En realidad, fue uno de los escasos
países de Europa en que los partisanos jugaron un papel decisivo en las operaciones militares
contra los alemanes, llevadas a cabo en general con una espectacular brutalidad. Murió en la
guerra uno de cada dieciséis yugoslavos, con la particularidad de que se produjo al mismo
tiempo una confrontación entre las diferencias etnias, que habría de tener consecuencias muy
duraderas con el paso del tiempo. A la altura de 1945, de los 12.000 miembros que tenía el
Partido Comunista, unos 9.000 habían muerto. En el inmediato momento posterior a la
victoria tomaron venganza: algo más de veinte mil refugiados yugoslavos refugiados en
Austria y entregados por los occidentales fueron ejecutados sumariamente por las nuevas
autoridades comunistas. El caso de Yugoslavia testimonia que los comunistas, sin necesidad
de seguir precisas instrucciones de Moscú, tendieron a ocupar el poder en régimen de
monopolio y que una dirección autónoma podía no impedir sino confirmar la voluntad de
imitación del modelo estalinista. Josip Brosz, Tito, nacido en Croacia de madre eslovena en
1892, fue un obrero metalúrgico que llevó una vida errante por el antiguo Imperio
austrohúngaro hasta que, prisionero de los rusos durante la Primera Guerra Mundial, se
convirtió a la fe comunista durante su estancia en prisión. Jefe del partido en 1937, configuró
a su alrededor un equipo dirigente plurinacional -Djilas, Kardelj...- que, en lo esencial, ejerció
el poder en Yugoslavia hasta su muerte. Desde el final de la guerra, los dirigentes comunistas
yugoslavos demostraron una actitud de independencia respecto a Moscú quejándose, por
ejemplo, de las violaciones de mujeres cometidas por los militares soviéticos. Stalin no quería
que los comunistas yugoslavos se le desmandaran ni tampoco que rompieran con los
monárquicos, aunque más adelante estuvieran dispuestos a traicionarlos; tampoco estuvo de
acuerdo en que Tito derribara aviones norteamericanos que sobrevolaron territorio yugoslavo.
Subasic, el dirigente monárquico, regresó al país en noviembre de 1944 y a continuación lo
hizo el propio rey. Alejandro Sin embargo, desde el primer momento, los comunistas
yugoslavos demostraron que estaban dispuestos a entrar en el Gobierno, pero de ninguna
manera a compartir el poder efectivo. En noviembre de 1945, se celebraron elecciones con
lista única y el Frente Popular, dominado por los comunistas, obtuvo más del 90% de los
votos. Los ministros monárquicos ya habían abandonado con anterioridad el Gobierno y no
hubo posibilidades de publicar prensa libre alguna; además, su intento de boicotear las
elecciones fracasó, debido a las presiones de los partisanos, que se beneficiaban de la
indudable popularidad de Tito. En enero de 1946, fue establecida la República Federal de
Yugoslavia, con una inmediata y radical socialización de la economía. Tomado el poder, los
comunistas continuaron persiguiendo a sus adversarios: Mihailovic, el obispo Stepinac o
Jovanovic, líder de los agrarios, fueron condenados en juicios públicos y carentes de
garantías. En los primeros meses de la posguerra, Tito llevó a cabo una vigorosa política
exterior: se negó hasta el último momento a devolver Trieste, ayudó a los guerrilleros
comunistas en Grecia y trató de sumar Bulgaria a una especie de federación balcánica. De
Polonia, llegó a decir Stalin que convertirla en comunista era más difícil que ensillar a una
vaca. Era, en efecto, así, y en cierto modo, el estalinismo se debió adaptar a las circunstancias
peculiares del país: Milosz afirmaría, tiempo después, que Polonia se adaptó al estalinismo
practicando el arte de la simulación. De hecho, el principal dirigente comunista, Gomulka,
tuvo menos dependencia de Moscú que los restantes dirigentes del Este de Europa. En el
verano de 1944, los comunistas habían reconstruido un partido considerable en efectivos y a
su hegemonía coadyuvó la sublevación de Varsovia, que destruyó la dirección de las otras
fuerzas políticas. La Unión Soviética reconoció entonces a un Gobierno establecido en
Lublin, al que controlaba y donde no se admitían disidencias. En marzo de 1945, dieciséis
miembros de la resistencia no comunista fueron convocados por los soviéticos, que los
detuvieron y juzgaron. En el Gobierno que se formó tras la liberación, solamente ocho de los
22 ministros de que estaba formado no habían integrado el de Lublin y su poder era muy
escaso. Las medidas adoptadas a partir de 1946 para controlar la economía incrementaron el
poder de los comunistas, pero desde otoño de 1945 estaba entablada una auténtica guerra
civil, con 35.000 guerrilleros anticomunistas actuando en las zonas pantanosas del centro del
país. Algo que servía para justificar la actuación de fuerzas represivas muy potentes. Mientras
tanto, se había iniciado una reforma agraria que, a base del reparto de la tierra incluso en
parcelas muy pequeñas, hizo posible una parcial atracción hacia el comunismo por parte del
campesinado. Su verdadero líder era, sin embargo, Mikolaiczyk, quien agrupó en su partido
agrario a unos 600.000 campesinos. En un referéndum celebrado en 1946 comenzaron las
presiones en contra de los agrarios, que vieron detenido a un millar de sus afiliados. En las
elecciones generales de enero de 1947, los agrarios sólo obtuvieron el 10% del voto y los
independientes otro tanto, pero 142 candidatos habían sido detenidos durante la campaña. A
continuación, fue aprobada una Constitución semejante a la soviética, que no quedó perfilada
de forma definitiva hasta 1951. En el otoño de 1947, el líder agrario tuvo que exiliarse y, en
marzo de 1948, el Partido Socialista y el Comunista se fusionaron. Polonia fue la máxima
prioridad para la dominación soviética, pero ello hizo que la forma de tratarla también fuera,
en cierta manera, circunspecta. El catolicismo fue bien tratado, así como también la pequeña
propiedad campesina. Gomulka, que representaba un comunismo nacional, derrotó incluso a
una facción del partido que pretendía la pura y simple integración de Polonia en la URSS. En
Hungría, a fines de 1944 se formó un Gobierno de coalición. Los comunistas obtuvieron una
cuarta parte de la Asamblea parlamentaria gracias a las presiones que ejercieron, pero la
reforma agraria que propiciaron fue muy popular. Sin embargo, no quisieron tomar el poder
hasta que hubiera sido resuelta la cuestión de Polonia. Durante el período intermedio se
demostró que por procedimientos democráticos no podían acceder al poder. En noviembre de
1945, se celebraron unas elecciones en las que triunfó el Partido de los Pequeños Propietarios
(57% del voto), obteniendo comunistas y socialistas tan sólo el 42% (17%, los primeros).
Pero se había pactado el mantenimiento de la coalición de cuatro partidos y en ella el
comunista tuvo en sus manos el Ministerio del Interior, que fue desempeñado por Rajk y cuya
policía se convirtió en poco menos que en una fuerza privada comunista. Rakosi, el principal
dirigente comunista, fue el inventor de la táctica "del salami", que se aplicó especialmente
sobre los pequeños propietarios. En agosto de 1947, unas nuevas elecciones todavía dieron la
victoria a los grupos que no estaban dominados por los comunistas, quienes no obtuvieron
más del 22% del voto, pero ya en otoño abandonaron cualquier pretensión de gradualismo en
el acceso al poder. Desde un principio, se produjo una fuerte ofensiva contra la Iglesia y el
cardenal Midszenty fue detenido en las Navidades de 1948. En abril de 1949, se celebraron
nuevas elecciones ya sin candidatos de oposición. En Bulgaria, los comunistas habían jugado
un papel importante en la política previa a la guerra y los tradicionalmente rusos no suscitaban
prevención, a diferencia de lo que sucedía en otros lugares. Desde un principio, el PC actuó
con dureza en la purga de la Administración: el país que había tenido el menor número de
crímenes de guerra vio sin embargo el mayor número de ejecuciones (50.000) por supuesto o
real colaboracionismo. Un juicio, celebrado en 1946 contra la clase dirigente del régimen
anterior, concluyó con un centenar de penas capitales. El líder de los agrarios, Dimitrov, fue
obligado a exiliarse, pero durante algún tiempo todavía aquéllos y los socialdemócratas fueron
capaces de seguir manteniendo la oposición a los comunistas. A fines de 1946, los comunistas
ganaron unas elecciones con el 86% del voto; ya en septiembre se había proclamado la
República. En los siguientes comicios todavía los agrarios y los opositores obtuvieron un
centenar de escaños pero, a continuación, el líder de los primeros, Petkov, fue juzgado y
ejecutado. En toda Europa del Este, los dirigentes agrarios constituyeron la mayor dificultad
que los comunistas tuvieron para tomar el poder, pero en Bulgaria la propiedad ya estaba
repartida y no se pudo, por consiguiente, emplear la promesa de la reforma agraria para atraer
al campesinado. Ya en 1948, la detención del dirigente de los socialdemócratas significó la
desaparición de cualquier vestigio de pluralismo democrático. En Rumania, los comunistas
tenían apenas un millar de afiliados y, por tanto, sólo les correspondió una cartera ministerial
en el primer Gobierno de coalición formado tras el fin de la guerra. Pero inmediatamente los
soviéticos intervinieron de una forma brutal y cínica imponiendo cambios políticos partiendo
siempre de la acusación de que los colaboracionistas no eran suficientemente perseguidos. En
marzo de 1945, ya habían conseguido formar un Gobierno dominado por ellos y presidido por
Groza. Mientras tanto, la aplicación del programa de reparaciones exigidas por la URSS y
aceptadas por Rumania suponía que la mayor parte de las industrias pasara a manos
soviéticas. A cambio, Rumania consiguió incorporar la gran región de Transilvania, de
mayoría húngara. En diciembre de 1947, el rey acabó abdicando, cuando no hacía tanto
tiempo había sido el único capaz de librarse del dirigente fascista Antonescu. Antes habían
sido disueltos los partidos de oposición, mientras que los socialdemócratas eran integrados en
el partido comunista a base de presiones. En la parte oriental de Alemania, los soviéticos
controlaban de forma directa el PC y establecieron once departamentos para su
administración, de los que cinco estaban dirigidos por comunistas. En un primer momento, el
Partido Comunista optó por una política muy moderada: no hacía mención de Marx ni de
Lenin, ni tampoco de la dictadura del proletariado. Como en otros lugares, los comunistas
consiguieron especial implantación gracias a la reforma agraria y a las presiones ejercidas por
la administración. El partido socialdemócrata, SPD, estaba dispuesto a la colaboración con los
comunistas e incluso se establecieron comités espontáneos para canalizarla, pero con el paso
del tiempo los socialdemócratas de la zona occidental acabaron negándose a ello, mientras
que en la oriental su integración en el PC se hizo bajo presión. En las elecciones celebradas
todavía con relativa normalidad, en ninguna región de la Alemania oriental ganó este partido
unificado; en el mismo Berlín, el SPD pudo competir con los comunistas y obtuvo más del
doble de votos que ellos. Pero, ya en 1948, el partido unificado se había declarado marxista-
leninista y, en las elecciones de mayo de 1949, se presentó ya una única lista electoral. El caso
de Checoslovaquia fue el de una nación de unas características muy especiales. Tenía un
pasado más democrático que cualquier otra de la Europa Central y del Este, había presentado
una seria resistencia a la invasión alemana, tenía un componente étnico plural, no contaba con
tropas soviéticas en su territorio y su principal estadista, Benes, había firmado un tratado de
amistad con la URSS, que estaba fundamentado en la indudable rusofilia de una gran parte de
la opinión pública. A diferencia de lo sucedido en otros países, la situación, cuando se inició la
senda hacia la dictadura comunista, estaba caracterizada por la estabilidad y la calma y el
acuerdo para formar un frente político amplio tenía a su favor sólidos antecedentes. Ya en
1943, Benes, entonces jefe del Gobierno checoslovaco en el exilio y Gottwald, secretario
general del Partido Comunista, habían coincidido en las líneas generales de la política a
desarrollar cuando llegara el momento de la paz. Los comunistas no formaban parte del
Gobierno exiliado, pero sí de un Consejo Nacional paralelo. En abril de 1945, Benes estaba ya
de regreso y de nuevo se mostró por completo dispuesto a la colaboración con los comunistas.
De acuerdo con el Pacto de Kosice, se formaría un Gobierno de coalición con los cuatro
partidos de Bohemia-Moravia (populista, socialista-nacional, socialdemócrata y comunista) y
los dos eslovacos (democrático y comunista, formado este último también con los elementos
socialistas). El programa del nuevo Gobierno partía de la expulsión de los alemanes de los
Sudetes y de una parte de la población húngara de Eslovaquia, la cesión de Rutenia a la URSS
y una política de pacto con ella, la reforma agraria, el control de la economía por el Estado y
la concesión de la autonomía a Eslovaquia. En el Gobierno que se formó, de sus veintiséis
ministros sólo ocho eran comunistas, aunque algunos de los socialistas, como veremos,
podían ser homologados a ellos. En las elecciones celebradas en mayo de 1946, los
comunistas lograron el 38% de los votos, aunque debe reconocerse que muchos de ellos
procedían inicialmente de supuestos o reales colaboracionistas. Fue el primer partido votado a
considerable distancia del siguiente (los otros cuatro partidos consiguieron cada uno de ellos
un quince por ciento). En el Parlamento, sin embargo, tenían sólo 114 escaños de un total de
300, por lo que necesitaban 38 de los socialdemócratas para obtener la mayoría. Pero, para
completar la descripción del panorama político real, hay que tener en cuenta que los
comunistas controlaban los puestos clave de los Ministerios del Interior, Propaganda,
Hacienda y Ejército, a través de una persona interpuesta, el general Svoboda y, además, los
sindicatos unificados en una sola organización y las grandes organizaciones de la juventud,
agrícolas y culturales. Además, el clima reinante en el momento resultaba, de forma
espontánea, muy propicio a sus propósitos de monopolio del poder político. Si Gottwald, el
dirigente comunista, pedía un régimen democrático "de nuevo tipo" que realizara una
"revolución democrática y nacional", el socialdemócrata Fierlinger, un político pragmático,
antiguo admirador de Roosevelt pero luego muy decepcionado por la actitud de las potencias
democráticas en Munich, hablaba de "una democracia real y no formal". En realidad, actuó
como una especie de caballo de Troya de los comunistas. En suma, se puede decir que la
correlación de fuerzas era tal en Checoslovaquia que sólo el mantenimiento del statu quo
internacional explica que no se produjera el golpe con anterioridad. Hasta el verano de 1947,
la situación era relativamente tranquila. En julio de ese año, la negativa soviética a aceptar la
participación en el Plan Marshall cambió las cosas. Los "socialistas nacionales" empezaron a
denunciar entonces a los comunistas como un peligro para la democracia, por sus actitudes de
presión sobre el resto de los partidos políticos. Por su parte, un sector de la socialdemocracia,
dirigido por Fierlinger, estuvo de acuerdo en llegar a un pacto de unidad de acción con los
comunistas. Aunque Fierlinger perdió el dominio de su partido, no cabe la menor duda de que
éste actuó, como mínimo, con ambigüedad. Por la misma época, en Finlandia una alianza
entre agrarios y socialdemócratas cerraba el paso a la toma del poder por los comunistas. A
comienzos de 1948, había ya indicios suficientes de que la situación política empezaba a
cambiar en Checoslovaquia. Las encuestas otorgaban a los comunistas tan sólo el apoyo del
25% del electorado. Una ley sobre imposición fiscal extraordinaria, propuesta por ellos, fue
rechazada en el Parlamento. Quizá este hecho también contribuyó de manera destacada a la
evolución de los acontecimientos. La presión de los comunistas comenzó en Eslovaquia: en
abril de 1947 había sido ejecutado monseñor Tiso, por su colaboración con los ocupantes
alemanes, pero, además, todos los no comunistas fueron acusados de colaboracionistas. Una
presión que se llevó a cabo, como en tantas otras ocasiones, también por medio de
manifestaciones de masas. En febrero de 1948, los restantes partidos se movilizaron contra el
dominio de la policía por parte de los comunistas, pero también estos lo hicieron temiendo ser
expulsados del poder, como ya a esas alturas había sucedido en Francia e Italia. El día 13, con
ocasión del nombramiento de ocho comisarios de policía que pertenecían al Partido
Comunista, los ministros pertenecientes a los partidos democrático, socialista nacional y
populista dimitieron, tratando de atraer a su favor a los socialdemócratas. Sin embargo, la
reacción del enfermo presidente Benes, del ministro de Asuntos Exteriores, Masaryk, y de los
socialdemócratas resultó muy poco entusiasta. Inmediatamente, los comunistas formaron
milicias populares que presionaron en la calle denunciando la supuesta existencia de una
conspiración reaccionaria, mientras que afirmaban que la URSS, con la que Checoslovaquia
había establecido una relación tan estrecha, tan sólo les apoyaba a ellos. Hubo también
llamamientos a crear comités revolucionarios y ocupaciones de periódicos. Benes, presionado
por los comunistas, temió una guerra civil y no reaccionó, mientras que el ministro de
Defensa, Svoboda, se alineaba con ellos. Los socialdemócratas, tras dudarlo, acabaron por
definirse en favor de los comunistas, que mientras tanto habían denunciado a los socialistas
nacionales como reaccionarios. Benes creía en una especie de convergencia entre comunismo
y democracia, pero su estado de salud le incapacitaba para enfrentarse a las circunstancias.
Ello contribuye a explicar que finalmente, el 25 de febrero, cediera ante los comunistas. En el
Gobierno formado al día siguiente, de un total de veinticuatro ministros, la mitad eran ya
comunistas, a los que había que sumar tres socialdemócratas que colaboraban con ellos y el
resto de disidentes de los partidos menores. Su programa incluía una amplia depuración de
todos los partidos políticos y una alianza más estrecha con la URSS. Masaryk se suicidó al
poco tiempo y las elecciones celebradas al siguiente mayo, en las que tan sólo era posible
votar a la lista del Frente Nacional o hacerlo en blanco, permitieron a los comunistas controlar
por completo el poder; con todo, hubo un millón y medio de votos en blanco y abstenciones.
Poco después, Benes dimitió y, tres meses más tarde, moría. Como puede deducirse por la
narración de lo sucedido, los hechos de Checoslovaquia fueron una extraña mezcla de
revolución y golpe de Estado. Ya en octubre de 1947, los comunistas eslovacos habían estado
a punto de desplazar a sus adversarios, pero la intervención de Gottwald lo había impedido
por el momento. Lo sucedido más adelante en esta parte del país fue un golpe de Estado,
como había sucedido en Polonia o Hungría. En Bohemia y Moravia, por su parte, los
elementos demócratas erraron por completo en sus planteamientos: salieron del Gobierno pero
no organizaron movilizaciones populares que hubieran podido influir sobre Benes; titubearon
demasiado y acabaron pidiendo volver al ejecutivo y se equivocaron de medio a medio en lo
que respecta a la posición de los socialdemócratas. En este sentido, puede decirse que el poder
no fue conquistado por los comunistas sino que les fue entregado. Pero inmediatamente a
continuación, la legalidad democrática fue reducida a la nada. Los diputados que se opusieron
al nuevo Gobierno fueron expulsados del Parlamento. Los comunistas de los países
occidentales presentaron lo sucedido como una prueba de que en Checoslovaquia, como en la
España de 1936, había sido posible resistir a los reaccionarios. Muy pocos partidos socialistas
-el italiano, por ejemplo- suscribieron esa opinión. En realidad, lo sucedido demostraba que
los partidos comunistas eran incapaces de conquistar el poder por procedimientos
democráticos. En Occidente, el decisivo recuerdo de lo acontecido durante la crisis de 1948
en Checoslovaquia iba a jugar a partir de entonces un papel de primera importancia. Lo
sucedido en Finlandia resultó el anverso de los sucesos de Checoslovaquia y fue la
demostración de que la presión de los soviéticos podía ser resistida. Al final de la guerra, este
país no sólo fue obligado a hacer cesiones territoriales a la URSS, sino también al pago de
unas indemnizaciones equivalentes al 15% de su presupuesto y a la entrega de bases militares
en Porkkala. Además, tuvo que renunciar a los beneficios del Plan Marshall y se vio obligado
a aplicar una legislación represora sobre quienes habían estado en el poder en el momento del
ataque a la URSS, aunque se aplicaron penas relativamente leves (el presidente Ryti estuvo
dos años en la cárcel). En el verano de 1946, el ministro del Interior era un comunista pero,
sometido a un voto de censura por los partidos demócratas, se vio obligado a dimitir y los
depósitos de armas incontrolados existentes pasaron a manos de la policía. Cuando, en marzo-
abril de 1948, al presidente Paasikivi se le sugirió que volara a Moscú para tratar con los
soviéticos, se negó a hacerlo por temor a ser presionado y puso a las Fuerzas Armadas en
situación de alerta. Finlandia se comprometió a defenderse en el caso de que se atacara a la
URSS a través de su territorio, se convirtió en neutral y nunca contradijo la política exterior
soviética. Pero conservó la democracia: tras las elecciones de agosto de 1948, en que los
comunistas perdieron una cuarta parte de sus escaños, pudo sobrevivir con un Gobierno
socialdemócrata en minoría. El recuerdo de la resistencia a los rusos, la solidaridad de los
demás países nórdicos y el hecho de que no se hubiera producido una ocupación soviética la
habían salvado. Esta realidad hace pensar que en Checoslovaquia la evolución hubiera podido
ser la misma, en el caso de que la actitud de las fuerzas políticas hubiera sido semejante.

-EL SISTEMA COMUNISTA


Los Estados comunistas de la Europa comunista tuvieron muchos elementos en común,
aunque también manifestaran importantes diferencias, pues no en vano un rasgo histórico
permanente de la Europa Central y Oriental fue y es el pluralismo. En realidad, los acuerdos
justificativos de esta identidad fundamental resultaron ser bastante tardíos. Una organización
militar multilateral sólo se creó en 1955, con el llamado Tratado de Varsovia, pero el hecho de
que al frente del Ejército polaco hubiera un antiguo mariscal soviético que apenas hablaba el
idioma nacional da idea de hasta qué punto la coordinación militar ya se había establecido
previamente. El Tratado sirvió más que nada para poder justificar la presencia de tropas
soviéticas en Hungría. Por su parte, el COMECON, organización de carácter económico de la
Europa sovietizada, nació en 1949, pero tan sólo empezó a funcionar a mediados de los años
cincuenta, cuando Kruschov trató de coordinar las economías de estos Estados. Desde el
mismo momento del establecimiento de sus respectivos regímenes, todos ellos imitaron la
política económica soviética, basada en la promoción de la industria pesada, la colectivización
de la agricultura y la existencia de planes quinquenales destinados a conseguir un crecimiento
muy rápido. Estos planes fueron ejecutados en todos estos países de forma muy similar: su
redacción y dirección estuvieron sometidas al partido único y se basaron en la obtención de
unos ambiciosos objetivos destinados a multiplicar la producción, aunque no hubiera mercado
para ella. Así, por ejemplo, todos establecieron acerías, a pesar de no tener necesariamente ni
materias primas ni energía; incluso en alguno de los casos se carecía de ambas. En el fondo,
las razones que justificaban la existencia de estas industrias pesadas derivaban de
planteamientos ideológicos, nacidos de la necesidad de contar con una clase obrera industrial
capaz de convertirse en elemento básico de sostén del sistema político y social. En cuanto al
régimen de trabajo, estuvo sometido a una estricta disciplina: la mayor parte de los conflictos
de orden público se debió al deseo de las autoridades de multiplicar el rendimiento de los
trabajadores. Basado el sistema, como en la URSS, en el sacrificio de las generaciones
presentes de cara a conseguir un desarrollo muy rápido, pronto se pusieron de manifiesto
problemas insolubles en la vida cotidiana, en lo relacionado con el aprovisionamiento y el
nivel de consumo. Desde el punto de vista político, la organización de todos los Estados de
Europa Central y Oriental siguió también una pauta común. La idea en la que se basaban las
democracias populares era que se trataba de "dictaduras del proletariado sin la forma
soviética" (Rajk). Se trataría -de acuerdo con las frases de Gottwald que hemos citado para el
caso de Checoslovaquia- de un tipo de regímenes en los que existiría una hegemonía
comunista, pero en los que el poder sería ejercido con la ayuda de otros partidos, integrados
en un frente político amplio y siempre con el propósito final de llegar al socialismo. Con el
paso del tiempo, estos regímenes tenían que convertirse en repúblicas populares o socialistas;
de hecho, ya en los años setenta, los propios textos constitucionales comenzaron a dibujar esta
tendencia. En realidad, sólo en Bulgaria y en Checoslovaquia los partidos gobernantes se
declaraban comunistas; en el segundo de estos países, el comunismo tenía un pasado
importante, pero no sucedía lo mismo en el caso del primero. Los demás Gobiernos de la zona
eran de coalición, al menos desde un punto de vista teórico. En la mayor parte de estos países
se consideraba que debían existir otros partidos, pero en realidad no servían más que para
justificar la legitimidad del Estado y estaban de acuerdo con la hegemonía del Partido
Comunista. Todos los partidos de esta significación se rigieron por el centralismo democrático
y sus congresos, cada cinco años, siguieron siempre las tendencias marcadas previamente por
los soviéticos en los suyos. El partido acostumbraba a ser dirigido por un politburó de unos
diez a quince miembros, al que le correspondía la dirección política suprema pero, en
realidad, era el secretario general quien desempeñaba esa tarea. En general, incrementaba su
poder con el transcurso del tiempo, beneficiándose de un culto a la personalidad que, sin
embargo, durante la primera parte de la historia de las democracias populares siempre estuvo
muy por debajo del que se otorgaba a la figura de Stalin. En ocasiones, el poder del secretario
general podía ser enorme, como sucedió en los casos del rumano Ceaucescu o del búlgaro
Zhivkov. Al margen de la teoría constitucional o de los planteamientos ideológicos respecto a
las democracias populares, estos sistemas políticos sólo pueden ser descritos como rígidas
dictaduras totalitarias, por más que en lo que respecta a la absorción de la sociedad por el
Estado no se llegara al grado alcanzado por la URSS estaliniana. Hubo también diferencias
considerables entre unos y otros. Pero el examen de lo sucedido en cada uno de estos países
testimonia que en líneas generales la situación fue idéntica en todos ellos. Si tomamos, por
ejemplo, el caso del Partido Comunista descubriremos que siempre le fue otorgado el papel de
vanguardia y el de dueño absoluto del poder político. En la mayor parte de los casos, obtuvo
una afiliación media del 10% de la población, siendo muy selectiva la entrada en el mismo y
estando sujeta la afiliación, además, a una sucesión de purgas. Con el paso del tiempo, la
proporción de proletariado en los partidos llegó a situarse por debajo del 50%, excepto en
Alemania, Hungría y Rumania, porque en la práctica quienes ingresaban en él eran quienes
ambicionaban tener un papel como gestores en la política o en la Administración. Los
miembros del partido siempre tuvieron privilegios especiales, en relación con los patrones
definidores de la vida cotidiana de los ciudadanos en general, pues en todos los países existió
lo que luego se denominó "nomenclatura". El periodista polaco Adam Michnik la describió
como "el sindicato de los que mandan". Verdadero centro del poder, el Partido Comunista
controlaba todas las organizaciones de masas. El Ejército pudo desempeñar un papel político
relevante, pero habitualmente fue menor y, a partir del momento del establecimiento del
régimen, siempre siguió iniciativas surgidas de la dirección política. Un ejemplo de este papel
puede ser el caso del general Svoboda en la Checoslovaquia de 1948. Sin embargo, en algún
momento en los años sesenta pudo haber intentos de golpes de Estado militares o de presión
política realizada por generales, pero de cualquier modo, en ningún caso se produjo el triunfo
de esta especie de conspiración. La cultura estuvo sometida no sólo a una estricta censura,
sino también a unos patrones de ortodoxia fuera de los cuales no podía desenvolverse. Las
democracias populares necesitaron siempre el apoyo de los intelectuales y su defección, como
la de Kolakowski en Polonia, les pudo hacer mucho daño pero, de cualquier modo, este
género de evolución no se produjo hasta los años sesenta. El campesinado fue aplastado por la
colectivización, excepto en Yugoslavia y Polonia y, en menor grado, en Hungría. Sin
embargo, fue la clase obrera industrial, en cuyo nombre se gobernaba, quien causó más
dificultades de orden público no sólo en los momentos iniciales de estos regímenes sino
también en los posteriores. La familia como institución tendió a sufrir problemas por la
voluntad socializadora e intervencionista del Estado, deseoso de sustituirla en lo que respecta
a la formación de las nuevas generaciones. La persecución religiosa, sobre todo de las iglesias
como la católica, más reacias a someterse al poder político que la ortodoxa, fue temprana y
decidida. La policía política creó un clima de terror hasta 1953, pero desde esta fecha se hizo
más bien en reactiva ante los casos de disidencia política. La sovietóloga francesa Hélène
Carrère d'Encausse estableció una comparación merecedora de atención entre la situación de
Europa del Este y la del Imperio Otomano del pasado. Lo que quedó definido en 1948 en esta
parte del mundo fue una práctica política de auténtica "soberanía limitada": en todos estos
países, quedó definida la existencia de pactos defensivos bilaterales de carácter militar con la
URSS. Sin embargo, también a partir de este momento funcionó un principio de "afinidad
interior", relativo al sistema político y social, tal como se ha descrito más atrás. Incluso en los
años setenta, las Constituciones aprobadas en toda la Europa del Este la presuponían y en dos
países -Alemania Oriental y Bulgaria- el preámbulo de su texto hacía alusión a esta realidad.
La mención, como término comparativo, al Imperio Otomano deriva del propósito de alcanzar
una especie de cohesión imperial mediante la cooperación de al menos una parte de los
administrados o subyugados. Si en el Imperio Otomano estos últimos eran los jenízaros, en el
soviético de la posguerra ese papel les correspondió a las democracias populares. Eso, sin
embargo, no implicó nunca una absoluta homogeneidad. Como ya se ha advertido, lo
característico de esta zona del mundo había sido en el pasado la diversidad y ésta siguió
definiendo la situación en el momento de la sovietización; además, con el transcurso del
tiempo, lejos de disminuir, se fue haciendo cada vez mayor. Conviene señalar que la
implantación de sistemas de democracia popular en Europa Central y del Este no puede
desligarse del hecho de que se produjera un cambio sustancial en la política exterior de la
URSS en relación con los Partidos Comunistas no sólo de esta región del Viejo Continente
sino también de la occidental. Ya antes de la caída de la democracia checoslovaca, en un
momento en que, por tanto, el proceso de sovietización no estaba aún concluido, por iniciativa
del PCUS tuvo lugar, en septiembre de 1947, una reunión en Szklarska Poreba (Polonia) de
los representantes de los Partidos Comunistas de nueve países europeos. Acudieron a la cita
los siete partidos de la región central y oriental -faltó el partido albanés- y, además, los dos
partidos más importantes de la occidental: el francés y el italiano. Se tomó la decisión, en esta
reunión, de crear una oficina de información destinada a servir de órgano de enlace entre los
diversos Partidos Comunistas (Kominform). Los países occidentales y democráticos
interpretaron inmediatamente que se trataba de volver a la Komintern, la Internacional
Comunista, que había sido disuelta en 1943, precisamente por las prevenciones que
despertaba. También juzgaron que era un síntoma de endurecimiento y que se trataba de crear
un instrumento al servicio de la política soviética. Era así y lo hubieran confirmado de saber
lo que verdaderamente sucedió en la citada reunión. En su intervención, el representante
soviético, Zdanov, explicó que el mundo estaba dividido en dos campos: uno, imperialista y
capitalista, dirigido por los Estados Unidos, y otro, antiimperialista y anticapitalista,
capitaneado por la Unión Soviética. Por un lado, Zdanov, cuyo papel en la determinación de
la ortodoxia cultural del estalinismo ya conocemos, invitó a las democracias populares a
seguir el ejemplo marcado por el modelo soviético. Por otro lado, los dirigentes de los
partidos occidentales, en especial el francés, se vieron acusados de "cretinismo parlamentario"
y, tras haber pasado por una severa autocrítica, tuvieron que aceptar las tesis de la dirección
soviética. En realidad, nunca se habían separado de ella, de modo que lo sucedido no fue más
que la imposición de una nueva línea estratégica atendiendo a los deseos de Stalin. Como es
lógico, este cambio estuvo en el origen de la política de agitación seguida por los comunistas
en toda Europa occidental.

- EL ESTALINISMO EN EL ESTE DE EUROPA


En junio de 1948, pocos meses después de producido el golpe de Estado de febrero en
Checoslovaquia, el partido yugoslavo fue expulsado de la Kominform. La noticia de este
acontecimiento causó una sorpresa tan grande en el mundo occidental que muchos creyeron que
se trataba de una trampa: hasta ese momento, ninguna dirección comunista de un país de la
Europa sovietizada se había separado de la línea de actuación marcada por Moscú. Además, si por
algo se había caracterizado la Yugoslavia de Tito había sido por la rapidez y la decisión con que
parecía haber cumplido el programa que luego se aplicó en los demás países del área. Allí, en
efecto, desde fecha muy temprana, los comunistas habían mostrado su voluntad de tomar el poder
político en su totalidad, de eliminar al adversario y de llevar a cabo un programa de
colectivizaciones masivas. En realidad, lo sucedido en este caso puede ser definido, por esa
identidad sustancial, más como una herejía que como un cisma. También debió ser una sorpresa la
ruptura con Tito en el propio seno de la Kominform: a fin de cuentas, la agresiva actitud del
dirigente yugoslavo resultaba muy similar a la que adoptaron Zdanov y Molotov por la misma
época. El segundo llegó a sugerir que la Kominform se estableciera en Belgrado. Pero los
problemas entre los Partidos Comunistas de ambos países habían sido tempranos y graves. Tito ya
se quejó de la escasa ayuda concedida por los soviéticos durante la guerra misma. Los líderes
comunistas yugoslavos, por otro lado, habían sido mucho menos dependientes de Moscú, porque
habían hecho la guerra en su propio país. Llegada la hora de la ruptura con Tito, los soviéticos
trataron de apoyarse precisamente en aquellos que habían estado durante más tiempo en la URSS.
Durante la guerra, Stalin había criticado la actitud demasiado izquierdista de los seguidores de Tito,
que no habían tenido inconveniente en exterminar a quienes calificaban de "kulaks" y en destruir
edificios religiosos. También se quejó de no ser atendido respecto a su idea de la creación de un
frente amplio que los comunistas pudieran dominar desde dentro. Aludiendo a lo que
objetivamente era cierto -la carencia de un proletariado industrial en Yugoslavia-, repudió un frente
amplio formado por campesinos que, en su opinión, no podría realizar una verdadera revolución
proletaria. Por su parte, el régimen de Tito, una vez obtuvo el triunfo, siguió una política estalinista
al concentrar sus esfuerzos en la creación de grandes industrias pesadas, atendiendo muy poco a
la agricultura y el consumo. La URSS dejó claro que no ayudaría al desarrollo económico yugoslavo
y de hecho impuso compras de materias primas minerales a unos precios artificialmente bajos.
También exigió un tratamiento especial a su cultura, mientras que agentes soviéticos eran
introducidos en el seno de la Administración y en el aparato de seguridad del régimen. Es probable
que esto último fuera lo verdaderamente decisivo a la hora de la ruptura. Tito, por su parte, se
comportó con audacia e independencia, sin tener en cuenta posibles peligros por parte del mundo
occidental: como ya es sabido, no dudó en abatir aviones norteamericanos que volaban sobre
Yugoslavia y quiso permanecer en Trieste, mientras que Stalin aseguraba que esta ciudad no
merecía otra guerra. Pero, sobre todo, afirmó que la vía yugoslava era perfectamente lícita y que
no dependía de nadie desde el punto de vista de la política exterior. En julio de 1947, llegó a un
acuerdo con Bulgaria respecto de la creación de una posible federación balcánica. Eso hizo que los
comunistas griegos insistieran en su esfuerzo militar con su colaboración. Tito parecía aspirar a
dominar los Balcanes, al mismo tiempo que mantenía una política radical en todos los terrenos que
a Stalin le pudo parecer imprudente. Los soviéticos parecen haber aceptado en un primer momento
que se hiciera con Albania e incluso la federación con Bulgaria pero luego cambiaron radicalmente
de opinión. El giro se produjo cuando se dieron cuenta de que Tito no disentía de nada en los
principios del estalinismo, pero que no estaba dispuesto a dejarse manejar, ni tampoco a que se
considerara a Yugoslavia como una especie de peón en el ajedrez del panorama internacional. En
febrero de 1948, Stalin convocó a búlgaros y yugoslavos -que enviaron a Kardelj como su
representante- para negar su apoyo a la Federación balcánica y a la toma de Albania por Tito, así
como para vetar la guerra civil griega. Explicó ahora que sólo estaba de acuerdo con una
federación formada por dos unidades y no con Bulgaria como una república más de un conjunto
federal, que era lo que había imaginado el líder yugoslavo. Lo que temía era una unidad política
independiente y fuerte que pudiera poner en peligro su absoluto control del glacis defensivo que
había pensado crear en Europa del Este. Resulta posible que pensara que la herejía yugoslava,
unida a la victoria de Mao con una revolución autónoma y campesina en China, podía tener peligros
objetivos para su dirección del movimiento comunista. Ya en marzo, la situación entre los dos
partidos se hizo insostenible. Tito sólo quería evitar la subordinación yugoslava y todo hace pensar
que para él la ruptura con Moscú fue la más traumática de sus experiencias vitales. El intento de
penetración de los soviéticos en la estructura del Estado yugoslavo provocó de forma irreversible al
enfrentamiento. Pero al producirse la ruptura, Tito se mostró muy prudente. En abril, Herbrang, el
dirigente principal de los estalinistas, persona capaz de convertirse en relevo de Tito, fue detenido
y probablemente debió ser asesinado a continuación. En el mismo mes de marzo, Stalin había
retirado ya a sus asesores de Yugoslavia. Cuando propuso a los yugoslavos una reunión en el
Kominform para solventar sus diferencias, ya toda posibilidad de llegar a un acuerdo sin sumisión
era muy remota. Tito se negó a enviar emisarios a la reunión y, como resultado, quedó consagrada
la definitiva división. Stalin estaba tan convencido de su propia fuerza en el seno del movimiento
comunista de todas las latitudes, que aseguró que si movía tan sólo un dedo acabaría por librarse
de Tito; quizá en algún momento hubiera podido contentarse con tan sólo aceptar un acto de
sumisión. El líder yugoslavo, sin embargo, consciente del peligro que corría, actuó de forma
habilidosa. Reunió en julio un congreso de su partido, donde se discutió libremente. Hizo entonces
pública su correspondencia con otros Partidos Comunistas y atacó a la Kominform, pero no a
Stalin. El principal ideólogo del comunismo yugoslavo, Djilas, aseguró que no existía diferencia
alguna entre Stalin y los comunistas yugoslavos. Los asistentes mezclaron en sus gritos de ritual
los nombres de los dos dirigentes comunistas. Todavía, por parte de los seguidores de Tito, seguía
existiendo un resquicio de posibilidad de llegar a un acuerdo. Pero persiguieron a los supuestos o
reales seguidores de la Kominform y los ejecutaron o confinaron: en Goli Otok, una especie de
"gulag" yugoslavo, entre 1949 y 1952 hubo unos 12.000 detenidos. La respuesta de los soviéticos
no se hizo esperar. En Albania, el país más amenazado por estar casi totalmente rodeado por
Yugoslavia, el ministro del Interior fue detenido, acusado de ser partidario de Tito. A partir de este
momento el lenguaje empleado contra los seguidores del presidente yugoslavo arreció en
virulencia: ya se empezó a emplear contra ellos calificativos como el de "criminales fascistas". En el
verano de 1949, los países de la Kominform impusieron sanciones a Yugoslavia. Todavía por esas
fechas la actitud de los norteamericanos respecto a Tito era dubitativa. En ese año, enviaron
paracaidistas que habían sido antiguos "chetniks" destinados a crear subversión interna. Pero, poco
después, empezaron a ver en la evolución yugoslava un factor positivo para sus intereses. De
hecho, Kennan, que había sido embajador en Yugoslavia, había previsto la posibilidad de una
fragmentación del universo comunista. Yugoslavia no sólo se benefició del Plan Marshall -a
diferencia de otra dictadura europea, la de Franco- sino que llegó al Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas con el apoyo norteamericano. Reducido el comercio con la URSS a la mínima
expresión, Belgrado lo canalizó hacia Occidente y Estados Unidos no tuvo inconveniente en
devolverle el oro que había pertenecido a la derrocada Corona. Consciente de que no podía acabar
con la disidencia yugoslava mediante la subversión interna, Stalin parece haber pensado en la
posibilidad de una invasión a partir del verano de 1950. En 1951, Djilas visitó Gran Bretaña para
solicitar ayuda militar. La posición norteamericana parece haber estado dispuesta a la colaboración
en la defensa yugoslava en el caso de que los atacantes fueran los aliados de la URSS, pero tan
sólo a emplear la bomba atómica en el caso de que fueran los soviéticos los invasores. En
Yugoslavia, la voluntad de resistencia frente a una eventual invasión soviética parece haber sido
firme y clara en todos los sectores dirigentes. En un principio, el régimen se radicalizó en medidas
como la colectivización, para demostrar que estaba muy lejano a los propósitos derechistas que se
le atribuían. A continuación, buscó una forma original o un modelo propio por el procedimiento de
proponer la autogestión y los consejos obreros en las fábricas. En realidad, en los primeros años,
este modelo no supuso sustanciales diferencias con el estalinista, porque las elecciones a los
consejos obreros de las fábricas eran controladas por un sindicato sometido al partido único y
porque era la planificación central la que debía proporcionar los recursos a invertir. El régimen
yugoslavo, sin embargo, no impuso nunca las pautas culturales del realismo socialista. Además,
hubo en él mayor flexibilidad respecto de la oposición, al menos en cuando procedía de la
ortodoxia: cuando Djilas empezó a evolucionar hacia el polipartidismo tardó en ser sancionado y
las penas que recibió fueron relativamente suaves. Los yugoslavos llegaron a concluir que la
eliminación de la propiedad privada en el estalinismo había dado lugar al predominio de una nueva
clase basada en la dominación burocrática. Zdanov, por su parte, acusó a los yugoslavos de estar
infiltrados por es pías británicos desde épocas remotas y de ser los culpables de la derrota de los
comunistas griegos. A partir del descubrimiento de este supuesto traidor, los soviéticos resucitaron
las purgas, destinadas ahora a asentar de forma irreversible el poder de Stalin en el Este de
Europa. La camaradería entre los partidos fue sustituida por la desconfianza generalizada y en cada
partido fue preciso descubrir supuestos o reales seguidores de Tito. Al igual que después del
asesinato de Kirov en la URSS, los partidos comunistas se convirtieron en iglesias disciplinadas
sometidas a una rígida ortodoxia. Al mismo tiempo que se perseguía a los supuestos titistas, se
produjo una purga masiva en todos los Partidos Comunistas de Europa del Este. En los
occidentales, sólo se manifestó una mínima escisión en el danés, pero todos los demás buscaron
titistas en su interior y los expulsaron. Los dirigentes de Europa Oriental pudieron tener un futuro
mucho peor. En el mismo mes en que Yugoslavia fue expulsada de la Kominform, en Albania, que
recibía mucha ayuda yugoslava, se desató una persecución contra una facción derechista acusada
de hallarse próxima a Tito. En realidad, este país sólo pudo sobrevivir bajo formas estalinistas
mediante la ayuda soviética; y Tito hubo de tolerar que la URSS violara con frecuencia su espacio
aéreo para transportarla. También en otros países los elementos considerados nacionalistas fueron
marginados: Patrascanu en Rumania, Rajk en Hungría y Gomulka en Polonia pasaron inicialmente a
puestos menos importantes. En marzo de 1949, empezaron las detenciones, cuyo resultado final
resultaba ya previsible. Las primeras ejecuciones se produjeron en junio en Albania, donde fue
eliminado Xose. En octubre lo fue Rajk, el ministro húngaro, después de declararse espía durante
toda su vida en un juicio público del que lo más interesante, como sucedió en los juicios de Moscú,
fue la denuncia al líder de la tendencia condenada. Si Trotski había sido demonizado en aquella
ocasión, ahora lo fue Tito, que habría sido un peón de los anglosajones obligado a hacer la
revolución por la presión de las masas. En diciembre, Kostov en Bulgaria también se
autoculpabilizó, pero luego se retractó en pleno juicio; entonces, se detuvo la traducción de sus
palabras a los periodistas extranjeros y se suspendió la emisión radiofónica de las sesiones. En la
RDA, la purga fue no tan dura y resultó tardía, ya que no se produjo hasta 1950. En
Checoslovaquia, el juicio contra Slanski se dilató hasta 1952; en el mismo, él y sus abogados
defensores fueron acusados de sionistas, nacionalistas y troskistas. Once de los acusados fueron
ejecutados; sus cenizas fueron utilizadas, mezcladas con materias de construcción, en carreteras
próximas a Praga. El contenido antisemita de su condena puede estar relacionado con la última
evolución de Stalin y la previsible purga que estaba dispuesto a poner en marcha cuando le
sorprendió la muerte: en este sentido, su caso puede ser definido como un ejemplo de
estalinización total. En Rumania, finalizado el año 1954, los dirigentes comunistas Patrascanu y
Ana Pauker ya habían sido ejecutados. Al mismo tiempo que todo eso sucedía, personas mucho
menos importantes, que estaban lejos de ser dirigentes de importancia, fueron también purgadas.
En Bulgaria, el partido pasó de 500 a 300.000 militantes. En los demás países sucedió algo
parecido: los porcentajes de purgados se situaron entre el 25 y el 30% como media. Uno de cada
cuatro comunistas de Europa Central y Oriental sufrió, por tanto, persecución entre 1948-53 y
desde luego murieron más comunistas a manos de sus correligionarios que los que habían sido
víctimas de la persecución de los Gobiernos de derecha en el período de entreguerras. Fueron
considerados sospechosos especialmente los que habían tenido contacto con el exterior, como por
ejemplo los combatientes en la Guerra Civil española o los que tenían una esposa extranjera. Stalin
orquestó la purga e incluso enviaba a un coronel de los servicios secretos soviéticos para llevar a
cabo los interrogatorios. Quienes los realizaban no pretendían descubrir la verdad, sino que ésta ya
estaba decidida previamente y se trataba de que la confesasen. En ocasiones, se ejercieron
presiones que se dirigieron sobre las familias de los acusados (Rajk); en otras, los propios
acusados confesaron, por su misma conciencia de buenos militantes de partido (Kostov). Los
juicios fueron verdaderas actuaciones teatrales, incluso ensayadas y pronunciadas previamente. En
los países en los que el comunismo estaba mejor establecido -Checoslovaquia y Bulgaria- las
purgas fueron más duras, mientras que allí donde su implantación era más débil también las
purgas se mostraron más laxas. La excepción fue Hungría, donde mostró una especial dureza y ello
quizá podría explicar los posteriores sucesos de 1956. En Polonia, Gomulka era un nacional-
comunista que rechazó por razones tácticas la colectivización agrícola y la lucha con la Iglesia, pero
que no tenía nada de titista ni se caracterizaba por un estalinismo moderado. Fue acusado pero no
eliminado, sino condenado a prisión quizá por el temor a lo que podía suceder si se hacía necesario
para la URSS ocupar Polonia por la violencia. De esta manera, la purga, convertida en terror
cotidiano, alcanzó al conjunto de la sociedad. Normalmente, se atribuyó a cualquier organización o
institución existentes un porcentaje de personas destinadas a ser purgadas. En Checoslovaquia,
había ya en 1953 150.000 presos y en Bulgaria se realizaron en total unas 5.000 ejecuciones. La
persecución de la Iglesia Católica se explica por la dependencia de una autoridad externa; lo
mismo cabe decir de la Iglesia Uniata. El cardenal Minsdszenty en Hungría y Wyszynski en Polonia
fueron detenidos. También el Ejército y las instituciones educativas fueron objeto de especial
atención. A menudo, las víctimas fueron comunistas que no habían estado en Moscú durante la
guerra, aunque no siempre fue así. Para concluir, hay que recordar también que las purgas
causaron graves problemas económicos porque muchas personas con capacidades objetivas fueron
consideradas peligrosas y se prescindió de ellas. Tenían como misión crear una disciplina de acero,
pero en realidad destruyeron la base moral en que se fundamentaba el Partido Comunista. En ese
sentido, a medio plazo el resultado de las purgas fue muy autodestructivo.

 CONFLICTOS DE LA GUERRA FRÍA


En páginas precedentes, hemos abordado los orígenes de la guerra fría y la evolución de sus
protagonistas esenciales, incluso en lo que cada país tiene de más peculiar en materia de
política exterior. Parece lógico ahora abordar este período en sus avatares sucesivos durante
una década. Eso implicará a su vez trasladar el centro de interés geográfico más allá de
Europa y América pues, en definitiva, algo muy característico de la guerra fría fue el hecho de
que los conflictos se produjeron mucho más en la periferia y no entre las dos grandes
potencias La supremacía mundial de la Unión Soviética y de Estados Unidos ya había sido
prevista a lo largo del siglo XIX por Tocqueville, pero lo que éste no pudo imaginar es que su
enfrentamiento se manifestaría en términos ideológicos correspondientes a visiones
antagónicas del mundo. Ya se ha visto, sobre todo al tratar de la URSS, que este factor resulta
esencial para comprender que, aun sin ser el desencadenamiento de la guerra fría algo
inevitable, al mismo tiempo resultaba muy probable el que se produjese. El abismo ideológico
existente entre las dos superpotencias hizo que la incomunicación y el error en la apreciación
mutua fueran factores de primera importancia. La retórica generada por los políticos
-Churchill y Truman, por ejemplo- a menudo contribuyó a crear confusión, pero también
galvanizó a quienes de forma espontánea no hubieran percibido la situación real existente en
el panorama internacional. Más importantes que ella misma fueron las interpretaciones que se
dieron en Occidente al comportamiento de la URSS y las consiguientes respuestas al mismo.
Fue el diplomático norteamericano George Kennan, quien, desde Moscú, en un largo
telegrama enviado en el verano de 1947, supo hacer una disección inteligente de la conducta
de los soviéticos, producto a la vez del celo ideo lógico y del tradicional expansionismo ruso.
Buen observador de la realidad soviética -afirmó que había recibido una educación liberal al
contemplar los horrores del estalinismo-, fue muy consciente de que para los norteamericanos
el problema no radicaba en una mala comprensión particular con los soviéticos, sino en una
diferencia radical de planteamientos de partida. Los Estados Unidos, por ejemplo, al margen
de cualquier planteamiento ideológico, habían sido siempre en el pasado una nación
interesada en mantener buenas relaciones con sus vecinos, de cara a unas pacíficas relaciones
comerciales, mientras que los rusos habían mantenido tradicionalmente unas pésimas
relaciones con los países que les rodeaban. Ahora, dado el régimen bajo el que vivían, había
que pensar que necesariamente se servirían de la "diabólica" habilidad de Stalin para la táctica
y mantendrían un absoluto desprecio por la verdad objetiva. Lo que Kennan previó fue una
lucha ardua y duradera para la que aconsejó una política de vigilancia, firmeza y paciencia.
No había que esperar descubrir en los soviéticos una comunidad de objetivos; no cabía
aceptar compadrazgo alguno, ni temer enfrentamientos, ni tampoco hacer gestos excesivos.
Recomendó, simplemente, mantenerles en sus límites: "contención" -containment- fue el
término que denominó a la política recomendada. Gracias a ella, llegaría el momento en que
se mostraría la debilidad y la capacidad de división del comunismo. Lo paradójico de la
"contención" es que fue una política aceptada por todos y, sin embargo, se entendió de una
forma plural e incluso contradictoria. Kennan insistió de forma especial en que se utilizara el
arma económica y en que la disuasión militar fuera mínima y especialmente significativa tan
sólo en los lugares decisivos (nunca pensó, por ejemplo, en que fuera necesario que Grecia o
Turquía ingresaran en la OTAN). Para él, resultaba positiva la existencia de una Alemania
neutralizada en el centro de Europa. Sin embargo, si respecto a lo primero fue tomado en
consideración, no sucedió así en lo demás. Ello se explica porque la guerra concluyó
provocando en las potencias occidentales una inmensa frustración respecto a la postura
soviética. La caída de la democracia en Checoslovaquia, por ejemplo, supuso la división del
Viejo Continente en dos, hasta tal punto que, años después, el escritor polaco Milosz (1964)
escribiría en Francia un libro sobre La otra Europa para recordar la que existía detrás del
Telón de acero. Otra enorme sorpresa fue la conquista por los comunistas del poder en China,
elevada a la condición de superpotencia por la intervención norteamericana; llegado el año
1949, los comunistas del mundo eran chinos en sus dos terceras partes. Con anterioridad, la
guerrilla comunista había producido efectos parecidos en Grecia. Cuando, después del
bloqueo de Berlín, Stalin se mostró dispuesto a aceptar una Alemania neutralizada, los países
democráticos no estuvieron dispuestos a creerle, sobre todo teniendo en cuenta que los
mismos alemanes que podían votar libremente eran quienes habían optado por Occidente.
Fueron, pues, los occidentales quienes dividieron a Alemania en dos, uniendo sus zonas de
ocupación, creando una moneda común y permitiéndoles organizarse como Estado. Hay que
tener en cuenta, además, que la "contención" provocó desde sus inicios no pocas
frustraciones. Se tardó mucho, incluso por parte de valiosos intelectuales liberales, en percibir
la debilidad interna del comunismo desde el punto de vista económico e incluso en un primer
momento no se creyó en la existencia de divergencias internas en el seno del movimiento
comunista. La mezcla de la sorpresa y la aparente invencibilidad de los soviéticos produjo en
el mundo occidental un temor al peligro inmediato que representaba el comunismo y una
reacción en términos estrictamente militares cada vez más exigente y reticular. Cuando hubo
que elaborar una planificación estratégica que concretara la "contención", los norteamericanos
-que le dieron el nombre NSC 68- sobrepasaron con mucho las previsiones de Kennan. La
"contención" se convirtió en una cruzada que, además, había de llevarse a cabo en cualquier
parte del mundo y no sólo en lugares neurálgicos. Alrededor de todo el perímetro de la URSS
se estableció una red de alianzas militares destinadas a sumar países contra el adversario
comunista. El lenguaje empleado fue cambiando desde la "contención" original en busca de
términos más taxativos. Cuando Eisenhower ganó las elecciones propuso, como sustitutivo al
"containment", lo que denominó "roll back", es decir rechazo hacia atrás. Pero la aplicación
de un género de doctrina como ésta en sus más estrictos términos supondría un camino cierto
hacia el estallido de una nueva guerra mundial. En realidad, lo que verdaderamente hicieron
los norteamericanos fue oponer a la expansión soviética la doctrina de las "represalias
masivas". De acuerdo con ella, cualquier actitud agresiva adversaria sería respondida de una
forma no sólo global y con todos los medios sino también inmediata -"instant retaliation"-, de
tal modo que no pudiera existir la posibilidad de que el adversario tuviera un lugar donde
defenderse -"no sheltering"-. En realidad, se trataba de términos gruesos pero inapropiados
para describir actitudes efectivas. Aunque la sensación de peligro fomentó a menudo en
Occidente actividades -emprendidas por la CIA- carentes de cualquier respeto por el derecho
internacional, también se mantuvo con frecuencia una actitud de absoluto moralismo que
llegó a tener sus inconvenientes. Henry Kissinger ha señalado, por ejemplo, que el
inconveniente principal de la puesta en práctica de la "contención" fue que impedía la
utilización de la diplomacia. Establecida una red de alianzas anticomunistas por todo el
mundo, parecía que no hubiera otra cosa que hacer. Quizá un político realista, como era el
anciano Churchill, apreció mejor que nadie la realidad de las cosas cuando, por un lado,
indicó que la URSS trataría de abrir todas las puertas que encontrara cerradas y que sólo se
echaría atrás cuando encontrara resistencia, evitando un "casus belli". Pero, al mismo tiempo,
afirmó también que era posible y realista vivir con la URSS "no en la amistad, pero sí sin
temor a la guerra". El aprendizaje de los acuerdos parciales con la URSS tardó en hacerse, a
pesar de que en 1955 se hubiera llegado a una cierta estabilidad en Europa. La carencia de
utilización de los procedimientos diplomáticos hizo que se desaprovecharan ocasiones para
asentar la paz de forma definitiva. Además, muy a menudo se interpretó incorrectamente el
peligro soviético, y no sólo porque se exagerara conscientemente con el objeto de provocar un
necesario rearme, en un momento en que la opinión pública estaba en las antípodas de
desearlo. Esto último ocurrió, por ejemplo, cuando el responsable militar de las tropas
norteamericanas en Alemania, Clay, afirmó considerar como posible un conflicto
generalizado; entonces se presentó su opinión como reveladora de una situación prebélica, lo
que resultaba injustificado. Pero el error respecto al adversario fue más grave, porque derivó
de una absoluta identificación con el caso de Hitler en 1938. Stalin no creía en la expansión
espontánea del comunismo -ni incluso la deseaba si no la podía controlar- y sus ambiciones,
por otro lado, eran ilimitadas. Pero fue siempre prudente y no se caracterizó por esas
exaltadamente arriesgadas operaciones que con frecuencia habían acompañado a la acción del
dirigente nazi. Además, en gran medida, su opción por la guerra fría se debió al temor al
contacto con el mundo occidental: ello explica que vetara la aceptación del Plan Marshall por
los países de Europa del Este. Nunca haría algo semejante a lo que los norteamericanos
habían hecho en el Japón, es decir, ocupar un país para luego permitirle decidir por sí mismo.
Pero Stalin nunca representó un peligro inminente contra la paz y menos todavía un
sistemático deseo de expansión que concluyera en el inevitable enfrentamiento con la otra
gran superpotencia. Si en la guerra fría se produjo una sucesión de esperanzas extravagantes y
de miedos agobiantes, fue por el impacto producido ante la opinión pública por un tipo de
régimen que desconocía. Churchill había dicho que la URSS parecía un misterio rodeado de
un enigma y eso produjo ambas reacciones en los "primitivos", que fue el término con que
Dean Acheson designó a personas como Mc Carthy. Para la opinión pública norteamericana,
se dijo también, la URSS era algo tan sorprendente como una jirafa para quien desconociera
esta especie, un ser simplemente inimaginable. Pero, además, a esta sorpresa hubo que sumar
la existencia de un arma nueva, la nuclear. Al principio, ésta fue considerada como un
explosivo más, lo que llevaba a la posibilidad de utilizarla. Sólo a partir de 1946 nació el
pánico al holocausto nuclear, que se incrementó de forma exponencial cuando los soviéticos
dispusieron de esta arma. En poco tiempo, el arma atómica había creado tanto temor que
contribuyó al mantenimiento del statu quo y, en definitiva, al apaciguamiento. En el ínterin,
durante los años en que les correspondió a los norteamericanos el monopolio nuclear, habían
demostrado que no eran ellos los expansionistas. Durante esos años, en efecto, había tenido
lugar el máximo de ampliación del área de influencia soviética.

- EL PLAN MARSHALL Y LA OTAN


El programa de la "contención" de la amenaza comunista tenía que tener muy en cuenta la
realidad de que en todo el mundo y, en especial, en Europa occidental, un factor decisivo de la
evolución histórica era la crisis económica. Por más que la agitación comunista -incluso en el
caso de que este partido estuviera en el Gobierno- jugara un papel importante, nada puede
entenderse sin tener en cuenta esta realidad. En marzo de 1945, el primer ministro británico
estuvo en el continente y pudo comprobar la situación "indeciblemente grave" en que se
encontraba. Luego, el invierno 1946-47 fue desastroso desde todos los puntos de vista. A la
crisis económica había que sumar la sensación de crisis espiritual: como escribió De Gaulle
en sus memorias, 1940 había sido la prueba del fracaso de la clase dirigente. Sólo los Estados
Unidos habían salido indemnes de la guerra desde el punto de vista material, mientras que los
países europeos occidentales estaban necesitados de alimentación y de ayuda para recomponer
su capacidad industrial, en un momento en que carecían por completo de capacidad para
adquirir los dólares que les resultaban imprescindibles para ambos propósitos. La suspensión
de los acuerdos de "préstamo y arriendo", aprobados tan sólo para el período bélico, exigía
utilizar otro procedimiento para que los Estados Unidos pudiera jugar un papel en la
reconstrucción de la economía y la estabilidad europeas. El sistema monetario internacional
que se puso en marcha al final de la guerra se basó en los acuerdos de la conferencia reunida
en Bretton Woods -julio de 1944- que otorgaron al dólar un papel decisivo en el sistema
monetario internacional. Los Estados Unidos, poseedores del 80% de las reservas mundiales
de oro, eran los únicos capaces de convertir su moneda de tal manera que el dólar se convirtió
en el pivote del sistema monetario y comercial internacional. El Fondo Monetario
Internacional (FMI) y el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (BIRD)
completaban el panorama. Financiado por sus miembros en proporción a su capacidad
económica, el FMI concedió préstamos reembolsables a los países que sufrían un déficit en su
balanza de pagos mientras que el BIRD debía financiar las inversiones a medio y largo plazo.
Pero, por más que todos estos acuerdos sirvieran para hacer nacer un nuevo orden monetario
internacional, lo cierto era que no podían resolver por sí mismos los problemas económicos de
Europa. De ahí el llamado Plan Marshall. En junio de 1947, el nuevo secretario de Estado
norteamericano propuso a los europeos, en un discurso en Harvard, una ayuda colectiva
durante cuatro años que ellos mismos habrían de repartirse. Por este procedimiento, que se
extendía originariamente a todos los países, incluidos los del Este, se pensaba que resultaría
posible por un lado la superación por parte de Europa de una situación económica lamentable
y, por otro, la perduración de la positiva situación económica norteamericana. De ahí derivaría
también una recuperación espiritual. La negativa de las democracias populares, inducida
desde Moscú, a aceptar la propuesta hizo que en julio de 1947 sólo dieciséis países europeos
se sumaran a ella. Dada la situación crítica desde el punto de vista económico de algunos de
ellos -aquéllos los que el comunismo suponía un problema más grave e inmediato- hubo que
recurrir a una ayuda temporal. Finalmente, en abril de 1948 el Congreso de los Estados
Unidos votó el European Recovery Program (ERP) que permitía la ayuda, en un 10% a través
de préstamos y el 90% restantes mediante donaciones. Éstas eran entregadas a los Gobiernos,
que obtenían un "contravalor" en divisa propia destinado a ofrecer préstamos a la agricultura
y a la industria nacionales. Una buena parte de las razones por las que se aceptó la concesión
de estos créditos derivó de la unánimemente respetada personalidad de Marshall, calificado
por Churchill de "el organizador de la victoria". Para no todos fue, sin embargo, tan claro que
los Estados Unidos no podía ofrecer otra cosa que anticomunismo. En total, desde 1948 hasta
1952, Europa obtuvo 13.000 millones de dólares de los Estados Unidos, repartidos de una
forma muy desigual: Gran Bretaña obtuvo el 24%; Francia, el 20; Italia, el 11; Alemania
occidental, el 10 y los Países Bajos, el 8. Las proporciones cambian un poco si se tienen en
cuenta tan sólo las donaciones, de forma que en ellas los países que se consideraban
amenazados por el comunismo y que vivían una situación más crítica -Francia e Italia-
recibieron una proporción ligeramente superior. Al mismo tiempo, estos países, superando una
visión en exceso depresiva, contribuyeron de una forma importante a la superación de su
propia situación económica a través de la constitución, en abril de 1948, de la OECE
(Organización Europea de Cooperación Económica), destinada originariamente al reparto de
la ayuda económica norteamericana. Pero la nueva organización no limitó su papel a este
terreno, sino que de forma inmediata -a partir de 1950- lo extendió a la liberalización
comercial, de tal manera que sentó las bases para todo un conjunto de iniciativas posteriores.
De todos modos, ha de tenerse en cuenta que la tendencia a la liberalización de los
intercambios fue un fenómeno general y muy característico de la etapa de posguerra. En enero
de 1948, se había suscrito entre unos ochenta países, que sumaban las cuatro quintas partes
del comercio mundial, el GATT (General Agreements on Tariffs and Trade), destinado a
conseguir la desaparición de todo tipo de barreras comerciales. La división de Europa en dos
mitades, en especial a partir del momento de la toma del poder por los comunistas en Praga,
tuvo un papel de una extremada importancia en la toma de conciencia por parte de los países
europeooccidentales de su situación de indefensión. Hasta aquel momento, el único pacto
suscrito entre los aliados democráticos europeos fue el Tratado de Dunkerque, firmado por
Francia y Gran Bretaña en marzo de 1947, cuyo contenido parecía mucho más destinado al
pasado que al futuro, en cuanto que daba la sensación de estar principalmente dirigido contra
una eventual reaparición del peligro alemán. Muy pronto, sin embargo, se percibió la
necesidad de ampliar el número de signatarios del acuerdo, ligado al nombre de la ciudad,
protagonista de la Segunda Guerra Mundial. Los países del Benelux quisieron muy pronto
sumarse a él y el Tratado de Bruselas, que fue firmado en la fecha clave de marzo de 1948 y
creó la Unión Occidental, fue el primero en el que los signatarios se comprometían a repeler
cualquier agresión, viniera de donde viniera. Además, gracias a él quedó establecida una red
de contactos permanentes incluyendo los de carácter militar. Se debe tener en cuenta que la
sensación de peligro y los terribles efectos que en el pasado había tenido el nacionalismo
exasperado habían dado como resultado la aparición de un espíritu tendente al federalismo,
del que la primera expresión, ya en 1944, fue el Benelux. En la conciencia de los gobernantes
europeos del momento, la experiencia pasada era lo bastante grave y el peligro presente lo
suficientemente amenazador como para que fuera necesario mucho más. Ya en enero de 1948,
el secretario del Foreign Office británico, Ernest Bevin, había propuesto la posibilidad de dar
a luz un sistema democrático occidental que sumara a los países europeos dotados de estas
instituciones los situados más allá de los mares que las tuviera semejantes. La respuesta de
Marshall fue positiva, siempre que desaparecieran las alianzas bilaterales y la iniciativa fuera
europea. Truman, ante el Congreso de su país, siempre amenazado por tentaciones
aislacionistas, declaró que la determinación de las naciones libres por defenderse debía ser
respondida por un paralelo deseo de los Estados Unidos en el sentido de ayudarles a hacerlo.
Pero la resistencia a romper con esta tradición de la política exterior norteamericana se
mantuvo. Sólo la mención a la ONU y la insistencia de Francia en que era necesaria la
colaboración norteamericana en la seguridad europea, para que se admitiera la reconstrucción
alemana, hizo posible la aprobación de una resolución -a la que dio su nombre el senador
Vandenberg- en la que se permitía, rompiendo con el pasado, que Estados Unidos se ligara por
tratados permanentes destinados a promover la seguridad de las potencias democráticas. El
resultado final de esta nueva actitud fue la creación en abril de 1949 de la Organización del
Tratado del Atlántico Norte, suscrito por los cinco países del Tratado de Bruselas a los que se
sumaron Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Islandia, Italia, Noruega y Portugal. Este
organismo defensivo tuvo, no obstante, la oposición de quien había sido el gran defensor de la
tesis de la "contención", George Kennan. Según él, hubiera sido mucho mejor que los Estados
Unidos se limitaran a garantizar la intangibilidad de Europa, de manera que quedara abierta la
posibilidad de una reunificación de Alemania. De cualquier modo, el tratado creó una alianza
muy flexible, que estipulaba que un ataque en contra de uno de los signatarios provocaría la
asistencia de todos, pero solamente existía como organismo unitario un Consejo Atlántico, sin
que cada uno de los países perdiera su Ejército propio ni se produjera inicialmente una
integración militar, que tan sólo se convirtió en una realidad a partir de la Guerra de Corea.
Alianza defensiva, la OTAN fue considerada como ofensiva por la URSS y los comunistas, en
el interior de cada uno de los países occidentales. De ahí que una y otros propiciaran una
utilización del pacifismo como arma en contra de los países democráticos. De ahí el
llamamiento lanzado desde Estocolmo en marzo de 1950 y la organización de toda una serie
de actividades de propaganda, en especial en los medios intelectuales, de las que fue
expresión, por ejemplo, la famosa Paloma de Picasso dedicada a la paz. Con todo, ya en 1949
había empezado a percibirse el cambio en la situación crítica en Europa. En 1953 -año de la
muerte de Stalin, el armisticio en Corea y la primera sublevación popular en un país
comunista- Europa se había salvado y la situación económica mejoraba a ojos vista. El clima
de guerra fría, una vez establecido, perduró durante la primera mitad de la década de los
cincuenta e impulsó inmediatamente a continuación la multiplicación de alianzas defensivas
en el borde fronterizo del Imperio soviético, que éste interpretó de forma inmediata como un
conjunto de bases destinadas a poner en peligro su integridad mediante posibles ataques.
Aunque los Estados Unidos permanecieran vinculados mediante tratados bilaterales a muchos
países, estas alianzas contribuyeron a solidificar el mecanismo defensivo con el precio de
integrar en ellas, a diferencia de lo sucedido con la OTAN, a muchos Estados cuyas
características políticas no eran precisamente democráticas. En septiembre de 1954, se firmó,
por ejemplo, el Pacto de Manila, que creó la organización del Tratado del Sudeste asiático
-SEATO en sus siglas en inglés-, por el que las potencias democráticas occidentales sumadas
a los países de tradición británica se unían a Tailandia, Filipinas y Pakistán,
comprometiéndose a responder a cualquier agresión de forma colectiva. Taiwan, vinculado
directamente con los Estados Unidos, no aparecía en esta alianza. El Pacto de Bagdad,
suscrito en febrero de 1955 con la participación de Turquía, Iraq, Pakistán e Irán creó un
cordón protector en las fronteras meridionales de la URSS y de cara a la región clave del
Medio Oriente.

- BERLÍN, ALEMANIA Y LA CUESTION EUROPEA


El factor que de forma más clara contribuyó a la creación de la OTAN fue la situación
alemana y, de manera especial, el estatuto de la ciudad de Berlín. En la reunión celebrada en
Moscú entre los ministros de Asuntos Exteriores de los antiguos aliados -marzo-abril de 1947-
ya se constató la discrepancia sustancial y, por lo tanto, la imposibilidad de llegar a un
acuerdo. Los anglosajones, a fines de aquel año, tomaron la decisión de unificar sus
respectivas zonas. Su propósito era configurar Alemania como un país federal, con un
Gobierno central fuerte, del que dependieran la política exterior y la economía. Francia, por el
contrario, quería una estructura confederal, mientras que la URSS era partidaria de un Estado
muy centralizado, en el que los recursos económicos de las zonas más industrializadas como
el Ruhr fueran controlados por unos organismos interaliados que a ella le permitieran obtener
reparaciones como consecuencia de la agresión hitleriana. Algo parecido deseaba con respecto
a Austria. A fines de año, una nueva reunión en Londres constató la diferencia de criterios
existente. Molotov pidió la inmediata organización de un Estado alemán. Los aliados, ya en
1948, llevaron a cabo la reunificación de la Alemania occidental, aceptando Francia que un
organismo común controlara el desarrollo de su economía; una moneda, el marco alemán,
serviría en adelante para el conjunto de las zonas controladas por las potencias democráticas.
Convertida la situación alemana en manzana de la discordia del desacuerdo entre los antiguos
aliados, la reinante en Berlín fue el detonante de uno de los enfrentamientos más graves de la
guerra fría. En realidad, los soviéticos no habían aceptado como situación permanente el
status de Berlín dividida en cuatro zonas administradas por cada uno de los vencedores, sino
que su preferencia seguía estando en una Alemania unificada. En marzo de 1948, las
autoridades soviéticas suspendieron el funcionamiento del organismo de control interaliado y,
a continuación, confiaron a los alemanes orientales el acceso a Berlín oriental. Sucesivamente,
fue suspendido el paso por cada una de las vías de acceso a la capital alemana, de modo que a
fines de junio no le quedaba otro procedimiento de aprovisionamiento que el aéreo. El
comandante norteamericano llegó incluso a proponer que un convoy armado tratara de forzar
el paso a través de la autopista. Pero el presidente norteamericano no aceptó el dilema entre la
guerra o la cesión, y decidió realizar el suministro de la capital mediante aviones. Así, al
menos, logró ganar tiempo. Berlín se había convertido de esta manera en un testimonio
dramático de la imposibilidad de entenderse en una administración compartida de los
vencedores; pronto sería también el símbolo de la opción por la libertad de la mayoría de la
población alemana. Su situación en esos momentos era catastrófica: el 20% de los edificios
estaba destruido y un 50% más eran casi inhabitables; el 40% de la industria había sido
desmantelada por los soviéticos y la producción se había reducido a la mitad. Al mismo
tiempo y día a día, en la zona controlada por los soviéticos se deterioraba el respeto por las
libertades democráticas. La población, sin embargo, resistió y lo hizo con buen humor: un
chiste contado entonces decía que peor hubiera sido la situación si el aprovisionamiento aéreo
lo hubieran realizado los soviéticos. A lo largo de todo un año, la capital alemana recibió sus
suministros exclusivamente por aire, principalmente -en un 95%- gracias a aviones
norteamericanos. Los dos aeropuertos berlineses triplicaron el tráfico aéreo de Nueva York y
recibieron 2.200.000 toneladas de avituallamientos (un 27% estuvo formado por carbón).
Como consecuencia de los más de 200.000 vuelos, se produjeron accidentes que costaron la
vida a unas setenta personas. En junio de 1949, los soviéticos levantaron el bloqueo. El reto
que había supuesto la medida había sido superado e hizo nacer en la ciudad y en todo el
mundo un sentimiento de seguridad. Los Estados Unidos se habían comprometido en la
defensa europea y los soviéticos no habían llegado a la confrontación final. En las elecciones
celebradas en octubre, en la zona libre de la antigua capital, los comunistas obtuvieron menos
del veinte por ciento de los votos y el SPD llegó casi al 50%. Mientras tanto, la ruptura
definitiva entre los aliados tuvo como consecuencia la creación de dos Estados alemanes.
Después del bloqueo de Berlín, las potencias occidentales autorizaron a los once Länder de la
Alemania occidental a federarse. Lo hicieron a partir de un texto constitucional que exigió dos
elaboraciones sucesivas, al no haber sido aceptada la primera por los aliados. Un acuerdo
firmado por los aliados en abril de 1949, en Washington, permitió que, en adelante, Alemania
occidental pudiera regirse de una manera por completo autónoma, aunque tuviera que
permanecer de momento desarmada y viera su política exterior sometida a los designios de los
vencedores. Berlín occidental no se integró como un Land más en Alemania federal, sino que,
debido a las circunstancias, permaneció con una peculiar organización política que recordaba
a la pasada ocupación. Aprobada la Ley Fundamental en agosto de 1949, tuvieron lugar las
primeras elecciones generales. En octubre, la URSS replicó convirtiendo la zona ocupada por
ella en una nueva entidad política, la República Democrática Alemana, caracterizada por una
organización muy centralizada. Dividida Alemania, durante los años siguientes quedó
ratificada las incompatibilidad entre ambos Estados. La Alemania federal se consideró a sí
misma un "Estado germen", que representaba a la totalidad de los alemanes hasta que estos
pudieran organizarse de forma democrática. Complementaria de esta interpretación fue la
aplicación, en el campo de la política exterior, de la llamada "doctrina Hallstein" consistente
en romper las relaciones con cualquier país que las mantuviera con la Alemania del Este. Al
mismo tiempo, sin embargo, la RFA adquirió en muchos aspectos la dimensión de un Estado
de idénticas características a los demás. A finales de 1949, por los Acuerdos de Petersberg,
Bonn consiguió de los aliados occidentales que quedara resuelto el problema de las
reparaciones; en 1950 pudo tener un Ministerio de Asuntos Exteriores propio y en 1951
ingresó como miembro de pleno derecho en el Consejo de Europa. En 1952, concluyó el
estado de ocupación de la Alemania occidental. Tan sólo quedaba pendiente la difícil cuestión
del Sarre, regido por un Gobierno autónomo vinculado económicamente a Francia. Una
cuestión que dificultó las relaciones entre ésta y Alemania. En cuanto a la República
Democrática, en un primer momento tuvo la pretensión de presentarse como el único Estado
alemán pero, pasado un tiempo, comenzó a apoyar ya la tesis de la legitimidad de los dos
Estados. Alemania se convirtió, por tanto, en un permanente motivo de fricción entre las
grandes potencias pero fue también una nueva protagonista en las relaciones internacionales.
Nada se entiende, en efecto, en el conjunto de la política europea a lo largo de más de cuatro
decenios sin tener en cuenta esta realidad. Estuvo, por ejemplo, muy presente en el
planteamiento de la posibilidad de una cooperación europea en materia económica y militar.
La colaboración comercial puesta en marcha gracias a la OECE y esa propensión federalista
nacida al comienzo de la posguerra hizo nacer el sentimiento de la necesidad de que se creara
una cierta unidad europea. De ahí surgió la reunión de un congreso europeísta en La Haya.
Sus resultados fueron, sin embargo, limitados, al no desear los británicos renunciar al
ejercicio de su plena soberanía nacional. En enero de 1949, se llegó, sin embargo, al
compromiso de creación de un Consejo de Europa que, funcionaba por medio de una
Asamblea consultiva, donde estaban representados diecisiete países, pero cuyo ámbito de
competencia se limitó tan sólo a la cooperación en materia cultural y política. Pero,
considerada esta iniciativa como insuficiente, varios otros intentos fueron puestos en marcha
para superarla. El primero y principal se refirió a los aspectos económicos. El ministro francés
de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, asumió la idea de Jean Monnet, responsable de la
planificación económica francesa, relativa a colocar el conjunto de la producción franco-
alemana de carbón y de acero bajo la dependencia de una autoridad común en el cuadro de
una organización abierta al conjunto de los países europeos. La idea de Monnet se basó
siempre en el objetivo de proponer "realizaciones concretas que sirvieran para crear una
solidaridad de hecho" y verdaderamente sirvió de punto de partida para la unidad europea. Su
personalidad, que aunaba una visión profética y una capacidad tecnocrática, le hizo darse
cuenta que sólo mediante pequeños pasos se lograría superar la sensación de parálisis y
derrotismo imperante en Europa. De acuerdo con esta propuesta y con la ayuda prestada por
Schuman, se firmó en abril de 1951 el Tratado de París, que permitió la constitución de la
Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), en la que a Francia y Alemania se
habían sumado los países del Benelux e Italia pero todavía permanecía ausente Gran Bretaña.
En el ambiente de la guerra fría, la cooperación que parecía más urgente era, no obstante, la
relativa a los aspectos militares. Como ya hemos podido comprobar, en realidad la OTAN era
una alianza muy flexible que por ello mismo podía resultar poco práctica y efectiva. Como
consecuencia de ello, desde finales de 1950 se tomó la decisión de crear un cuartel general de
las fuerzas aliadas en Europa emplazado en París. En adelante, la OTAN procuraría contar con
una "fuerza integrada" destinada a resolver sus problemas defensivos. Pero muy pronto
también esta fórmula pareció insuficiente. Fueron los norteamericanos quienes propusieron,
en el otoño de 1950, la posibilidad de rearmar a Alemania, pero se encontraron de forma
inmediata con la esperable oposición francesa. De la misma Francia, sin embargo, surgió una
fórmula destinada a la superación de este problema. El ministro de Defensa, René Pleven,
propuso, siguiendo el modelo de la CECA, crear un Ejército común por la integración de las
unidades militares de los seis países que formaban parte de la citada organización económica.
Las dificultades existentes, provocadas por una importante tendencia pacifista en la opinión
pública alemana pero también por las reticencias francesas, hicieron que no se llegara a la
firma de un tratado creando la Comunidad Europea de Defensa -CED- sino en mayo de 1952.
Éste, sin embargo, acabó no siendo ratificado, como consecuencia de la oposición de una
parte considerable de la clase dirigente francesa. En agosto de 1954, los diputados franceses
votaron contra esta fórmula, como si la alternativa consistiera en rearmar a Alemania o no
hacerlo sin tener en cuenta que la medida se dirigía al futuro. Pero todavía fue posible
encontrar una solución alternativa. De acuerdo con la propuesta del ministro de Asuntos
Exteriores británico, Eden, la Unión Occidental se convirtió en Unión Europea Occidental
integrando a Italia y Alemania de manera que pudiera existir un cierto control europeo de la
futura formación de un Ejército alemán; además, se decidió que éste no podría estar dotado de
armas atómicas, biológicas o químicas, de barcos grandes o de armas a distancia como misiles
o bombarderos estratégicos. Ya en 1955, la República Federal de Alemania ingresó en la
OTAN como decimoquinto de sus miembros y ese mismo año comenzó a ponerse en marcha
la creación del nuevo Ejército alemán.

- PRIMERA FASE DE LA DESCOLONIZACIÓN


Como ya se ha indicado, la Segunda Guerra Mundial transformó profundamente las relaciones
entre las metrópolis y las colonias; de esta situación incluso quiso beneficiarse el Reich alemán,
que era el mismo un proyecto de Imperio pero que utilizó para sus fines el anticolonialismo. Lo que
habría de tener más trascendencia de cara al futuro es que en el transcurso de los años bélicos
quedó sembrada una conciencia de la fragilidad de los Imperios coloniales y un poso de
nacionalismo que habrían de tener una profunda repercusión en la futura Historia humana. De no
menor importancia fue el hecho de que las dos superpotencias mundiales eran en realidad
anticolonialistas. Los Estados Unidos eran, en definitiva, una antigua colonia y el presidente
Roosevelt había tenido no pocos problemas con los británicos, por la tendencia de Churchill a
querer que el Imperio no cambiara; en 1946 concedieron la independencia a Filipinas. En cuanto a
la URSS, desde sus mismos orígenes también se había identificado con la liberación de las colonias;
éste fue un eje decisivo de su política exterior a partir de la mitad de los años cincuenta. El gran
movimiento que llevó a la independización de los países colonizados se desarrolló en dos sucesivos
momentos históricos. En el primero, desde 1945 hasta 1955, afectó al Medio Oriente y al Sureste
asiático mientras que a partir de esta fecha se centró en África. Ya en 1955 se celebró la
Conferencia de Bandung, que organizó el movimiento de los países descolonizados, de acuerdo con
un ideario de política exterior, al mismo tiempo que las superpotencias aceptaban no poner límites
a la admisión en la ONU de nuevos países. La actitud de las potencias coloniales en relación con el
proceso descolonizador fue muy cambiante, dependiendo de sus respectivas tradiciones históricas
pero también de otros factores como, por ejemplo, la población procedente de la metrópolis o el
papel que las colonias jugaban en la vida de ésta. Gran Bretaña, dirigida por un Gobierno laborista
durante estos años, no tuvo inconveniente en llevar a cabo una descolonización voluntaria que
hubiera sido difícil que aceptara un Gabinete conservador. Por otra parte, la existencia de la
Commonwealth, nacida en los años veinte, sirvió ahora para mantener una relación estrecha entre
la vieja metrópoli y sus antiguas colonias, una vez que sus principios se adaptaron a la nueva
situación. Convertida en un conjunto multicultural, sólo mantuvo como vínculo de unión la figura
del monarca británico, aunque conferencias periódicas de los Jefes de Estado y un secretariado
emplazado en Londres mantuvieran una mínima solidaridad entre los componentes. De cualquier
modo, ni siquiera todas las antiguas colonias británicas se incorporaron a la Commonwealth. Por su
parte, los Países Bajos tan sólo se limitaron a resignarse a aceptar la descolonización de su
posesión de Indonesia. Italia, un país derrotado, estaba condenada a perder sus colonias. Hubo un
acuerdo inicial respecto a ellas con Gran Bretaña pero finalmente fue la Asamblea de las Naciones
Unidas quien decidió al respecto, de modo que Libia accedió a la independencia en 1951, mientras
que Somalia lo haría diez años después, tras un período de tutela italiana, y, finalmente, Eritrea
permaneció federada a Etiopía. El caso de Francia fue por completo diferente. La Conferencia de
Brazzaville, convocada por el general De Gaulle, no dio pie más que a un mayor grado de
autonomía y liberalización pero no a descolonización, e idéntico propósito se desprendió de la
creación de la Unión Francesa prevista en la Constitución de la IV República francesa. Sólo después
de muy penosas dificultades y como consecuencia de los previos conflictos violentos que tuvieron
lugar en Marruecos y en Argelia, Francia optó por la descolonización de forma definitiva en 1958.
Bélgica acabó siguiéndola con respecto al Congo.

- PAZ Y CONTENCIÓN EN EL MEDIO ORIENTE


Si hubo diferencias considerables entre las potencias administradoras respecto a la
descolonización, algo parecido puede decirse de la geografía de la misma. Aunque la
descolonización se realizó, sobre todo, durante la posguerra en Asia, también tuvo un inicio en
el Medio Oriente. La llegada de la paz tuvo como consecuencia allí la aparición del
panarabismo -creación de la Liga Árabe en marzo de 1945- y el comienzo de la
descolonización en los territorios que hasta el momento habían estado bajo mandato británico
o francés. Este comienzo de descolonización no se hizo sin dificultades, incluso entre las
propias potencias colonizadoras, especialmente en Líbano y Siria, donde Francia pretendía
mantener la influencia otorgada después de la Primera Guerra Mundial. Mejor suerte pareció
tener, al menos durante algún tiempo, Gran Bretaña. En Egipto, que había logrado la
independencia excepto en materia de política exterior, la pretensión local de lograr la retirada
de los británicos no se vio coronada por el éxito. Iraq acabó retirando a Gran Bretaña las
ventajas estratégicas de que disponía, pero la potencia administradora conservó, en cambio,
una sólida implantación en Transjordania, cuyo emir permitió la presencia de tropas británicas
en su territorio. Irán, por su parte, fue abandonado por los anglosajones, pero los soviéticos
permanecieron durante mucho más tiempo, contribuyendo a la exaltación de los sentimientos
de peculiaridad entre los kurdos y azeríes, hasta finalmente aceptar retirarse. Fue, sin
embargo, en el Mediterráneo oriental donde de forma más caracterizada se planteó el
problema de la guerra fría y de la "contención" del antiguo aliado soviético. Los anglosajones
tenían la firme decisión de controlarlo: no en vano, gracias a su poder naval habían
conseguido en su momento liquidar la aventura militar de Rommel y ahora el rosario de bases
británicas parecía garantizar que no se producirían cambios importantes. Pero hubo un
momento inicial en que éstos parecieron posibles. Turquía había declarado la guerra a
Alemania cuando se acercaba la derrota de ésta. Cuando llegó la paz, sin embargo, debió
soportar una fuerte presión soviética relativa a una posible rectificación de las fronteras en
Anatolia y de las disposiciones acerca de la navegación por los Estrechos. La respuesta
norteamericana consistió en el envío de medios navales a la zona en el verano de 1946. La
tensión resultó todavía más agobiante en lo que respecta a Grecia. Situada bajo un control
militar británico de 40.000 hombres, había heredado de la ocupación alemana y de la
resistencia contra ella una guerrilla comunista en el Norte, dirigida por el general Markos y
ayudada por los países sovietizados vecinos. El deseo de Gran Bretaña de liberarse del peso
de una intervención que le resultaba demasiado onerosa le llevó, en febrero de 1947, a
informar a los norteamericanos que se veía obligada a retirar sus efectivos. Al mes siguiente,
Truman, decidido a que los norteamericanos asumieran la responsabilidad internacional que
les correspondía, enunció ante el Congreso norteamericano la doctrina que en adelante llevó
su nombre. Los Estados Unidos debían estar a la cabeza del mundo libre y estaban obligados
también a ayudar a los países a librarse de los intentos de dominación puestos en marcha por
minorías armadas o por presiones exteriores. En la reunión celebrada en marzo y abril de
1947 en Moscú por los ministros de Asuntos Exteriores, no sólo no hubo acuerdo alguno sino
que lo característico fue un proceso de creciente desconfianza. No hubo más reuniones de este
tipo. Las consecuencias de que se hubiera puesto en práctica la "contención" norteamericana
fueron decisivas en Medio Oriente. En junio de 1948, fue creada la VI Flota norteamericana,
destinada a servir como instrumento de intervención rápida en caso de peligro. Con
posterioridad, como en otras partes del mundo, los Estados Unidos anudaron toda una serie de
pactos en la zona. En 1951, Grecia y Turquía fueron invitadas, a pesar de sus ancestrales
diferencias, a incorporarse a la OTAN. En 1955, la firma del Pacto de Bagdad, formado por
Gran Bretaña, Pakistán, Irán e Iraq, dio la sensación de reafirmar el control occidental de la
zona, sobre todo teniendo en cuenta que en un protocolo adicional complementario franceses,
británicos y norteamericanos se habían comprometido al mantenimiento del statu quo. Pero ya
en la primera década de la posguerra, el poder occidental se enfrentó con retos importantes en
esta región del mundo. El principal se produjo en Irán. Venezuela, en plena Guerra Mundial,
había introducido mediante ley un reparto de los beneficios obtenidos de la explotación del
petróleo y su ejemplo acabó siendo seguido por las autoridades políticas del Medio Oriente
desde comienzos de los cincuenta. En esa época, tan sólo el 9% de la renta del petróleo era
obtenida por un tan importante país productor como era el Irán. En la primavera de 1951,
Mohammed Mossadegh, el primer ministro iraní, promulgó una ley de nacionalización del
petróleo, en una decisión que puede considerarse semejante a la que luego Nasser tomaría
respecto al Canal de Suez. Pero lo cierto fue que los resultados no fueron semejantes en los
dos casos. En realidad, Mossadegh pasó por enormes dificultades antes de conseguir poner en
marcha las instalaciones que habían abandonado los técnicos extranjeros e Irán se vio
boicoteado por los consumidores. El golpe de Estado militar que acabó con él, en agosto de
1953, ha sido atribuido, con fundamento, a la CIA. Los tiempos, de todos modos, no estaban
maduros para que un intento como éste pudiera fraguar: ni existía un ideario neutralista ni
Mossadegh se caracterizó por una ideología populista como la de Nasser. Su derrocamiento
supuso el pleno restablecimiento del poder del Sha, que se había visto obligado a marchar al
exilio. En otro conflicto del Mediterráneo oriental durante esta época, el de Chipre, se
mezclaron factores muy diversos, desde la descolonización hasta la pluralidad étnica y
cultural. En Chipre, la tercera isla del Mediterráneo, con una población formada por griegos
en un 80%, la autoridad religiosa desempeñó siempre un papel político de primera
importancia mientras que el movimiento sindical estuvo influenciado por los comunistas. La
peculiaridad en la composición demográfica de la isla hizo que la auténtica reivindicación en
ella no fuera la independencia sino la "enosis", es decir, la unificación con Grecia, que la
reclamaba desde 1947. Ya en 1950 la cuestión quedó internacionalizada en un momento en
que la guerra fría parecía impedir cualquier otro posible conflicto adicional, gracias a que
Atenas llevó la cuestión ante las Naciones Unidas, lo que inmediatamente tuvo como
consecuencia la oposición de Turquía, de cuya procedencia era el resto de la población isleña.
De este modo, un conflicto cultural entre dos comunidades pareció romper la convivencia
entre dos aliados en el seno de la OTAN. El arzobispo Makarios, líder indisputado de la
comunidad grecochipriota, se convertiría en un personaje de rango internacional gracias a la
conflictividad en la zona.

- LA PRIMERA GUERRA ÁRABE-ISRAELÍ


Para abordar un conflicto como el que tuvo lugar en 1948 en Palestina y que habría de durar
hasta el presente es preciso tratar brevemente de sus antecedentes remotos. Tanto los judíos
como los palestinos se sentían pueblos elegidos por Dios que, después de atravesar una larga
época de decadencia que duró siglos, llegado el siglo XIX experimentaron un renacimiento.
En ambos casos, puede decirse que no se trataba de grupos religiosos en el sentido moderno
del término sino de comunidades nacionales de creyentes. Los dos empezaron a articular
plataformas de contenido nacionalista en fechas semejantes. Theodor Herzl era un judío muy
asimilado de Viena que reaccionó creando el sionismo, a partir del momento en que nació en
Austria el antisemitismo y el 1896 publicó El Estado judío, cuya tesis principal es que
resultaba inútil combatir el antisemitismo y que, al mismo tiempo, era imposible pretender la
asimilación. Al final del XIX, apenas había veinte asentamientos agrícolas en Palestina,
poblados por unos 5.000 judíos. En la segunda "aliya", o emigración en los años que
precedieron a la Primera Guerra Mundial, se llegó a alcanzar ya la masa crítica de las 85.000
personas asentadas. Además, en ella llegaron muchos judíos dotados de una educación
moderna y con una ideología socialista. De ahí la aparición de los "kibbutzim" o
colectividades agrarias y la expansión del hebreo como signo de identidad colectiva. Pero,
como han señalado los historiadores judíos más autocríticos, también a estos inmigrantes,
procedentes del Este de Europa les caracterizó un nacionalismo tribal y exclusivista
característico de las sociedades de donde procedían. Los árabes, por su parte, adquirieron
conciencia propia algo después. Palestina había sido una región muy poco poblada y sujeta a
una inestabilidad política endémica: apenas tenía 560.000 habitantes (18.000 en Jerusalén en
1880) y sufría frecuentes "raids" por parte de los beduinos. La conciencia de identidad se
agudizó a partir de la revolución de los Jóvenes Turcos en la primera década de siglo, pero por
el momento no se produjeron conflictos entre ambas comunidades. A pesar de ello, durante la
Primera Guerra Mundial, los turcos prohibieron el nacionalismo de ambos signos; el líder
judío Ben Gurion, por ejemplo, fue obligado a exiliarse. La Declaración Balfour, de
noviembre de 1917, destinada por el Gobierno británico a mostrar su aceptación de la llegada
de los judíos, tuvo como consecuencia la multiplicación de la inmigración. Así llegó la tercera
"aliya", cuya ideología era semejante a la de la inmigración anterior. Con ella, se llegó a
alcanzar el 17% de la población (175.000 personas). Fueron quienes participaron en ella los
que ejercieron el poder a partir de la independencia. La cuarta "aliya", a partir de 1924, fue ya
más cosmopolita y, por tanto, aumentó la heterogeneidad de Israel. Durante estos años,
aparecieron instituciones como el Haganah, instrumento de defensa pero también destinado a
favorecer la llegada de la inmigración, y el Histadrut, es decir, el sindicalismo. Frente a una
idea que se popularizaría con posterioridad, el sionismo tuvo un contenido popular y
socializante, mientras que los grandes magnates y potentados judíos eran más bien reticentes
al mismo. Al tiempo que crecía la inmigración judía también se incrementaba la población
árabe, que pasó en 1917-1947 de 600.000 a 1.200.000 habitantes. La violencia empezó a
predominar en las relaciones entre las dos partes en 1929. En 1931, Mac Donald declaró el
propósito del Gobierno británico de no restringir la inmigración judía y, como consecuencia
inmediata, las agresiones entre las dos comunidades se incrementaron de manera notable. A
partir de 1939, es decir, en el mismo momento de la generalización de la persecución nazi, los
británicos empezaron a equilibrar su apoyo a los israelíes con el otorgado a los árabes. La
clara mayoría de la población seguía siendo árabe: suponía el 80% en 1930 y el 70% en 1940,
pero probablemente el cambio en las proporciones fue visto por los árabes como un peligro.
En 1945 los judíos de Palestina eran unos 554.000 y 136.000 de ellos habían combatido como
voluntarios con los británicos. Aun así, uno de sus líderes, Ben Gurion, aseguró que se debía
combatir a Hitler como si no existiera el "libro blanco" británico -que les imponía
restricciones- y al libro blanco como si Hitler no existiera. El Holocausto, sin duda,
contribuyó a ratificar el deseo de tener una patria propia: hay que tener en cuenta que hasta los
años ochenta el pueblo judío fue el único que no consiguió recuperarse de las pérdidas
demográficas producidas durante la Segunda Guerra Mundial. 70.000 judíos inmigraron de
forma ilegal desde el final de la guerra hasta 1948 y fue precisamente este hecho el que
explica principalmente el enfrentamiento con las autoridades británicas. A partir de 1944,
minoritarias organizaciones terroristas judías -Irgún, dirigida por Menahem Beguin, y Lejí-
atentaron contra los intereses británicos. Llegaron, por ejemplo, a asesinar a un ministro
británico y volaron el Hotel King David de Jerusalén, cuando las autoridades coloniales
detuvieron a varios centenares de inmigrantes ilegales. A lo largo de 1947, la situación de los
soldados británicos en Palestina se hizo insoportable. Los enfrentamientos entre las dos
comunidades eran diarios y los intentos de imponer el orden concluían en atentados contra
ellos. En los combates sucesivos que tuvieron lugar antes de la independencia murieron unos
1.200 judíos. Se explica así la decisión tomada por Gran Bretaña de retirar sus tropas y poner
fin a la Administración colonial el primer día de agosto de 1948. Mientras tanto, la ONU
había intentado ofrecer una solución. En abril de 1947, se celebró en Flushing Meadows la
primera sesión del comité especial de las Naciones Unidas acerca del problema palestino. La
población árabe suponía los dos tercios del total y no estuvo dispuesta en ningún momento a
aceptar ningún propósito judío de basar en un pasado histórico cualquier reivindicación de
cambio en el status de la región, porque lo consideraba el producto y la consecuencia de una
"nostalgia místico-religiosa". Las soluciones propuestas variaron mucho, pero en realidad
estaban fundamentalmente configuradas en forma de un Estado federal, como se había
planeado en el pasado desde los años treinta. En noviembre de 1947, el comité propuso la
creación de dos Estados y una zona internacional en Jerusalén y Belén puesta bajo control de
las Naciones Unidas. El Estado israelí contaría con tres zonas, con una extensión próxima a
los 144.000 kilómetros. En este momento, existía todavía un consenso profundo entre las dos
superpotencias sobre este problema; era casi el único acuerdo que subsistía entre los antiguos
aliados. Pero la respuesta del mundo árabe fue inmediata e indignada, proclamando la guerra
santa -jihad- en contra de la resolución y, por parte israelí, se produjo una idéntica negativa a
aceptar una solución transaccional. El Irgún, por boca de Menahem Beguin, afirmó que
consideraba el reparto como "una catástrofe nacional e histórica" y prometió que llegaría un
día en que el conjunto de Palestina -Eretz Israel- sería devuelto al pueblo judío. A comienzos
de 1948, iba a iniciarse la intervención bélica de los árabes, con unidades militares de los
países limítrofes, mientras que se reagrupaban las diversas milicias judías. Desde los años
veinte, existía -como se ha apuntado- una fuerza defensiva llamada Haganah, a la que ahora se
sumaron los grupos terroristas ya citados. En el último día del mandato británico, las fuerzas
israelíes controlaban con ayuda de armas procedentes de lugares inesperados, como
Checoslovaquia, el conjunto del territorio que se había previsto entregar al Estado judío, a
excepción del Neguev. Tan sólo unos minutos después de su proclamación, el Estado de Israel
fue reconocido por los Estados Unidos, a los que siguió de forma inmediata la URSS. Al
mismo tiempo, sin embargo, se iniciaba la primera Guerra árabe-israelí que daría lugar al más
persistente conflicto de la Historia del mundo actual. La situación militar de partida puede ser
descrita de una manera que podría hacer pensar en la inevitable victoria de los árabes. En
efecto, las milicias judías disponían de tan sólo unos 70.000 hombres sin otra capacidad que la
de una guerrilla y sin medios pesados ni aviación, mientras que los árabes tenían una cifra
muy difícil de calcular de unidades militares de los países del entorno y unos veinte mil
palestinos en unidades irregulares. Pero la realidad es que el armamento árabe estaba
envejecido, la coordinación entre las acciones militares fue prácticamente nula y resultó de la
máxima importancia el tipo de combatiente que actuó, en realidad, occidental en el caso de los
judíos. Éstos tuvieron en Ben Gurion un liderazgo firme y decidido y emplearon mucho mejor
sus recursos (cuando hubo aviones realizaron cinco veces más salidas que sus adversarios). La
batalla decisiva tuvo lugar en la carretera entre Tel Aviv y Jerusalén y acabó con la división de
esta ciudad en dos y con la ocupación del territorio previsto por parte de los israelíes, con la
excepción tan sólo del desierto del Neguev. En junio de 1948, el conde Bernadotte,
intermediario nombrado por las Naciones Unidas, consiguió una primera tregua entre los
combatientes y propuso una nueva fórmula que hubiera supuesto la división del territorio de
Jordania entre los Estados palestino y judío. Pero los combates se reanudaron en julio y a
partir de este momento las victorias judías se sucedieron una tras otra. En el desierto del
Neguev, por ejemplo, hasta tres mil egipcios fueron hechos prisioneros; uno de ellos era el
futuro presidente egipcio Nasser. Allí, las ofensivas israelíes le proporcionaron victorias que
hubieran podido suponer la destrucción del Ejército egipcio y la llegada hasta el Canal de
Suez de no ser por las advertencias británicas de llegar a una intervención como consecuencia
del pacto suscrito con este país. En estas circunstancias, asesinado el conde Bernardotte por
un grupo radical israelí, su sucesor Ralph Bunche consiguió un cese el fuego en enero de
1949. Entre febrero y julio, toda una serie de armisticios fue suscrita en la isla de Rodas entre
Israel y los distintos Estados árabes, con la excepción de Iraq. Se trató de acuerdos
exclusivamente militares que, por lo tanto, no significaban la determinación de fronteras
permanentes, por más que diera la sensación de que los árabes reconocían al Estado de Israel.
Si antes la política mantenida por los países árabes había consistido en repudiar el reparto
ahora pasó a defenderlo cuando tuvo lugar la derrota. Pero el Estado de Israel había sido
gestado en el combate y ya no quiso volver atrás. Habían muerto 6.000 judíos, el 1% de la
población, una proporción semejante al número de franceses caídos en la Primera Guerra
Mundial. En las zonas controladas por los árabes no quedó un solo judío pero, en cambio,
unos 200.000 árabes se mantuvieron en zona controlada por los judíos. A partir de este
momento, se inició el inacabable proceso para intentar llegar a la paz. Las conversaciones, a
veces llevadas a través de intermediarios por la negativa de los contendientes a aceptar
incluso sentarse con el adversario, se celebraron en Suiza y más tarde en París, pero el
acuerdo fue imposible. Una parte de las razones derivó de la conmoción que en el mundo
árabe se había producido como consecuencia de la derrota con asesinatos de dirigentes o
sustitución de los regímenes. En julio de 1952, por ejemplo, la derrota supuso la sustitución
de la Monarquía y la aparición del régimen de los Oficiales Libres en Egipto, pero ya antes el
rey Abdallah de Transjordania, que se había mostrado dispuesto a unificar a los palestinos
bajo su mandato, había sido asesinado -en el mes de julio anterior- cuando entraba en la
mezquita Al Aqsa de Jerusalén. A mediados de los años cincuenta, en un momento en que se
hacía presente en Medio Oriente una evidente voluntad de intervención soviética y la
aparición de un neutralismo activo, la confrontación entre árabes e israelíes aparecía de forma
semejante o peor que la de 1948.

 EXTREMO ORIENTE DURANTE LA GUERRA FRÍA


Así como en el Medio Oriente el final de la Segunda Guerra Mundial produjo como
resultado tan sólo un lento comienzo de la descolonización y un conflicto peculiar -la
Guerra árabe-israelí- que no tenía que ver con ella, en el Extremo Oriente la
descolonización fue más amplia y profunda y produjo conflictos que de modo inmediato
se relacionaron con la confrontación de las dos grandes superpotencias a escala planetaria.
Lo característico de esta región del globo fue también la enorme disparidad entre las
soluciones políticas a las que se llegó. Japón realizó una transformación decisiva de sus
estructuras políticas y también India prolongó su experiencia de la etapa colonial en forma
democrática. Pero China dio una nueva dimensión geográfica a la revolución comunista y
fue el Extremo Oriente el único punto del mundo donde las dos grandes superpotencias se
enfrentaron con las armas en la mano.

- LA DESCOLONIZACIÓN EN ASIA
La descolonización del Sureste asiático fue en gran medida una consecuencia de la derrota
japonesa, pero también influyó en ella la voluntad expresada previamente por las sociedades
indígenas, como fue el caso de India, a quienes las circunstancias vividas durante la guerra les
proporcionaron muchos incentivos. En 1945, en esta región del mundo sólo Tailandia era un
país independiente, pero a la altura de 1957 habían nacido diez nuevos Estados. La
descolonización se llevó a cabo por lo menos parcialmente con intervención de la violencia y
no llegó a obtener como resultado una estabilidad total. En la India, los antecedentes del
movimiento independentista eran ya antiguos, dado que el Partido del Congreso había sido
fundado en 1886; desde hacía más de medio siglo la reivindicación estaba, por tanto, sobre el
tapete. Existía, además, un peculiar sistema de diarquía que, si reservaba para los británicos
determinadas competencias como las relativas a Hacienda, comunicaciones y orden público,
dejaba el resto en manos de autoridades locales, elegidas por un censo equivalente a tan sólo
una décima parte de la población. Gracias a este procedimiento, pudo formarse una clase
política que nutrió el Partido del Congreso, que ya en 1937 dominaba las asambleas locales.
Si la Primera Guerra Mundial había sido importante para India, durante la siguiente adquirió
aún mayor conciencia nacional. Para la propia Gran Bretaña, fue también esencial lo que
explica que su Ejército allí se multiplicara por diez durante el período bélico. Aunque hubo
graves incidentes con centenares de muertos, los británicos pudieron contar con la fidelidad
de la mayor parte de los dirigentes indios. En el momento de la máxima expansión japonesa,
el jefe del Partido del Congreso, Nehru, pidió la independencia y, al mismo tiempo, la
participación del Ejército indio en contra del Eje. Influido por la Fabian Society, Nehru
procedía de una familia cosmopolita y su padre estaba muy britanizado. El destino de la India
independiente estaría mucho más en sus manos que en las de Gandhi, asesinado en enero de
1948 por un nacionalista hindú que le consideró responsable de la partición del país. Las
opiniones de Gandhi, por ejemplo, pudieron ser tenidas en cuenta en lo referente a la
secularización de las instituciones, pero ni sus recomendaciones sobre la comunidad
campesina ni sobre la ordenación de las labores artesanales indígenas fueron seguidas. Desde
el mismo momento de concluir el conflicto, el Gobierno laborista de Attlee fue favorable a la
independencia, que hubiera sido mucho más difícil en el caso de que Churchill hubiera
seguido en el poder, pero el problema fundamental a la hora de conseguirla fue la misma
pluralidad de la sociedad india. Así como el Partido del Congreso deseaba el mantenimiento
de una fuerte unidad, los musulmanes agrupados en una Liga dirigida por Jinnah, no se
quisieron convertir en una minoría política y religiosa dentro un país unitario: de ahí la
reivindicación de un Pakistán independiente. Entre 1945 y 1946, la Liga obtuvo 439 de los
494 puestos regionales que correspondían a los electores musulmanes. En el verano de 1946,
los incidentes entre musulmanes e hindúes fueron agravándose día a día, degenerando en una
auténtica guerra civil: en Calcuta, hubo 4.000 muertos, 7.000 en Bihar y 5.000 en el Punjab.
En esta situación, como luego harían en Palestina, los británicos tomaron la decisión de
retirarse. Fue Lord Mountbatten el encargado de dirigir a la India hacia la independencia, que
fue proclamada en agosto de 1947, favoreciendo al mismo tiempo la partición en dos unidades
políticas independientes: por un lado, India, como Estado laico y, por otro, Pakistán, formado
por una porción occidental, el Punjab, y otra oriental, el Este de Bengala. Pero la delimitación
de fronteras comúnmente aceptadas entre ambos Estados resultó por completo imposible sin
que la pertenencia de ambos a la Commonwealth sirviera para solucionar el conflicto. Una
guerra, abierta entre 1947-48, no sirvió para resolver la disputa especialmente grave en el caso
de Cachemira en donde el marajah era hindú pero la población era musulmana. De la guerra,
sólo surgió una línea provisional que sería el escenario de posteriores enfrentamientos, pero
que en esencia hasta el momento no se ha modificado. No fue ése el único conflicto con el
que tuvo que enfrentarse India en los primeros años de su existencia. Entre 1946 y 1951,
actuó una persistente guerrilla comunista en el Estado de Hyderabad. India reclamó, además,
las pequeñas posesiones costeras francesas y portuguesas, pero no logró hacerse con las
primeras hasta 1954 y hubo de esperar a los años sesenta para controlar la Goa portuguesa con
el imprescindible recurso a la violencia. India nació oficialmente con la proclamación, en
enero de 1950, de una Constitución largamente debatida. Con sus 395 artículos, era una de las
más extensas que se habían redactado nunca, pero de hecho 250 de ellos procedían de la
Government Act concedida en 1935 por la autoridad colonial. La innovación decisiva fue la
introducción del sufragio universal: hasta ese momento, no votaban más que 41 millones de
personas, pero ahora lo hicieron 171 millones. India pudo proclamar orgullosamente, por
consiguiente, que era "la mayor democracia del mundo". El punto de partida, sin embargo, era
muy complicado. A comienzos de los cincuenta, la renta per capita era de tan sólo 54 dólares,
la esperanza de vida era de 32 años y el 84% de los indios eran analfabetos; la población
urbana era tan sólo el 15% del total. La pluralidad persistía: unos 30 millones de indios eran
musulmanes y los sijs formaban una etnia de rasgos escasamente asimilables. Había catorce
lenguas admitidas, aunque sólo el hindi tuviera carácter oficial para el conjunto del Estado. Si
India persistió como unidad y lo hizo en un régimen democrático, en parte fue por la
experiencia adquirida en la etapa colonial y por su propia pluralidad. Pero existió también otro
factor importante, nacido del monopolio del poder político ejercido por el Partido del
Congreso. Aunque el voto que consiguió durante la etapa posterior a la independencia rondó
tan sólo el 45%, tuvo la ventaja de ser un partido plural, capaz de asociarse a otros y se vio
beneficiado por un sistema electoral de escrutinio uninominal, como el británico, que de
momento mantuvo alejada a la oposición del poder. Bajo la dirección de Nehru, India intentó
jugar un creciente papel mundial, situándose a la cabeza del neutralismo y del
anticolonialismo. Aunque permaneció en la Commonwealth, rechazó la ayuda norteamericana
así como la pertenencia a la red de pactos que la superpotencia occidental iba enhebrando
alrededor de la URSS. En marzo de 1947, Nehru reunió una amplia conferencia de
representantes de países asiáticos y se convirtió en un portavoz del no alineamiento. A
mediados de los años cincuenta, los contactos con los dirigentes indios y soviéticos habían
logrado ya producir una profunda irritación en el secretario de Estado norteamericano, Foster
Dulles. Pero, al mismo tiempo, no dudó en condenar el ataque de Corea del Norte. También la
descolonización se hizo presente en otros países del Sureste asiático. Birmania obtuvo la
independencia en 1948, negándose a cualquier vinculación con la Commonwealth, pero muy
pronto tuvo que enfrentarse a una guerra civil por la existencia de una activa guerrilla
comunista. En Indonesia, el partido nacionalista de Sukarno no había dudado en colaborar
durante la guerra con los japoneses, quienes concedieron la independencia en el momento de
perder el archipiélago. Aunque Holanda intentó recuperar luego sus antiguas colonias,
tolerando la existencia de una Federación en Java mientras que el resto de los territorios serían
controlados por ella misma, fracasó en sus propósitos. Una sublevación comunista le dio el
pretexto para la intervención pero, a fines de 1949, la presión conjunta de los anglosajones y
de las Naciones Unidas le obligaron a abandonar cualquier pretensión de dominio de la
región, aunque conservó la porción occidental de Nueva Guinea hasta comienzos de los años
sesenta. También en Indochina lo sucedido durante la guerra resultó de importancia decisiva
para el proceso descolonizador. En marzo de 1945, liquidada la presencia francesa por los
japoneses, fue proclamada la República de Vietnam. La Francia gaullista no dudó, sin
embargo, un momento en enviar una fuerza expedicionaria dirigida por el general Leclerc
para restablecer su influencia; su propósito no era ahora volver a restablecer la antigua
colonia, sino que ésta quedara convertida en un Estado independiente pero dentro de la Unión
Francesa. Pero para ello era imprescindible empezar por reconquistarla. Las operaciones
bélicas, sin embargo, no fueron nada sencillas. En marzo de 1946, se llegó a un acuerdo en
Indochina entre los beligerantes y, en septiembre, Ho Chi Minh, el líder vietnamita, y el
Gobierno francés firmaron en Fontainebleau un tratado de ratificación. Pero ninguno de los
contendientes estaba dispuesto a respetarlo en la práctica. Al final de este mismo año, tras una
serie de matanzas de franceses, había estallado ya una guerra que habría de durar ocho años.
Francia intentó en junio de 1948 la creación de un Estado vietnamita al que prometió la
independencia total, bajo la fórmula monárquica del emperador Bao Dai, pero que nunca tuvo
la menor oportunidad de ser aceptado por el adversario. A partir del estallido de la Guerra de
Corea, la de Indochina se convirtió en otro punto más de conflicto entre las superpotencias.
En enero de 1950, Ho Chi Minh consiguió el reconocimiento por parte de soviéticos y chinos.
Logró, además, en este mismo año importantes victorias militares, pero el Ejército francés,
mandado por el general De Lattre de Tassigny y apoyado por los norteamericanos, pareció ser
capaz de conseguir enderezar la situación. Pero las dificultades militares francesas acabaron
por agravarse con el transcurso del tiempo. El alto mando francés tomó la decisión de
convertir Dien Bien Phu en una especie de base de resistencia, destinada a proteger el camino
hacia Laos y formada por una sólida guarnición muy bien dotada de medios. Su misión sería
imponerse progresivamente sobre el hostil medio rural. Sin embargo, sus 11.000 hombres se
vieron rodeados por los 50.000 del general Giap sin que les cupiera otra posibilidad de recibir
auxilio que el que pudiera llegar por avión. En marzo de 1954, la base fue atacada por los
vietnamitas, en un momento en que se debatían en Ginebra, a la vez, el armisticio en Corea y
la paz en Vietnam. A comienzos de mayo, la posición cayó en manos del enemigo y con ello
se desvanecieron las posibilidades de que Francia pudiera seguir desempeñando un papel
decisor en esta parte del mundo. Ya para entonces, la mayor parte de la financiación de la
guerra había quedado en manos de los norteamericanos. Al acuerdo de armisticio no se llegó
hasta julio de 1954. De acuerdo con él, Vietnam quedó dividido en dos por el paralelo 17:
mientras en el Norte dominaban los comunistas, en el Sur ese papel le correspondía a los
nacionalistas de Ngo Dinh Diem, que pronto se desembarazó del emperador Bao Dai,
mientras que la influencia francesa se desvanecía sustituida por la norteamericana. Como en
el caso de Alemania y de Corea, un nuevo país había quedado dividido como consecuencia de
la guerra fría. Lo sucedido testimonió en todo caso que en el Extremo Oriente había un nuevo
poder político con el que era imprescindible contar. China, en efecto, había dotado de medios
militares a los vietnamitas y había acabado convenciéndoles de que limitaran su esfera de
dominio al paralelo 17. Francia, por su parte, había acudido a esta guerra con nula convicción
y sin perspectivas de futuro. Aunque hasta 1950 el Gobierno no se manifestó dispuesto al
abandono, un año antes sólo un quinto de la población estaba a favor del mantenimiento de
una Indochina francesa. La guerra, en cierta forma, permaneció oculta a la vista de la
población, a pesar de las protestas de los comunistas: tan sólo 70.000 franceses combatieron
en ella; de ellos, 19.000 murieron, junto a una cifra tres o cuatro veces superior de soldados
coloniales. Así quedó presagiado lo que habría de ser el fin del Imperio francés en años
sucesivos.

- EL TRIUNFO DE LA REVOLUCIÓN CHINA


La descolonización del Sureste asiático fue en gran medida una consecuencia de la derrota
japonesa, pero también influyó en ella la voluntad expresada previamente por las sociedades
indígenas, como fue el caso de India, a quienes las circunstancias vividas durante la guerra les
proporcionaron muchos incentivos. En 1945, en esta región del mundo sólo Tailandia era un
país independiente, pero a la altura de 1957 habían nacido diez nuevos Estados. La
descolonización se llevó a cabo por lo menos parcialmente con intervención de la violencia y
no llegó a obtener como resultado una estabilidad total. En la India, los antecedentes del
movimiento independentista eran ya antiguos, dado que el Partido del Congreso había sido
fundado en 1886; desde hacía más de medio siglo la reivindicación estaba, por tanto, sobre el
tapete. Existía, además, un peculiar sistema de diarquía que, si reservaba para los británicos
determinadas competencias como las relativas a Hacienda, comunicaciones y orden público,
dejaba el resto en manos de autoridades locales, elegidas por un censo equivalente a tan sólo
una décima parte de la población. Gracias a este procedimiento, pudo formarse una clase
política que nutrió el Partido del Congreso, que ya en 1937 dominaba las asambleas locales.
Si la Primera Guerra Mundial había sido importante para India, durante la siguiente adquirió
aún mayor conciencia nacional. Para la propia Gran Bretaña, fue también esencial lo que
explica que su Ejército allí se multiplicara por diez durante el período bélico. Aunque hubo
graves incidentes con centenares de muertos, los británicos pudieron contar con la fidelidad
de la mayor parte de los dirigentes indios. En el momento de la máxima expansión japonesa,
el jefe del Partido del Congreso, Nehru, pidió la independencia y, al mismo tiempo, la
participación del Ejército indio en contra del Eje. Influido por la Fabian Society, Nehru
procedía de una familia cosmopolita y su padre estaba muy britanizado. El destino de la India
independiente estaría mucho más en sus manos que en las de Gandhi, asesinado en enero de
1948 por un nacionalista hindú que le consideró responsable de la partición del país. Las
opiniones de Gandhi, por ejemplo, pudieron ser tenidas en cuenta en lo referente a la
secularización de las instituciones, pero ni sus recomendaciones sobre la comunidad
campesina ni sobre la ordenación de las labores artesanales indígenas fueron seguidas. Desde
el mismo momento de concluir el conflicto, el Gobierno laborista de Attlee fue favorable a la
independencia, que hubiera sido mucho más difícil en el caso de que Churchill hubiera
seguido en el poder, pero el problema fundamental a la hora de conseguirla fue la misma
pluralidad de la sociedad india. Así como el Partido del Congreso deseaba el mantenimiento
de una fuerte unidad, los musulmanes agrupados en una Liga dirigida por Jinnah, no se
quisieron convertir en una minoría política y religiosa dentro un país unitario: de ahí la
reivindicación de un Pakistán independiente. Entre 1945 y 1946, la Liga obtuvo 439 de los
494 puestos regionales que correspondían a los electores musulmanes. En el verano de 1946,
los incidentes entre musulmanes e hindúes fueron agravándose día a día, degenerando en una
auténtica guerra civil: en Calcuta, hubo 4.000 muertos, 7.000 en Bihar y 5.000 en el Punjab.
En esta situación, como luego harían en Palestina, los británicos tomaron la decisión de
retirarse. Fue Lord Mountbatten el encargado de dirigir a la India hacia la independencia, que
fue proclamada en agosto de 1947, favoreciendo al mismo tiempo la partición en dos unidades
políticas independientes: por un lado, India, como Estado laico y, por otro, Pakistán, formado
por una porción occidental, el Punjab, y otra oriental, el Este de Bengala. Pero la delimitación
de fronteras comúnmente aceptadas entre ambos Estados resultó por completo imposible sin
que la pertenencia de ambos a la Commonwealth sirviera para solucionar el conflicto. Una
guerra, abierta entre 1947-48, no sirvió para resolver la disputa especialmente grave en el caso
de Cachemira en donde el marajah era hindú pero la población era musulmana. De la guerra,
sólo surgió una línea provisional que sería el escenario de posteriores enfrentamientos, pero
que en esencia hasta el momento no se ha modificado. No fue ése el único conflicto con el
que tuvo que enfrentarse India en los primeros años de su existencia. Entre 1946 y 1951,
actuó una persistente guerrilla comunista en el Estado de Hyderabad. India reclamó, además,
las pequeñas posesiones costeras francesas y portuguesas, pero no logró hacerse con las
primeras hasta 1954 y hubo de esperar a los años sesenta para controlar la Goa portuguesa con
el imprescindible recurso a la violencia. India nació oficialmente con la proclamación, en
enero de 1950, de una Constitución largamente debatida. Con sus 395 artículos, era una de las
más extensas que se habían redactado nunca, pero de hecho 250 de ellos procedían de la
Government Act concedida en 1935 por la autoridad colonial. La innovación decisiva fue la
introducción del sufragio universal: hasta ese momento, no votaban más que 41 millones de
personas, pero ahora lo hicieron 171 millones. India pudo proclamar orgullosamente, por
consiguiente, que era "la mayor democracia del mundo". El punto de partida, sin embargo, era
muy complicado. A comienzos de los cincuenta, la renta per capita era de tan sólo 54 dólares,
la esperanza de vida era de 32 años y el 84% de los indios eran analfabetos; la población
urbana era tan sólo el 15% del total. La pluralidad persistía: unos 30 millones de indios eran
musulmanes y los sijs formaban una etnia de rasgos escasamente asimilables. Había catorce
lenguas admitidas, aunque sólo el hindi tuviera carácter oficial para el conjunto del Estado. Si
India persistió como unidad y lo hizo en un régimen democrático, en parte fue por la
experiencia adquirida en la etapa colonial y por su propia pluralidad. Pero existió también otro
factor importante, nacido del monopolio del poder político ejercido por el Partido del
Congreso. Aunque el voto que consiguió durante la etapa posterior a la independencia rondó
tan sólo el 45%, tuvo la ventaja de ser un partido plural, capaz de asociarse a otros y se vio
beneficiado por un sistema electoral de escrutinio uninominal, como el británico, que de
momento mantuvo alejada a la oposición del poder. Bajo la dirección de Nehru, India intentó
jugar un creciente papel mundial, situándose a la cabeza del neutralismo y del
anticolonialismo. Aunque permaneció en la Commonwealth, rechazó la ayuda norteamericana
así como la pertenencia a la red de pactos que la superpotencia occidental iba enhebrando
alrededor de la URSS. En marzo de 1947, Nehru reunió una amplia conferencia de
representantes de países asiáticos y se convirtió en un portavoz del no alineamiento. A
mediados de los años cincuenta, los contactos con los dirigentes indios y soviéticos habían
logrado ya producir una profunda irritación en el secretario de Estado norteamericano, Foster
Dulles. Pero, al mismo tiempo, no dudó en condenar el ataque de Corea del Norte. También la
descolonización se hizo presente en otros países del Sureste asiático. Birmania obtuvo la
independencia en 1948, negándose a cualquier vinculación con la Commonwealth, pero muy
pronto tuvo que enfrentarse a una guerra civil por la existencia de una activa guerrilla
comunista. En Indonesia, el partido nacionalista de Sukarno no había dudado en colaborar
durante la guerra con los japoneses, quienes concedieron la independencia en el momento de
perder el archipiélago. Aunque Holanda intentó recuperar luego sus antiguas colonias,
tolerando la existencia de una Federación en Java mientras que el resto de los territorios serían
controlados por ella misma, fracasó en sus propósitos. Una sublevación comunista le dio el
pretexto para la intervención pero, a fines de 1949, la presión conjunta de los anglosajones y
de las Naciones Unidas le obligaron a abandonar cualquier pretensión de dominio de la
región, aunque conservó la porción occidental de Nueva Guinea hasta comienzos de los años
sesenta. También en Indochina lo sucedido durante la guerra resultó de importancia decisiva
para el proceso descolonizador. En marzo de 1945, liquidada la presencia francesa por los
japoneses, fue proclamada la República de Vietnam. La Francia gaullista no dudó, sin
embargo, un momento en enviar una fuerza expedicionaria dirigida por el general Leclerc
para restablecer su influencia; su propósito no era ahora volver a restablecer la antigua
colonia, sino que ésta quedara convertida en un Estado independiente pero dentro de la Unión
Francesa. Pero para ello era imprescindible empezar por reconquistarla. Las operaciones
bélicas, sin embargo, no fueron nada sencillas. En marzo de 1946, se llegó a un acuerdo en
Indochina entre los beligerantes y, en septiembre, Ho Chi Minh, el líder vietnamita, y el
Gobierno francés firmaron en Fontainebleau un tratado de ratificación. Pero ninguno de los
contendientes estaba dispuesto a respetarlo en la práctica. Al final de este mismo año, tras una
serie de matanzas de franceses, había estallado ya una guerra que habría de durar ocho años.
Francia intentó en junio de 1948 la creación de un Estado vietnamita al que prometió la
independencia total, bajo la fórmula monárquica del emperador Bao Dai, pero que nunca tuvo
la menor oportunidad de ser aceptado por el adversario. A partir del estallido de la Guerra de
Corea, la de Indochina se convirtió en otro punto más de conflicto entre las superpotencias.
En enero de 1950, Ho Chi Minh consiguió el reconocimiento por parte de soviéticos y chinos.
Logró, además, en este mismo año importantes victorias militares, pero el Ejército francés,
mandado por el general De Lattre de Tassigny y apoyado por los norteamericanos, pareció ser
capaz de conseguir enderezar la situación. Pero las dificultades militares francesas acabaron
por agravarse con el transcurso del tiempo. El alto mando francés tomó la decisión de
convertir Dien Bien Phu en una especie de base de resistencia, destinada a proteger el camino
hacia Laos y formada por una sólida guarnición muy bien dotada de medios. Su misión sería
imponerse progresivamente sobre el hostil medio rural. Sin embargo, sus 11.000 hombres se
vieron rodeados por los 50.000 del general Giap sin que les cupiera otra posibilidad de recibir
auxilio que el que pudiera llegar por avión. En marzo de 1954, la base fue atacada por los
vietnamitas, en un momento en que se debatían en Ginebra, a la vez, el armisticio en Corea y
la paz en Vietnam. A comienzos de mayo, la posición cayó en manos del enemigo y con ello
se desvanecieron las posibilidades de que Francia pudiera seguir desempeñando un papel
decisor en esta parte del mundo. Ya para entonces, la mayor parte de la financiación de la
guerra había quedado en manos de los norteamericanos. Al acuerdo de armisticio no se llegó
hasta julio de 1954. De acuerdo con él, Vietnam quedó dividido en dos por el paralelo 17:
mientras en el Norte dominaban los comunistas, en el Sur ese papel le correspondía a los
nacionalistas de Ngo Dinh Diem, que pronto se desembarazó del emperador Bao Dai,
mientras que la influencia francesa se desvanecía sustituida por la norteamericana. Como en
el caso de Alemania y de Corea, un nuevo país había quedado dividido como consecuencia de
la guerra fría. Lo sucedido testimonió en todo caso que en el Extremo Oriente había un nuevo
poder político con el que era imprescindible contar. China, en efecto, había dotado de medios
militares a los vietnamitas y había acabado convenciéndoles de que limitaran su esfera de
dominio al paralelo 17. Francia, por su parte, había acudido a esta guerra con nula convicción
y sin perspectivas de futuro. Aunque hasta 1950 el Gobierno no se manifestó dispuesto al
abandono, un año antes sólo un quinto de la población estaba a favor del mantenimiento de
una Indochina francesa. La guerra, en cierta forma, permaneció oculta a la vista de la
población, a pesar de las protestas de los comunistas: tan sólo 70.000 franceses combatieron
en ella; de ellos, 19.000 murieron, junto a una cifra tres o cuatro veces superior de soldados
coloniales. Así quedó presagiado lo que habría de ser el fin del Imperio francés en años
sucesivos.

- JAPÓN BAJO LA OCUPACIÓN NORTEAMERICANA


En el verano de 1945, Japón estaba en ruinas. Más de dos millones de soldados y unos
700.000 civiles habían muerto durante la guerra. Los escombros cubrían un 40% de un país en
que la mayor parte de las casas de madera había sido destruida por las bombas incendiarias y
la población de las ciudades se había reducido a la mitad, para evitar la acción de la aviación
adversaria. Seis millones de soldados habían sido desmovilizados y, al mismo tiempo, los
colonos japoneses en Corea y Manchuria trataban de volver al archipiélago huyendo de la
derrota. Pero había más: era necesario, según el emperador, artífice del armisticio, "soportar
lo insoportable", es decir, enfrentarse al hecho de que un Imperio que había llevado una vida
totalmente autónoma debía ahora ser ocupado por un invasor perteneciente a otra cultura. Los
siete años de ocupación norteamericana constituyeron una experiencia única: nunca un país
desarrollado se había atribuido la misión de reeducar a otro país avanzado. Pero el intento
tuvo éxito. Quizá, porque los japoneses culparon a los militares de lo que había sucedido y
consiguieron con ello evitar el sentimiento de culpabilidad colectiva que caracterizó a los
alemanes. Por su parte, los norteamericanos habían elaborado planes previos para la
ocupación, por lo que no se vieron obligados a improvisar. Su régimen de ocupación fue
severo pero constructivo y se caracterizó por contar con efectivos militares muy reducidos,
apenas unas 150.000 personas. Transcurrido este período, Japón se había transformado de
forma decisiva. La dureza consistió, por ejemplo, en obligar a siete millones de personas a
regresar a su patria: tan sólo quedaron unos cientos de miles de prisioneros en los campos
soviéticos de Siberia, de los que pereció un tercio. En un primer momento, se había pensado
que las purgas debían ser amplias y profundas afectando, por ejemplo, a la totalidad de los
oficiales y de los administradores del Imperio colonial. En la práctica, sin embargo, el 90% de
los depurados de un segundo nivel no sufrió pena alguna. Veinticinco políticos fueron
llevados ante un tribunal en Tokio y, de ellos, siete fueron ahorcados en noviembre de 1948.
La depuración alcanzó a un número importante de antiguos políticos pero, ya a fines de los
cincuenta, tres de ellos ejercieron la Presidencia del Gobierno y el funcionariado apenas se vio
afectado: menos de 400 miembros de los Ministerios de Justicia e Interior padecieron
sanciones. Un número importante de militares fue ejecutado como consecuencia de las
atrocidades cometidas durante la guerra en el inmenso espacio colonial. De 5.700 detenidos
por este motivo, unos 920 sufrieron pena de muerte, principalmente por actos cometidos en
Filipinas. En total, unas 220.000 personas fueron sometidas a estos procesos depurativos; pero
en 1952 sólo unas 9.000 quedaban en la cárcel. En teoría, Japón debía pagar reparaciones de
guerra, pero no estaba en condiciones de hacerlo: de hecho, sólo los prisioneros de los
soviéticos en el Norte de China cumplieron, con sus trabajos forzados, tal función. Todas las
empresas militares fueron clausuradas. Los dirigentes de unas doscientas cincuenta grandes
empresas también fueron depurados; se trató de algo más de un millar y medio de personas.
En 1947, una ley obligó a dividir las empresas a las que se atribuía una concentración
excesiva de poder económico desmantelando, por tanto, los "zaibatusu", que hasta entonces
habían constituido un rasgo esencial de la economía japonesa. Ahora, cada empresa recuperó
su autonomía y en adelante ningún conglomerado de grandes sociedades pudo estar
controlado por un grupo de personas con vínculos de sangre. El emperador, por su parte, se
libró de cualquier proceso de depuración. Para los norteamericanos, fue toda una sorpresa que
colaborara en el armisticio. A lo largo de los meses siguientes, multiplicó sus declaraciones de
aceptación de la derrota, aceptó la incautación de las nueve décimas partes de su inmensa
fortuna y asumió plenamente una Constitución que le dejó sin poderes. Esta disposición fue,
como es lógico, la pieza esencial para llevar a cabo la democratización del país. Ante la
renuencia nipona a aceptar algo más que una simple enmienda del texto de 1889, fue la propia
Administración militar norteamericana la que presentó un texto que los japoneses tuvieron
que aprobar. La nueva Constitución entró en funcionamiento en mayo de 1947. El emperador
perdió su carácter divino y se convirtió en "símbolo del Estado y de la nación", ni siquiera era
un jefe del Estado propiamente dicho. El poder legislativo quedó configurado en dos
Cámaras; la baja estaba dotada de más poderes que la alta. El poder judicial, al igual que en
Estados Unidos, disponía, como última instancia, de un Tribunal Supremo. Un elemento de
primera importancia del texto constitucional fue la igualación de los derechos de la mujer y
del hombre. En 1946, unas cuarenta mujeres ocupaban escaño en el Parlamento, pero todavía
durante mucho tiempo el matrimonio de las hijas convenido por los padres siguió siendo un
uso social, sobre todo en el campo. El sintoísmo dejó de ser una religión de Estado. La
administración local también fue reformada, aunque no dispuso de medios financieros para
llevar a cabo la descentralización prevista. En cuanto a la educación, se la dotó de nuevos
contenidos relacionados con los principios democráticos, mientras que se multiplicaba de
forma extraordinaria el número de Universidades. Las reformas no se limitaron a todos estos
aspectos, sino que afectaron también a las relaciones sociales. Hasta ese momento, en el
campo unas dos mil personas eran propietarias del 20% de la tierra cultivable. En total, algo
más de un tercio de la misma fue redistribuido a pequeños propietarios a un precio simbólico,
lo que contribuyó a detener el desarrollo del movimiento socialista en el campo. La ley
sindical de diciembre de 1945, inspirada en la legislación norteamericana, permitió el fomento
de la asociación de este tipo, que, en torno a 1949, llegó a agrupar al 50% de la población
asalariada. Los primeros años de la posguerra fueron de una tensión social extraordinaria, con
el estallido de numerosísimos conflictos. La Guerra de Corea produjo una depuración de los
más activos elementos del mundo sindical, pero fue sobre todo la guerra fría quien redujo a un
tercio el peso de la afiliación sindical extremista. En adelante, los sindicatos permanecieron
principalmente vinculados a las dos tendencias dominantes del socialismo, la radical y la
moderada. Todo este conjunto de reformas tuvo éxito a pesar de que, entre los años 1945 y
1955, fue frecuente la confrontación política y social. En realidad, en adelante ya nunca Japón
pasó por un peligro autoritario y, en parte, ello se debió a la forma que adoptó la ocupación
norteamericana. Pero la mayoría de los cambios hubiera sido irrealizable sin la existencia de
unas sólidas tradiciones comunitarias previas. La generalización de la educación, la eficacia
de la Administración, los hábitos de trabajo y de cooperación jugaron siempre un papel
fundamental en el proceso. Los norteamericanos nunca conseguirían nada remotamente
parecido en otras latitudes, lo que se explica precisamente por la ausencia en ellas de estas
tradiciones que sí se daban en Japón. Sobre esta base de partida, en un plazo razonable de
tiempo se produjo un comienzo de recuperación económica, en la que también jugaron un
papel importante los norteamericanos. La producción industrial no suponía en 1946 más que
una sexta parte de la de 1941, mientras que la producción agrícola había disminuido en dos
quintas partes. Los problemas de Japón se habían visto incrementados por los movimientos
inmigratorios, de modo que alcanzó los ochenta millones de habitantes. Para una parte de la
opinión pública, los 600.000 coreanos inmigrados actuaban como verdaderos vencedores en la
guerra, dedicándose al mercado negro, fenómeno generalizado en todo el mundo durante la
posguerra. En 1950, la renta per cápita se mantenía en tan sólo 132 dólares. La recuperación
industrial se basó en una mejora de la producción industrial, que en un principio se
fundamentó en la industria ligera y la textil para después pasar a industrias nuevas. El
desarrollo industrial se vio favorecido por la existencia de una mano de obra numerosa y bien
formada. En la agricultura, la modernización de los procedimientos permitió desde 1955 una
radical mejora de la producción. Ya en 1955, Japón había recuperado el nivel de la preguerra y
el PNB empezó a crecer a una tasa del 10% anual. Al mismo tiempo, la ley eugénica de 1948
legalizó el aborto y preconizó la planificación de los nacimientos, con el resultado de que el
crecimiento demográfico se redujo al 1% anual. No hubo nunca en Japón ninguna actitud
cultural o religiosa que indujera a considerar inmoral el control de nacimientos. El
crecimiento a finales de los cincuenta era tal que fue considerado como paralelo a la venturosa
época del emperador Jimmu en el año 600 antes de Cristo y de ahí que se hablara del "Jimmu
boom". En 1950, menos del 5% de los hogares disponía de lavadora y el televisor sólo fue
introducido en 1953, pero en 1960, Japón ya era la primera sociedad de consumo de Asia. En
1962 más de tres cuartas partes de los hogares disponían de televisión y casi la totalidad, de
lavadora. Los primeros modelos de coche utilitario elaborados por fábricas japonesas hicieron
acto de presencia en el mercado a finales de los cincuenta. Al mismo tiempo, se producían
profundos cambios sociales. A la familia tradicional la sustituyó, en especial en los medios
urbanos, la conyugal, formada tan sólo por la pareja y los hijos. Al mismo tiempo, progresó de
forma muy rápida la urbanización. En los años sesenta, Tokio alcanzó los once millones de
habitantes y se convirtió en la mayor ciudad del mundo. Característicos de esta sociedad
fueron desde la posguerra el repudio del nacionalismo de otros tiempos -salvo excepciones de
las que se dará cuenta a continuación- y un pacifismo idealista que también contrastaba con el
pasado. La presencia norteamericana siguió constituyendo un problema de política interior;
por el contrario, existía una gran admiración por el mundo europeo occidental. Muy pocos de
entre los japoneses parecieron darse cuenta de que eran los Estados Unidos quienes permitían
a Japón limitar sus gastos de defensa a tan sólo el 1% del presupuesto, cuando Washington los
situaba en el 9% y los países europeos, en el 5%. La clase política dirigente parecía, sin
embargo, haber sido mucho más consciente de esta realidad pero la oposición utilizó ese
pacifismo en favor de una política de neutralidad que dio lugar a virulentas protestas contra
las bases norteamericanas. Por su parte, los soviéticos suscitarían durante largo tiempo una
extraordinaria prevención, lo que explicaría la marginalidad del Partido Comunista. Quizá el
aspecto más brillante de la rápida modernización social que tuvo lugar en esta época se refiere
a los hábitos culturales. Los japoneses, apasionados por la lectura, convirtieron a los tres
principales órganos de prensa en protagonistas de primera importancia en la vida social y
política. Durante los años cincuenta, el cine japonés fue probablemente la fórmula creativa y
cultural más brillante; de ello es un buen ejemplo la obra del director Akira Kurosawa. Pero
ya para entonces, empezaron a ser patentes los inconvenientes en el plano material de un
desarrollo muy acelerado: las reservas de agua descendieron hasta extremos alarmantes. Lo
característico de la vida política del Japón de la posguerra fue una profunda estabilidad, pese a
la apariencia de una frecuente agitación, al menos, en los años iniciales de la posguerra. Los
antiguos partidos, muy enraizados en los medios provinciales y rurales, en los negocios y en
la burocracia, conservaron su influencia mientras que los intelectuales y las masas obreras
adoptaban una posición crítica contra la política oficial. A menudo, su protesta se caracterizó
por un tono de violencia y obstrucción parlamentaria. El término "demo" -se llegó a afirmar
entonces- parecía más relacionado con "demostración" -manifestación- que con democracia.
Las primeras elecciones de la posguerra tuvieron lugar en abril de 1946. Los socialistas
obtuvieron en esta ocasión casi un 18% y los comunistas casi un 4%. Aunque estas dos
fuerzas hubieran logrado un gran éxito en comparación con sus resultados precedentes, lo
característico fue la continuidad: 325 de los 466 elegidos estaban relacionados con la élite
política de la preguerra. Pero, al mismo tiempo, en un 81% los nuevos parlamentarios eran
hombres nuevos: al menos, se había producido un recambio generacional. De los ocho
primeros años de la posguerra, Yoshida gobernó durante siete. Político expansionista de la
época precedente, fue siempre partidario de hacerlo sin peligro de las relaciones con los países
anglosajones. Tras un paréntesis de Gobierno con la colaboración de los socialistas en 1947,
en 1949 se consolidó la situación a favor de las fuerzas políticas conservadoras o moderadas.
Los partidos gobernantes parecían más bien clubs parlamentarios y siempre tuvieron el
problema del faccionalismo interno. Por su parte, la oposición no acabó de perfilarse como
alternativa. Los comunistas, estancados en torno al 4%, fueron acusados desde Moscú de
haber mantenido una política demasiado blanda y los socialistas estuvieron demasiado
divididos, aparte de hallarse muy lejanos en votos de sus adversarios. Durante esta etapa, se
alcanzó un acuerdo para un tratado de paz con los Estados Unidos. En 1950, Dulles había
preparado el texto, que fue suscrito en septiembre de 1951 y ratificado en abril de 1952. No lo
firmaron ni la URSS, ni China, ni India, las tres mayores potencias del continente asiático.
Todo ello limitó su valía y su vigencia pero, por lo menos, no supuso para los japoneses el
pago de reparaciones. Por el acuerdo, Japón se mantenía tributario de la ayuda económica
norteamericana, mientras que los Estados Unidos adquirían la posibilidad de disponer de un
amplio número de bases en su territorio. Tras la partida de las tropas norteamericanas hacia
Corea, Japón creó una policía nacional de reserva con 75.000 hombres. Pero sólo el pacto de
seguridad con los Estados Unidos permitía a Japón sobrevivir con unas Fuerzas Armadas
reducidas al mínimo en un entorno estratégico muy complejo. Hatoyama sucedió a Yoshida
durante los años 1954-1956. En 1955, los dos grandes grupos políticos hasta entonces
divididos, liberal-demócrata y socialista, se unificaron. El primero, aunque sometido siempre
a problemas de faccionalismo, sólo sufrió verdaderas divisiones a partir de la segunda mitad
de los setenta, mientras que las tensiones entre los socialistas fueron mucho más graves. En
1958, el Partido Liberal-Demócrata consiguió el 57% del voto. Cuatro años antes, en plena
guerra fría, los sectores más conservadores de este partido, siempre en el poder, habían
propuesto el restablecimiento de una parte de los poderes del Emperador y la creación de una
fuerza de defensa dotada de mayores medios. El promotor de esta política fue principalmente
Kishi, que gobernó entre 1957 y 1960 con un programa descrito como "el retorno hacia atrás".
Su vertiente autoritaria resulta perceptible si tenemos en cuenta que supuso la reimplantación
de la educación patriótica, la limitación de los derechos de huelga o el incremento de los
poderes de la policía. Kishi, al mismo tiempo, trató de excitar el sentimiento nacionalista por
el procedimiento de reclamar un cambio en el Tratado con los Estados Unidos. En 1958,
ambos Gobiernos acordaron firmar un nuevo tratado, lo que hicieron en 1960. Mientras tanto,
las relaciones entre los dos países se vieron envenenadas por multitud de incidentes
relacionados con las bases o con el sentimiento pacifista japonés: especialmente graves fueron
los derivados de la explosión de una bomba atómica norteamericana en Bikini, que produjo un
muerto en un pesquero japonés. De acuerdo con lo pactado en el tratado de paz, el Gobierno
japonés podía incluso recurrir a los norteamericanos para imponer el orden público. En 1960,
estaba prevista una visita de Eisenhower que, sin embargo, no se llevó a cabo, al haber muerto
una estudiante en las protestas de la asociación radical Zengakuren. El nuevo tratado,
insatisfactorio para la izquierda, fue objeto de una discusión tumultuosa parlamentaria. En
realidad, era un tratado relativamente positivo para el Japón, que veía en su texto citada por
dos veces la renuncia a la guerra que figuraba en su Constitución. Ello le permitía mantener
un nivel de gasto limitado en lo que respecta al presupuesto militar. Las elecciones de 1960
supusieron una normalización política: la izquierda no avanzó, mientras que Kishi careció del
reconocimiento suficiente como para poder aplicar las líneas maestras de su programa
derechista. Si las relaciones con los Estados Unidos constituyeron el centro de gravedad de la
política exterior japonesa de la época, también deben citarse las relaciones con otros países,
que confirman la sensación de normalización. Yoshida firmó la Paz con Taiwan y concluyó
con Birmania el problema de las reparaciones; sus sucesores lo hicieron con Filipinas e
Indonesia. Todos estos países recibieron pagos por reparaciones, pero tan sólo en una décima
parte de lo que habían pretendido. Buena parte de tales pagos fue hecha en bienes de equipo,
lo que permitió a los japoneses introducirse en unos mercados en los que pronto se hicieron
hegemónicos. Durante mucho tiempo, la URSS se opuso a la normalización exterior de las
relaciones con Japón, debido al contencioso abierto sobre las islas Kuriles, que había
ocupado. La cuestión era grave para el Japón, puesto que establecía un paralelo con Okinawa,
ocupada por los norteamericanos como base militar, pero que podía no ser devuelta. Tras
iniciar los contactos en 1954, sólo dos años después se llegó a un acuerdo que suponía acabar
el estado de guerra y establecer relaciones diplomáticas entre Moscú y Tokio, pero sin firma
de un tratado de paz, porque los soviéticos no quisieron devolver la totalidad de esas islas.
Pese a ello, fue posible el ingreso de Japón en la ONU, en el año 1958. Con respecto a China,
Japón mantuvo la posición de que era preciso separar la política de la economía; no podía
ignorar un mercado tan cercano y de tantos millones de seres. Las diferencias en lo primero
no debían impedir las buenas relaciones en lo segundo. De hecho, cuando las relaciones entre
China y la URSS se agriaron, resultó ya posible el establecimiento de misiones económicas en
ambos países.

- LA GUERRA DE COREA
Medio siglo después de su estallido hoy, cuando ya es accesible una parte de los archivos
soviéticos, se conoce mucho mejor el origen de una guerra como la de Corea que pudo
producir una conflagración mundial. A diferencia de la de Vietnam, la de Corea ha quedado
desdibujada en el recuerdo, no produjo una profunda conmoción moral en Estados Unidos y
carece del monumento conmemorativo que aquélla tiene en Washington D.C. Los
espectadores de la serie televisiva M.A.S.H., ambientada en ella, a menudo pensaron que se
refería al otro conflicto. Pero hubiera sido inconcebible que una alusión a Vietnam se hiciera
en tales términos humorísticos. Para comprender lo sucedido en Corea, es necesario recordar
que en torno a 1948 el mundo había quedado dividido en dos, debido a la guerra fría. Lo que
habían previsto los aliados acerca de Corea era la desaparición de la colonización japonesa y
una cierta tutela internacional durante algún tiempo. En esta península asiática, la ocupación
por parte de dos aliados -la URSS y los Estados Unidos- con sistemas de organización social
y política tan diferentes tuvo como consecuencia una delimitación de las respectivas áreas de
influencia en el paralelo 38. Al igual que Alemania, Corea quedó así dividida en dos partes.
En el verano de 1947, los norteamericanos llevaron la cuestión coreana a la ONU, que decidió
la formación de un Gobierno provisional después de la celebración de unas elecciones en la
totalidad del territorio. Pero éstas sólo se celebraron en el Sur, dando la victoria a Syngman
Rhee, mientras que en el Norte una Asamblea con supuestos representantes del Sur decidía,
poco después, la proclamación de la República Popular de Corea. A fines de 1948, los
soviéticos retiraron sus fuerzas de ocupación e inmediatamente después lo hicieron los
norteamericanos. Quedaron, así, enfrentadas dos Coreas. La del Norte fue un Estado muy
militarizado, que se apoyaba en fuertes sentimientos nacionalistas. En cuanto a la del Sur,
Rhee, que había vivido durante largo tiempo en Estados Unidos y parte de cuyos
colaboradores lo habían sido también de los japoneses, fue un gobernante autoritario que
propició una vida política escasamente democratizada. No tuvo inconveniente, por ejemplo,
en ordenar la prisión de parlamentarios. El temor en el Sur a una intervención comunista
parece que era escasa, a diferencia de lo que por entonces sucedía en Alemania. Sin embargo,
el Ejército surcoreano estaba poco preparado desde el punto de vista material, mientras que
las unidades norteamericanas más próximas -las estacionadas en Japón- sólo disponían de
munición para 45 días de combate. En este panorama estalló un conflicto que fue la primera y
la única ocasión en que, tras la Segunda Guerra Mundial, se enfrentaron las dos
superpotencias y en el que se corrió el peligro, si bien remoto, de que fuera empleada el arma
nuclear. Contrariamente a lo sucedido en otros acontecimientos parecidos producidos en Asia,
relacionados con la descolonización, en éste puede decirse que la guerra fría fue la causante
única de lo que aconteció. Sin la menor duda, la responsabilidad le correspondió a los
soviéticos. Es cierto que Rhee siempre fue partidario de la unificación y en estos momentos
hablaba de "una marcha hacia el Norte". Pero así como él no pudo imponer su solución a los
norteamericanos, el oportunismo de Stalin, capaz de tantear cualquier signo de posible
debilidad norteamericana, le hizo dejarse convencer por Kim-Il Sung, el líder comunista
norcoreano. No estuvo, sin embargo, dispuesto a intervenir por sí mismo, sino que se sirvió de
Mao. El error de los norteamericanos fue haber aparentado no tener tanto interés en Corea: no
dejaron allí tanques pretextando que la orografía no permitía emplearlos e incluso
disminuyeron a la mitad la ayuda económica solicitada. El secretario de Estado
norteamericano, Acheson, cometió la gran equivocación de considerar en público a Corea
fuera del perímetro defendible por su país y de este modo pudo crear expectativas en Stalin.
El 25 de junio de 1950, se produjo la invasión, con unos 90.000 soldados norcoreanos
apoyados por centenar y medio de tanques soviéticos. En realidad, uno y otro bando habían
organizado operaciones bélicas de menor entidad contra el adversario; ahora, los atacantes del
Norte pretextaron haber sido agredidos por los surcoreanos. En un principio, obtuvieron
victorias espectaculares, de tal modo que al poco tiempo encerraron al enemigo en un
perímetro en torno a Pusan, pero provocaron una inmediata reacción no sólo de Norteamérica
sino de las propias Naciones Unidas. Truman y, en general, los norteamericanos percibieron lo
sucedido como una reedición de lo que en su día había hecho Hitler: "En mi generación
-escribió en sus memorias el presidente norteamericano- no fue ésta la única ocasión en que el
fuerte había atacado al débil". Corea fue, para él, la Grecia de Oriente y, como esta nación en
1947, también debía ser salvada de la agresión comunista. La unanimidad en la opinión
pública norteamericana fue completa: la ampliación del servicio militar, propuesta por
Truman, fue aprobada en el Congreso por 314 votos a 4, pero ahí se detuvo la intervención del
ejecutivo norteamericano, lo que sin duda sentó un mal precedente. El secretario general de la
ONU, el noruego Tryvge Lie, declaró que se había agredido a la organización misma. En el
Consejo de Seguridad, reunido en ausencia de la URSS, que quizá todavía pensaba en una
victoria rápida -los norcoreanos calculaban para la guerra una duración máxima de ocho días-,
condenó al atacante. Quince países enviaron efectivos militares a combatir a Corea y otros
cuarenta enviaron ayuda humanitaria. Sin embargo, desde un principio el mando militar fue
puesto en las manos del general norteamericano Douglas Mc Arthur, un héroe de guerra que
era también un personaje egocéntrico, inestable y desequilibrado hasta la paranoia, al que
Truman describía como Mr. Prima Donna y "una de las personas más peligrosas de este país".
Sus compañeros de armas eran de la misma opinión; Eisenhower, que había sido subordinado
suyo, dijo que "he estudiado drama con él cinco años en Washington y cuatro en Filipinas".
La decisión norteamericana respecto a emplearse a fondo en Corea se vio fomentada por el
pronto descubrimiento de que el enemigo torturaba y ejecutaba a los prisioneros y a los
civiles; 26.000 fueron eliminados entre julio y septiembre. El hecho de que al mismo tiempo
se manifestara una presión de la China comunista sobre Taiwan sirvió para acentuar el temor
de que el comunismo tratase de lograr una expansión decisiva en Asia. La situación militar
cambió radicalmente cuando MacArthur desembarcó, con apenas 20 muertos, en Inchon el 15
de septiembre de 1950 siguiendo una táctica muy característica suya durante la guerra del
Pacífico consistente en llevar a cabo un ataque repentino y decidido a la retaguardia enemiga
dejando aislados sus puestos avanzados. De esta forma, el Ejército norcoreano dejó muy
pronto de ser un instrumento de combate eficaz y sus unidades se retiraron -las que pudieron-
de forma precipitada hacia el Norte. Se planteó entonces la posibilidad de detener las
operaciones militares en el paralelo 38 o proseguirlas más arriba. Para MacArthur, como para
Rhee, era esencial destruir al Ejército enemigo y llevar a cabo la reunificación del país.
Elementos muy significados de la Administración norteamericana no fueron en absoluto
partidarios de traspasar el paralelo 38, pero al general norteamericano no se le obligó a otra
limitación en sus planes bélicos que no atacar China. En este momento, se debía haber
producido la consulta al Congreso. La propia Asamblea de las Naciones Unidas, siguiendo la
que había sido su doctrina hasta el momento, votó de forma abrumadora a favor de la
reunificación de Corea. Para casi dos tercios de los norteamericanos detenerse en el paralelo
38 equivalía a adoptar una política de "apaciguamiento" frente al comunismo. A comienzos de
octubre de 1950, los norteamericanos traspasaron el paralelo 38 y la China de Mao se
apresuró a declarar, por boca de Chu En Lai, su disposición a reaccionar. La posición de la
segunda gran potencia comunista era muy semejante a la de los Estados Unidos sobre Taiwan:
no podía dejar que Corea del Norte fuera borrada del mapa. Disponía de cinco millones de
hombres en armas para impedirlo. El 24 de octubre, las tropas surcoreanas y norteamericanas
estaban ya a 50 kilómetros de la frontera china pero, en noviembre, había de 30.000 a 40.000
chinos combatiendo con los norcoreanos. Hasta cincuenta y seis divisiones de "voluntarios"
chinos fueron utilizadas a continuación en la guerra. Su presencia inicial, por una mezcla de
falta de medios y de ocultamiento, pasó desapercibida para el adversario. Pero pronto fue
patente que esos soldados, que tenían poco apoyo artillero pero disponían de armas ligeras y
se movían al margen de la red de carreteras, podían ser muy peligrosos. Además, aviones Mig
de fabricación soviética empezaron a aparecer en el cielo produciéndose los primeros
combates masivos de aviones a reacción de la Historia humana. Uno de los descubrimientos
más recientes de la historiografía es que estaban tripulados por rusos, de modo que Stalin al
final acabó por comprometer a tropas propias aunque lo hizo con mucha discreción. A los
norteamericanos muy pronto les sorprendieron los ataques adversarios en oleadas humanas
con aparente desdén por el número de bajas. La reacción de MacArthur ante una situación que
no había sido capaz de prever fue nerviosa y desproporcionada; probablemente en ese mismo
momento hubiera debido ser cesado. Muy pronto se quejó de que no se le dejara bombardear
al enemigo en China o los puentes de la frontera de este país con Corea. Llegó a considerar
"inmoral" que se le dieran este tipo de instrucciones y debió haber sido partidario, incluso, de
la utilización del arma atómica. La mayor parte de los dirigentes norteamericanos, en cambio,
no tomó en consideración esta posibilidad, aunque Acheson llegó a decir que lo inmoral era la
agresión y no la utilización de cualquier tipo de arma para evitarla y Truman recordó que tan
sólo a él correspondía la decisión de utilizar la bomba. Pero los laboristas británicos
mostraron una cerrada oposición a esta posibilidad, que nunca se pensó en serio a pesar de
tener a su favor la mayor parte de la opinión norteamericana, e incluso el arsenal de este país,
que hubiera podido poner fuera de combate a Corea del Norte, es mucho más dudoso que lo
hubiera conseguido en el caso de China en estos momentos. Una reacción como ésta sólo se
entiende teniendo en cuenta la potencia del ataque chino y norcoreano. En enero de 1951,
volvió a caer Seúl, la capital surcoreana y hasta marzo de 1951 la situación no se restableció
en torno al paralelo 38. Pero de nuevo se planteaba el dilema de si autorizar o no el avance
más allá de esta frontera. En ese momento, tuvo lugar el definitivo enfrentamiento entre
Truman y MacArthur. Ya conocemos la pésima opinión que el presidente tenía del general. En
octubre de 1950, habían mantenido una dura entrevista cuando MacArthur había hecho
pública la posibilidad de una guerra generalizada en Asia. Siempre se había declarado a favor
de una intervención en la guerra civil china en apoyo de los chinos nacionalistas atacando el
continente. Luego siguió interviniendo en materias de política exterior cerca de los líderes
republicanos calificando la posición de las Naciones Unidas como "tolerante" con el
adversario o incluso criticando al presidente de forma indirecta por no darse cuenta de que los
"conspiradores comunistas" habían apostado por iniciar la conquista del mundo en Asia. El 9
de abril de 1951, fue relevado a propuesta del alto mando norteamericano, unánime sobre esta
cuestión de principio. Objeto de fantásticos recibimientos en San Francisco y Nueva York,
MacArthur tuvo una popularidad enorme pero efímera. La última ofensiva china y norcoreana
se produjo entre el final del mes de abril y mayo de 1951. Pudieron participar en ella 700.000
hombres, que tuvieron unas 200.000 bajas. Luego, finalmente, el frente se estabilizó. En junio
de 1951, casi un año exacto después de la agresión norcoreana, el embajador soviético ante las
Naciones Unidas propuso un armisticio militar, pero sólo en noviembre se detuvieron los
combates de una forma definitiva. En julio de 1953, se llegó a la determinación de la frontera
siguiendo una línea que venía a ser, de forma aproximada, el paralelo 38. La cuestión más
discutida en las conversaciones posteriores a 1951 fue la de los prisioneros. Una parte de los
norcoreanos en poder del adversario no quiso volver a su país de procedencia. Rhee se negó a
firmar un acuerdo para su entrega y les integró en la vida civil de Corea del Sur. Como en
tantas otras ocasiones durante la guerra fría, no se puede decir que se hubiera llegado a una
solución final sino tan sólo a un arreglo momentáneo. A finales de los años ochenta, Corea del
Norte tenía todavía 850.000 hombres en armas para una población de veinte millones de
habitantes, mientras que Corea del Sur tenía 650.000 para 42 millones. El balance de la guerra
supuso pérdidas humanas y materiales muy importantes. Aproximadamente, 1.400.000
norteamericanos sirvieron en aquel conflicto y de ellos 33.600 murieron en combate, pero
hubo otros veinte mil que perdieron la vida por enfermedades o accidentes. Aunque popular
en un principio, la guerra dejó un cierto sentimiento de insatisfacción como el primer
conflicto que los Estados Unidos no habían ganado de forma clara. El general Bradley, uno de
los héroes de la Segunda Guerra Mundial, afirmó en el verano de 1950 que se debía "trazar
una línea" frente a la expansión comunista y que Corea daba la oportunidad de hacerlo, pero
el resultado proporcionó pocas satisfacciones. El Ejército surcoreano tuvo algo más de
400.000 muertos. Los norteamericanos calcularon también que podían haber muerto, entre
norcoreanos y chinos, un millón y medio de personas más. Las enseñanzas militares del
conflicto fueron importantes, aunque no siempre fueron comprendidas de forma inmediata.
Fracasaron rotundamente las operaciones de inteligencia y de información occidentales. Por el
contrario, la Aviación norteamericana testimonió su absoluta superioridad: perdió sólo 78
aviones frente a los muchos millares del enemigo. Pero quizá no se sacó de ello todo el
partido posible, debido a la demostración de que un Ejército cuyo nivel de armamento era
muy inferior podía enfrentarse a otro muy superior con posibilidades reales de éxito. Los
chinos y norcoreanos aprendieron que no debían hacer la guerra combatiendo a un Ejército
moderno, de la misma manera que lo habían hecho hasta el momento. De ahí que, años
después, la estrategia aplicada en Vietnam fuera muy distinta.

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