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PLATÓN.

LA CIENCIA Y LA MÚSICA A TRAVÉS DE TRES DIÁLOGOS


FUNDAMENTALES
Daniel Martín Sáez

El ámbito de la Academia platónica es imprescindible para


comprender el desarrollo del pensamiento griego o, como ha
querido llamarlo el helenista Bruno Snell, el descubrimiento del
espíritu operado en Occidente. La primera universidad albergaba en
su seno estudiantes de todas las ramas y todo el saber de la época
encontraba allí su crítica y fundamento. Desde que Heráclito
juzgase oportuno no escucharse más a sí mismo, sino sólo al logos,
la fuerza de la razón inundó los planteamientos de la Academia.

Por aquel entonces, hacía tiempo que la singularidad griega se


había convertido en una realidad ineludible, al crear y profundizar,
más allá del conocimiento material de egipcios, chinos y babilonios
(protociencia), en una perspectiva "científica" formada por
preocupaciones "de fondo" resumidas en las aportaciones lógicas, metodológicas y
epistemológicas (véase VEGA REÑÓN, L. La trama de la demostración). Un ejemplo claro de
ello lo encontramos en el desarrollo teórico de las matemáticas, cuya concepción contribuyó a
formar el propio Platón al despreciar las matemáticas puramente útiles o prácticas. Las
matemáticas de “comerciantes y mercachifles”, como él las llama, carecen siempre de la
elaboración conceptual y el nivel de abstracción necesario para llevar al filósofo a la esencia de
las cosas. No en vano, la Filosofía nace entones como una actitud que se basta a sí misma con
el deseo de ahondar en cuestiones conocidas, pero más allá de su utilidad práctica.

El citado Bruno Snell, precisamente, ha subrayado en su maravillosa obra El descubrimiento


del espíritu que “sólo en Grecia la conciencia teórica nació de forma autóctona”, y defiende la
tesis según la cual dicha conciencia vendría facilitada por “condiciones lingüísticas” como la
existencia del artículo determinado, la substantivación del verbo y el adjetivo o las
conjunciones causales. A su juicio, el uso cada vez más complejo de la lengua griega habría
posibilitado un acercamiento más riguroso a la lógica y el interés por desentrañar, desde ella, el
sentido del mundo. Se trataría de una perspectiva cuyo gérmen encontraríamos en Homero, del
que toda forma cultural griega es heredera, y que encontraría su culmen en Platón. Entre
Homero y Platón habría habido un complejísimo desarrollo lingüístico e ideográfico, en el cual
Demócrito tendría un papel central, por cuanto sería quien más habría evolucionado la
perspectiva lógica propia de la abstracción, al reducir la realidad a átomos y vacío y dejar de
lado las cualidades más o menos perceptibles de los objetos. Tampoco puede olvidarse la
distinción entre cuerpo y alma, ausente en Homero y esencial en Platón, pues ni siquiera los
presocráticos tienen una noción clara de psykhé, donde Sócrates -he aquí el nacimiento del
espíritu- sitúa la esencia del hombre. Por este motivo, aunque la matemática y la cosmología
son esenciales, no son menos importantes las discusiones propias del ámbito de la medicina,
cuya fuente principal, los tratados hipocráticos, habrían influido notablemente sobre las
reflexiones que hemos llamado “de fondo”.

Pero el desarrollo fue lento y, como ha hecho notar Paul Veyne en su célebre ensayo
¿Creyeron los griegos en sus mitos?, hemos de evitar la carga ideológica de aquellos que sitúan
en Grecia un nacimiento de milagrosa racionalidad alejada de todo tipo de misticismo; en este
sentido, podemos conciliar su idea con la importancia que da Snell a Homero, y por tanto al
pensamiento mítico, como padre de la civilización europea. El helenista alemán sitúa en la
épica el sustrato primario sobre el que se plasma el desarrollo posterior de la idea de alma, cuya
interesante evolución puede rastrearse en las creaciones épica (Homero y Hesíodo), lírica
monódica y coral (desde el erotismo de Safo hasta la sabiduría poética de Píndaro; dando
nacimiento al yo autoral), trágica (Esquilo, Sófocles, Eurípides, quienes rompen el vínculo
entre mito y realidad, encontrando un nuevo modo de relación con ésta, conectado íntimamente
con las contradicciones del hombre y la necesidad de tomar decisiones, así como con la pérdida
de confianza en la perfección de lo divino; y situando así la realidad en el mundo del espíritu),
presocrática (especialmente Heráclito y Parménides, que dejan en manos del discurso científico
la realidad propia de la épica; y empiezan a conceptuar mediante metáforas, comparaciones y
analogías lo que los trágicos sólo mostraban en formas vivas) e histórica (Herodoto y
Tucídides, que explican los hechos a través de la acción de los seres humanos, quienes no
aprenden nada de la historia cayendo una y otra vez en los mismos errores), esenciales para el
nacimiento de la filosofía.

De este modo, no es hasta el siglo V a. C. cuando, gracias a diversas contribuciones


(matemáticas, filosóficas, epistemológicas) se desarrollan nociones tan importantes como la de
“demostración”. Mientras la matemática habría llevado irremisiblemente, de acuerdo con su
desarrollo interno marcado por los descubrimientos pitagóricos, a un mayor rigor; la filosofía,
con la generalización pitagórica y eleática, precisaba la búsqueda de un método no empírico, de
acuerdo con la reconocida contingencia de los sentidos; y la dialéctica comenzaba a exigir
cierto rigor en el discurso, cuya confianza en la unión de lenguaje y logos era, en manos de
Sócrates, la base de la mayéutica. Los platónicos adquirieron así los complejos logros de
distintas disciplinas, heredando y desarrollando una perspectiva epistemológica recién nacida,
el interés por conocer las formas y dominar las posibilidades del lenguaje discursivo y un
esfuerzo por lograr pruebas deductivas y por organizar el conocimiento disponible. Imbuidos
en estas discusiones, Teodoro, Platón, Teeteto y Eudoxo habrían desarrollado su discurso bajo
un elevado nivel de abstracción, generalidad teórica y deducción que llevaría posteriormente a
la postulación del método silogístico por parte de Aristóteles. Es innegable, por tanto, la
importancia de los diálogos platónicos para conocer el desarrollo del pensamiento que,
anacrónicamente, llamamos científico; y por ello estableceremos las características principales
de dichos diálogos con base en tres de ellos, importantes por reflejar su pensamiento en
distintos periodos de su vida: Menón, República y Teeteto. Así mismo veremos el lugar que
Platón otorga a la música en estos diálogos, aunque su noción de música sea muy distinta a la
que hoy manejamos. Por ello, será importante que el lector no olvide ni un instante que la teoría
de la música (filósofos, científicos, teóricos) no ha tenido nada que ver con la práctica de la
música (instrumentistas, compositores, directores) hasta bien entrado el siglo XVIII (es
sintomático de ello el que sólo entonces un músico como Telemann pudiera publicar
periódicamente una revista musical), y que la música instrumental –según la conocida
distinción de Boecio- no adquirió importancia real hasta el siglo XIX (con Beethoven a la
cabeza). Por tanto, enfrentarnos a la noción que de la música tiene Platón significa mucho más
de lo que parece. Entre otras cosas, veremos aquella idea de la música que predominó durante
más de 2000 años y que fue expresada de modos diversos pero siempre bajo una misma
concepción: la música, como ciencia, como estudio de los intervalos, de la proporción y la
simetría, supone un acercamiento al orden del cosmos; y veremos, introduciendo algunos
matices que nos salven de considerar de forma simplista la concepción de Platón, cómo esta
idea produjo la depreciación de la música "instrumental". Para ello, por tanto, abordaremos
primero la idea de ciencia, sin la cual no puede entenderse la posición de la música en la teoría
musical que hace muy pocos años quedó obsoleta.
Menón pertenece a la llamada época de transición (388-385 a. C.), cuando Platón inicia los
viajes a cuya vuelta funda la Academia. Su contacto con los pitagóricos determina el esbozo de
la teoría de la reminiscencia que encontramos en la obra. En base a la pregunta sobre la
posibilidad de adquirir la virtud, el filósofo ateniense postula la conocida teoría, ayudándose
del esclavo de Menón. En realidad, este pequeño artificio conviene al personaje de Sócrates
para evitar la “disputa sofística”, propia de vagos y charlatanes, sobre cómo puede uno
reconocer aquello que no se conoce de antemano. En efecto, si no conocemos la virtud, nunca
sabremos cuándo estamos ante ella. Sin embargo, la respuesta de Sócrates es mucho más que
una teoría de la reminiscencia capaz de esquivar las objeciones de un sofista. Kant hablaría de
una creencia racional y Pascal de una apuesta más segura: si no creemos en dicha teoría (y por
tanto en la posibilidad del conocimiento), y nos situamos así junto al “razonamiento sofístico”,
eso nos convertiría en perezosos (evidentemente, no nos esforzaríamos por conocer); por eso
sentencia Platón que “son débiles los que gustan de oírlo”. De este modo, quienes abandonan
las cuestiones científicas y filosóficas, dejándose llevar por el relativismo sofista, incurren en el
error de quien, por no esforzarse (casi a modo de mecanismo de defensa), niega desde el
principio lo que podría resultar ser mejor. Al contrario, la creencia en la reminiscencia
“estimula al trabajo y a la investigación” (“porque tengo fe en su verdad, estoy resuelto a
investigar”). De ahí que afirme más adelante: “considerando como un deber el buscar lo que
ignoramos, nos volvemos mejores, más enérgicos, menos perezosos que si consideramos
imposible y ajeno a nuestro deber la búsqueda de la verdad desconocida; esto me atreveré a
defenderlo contra todo el mundo, en la medida de mi capacidad, por medio de mis
conversaciones y mis obras”. Es ahora cuando la teoría del esclavo adquiere su verdadero peso:
estaría poniendo en entredicho el valor de dicha teoría como simple creencia y, por tanto,
dejando muy pocas opciones al abandono del camino filosófico.

Es a continuación cuando Sócrates discute con Menón sobre el valor de las opiniones
verdaderas y su diferencia con la ciencia. Las primeras pueden darse por casualidad (por
ejemplo, si alguien nos lleva de un lugar ‘x’, a nuestro destino ‘y’ sin conocer el camino);
mientras que la ciencia es, según el término de Platón, “atadura”. La ventaja de la ciencia,
aunque lleva al mismo resultado en el momento de la acción (esto es, puede conducirnos a
nuestro destino en un momento determinado), es que no sale corriendo como las estatuas de
Dédalo, que ahora conservamos sujetas por atadura (esto es, puede conducirnos a nuestro
destino siempre). Esta parte de la obra quedará mejor explicada cuando tratemos el diálogo
Teeteto.

República pertenece a la época de madurez (385-370 a. C.). Durante ella Platón desarrolla de
forma rigurosa la teoría de las ideas y su concepción del Estado ideal. Aunque tendremos en
cuenta el resto de la obra, nos centraremos en el libro VII, dedicado a la educación, donde
encontramos su concepción de la ciencia. Además de la consabida y saludable combinación de
música y gimnasia, la enseñanza propicia para alcanzar la “auténtica filosofía” debe basarse en
“número y cálculo”. Ambos componentes son mencionados como “aquello tan general de que
usan todas las artes y razonamientos y ciencias”. Eso tan vulgar, afirma Sócrates, “de conocer
el uno el dos y el tres”, debe ejercitarse hasta que los aprendices contemplen la naturaleza de
los números “con la sola ayuda de la inteligencia”. Sólo este tipo de conocimiento “obliga al
alma a usar de la inteligencia para alcanzar la verdad en sí”, y quien lo posea adquirirá
“prontitud para comprender todas o casi todas las ciencias”. En este sentido, también la
geometría es esencial por ser cultivada “con miras al conocimiento de lo que siempre existe”;
también ella “atraerá el alma hacia la verdad y formará mentes filosóficas”. Pero no menos
importantes son la astronomía y, efectivamente, la música. En su concepción de ellas
encontramos el rechazo platónico de todo aquello que provenga de la experiencia, por ser
considerado imperfecto. La astronomía es muy importante, pero no debe ser estudiada en virtud
de la disposición y movimiento de las estrellas y astros concretos, sino sólo por la idea que
dichos movimientos suscita en nosotros de orden y belleza mediante la visión. Por tanto,
aunque la verdad no se encuentra en el cielo (ese cielo concreto que nosotros podemos ver
mediante la visión), el estudio de las estrellas ayuda al hombre a encontrar, mediante la visión,
lo más parecido al mundo de las Ideas. Sólo así entramos en lo que es propio del alma humana
y la inteligencia, y dejamos de lado la contingencia de los hechos mundanos (lo veremos con
más detenimiento al final de este texto). En este sentido también la geometría y el número se
alejan de su ocupación utilitaria (medir el campo o hallar los tipos de interés que uno debe
pagar) y se hacen, por decirlo así, invisibles. Del mismo modo, la música ya no sólo sirve para
distinguir lo armónico de lo inarmónico, y odiar todo aquello que no participe de la belleza,
sino también para estudiar, mediante la sola razón y el oído, la perfección del movimiento
armónico. Esta es la razón principal de que Platón considere a la astronomía y la música como
ciencias hermanas (al igual que los pitagóricos), correspondiendo ambas a cualidades sensitivas
del hombre capaces de abstraer, de su ejercicio, aquello que llamamos la esencia de las cosas.
El matiz que debemos introducir nos salvará del simplismo: la música instrumental, según la
distinción anterior, no es lo más importante, pero es el único medio del que podemos ayudarnos
para alcanzar el mundo de las ideas. Es cierto que debemos despreciar los sonidos, al igual que
las visiones, como tales (cuyo mejor ejemplo material lo encontramos en la música y la
astronomía), y debemos quedarnos con la inteligencia, lo bueno y lo bello; pero no es menos
cierto que no podremos acceder a dichas ideas sin la ayuda de estas ciencias. El efecto del
estudio de ellas, según Platón, es el liberarse de las cadenas, y su resultado “eleva a la mejor
parte del alma hacia la contemplación del mejor de los seres del mismo modo que antes elevaba
a la parte más perspicaz del cuerpo hacia la contemplación de lo más luminoso que existe en la
región material y visible”. Por tanto, debo repetir la idea anterior: que abandone el lector la idea
simplista de que Platón deprecia la música instrumental. Hay que dar un paso más para
comprenderlo correctamente: lo hace dando más importancia al estudio de la música que a la
música misma, pero no sin convertirla en mediadora del mundo de las Ideas.

Es a continuación cuando Platón trae a colación la importancia primordial de la dialéctica como


método capaz de dotar al hombre de un conocimiento riguroso, de echar abajo las hipótesis y
pisar terreno firme. Quien conoce a Platón sabe que la dialéctica es el único método de llegar al
conocimiento. Pero, ¿qué hace posible una buena utilización del método dialéctico? A esta
pregunta Platón contestaría que dicho método sólo puede funcionar si la educación está basada
en matemáticas, geometría, astronomía y música. El carácter propedéutico de las ciencias
enumeradas señala la necesidad de una visión de conjunto, precisamente porque la realidad es
muy compleja y el filósofo debe conocer tantos puntos de vista como le sea posible. Por tanto,
estos cuatro puntos de vista: el punto de vista matemático, el geométrico, el musical y el
astronómico, son esenciales.

Por último, Teeteto pertenece a la época de vejez (370-347 a. C.). Es entonces cuando Platón
vuelve a Siracusa (su primer viaje pertenece a la época de transición), donde es hecho
prisionero. La consiguiente decepción le hace adquirir una posición crítica frente a la política,
pero también notamos entonces una mayor preocupación por los problemas lógicos. En este
diálogo observamos una preocupación eminentemente griega que antes hemos señalado, y que
Platón expone bajo un delicado análisis de las corrientes más importantes de su tiempo: la
cuestión epistemológica. Estamos ante un terreno inusitado por los hombres. Este tipo de
pregunta, encaminada a saber qué es la ciencia en sí, como afirma el mismo Platón en esta obra,
sólo interesa a los “espíritus privilegiados” y uno se siente muy a gusto de sentirse entre ellos.
Teodoro, maestro de Platón y del mismo Teeteto, advierte al personaje de Sócrates sobre la
inteligencia del discípulo que da título al diálogo. En efecto, éste ha estudiado geometría,
astronomía, armonía y cálculo, precisamente aquellas ciencias que el fundador de la Academia
había postulado como necesarias en la República. Como la divinidad no permite engendrar a
Sócrates (según el conocido símil entre el parto y la mayéutica), es Teeteto quien debe
responder a la pregunta fundamental del diálogo: ¿Qué es la ciencia? Los dolores de la
gestación no tardan en afligir al bueno de Teeteto, cuya primera definición se acerca al
relativismo de Protágoras: como “la persona que sabe se da cuenta sensiblemente de lo que
sabe” la ciencia no es otra cosa que la sensación. El matemático de Atenas ha caído en el
terreno de la sofística, de aquellos “hombres sin finura alguna” que se niegan a comprender “lo
que no se ve”. No se percata de las diferencias que un mismo objeto puede presentar no sólo
para personas distintas, sino para uno mismo dependiendo de las circunstancias. Seguimos
sabiendo cuando cerramos los ojos, gracias a la memoria, y el mismo Protágoras parece estar
afirmando una verdad al tiempo que estima imposible encontrar una verdad para todos. En
parte, Platón está ayudándose, aunque no lo diga explícitamente, de la teoría de Demócrito,
mucho más elaborada, según la cual átomos y vacío se hallan en continuo cambio, afectando a
nuestras sensaciones de modos diversos, dependiendo no sólo del movimiento particular de los
átomos, sino también del modo en que nosotros los percibimos, por no hablar de los sueños y
las alucinaciones (evidentemente, esta postura en manos de Platón será conciliada con la
parmenídea). Al estar todo en movimiento -los átomos, nosotros mismos- el conocimiento
perceptivo es siempre bastardo. De este modo, sofistas, heraclíteos y atomistas, se habrían
quedado en la fase del conocimiento en que la astronomía y la música son estudiadas
atendiendo, solamente, a las estrellas y los sonidos concretos. Pero Platón, que postula la
existencia de la Formas, no está dispuesto a aceptar esto. En cualquier caso, si ellos “no ven las
cosas tal como son”, sino sólo como se presentan, eso no puede llamarse ciencia. Desde el
momento que consideramos al hombre como medida de todas las cosas y definimos la ciencia
de este modo, la ciencia no será tal por basarse en aspectos contingentes, y “lo mismo
podremos hablar de la ciencia que de la nociencia”. Además sabemos que unos hombres son
más sabios que otros (“a mí, que soy un ignorante, forzoso es que no me corresponda ser
medida de nada”). ¿Qué hacemos entonces con lo adquirido mediante los sentidos? La repuesta
de Platón supone, de nuevo, un acercamiento a la tesis de la República. Como los ojos son un
medio para ver, y los oídos un medio para oír, deducimos que las impresiones se dirigen al
alma a través del cuerpo. Lejos de ser una teoría empírica del conocimiento, la ciencia no
descansa en las impresiones (argumento de la “tablilla de cera”), sino en el razonamiento
ejercido sobre ellas, y queda suficientemente probado que la ciencia no depende de las
sensaciones. Como veremos, no puede ponerse en duda la profundidad de la discusión
platónica.
Teeteto expone una segunda respuesta al problema de la demarcación: la ciencia es opinión
verdadera. Aunque dedica mucho más tiempo a la cuestión de las opiniones falsas, no es
necesario ahora sino que hablemos de las primeras. La ciencia no puede definirse como una
opinión verdadera por el simple hecho de que uno puede haber llegado a ella sin tener
conocimiento directo de ella. Por ejemplo, cuando un testigo persuade al auditorio de aquello
que sucedió realmente, el juez adquiere una opinión verdadera, pero no diríamos que es ciencia.
En realidad, es la misma argumentación que habíamos encontrado en el Menón.

Esto entronca con el último intento por parte de Teeteto, quien añade que la ciencia deberá ser
entonces opinión verdadera más una explicación. El matemático parece sugerir que sólo puede
conocerse aquello de lo que un logos (explicación, razonamiento, justificación) es posible. De
nuevo se trata de una teoría que Sócrates no tarda en refutar. Hay tres maneras de entender la
noción de explicación”: 1) existen los elementos simples y los compuestos, sólo de éstos
últimos puede darse una explicación, y la ciencia consiste en nombrar los elementos simples de
que algo se compone; 2) dar una explicación es enumerar todos los elementos que componen el
objeto (además de opinión verdadera, tendremos ciencia de un carro cuando conozcamos todas
sus piezas); 3) explicar consiste en conocer la diferencia sobre un objeto. Platón rechaza tres
tipos de justificación, haciéndonos ver que toda explicación siempre es falible, o al menos que
la infalibilidad es indemostrable.

En realidad, Platón no ha dejado de hablar del conocimiento del mundo físico, y la omisión de
la teoría de las Formas que hemos visto en los diálogos anteriores es sintomática de algún tipo
de intención ocultada por Platón. Si en todo el diálogo no nombra en ninguna ocasión las
Formas, es para hacernos notar que sin ellas el conocimiento perceptivo no sirve de nada (como
mucho obtenemos opiniones verdaderas -acompañadas o no de razón- y vanas percepciones
sobre los objetos este mundo), y el abandonarnos a él supone situarnos en un caos que
imposibilita el propio discurso racional. En realidad sólo es posible el conocimiento de las
Formas, de las Ideas, del Mundo Inteligible. Toda realidad que no se sustente en dicho mundo
es contingente, cambiante, y por tanto imposible de conocer. Sólo de las Formas puede
postularse verdadera ciencia. Del mismo modo, sólo si el mundo sensible participa en alguna
medida de las Formas, el conocimiento es posible también en este mundo. De esta manera,
como había postulado Platón en Parménides, la necesidad de las Formas para el conocimiento
científico era innegable, y el filósofo de Elea tenía razón cuando postulaba que el verdadero
saber era aquel que hacía referencia a lo inmutable. Pero el “venerable y terrible” Parménides
no supo ver que también existía el mundo de los sentidos, cuya participación de las Formas
hacía de las investigaciones sobre dicho mundo algo valioso prima facie. ¿De qué vale la
música en el mundo de Parménides? De hecho, como vemos en el Timeo (también del periodo
de vejez), el estudio del mundo sensible es importante precisamente porque éste es, aunque
algo menos que Ser, algo más que devenir (contra Demócrito); detenta cierto orden, belleza,
constancia, regularidad. Las estaciones, la noche, el día o el movimiento periódico de los
planetas revelan la base modélica que debe mantener el mundo sensible; por ello el Demiurgo
habría creado un mundo imperfecto, pero que participa de la perfección. No olvidemos algo
básico: Platón no es Parménides. Para el primero, este mundo participa de lo real. La unión
entre los filósofos de Elea, por un lado, y, por otro, Heráclito y Demócrito, es evidente.
Precisamente esto, finalmente, le había hecho a Platón hacer del cálculo, la geometría, la
astronomía y la música ciencias esenciales para el conocimiento del mundo; precisamente
porque estas ciencias son nuestro único contacto con el Mundo Inteligible. Son lo único que, en
este mundo, puede llevarnos la verdad. En otras palabras: aunque la verdad no se halla en los
sentidos, sino en la inteligencia (de ahí la importancia de la matemática), ella es accesible -y lo
es además de forma imprescindible- mediante éstos (de ahí la importancia de la astronomía y la
música). En este sentido, quizás paradójicamente y desmintiendo en cierto sentido la opinión
común, ningún hombre en la historia haya sabido ver, como Platón, el verdadero valor de
nuestros actos perceptivos.

Escrito por Daniel Martín Sáez


Desde España
Fecha de publicación: Octubre de 2009.
Artículo que vió la luz en la revista nº 0013 de Sinfonía Virtual
ISSN 1886-9505

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