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El diario de Satanás

Leonid Andréiev

Título original: Dnevnik Stani

Traducción: Nicolás Tasin

Portada: El Ángel Caído de Ricardo Bellver.

Diseño y transcripción: Angel Shomer.

Versión: 1.0 (07-Feb-2018)

Dedicatoria
A todos los tesistas chillones, a los arenosos de las
votaciones de las tertulias y de paso a todos los
chacharitos que compran libros para su educación.

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Prólogo

SATANÁS EMBAUCADO
Luis Alberto Ayala Blanco

Satanás, el enemigo, el adversario de Dios,


también es el celestial, el resplandeciente, una
tenue luz cuyo origen es theíon, lo divino, lo
irrepresentable, aquello que no puede ser
expresado sin ser traicionado. Dios y el Diablo
comparten el mismo origen, si es que se puede
hablar de algo que comenzó en algún momento. Lo
más probable es que el instante sea la eternidad
donde ambos personajes coexisten en modalidades
divergentes: dos espejos reflejándose
mutuamente con el vacío como único testigo.
Pensar que Dios representa el bien y Satanás
el mal es el primer error del hombre en su eterna
lucha por salir de su estupefacción frente a un
mundo que lo desborda a cada momento. El bien y
el mal son simples palabras, trasuntos de algo que
sólo puede presentarse como otra cosa, como pura

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diferencia, como escisión que une y separa al
unísono lo extraordinario y lo habitual, la intuición
y la razón. Entonces, Dios y el Diablo son formas
distintas de nombrar lo innombrable. El
conocimiento no es más que la degradación de lo
divino, y lo divino únicamente puede mostrarse
como ser degradado: tragedia insalvable de lo
existente.
Leonid Nicoláievich Andréiev decidió abordar
esta poderosa fuerza desde una sola de sus
máscaras, la de Satanás. Sin embargo, tanto Dios
como su contrincante, a pesar de ser la primera
objetivación del Vacío Divino, necesitan exhibirse -
en un segundo desdoblamiento- con otras
máscaras, una de las cuales posee un don que
todas las otras no: la palabra. Así es como Dios
puede encarnarse en hombre al igual que el Diablo.
Sin embargo, en sí, la naturaleza del antifaz es más
afín a la piel de Satanás que a la de Dios. Y esto es
algo que Andréiev tiene muy claro... tanto, que
Satanás encarna en hombre y vive una serie de
eventos de los que tenemos noticia gracias a su

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diario; sólo que en este caso el diario no es un
ejercicio de introspección, está escrito para un
auditorio: tú, yo, todos aquellos que tengan la
fortuna de leerlo. Ahora bien, por cuestiones
prácticas, básicamente para resolver el problema
de derechos de autor, el libro impreso fue escrito
por Andréiev, pero el artífice intelectual es el
mismo Satán, y pensar lo contario es algo que el
propio Andréiev hubiera negado rotundamente.
Cuando pensamos en Dios o en el Diablo,
inmediatamente nos viene a la mente algo
extraordinario, que supera por mucho nuestro pobre
entendimiento... y no nos equivocamos al pensar
así. Esta es precisamente la primera impresión que
experimenta Satanás una vez que lleva diez días
en el cuerpo de un hombre. ¿Cómo hablar de lo que
no puede ser expresado? ¿Cómo intentar dar un
pálido ejemplo de un lugar que sólo la locura logra
rozar y siempre a un precio muy alto? Las palabras
traicionan aquello que se quiere expresar; la inteli-
gencia es la forma en que los hombres lidian con
su propia estupidez e impotencia; no hay más.

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¡Pobre Satanás!, no se imaginó que la vida sería
tan... en fin. Ni siquiera su nombre es real. “¡El
nombre de Satanás! Mi verdadero nombre tiene un
sonido muy diferente. Es un nombre
extraordinario; por eso sería imposible hacerlo
entrar en la pequeñez de tu oreja sin destrozártela
y dañarte el cerebro también.” Pero ahora soy un
hombre -seguramente continuó pensando- y
comienzo a padecer los estragos de mi nueva
condición.
La máscara va olvidando, poco a poco,
gradualmente, su origen inexpresable hasta
convertirse en eso que llaman humano. Satanás
pensó, ingenuamente, que su paso por este mundo
sería una forma divertida de matar el tiempo. Lo
único que quería hacer era un poco de comedia,
representar una farsa que conjurara el tedio
cósmico en el que vivía inmerso. “En suma, yo
quiero ser cómico”, acabará confesando. Necesita-
ba un escenario donde representar su farsa. Parece
que la pasión por el teatro es la obsesión de lo
divino, ya sea que adopte la máscara de Dios o la

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del Diablo, pero invariablemente acaba burlado por
su propia representación. Hay un momento en que
Satanás le explica a su querido lector, tan pobre en
ideas, que existe otra cosa que la vida y la muerte:
una tercera idea, incapaz de poder expresarse en
palabras. Sin embargo, es posible que podamos
nombrarla: humor.
Si de alguna forma podemos asir la esencia
de lo divino es percibiendo sus manifestaciones
humorísticas. De no ser así, ¿cómo podríamos
abordar el sentido de la creación? Si la tomamos
en serio, inmediatamente caemos presas del ab-
surdo y el sufrimiento. En cambio, cuando
pensamos en lo divino como una carcajada que se
pierde en la eternidad, todo comienza a cobrar
sentido. El humor puede definirse como la Nada
delineada por sus afecciones. El humor hace reír y
llorar sin perder su indiferente, nihilista relación
con el mundo. Lo divino riéndose de sí mismo es lo
que llamamos existencia. Dios y Satanás encarnan
las partículas sonoras de la risa divina, mientras
que el hombre es el eco, la sombra, a lo más el

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recuerdo de ese sonido. Andréiev, de alguna ma-
nera inexplicable, y sin dejar de pertenecer a la
sustancia de la sombra, logró escuchar las
partículas sonoras primigenias transfigurándolas
en El diario de Satanás.
No olvidemos que el humor debe ser cáustico
para que surta efecto. Lo divino puede observarse
a sí mismo transformado en un mundo sin perder
su indiferencia, es decir, se mantiene como humor
en estado puro, aunque la imagen que percibe de
sí lo seduzca hacia el espacio de las afecciones, sin
lograrlo del todo; pero cuando el mundo se
contempla a sí mismo como pura imagen, entonces
la farsa se vuelve una comedia desgarradora.
Podríamos decir que eso que desgarra, el sacrificio,
es la posibilidad de la manifestación del humor. La
comedia, el dolor, es la mirada de Satanás sobre el
mundo desde el aburrimiento más oneroso, el
momento en que la indiferencia cesa y da paso a
las pasiones, al espacio de lo humano, y sólo
entonces el Diablo decide habitar un cuerpo de
hombre, una máscara que lo aísle de lo divino y lo

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arrope en la pura comedia.
“Debutaré con el modesto papel de un
hombre que, por amor a los demás, quiere darlo
todo: el alma y el dinero.” Así entra en escena
Satanás, con el cuerpo de un multimillonario
estadounidense que ha hecho su fortuna criando
cerdos. ¡La comedia comienza! El primer dato
importante que nos anuncia es que ama a la
humanidad y quiere gastar todos sus millones -tres
mil- con el fin de ayudarla. Pero no sólo eso,
también desea ofrendar su alma. El Diablo posee
un alma, o por lo menos se apropió de una, la de
míster Wandergood, su nuevo hogar. Parte de la
comedia radica en hacer el bien. Si lo que quiere
es divertirse, cosa que ya no lograba en el tedioso
averno -“empezaba a aburrirme en el infierno”-,
hacer el mal no es una opción, arrastra demasiada
realidad tras de sí. La verdadera farsa es tratar de
que el reino del bien impere en esta tierra, cosa
que su doble, Dios, jamás planteó como una
posibilidad a realizar. El comediante es el gran
benefactor. Pero se topa con un guion que no

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puede modificar a su gusto. Los actores que él veía
a la distancia y que le parecían tan pintorescos,
cuando los tuvo cerca le dieron una gran sorpresa
y una gran lección.
El hombre está caracterizado, como
arquetipo de la humanidad, en Tomás Magnus,
todo un personaje de su tiempo -principios del siglo
xx—, misántropo, sumergido en la condición
humana hasta las heces. Como buen moderno, sin
referentes trascendentes a los cuales aferrarse,
sólo le queda vivir la farsa de la existencia como
única realidad. Si Wandergood quiere hacer la
comedia del bien, Magnus, en cambio, despoja de
cualquier viso de humor la vía de la
representación; en pocas palabras, encarna el mal.
Así, nos topamos con una inversión de papeles que
desconcierta en un primer momento. El Diablo
representa el bien; el hombre, por su parte,
simplemente es malo; aunque decir esto es una
imprecisión... no es que sea malo, más bien es un
resentido. La modernidad, tomada como un tiempo
sin dioses, es el lugar perfecto para cosechar el

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resentimiento. Y Satanás no está preparado para
lidiar con un fenómeno tan humano. Siempre
pensamos que el Diablo vive resentido con Dios,
pero no es así. El resentimiento es distintivo de la
condición humana. El Diablo significa la diferencia
de Dios -así como Dios la del Diablo-, y se asume
como tal, pero no puede experimentar
resentimiento, ya que su condición es
indispensable para que Dios represente su papel.
Hay una simetría que no puede ser trastocada. No
hay envidia de uno hacia otro, simple
complementariedad. El resentimiento se da cuando
la fuerza de un semejante no coincide con la de
otro semejante, cuando la fuerza de un hombre
supera la de otro. Aquel que es débil envidia al
fuerte y quiere acabar con él, pero como es débil
no tiene otra opción que dirigir su odio hacia su
propia persona, y mientras más lo atesora en su
cuerpo y en su alma, es decir, mientras más se odia
a sí mismo, detesta todavía más al resto de los
hombres, ya que la modernidad nos enseña que la
igualdad es el valor supremo a conquistar. En

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pocas palabras, el resentimiento surge de una
igualdad prometida y nunca alcanzada; y esto es
algo que sólo se da entre humanos. Dios y el Diablo
jamás pretenden la igualdad, en todo caso se
reconocen en su diferencia, o más bien en su
indiferencia al afirmarse en su inalienable
peculiaridad... Incluso el Diablo es capaz de
proteger a Dios de la estupidez humana al cargar
sobre sus espaldas toda la responsabilidad de la
existencia. Esto lo sabemos por el Diablo mismo,
pero en voz de otro de sus vehículos, llamado
Fiódor Dostoievski: “Y, en fin, aunque esté
demostrada la existencia del Diablo, todavía no se
sabe que esté demostrado que exista Dios”. La
existencia del Diablo se confirma por analogía a
través de un cliché: Satanás es el mal. El bien,
Dios, es algo indemostrable. ¿Esto quiere decir que
el bien no existe? ¡Claro que no! El bien existe
como comedia, farsa, representación, como un
atributo del Diablo. En la Tierra el bien es un
divertimento, el mal una realidad... humana. Pero
insisto, se confunde el mal con la estulticia. El bien

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sería despojar de su estupidez a los hombres, y eso
es lo que Satanás pretende poner en escena. Pero
entonces despojaría a la humanidad de su esencia.
Imposible que no sea más que una farsa.
“¿Que qué quiere la humanidad? Munclus vult
decipi ¿No conoce usted nuestro latín? Eso significa
que el mundo quiere ser engañado.” Estas no son
palabras del Diablo, sino de un candidato a Sumo
Pontífice. El engaño es la recompensa del mundo,
su bien más preciado. Entonces, ¿cómo pretende
Satanás ser dramaturgo en un lugar donde la obra
comenzó mucho antes de que él llegara? La ironía
de quien quiere engañar es que antes debe ser
seducido por el propio engaño. Su error radica en
creer que alguien puede escapar, mantenerse
fuera de la farsa. La efectividad del gran timador
radica en no tener conciencia de su intención,
manejarse dentro de la añagaza como si fuera algo
natural. “Para ser un gran embustero, no basta con
engañar a los demás: también es necesario saber
engañarse a sí mismo, mentir con tal habilidad,
que uno acabe por creerse a sí mismo. ¡Ese es el

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verdadero arte!” Arte del que adolece nuestro
querido millonario. Satanás, aun encarnado en
hombre, carga mucha divinidad sobre sí como para
poder sobrevivir en este mundo. Sólo un ser
verdaderamente taimado... sólo el hombre es
capaz de habitar el engaño de manera total.
Una vez que Satán toma conciencia de que el
engatusado fue él y no los pequeños seres que
pretendía manipular cual marionetas, ya es
demasiado tarde, ya es demasiado humano, pero
todavía no lo suficiente: un dejo de nostalgia le
impide integrarse en la broma que representa la
existencia humana. No puede ser un resentido,
todas sus afecciones se expresan sin traba alguna,
en él no hay un periodo en el que el odio se incube
hasta amargarlo y hacerle desear, con
maquinaciones intrincadas, cómo dañar a su
prójimo; él es demasiado frontal, me atrevería a
decir, ingenuo. Su estupidez es parte de la co-
media, parte de la bondad que cándidamente
quería poner en escena. Finalmente profiere un
desganado lamento: “No; no es ésta la comedia a

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que había aspirado [...] Es una interminable serie
de mentiras, que yo había tomado por divertida
comedia. ¡Qué error tan burdo! ¡Qué estupidez ha
sido ésta de Satán, a quien se califica de tan listo
y poderoso!” Con estas pocas palabras Andréiev
desvela la condición del Diablo en la Tierra. Ni
poderoso ni inteligente, simplemente ingenuo,
como todo aquello que no participa de la comedia
humana.
Incluso la salida que tenía prevista una vez
que se hartara de cargar con el fardo de ser
humano, el suicidio, va perdiendo poder mientras
se entusiasma más y más con la promesa que
mantiene a los hombres con vida: el amor de una
mujer. María es lo femenino simbolizado en una
madona. Un ser virginal que promete placeres
indecibles, no sólo sensuales, sino sobre todo
hogareños. Hay un momento en que Satán
comienza a cavilar sobre la dicha que sería vivir
una vida apacible a lado de su bella María. Dejaría
su comedia a un lado, y envejecería junto con su
amada. En este momento la derrota del Diablo

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frente a los hombres es definitiva. La salida
continúa siendo la muerte, pero ya no por decisión
propia. El suicidio, único elemento de soberanía, de
afirmación divina con el que contaba en todo
momento, y que atesoraba como una joya
preciosa, desaparece para que la comedia continúe
impulsada por la fascinación del único simulacro
que evoca a lo divino, pero que a la vez lo aparta
inexorablemente: la mujer. La tentación que habita
en la mujer no es la sensualidad mundana, ni
siquiera el placer más salvaje, sino la similitud que
tiene con la placidez celestial, con la ausencia de
pesadez que caracteriza el paraíso. Pero no deja de
ser un engaño. Lo femenino es lo que da cohesión
a la comedia humana. Último reducto de la farsa
existencial.
Pero ¿cuál es el elemento que permite el
engaño final sobre el pobre Satanás? No otro que
la indiferencia diabólica. Los hombres odian, y a
partir de su odio se relacionan con los otros
hombres, principio inexorable de lo social. La
indiferencia, en cambio, es falta total de

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compromiso, egoísmo puro. Si es cierto que sólo
Dios es bueno, se debe a que, como Max Stirner
proclamó, “Dios es un ególatra”. El Diablo es la otra
cara de Dios, y ambas fisonomías están
emparentadas por el egoísmo que profesan a la
humanidad. Egoísmo que en este caso es ausencia
de odio, indiferencia beatífica. Los hombres se
odian y no se perdonan entre sí, se preocupan
demasiado los unos de los otros, hay demasiada
fricción entre ellos, y la fricción genera dolor, se
llame amor u odio, da igual. Lo único que no se
permiten es el perdón. Nadie perdona que lo odien,
pero tampoco que lo amen, es una responsabilidad
insoportable. La comedia consiste en hacer como si
se pudiera. Satanás, en su indiferencia, quería
odiar, quería amar. Pero no lo logró.
Pobre diablo.

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Capítulo 1

18 de enero de 1914

A bordo de El Atlántico

Hoy hace exactamente diez días que encarné


en un hombre y estoy llevando vida humana.
Mi soledad es absoluta. No siento necesidad
de amigos; pero sí de hablar de mí, y no tengo a
nadie con quien hablar. El solo pensamiento no
basta. Además, no tiene suficiente claridad,
precisión y exactitud si no se expresa con palabras;
hay que ordenar los pensamientos como se hace
con los soldados o con los postes telegráficos,
alinearlos como los vagones de un ferrocarril,
ponerles puentes y viaductos, hacerles terraplenes
y estaciones en determinados puntos. Es entonces
cuando todo se pone en claro.
Si no me equivoco, a este obligado camino de
presidiario los hombres le llaman lógica, y es
imprescindible para todos los que quieren ser

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inteligentes. Para los demás no es obligatorio, y
pueden caracolear por toda suerte de vericuetos,
por intransitables que sean.
Es un trabajo lento, penoso y abominable
para el que está acostumbrado a expresarlo todo...
—¿cómo diría yo?—, a expresarlo todo con un solo
aliento. Por algo los humanos tienen tanta
consideración por sus pensadores, y estos pobres
pensadores, a su vez, sí son honrados y no lucran
con sus construcciones mentales, como un
ingeniero cualquiera, acaban por dar en un
manicomio.
Aunque hace tan sólo unos cuantos días que
me encuentro en la Tierra, he tenido ya más de una
vez la visión de esas casas de salud con su puerta
abierta, Invitando a entrar.
Sí, es una cosa rara que crispa los nervios -
¡otro gran invento, eso de los nervios!-. Ahora, por
ejemplo, para expresar esta simple ideíta sobre la
insuficiencia de la lógica y de la palabra humana he
tenido que estropear un hermoso pliego de papel,
propiedad de El Atlántico, ¡Qué necesitaría si tuviera

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que expresar algo grande y extraordinario!
Me apresuro a decirte -y no pongas cara de
estúpida admiración, lector terrestre- que lo
extraordinario es inexpresable en su propio
lenguaje, y si no me crees, ve al manicomio más
próximo y escucha cómo se habla allí; todos han
aprendido algo y han querido expresarlo; pero no
pueden: como locomotoras patas arriba, todos
silban, mueven sus ruedas en el aire y sus caras
aparecen contraídas, como si estuvieran atacados
de admiración para toda la vida.
Ya veo que estás dispuesto a recibirme con
un aluvión de preguntas. Satanás encarnado en un
ser humano, ¡es algo tan interesante! Tú quisieras
saber cómo he venido, qué costumbres hay en el
infierno, si es cierto eso de la inmortalidad, y cuáles
son las últimas cotizaciones infernales del carbón.
Desgraciadamente, mi querido lector, y a
pesar de toda mi buena voluntad —suponiendo que
en mí pueda haber algo bueno—, me es imposible
satisfacer una curiosidad tan legítima. Claro es
que, para complacerte, hubiera podido inventar un

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cuento más de ésos de diablos con cuernos y rabo
que tanto gustan a tu fantasía; pero de ésos ya
tienes bastantes y no te quiero mentir de un modo
tan burdo y grosero. Ya te contaré mentiras cuando
se presente la ocasión y tú menos lo esperes, para
que la sorpresa sea mayor. Resultará más
interesante para ambos.
¿Cómo te voy a decir la verdad, si sólo mi
nombre empieza ya por ser inexpresable en tu
lenguaje? Eso de Satanás me lo
has puesto tú, y yo he aceptado esa
denominación como hubiera aceptado cualquier
otra. ¡Bueno! ¡El nombre de Satanás! Mi verdadero
nombre, permíteme que te lo diga, tiene un sonido
muy diferente. Es un nombre extraordinario; por
eso me sería imposible hacerlo entrar en la
pequeñez de tu oreja sin destrozártela y dañarte el
cerebro también.
Pongamos, pues, que me llame Satanás, y
asunto concluido.
La culpa es sólo tuya, querido; ¡hay tan pocas
ideas en tu cabeza! Es como un hatillo de

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pordiosero, en el cual no hay más que mendrugos
de pan duro mientras que haría falta algo más que
pan. Sobre la existencia, tú no tienes más que dos
ideas: la de la vida y la de la muerte. ¿Cómo podría
yo explicarte la tercera? Toda tu existencia se
vuelve un contrasentido, precisamente porque no
tienes la menor noción de esta tercera idea, y yo
nada puedo hacer. Ahora soy un hombre, lo mismo
que tú; tengo en la cabeza un cerebro como el
tuyo; a mi boca sólo acuden palabras como las
tuyas, pesadas y cúbicas, y por eso no te puedo
hablar de lo extraordinario.
Si yo te dijera que los diablos no existen, te
engañaría; pero si te dijera que existen, te
engañaría también. ¡Ya ves, amigo mío, qué
situación más difícil y más estúpida!
Hasta de mi encarnación humana, que tuvo
lugar hace diez días de mi advenimiento a la vida
terrestre, no te puedo contar sino muy pocas cosas
que estén al alcance de tu comprensión.
Por lo pronto, empieza a olvidarte para
siempre de tus diablos cornudos, peludos y alados,

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que, según te han hecho creer, respiran fuego,
transforman el barro en oro, y a los viejos en
jóvenes apuestos que, después de haber hecho
todo esto y de decir una sarta de sandeces,
desaparecen por un escotillón del escenario.
Olvídalo todo y aprende bien que, cuando nosotros
queremos venir a la Tierra, tenemos que
encarnarnos en hombres. ¿Por qué? Ya lo sabrás
después de tu muerte. Entretanto, ten esto
presente; yo soy ahora un hombre como tú; no
huelo asquerosamente a azufre, como los diablos
que crees conocer, sino a perfumes bastante finos,
y puedes darme tranquilamente la mano sin miedo
a que te arañes con mis garras de diablo, por la
sencilla razón de que me corto las uñas igual que
tú.
Pero ¿cómo ha sido todo eso?
Pues... con toda simplicidad. Cuando me
dieron ganas de venir a la Tierra, encontré a un
buen americano, bueno en el sentido en que se dice
“una buena habitación”... un tal míster Henry
Wandergood, multimillonario de treinta y ocho

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años, y... lo maté; por supuesto, de noche y sin
testigos.
A pesar de mi confesión, tú no puedes
denunciarme a las autoridades como asesino,
porque ese americano vive ahora... en mí. Míster
Wandergood y yo te saludamos, conjuntamente,
con la mayor consideración. Sencillamente, me ha
alquilado su piso desocupado; aunque no del todo,
¡que el diablo se lo lleve! Ahora ya no puedo volver
a mi ambiente más que por la única puerta que, a
ti como a mí, nos abre el camino de la libertad: la
puerta de la muerte.
Eso es lo esencial. Ahora espero que, en lo
sucesivo, ya puedas entender algo, aunque hablar
de cosas de tal índole por medio de palabras
humanas equivale a querer guardar una montaña
en el bolsillo del chaleco o agotar el Niágara vasito
a vasito. Figúrate, querido rey de la naturaleza,
que de repente te hubiera dado la idea de acercarte
a las hormigas y que, por milagro o por
encantamiento, te hubieras transformado en
hormiga, una verdadera, una minúscula hormiga

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que va arrastrando su comidita. Entonces podrías
comprender un poco el abismo que separa mi Yo
actual de mi Yo anterior. Pero ni aun así podrías
comprenderlo del todo. No hay comparación capaz
de darte una idea de este terrible abismo, cuyo
fondo a mí mismo se me escapa; quizá sea un
abismo sin fondo,
Imagina; durante dos días con sus noches,
desde que salimos de Nueva York, he estado
sufriendo de mareo. Esto a ti te extrañará, y hasta
puede que te haga gracia; pero lo que es a mí, te
aseguro que malditas las ganas que tenía de reír.
Sólo una vez asomó a mis labios una sonrisa, al
pensar que no era yo, sino Wandergood quien
estaba mareado, y hasta recuerdo que dije:
—¡Pobre Wandergood!
Hay todavía un punto acerca del cual estás
esperando una respuesta. Quisieras saber por qué
he venido a la Tierra, por qué he decidido hacer un
cambio tan poco ventajoso, transformándome del
Satanás que ustedes los hombres califican de
poderoso e inmortal, en otro como tú. Pues verás;

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cansado de buscar inútilmente palabras que no
existen, te contestaré en inglés, en francés, en
italiano y en alemán, lenguas que los dos
entendemos perfectamente: empezaba a
aburrirme en el infierno y he venido para decir
mentiras y divertirme un poco representando una
farsa.
Tú ya sabes lo que es el aburrimiento;
también sabes lo que es mentir, y lo que es una
farsa; puedes juzgar por los teatros y sus artistas
célebres. Quizá también tú representas un papel de
comedia en el parlamento, en tu casa o en la
iglesia. En este caso, sabes mejor que nadie el
gusto que eso da. Si, por añadidura, conoces un
poco la tabla de multiplicar, multiplica ese placer
que experimentas por un coeficiente muy grande,
y tendrás una idea del placer que me produce a mí
representar comedias. Pero eso no basta.
Imagínate, mejor, que tú eres una ola del mar que
se mueve constantemente, y que no existe más
que para eso. Por ejemplo: ésa que veo ahora por
la ventanilla de mi camarote, y que parece levantar

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el buque entero... ¡Pero ya estoy otra vez buscando
absurdas palabras y comparaciones tontas..!
Por todas estas razones he venido a la Tierra.
¿Comprendes ahora?
En suma: yo quiero ser cómico. Ahora
todavía no soy más que un desconocido, un
modesto debutante, pero espero llegar a ser no
menos célebre que un Harrick o un Olridge, cuando
pueda representar la obra que yo quiero. Soy orgu-
lloso, ambicioso y hasta quizá vanidoso. Tú ya
sabes lo que es la vanidad; el deseo de elogios y
aplausos, hasta de los locos...
Por lo demás, estoy impaciente —siendo
Satanás, la paciencia es incompatible conmigo—
por demostrar que soy un genio. Me siento ya
fastidiado de ese infierno donde todos aquellos
rufianes peludos y cornudos mienten y hacen far-
sas casi tan bien como yo, y donde no hay
bastantes laureles, puesto que éstos son el
producto de la adulación rastrera y de la estupidez.
En cuanto a ti, amigo terrícola, he oído decir que
eres inteligente, bastante honrado, incrédulo en

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cierto modo y muy sensible para las cosas del arte
que tú llamas eterno; pero, además, mientes y
representas tan mal, que aprecias mucho la
manera de representar de los demás, y por eso
distribuyes tantos laureles a tus grandes actores.
El teatro en el que voy a trabajar va a ser la
Tierra entera. Por el momento, mi escenario será
Roma, adonde ahora voy, ese lugar al que ustedes
llaman la Ciudad Eterna, con su profunda
comprensión de la eternidad y de tantas otras
cosas.
Aún no cuento con una compañía de actrices
y de actores fijos —¿te gustaría, acaso, formar
parte de ella? —, pero estoy seguro de que el
Destino o la Casualidad, a que estoy ahora
sometido, como todo cuanto existe en la Tierra,
sabrán apreciar mi noble ambición de artista y me
proporcionarán compañeros de escena dignos de
mí. ¡La vieja Europa es tan rica en talentos!
También estoy seguro de encontrar en
Europa espectadores con suficiente sensibilidad
como para que valga la pena maquillarse la cara y

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hacer todas las demás cosas que los cómicos hacen
para el público.
Al principio pensé ir a Oriente, donde han
representado ya, y no sin éxito, varios de mis
compatriotas. Pero el Oriente es harto sencillo y
confiado; le gusta demasiado el baile; sus dioses
son abominables; todavía huele demasiado a
bestia salvaje; sus tinieblas, lo mismo que sus
fogatas, son sencillamente bárbaras y grotescas.
En fin, para un artista como yo no cabe resignarse
a representar en un inmundo local, pequeño y
maloliente, como es el mundo oriental.
¡Ay, amigo mío!; soy tan vanidoso, que ahora
mismo, al empezar mi diario, siento el secreto
deseo de dejarte deslumbrado, atónito, a fuerza de
palabras y comparaciones ingeniosas. Cuando
menos, espero que la forma del cuento no te haga
perder interés por lo que te voy a contar.
¿Tienes aún más preguntas que hacerme?
Sin duda quieres saber algo sobre la obra que
voy a representar. Pero yo mismo no la conozco
aún del todo bien. El que ha de escribirla es el

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mismo empresario que tiene a su cargo la
formación de la compañía: el Destino. Debutaré
con el modesto papel de un hombre que, por amor
a los demás, quiere darlo todo: el alma y el dinero.
Supongo que no habrás olvidado que soy un
multimillonario. En efecto, tengo tres mil millones.
Es bastante para organizar una función de gala,
¿verdad?
Y ahora, un último e insignificante detalle
para terminar estos preliminares ineludibles.
Voy acompañado por un tal Erwin Toppi, mi
secretario, que va a compartir mi suerte en la
Tierra. Es un personaje muy respetable: con su
levita negra, su sombrero de copa, su nariz
saliente, en forma de pera no del todo madura, y
su cara afeitada como la de un cura. No me
extrañaría encontrar en su bolsillo un breviario.
Toppi ha venido a la Tierra también de allí, es
decir, del infierno, y por el mismo camino que yo.
Ha encarnado en un hombre, y, a lo que parece, le
ha salido muy bien, porque el muy astuto no se
marea lo más mínimo. Por lo demás, hasta para

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marearse hace falta cierta inteligencia, y mi buen
Toppi es extremadamente tonto... inclusive para la
Tierra.
Además es poco atento y se permite darme
consejos. Incluso empiezo arrepentirme por no
haber elegido algo un poco mejor de nuestro rico
repertorio diablesco. Lo que me ha hecho decidir
por Toppi ha sido su honradez y un cierto conoci-
miento que posee de las cosas terrenales; me ha
parecido más agradable, para emprender un viaje
como éste, la compañía de un señor práctico.
Ya en otra ocasión, hace mucho tiempo,
Toppi encarnó en un hombre, y se dejó dominar
hasta tal punto por las ideas religiosas que —
¡imagínate!— se metió en un convento para ser
franciscano, y después de vivir allí hasta la más
avanzada vejez, acabó tranquilamente su vida
terrenal bajo el nombre de hermano Vicente. Sus
reliquias han sido luego objeto de la mayor
veneración por parte de los creyentes. ¡Una buena
carrera para un diablo! Todavía hoy el olor a
incienso lo llena de emoción: tan acostumbrado

31
está a él. Estoy seguro de que acabarás por
estimarlo.
Y por ahora, basta. Amigo mío, vete por la
puerta. Necesito estar solo. Tu presencia me
exaspera. Quiero quedarme, si no del todo solo,
por lo menos sin más compañía que la de ese
Wandergood que me alquiló su vivienda, pero que,
según sospecho, me ha engañado como todo un
astuto estafador.
El mar está en calma, Ya no estoy mareado
como en los malditos días pasados. Pero, por otra
parte, siento un vago temor por algo. Con todo y
ser yo, tengo miedo. Esto te parecerá extraño, pero
me da miedo esa oscuridad que los hombres llaman
noche y que envuelve al océano. A bordo, gracias
a las bombillas, hay un poco de luz; pero fuera del
barco se extiende la horrible oscuridad, contra la
cual mis ojos resultan impotentes. En general,
estos ojos valen muy poco; son como dos
estúpidos espejos que no saben más que reflejar
las cosas, pero que en la negrura pierden hasta
esta mezquina facultad.

32
Claro está que me iré acostumbrando a la
oscuridad, como me he acostumbrado ya a otras
muchas cosas; pero, por el momento, no me
acomodo a esta nueva situación. Pienso, horro-
rizado, que basta con dar media vuelta a la llave
para hallarme sumido en esta oscuridad ciega que
me acecha continuamente. ¿De dónde viene?
Es curioso lo atrevidos que son los hombres
con sus ojos- espejos tan estúpidos. Cuando no
ven nada, no parecen asustarse lo más mínimo, y
dicen del modo más natural: “No se ve nada; hay
que encender la luz”. Y luego, cuando se acuestan,
apagan ellos mismos la luz y se duermen con toda
tranquilidad. Veo a esta gente valiente, un poco
fría, es cierto, pero con admiración al fin y al cabo.
¿Es que quizá no son suficientemente inteligentes
como para tener miedo, ya que para esto hace falta
una inteligencia muy poderosa, como la mía?
Entonces, no eres tú, Wandergood, quien tiene
miedo en mí, porque tú has sido siempre un
hombre valiente, incapaz de retroceder ante nada.
Después de mi encarnación en hombre hubo

33
un segundo que recuerdo siempre con horror: fue
cuando oí por primera vez palpitar mi corazón. Ese
latido tan claro, fuerte y metódico, que parece
medir los segundos y que lo mismo habla de la vida
que de la muerte, me produjo un temor y una
emoción como jamás había sentido.
¡Son extraordinarios estos hombres! Tienen
la manía de los relojes, y los colocan por todas
partes; pero ¿cómo podrán
soportar con tanta calma, en su mismo
pecho, ese reloj que cuenta con tan admirable
habilidad los momentos de la vida?
Pronto sentí la necesidad de lanzar un grito y
de volverme inmediatamente allá abajo, antes de
acostumbrarme a la vida terrenal; pero eché una
mirada a Toppi, y vi que ese estúpido recién nacido
estaba limpiando tranquilamente su sombrero de
copa con la manga de su levita. Me pareció tan
extraño, que no pude cuando menos echarme a
reír, y le dije:
—Toppi, dame un cepillo.
Y empezamos los dos a cepillarnos, mientras

34
que, dentro de mi pecho, mi máquina contaba los
segundos que duraba aquella operación. Hasta me
pareció que añadía unos segundos de más.
Más tarde, escuchando el obstinado tictac de
ese cronómetro, pensaba: “No voy a tener
bastante tiempo”. ¿Para hacer qué? Yo mismo no
lo sabía; pero, durante dos días enteros, me sentía
siempre con mucha prisa, para comer, para beber,
y hasta para dormir; mi cronómetro no dormía;
mientras yo permanecía inmóvil, como un cuerpo
inerte, él seguía contando los segundos.
Ahora ya no tengo prisa. Ya sé que tendré
tiempo suficiente. Los segundos de que dispongo
me parecen inagotables, pero mi reloj parece muy
agitado en mi pecho y golpea como un soldado
borracho su tambor; va demasiado aprisa y los
segundos que marca son más pequeños de lo que
debieran. Como ciudadano de los Estados Unidos y
a fuerza de ser un comerciante respetable,
protesto contra semejante abuso.
Me encuentro un poco mal. En este momento
no rechazaría a un amigo, si tuviera alguno. Esto

35
de los amigos debe de ser algo bueno. Pero yo no
tengo ninguno.
Estoy solo en el mundo.
¡Solo! ¡Completamente solo...!

36
7 de febrero de 1914

Roma, Hotel Internacional

Siento una irritación profunda cada vez que


me veo obligado a tomar un bastón de policía y
poner un poco de orden en mi cerebro: los hechos,
a la derecha; las ideas, a la izquierda; los
sentimientos, detrás. Paso a su majestad la
Conciencia, que apenas se puede tener sobre sus
zancos. Es indispensable poner un poco de orden;
de otro modo, es un barullo, el caos, un totum
revolutum. Silencio, pues, señores hechos y señoras
ideas, que voy a empezar.
Es de noche. Todo está sumido en la
oscuridad. El aire es tibio, acaricia, y exhala un
perfume difícil de definir. Toppi parece encantado
por este aroma y respira a pleno pulmón. Dice que
ya sabe que estamos en Italia.
El tren va avanzando a toda máquina hacia
Roma. Estamos sentados muy cómodos en los
blandos asientos del camerino, cuando de pronto,

37
¡plum!, todo se ha ido al demonio. El tren se ha
descarrilado, como si hubiese perdido la razón.
No me avergonzaré de confesar que he sido
presa del terror, al punto de perder el
conocimiento. Realmente nunca he sido muy
valiente. La luz eléctrica se apagó, y cuando logré
salir, no sin trabajo, de no sé qué rincón donde el
choque me había incrustado, no pude orientarme
para encontrar la salida. Por todas partes hallaba a
mi paso paredes y esquinas; en un lado me daba
un golpe, en otro me pinchaba; otro obstáculo me
hacía un rasguño, y sentía que otros me
amenazaban en silencio. Y todo esto en la
oscuridad más absoluta.
En tales circunstancias, sentí de pronto que
estaba pisando un cadáver. Luego supe que era el
de Jorge, mi sirviente, que
había muerto en la catástrofe. Lancé un grito.
Toppi acudió en mi ayuda; me asió de la mano y
me llevó hacia la ventana, ya que las dos salidas
del vagón estaban obstruidas por hierros y
maderos destrozados.

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Por aquella ventana salté afuera, y Toppi se
quedó en el vagón. Mis rodillas temblaban, mi
respiración era más bien un gemido. Toppi no
aparecía y empecé a llamarlo a gritos. Al fin se
asomó a la ventana.
—¿Por qué grita usted? —me dijo—. Estoy
aquí buscando nuestros sombreros y su cartera.
En efecto, después de un momento me
entregó mi sombrero y un minuto más tarde volvió
a estar junto a mí con su sombrero de copa y la
cartera bajo el brazo.
Al verlo me eché a reír.
—Pero hombre -le dije-, ¡si has olvidado tu
paraguas! Pero aquel idiota no entendía de
bromas, y me respondió muy serio:
Ya sabe usted que yo no uso paraguas...
Nuestro pobre Jorge ha muerto, y el cocinero
también.
—¡De modo que ese cuerpo que no se movía
cuando yo le pisaba la cara era Jorge!
Otra vez se había apoderado de mí el terror.
De pronto sonaron gemidos, alaridos salvajes,

39
todos los gritos de dolor que lanzan los hombres
cuando se sienten aplastados; hasta entonces
había permanecido como sordo, y no oía nada.
Los vagones estaban entre llamas, envueltos
en humo. Los heridos lanzaban quejidos cada vez
más agudos. Sin esperar a que acabara de
sazonarse aquel asado de carne humana, empecé
a correr como un loco, campo adelante. Era una
carrera verdaderamente diabólica.
Afortunadamente, las colinas bajas de la
campiña romana son muy cómodas para un
ejercicio de ese género. Además, soy buen
corredor. Cuando finalmente, exhausto, di en tierra
con uno de aquellos oteros, ya no se veía ni se oía
nada, salvo los pasos algo alejados de Toppi, que
se había quedado atrás y venía corriendo tras de
mí.
¡Qué cosa horrible es esto del corazón!
Parecía subírseme de tal modo a la boca, que tuve
miedo de que se me escapara en un vómito.
Jadeante, apretaba mi cara contra el suelo: estaba
fresco y duro. Lo encontré entonces agradable. Di

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ríase que me había vuelto la respiración y que el
corazón regresaba a su sitio. Me sentía sumamente
aliviado.
También las estrellas en el cielo parecían muy
tranquilas. Realmente no tenían por qué
inquietarse; nada iba con ellas. Su misión es brillar
y estar siempre de fiesta. Es un baile sempiterno.
Y en aquel espléndido baile, la Tierra, envuelta en
tinieblas, semejaba una bella desconocida en
dominó negro. (Creo que este párrafo me ha salido
muy bien, y tú, lector, debes estar satisfecho: mi
estilo, al igual que mis modales, van mejorando.)
Me digné recompensar a Toppi con un beso
en la nuca -es donde yo beso siempre a los que
quiero bien—, y le dije:
—Tú has encarnado perfectamente en
hombre, Toppi. Tienes mi estimación. Pero ¿qué
vamos a hacer ahora? ¿Acaso es Roma aquel vago
mar de luces?
—Sí, es Roma.
—¿Y está muy lejos?
—No —me respondió levantando la mano—.

41
¿No oye usted el silbato?
Efectivamente, se oían silbidos largos y
quejumbrosos de locomotoras. Parecía que corrían
llenas de inquietud.
—¡Conque silban! —exclamé yo, riendo.
—Sí, silban —confirmó Toppi con una ligera
sonrisa, porque él no sabe reír del todo.
Pero otra vez me volví a sentir mal. Todo mi
cuerpo tiritaba estremeciéndose de frío, y un
terrible malestar me penetraba
hasta lo más hondo. Pensaba con horror en
el cadáver que había estado pisando en el vagón,
y que era el de mí sirviente Jorge. Sentía el deseo
de sacudirme como un perro cuando sale del agua.
Imagínate, hombre, que era la primera vez que
había visto y sentido tu cadáver, y no me gustó
nada; ¡eso sí que no, querido lector!
¿Por qué no protestaba cuando yo le estaba
magullando la cara con mis pies? Jorge tenía una
cara joven y agraciada, y toda su persona
ostentaba dignidad. ¡Imagina que las duras
pisadas de alguien te estén aplastando la cara y

42
que tú lo aguantes sin el menor grito de protesta...!
¡Pero orden, orden!
En vez de dirigirnos a Roma, nos pusimos a
buscar un refugio cercano donde pasar la noche.
Hacía un rato que caminábamos ya cansados.
Además, teníamos mucha sed, una sed
abrasadora.
Y ahora, querido lector, voy a tener el gusto
de presentarte a mi nuevo amigo el señor Tomás
Magnus y a su hija, la bella María.
Al principio, no fue más que una débil lucecita
“que atrae al fatigado peregrino”, como dicen los
poetas. Cuando nos acercamos, resultó ser una
casita aislada, cuyas blancas paredes apenas se
distinguían a través del espeso follaje de los negros
cipreses y demás árboles. Sólo se veía luz en una
ventana; todas las demás tenían bajadas las
persianas. Había una tapia de piedra, una verja de
hierro y sólidas puertas. Y todo en silencio. A
primera vista, aquello no parecía sosegado.
Toppi se puso a llamar; pero nadie
contestaba. Luego estuve llamando yo, sin

43
resultado alguno. Por fin, una voz malhumorada
rezongó desde el otro lado de la verja:
—¿Quién es? ¿Qué hacen ahí?
Aunque apenas podía mover la lengua,
desecada por la sed, mi valiente Toppi relató la
catástrofe y nuestra huida. Estuvo hablando mucho
rato, hasta que al fin rechinó el candado de hierro
y la puerta se abrió.
Siguiendo al ceñudo y silencioso dueño de la
casa, entramos en ella; atravesamos varias
habitaciones oscuras e igualmente silenciosas,
subimos una escalera que crujía y nos
encontramos por fin en una estancia alumbrada,
que era, al parecer, el cuarto de trabajo del
desconocido señor. La luz era espléndida y había
muchos libros; uno de ellos estaba abierto, encima
de la mesa, bajo una lámpara de pantalla verde
muy sencilla, la luz de esta lámpara era la que
habíamos visto desde lejos. Yo estaba admirado
por el silencio que reinaba en toda la casa; aunque
todavía no era tarde, no se oía ni una voz, ni un
rumor.

44
—Siéntense.
Nos sentamos.
Muerto de cansancio, Toppi se puso a contar
de nuevo lo que había ocurrido; pero nuestro
extraño huésped lo interrumpió con un tono de
indiferencia;
—Sí, ya: una catástrofe. Esto sucede a
menudo en nuestros ferrocarriles. ¿Y ha habido
muchas víctimas?
Toppi se puso a hablar de nuevo. Nuestro
huésped, que lo escuchaba medio distraído, sacó
de su bolsillo un revólver y lo guardó en el cajón
de su mesa, diciendo como al descuido:
—Por aquí no hay mucha seguridad; el sitio
está bastante apartado... Bueno, pueden ustedes
quedarse.
Y levantando por primera vez sus grandes
ojos oscuros, graves y casi sin brillo, los clavó
atentamente en mí y en Toppi, examinándonos de
pies a cabeza, como si fuéramos objetos raros de
algún museo.
Era una mirada descarada, maligna. Yo me

45
levanté y dije:
—Me parece, señor, que nosotros estamos
aquí estorbando, y...
Pero él me detuvo con un gesto burlón y
tranquilo.
—¡Esas son tonterías! Ustedes se quedan
aquí. Van a tomar algo de comer y un poco de vino.
Los criados no vienen a casa más que durante el
día; de modo que les serviré yo mismo. Ahí está el
cuarto de baño; pueden pasar a lavarse y
arreglarse un poco, con toda confianza. Entretanto,
yo iré a buscar la comida y el vino.
Mientras comíamos y bebíamos -y de muy
buena gana-, aquel señor, tan poco amable, seguía
leyendo su libro como si se encontrase solo en su
despacho, como si en vez de ser Toppí el que
estaba haciendo ruido con las mandíbulas, fuera un
perro que estuviera royendo un hueso.
Entonces lo examiné a mis anchas. Era casi
tan alto como yo; su cara, que parecía expresar
cansancio, estaba cerrada por una negrísima barba
de bandido. Tenía una frente amplia e inteligente y

46
una nariz... ¿cómo diría yo? ¡Pero ya estoy otra vez
buscando comparaciones! Su nariz era algo así
como un libro que contara la historia de una larga
vida de pasión, extraordinaria y oculta. Era una
nariz hermosa, modelada por un finísimo buril, y
no en carne, sino, ¿cómo decirlo...?, en ideas y en
deseos del mayor atrevimiento.
Sin duda se trataba de un hombre voluntario.
Lo que más me llamó la atención fueron sus
manos: eran muy grandes, muy planas y
tranquilas. ¿Por qué me llamaron la atención? Lo
ignoro. Únicamente sé que al verlas me dije: “¡Qué
propio que no sean ni aletas ni tentáculos! ¡Qué
bien que tengan precisamente diez dedos, como
otros tantos patanes malignos y astutos!”
Con toda cortesía, le dije:
—Muchas gracias, señor.
—Mi nombre es Magnus, Tomás Magnus.
¡Otra copita más! ¿Son ustedes americanos?
Según la costumbre inglesa, yo esperé a que
Toppi me presentara, y luego permanecí a la
expectativa. Era necesario ser un hombre sin la

47
menor ilustración y no leer nunca ningún periódico
inglés, francés o italiano, para no conocer mi
nombre.
—Es míster Henry Wandergood, de Illinois.
Yo soy su secretario, Erwin Toppi, para servir a
usted. Efectivamente, somos dos ciudadanos de los
Estados Unidos.
El necio de Toppi pronunció estas últimas
palabras no sin cierto orgullo; en cuanto a Magnus,
tuvo un ligero estremecimiento: ¡miles de millones,
amigo mío; miles de millones!
Clavándome largamente la mirada, me dijo:
—¿Míster Wandergood? ¡Henry Wandergood!
¿Entonces es usted el famoso multimillonario
americano que quiere dedicar sus miles de millones
al bien de la humanidad?
Hice con la cabeza un modesto ademán
afirmativo.
—Sí, yo soy.
Magnus se inclinó ante los dos, y con una
sonrisa descansada, dijo:
La humanidad lo está esperando, míster

48
Wandergood; según la prensa de Roma, está llena
de impaciencia. Pero yo tengo que pedirles a
ustedes disculpas por la modesta cena que les he
ofrecido. Si hubiera sabido...
Yo, con una franqueza admirable, cogí su
gran manaza cálida, la estreché bien fuerte, a la
americana, y exclamé:
—¡Oh! ¡No se preocupe usted, señor Magnus!
Antes de ser millonario, estuve guardando cerdos,
y usted es un noble y honrado caballero a quien
estrecho la mano con todo respeto. ¡Qué
demonios! Nadie hasta ahora me ha inspirado
tanta simpatía.
Entonces Magnus dijo...
Es decir, no dijo nada. No me es posible
continuar de esta manera: “Yo dije, él dijo...” Este
maldito sistema de pergeñar el relato me mata la
inspiración; me convierte en un vulgar folletinista
de cualquier diario popular y me hace mentir como
al más miserable corrector de cuartillas. Tengo
cinco sentidos.
Soy un hombre completo, y, sin embargo, no

49
estoy hablando más que del oído. ¿Y la vista?
Puedes creerme, caro lector, que no permaneció
ociosa. ¿Y aquel sentimiento de la tierra de Italia,
de mi existencia, que yo me reconocía con una
fuerza tranquila y rejuvenecida? ¿Creerás tú que
no hacía más que escuchar al sabio Tomás
Magnus? No. Mientras él hablaba, yo miraba,
escuchaba, respondía; pero, al mismo tiempo,
pensaba: “¡Qué bien huelen la tierra y la hierba en
la campiña romana!”, y luego me esforzaba en
adivinar, por medio de mis sentidos -¿comprendes
bien?, por mis sentidos-, toda la casa, con sus
habitaciones silenciosas y ocultas, que tan miste-
riosa me parecía. En fin, a cada instante me
alegraba de estar vivo, de hablar, de aún poder
seguir representando por mucho tiempo mi papel.
De pronto sentí la alegría de ser hombre.
Recuerdo que, con un brusco movimiento,
alargué a Magnus mi tarjeta: Henry Wandergood.
El pareció extrañarse, sin comprender mi
intención; puso cortésmente la tarjeta sobre la
mesa. Sentí deseos de darle un beso en la nuca, en

50
agradecimiento a su cortesía y por el hecho de que
él también era hombre, porque los dos éramos
hombres.
Me acuerdo también de que yo sentía gusto
en mirar mi pie calzado con bota amarilla, y que lo
balanceaba suavemente: “¡Que se balancee este
hermoso pie humano americano!”
¡Qué sentimental me encontraba aquella
noche! Hubo un momento que hasta sentí la
necesidad de llorar un poco: sin quitar la vista de
los ojos de mi interlocutor, hacer brillar en los
míos, abiertos, llenos de amor y de bondad, un par
de lagrimitas. Hasta me parece que lo hice; por lo
menos sentí en mi nariz una especie de irritación
agradable, como quien acaba de beber un refresco
de limón muy espumoso, y, según pude observar,
aquellas dos lágrimas mías produjeron en Magnus
el mejor efecto.
Pero ¿y Toppi? Mientras yo vivía aquel
admirable poema de mi encarnación humana, el
muy animal se había quedado dormido en la mesa.
Me parece que ése ha ido demasiado lejos en su

51
encarnación, y ahora es demasiado humano.
Iba a estallar en cólera contra él, pero mi
huésped me detuvo.
—-Ha sufrido muchas emociones y está
fatigado, míster Wandergood.
Además, ya era tarde. Hacía por lo menos dos
horas que Magnus y yo estábamos en una
conversación ininterrumpida, cuando Toppi,
agotada su resistencia, se rindió al sueño.
Lo desperté y le dije que fuera a acostarse.
Magnus y yo continuamos todavía, durante mucho
tiempo, charlando y bebiendo. El que bebía era
sobre todo yo; Magnus era reservado, tétrico, y su
expresión seria, a veces hasta maligna y des-
confiada, cada vez me gustaba más.
Decía:
—Yo creo en su gesto altruista, míster
Wandergood. Lo que no creo es que usted, hombre
de negocios, inteligente y... un poco frío, si no me
engaño, pueda fundar serias esperanzas en su
dinero.
—¡Tres mil millones son una fuerza enorme,

52
Magnus!
—Sí, tres mil millones son una gran fuerza -
confirmó él en tono reposado y frío—; pero ¿qué
puede usted hacer con ellos?
Me eché a reír.
—Usted se dice a sí mismo: ¿qué va a hacer
con esos millones este americano ignorante,
antiguo cuidador de cerdos, que entiende más de
cerdos que de personas?
—El conocimiento de unos ayuda a conocer a
los otros.
—¿Este filántropo loco, a quien el oro ha
trastornado la mente, como le ocurre a un ama de
cría que tiene demasiada leche? Es verdad, sí; ¿qué
puedo hacer yo? ¿Fundar una universidad
más en Chicago? ¿Un hospital en San
Francisco? ¿Una humanitaria prisión correccional
en Nueva York?
—¡Ah! Esto último sería un verdadero
beneficio para la humanidad. No me mire usted con
tan malos ojos, míster Wandergood. Estoy
hablando en serio. En mí no encontrará usted ese

53
amor sin límites por los hombres que arde con
tanta tuerza dentro de usted.
Se burlaba descaradamente de mí; pero a mí
me daba lástima. ¡Cómo es posible no querer a los
hombres! ¡Pobre Magnus! ¡Yo que le habría dado
de tan buena gana un beso en la nuca! ¡Pobre
Magnus! ¡No querer a la gente!
—No; no los quiero —confirmó—. Pero
celebro que usted no siga el camino trivial de todos
los demás filántropos americanos. Sus millones...
—Tres mil millones, Magnus. Con este dinero
se puede crear un reino.
—¿De veras?
—O destruir cualquiera de los que ya existen.
Con este dinero, Magnus, se puede encender una
guerra, hacer una revolución...
—¿Sí, eh?
Por lo menos conseguí que se admirara. Su
blanca manaza tembló ligeramente, y en la
oscuridad de sus ojos se acusó el respeto: "No eres
tan bestia como yo te creía, Wandergood”.
Se levantó, y, después de dar varias vueltas

54
por la habitación, se detuvo ante mí,
preguntándome en tono brusco y burlón:
—¿Sabe usted bien, acaso, lo que le hace
falta a la humanidad? ¿Si es la creación de un
nuevo reino o la destrucción de uno viejo? ¿Si la
guerra o la paz? ¿Si la revolución o la tranquilidad?
¿Quién es usted, míster Wandergood de Illinois,
para resolver estos problemas? No; me había
equivocado. Vale más que funde usted
universidades y hospitales; es menos peligroso...
El descaro de aquel hombre me encantaba.
Bajé modestamente la cabeza y dije:
—Tiene usted razón, señor Magnus. ¿Quién
soy yo, Henry Wandergood, para resolver esos
problemas? Pero es que no los resuelvo; no hago
más que plantearlos. Los planteo y aguardo la
solución. Yo, desde luego, soy un ignorante. Nunca
he leído, como debe leerse, ni un solo libro,
exceptuando los libros de contabilidad. Aquí, en
casa de usted, veo que hay muchos libros. Usted
es un misántropo, Magnus; usted es demasiado
europeo, porque ha sufrido una serie de

55
decepciones; mientras que nosotros, en nuestra
joven América, tenemos confianza en los hombres.
Al hombre hay que hacerlo. En Europa son ustedes
malos artífices, y han hecho un hombre malo;
mientras que nosotros haremos un hombre bueno.
Perdone usted lo burdo de la expresión; hasta
ahora, yo, Henry Wandergood, no he hecho más
que cerdos; pero mis cerdos, lo digo con orgullo,
tienen más medallas y más condecoraciones que el
mismísimo mariscal Moltke; y ahora quiero hacer
hombres...
Magnus sonrió.
—Usted es un alquimista del Evangelio,
Wandergood; usted quiere transformar el plomo en
oro.
—Sí, quiero hacer oro. Quiero encontrar la
piedra filosofal. Pero ¿es que no se ha encontrado,
acaso? Sí, la piedra está descubierta; pero no se
conoce el taller.
—¿Y cuál es esa piedra?
—El amor, Magnus. Sí, el amor al hombre.
¡Ay, Magnus! No sé todavía lo que quiero hacer;

56
pero mis proyectos son amplios; grandiosos, diría
yo, si no viera asomar su sonrisa de misántropo.
Procure usted creer en el hombre, Magnus, y
ayúdeme. ¿Sabe usted lo que le hace falta al
hombre?
El contestó en tono triste y sombrío:
—Cárceles y patíbulos.
Estallé en indignación —la indignación me
sale siempre muy bien—:
—Usted se calumnia a sí mismo, Magnus.
Bien se ve que ha sufrido mucho. Acaso lo han
traicionado, y usted...
—Alto ahí, míster Wandergood: no me refiero
nunca a mí mismo, y no me gusta que los otros
hablen de mí. Bástele saber que, desde hace cuatro
años, es usted el primero que viene a turbar mi
soledad... Además, es una pura casualidad la que
lo ha traído aquí. Yo no quiero a los hombres.
—Usted disculpe, pero no le creo.
Magnus se acercó a su biblioteca con una
expresión de desprecio, casi de asco; tomó con su
blanca mano el primer libro que halló a su alcance,

57
y me preguntó:
—Y usted, que nunca ha leído libros, ¿sabe de
lo que tratan? Nada más que del mal; de los errores
y de los sufrimientos de la humanidad. Son todo
sangre y lágrimas, Wandergood; nada más que
lágrimas y sangre. Mire: este librito que tengo
entre dos dedos encierra todo un mar de roja
sangre humana, y si usted fuera leyendo todos
estos libros... ¿Quién ha derramado tanta sangre?
¿El diablo...?
Me sentí adulado y quise inclinarme en
agradecimiento, pero en aquel momento Magnus
tiró el libro, gritando encolerizado:
—¡No, señor; no es el diablo el que ha vertido
esa sangre, sino el hombre! Sí, yo leo ese libro,
pero con un solo objeto: para aprender a odiar y a
despreciar al hombre. Usted ha transformado sus
cerdos en oro, ¿verdad? Pues bien, yo veo cómo el
oro se vuelve a transformar en cerdos... No quiero
decirle una cosa por otra; tire usted su dinero al
mar, o empléelo en hacer cárceles y patíbulos.
¿Usted será ambicioso como todos los filántropos?

58
Entonces haga patíbulos. Esto le granjeará la
estimación de toda la gente seria, y el rebaño
humano le conferirá el título de grande. ¿Acaso
usted, un yanqui de Illinois, no tiene ni siquiera la
ambición de entrar en el panteón de los hombres
ilustres?
—¡Pero, Magnus...!
—Lo que hay por doquier es sangre. ¿No lo
ve usted? ¡Si hasta la lleva usted en la bota,
Wandergood!
Confieso que al oír estas palabras de Magnus,
que en aquel momento me parecía un loco, hice
con la pierna un movimiento nervioso. En efecto:
tenía allí una mancha oscura de sangre. Hasta
entonces no me había dado cuenta. ¡Qué horror!
Magnus sonrió, luego se recobró, volvió a
mostrarse frío, reservado, y dijo en tono de
indiferencia:
—Lo he asustado a usted sin querer, míster
Wandergood. No tiene importancia: es probable
que, sin darse cuenta, haya puesto el pie encima
de alguna cosa. No se preocupe. Pero es que este

59
tema me exaspera un poco... Hace años que no he
tenido una conversación parecida... Sí, me
exaspera, y... Buenas noches, míster Wandergood.
Mañana tendré el honor de presentarle a mi hija;
ahora permítame...
Etcétera, etcétera.
En resumen: aquel señor cortó, de forma un
poco grosera, nuestra conversación y luego me
condujo a una alcoba y casi me aventó en la cama.
No protesté ni le pedí explicaciones. ¿Para qué?
Debo confesar, sin embargo, que en aquel momen-
to no me era simpático. Hasta me alegré de que se
marchara. De pronto, cuando iba a cruzar el
umbral de la puerta, se volvió hacia mí, me tendió
bruscamente sus dos grandes manos blancas, y
masculló:
—¿Ve usted estas manos? Pues están
manchadas de sangre. Sangre de un canalla, de un
tirano, de un enemigo de la humanidad; pero, con
todo, roja sangre humana. ¡Buenas noches!
Me había estropeado la noche. Sí, juro por la
salvación eterna que aquella noche me sentía muy

60
a gusto al ser hombre; me hallaba a mi placer
dentro de la estrechez de la piel humana... Porque,
en general, es sumamente estrecha: me aprieta
un poco bajo los brazos, lo que no es de
extrañar, habiéndola adquirido en un almacén de
ropas hechas. Pero entonces me parecía cortada a
medida por el mejor sastre.
Sí, aquella noche estaba sentimental,
rebosante de bondad, todo un hombre de bien.
Sentía la necesidad de representar una pequeña
comedia, pero en modo alguno estaba dispuesto
para tragedias tan dolorosas. ¡Figúrense ustedes:
sangre! Y luego, ¿hay derecho a refregarle en las
narices a todo un caballero a quien apenas se
conoce, por aquel par de manos blancas?
Por lo que yo sé, todos los verdugos tienen
las manos blancas...
No creas que hablo en broma. Realmente me
sentí de pronto muy mal.
Si durante el día puedo seguir triunfando
sobre Wandergood, con quien convivo dentro de la
misma piel, por la noche es él quien me domina. Él

61
es quien me inspira los más estúpidos sueños. ¡Qué
sueños más tontos y sin pies ni cabeza! Toda la
noche me tiene dominado como un amo que, al
volver a su casa, lo revuelve todo con mal talante,
empieza a buscar cosas, se queja del gasto como
un avaro y gruñe como un perro que no se puede
dormir. Todas las noches me siento como hundido
en el fango, por causa suya en el fondo de las
mezquinas preocupaciones humanas, en las cuales
me ahogo como en un pantano pestilente. Y cada
mañana, al despertar, compruebo que la infusión,
tan cuidadosamente preparada por Wandergood,
ha sido diez grados más fuerte que la anterior. Es
terrible. Imagina un poco más y me pone ese
indecente propietario sencillamente en la puerta de
una cueva vacía, a la que yo he animado con mi
aliento y a la que he traído mi alma.
Como un ladrón inexperto, me he vestido con
un traje cuyos bolsillos están llenos de objetos que
me traicionan... Peor aún, no ha sido un traje, sino
una prisión estrecha y oscura, donde no hay aire
para respirar y donde ocupo menos espacio que

62
una solitaria en el intestino de Wandergood. A ti,
querido lector, te han puesto desde la infancia en
esta prisión, y hasta le tienes cariño; mientras que
yo... yo vengo del Reino de la libertad, y no me
resigno a ser un gusano en el vientre de
Wandergood. Yo puedo recobrar mi libertad: me
basta para ello con tragarme una gota de cianuro
potásico. ¿Qué dirías entonces tú, mísero
Wandergood? Sin mí te estarían comiendo los
gusanos y te desharías, transformándote en un
montón de carne muerta. Por lo tanto, te favorece
dejarme tranquilo.
Toda la noche la he pasado en poder de
Wandergood. ¿Qué me importa a mí la sangre
humana? ¿Qué se me da de esa miserable
quintaesencia de la vida del hombre? Pero Wander-
good, que vive junto a mí, se ha sentido inquieto,
por la locura de Magnus. Me sentí de repente —
imagínate tú— como si estuviese lleno de sangre,
lo mismo que una vejiga de buey, una vejiga tan
delgada y frágil que podría romperse al menor con-
tacto. Bastaba pincharla ligeramente para que la

63
sangre saliera inundándolo todo.
De pronto tuve miedo de que me fueran a
matar en aquella casa; tal vez me abrirían la
garganta y, sujetándome por las piernas, me
dejarían desangrar por completo.
Acostado y a oscuras, mi oído estaba atento
al silencio de la noche, como si de un momento a
otro fuera a venir Magnus con sus blancas manos.
Y cuanto más profundo era el silencio en aquella
maldita casita, más miedo tenía yo. Me daba rabia
que Toppi no roncara entonces como de
costumbre. Luego comencé a sentir dolores por
todo el cuerpo. ¿Sería que me había lastimado en
la catástrofe, o eran las consecuencias de mi loca
carrera a campo traviesa? Luego empecé a sentir
por toda la piel una comezón, como un perro picado
por las pulgas, y me puse a rascar dale que dale,
hasta con los pies. Fue como una nota cómica en
plena tragedia. Luego el sueño me asió
Por la mañana me encontré completamente
bien, fresco, lozano y con grandes deseos de
representar mi papel, como un cómico que acaba

64
de terminar su maquillaje. Por supuesto que no
olvidé afeitarme: ese maldito Wandergood cría
pelo en menos tiempo que convierte a sus cerdos
en oro. Mientras me paseaba con Toppi por el
jardincillo, en espera de Magnus, que aún no había
salido de su cuarto, me lamenté con mi secretario
de la molestia de tener que afeitarme todos los
días. Él, después de reflexionar un rato, respondió
como buen filósofo:
—Sí, mientras uno duerme, le crece la barba.
Lo que resulta muy útil para los peluqueros.
En esto apareció Magnus.
No se mostró más afectuoso que la víspera.
En su rostro se advertían claras huellas de
cansancio; pero se mantuvo reposado y cortés.
¡Qué negra resultaba su barba durante el día!
Me estrechó la mano con frío compromiso, y
como nos encontrábamos entonces en lo alto de las
tapias de su jardín, me dijo:
—¿Está usted admirando la campiña romana,
míster Wandergood? Es un hermoso espectáculo.
Se dice que esta campiña da fiebre; pero en mí no

65
produce más; que una sola: la fiebre de pensar.
A lo que parece, ese Wandergood, en cuya
piel estaba yo metido, era indiferente a las bellezas
del paisaje; en cuanto a mí, aún no he tenido
tiempo de tomar gusto por los panoramas
terrestres. De modo que los campos desiertos que
se extendían ante mí no me parecían más que eso:
unos campos desiertos, y echándoles una mirada
de frialdad, contesté:
—Me interesan más los hombres, señor
Magnus.
Me clavó atentamente sus ojos oscuros, y en
voz baja respondió en tono de sequedad y reserva:
—Ahora conocerá usted a mi hija María: esos
son los tres mil millones que yo tengo. ¿Comprende
usted?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Pero este oro no lo produce la California de
ustedes, ni lo da ningún filón de esta repugnante
Tierra. Este oro viene de arriba. Yo, míster
Wandergood, no creo en nada; pero cuando mis
ojos encuentran la mirada de María, empiezo a

66
dudar. Ésas sí que son unas manos únicas,
entiéndalo usted bien, para que les confíe sus
millones.
Como soy un soltero empedernido, sentí una
ligera inquietud. Magnus prosiguió en tono austero
y hasta solemne:
—Pero ella no los aceptaría, señor. Sus
manos puras no deben mancharse jamás por el
contacto del oro. Sus ojos inmaculados no verán
nunca otro espectáculo que esta llanura inmensa y
limpia de la campiña. Esta casa, míster
Wandergood, es su convento, y no saldrá de ella
sino para ir al reino celestial... en caso de que
exista.
—Perdone usted que yo no lo pueda concebir,
querido Magnus —dije, protestando alegremente—
. La vida y los hombres...
La fisonomía de Magnus volvió a adquirir la
expresión malévola de la noche anterior, y su voz
me interrumpió con mordaz y cruel ironía:
—Le agradecería a usted que me
comprendiera, amigo Wandergood. La vida y los

67
hombres no existen para María. Basta con que los
conozca yo. Mi deber era prevenirlo a usted; y
ahora —añadió tomando de nuevo el tono de
frialdad cortesía—, en la mesa, mucho cuidado,
míster Toppi, se lo suplico.
Habíamos empezado a almorzar, charlando
de diferentes cosas, cuando apareció María.
La puerta por donde entró estaba detrás de
mí, por lo cual había tomado su paso menudo por
el de la criada; pero me chocó la expresión de
Toppi, sentado frente a mí. Los ojos se le
redondearon, se puso colorado como si fuera a
ahogarse, y la garganta se le hinchó.
Creí que se había atragantado con alguna
espina, y exclamé:
—¿Qué te pasa, Toppi? {Bebe un poco de
agua!
Pero Magnus se había levantado ya y con su
habitual frialdad dijo:
—Mi hija María, míster Henry Wandergood.
Volví en seguida la cabeza y... ¡Cómo
expresar lo que sentí en aquel momento, siendo así

68
que lo extraordinario resulta inexpresable!
Aquello era algo más que una belleza: era lo
abrumador de la perfección.
No me siento dispuesto en lo más mínimo a
buscar comparaciones; búscatelas tú mismo,
lector, si quieres. Reúne todo lo más hermoso que
has visto: las azucenas, las estrellas, el Sol...; y
añádele todavía algo más.
Pero no fue por esto por lo que me
impresionó tanto, sino por otra cosa: por su
parecido estupendo, misterioso... ¿con quién?
¡Diablo! ¿Qué había visto yo en la Tierra que fuera
tan hermoso y tan sublime, y tan inaccesible para
cuanto hay en la Tierra misma?
—¡Madona! —musitó irresistiblemente Toppi,
lleno de admiración.
En efecto: el idiota de Toppi había dado en el
clavo. ¡La Madona que los hombres no conocen
más que por los cuadros de las iglesias, a través de
la imaginación de los artistas! ¡La María cuyo
nombre vive sólo en las oraciones y en los cantos
religiosos, la celestial belleza, la misericordia, el

69
perdón, el amor sin límites! ¡La estrella de los
mares! ¿No te encanta este solo nombre? ¿Quién
se atrevería a negarlo...?
Me sentí desbordado por una loca alegría;
pero me incliné, saludando respetuosamente, y
estuve a punto de decir: “Señorita: tenemos que
pedirle mil perdones por esta brusca invasión de su
casa, No me había imaginado encontrarla aquí.
Nunca hubiera creído que este hombre original de
negra barba pudiera tener el honor de llamarla su
hija. Una vez más, todas nuestras disculpas.”
Pero no dije nada de esto, sino una cosa muy
diferente; dije:
—Buenos días, señorita. Tengo mucho gusto
en conocerla.
Ella no dio a entender que ya sabía quién era
yo. Hay que respetar el incógnito; lo exige la
cortesía. Sólo un insolente se atreve a arrancar un
antifaz del rostro de una dama. Entretanto, su
padre, Tomás Magnus, continuaba desempeñando
correctamente los deberes de huésped.
—Tome usted más, míster Toppi. ¿No bebe

70
usted, míster Wandergood? Hace mal, porque este
vino es exquisito.
Yo estaba absorto contemplando a María. He
aquí las observaciones que hice:
Primera: María respiraba.
Segunda: guiñaba los ojos.
Tercera: comía.
Además observé que era una linda muchacha
de unos dieciocho años, poco más o menos, que
llevaba un traje blanco y que lucía un mórbido
cuellecito desnudo.
Yo me sentía cada vez más alegre y decía a
Magnus toda clase de tonterías, sin fijarme
siquiera, porque los pensamientos que me
absorbían eran otros. Estaba mirando aquel
cuellecito desnudo, y...
Créeme, amigo terrícola, yo no soy ningún
donjuán, ni siquiera un enamorado a la manera de
los diablos que tú te imaginas. Pero aún estoy lejos
de ser un viejo; físicamente no soy mal parecido,
ocupo en el mundo una buena posición, y... ¿qué
te parecería a ti esta combinación: Satanás y

71
María? ¿O, mejor dicho, María y Satanás?
Para demostrarte que en aquel momento mis
intenciones eran serias, te aseguro que lo que
entonces pensé, principalmente, fue en la
posteridad que íbamos a dejar al mundo, es decir,
en nuestros hijos; y en vez de pensar en tonterías,
estaba buscando un nombre para nuestro primer
hijo. ¡No soy en modo alguno un hombre frívolo!
De improviso, Toppi preguntó con voz ronca:
—¿Su retrato, señorita?
—María no sirve de modelo a pintores -dijo
severamente Magnus.
La estupidez de Toppi estuvo a punto de
hacerme reír; ya había abierto mi boca, provista de
magníficos dientes americanos, cuando la mirada
pura de María penetró en mis ojos, y todo se fue al
diablo, como la víspera, cuando la catástrofe
ferroviaria. ¿Comprendes? Aquella mirada me
trastornó, me volteó al revés como a un calcetín.
¿Cómo explicártelo? Mi impecable traje parisiense
parecía haberse ocultado en mi interior, mientras
que mis ideas, aún más admirables que el traje, y

72
que yo no hubiera querido expresar ante una
dama, salieron, sin embargo, a la luz de día. Me
quedé tan abierto como un número del New York
Herald de quince centavos.
Pero ella me perdonó y nada dijo; su mirada cruzó
el aire como un proyector, e iluminó a Toppi.
Seguramente te habrías muerto de risa viendo cómo
aquel viejo y estúpido diablo se había puesto radiante,
desde su breviario hasta la espina que estuvo a punto
de atragantarlo.
Afortunadamente para ambos, Magnus se
levantó y nos invitó a dar una vueltecita por el
jardín.
—-Vamos al jardín -dijo—. María les enseñará
a ustedes sus flores.
¡Sí, María! Pero no esperes, ¡oh, poeta!, que
yo vaya a entonar jaculatorias. Al contrario: me
sentía rabioso, como un hombre al que acaban de
derribar la puerta de su casa y le han robado. Yo
sentía el deseo de mirar a María y, sin embargo,
me veía obligado a mirar sus estúpidas flores,
porque no me atrevía a levantar la vista hacia ella.

73
Porque yo, ¿sabes?, soy ante todo un caballero, y
me guardaría muy bien de presentarme ante una
dama sin llevar bien hecho el nudo de la corbata. Y
era el caso que mis pensamientos no llevaban
corbata. Cuando la mirada de María penetraba
hasta mis pobres y menguados pensamientos, ellos
bajaban la cola como un perro a quien se acaba de
apalear. Me tornaba de pronto humilde y
resignado, perdía mi gesto de actor, y mi maquilla-
je parecía fundirse en mi cara, como si estuviera
chorreando sudor. Puede ser que a ti te guste eso
de ser humilde y resignado, pero a mí no.
Ignoro lo que María decía, pero juro por la
salvación eterna que su mirada, como todo su
rostro extraordinario, estaba tan llena del sentido
infinito, que las palabras resultaban no sólo inútiles
sino vacías. La palabra elocuente sólo es necesaria
a los espíritus pobres; los espíritus ricos son
silenciosos. Anótalo bien, pobre poeta, tú que te
crees un genio y vives graznando como un cuervo
por los tejados. Bastante me humillo dignándome
a pronunciar palabras.

74
¡Vaya, la triste figura que los dos, Toppi y yo,
hacíamos a su lado! Ella iba andando; nosotros la
seguíamos. Más bien nos arrastrábamos tras ella.
En aquellos momentos me odiaba a mí mismo y
odiaba a Toppi, con sus anchas posaderas, su
abominable nariz de loro y sus orejas borriqueñas.
Allí hubiera hecho falta por lo menos un Apolo, y
no una yunta de americanos de relevo.
¡Qué bien nos sentimos cuando, finalmente,
se marchó y nos volvimos a quedar solos con
Magnus! Magnus es una palabra sencilla, muy
cómoda. Toppi dejó de hablar de religión, como un
cura en vacaciones. Yo crucé las piernas, encendí
un cigarro y clavé fijamente mi aguda mirada de
acero en las pupilas de Magnus. ¿Y qué fue lo que
encontró mi mirada? ¿El vacío, o más bien otra
mirada de acero blindado?
—Usted necesita ir a Roma, míster
Wandergood. La gente estará inquieta, —me dijo,
con aire tranquilo, nuestro amable huésped.
Entonces mi mirada se hizo más penetrante
aún.

75
—Puedo enviar a Toppi...
Magnus tuvo una sonrisa de descarada ironía.
—No creo que eso baste, míster Wandergood.
Busqué con la vista su gran mano blanca para
estrecharla cordialmente en señal de
reconocimiento; la vi de lejos y sin la menor
intención de acercarse a mí; sin embargo, se la
tomé y la estreché, y él se vio obligado a
corresponderme de igual forma.
—Sí, señor Magnus; me voy a ir en seguida.
—Ya he enviado a buscar un coche... La
campiña es una cosa admirable a la luz del sol de
la tarde, ¿verdad?
Miré una vez más, por cortesía, aquellos
campos desiertos, y respondí con aire de
entusiasmo:
—¡Ah, sí; magnífica...! Querido Erwin,
¿quieres tener la amabilidad de dejarnos solos un
momento...? Aún tengo que decirle algo al señor
Magnus.
Toppi salió. Magnus abrió tamaños ojazos,
sin la menor muestra de satisfacción. Yo le clavé

76
una vez más el acero de mi mirada, e inclinándome
sobre su rostro, siempre serio, le pregunté:
—¿No se ha dado cuenta, señor Magnus, de
un cierto parecido, un parecido verdaderamente
asombroso, entre su hija María y... una persona
muy conocida...? ¿No encuentra usted que se
parece mucho a la Madona?
—¿A la Madona? —dijo él, pronunciando con
tanta lentitud y largura que hubiera podido
envolverme por completo con aquellas tres
palabras—. No, querido Wandergood, no he
observado semejante cosa... Por lo demás, no voy
nunca a la iglesia... Pero le aconsejaría a usted que se
fuera cuanto antes. Después de la puesta del sol, la
fiebre romana...
Una vez más cogí su mano blanca y se la estreché
con furia amical, si cabe hablar así... Hasta me extraño
de no habérsela arrancado; en mis dos ojos volvieron a
aparecer aquellas lagrimitas mías que tú ya conoces.
—Hablemos con franqueza, señor Magnus. Soy un
hombre abierto, y le digo sin ambages que empiezo a
sentir un cierto afecto por usted. ¿Quiere venir con

77
nosotros y encargarse de la administración de mis
millones?
Magnus callaba. Su mano permanecía inmóvil en
la mía; sus oscuros ojos miraban al suelo; una sombra,
oscura como ellos, pasó un instante por su pálido rostro
y desapareció.
Finalmente, con toda seriedad y sencillez, dijo;
—Lo comprendo míster Wandergood; pero... me
veo obligado a declinar su proposición. No me voy con
usted. No le he dicho todavía una cosa; pero su
franqueza y la confianza con que me honra me imponen
el deber de ser también franco. Pues bien, necesito
decirle que, hasta cierto punto, necesito ocultarme de la
policía...
—¿La romana? ¡La compramos...!
—No; no precisamente la romana, sino más bien
la internacional. Desde luego, no vaya a creer que he
cometido algún crimen deshonroso... Bueno, bueno.
Estaba seguro de ello... No, no se trata de esa policía a
quien fácilmente se podría comprar. En esto tiene usted
razón, míster Wandergood; todos los hombres se
venden. Pero... yo no puedo servirle a usted. ¿Para qué

78
iba a servirle? Usted ama a la humanidad, mientras que
yo la desprecio o, en el mejor de los casos, me deja
indiferente. Por mí que viva, si quiere, esa humanidad;
pero que viva sola, sin impedirme a mí vivir solo. A mí
que me dejen a mi María; que me dejen el derecho y la
fuerza de despreciar a la gente leyendo los libros que
me la da a conocer, que me dejen mi campiña, y con
eso tengo bastante. En mi alma todo el aceite ya está
consumido, Wandergood; lo que usted ve no es más que
una lámpara apagada, hace algunos años... Pero, no,
¡adiós!
—No quiero rogarle que sea usted franco
conmigo, Magnus...
—Discúlpeme; pero no lo podría ser nunca,
míster Wandergood. Mi nombre es falso, pero es el
único que puedo ofrecer a mis amigos.
Lo digo espontáneamente; en aquel instante,
Tomás Magnus me producía una buena impresión.
Hablaba animosamente, con sencillez, y en su
fisonomía se leía una voluntad firme y obstinada.
Aquel hombre conocía muy bien el valor de la vida
humana. Tenía el aire de un condenado a muerte,

79
pero orgulloso y obstinado, resuelto a no pedir al
sacerdote un último consuelo.
Hasta se me ocurrió una idea rara: mi padre
tiene muchos hijos ilegítimos y desheredados, que
andan vagando por el mundo; ¿no sería Tomás
Magnus alguno de ellos? ¿Habría dado yo con un
hermano en la Tierra? Hubiera sido muy inte-
resante. Pero, aun desde el punto de vista
puramente humano y práctico, no se podía rehusar
la estimación a un hombre cuyas manos estaban
manchadas de sangre.
Al tropezar con aquella negativa por parte de
Magnus, cambié en seguida de táctica, y, coa la
mayor modestia, le pedí permiso para venir de vez
en cuando a visitarlo, con el objeto de
aprovecharme de sus buenos consejos. Durante
unos momentos pareció dudar; pero luego,
mirándome fijamente a los ojos, accedió.
—Así sea, míster Wandergood; venga si le
place. No dudo que me contará usted muchas
cosas interesantes, no menos que el mejor de mis
libros. Además, míster Toppi le ha agradado mucho

80
a María...
—¿Toppi...?
—Sí. Le encuentra parecido con cierto santo.
María va mucho a la iglesia, míster Wandergood.
¿Toppi tiene semejanza con un santo? ¡Vaya
una idea original! Por lo visto, su breviario pesa
más que sus posaderas y su gran nariz de loro.
Magnus me miraba casi con cariño. Sólo su
nariz fina se estremecía ligeramente como si
contuviera una sonrisa. Me complació comprobar
que tras aquella cara tan seria se ocultaba una
persona con excelente buen humor.
Declinaba ya la tarde cuando salimos de allí.
Magnus nos acompañaba. María no acostumbraba
salir. La casita blanca seguía, como la víspera,
silenciosa y plácida entre sus cipreses; pero ahora
aquel silencio me parecía muy diferente: era el
alma de María.
A decir verdad, me marchaba de allí con
pena. Pero pronto se apoderaron de mí nuevas
impresiones que disiparon mi tristeza: empezaba
Roma.

81
Por una brecha abierta, en una espesa
muralla, entramos en una red de calles bien
alumbradas y llenas de animación. La primera cosa
que me chocó fue un tranvía que pasaba también,
entre estrépitos y chirridos, por la misma brecha
de la muralla. Toppi, que ya conocía Roma,
aspiraba con delicia el aroma de las sombrías
iglesias y me señalaba con el dedo los restos de la
Roma antigua, incrustados entre los flamantes
muros de las casas antiguas. Esto producía una
impresión rara: como si unos obuses del pasado
hubieran venido a bombardear el presente,
amontonando los proyectiles en los muros.
En algunos puntos se veían verdaderos
amontonamientos de aquellos restos
arqueológicos.
A través de una vieja balaustrada de piedra
vimos una sombría zanja, no muy honda, y un gran
arco de triunfo medio sepultado en la tierra.
—El Foro —proclamó solemnemente Toppi.
El cochero que nos llevaba se volvió hacia
nosotros desde su pescante y balanceó

82
afirmativamente la cabeza, cubierta con un
sombrero bermejo harto mugriento.
A medida que los montones de viejos
edificios, reliquias de un pasado remoto, se hacían
más frecuentes, el raro de Toppi se iba
entusiasmando más y se ponía cada vez más
grave. Pero yo iba pensando con nostalgia en mi
Nueva York y calculando mentalmente el número
de carros que se necesitarían para limpiar Roma de
todas aquellas viejas ruinas y escombros.
Cuando se lo dije a Toppi, él se sintió
ofendido, y me replicó con aire de tristeza:
—Usted no entiende nada de esto. Vale más
que cierre los ojos y se limite a pensar que está en
Roma.
Seguí su consejo, y me convencí, una vez
más, de que la vista constituye un gran obstáculo
para el espíritu, lo mismo que el oído. A lo mejor
por eso ocurre a veces en la Tierra que los genios
son ciegos y que los mejores músicos son sordos.
Apenas cerré los ojos y empecé, como Toppi, a
olfatear el aire, comenzó a entrarme por la nariz

83
una gran cantidad de Roma con su encantadora
historia, bastante más que cuando la miraba. Tenía
un olor muy intenso aquella ciudad de edad tan
respetable; era como las hojas secas que se pudren
en el bosque y exhalan un olor mucho más
pronunciado que las verdes y jóvenes.
¿Quieres creerme, lector? Hubo un sitio
donde sentí con toda intensidad el olor a Nerón y a
sangre. Pero abrí los ojos y me encontré con un
quiosco donde se vendían periódicos y limonada.
—¿Y bien? —me preguntó Toppi, que seguía
descontento, en tono de reconvención.
—Sí, esto huele.
—¡Ya lo creo que huele! ¡Y tendrá un aroma
cada vez más intenso, puesto que se trata de
perfumes muy viejos, míster Wandergood!
En efecto, la intensidad del olor se iba
acentuando y... —¿cómo encontrar una
comparación?—, todas las partículas de mi cerebro
empezaban a removerse y a zumbar, como un en-
jambre de abejas invadido por una humareda. Es
raro; pero parece que en los archivos de la casa

84
Wandergood figura también el nombre de Roma.
¿No es una familia de origen romano? Por lo
menos, en una plaza muy animada percibí con toda
claridad el olor a parientes. Pronto adquirí la
convicción absoluta de haber andado alguna vez
por aquellas calles. Quizá, como Toppi, había
tenido ya, en otro tiempo, la ocasión de encarnar
en hombre.
Las abejas seguían zumbando cada vez con
más fuerza; todo el enjambre de mi cerebro estaba
en plena agitación, cuando, de repente, se
pusieron a dar vueltas frente a mí millares de
caras, blancas y morenas, bonitas y horripilantes,
y me sentí aturdido por los millares de voces, de
ruidos, de chillidos, y de carcajadas, de gemidos...
No, ya no era un enjambre; era una enorme
fragua, toda encendida, en la que los martillos
forjaban armas, despidiendo nubes de rojas
centellas.
Ya se comprenderá que si yo viví alguna vez
en Roma debí haber sido uno de sus emperadores;
recuerdo la expresión de mi rostro, los

85
movimientos de mi cuello, cuando volvía la cabeza
para hablar, y recuerdo el contacto de la corona de
oro en mi cabeza calva...
Oí ruido de hierro. Era el paso de las férreas
legiones romanas; era su voz gritando: "Vivat Caesar!
Cada vez iba haciendo más calor. Me
ahogaba. Quizá lo que yo había sido no era
emperador, sino una de tantas víctimas del fuego.
cuando Roma fue incendiada por Nerón.
No, no se trataba del incendio de la ciudad.
Era sólo una hoguera sobre la que estaba. Sentía
las lenguas de fuego silbar como rojas serpientes
alrededor de mis pies. Me acuerdo de cómo mi
cuello se estiraba hacia delante, y cómo subió a mi
garganta el último grito de maldición o de
bendición. Figúrate, hasta me acuerdo de un
imbécil espectador, de la primera fila, un tipo
gordinflón, que se estaba durmiendo al peso de
una digestión laboriosa, cuando a mí me estaban
quemando vivo.
—¡Hotel Internacional! -exclamó Toppi.
Las visiones desaparecieron y abrí los ojos.

86
Íbamos subiendo por una calle silenciosa, en
cuesta; al extremo de ella se alzaba un enorme
edificio, espléndidamente iluminado, digno hasta
de figurar en Nueva York. Era el hotel donde estaba
encargada, desde hacía tiempo, telegráficamente,
una habitación para mí.
Probablemente nos creerían ya muertos en la
reciente catástrofe.
La hoguera que me abrasaba se apagó, y me
puse alegre como un negro que se escapa y
abandona su trabajo.
—Y bien, Toppi —le pregunté en voz baja—,
¿qué me dices de la Madona?
—Sí, es curioso. Al primer momento incluso
me asusté y por poco me ahogo.
—¿Con una espina? ¡Qué tonto eres, Toppi!
Es que la muchacha está muy bien educada, y por
eso aparentó no conocerte y tomarte por un santo
de los que ella trata... Es una lástima, amigo mío,
que hayamos elegido para nosotros unas caras
americanas tan tristes y aburridas. Podíamos, por
lo menos, haber encarnado en hombres guapos,

87
que los hay; sólo es cuestión de saber buscar.
—Yo estoy satisfecho de ser como soy —
repuso Toppi, en tono fúnebre.
En efecto, su radiante nariz estaba
proclamando, claramente, en aquellos momentos,
que estaba absolutamente satisfecho de sí mismo.
Pero, en aquel instante, la gente venía a
nuestro encuentro y nos hacía una entusiasta
recepción.

88
14 de febrero de 1914

Roma, Hotel Internacional

No quiero ir a ver a Magnus. Me acuerdo


demasiado de él y de su Madona de carne y hueso.
Yo he venido a la Tierra para mentir alegremente y
para representar una comedia. No quisiera de
ningún modo imitar a esos pobres actores que
lloran amargamente entre bastidores, pero salen a
escena con los ojos secos. Además, no tengo
tiempo de andar por lugares solitarios cazando
mariposas, con la manga en la mano, como un
chiquillo.
En Roma se hace mucho ruido en torno a mi
persona. Me califican de hombre extraordinario
porque quiero a la gente. Gozo de gran celebridad,
y acuden a saludarme compactas muchedumbres,
no menos nutridas que las que vienen a saludar al
representante de Cristo en la Tierra. Roma tiene
ahora dos papas a la vez, y no puede quejarse
ciertamente de orfandad.

89
De momento sigo viviendo en el hotel, donde
todo el mundo se pone en movimiento cuando saco
mis botas a la puerta para que me las limpien; pero
me están arreglando un palacio: la histórica
residencia de los Orsini. Un pintor está haciendo mi
retrato, y me asegura que le recuerdo a uno de los
Médicis; otros están limpiando los pinceles en
acecho de poder suceder a su competidor.
Al que me retrata ahora, le pregunté un día:
—¿Podría usted pintarme a la Madona?
¡Claro que puede! Él es quien ha pintado el
célebre turco de las cajas de cigarros, que es
conocido hasta en América, me dice:
—Sí, señor; con mucho gusto.
En estos momentos son ya tres los pintores
que trabajan en el retrato de la Madona. Y los
demás andan recorriendo la ciudad en busca de un
buen modelo, del “natural”, como dicen ellos.
A uno de estos señores le he dicho, con la
más grosera y bárbara incomprensión de los
problemas del arte, a fuer de buen americano:
—Pero, señor pintor, si usted encuentra un

90
natural así, tráigamela aquí sin más trámites; en
ese caso no vale la pena gastar en colores y en tela
para pintarlo.
Su fisonomía se contrajo en un gesto de
intolerable dolor, como si le arrancaran una muela,
y murmuró:
—¡Ah, señor, el natural...!
A lo que supongo debí parecerle un tratante
de blancas; imbécil, como si para eso tuviera
necesidad de pagarle comisión, cuando en mi
antesala tengo siempre aguardando a las mejores
mujeres de Roma. Todas me adoran. Según me
aseguran, les recuerdo a Savonarola. Cada
rinconcito de mi salón, donde hay un sofá, tratan
inmediatamente de transformarlo en confesiona-
rio. Estas nobles damas, lo mismo que los pintores,
saben muy bien su historia nacional, y adivinan en
seguida quién soy yo.
Los periódicos de Roma se manifiestan
completamente satisfechos al ver que no he
perecido en la catástrofe, que he salido de ella sano
y salvo, y que no he perdido ni una pierna ni mis

91
millones. Su alegría no es menos sincera que la de
la prensa de Jerusalén el día de la inesperada
resurrección de Cristo. Además, si mi erudición
histórica no me engaña, ésta no tenía tantos
motivos para alegrarse.
Temí que mi persona les recordase, a los
periodistas, a Julio César; pero, por fortuna, éstos
se preocupan muy poco del pasado y se contentan
con decir que me parezco mucho al presidente
Wilson; esta pobre gente quiere adular mi patrio-
tismo americano.
Hay, sin embargo, entre esos señores periodistas,
algunos que me encuentran un gran parecido con un
profeta; pero se guardan mucho de decir a cuál. En todo
caso, no se trata de Mahoma; en todas las agencias
telegráficas saben perfectamente que siento la más
profunda repugnancia por el matrimonio, sobre todo por
el matrimonio polígamo mahometano.
Es difícil imaginarse las cosas que cuento para los
que vienen a hacerme entrevistas: toda suerte de
sandeces y de tonterías. Con esa gente tío ando con
reparos. Parece mentira que no estén ya hartos de

92
semejante manjar. Los trato como si fueran cerdos. No
en balde, yo, alias Wandergood, he sido en otro tiempo
guardador de ese ganado.
Ayer, que hacía una hermosa mañana, volé en
aeroplano sobre Roma y sobre la campiña. ¿Quisieras
preguntarme si he visto desde el aire la casita de María?
No, no la encontré. ¡Cómo encontrar un grano de arena
entre todos los demás, aunque ese grano...! Pero
dejemos eso. Además, tampoco la busqué; confieso que
me dominaba el vértigo de la altura.
Ello no impidió que todos mis buenos periodistas,
que me seguían ansiosamente con la vista desde abajo,
se entusiasmaran ante mi valor y mi sangre fría. Apenas
acababa de aterrizar, cuando uno de aquellos señores,
un mocetón robusto, de aire grave, que se parecía a
Aníbal, se apoderó de mi persona y me preguntó:
—¿No es cierto, míster Wandergood, que la sola
idea de estar en el aire y haber logrado, por
consiguiente, la conquista de la atmósfera, le ha hecho
a usted sentir el orgullo del hombre y de su genio?
Esta frase me la volvió a repetir, una vez más,
para grabarla bien en mi memoria.

93
—Digo que la sola idea de que el hombre, con su
genio...
Parece ser que no me juzgan muy inteligente, y
tienen la
costumbre de apuntarme las respuestas que
yo debo darles, y que luego publican en sus
periódicos.
Pero esta vez le tenía reservada a mi buen
Aníbal una pequeña decepción.
—¿Quiere usted creerme? —le dije-. Pues
esta vez no he sentido ningún orgullo, ni por el
hombre ni por su genio.
—¿De veras?
—Sí; la última vez que sentí ese orgullo fue
en una ocasión muy diferente.
—¿Y fue...?
—En el water del Atlantic.
—¡Qué raro! ¡En el water! ¿Y qué es lo que
ocurrió allí? Sin duda atravesaban una tempestad
y usted admiraba el genio humano que la
dominaba...
—¡No! No ocurría nada en particular; admiré

94
allí el genio humano porque supo hacer un salón
limpio y agradable de una cosa tan sucia como es
un retrete.
—¡Ah!
—Sí, un salón regio; hasta un templo, si
usted se siente animado a actuar de gran
sacerdote.
—Permítame que apunte estas palabras...
Porque arrojan una luz muy original sobre el
asunto...
Hoy toda la Ciudad Eterna conoce esas
palabras que han herido los escrúpulos religiosos y
constituyen un desafío a la moral y a la decencia.
Sin embargo, no me han expulsado de la ciudad.
Al contrario, aquel mismo día recibí el honor de las
primeras visitas oficiales: un ministro, o
embajador, o no recuerdo qué otro cocinero de la
alta política, me estuvo pulverizando con
adulaciones, como quien echa azúcar a un pudding.
Hoy mismo devolví todas esas visitas. Esas
cosas vale más devolverlas que quedárselas en
casa.

95
No necesito decir que tengo ya un sobrino:
todo buen americano que está en Europa tiene un
sobrino; y el mío no es
menos que los demás. También se llama
Wandergood. Es empleado de una embajada, tiene
un aire muy atractivo, y su cabeza, ya medio calva,
siempre está embadurnada de pomadas, que con
besarla me podría dar por almorzado, si a mí me
gustaran las grasas aromáticas. Con todo, hice el
sacrificio y lo besé. Aquel beso no me costó a mí ni
un solo centavo y, en cambio, a él le abrió un
amplio crédito en todas las perfumerías.
Pero basta ya. Cuando miro a todos estos
caballeros y a estas damas, pienso que eran los
mismos en la corte de Asurbanipal, y que durante
dos mil años los treinta dineros de Judas siguen
produciendo intereses; me empiezo a aburrir y no
encuentro el entusiasmo para formar parte de una
comedia tan vieja y tan vista.
A mí me gustaría formar parte de un
espectáculo grandioso, en el que el mismo Sol
constituyera el escenario. Busco algo fresco,

96
rebosante de genio, con líneas de una belleza atre-
vida, mientras que con estos cómicos me divierto
muy poco; no más, ciertamente, que cualquier
viejo acomodador.
A veces me digo que, para esto, no valía la
pena emprender un viaje tan largo, y cambiar el
antiguo y magnífico infierno, pletórico de vida y de
colores, por esta menguada reproducción suya.
Es una lástima que Magnus y su Madona no
quieran hacer una representación conmigo.
Hubiéramos podido hacer algo...
Sólo una vez he tenido la suerte de pasar una
mañana interesante. Hasta me llegué a emocionar.
En un pequeño círculo religioso, centro de
una especie de secta cuyos miembros, hombres y
mujeres, buscan una nueva fe, me invitaron a dar
una conferencia. Yo me puse una levita negra, que
me da cierta semejanza con... Toppi; ensayé ante
un espejo los gestos y la mímica, y me fui a la
reunión en automóvil, a modo de profeta moderno.
El tema que elegí para mí plática fueron las
palabras que Jesús dirigió a un hombre rico,

97
invitándolo a distribuir sus riquezas entre los
pobres. Durante media hora conseguí demostrar a
mi auditorio que el amor al prójimo constituye la
mejor inversión para el capital. Era claro como dos y
dos son cuatro.
Como yanqui práctico y prudente, demostré que
no es necesario, en modo alguno, tratar de apoderarse
de un solo golpe de todo el Reino celestial, es decir, en
lugar de sacrificar en una sola vez todo el capital; se
pueden ir adquiriendo con él pequeños lotes, e incluso
pagarlos a plazos.
A medida que yo iba hablando, las caras de los
oyentes se ponían cada vez mis perplejas; sin duda
estaban calculando. Finalmente, se pusieron todas
radiantes de satisfacción. En tales condiciones, el Reino
celestial resultaba al alcance de todos los bolsillos. Con
seguridad, el negocio era ventajoso.
Por desgracia, entre los reunidos había algunos
compatriotas míos, no del todo prácticos; uno de ellos
proponía la organización de una sociedad anónima
limitada, para adquirir en pequeños lotes el Reino
celestial. Necesité poner en juego todo mi raudal de

98
sentimentalismo para calmar aquel desbordamiento de
ardor religioso. Me vi forzado a echar mano de todos los
recursos oratorios: lloriqueé a propósito de mi triste
infancia, llena de trabajos y privaciones; de mi pobre
padre, muerto en una fábrica de cerillos, y de todos mis
hermanos y hermanas en el Señor. Mis lágrimas
produjeron un lago, y los periodistas pudieron pescar en
él por lo menos seis meses. Todo mi auditorio lloraba.
¡Lo que lloramos todos!
Por miedo a contraer reuma cerebral, a causa de
la humedad producida por tanta abundancia de
lágrimas, cambié de tema, y di unos cuantos golpes de
bombo hablando de mis miles de millones. ¡Bum, bum!
Yo los dedico todos a la humanidad, sin guardar un solo
centavo para mí. ¡Bum, bum! Y con una desvergüenza
digna de la paliza que se da a un perro demasiado
insolente, terminé con aquellas palabras del inolvidable
maestro: “¡Venid a mí todos los que pasáis penalidades
y sufrís, y yo os consolaré!”
¡Lástima que no pueda hacer también
milagros! Un milagrito, de índole práctica; por
ejemplo, convertir el agua de la botella en Chianti

99
o bien a algunos miembros del auditorio en un buen
pastel, hubiera venido muy bien en aquella
ocasión.
¿Te ríes o te indignas, lector terrícola? No
tienes razón. No debes reír ni indignarte. Debes
saber que mis palabras no son más que una
maldita máscara de mis ideas.
¡María...!
No, no hablemos de ella...
Los periódicos pueden darte una idea del
éxito que tuve aquel día. Pero un graciosito me
vino a echar a perder mi satisfacción. Era un
miembro del Ejército de Salvación, que me propuso
que tomara una trompeta y guiase a su ejército a
la batalla. El laurel me pareció poco lúcido, y lo
rechacé, lo mismo que a su ejército entero.
¿Y Toppi?... Cuando regresamos a casa iba,
en gran parte del camino, con un aire muy
solemne, y al cabo me dijo, con aire triste y
respetuoso:
—Hoy ha estado usted admirable, míster
Wandergood. Hasta he llorado oyéndolo. Es una

100
lástima que no lo hayan oído también Magnus y su
hija... ¿Comprende? Ella habría mudado la opinión
que tiene de nosotros.
Sentí un deseo muy sincero de echar por
tierra a aquel idiota admirador de mi talento
oratorio. Aquellas palabras habían vuelto a
resucitar delante de mí la imagen de la Madona, y
volví a sentir su mirada atravesando mi corazón.
Pronto nuestro coche atrajo la atención de la
muchedumbre. Con la misma facilidad con que una
lata de conservas es abierta por un camarero de
restaurante, me sentí abierto, puesto en Ja fuente y
ofrecido a la avidez del público que llenaba las calles. Me
calé entonces el sombrero de copa hasta las cejas, me
levanté el cuello del gabán, para esconder mejor la cara,
y me escurrí como un actor a quien acaban de dar una
pitada, sin hacer caso de aplausos ni aclamaciones.
¿Cómo hubiera podido contestar adecuadamente a
aquellos saludos, no llevando bastón?
Decliné todas las invitaciones para aquel día y me
quedé encerrado en el hotel.
—El señor Wandergood está absorto en sus

101
meditaciones religiosas —respondió a todo el mundo
Toppi, que parecía, comenzaba a apreciarme.
Tengo sobre mi mesa whisky y champaña, y me
dedico a emborracharme tranquilamente, sin prisa,
oyendo la música que suena en el comedor.
Hoy se da un concierto muy sonado en su hotel.
Parece que el tal Wandergood debió de ser un ebrio
empedernido; todas las noches me incita a beber, y no
rehúso la invitación. Para mí la cosa no tiene importancia.
Por suerte, cuando se halla en ese estado, se encuentra
de excelente humor, y así paso muy bien el tiempo con su
compañía.
Empezamos, Wandergood y yo, por
contemplar, con mirada un poco turbia, el
mobiliario, y echamos perezosamente el cálculo de
cuánto podría haber costado todo aquello: los
bronces, los tapices, los espejos venecianos... “Una
friolera”, sacamos como conclusión. Luego nos
quedamos pensando, largo tiempo, en nuestros
miles de millones, en nuestra fuerza, en nuestro
espíritu y carácter superior. A cada nuevo vaso de
licor, nuestra felicidad se hace mayor y más

102
perfecta. Nos sentimos muy bien entre este lujo
superficial del hotel figúrate que hasta empiezan a
gustarme los bronces, los tapices, la cristalería y
las joyas. Mi puritano Toppi condena severamente
el lujo. Dice que le recuerda a Sodoma y Gomorra;
pero a mí me costaría mucho trabajo renunciar a
los pequeños placeres de mis sentidos. ¡Valiente
estupidez!
Luego, satisfechos de nosotros mismos y
abotargados, volvemos a escuchar la música y la
acompañamos tarareando en falsete. De vez en cuando
hacemos algún comentario instructivo sobre el escote de
las mujeres, si las hay. Después, con paso no muy firme,
nos volvemos a nuestra alcoba.
A veces me pasan cosas raras.
Ahora, por ejemplo... Estábamos ya para
meternos en la cama, cuando, de repente, una simple
nota de violín me ha anegado en lágrimas, un
sentimiento de amor, de tristeza infinita... Yo soy
inmenso como el espacio, profundo como la eternidad;
de un solo aliento puedo abrazar el universo entero, y
sin embargo... ¡Qué tristeza! ¡Cuánto amor! ¡María...!

103
Como no soy más que un lago oculto en las
entrañas de Wandergood, las tempestades que me
agitan no alcanzan a alterar la firmeza de su parte
exterior. No soy más que una solitaria lombriz dentro de
un tubo digestivo, y es en vano que, contra este
parásito, busque remedio alguno.
No nos sentimos bien. Tocamos el timbre y
encargamos al camarero:
—Agua de Seltz.
Estoy borracho, perdido.
—Arrivederci signore. Buona notte.

104
18 de febrero de 1914
Roma, Hotel Internacional

Ayer estuve en casa de Magnus. Me Hizo


esperar mucho tiempo en el jardín, y me recibió
con tan Fría indiferencia que me dieron ganas de
marcharme en seguida.
Observé en su barba negra varias canas, que
no había visto antes. ¿Acaso María había estado
enferma?
Sentí una gran angustia. Aquí abajo, en la
Tierra, todo es tan frágil que a veces acaba uno de
separarse de otro, no hace ni un cuarto de hora, y
ya no lo puedo volver a encontrar sino en la
eternidad.
—¿Y María? —le pregunté.
—Está bien, gracias —respondió Magnus,
fríamente.
En su mirada se leía extrañeza, como si mi
pregunta hubiera sido impertinente o fuera de
lugar.
Luego él me preguntó a su vez:

105
—¿Y qué tal sus negocios, míster
Wandergood? Los periódicos de Roma no hablan
más que de usted. Tiene un gran éxito.
Con amargura exacerbada por la ausencia de
María, expuse a Magnus mi decepción y mi tedio.
Me expresé muy bien, pero sin sarcasmo ni
sutileza. Cada vez me sentía más molesto por la
frialdad y el desapego con que me escuchaba
Magnus, y que se podían leer bien claro en su
pálido rostro fatigado. Ni una sola vez sonrió ni me
hizo alguna pregunta. Cuando le conté que tenía
en Roma un “sobrino”, hizo una mueca de disgusto
y dijo:
—¡Puaf! Eso es una triste farsa, propia de un
teatrucho de ínfimo orden... Un número de
varietés... ¿Cómo puede usted, míster
Wandergood, prestarse a semejantes fantochadas?
Yo me apresuré a replicar:
—¡No soy yo quien se ocupa de ello, Magnus!
—Y luego ¡esos entrevistadores! ¡Su vuelo en
aeroplano! Usted debería echar a toda esa gente:
es una humillación... para sus tres mil millones, ¿Es

106
cierto que ha predicado también, no sé dónde, un
sermón?
Yo había perdido todo interés por las
representaciones, y con aire indiferente le relaté mi
plática ante aquellos creyentes, que se tragaban
los sacrilegios como una taza de chocolate.
—¿Y acaso esperaba usted otra cosa, míster
Wandergood?
—Sí. Esperaba que me hubieran golpeado por
mi atrevimiento de comentar tan
tergiversadamente las hermosas palabras del
Evangelio...
—Sí, son unas hermosas palabras -aprobó
Magnus—. Pero ¿acaso no sabe usted que, hasta
ahora todos los cultos y todas las creencias no son
más que sacrilegios? Si un Sixto o un Pío
cualquiera, se intitula, con toda tranquilidad, y con
el asentimiento de todos los buenos católicos, en
vicario de Cristo en la Tierra, ¿por qué usted, un
yanqui de Illinois, no ha de poder también titularse
como su administrador general? No son
verdaderamente sacrilegios, míster Wandergood:

107
son simples alegorías, necesarias para las almas
rudas, y no tiene usted razón de indignarse tanto...
Pero, en fin, ¿cuándo va usted a poner manos a la
obra?
Con una tristeza muy bien representada, hice
un gesto de desesperada indecisión.
—Quisiera hacer algo, pero no acabo de ver
el modo. Probablemente no haré nada hasta que
usted, Magnus, me preste su ayuda.
El lanzó una mirada triste sobre sus grandes
manos blancas y luego sobre mí.
—Es usted demasiado confiado, míster
Wandergood. Es un grave defecto... cuando se
tienen tres mil millones. No, no
le puedo ser útil. Nuestros caminos son
absolutamente distintos.
—¡Pero, querido Magnus...!
Creí que me iba a golpear por aquel “querido”
que le endilgué con toda ternura y afecto. Pero
aquella especie de duelo me divertía; y
contemplando a Magnus con una mirada tierna,
casi acariciadora, seguí hablando en tono cada vez

108
más cordial, con toda la melosidad de que me había
contagiado en Roma el mundo que me rodeaba.
—Diga, querido Magnus, ¿de dónde es usted?
No sé por qué me parece que no es italiano.
Él contestó con absoluta indiferencia:
—No, no soy italiano.
—¿Entonces, su patria...?
—¿Mi patria?... Omne solum liberum libero
patria. Es verdad, quizá usted no sepa latín. Pues
eso quiere decir, míster Wandergood, que todo país
libre constituye la patria del hombre libre... ¿Se
quedará usted a almorzar conmigo?
La invitación fue hecha en un tono tan glacial,
se subrayaba tan claramente la ausencia de María,
que creí necesario declinar cortésmente la
invitación.
¡Que el diablo se lleve al hombre!
Aquella mañana no tenía yo ni pizca de buen
humor. Al contrario, me sentía apenado y
experimentaba la sincera necesidad de derramar
unas cuantas lágrimas sobre el chaleco de Magnus;
pero él, con la frialdad de su aliento, apagó todo el

109
ardor de mi impulso.
Lancé un suspiro, di a mi rostro una
expresión enigmática, como el contenido de una
novela policiaca, y empecé a desempeñar un nuevo
papel, preparado especialmente para María. Dije:
—Quiero ser franco con usted, señor Magnus. En
la historia de mi... pasado, hay páginas oscuras que
quisiera reparar... yo...
Pero él me interrumpió bruscamente:
—Todos los hombres tienen en su historia
páginas oscuras, míster Wandergood. Yo mismo no
estoy libre de Falta para poder recibir la confesión
de un caballero tan digno como usted. Yo soy un
mal confesor -añadió, con desagradable sonrisa-;
no perdono a los que se confiesan. Ya comprenderá
usted que, en estas condiciones, la confesión
pierde todo interés. Vale más que me cuente algo
de su sobrino. ¿Es joven?
Entonces empecé a hablarle de mi sobrino;
Magnus me escuchaba con una sonrisa de
cortesía» Luego nos quedamos un rato en silencio.
Después, Magnus me preguntó si ya había visitado

110
el museo del Vaticano.
Al fin me despedí, rogándole saludara en mi
nombre a la signorina María. Hay que confesar que
yo tenía un aire abatido, y me sentí muy
agradecido con Magnus cuando me dijo, antes de
separarse de mí:
—Discúlpeme usted, míster Wandergood, si
no he sido bastante amable. Pero hoy no me
encuentro bien. Estoy sumamente molesto. Tengo,
sencillamente, un ataque de misantropía. Espero
que el próximo día pueda hallar aquí un interlocutor
más agradable; pero por hoy discúlpeme. Yo sa-
ludaré a María de su parte.
Si aquel caballero de barba negra estaba
representando una comedia, justo es decir que hoy
encontré en él a un buen compañero. Su promesa
de saludar en mi nombre a María bastó para
regresar la animación a mi cuerpo, como si le aca-
baran de dar una mano de reluciente barniz. Todo
el camino, hasta el hotel, fui sonriendo como un
idiota, contemplando la espalda de mi cochero. Al
llegar al hotel di a Toppi un beso en la cabeza;

111
seguía oliendo a azufre, como si todavía fuera un
diablillo joven.
—Ya veo que su visita a casa de Magnus no
ha sido en vano -me dijo, con toda intención-.
¿Cómo está la hija de Magnus?
—Está bien, Toppi. Encuentra que, por lo
bueno y lo sabio, me parezco al rey Salomón.
Toppi tuvo una sonrisa de indulgencia y mi
rostro, perdiendo de repente todo su brillo, volvió
a ponerse triste y apesadumbrado. Me encerré en
mí mismo, y durante largo tiempo estuve
maldiciendo a un Satanás que se humillaba hasta
el punto de enamorarse de una mujer.
Cuando tú te enamoras de una mujer, amigo
terrícola, y esta fiebre empieza a consumirte, tú te
crees muy interesante, ¿verdad? Pues yo no.
Cuando contemplo todas las legiones de parejas,
empezando por Adán y Eva, y veo sus besos y sus
caricias, y oigo sus palabras, siempre iguales,
siento aversión contra mi propia boca, que se pone
a balbucear lo mismo que se viene repitiendo
durante miles de años; contra mis propios ojos,

112
que reflejan sentimientos ya por tantos otros
reflejados; contra mi corazón, que se deja tan
fácilmente abrir por una llave que ha abierto a
tantos otros. Veo tantas bestias ayuntadas en un
delirio carnal, siempre idéntico, que acabo por
tener asco de mis propios huesos, de mis propios
nervios y de mi propia carne, al verlos dispuestos
a someterse al mismo delirio.
¡Mucho cuidado, encarnado en hombre! De lo
contrario, tú también vas a ser víctima de esa trampa
canallesca.
¿Acaso quisieras tú, colega terrestre, ser dueño de
María? Pues anda y llévatela. Tuya es y no mía. Si fuera
mi esclava, le echaría una cuerda al cuello y la llevaría
desnuda al mercado. ¡A ver! ¿Quién la quiere? ¿Cuánto
quieren darme por esta belleza divina? No quieran
robarle al pobre vendedor ciego. ¡Sean generosos, y no
regateen su oro, nobles caballeros!
¿Qué? ¿Es que ella no se quiere ir contigo? No
tengas cuidado, noble caballero; ya te seguirá y te
querrá mucho. Es que es muy vergonzosa; cosa muy
natural en una muchacha joven. Ya verás, le voy a dar

113
unos latigazos, nada más que con la punta. Si la quieres,
yo te la llevo hasta tu misma alcoba, hasta tu propio
lecho, noble caballero. Tómala, con cuerda y todo; la
cuerda es gratis, con tal de que te lleves esta divina
belleza. Tiene una cara propia de Madona y es hija del
digno ciudadano Tomás Magnus. Los dos son unos
ladrones: él ha robado el nombre que lleva y sus manos
blancas; ella ha robado la cara a una beldad celestial.
Pero me parece, querido lector, que también
contigo estoy empezando a representar una
comedia. Es que me había equivocado;
sencillamente, había tomado un papel por otro. Y
no ha sido sólo una equivocación. Ha sido algo
peor. Hago comedias porque mi soledad es
demasiado grande, infinita, como un abismo sin
fondo. Me asomo a este abismo y echo en él
palabras, una cierta cantidad de palabras pesadas;
y las palabras van cayendo allí sin hacer ruido.
Echo mis risas, mis amenazas, mis sollozos, escupo
dentro, echo montones de piedras, de peñascos,
de montañas enteras; pero allí todo resulta
silencioso, sin voz. No; realmente el abismo no

114
tiene fondo, compañero; y es en vano que
tratemos de llenarlo.
Veo tu sonrisa y tus malintencionados
guiños; tú has comprendido por qué empecé a
hablar tan amargamente de mi soledad. ¡Ah, el
amor!
¿Quieres preguntarme si tengo amantes?
Sí, las tengo. Tengo dos: una condesa rusa y
una condesa italiana. Se distinguen por el perfume;
pero esta diferencia es tan insignificante, que las
quiero a las dos por igual.
Quisieras preguntarme, además, si quiero
volver a casa de Tomás Magnus.
Sí, volveré a casa de Magnus. Lo aprecio
mucho. Que su nombre sea falso y que su hija
tenga el atrevimiento de parecerse a la Madona, no
tiene importancia. Yo tampoco soy por completo
Wandergood para tener el derecho de ser demasia-
do exigente en cuestión de nombres; y el haberme
atrevido a enamorarme siendo un hombre, me
obliga a excusar a María de sus pretensiones de
enamorar como si fuera una diosa.

115
Por la salvación eterna, que ¡tal para cual!

116
21 de febrero de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Hoy he recibido la visita del cardenal X, amigo


y consejero del papa. Se le señala como el
candidato más probable para la próxima elección
pontificia.
Vino acompañado de otros dos sacerdotes.
Desde luego, es un personaje muy importante; y
su visita me honra mucho.
He recibido a Su Eminencia en el salón de mi
nuevo palacio. Toppi iba entre él y los sacerdotes
arrancándoles bendiciones lo mismo que un
donjuán va arrancando besos de los labios de las
mujeres hermosas. Las seis piadosas manos
apenas sedaban abasto para bendecir a un solo
diablo, atacado de improviso paroxismo de
devoción. Cuando el cardenal pisaba el umbral de
mi despacho, Toppi se deslizó una vez más debajo
de su barriga para recibir una nueva bendición. ¡Lo
que hace el misticismo!
El cardenal sabe hablar todas las lenguas de

117
Europa. Esta vez, como muestra de consideración
a la bandera estrellada, y a mis millones, habló en
inglés.
Empezó la conversación felicitándome por mi
instalación en Villa Orsini. Con todo lujo de
detalles, me contó la historia de aquella residencia
durante los dos últimos siglos. Para mí fue una cosa
inesperada; la historia era demasiado larga, y en
algunos pasajes poco clara. Durante el relato yo
parecía un verdadero asno americano que sacude
tristemente sus largas orejas. Pero, en
compensación, tuve tiempo de sobra para exa-
minar a gusto a mi respetable y cultísimo visitante.
No es viejo todavía; tiene las espaldas recias
y parece gozar de excelente salud. Su cara es
ancha y casi cuadrada; de color oliváceo; azulada
en los lugares afeitados; sus manos son morenas,
pero muy bellas y delicadas, revelando en sus
venas sangre española. En efecto, antes de
consagrarse a Dios, el cardenal X había sido duque
y, como tal, grande de España. Pero sus ojos
negros son demasiado pequeños y están

118
demasiado hundidos bajo sus espesas cejas;
además, la distancia entre su corta nariz y sus finos
labios es demasiado grande... Decididamente me
recuerda a alguien. Pero ¿a quién? Seguramente a
algún santo...
Durante un breve instante, el cardenal
guardó silencio, absorto en sus reflexiones, y de
pronto me dije: “¡Toma, si es sencillamente un
mono afeitado!”
Sí, sí; es la triste y solemne perplejidad,
sumamente honda, del mono; es el mismo fuego
malicioso que centellea en sus menudas pupilas.
Momentos después, el cardenal reía,
bromeaba, hacía muecas, gesticulaba como
cualquier lazzarone napolitano. Ya no contaba la
historia de mi palacio: la representaba, imitando a
las personas que en otro tiempo lo habitaron;
declamaba largos y dramáticos monólogos.
Cuando mueve sus manos pequeñas y cortas, que
no se parecen en nada a las de un mono, se
asemeja más bien a un pingüino, mientras que su
voz recuerda la de un loro. ¿Quién es, pues?

119
¡Ah! Decididamente es un mono. Ahora se
está riendo otra vez, y veo que no sabe reír. Como
si hasta ayer no hubiera aprendido el arte humano
de reír, aunque esto le gustara mucho; pero aún
no sabe reír como es debido; no sabe adaptar su
garganta a la risa; cacarea como una gallina
cuando va a poner un huevo. Casi gime. Es casi
imposible resistirse a corear esa risa extraña
cuando se le oye; es contagiosa. Pero cansa
pronto; encías, dientes, músculos, acaban por
ponerse duros como si fueran de madera.
Sucedió una cosa extraordinaria. Yo lo
examinaba con mayor interés, cuando interrumpió
bruscamente la historia de la Villa Orsini, por un
acceso de risa, quejumbrosa al principio, y luego
por un silencio reposado. Sus finos dedos
acariciaban la cruz que colgaba sobre su pecho,
callaba y me lanzaba una mirada llena de cariñoso
afecto y de profunda cordialidad. En sus dos ojos
negros brillaron sendas lágrimas, o algo parecido:
tanto era su cariño.
Desconcertado por aquella brusca parada del

120
tren, que momentos antes marchaba a toda
velocidad, yo callaba también y, análogamente al
cardenal, miraba con dulzura su cara cuadrada de
mono. La simpatía se trocaba en cariño, el cariño
en pasión; pero seguíamos guardando silencio. Un
momento más y nos hubiéramos echado el uno en
brazos del otro.
—De modo que ya lo tenemos a usted en
Roma, míster Wandergood —cantó dulcemente el
mono viejo, sin apartar de mí su cariñosa mirada.
—Sí, señor; ya estamos en Roma —asentí
con docilidad, sin dejar yo tampoco de acariciarlo
con mi cariñosa mirada.
—¿Sabe usted, míster Wandergood, el objeto
de mi visita? ¡Aparte, por supuesto, del placer de
conocerlo, etcétera...!
Reflexioné un instante y, sin dejar nunca de
fijar en él mi mirada enternecida, le dije:
—¿Pedirme dinero, Eminencia?
El cardenal agitó entonces sus manos en el
aire, como si fueran alas; se echó a reír, se golpeó
las rodillas y quedó de nuevo absorto en la cariñosa

121
contemplación de mi nariz.
Aquella adoración muda, a la cual yo respondí con
fuerza redoblada, empezaba a producir en mí un efecto
extraño. Te cuento esto, querido lector, con lujo de
detalles, para que comprendas el deseo que
experimenté en aquellos momentos: dar un artístico
salto mortal, ponerme a cloquear como una gallina,
contar cualquier anécdota escabrosa de Arkansas, o
Collamente proponer a Su Eminencia que se quitara la
sotana y empezara a jugar conmigo a saltar.
—Eminencia...
—Siento mucha simpatía por los americanos,
míster Wandergood.
—¡Eminencia! Dicen allá en Arkansas...
—¿Usted desea que hablemos de negocios?
Comprendo su impaciencia; los asuntos de dinero
necesitan arreglarse de prisa. ¿No es así?
—Eso según, Su Eminencia.
La cara cuadrada del cardenal se frunció y en
sus ojos brilló un cariñoso reproche.
—No tome usted a mal, míster Wandergood,
que me haya dejado llevar demasiado lejos por la

122
historia de nuestra hermosa Roma. Esa historia me
es tan querida, que no me ha sido posible renunciar
al placer... ¿Usted cree que eso que ve es Roma?
Roma ya no existe, míster Wandergood. Antes era
la Ciudad Eterna, mientras que ahora no es más
que una gran ciudad, y cuanto más grande se hace,
más va perdiendo su carácter eterno. ¿Dónde está
aquel gran espíritu que antes la animaba?
No te repetiré toda aquella charla del loro,
acompañada de miradas de ternura y de
canibalismo, al mismo tiempo que de extrañas
muecas y carcajadas. He aquí lo que me dijo aquel
viejo mono afeitado, después de haberse calmado
un poco:
—La desgracia de usted, míster Wandergood,
consiste en su excesivo amor a los hombres.
—Hay que amar al prójimo, Eminencia.
—Pues bien, que los prójimos se amen unos
a otros, enséñeles usted a amarse, exíjaselos; pero
¿de qué puede esto servirle a usted? Cuando se
aman demasiado, no se notan los defectos del ser
amado; peor aún, es fácil tomar los defectos por

123
virtudes. ¿Y cómo quiere usted corregir a los
hombres y hacerlos felices, sin conocer sus
defectos y tomando sus vicios por virtudes? Donde
hay amor hay piedad, y la compasión mata la
fuerza. Yo, míster Wandergood, le soy franco,
como usted ve, y con toda franqueza le repito: el
amor es la impotencia, la debilidad. El amor le
vaciará los bolsillos y malgastará el dinero que le
quite, en toda dase de afeites y cosméticos. Deje
usted que se quieran los que están abajo;
oblíguelos, incluso, a que se quieran. Pero usted,
que se halla en una posición tan elevada, disfrute
de su poder...
—¿Y qué debo hacer entonces, Eminencia? La
cabeza me da vueltas. Desde mi niñez, y sobre
todo en la Iglesia, me han hablado siempre de la
necesidad del amor. He tomado esto en serio, y
ahora...
El cardenal se puso perplejo. Como la risa, la
perplejidad lo atacaba repentinamente de una
manera inesperada y daba a su cara cuadrada una
expresión de mutismo, solemnemente triste, un

124
poco infantil. Apretando sus finos labios y
apoyando su mentón en la mano, me clavó sus ojos
negros y profundos, ahora rebosantes de tristeza.
Parecía esperar que yo acabase mi frase; pero,
como no la acabé, lanzó un suspiro y traspuso la
mirada.
—La infancia, sí -balbuceó-; los niños, sí...
Pero usted ya no es ningún niño. Olvídelo y asunto
concluido. Afortunadamente, el hombre posee la
maravillosa facultad de olvidar.
Enseñó su blanca dentadura y, con aire
triunfal, se rascó con su finó dedo la nariz. Luego
continuó en tono grave:
—Pero todo esto no tiene importancia, míster
Wandergood. Lo esencial es que usted solo no
podrá hacer nada. Con seguridad, nada. Es preciso
conocer a la gente para hacerla feliz... ¿No es éste
precisamente el noble fin que usted se propone?...
Sólo la Iglesia conoce a los hombres. La iglesia ha
sido su madre y su educadora durante siglos y
siglos, y sólo ella posee una experiencia, puedo
afirmarlo, una experiencia infalible. Si no estoy mal

125
informado sobre sus antecedentes, míster
Wandergood, usted es un ganadero
experimentado. Usted sabe, por consiguiente, lo
que vale la experiencia, aun tratándose de seres
tan poco complicados como...
—¡Como los cerdos!
Me lanzó una mirada asustada y, de repente,
se puso a aullar, a chillar, a cacarear como una
gallina; era su habitual manera de reír.
—¿Los cerdos? Sí, señor; muy bien dicho,
míster Wandergood. ¡Magnífico! Pero no olvide
usted que a veces los cerdos son poseídos por el
diablo, como nos enseñan las Escrituras.
Cuando acabó de reír, continuó:
—Al enseñar aprendemos también algo
nosotros mismos. No pretendo sostener que todos
los métodos de educación y de corrección
adoptados, en el transcurso del tiempo por la
Iglesia, hayan dado buenos resultados. No, más de
una vez nos hemos equivocado; pero cada error
nos ha traído mejoras en nuestra práctica; nos
hemos enriquecido con la experiencia. Nos vamos

126
perfeccionando sin cesar, míster Wandergood; nos
vamos perfeccionando.
Yo aludí entonces discretamente al
racionalismo, que amenazaba dar, en un porvenir
muy próximo, un golpe mortal a la Iglesia
“perfeccionada”; pero el cardenal, agitando sus
cortas manos, como si fuesen alas, se echó a reír
de nuevo.
—¿El racionalismo? ¡Ah, míster
Wandergood!, usted tiene verdadero talento como
humorista. ¿No es también Mark Twain
compatriota suyo? ¡Sí, el racionalismo! ¿No sabe
usted cuál es la etimología de esta palabra? Viene
de ratio, ¿no es verdad? ¿Y qué significa ratio? An
nescis, mi fili, quanta sapientia regitur orbis. ¡Ah, mi
querido míster Wandergood! Hablar en este mundo
de ratio, de la razón, es más inoportuno que mentar
la soga en casa del ahorcado.
Al mirar a aquel viejo simio, que parecía muy
divertido, yo también me divertía. Contemplaba
aquella mezcla de mono, de loro, de pingüino, de
zorro, de lobo... de ¿qué sé yo cuánto más?, y

127
sentía grandes deseos de reír.
Nos seguimos burlando durante bastante
tiempo de la pobre ratio, hasta que Su Eminencia
creyó llegado el momento de asumir un tono
pedagógico:
—Así como el antisemitismo es el socialismo
de los imbéciles...
—¡Ah! ¿También está usted en el secreto de
eso?
—Desde luego; desde el momento en que
estamos procurando siempre perfeccionarnos...
Pues sí, de la misma manera el racionalismo es la
inteligencia de los tontos. Sólo un tonto consumado
se detiene en la ratio: el hombre de talento va
siempre más lejos. Hasta para los mismos tontos,
la ratio no es más que un traje de día de fiesta, el
uniforme de gala, que se pone para el público, pero
que se quita en cuanto vuelve a vivir su vida
particular, y entonces trabaja, duerme, ama y se
muere lleno de miedo, todo sin hacer caso de la
ratio... ¿Usted tiene miedo a la muerte, míster
Wandergood?

128
Como no tenía la menor gana de responder,
me quedé callado.
—Hace usted mal en molestarse, míster
Wandergood: la muerte hay que temerla. Es lo más
natural, y en tanto que existe la muerte...
De pronto, la cara de aquel mono afeitado se
puso a lloriquear y en sus ojos se reflejaron a la vez el
miedo y la furia; parecía que alguien lo hubiera
agarrado por el pescuezo, y con un golpe brusco y
violento lo hubiera hecho caer de espaldas en un
desierto, en las tinieblas, en los horrores de la selva
virgen. Tenía un terrible miedo a la muerte, un miedo
oscuro, malévolo, infinito. No necesité más palabras ni
más pruebas; me bastaba con ver aquel rostro humano
contraído y ensombrecido para inclinarme
respetuosamente con toda sumisión ante el Gran
Inquisidor1.
Pero, como aquí abajo, todos los hombres

1El autor alude el pasaje de los Hermanos Karamázov


de Fiódor Dostoievski. El Gran Inquisidor expone a Cristo
su plan para hacer a los hombres felices y devotos
mediante el engaño; Cristo con su silencio le prueba que
él es el primer engañado [N. del E.]

129
sienten y piensan de la misma manera, el míster
Wandergood que convive conmigo se puso también
descolorido; hasta tal punto tenía también miedo a
la muerte.
—¿Su Eminencia quiere tomar una copita de
algo?
Pero la Eminencia ya había tenido tiempo de
recobrarse; a sus labios asomó una fina sonrisa y
su cabeza osciló diciendo que no.
Después, recuperada totalmente la
tranquilidad, rompió de nuevo a perorar con gran
energía:
—Sí, querido míster Wandergood: mientras
exista la muerte, la Iglesia permanecerá
inamovible. Ya pueden todos ustedes atacarla,
tratar de socavarla y minar por doquier, que no
conseguirán derribarla, y, suponiendo que pudiera
llegar a caer, ustedes serían los primeros en
perecer bajo sus escombros. ¿Quién los iba a
defender entonces contra la muerte? ¿Quién les iba
a dar la dulce fe en la inmortalidad, en la vida
eterna, en la felicidad perdurable? Créame usted,

130
míster Wandergood. La humanidad no quiere saber
nada de su ratio: eso es una equivocación.
—¿Y qué es entonces lo que quiere,
Eminencia?
—¿Que qué quiere la humanidad? Mundus vult
decipi. ¿No conoce usted nuestro latín? Eso significa
que el mundo quiere ser engañado.
El viejo mono se puso de nuevo alegre; dio
de nuevo en hacer guiños y muecas, se golpeaba
las rodillas y parecía que iba a deshacerse de risa.
Yo también me reía, al ver la rara figurarle aquel
viejo tonto que jugaba con cartas señaladas.
—Entonces -le preguntó-, ¿son ustedes los que
quieren encargarse de engañar al mundo?
El cardenal volvió a ponerse grave, y replicó
tristemente:
—La Santa Sede necesita dinero, míster
Wandergood. No tengo inconveniente en confesarlo:
todos nosotros somos ahora muy socialistas y nos
ponemos del lado de los hambrientos. Que coman, que
coman; cuanto más se sacien, más la muerte...
¿comprende usted?

131
Separó ampliamente sus manos, para dar idea de
una gran red en la cual se coge el pescado, y se rio
ligeramente.
—Nosotros somos pescadores, míster
Wandergood; nada más que modestos pescadores...
Diga usted: la aspiración a la libertad es, según usted,
¿una virtud o un vicio?
—Todo el mundo civilizado considera la aspiración
a la libertad como una virtud -le repliqué, en tono
indignado.
—No esperaba otra respuesta de parte de un
ciudadano de los Estados Unidos. Pero usted,
personalmente, ¿no cree que quien traiga al hombre la
libertad sin límites, le traerá también la muerte? Porque
sólo la muerte desata todas las cadenas terrenales. ¿Y
no le parece a usted que las palabras libertad y muerte
suenan sinónimas?
Esta vez, el viejo simio me había tocado bajo la
séptima costilla. Entonces me acordé de mi
Wandergood, consulté el cronómetro que batía los
segundos dentro de mi pecho y respondí, evasivamente:
—Yo me refería a la libertad política.

132
—¿Política? ¡Lo que es por este lado, todo lo que
usted quiera!, si así le parece. Suponiendo, claro está,
que los hombres empiecen por quererla. ¿Pero está
usted seguro de que la quieren? No veo ningún
inconveniente: tanto como ellos k quieran. Es una
calumnia afirmar que la Santa Sede es el apoyo de la
reacción, como se sigue llamando todavía. Precisamente
tenía yo el honor de hallarme en un balcón del Vaticano
cuando Su Santidad bendijo solemnemente el primer
aeroplano francés que apareció sobre Roma, y estoy
seguro que de igual modo se puede dar la bendición a
una barricada. La época de Galileo ya ha pasado, míster
Wandergood, y todos sabemos hoy perfectamente que
el mundo da vueltas.
Al decir esto, hizo mover sus dedos para explicar
cómo era el movimiento de la Tierra, e hizo un amable
guiño de inteligencia, como si yo también fuera un
cómplice en aquel juego.
Dije entonces con dignidad:
—Vuestra Eminencia me permitirá que reflexione
sobre su proposición.
El cardenal dio un respingo en su sillón y puso

133
cariñosamente los dedos de su aristocrática mano sobre
mi hombro.
—¡Oh! Yo no lo apresuro, míster Wandergood. Al
contrario, es usted el que parece tenerla. Incluso estoy
seguro de que empezará por darme una negativa; pero
luego, cuando se dé usted cuenta, mediante una breve
experiencia, de lo que la humanidad necesita... Yo
también quiero, míster Wandergood, a esta
humanidad... No con tanta pasión como usted, pero la
quiero...
Al fin se levantó y, haciendo siempre los mismos
gestos y las mismas muecas, se marchó, arrastrando
tras sí, solemnemente, la sotana y distribuyendo
bendiciones.
Desde mi ventana lo vi todavía una vez más, junto
al portal, mientras se acercaba a su coche. Estaba
hablando con uno de los sacerdotes que, con su
sombrero de tres picos, plano como un plato, se
inclinaba respetuosamente ante Su Eminencia. Ahora la
cara del cardenal ya no se parecía en nada a la de un
mono viejo; más bien recordaba el hocico de un león
cansado y hambriento.

134
Aquel actor talentoso no tenía necesidad de
maquillarse y caracterizarse para salir a las tablas.
Tras él se mantenía en pie, todo de negro, un
lacayo alto, con aire de joven baronet inglés. Cada vez
que la mirada de Su Eminencia caía sobre él, el servidor
se levantaba ligeramente el sombrero de copa negro
mate.
Una vez fuera Su Eminencia, me vi rodeado por la
alegre muchedumbre de mis amigos, con los que había
ocupado, por miedo a la soledad y al aburrimiento, los
departamentos traseros de mi palacio.
Toppi se sentía orgulloso e irradiaba una felicidad
serena; había recibido tantas bendiciones que hasta
parecía haber engordado. Pintores, decoradores,
restauradores y demás gente, como se llamen, se
mostraban muy superficiales por la visita de un cardenal
y hablaban con enfática admiración de la expresión de
su rostro y de lo majestuoso de sus modales.
—Es todo un gran señor —decían.
No obstante, cuando me oyeron a mí decir, con
sencillez de piel roja, que el cardenal me recordaba a un
viejo mono afeitado, toda aquella muchedumbre vil y

135
canalla se echó a reír; incluso uno de ellos se puso a
hacer inmediatamente el retrato de Su Eminencia... en
una jaula.
Yo no soy ningún moralista para condenar
severamente a las personas por sus pecados veniales.
Ya los pagarán todos juntos el día del juicio final. Pero el
espíritu burlón de aquella muchedumbre canalla me hizo
mucha gracia.
Parece que no prestaban mucha fe a mi
extraordinario amor por el género humano, y estoy
seguro de que si se buscara en sus colecciones de
caricaturas, se encontraría con seguridad alguna
titulada; El asno de Wandergood, o cosa por el estilo. Eso
es lo que me hace a mí gracia. Estos pequeños
pecadores alegres me hacen descansar de aquel gran
pecador desagradable que tiene las manos manchadas
de sangre.
Toppi me preguntó:
—¿Y cuánto quiere?
—Lo quiere todo.
Entonces Toppi replicó con firmeza:
—No se lo dé usted todo. A mí me ha

136
prometido dignidad; peno, así con todo, no
conviene darle demasiado. Hay que economizar el
dinero.
Toppi pasa a diario ratos desagradables; le
dan monedas falsas. Cuando le ocurrió por primera
vez, se quedó muy contundido y escuchó
humildemente mis consejos.
—No lo comprendo, Toppi; un diablo viejo
como tú no debería permitir que los hombres le
tomen el pelo dándole monedas falsas. ¿No te da
vergüenza? De ese modo, el mejor día me voy a
ver arruinado.
Esto de temer que algún día pudiera verme
arruinado, Toppi lo ha tomado en serio. Se ha vuelto
muy meticuloso en cuestiones de dinero y ni las
promesas del cardenal logran que olvide mis intereses.
¡Toppi, dignidad eclesiástica!
El mono afeitado del cardenal está lampando por
mis tres mil millones. Parece que la Iglesia está en
grandes necesidades.
He estado contemplando detenidamente la
caricatura de este cardenal, y ya no me gusta

137
ahora tanto como en la primera impresión. No es
eso, no es eso. El lado ridículo está bien delineado,
pero falta el centelleo maligno que ilumina sus ojos
y que reluce bajo las grises cenizas del horror que
la muerte le inspira. La caricatura, aunque está
bien hecha, no traduce con suficiente exactitud esa
mezcla de humano y bestia que constituye, en su
conjunto, una careta abominable.
Ahora, a distancia, sin tener delante al
cardenal ni oír su agobiante risa, esa careta se me
aparece en toda su fealdad.
En resumen: es un sonsacador asaz vulgar,
no muy superior a un sablista ordinario, y no ha
venido a decir nada nuevo. Pero se ha descubierto
a sí mismo, y... —no te enfades, querido lector, de
mi descortesía americana—: detrás de su ancha
espalda, encorvada por el peso del miedo, he visto
también tu imagen. Y hasta me parece que tenías
el aspecto de un hombre que se ahoga y grita,
levantando la mirada al cielo y pidiendo socorro.
¿No sabes tú quién era el que te estrangulaba
con sus huesudos dedos? No era la Vida ni la

138
Muerte. Era lo Tercero, desconocido por ti.
Y yo, ¿conozco acaso a ese misterioso
Tercero?
Ahora te toca divertirte y burlarte de mí. Yo
he venido a ti desde las insondables profundidades,
alegre, sereno, con el conocimiento de la
inmortalidad; y heme aquí, ahora empiezo a ceder,
a tener miedo de un mono afeitado que se atreve
a decirme su bajo miedo a la muerte con ampuloso
descaro. ¡Ah!, no sólo he vendido mi inmortalidad;
la he aplastado, sencillamente, dormido, como una
madre idiota aplasta a su hijo en la cama.
La inmortalidad ha perdido la lozanía de sus
colores por la acción de tu sol y de tus lluvias, y se
ha convertido en una sustancia opaca y gris,
incapaz de cubrir el desnudo de un caballero de
bien.
El infecto pantano de Wandergood, en el que
me he hundido hasta los ojos, me envuelve en
fango, nubla mi conciencia con sus envenenados
gases y me ahoga con el hedor insoportable de su

139
putrefacción. ¿Cuándo vas a empezar tú a des-
componerte, compañero? ¿A los dos días o a los
tres? ¿O será según el clima? Para mí, el proceso
de descomposición ya ha empezado, y estoy
sintiendo náuseas.
Pero he aquí que olvidé por completo que
también puedo tener lectoras bonitas. Con el
mayor respeto íes ruego a ustedes, honorables
damas, que me disculpen por estas reflexiones tan
inoportunas y tan malolientes. Yo soy un mal
conversador y un perfumista aún más detestable.
Algo todavía peor: soy- una abominable mezcla de
Satanás con un oso americano, y me siento incapaz
de apreciar tu benevolencia.
Es decir, todavía soy Satanás; sé que aún soy
inmortal. Pero si llego a perder la inmortalidad,
¿qué va a ser entonces de mí?
En ese caso distribuiré todo lo que tengo
entre los pobres, y, junto contigo, compañero, iré
a ver al viejo mono afeitado y refregaré mi rostro
americano contra sus pantuflas. Lloraré; lanzaré
todos los gritos de dolor y de horror que me

140
arranque el miedo, y exclamaré: “Sálvame de la
muerte”.
Y el viejo mono, pulidamente afeitado,
ataviado con su sotana de gran gala, solemne y
temblando, se apresurará a engañar a este mundo,
que siente tanta necesidad de ser engañado.
Pero esto no son más que bromas. Ahora,
seriamente, el cardenal me ha sido simpático, y
voy a permitirle dorarse un poco con mis millones.
Pero estoy cansado y me voy a acostar.
Apagaré la luz y me quedaré a oscuras,
escuchando el tictac de mi reloj. Luego vendrá un
pianista genial, pero borracho, y se pondrá a
golpear en el teclado de mi cerebro. Este borracho
genial se acuerda de todo y lo olvida todo. Su
ejecución es una mezcla de inspiración elevada y
de las convulsiones de la embriaguez. Es el sueño.

141
Capítulo 2

22 de febrero de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Magnus no estaba en casa, y en su lugar me


recibió María.
Sobre mí sentí descender una inmensa
placidez. Como si estuviera en una barca con las
velas amainadas, adormecido en la calidez
meridional de la siesta en medio del mar apacible.
Ni un rumor.
Tengo miedo de moverme, incluso de abrir
más mis ojos deslumbrados por el sol; hasta de
suspirar demasiado alto y turbar esta calma
profunda.
Y, sumamente despacio, vuelvo a dejar mi
pluma sobre la mesa.

142
23 de febrero de 1914
Roma, Palazzo Orsini

En efecto, Tomás Magnus no estaba, y,


causándome la más inesperada emoción, fue María
quien salió a recibirme.
A fe mía que ningún interés tengo en contarte
de qué manera la saludé y qué es lo que acerté a
decirle en los primeros momentos. Te diré,
solamente, que mi voz era más débil de lo que
hubiera debido y que sentía unas ganas locas de
reír. Estuve mucho tiempo sin atreverme a levantar
mis ojos hacia ella; antes necesitaba vestirme
pulcramente; asear y poner en orden a esos chicos
mal educados que se llaman mis pensamientos.
Pero todos mis preparativos fueron inútiles.
Lo que yo esperaba acabó por no llegar. La mirada
de María era natural y serena; no había en ella ni
la fuerza penetrante de luz que ciega ni el divino
perdón que mata. Era una mirada tranquila y
plácida como el cielo de la campiña. Y sin saber yo

143
mismo cómo, el infierno de mi alma se iluminó
como 'por encanto con la misma serenidad. El
espíritu de guerra que en ella había desapareció
como el desfile fantástico de una retreta en la
noche, y se quedó reposada, serena y desierta,
impregnada de una profunda alegría.
Discúlpame, querido amigo, este lenguaje
poético, y dame las gracias por este meloso
“querido”; es un don que María te manda por mi
mediación.
Me recibió en el jardín y nos sentamos junto
al pretil, desde donde hay una excelente vista
sobre la campiña.
Cuando se contempla la campiña puede
prescindirse de decir tonterías, ¿no es verdad? Pero
la que miraba la campiña era ella; mientras yo
miraba sus ojos en los cuales veía la campiña, el
cielo, y otros más, hasta el séptimo, que es, según tus
cálculos, amigo hombre, el último.
Ambos guardábamos silencio, o bien
sosteníamos la con* versación, si es que quieres
calificar de tal el intercambio de frases como éstas:

144
—¿Qué montañas son aquellas?
—Son los montes Albanos. Más allá está
Tívoli.
Luego ella se puso a buscar con la vista las
casitas, blancas como granos de arena, y me las
iba designando. Yo lo iba mirando todo, y me
parecía que todo estaba también penetrado de la
calma solemne y de la placidez de ser mirado por
María. La semejanza observada entre María y la
Madona no me extrañaba. ¿Cómo puede extrañar
que una cosa se parezca a sí misma?
Una tranquilidad profunda e infinita envolvía
mi alma. No tengo palabras ni comparaciones con
qué describirte esa gran tranquilidad extraordinaria
y serena. Me sigue viniendo a la mente esa maldita
barca con las velas amainadas, donde no he subido
en mi vida porque tengo miedo al mareo. ¿Quizá
me ha sido inspirada esta idea porque mi camino
ha sido alumbrado por la estrella de los mares?
Sí, yo me mecía en aquellos minutos
inolvidables; en aquella barca, si tú quieres. Yo lo
era todo y nada. Ya ves en qué absurdos se viene

145
a dar cuando míster Wandergood empieza a buscar
comparaciones.
Tanta era mi tranquilidad que incluso dejé de
mirar a los ojos de María: me limitaba simplemente
a creer en aquellos ojos, que era aún más que
mirarlos. Cuando sea preciso, los volveré a
encontrar; entretanto, quiero ser la barca con velas
bajas, quiero serlo todo y nada. Una sola vez una
ligera brisa me perturbó con su roce; pero fue por
un instante brevísimo: fue cuando María me señaló
la Vía Tiburtina, que cortaba como un hilo blanco
el verdor de las colinas.
—¿Ya ha ido usted por ese camino? —me
preguntó.
—Sí, varias veces, signorina.
—Yo lo miro muchas veces, y pienso que
debe de ser muy agradable ir por él en automóvil,
¿Es veloz su automóvil?
—¡Ya lo creo, signorina! Es muy rápido. Pero
para quien es por sí mismo el espacio infinito —
añadí, con cariñoso reproche—, todo movimiento
es superfluo.

146
¡María y el automóvil! ¡Un ángel alado que se
mete en un vagón del Metropolitano para
trasladarse rápidamente de un lugar a otro! ¡Una
golondrina tirada por una tortuga! ¡Una flecha que
hace su camino sobre la deforme espalda de un
mozo de cuerda! ¡Cómo mienten todas las
comparaciones! ¿Qué falta hacen golondrinas, ni
flechas, ni otros símiles sobre el rápido movimiento
de María, cuando ella contiene en sí misma todos
los espacios posibles e imaginables?
Estas comparaciones se me han ocurrido
ahora, después de mi entrevista con María; pero
mientras estaba con ella, mi calma era tan grande,
tan ilimitada, que no tuve lugar para ninguna otra
idea, para ningún otro sentimiento, salvo los de la
eternidad y de la luz divina inextinguible.
Todo aquel día mi alma estuvo embebida en
la gran serenidad y nada hubiera sido capaz de
perturbarla.
Probablemente, mi coloquio con María debió
durar muy poco. En seguida llegó Tomás Magnus,
que me dirigió unas cuantas frases de bienvenida.

147
Un pez volador, apareciendo un instante sobre el
mar, no perturba la tranquilidad de su superficie
más de lo que perturbó la mía la aparición de
Magnus. Casi me pasó inadvertida. Se puede decir
que me lo tragué, como una ballena se traga un
arenque, sin sentir mayor pesadez en su
estómago.
Pero tengo la satisfacción de constatar que
Magnus era amable y alegre: me estrechó la mano
con mucha efusión y cariño, y sus ojos serenos me
miraron con bondadosa expresión.
Hasta su cara me pareció menos pálida y
menos cansada que de costumbre.
Fui invitado a almorzar. Pues bien, para
satisfacer tu curiosidad, empezaré por decirte que
me quedé con ellos hasta una hora muy avanzada
de la noche.
Cuando María nos dejó, le conté a Magnus la
visita del cardenal. La cara alegre de Magnus se
ensombreció ligeramente y en sus ojos se encendió
aquel centelleo maligno que yo conocía tan bien.
—¿El cardenal X? ¿Ha ido a verlo a usted?

148
Le conté todos los detalles de mi plática con
el viejo mono afeitado, y añadí, modestamente,
que me había parecido un sonsacador de muy poca
talla.
Magnus hizo un mohín de disgusto y replicó
severamente:
—Hace usted mal en tomarlo a risa, míster
Wandergood. Conozco al cardenal desde hace
mucho tiempo y no le pierdo nunca de vista. Lo
espío. Es un déspota muy malo, cruel y peligroso.
A pesar de su exterior ridículo, es astuto,
despiadado y vengativo como el mismísimo
Satanás.
¡También tú, Magnus! ¡También tú me sales
comparándolo con Satanás! ¡Ese mono afeitado
que hace muecas es un espejo de Satanás! Pero
supe dominar mi cólera. Cayó como una piedra en
el agua hasta el fondo de mi felicidad, y seguí escu-
chando a Magnus. Su coqueteo con los socialistas,
sus bromas a propósito de Galileo, no son más que
una mentira. A semejanza de los enemigos de
Cromwell que lo ahorcaron después de muerto,

149
quemaría con gusto los huesos de Galileo; eso de
que la Tierra dé vueltas es, para esa Eminencia,
una especie de ofensa personal.
—Pertenece a la vieja escuela, míster
Wandergood; para apartar obstáculos de su
camino, no se detendrá ante nada: ni ante el
veneno, ni ante el asesinato con un revólver en una
calle; por supuesto, eso después de tomar todas
las
precauciones para no ser cogido in fraganti y
poder atribuir el suceso a una desgraciada
casualidad. Usted sonríe; pero yo no puedo sonreír
cuando miro al Vaticano, donde hay personas como
el cardenal X, y las hay siempre. Tenga mucho cui-
dado, míster Wandergood: usted se halla ahora en
la órbita de su mira y de sus intereses, y estoy
seguro de que decenas de ojos siguen cada uno de
sus movimientos; acaso yo mismo soy también
espiado por sus agentes. Mucho cuidado, amigo
mío.
Llegó a parecerme que Magnus estaba muy
emocionado. Yo, en un impulso de sinceridad, le

150
estreché calurosamente la mano.
—¡Ay, Magnus, Magnus...! Cuando va usted,
por fin, a aceptar ayudarme.
—Ya sabe usted que no siento amor por los
hombres. Es usted quien los quiere, míster
Wandergood, y no yo.
En sus ojos brilló un leve centelleo irónico.
—El cardenal dice que no es necesario amar
a los hombres para hacerlos felices. ¡Al contrario!
—¿Y quién le ha dicho a usted que yo tengo
interés en que los hombres sean felices? Es usted
quien desea que lo sean y no yo. Puede dar sus
millones al cardenal X: su secreto de la felicidad no
vale menos que el de tantos otros. Es verdad que
el procedimiento que él preconiza tiene un pequeño
defecto; y es que, para darles la felicidad, empieza
por matar a los hombres. Pero eso no tiene gran
importancia. Usted, míster Wandergood, es un
hombre de negocios, y no conoce bien, según veo,
el mundo de los inventores de mejores remedios
para hacer feliz a la humanidad. Esos remedios son
más numerosos que los que se anuncian para curar

151
la calvicie. Yo también he sido soñador, y en mi
juventud me dediqué a hacer inventos... sobre
todo en el dominio de la química... En un
experimento desgraciado llegué a quemarme el
pelo. Celebro mucho no haberlo encontrado a usted
con sus millones en aquella época...
Todo esto son bromas, míster Wandergood;
pero si quiere usted un consejo serio, críe usted y
multiplique sus cerdos, convierta sus tres mil
millones en cuatro mil; eche usted al mercado
conservas que no estén demasiado podridas y no
se preocupe de la dicha de la humanidad. Mientras
el mundo conserve la afición a los buenos
jamones» no lo privará a usted de su cariño.
—¿Y los que no tienen dinero para comprar el
jamón?
—¡A usted qué le importa! Los que se morirán
de hambre serán ellos y no usted. Y si el hambre
los a hace gritar demasiado, no será usted sólo el
que oiga sus gritos.
Hizo una pequeña pausa y, cambiando de
tono, añadió:

152
—Lo felicito por su nueva residencia. Conozco
muy bien la Villa Orsini; es una hermosa reliquia
de la vieja Roma.
¡Afortunadamente no se puso a darme
también una conferencia sobre mi nuevo palacio!
Decididamente, Magnus no quería saber nada
de mí; nuevamente me echaba a un lado de una
manera bastante brusca y descarada; pero su tono
no era hostil y sus ojos oscuros seguían mirándome
con expresión de bondad y dulzura. ¡Tanto peor!
¡Que se lleve el diablo a la humanidad con su dicha
y con el jamón que necesita! Quizá con el tiempo
acabe por encontrar un camino para llegar al
cerebro obstinado de Magnus, pero por el
momento me interesa sobre todo conservar mi
serenidad y... ¡A nadie cederé a María!
¡La gran serenidad y Satanás! ¿No sería esto
una gran idea para una buena comedia? Mi labor
cómica se hace interesante. Para ser un gran
embustero, no basta con engañar a los demás:
también es necesario saber engañarse a sí mismo,
mentir con tal habilidad, que uno acabe por creerse

153
a sí mismo. ¡Ése es el verdadero arte!
Después del almuerzo estuvimos los tres
recorriendo las bajas colinas de la campiña.
La primavera estaba en sus comienzos: el
verdor aun no cubría del todo la llanura, y en la
hierba, de un verde claro demasiado joven todavía,
no se veían sino escasas manchas de florecillas
blancas. E1 viento era suave y perfumado. Las
casitas del lejano Albano se dibujaban
clarísimamente a través de la pureza del aire.
María iba delante, y, de vez en cuando, se
detenía, fijando sus hermosos ojos en lo que veía
alrededor. Voy a encargar a mi pintor que me haga
el retrato de la Madona sobre un tapiz de tierno
verdor con florecitas blancas.
Como veía a Magnus tan alegre y cordial, le
hablé una vez más del parecido de María con la
Madona y le conté que mis pobres pintores estaban
recorriendo toda la ciudad en busca de un modelo
para pintarme a la Virgen.
Él se rio, y luego confirmó, hablando en serio,
mi opinión sobre este extraordinario parecido. Pero

154
su fisonomía se ensombreció con una nube de
tristeza.
—Es un parecido fatal, míster Wandergood.
¿No recuerda usted que, en momentos para mí
penosos, le he hablado de sangre? Pues bien; a los
pies de María ya ha corrido sangre: la de un noble
joven, cuya memoria respetamos los dos. El velo
no es sólo necesario para cubrir el rostro de la diosa
Esas: hay rostros fatales, parecidos fatales que
perturban nuestras almas y nos llevan a la
perdición. Yo mismo, aunque soy el padre de María,
apenas oso acercar mis labios a su frente pura; y
me pregunto qué obstáculos insuperables no
levantará por su propia voluntad el amor, cuando
nazca en el corazón de un hombre.
Fue el único momento de aquel día lleno de
felicidad en que el mar de mi alma se sintió turbado
por nubes amenazadoras, híspidas como la barba
del rey Lear, y el huracán hizo una furiosa tentativa
para rasgar las velas de mi barca. Entonces,
levanté mis ojos hacia María, encontré su mirada,
ciara y serena como el cielo que nos cobijaba, y el

155
viento huyó llevándose consigo las sombrías
nubes. No sé si estas voces marineras te dirán
algo; de todos modos, necesito decirte que mi
tranquilidad se recobró del todo. Soy una ligera
barca de velas blancas que flota sobre la
profundidad de todo un océano.
El día ha sido largo y sereno. Yo me recreaba
en ver con qué tranquila regularidad el Sol iba
descendiendo de lo alto hacia el confín de la Tierra;
cómo iban apareciendo las estrellas, una tras otra,
primero las mayores, luego las pequeñas, hasta
que todo el cielo centelleó; cómo las tinieblas
habían ido envolviendo al mundo y cómo, a su
hora, apareció la Luna, primero roja, como
herrumbrosa, pero cada vez más brillante, según
iba ascendiendo; y cómo, lenta y
majestuosamente, empezó a hacer el mismo
camino, que, irradiando calor, había hecho de día
el Sol.
Pero mi encanto fue todavía mayor cuando
nos sentamos con Magnus en una habitación en
penumbra, escuchando a María, que tocaba el arpa

156
y cantaba.
Oyendo aquel instrumento comprendí la
predilección que, en la música, tiene el hombre por
las cuerdas tensas. Yo mismo era en aquellos
momentos una cuerda tensa; incluso cuando el
dedo había dejado de tocar, el sonido vibraba aún,
cada vez más débil, y agonizaba tan lentamente, a
tal profundidad, que todavía ahora lo estoy
oyendo.
De pronto, vi que la atmósfera entera estaba
llena de cuerdas tensas en vibración: están
tendidas entre las estrellas, colgando sobre la
Tierra o entremezcladas unas con otras, y todas
pasan por mi corazón como los hilos telefónicos por
una estación central, si es que quieres
comparaciones más comprensibles. Comprendí
algo más al oír a María tocar y cantar...
No, Wandergood: tú eres sencillamente un
animal. Cuando me acuerdo de tus lamentos
vulgares sobre el amor y sus canciones, siempre
las mismas, demasiado monótonas, como tú sueles
decir, me dan ganas de mandarte al chiquero con

157
los cerdos. Verdaderamente, eres un animal
inmundo e insoportable y me avergüenzo de haber
perdido una hora entera escuchando tus gañidos.
Puedes despreciar las galanterías y las caricias,
maldice si quieres los abrazos fogosos, pero
¡cuidado con tocar al amor!, porque sólo a través
del amor te es posible lanzar una furtiva mirada
hacia la eternidad.
Vete, amigo mío. Deja solo a Satanás, que en
las más oscuras profundidades del alma humana se
ha encontrado de repente con luminosidades
nuevas e inesperadas. Déjame. Tú no debes ver la
admiración y la alegría de Satanás.
Era ya medianoche y la Luna estaba muy alta
en el cielo cuando dejé la casa de Magnus y mandé
a mi chofer ir por la Vía Nomentana: tenía miedo
de que la gran placidez huyera de mí y quise
permanecer el mayor tiempo posible en las tran-
quilas planicies de la campiña. Pero el movimiento
demasiado rápido del automóvil turbaba mi
silencio, y lo dejé. Pronto lo vi como dormido a la
claridad de la Luna, a modo de un gran peñasco

158
negro que dibujaba su sombra sobre el camino; me
lanzó por última vez la luz moribunda de su faro y
se transformó en algo invisible.
Así me quedé solo con mi sombra.
Yo y mi sombra seguimos andando por la
blanca carretera; nos deteníamos de cuando en
cuando unos momentos, y luego seguíamos.
Me senté en una piedra al borde del camino,
y mi negra sombra se escondió tras mi espalda. Y
una gran tranquilidad descendió sobre la Tierra,
sobre todo el orbe, y la Luna vino a rozar la frialdad
de mi frente con su gélido beso.

159
2 de marzo 1914
Roma, Palazzo Orsini

Estoy pasando todos estos días en una


soledad profunda.
Mi encamación en hombre comienza a
inquietarme. Cuanto mi tiempo transcurre, mis se
debilitan mis recuerdos sobre lo que he dejado al
otro lado de la muralla en que termina lo humano.
Cuantas mis horas pasan, mis se debilitan mis
imágenes; la muralla se ha hecho para mí
impenetrable; ya no veo al otro lado mas que
sombras vagas, de contornos casi indiscernibles.
Mi oído se vuelve también mas débil cada vez: oigo
el murmullo de un salón bajo el pavimento, pero
soy sordo al estrépito de. los truenos que
descargan sobre mi cabeza. Me envuelve un falso
silencio y en vano me esfuerzo en escuchar la voz
de las revelaciones supremas que habla ai otro lado
del muro.
Cada vez se va alejando mis de mí la verdad.
En vano pretendo alcanzarla con las flechas de mis

160
palabras: las flechas pasan sin tocarla. En vano me
esfuerzo en encerrarla en el estrecho círculo de mis
pensamientos, ciñéndola con un anillo de hierro: la
prisionera se escapa como el aire, y lo que abrazo
es sólo el vació.
Aun anoche me pareció que ya la tenía, que
la había cogido y atado a la pared con una gruesa
cadena; pero al despertar, a la mañana siguiente,
vi que lo que había atado a la pared no era mis que
un esqueleto. De su oídlo pendía la cadena
herrumbrosa, y él se reía insolentemente de mí,
enseñándome los dientes.
Ya ves que de nuevo vuelvo a buscar palabras
y comparaciones de las que quiero servirme como
de un litigo
haciendo huir a la verdad. Pero ¿qué puedo
hacer yo, si he dejado en casa todas las armas y
me veo obligado a surtirme en tu arsenal que no
vale nada? Encarna en hombre a Dios mismo, si te
place, e inmediatamente empezará a hablarte en
buen hebreo o en francés, y no te dirá más que lo
que bien se pueda en estas lenguas. ¡Y eso que es

161
Dios! Y yo no soy más que Satanás, un modesto e
imprudente diablo encarnado en hombre.
Ha sido una gran imprudencia de mi parte,
pero mirando desde allá, tu vida humana... No,
espera, he aquí que vuelvo a mentir. Al leer la
palabra “allá”, te has imaginado en seguida que es
un lugar muy lejano, ¿no es cierto? Quizá hasta te
has puesto a hacer el cálculo aproximado de los
kilómetros que hay de tu Tierra a ese “allá”. Para
eso tienes a tu disposición un número ilimitado de
ceros. Pero te equivocas, amiguito. Mi “allá” está
muy cerca de ti. Deja, pues, el metro, renuncia a
los cálculos, y escucha tranquilamente, como si el
cronómetro que tienes en el pecho no te fuera
contando los segundos de la vida.
Pues bien: cuando miré desde “allá”,
sigamos, si te place, llamándole así, tu vida
humana me pareció un divertido y alegre juego de
átomos que no mueren jamás.
Tú sabes, por supuesto, lo que es un teatro
de guiñol. Cuando un muñeco se rompe, se le
remplaza por otro y el espectáculo continúa: la

162
música no se detiene, el público aplaude, y resulta
muy divertido. ¿Acaso el espectador se preocupa
por averiguar adonde habrán echado los pedazos
del muñeco roto? ¡Ni por asomo! El público atiende
al espectáculo y se divierte.
Yo también me divertía así: la musiquilla era
alegre y los cómicos hacían gracias de todas clases
que producían la hilaridad general. Aquella
comedia me gustaba tanto que me dieron ganas de
tomar parte en ella como actor. ¡Ah! En aquel
entonces aún no sabía yo que esto no era una
comedia; que el cajón de la basura donde se echan
los añicos del monigote destrozado resultaba tan
horrible cuando era uno mismo él echado allí, y que de
aquellas roturas mana sangre. Yo no sabía nada de esto.
¡Tú me has engañado, compañero!
Pero tú te asombras y haces guiños de
desprecio con tus ojos de plomo, diciendo: “Vaya
un Satanás más tonto que no sabe unas cosas tan
sencillas”. Tú estás acostumbrado a respetar a los
diablos; el peor de ellos te parece digno de ocupar
una cátedra en cualquier universidad. Tú ya

163
estabas dispuesto a darme tu dólar, como a un
buen profesor de la magia blanca o negra, y de
repente resulta que soy un ignorante, hasta para
las cosas más elementales.
Comprendo tu decepción. Yo mismo respeto
a los que saben decir la buena fortuna y echan las
cartas, y me avergüenzo de confesar que no soy
capaz de hacer con éstas ni el más inocente juego
de manos. Pero para mí la verdad está por encima
de todo, y lo confieso francamente: sí, ignoraba
hasta las cosas más ordinarias. Probablemente es
debido a la frontera que nos separa; de igual modo
que tú desconoces las cosas mías y no sabes ni
siquiera una cosa tan sencilla como pronunciar mi
nombre, así yo no sabía nada de ti, que eres mi
sombra sobre la Tierra.
Ahora es cuando empiezo a ver un poco claro
entre la confusión de tu riqueza. Figúrate que
inclusive calcular no lo he aprendido más que de
mi Wandergood. Solo, sin la ayuda de los dedos
hábiles y experimentados de este buen
Wandergood, no hubiera sido capaz ni de

164
abrocharme la americana.
Ahora ya soy un hombre como tú. El sentido
limitado de mi existencia lo considero como una
importante adquisición en el dominio del saber.
Cuando, por ejemplo, me toco la nariz, lo hago con
el mayor respeto; porque para mí no es una simple
nariz, sino todo un axioma.
Ahora soy también un muñeco en un teatro
de fantoches, y mi cabeza de porcelana da vuelta
a la derecha y a la izquierda, al mismo tiempo que
mis manos se mueven, ya hacia arriba, ya hacia
abajo. Estoy alegre, hago mi papel y lo sé todo...
Menos una cosa: quién es el que tira de los hilos
que me hacen mover. Y desde lejos veo el cajón de
la basura, donde asoman al aire dos hermosas
piernas cuyos pies calzan elegantes zapatos de
baile...
No, no es ésta la comedia a que había
aspirado. La presente me recuerda tan poco el
placer y la alegría como los ataques de un
epiléptico me pueden recordar un bonito baile de
negros. Aquí cada uno es lo que es, aunque quiera

165
ser otra cosa que no es. Es una interminable serie
de mentiras, que yo había tomado por divertida
comedia. ¡Qué error tan burdo! ¡Qué estupidez ha
sido esta de Satán, a quien se califica de tan listo
y tan poderoso!
Aquí todo el mundo lleva a otro ante un
tribunal: los vivos a los muertos, los muertos a los
vivos, la historia a unos y a otros, y Dios mismo
juzga la historia. ¿Y es esta interminable vista, este
repugnante desfile de testigos falsos, de
juramentos en falso, de falsos jueces y de falsos
explotadores lo que yo había tomado por una
divina comedia? ¿No me he equivocado desde el
primer momento? ¿Adónde vamos a parar por este
camino? Veo que palideces, tu dedo tembloroso
hace una señal... ¿Adónde señala? ¿Es quizá al
cajón de la basura...?
Ayer pregunté a Toppi sobre su vida anterior,
cuando encarnó en hombre la primera vez... Me
atormentaba la necesidad de saber qué es lo que
siente un muñeco cuando se rompe el hilo que lo
hacía mover. Hemos encendido cada uno la pipa y

166
ante sendos bocks de cerveza, como unos buenos
burgueses alemanes, hemos iniciado una plática un
tanto filosófica. Pero esa cabeza roma lo ha
olvidado casi todo; de suerte que mis preguntas
han puesto al hombre en una endemoniada
confusión.
—Pero ¿es posible que lo hayas olvidado,
Toppi?
—Cuando usted vaya a morirse, ya lo verá
por sí mismo. A mí no me hace maldita gracia
acordarme de aquello; no tiene nada de agradable.
—¡Ah! ¿Es desagradable?
—¿Acaso ha oído usted, una sola vez, hablar
bien de ello?
—Sí, es cierto; hasta ahora nadie ha hablado
con entusiasmo de ello.
—Ni ha hablado ni hablará jamás. Se lo
garantizo.
Guardamos silencio durante un rato.
—¿Te acuerdas tú de dónde procedes?
—¿Yo? De Illinois, como usted.
—No, no es esto lo que quiero decir. Me

167
refería a otra cosa, a tu origen. ¿Te acuerdas de tu
verdadero nombre?
Toppi me miró con extrañeza, palideció
ligeramente, y, en silencio, se puso a limpiar
flemáticamente su pipa. Luego se levantó y dijo,
evitando mirarme:
—Le ruego, míster Wandergood, que no me
hable nunca más así. Soy un honrado ciudadano de
los Estados Unidos y no comprendo sus alusiones.
¡Ya lo creo que se acuerda! Por algo cambia
de color con tanta facilidad. Pero se esfuerza en
olvidar, y pronto acabará por olvidarlo del todo. El
doble fardo de la Tierra y el cielo pesa demasiado
sobre sus lomos, y se siente atraído por el centro
de gravedad de la Tierra. Cuando pase algún
tiempo más y yo me ponga a hablarle de Satanás,
me meterá en una casa de locos, o bien acudirá
con sus quejas al cardenal X.
—Ya sabes que te aprecio, Toppi -dije,
dándole un beso en la nuca, como hago siempre
con los que quiero bien-. Tú estás encamado en
hombre de un modo admirable.

168
Y me volví otra vez al verdeante desierto de
la campiña. Cada vez que me acosa alguna
tentación, me voy al desierto, como tenían
costumbre de hacerlo los grandes santos.
Allí he estado mucho tiempo llamando y
conjurando a Satanás; pero él no ha querido acudir
a mis conjuros. Me postré en el polvo y estuve
largo rato implorándolo sin descanso. Al fin sentí
unos pasos ligeros, muy imprecisos, y una cierta
fuerza luminosa me levantó en vilo. Y de nuevo vi
el abandonado Edén, sus verdes praderas, sus
albores que nunca anochecen; su suave
luminosidad sobre las aguas tranquilas. De nuevo
oí el sordo susurro de labios inmateriales, y ante
mi vista se apareció la Verdad. Y le tendí mis brazos
encadenados, implorándole que me liberara.
—¡María!
¿Quién había pronunciado aquel nombre?
Inmediatamente Satán había huido, la suave luz se
había apagado sobre las aguas tranquilas, la
Verdad, asustada, había desaparecido, y heme de
nuevo allí, sentado en el suelo, contemplando con

169
la tristeza de mis ojos la tristeza del mundo
extendido ante mí; encadenados mis brazos sobre
mis rodillas.
—¡María!
Siento tener que confesar que todo esto es
pura invención mía: lo mismo la aparición de
Satanás con su andar impalpable, que las praderas
verdes del Edén y los brazos encadenados.
Necesitaba llamar la atención y no he podido pres-
cindir del Edén y las cadenas, esos dos conceptos
opuestos con que caracterizas los dos polos de tu
vida. Además, ¡los jardines del Edén son una cosa
tan bonita y las cadenas una tan horrible! ¡Cuánto
más interesante no es esto que el estar
simplemente sentado en una colina polvorienta,
con un cigarro en la mano completamente libre,
meditar en el abandono y mirar el camino,
bostezando, en espera del chofer con el auto! Si he
mencionado a María, ha sido simplemente porque
desde mi colina se ven los negros cipreses que
rodean la casita blanca de Magnus. Ha sido sólo
una asociación de ideas y nada más...

170
¿Es que acaso un hombre, con su vista
humana, puede ver a Satanás? ¿Es que, con su
imperfecto oído, es capaz de percibir murmullos
inmateriales? ¡Qué más ha de poder!
Yo te ruego que me llames, sencillamente,
Wandergood. A partir de ahora, yo no soy más que
míster Wandergood: Henry Wandergood, de
Illinois. Es mi nombre, y te contestaré con mucho
gusto siempre que me llames por él.
Pero si algún día ves que mi cabeza está
hecha añicos, examínalos bien: allí estará en letras
rojas el orgulloso nombre de Satanás. Entonces
inclínate profundamente y salúdalo con el mayor
respeto; pero no necesitas acompañar los restos
de mi cabeza hasta el cajón de la basura; no es
necesario demostrar demasiado respeto por las
cadenas rotas.

171
9 de marzo de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Anoche tuve una conversación muy seria con


Tomás Magnus. Cuando María se retiró a su cuarto,
quise, como de costumbre, volver a casa; pero
Magnus me retuvo.
—¿Adonde va usted a ir, míster Wandergood?
Vale más que pase la noche aquí. ¿No oye cómo
zumba marzo loco?
Hacía unos días que venían acumulándose
densas nubes sobre el cielo de Roma; la lluvia
azotaba furiosamente con oblicuos latigazos,
muros y ruinas. Por la mañana había leído en el
boletín meteorológico de uno de los diarios: “Cielo
nuvo lo, il vento forte e mare molto agitato”.
Al caer la tarde, aquel mal tiempo degeneró
en una tempestad, y el mar, a través de los veinte
kilómetros que lo separan de Roma, nos hizo llegar
un salado aliento.
Entonces la campiña, a modo de mar

172
romano, sumamente agitada, también se puso a
cantar con todas las voces de la tempestad. Parecía
por momentos que sus inmóviles colinas también
empezaban a conmoverse sobre sus bases y, como
olas de tierra, avanzaban amenazando los muros
de la ciudad.
Marzo, enloquecido, fraguador de tormentas
y temores, asolaba furioso la llanura, cogía por la
cabeza cada mata y la hacía bajar con fuerza hasta
el suelo, aullaba como una fiera perseguida y
lanzaba rabiosamente ventadas contra los
cipreses. A veces les arrojaba proyectiles más
pesados: arena, pedruscos. A sus embates
retemblaba el techo de la casa de Magnus, y sus
paredes resonaban como si la fiera acosada se
encontrara, dentro, bramando de espanto y de
rabia.
Toda la noche estuvimos escuchando la
tempestad. María estaba tranquila, pero Magnus
manifestaba un visible nerviosismo, se frotaba sus
grandes manos blancas y escuchaba con ansiedad
la sinfonía del vendaval: sus silbatos estridentes de

173
bandido, sus bramidos, sus carcajadas y sus
lamentos. El viento, con su hábil arte, hacía al
mismo tiempo el papel de asesino y de víctima:
ahogaba a su presa y clamaba pidiendo socorro.
Si Magnus hubiese tenido las orejas largas
como muchos animales, las habría tenido erguidas
aquella noche. Su perfilada nariz se estremecía;
sus oscuros ojos se hacían aún más negros, como
si reflejaran las nubes acumuladas en el cielo; sus
finos labios se contraían en un rictus de extraña
sonrisa. También yo me sentía sobrecogido; desde
mi encarnación en hombre, era la primera vez que
presenciaba una tempestad semejante; despertó
en mí todos los antiguos temores. Con un pánico
casi infantil evitaba mirar a las ventanas tras las
cuales se acumulaba la negra noche. “¿Por qué no
nos alcanza a nosotros? -pensaba-. ¿Es que
realmente los cristales serían para ella un
obstáculo invencible si se propusiera entrar?”
Más de una vez oímos llamar con fuerza al
portón, el mismo al que llamamos Toppi y yo la
noche de la catástrofe.

174
—Debe ser mi chofer que viene a buscarme
—dije—. Habría que ir a abrirle.
Magnus me lanzó una furtiva mirada de
tristeza y replicó:
—Por ese lado no hay camino; el automóvil
no puede venir por ahí. Es marzo loco que insiste
en que le abramos.
Diríase que marzo loco había oído aquellas
palabras; viendo que lo habíamos reconocido y que
no le iba a ser posible entrar, lanzó una grosera
carcajada y se marchó silbando.
Pero pronto volvieron a sonar nuevos golpes
sacudiendo el portón; se oyeron distintamente
varias voces, ya gritando agitadas,
interrumpiéndose mutuamente, ya implorando y
suplicando; por momentos se mezclaba con ellas el
llanto de un niño.
—Son gentes extraviadas —dije—. ¿No oye
usted? Hay un niño que llora... Habría que ir a
abrir.
—Iré a ver -dijo Magnus de mal talante.
—Lo acompaño, Magnus.

175
—No, no se moleste usted, Wandergood, ya
tengo suficiente compañía con éste.
Sacó del cajón su revólver -el mismo que le
vi guardar el día en que nos conocimos—, lo tomó
con cierto cariño en su ancha mano y se lo echó
cuidadosamente al bolsillo. Cuando estuvo fuera,
pude oír con toda claridad los gritos que lo
recibieron.
No sé por qué, pero en el transcurso de
aquella velada había evitado las claras miradas de
María, y ahora, al quedarme a solas con ella, sentí
un cierto embarazo. Repentinamente experimenté
la ardiente necesidad de postrarme en el suelo,
arrastrarme de rodillas hacia ella y echarme á sus
pies, encogiéndome todo lo posible, para que su
vestido rozase suavemente mi rostro. Me pareció
que me crecía pelo en la espalda y que, si me
acariciaran, saltarían chispas... Mentalmente, iba
acercándome cada vez más a María, siempre
arrastrándome de rodillas, cuando Magnus volvió a
entrar.
Sin decir palabra, dejó nuevamente su

176
revólver en el cajón.
Afuera ya no se oían gritos ni llantos.
—¿Quién era? —preguntó María.
—El loco de marzo —respondió su padre.
—Pues a mí me parece que ha estado usted
sosteniendo un breve diálogo con él -dije,
bromeando y tratando de dominar los
estremecimientos que me daba el frío que había
entrado junto con Magnus.
—Sí, le dije que era una falta de atención
traer consigo un séquito tan sospechoso. Él lo
comprendió, se excusó, y no volverá más.
Magnus sonrió y añadió:
—Estoy seguro de que esta noche todos los
bandidos de Roma y de la campiña piensan en
emboscadas, en sangre, y besan sus puñales como
si fueran sus amantes.
Entonces volvió a oírse ruido, como si alguien
llamara otra vez a la puerta.
—¿Todavía? —exclamó Magnus colérico,
como si realmente contara con la promesa del loco
marzo de no volver más.

177
Pero momentos después se oía la bocina. Era
el chofer,
María se retiró a su cuarto y Magnus me
propuso, como ya he dicho, quedarme a pasar la
noche. Tras una corta vacilación, acepté; aunque
Magnus, con su extraña sonrisa y su revólver, me
hacía poca gracia, y la estúpida oscuridad de
aquella noche me la hacía menos.
Mi amable huésped fue a decir
personalmente al chofer que yo me quedaba y que
él podía retirarse. Por una de las ventanas vi al
automóvil lanzar dos largos haces de luz eléctrica
deslumbradora, y entonces sentí de pronto un gran
deseo de volver a casa con mis pecadores amigos
que, en espera de mi regreso, estarían sentados
bebiendo. ¡Ah! Desde hace mucho he renunciado a
la virtud y llevo una vida viciosa entre crápulas y
juego.
Una vez más, como en el curso de la primera
noche, aquella casita blanca, aquella alma de
María, me pareció sospechosa y preñada de

178
peligros; aquel revólver, aquellas manchas de san-
gre en la blancura de las manos... ¿Quizá habría
aún manchas de sangre en alguna parte...?
Pero ya era demasiado tarde para cambiar de
decisión; el automóvil se había marchado.
Magnus volvió unos momentos después, y su
negra barba me pareció muy bonita a la luz. Sus
ojos miraban con afectuosa sonrisa. En sus
grandes manos traía, ya no armas, sino sendas
botellas de vino. Desde la puerta, me dijo:
—En una noche como ésta no queda otro
recurso que beber. Hasta el crapuloso marzo me
ha parecido esta noche completamente ebrio. ¿Me
hace usted el favor de darme su vaso, míster
Wandergood?
Pero una vez escanciado el licor, Magnus, a
despecho de sus ínfulas de calavera alegre, tocó
apenas con los labios su vaso y se hundió en su
sillón, dejándome en plena libertad de beber y
charlar.
Sin apresurarme, escuchando el zumbar del
viento y pensando que la noche iba a ser muy

179
larga, conté a Magnus la nueva visita que me
acababa de hacer el cardenal X.
Parece que, en efecto, el cardenal me sigue
mediante espías. Lo más raro y estupendo es que
ha podido captar la benevolencia del incorruptible
Toppi. Este, sin dejar de ser para mí un amigo fiel,
se ha vuelto sombrío, va casi todos los días a misa
y en tono solemne trata de persuadirme de que me
convierta al catolicismo.
Magnus escuchaba con calma mi relato. Con
más abandono aún, le conté toda una serie de
atentados fracasados contra mi bolsillo:
innumerables súplicas, que yo recibía diariamente,
mal redactadas, en las que la verdad tomaba el
aspecto de la mentira. Gracias a la pesada
monotonía de las lamentaciones, de los homenajes
y de la infantil adulación; proposiciones de
inventores chiflados; de autores de proyectos
descabellados, la mayor parte de los cuales
procuraban aprovechar los pocos días de libertad
que les quedaban entre sus dos estancias en la
cárcel; de toda clase, en fin, de gente hambrienta,

180
mareada por el tufo de mis millones. Mis se-
cretarios, de los cuales tengo ahora media docena,
apenas tienen tiempo de leer tantos papeles
empapados en lágrimas y de contener a los
solicitantes, que no acaban nunca de hablar y
acechan con alevosía todas las veces que salgo de
mi palacio.
—Temo verme obligado -le dije a Magnus-
a abrir un camino subterráneo: esa gente me
espera hasta por las noches. Caen insistentemente
sobre mí, como buscadores de oro con piqueta en
mano sobre una mina de Klondike,2 esforzándose
en clavarme sus mojones, para hacer valer su
propiedad de derechos. La charlatanería de los
malditos periódicos sobre los millones que, a lo que
dicen, estoy dispuesto a dar al primero que se
presente con una pierna rota o con el bolsillo vacío,
los ha vuelto locos a todos. A lo mejor, una de estas
noches, van a acabar por cortarme en pedazos y
devorarme. Han organizado una especie de

2Klondike, famoso yacimiento en el territorio de Canadá.


[N. del E.]

181
peregrinación a mí, como quienes van a Lourdes;
vienen con sus valijas y todo. Las señoras de mi
patronato, que me consideran de su propiedad,
han sabido crear para mí un verdadero infierno
dantesco donde nos encontramos todos los días.
Ayer estuvimos viendo allí, más de una hora
seguida, a una vieja idiota cuyo único mérito
consistía en haber sobrevivido a su marido, a sus
hijos y a todos sus nietos, y que ahora necesita
dinero para comprarse rapé. Un viejo, sumamente
pesado, no quiso callar, ni siquiera tomar el dinero,
hasta que no pasamos todos, uno por uno,
nuestras narices por la llaga que tiene en la pierna.
En efecto: huele bastante mal. Ese viejo constituye
uno de los mejores ejemplares de que disponen
esas damas caritativas, y, como todos los
favoritos, es de lo más caprichoso...
Hice una pausa, y continué:
—Yo no sé, Magnus, si lo estoy aburriendo
con esta lata. Podría hablarle aún de una larga
serie de padres andrajosos, de hijos hambrientos,
verdosos y llenos de podredumbre como ciertos

182
quesos, de genios elevados que me desprecian
como a un negro, de borrachos alegres y graciosos
de nariz enrojecida... Mis señoras no gustan de
exhibir borrachos; pero, en cambio, a mí, esos
borrachos me hacen mucha más gracia que el resto
de la mercancía que me enseñan. ¿Y a usted,
Magnus?
Magnus callaba. Cansado de hablar, me callé
también yo. Sólo marzo loco continuaba infatigable
en su porfía: ahora había apresado al tejado;
trataba de triturarlo con sus mandíbulas y las tejas
crujían entre sus dientes como terrones de azúcar.
Al cabo, Magnus rompió el silencio:
—Estos últimos días —dijo— los periódicos se
han ocupado muy poco de usted. ¿Qué le parece
que significa eso?
—Sencillamente que pago a los periodistas
para que me dejen en paz. Al principio les hice
echar con cajas destempladas, y entonces se
dedicaron a hacer entrevistas a mis caballos. Ahora
les pago a tanto la línea... de silencio... Diga usted,
Magnus, ¿no conoce a alguien que quisiera

183
comprarme mí villa? La vendo con pintores,
decoradores, poetas y demás contenido animado e
inanimado.
De nuevo se hizo el silencio, y esta vez fue
bastante largo; Magnus se levantó, dio varias
vueltas por la habitación y se volvió a sentar. Luego
me llegó a mí la ocasión de pasearme un poco por
la estancia y sentarme de nuevo. Bebí dos vasos
más de vino, mientras que Magnus no bebió ni una
sola gota. ¡Lo que es a él no se le pondrá nunca la
nariz colorada!
De pronto, me dijo en tono resuelto:
—¡No beba usted más, míster Wandergood!
—Bueno. No beberé más. ¡Si no es más que
eso!
Los siguientes puntos Magnus los fue tocando
con grandes intervalos de silencio. El tono de su
voz era rudo y grave, mientras que la mía sonaba
dulce... y melodiosa.
—Observo en usted un gran cambio, míster
Wandergood.
—Es muy posible. Le agradezco la

184
observación.
—Antes tenía usted más vivacidad. Ahora
casi nunca habla en broma. Se ha vuelto un
hombre triste, míster Wandergood.
—¡Ah!
—Hasta está usted más delgado y tiene la
frente más pálida. Se conoce que, en efecto, usted
bebe por las noches con sus... compañeros.
—Es más que posible...
—Además, usted juega: derrocha el dinero
sin ton ni son. No hace mucho, en su propia mesa,
ha estado a punto de cometerse un asesinato...
—Temo que tal sea la triste realidad;
recuerdo, sí, que un caballero quiso ensartar a otro
con su tenedor. Pero, ¿cómo sabe usted todo eso,
Magnus?
La respuesta fue seria y significativa:
—Ayer recibí la visita de Toppi. Él deseaba ver
a María, pero fui yo quien salió. Con todo el respeto
que usted me merece míster Wandergood, necesito
decirle que tiene un secretario extraordinariamente
estúpido.

185
Asentí fríamente:
—Tiene mucha razón, y haría usted muy bien
en no recibirlo.
Hay que decir que cuando Magnus pronunció
el nombre de María, los dos vasos desaparecieron
de mi vista. A partir de aquel momento, hasta el
aroma mismo del vino se disipó, como el éter en
un frasco abierto. Siempre he tenido la convicción
de que el alcohol es una cosa muy sutil y pasajera.
Durante unos momentos seguimos oyendo
rugir la tempestad.
—Me parece -dije- que el vendaval arrecia
cada vez más, señor Magnus.
—A mí también me parece... Reconocerá
usted que he sido muy oportuno en prevenirle a
tiempo.
—¿De qué me ha prevenido usted a tiempo,
señor Magnus?
Se cogió las rodillas con sus blancas manos y
me clavó una mirada de domador de serpientes.
¡Por lo visto, no sabía que yo me había arrancado
los dientes venenosos y que era ahora tan

186
inofensivo como un reptil disecado de cualquier
museo!
Él acabó por comprender que no valía la pena
fijarse tanto tiempo con semejante mirada en una
cosa tan inofensiva.
—Lo previne a usted a tiempo respecto a
María —dijo lentamente y en tono grave—. Si usted
recuerda bien, hasta quise evitar su relación, y se
lo dije con bastante claridad. Espero que no haya
olvidado lo que le dije de María y de su influencia
fatal en las almas. Pero usted ha insistido con
empeño, y ha cedido. Ahora nos quiere dar usted,
a ella y a mí, el espectáculo sentimental de un
caballero sin ventura, que nada pide y de nada se
queja, pero que no se quedará tranquilo hasta que
todo el mundo le haya examinado la herida...
exactamente como al viejo de la pierna llagada. Por
cierto, he tenido una gran satisfacción en
comprobar que usted se burla del prójimo y que ha
desistido, por fin, de esa comedia estúpida de la
filantropía y del humanitarismo... ¡Tiene a su
alcance tantas otras diversiones! Lo que no me

187
gusta es su intención de servirnos como el
obsequio de un nuevo Mecías enamorado. En
suma: me parece, señor, que ha hecho mal en
dejar su América; usted debería dedicarse a
continuar su negocio de conserva de carnes; para
habérselas con la humanidad hacen falta otra
índole de facultades.
Sencillamente, se reía dé mí. Aquel
homunculus me echaba materialmente, y Yo, que
me nombro con mayúscula, ¡escuchándolo dócil y
humildemente! Era divinamente ridículo.
Un pequeño detalle cómico para los
aficionados a la literatura festiva: al empezar la
homilía de Magnus, mis ojos y el cigarro que tenía
en la boca estaban levantados hacia arriba; pero a
medida que el hombre hablaba, ojos y cigarro iban
bajando poco a poco. Todavía me parece estar
sintiendo el amargor de aquel cigarro, tristemente
cabizbajo y apagado.
Estaba reventando de risa, o, mejor dicho, no
sabía si debía estallar en risa o en cólera, o mejor
aún, sin estallar de ninguna manera, pedir un

188
paraguas y marcharme. Aquel homunculus de
barba negra estaba en su casa, la Tierra, y sabía lo
que debía hacerse en casos parecidos: él cantaba
un solo y no un dúo, como yo, el Satán de la
Eternidad, con mi inseparable Wandergood, de
Illinois.
“Caballero —sentí la necesidad de decirle-,
aquí hay un error. El que tiene usted delante es
Satanás encarnado en hombre... ¿Comprende
usted? Había salido a dar su paseo de la noche y
se perdió en el bosque... ¡Sí, caballero, en el
bosque! ¿Sería usted tan amable de indicarle el
camino más corto para la Eternidad? ¡Ah! Por allí,
¿eh? Muchas gracias. Que usted la pase bien.”
Pero, claro está que no lo dije. Guardando
silencio, dejé la palabra a Wandergood, y he aquí
lo que dijo este respetable gentleman, después de
quitarse de la boca el cigarro mojado y frío: —De
verdad, tiene usted razón, Magnus, y tengo que
darle a usted las gracias. Sí, usted me previno
honradamente; pero Yo preferí seguir haciendo
solo mi papel. Ahora me declaro derrotado, y estoy

189
a su merced. Nada tengo que objetar si da la orden
de que se lleven de aquí los despojos del caballero
vencido.
Yo estaba seguro de que iba a arrojar, sin
más ceremonias, los despojos por la ventana; pero
la generosidad de aquel buen señor fue
verdaderamente admirable: me miró con
compasión y hasta me tendió su mano para que yo
la estrechara.
—¿Sufre usted mucho, míster Wandergood?
Levanté los ojos y me encogí de hombros.
Parece que esto lo dejó satisfecho. Durante unos
instantes nos quedamos sumidos en el silencio. No
sé en qué pensaría Magnus; pero Yo no pensaba
en nada. Me limitaba a ir examinando con la vista,
con toda minuciosidad, las paredes, el techo, los
libros, los cuadros, todo aquel ajuar de una
vivienda humana. Mi atención fue atraída
especialmente por una bombilla eléctrica y me
preguntaba cómo sería aquello de que ardiera y
alumbrara.
—Esperaba que me dijera usted algo, míster

190
Wandergood.
—¡Ah! ¿Conque lo esperaba? ¡Vaya, pues! La
cosa es muy sencilla, Magnus. Usted me avisó a
tiempo, ¿no es verdad? Pues nada: mañana le diré
a Toppi que arregle el equipaje; vuelvo a América
para continuar mi negocio de conservas.
—¿Y el cardenal?
—¿Qué cardenal? ¡Ah, sí...! ¿El cardenal X y
los millones? Ya; no lo echaba en olvido, pero... ¡no
me mire usted con tanta extrañeza, Magnus! ¡Eso
me tiene harto!
—Vamos a ver, concretemos: ¿qué es lo que
le tiene a usted harto, míster Wandergood?
—Todo: los seis secretarios, la vieja idiota
que necesita dinero para comprar rapé, mi infierno
dantesco, adonde las señoras del patronato me
llevan cada día exhibiendo ante mis ojos todas las
llagas y las miserias humanas. No me mire usted
tan serio, señor Magnus. Probablemente con mis
miles de millones se hubiera podido preparar una
magnífica bebida, mientras que Yo no he sabido
hacer con ellos más que un vino agrio y asaz

191
desagradable. ¿Por qué no ha querido usted
ayudarme? Es verdad, sí, que usted odia a los
hombres: no me acordaba.
—¿Y usted? ¿Acaso los quiere?
—¿Qué quiere usted que le diga? No, siento
más bien indiferencia por ellos: No me mire así, no.
Me son indiferentes, porque, ya ve usted, son
tantos; ha habido tantos en el pasado, y ha de
haber aún tantos en di futuro, que, realmente, no
vale la pena ocuparse de ellos.
—Entonces, ¿usted no ha dicho la verdad?
—Hasta cierto punto. Le diré a usted: Yo
había buscado un papel interesante para
representar, y necesitaba... elementos... para
desarrollar la acción...
—De modo que lo que ha hecho usted no era
más que una
comedia.
Levanté los ojos hacia él y lo miré con
curiosidad. El diálogo se hacía interesante. En
aquel momento Magnus, con su cara oval y sus
ojos oscuros me agradaba y me compensaba un

192
poco de mis fracasos teatrales y... con María. Volví
a recobrar mi tranquilidad y encendí un cigarro.
—Según me dijo usted un día, en la historia
de su pasado hay páginas oscuras, míster
Wandergood. ¿De qué se trata?
—¡Oh! ¡Aquello fue exagerado...! Nada
grave, Magnus. Hice mal en preocuparlo con tales
palabras; discúlpeme usted. Fue sólo en aras de la
belleza del estilo.
—¿Del estilo?
—Sí, y además para reforzar por medio del
contraste.
—¡No lo comprendo a usted...!
—Sí, hombre: un presente luminoso y un
pasado oscuro hacen un contraste muy bonito.
Pero ya le he dicho que no he tenido éxito. Aquí se
tiene una idea muy pobre del placer que da una
buena labor artística. Habría que dar explicaciones.
Yo he pasado largos ratos disfrutando mientras
veía actuar al viejo mono afeitado; pero su método
de engañar a la gente es demasiado antiguo... y
demasiado seguro. Mientras que a mí me gusta el

193
riesgo.
—¿Dice usted engañar a la gente?
—Sí, Magnus. Todo ha sido un juego
escénico, y ya que no ha resultado, no hemos de
renunciar al placer de confesarlo. ¿Usted sonríe?
Pues Yo estoy muy contento; pero estoy cansado
de tanto hablar, y voy a beber otro vaso de vino a
la salud de usted.
Tomás Magnus no sentía la menor gana de
sonreír; Yo le dije eso tan sólo por buen estilo.
Transcurrió por lo menos media hora en
completo silencio, sólo turbado por los susurros y
los rugidos de marzo loco y por los monótonos
pasos de Magnus. Con las manos a la espalda, sin
hacerme el menor caso, estuvo midiendo
metódicamente la estancia: ocho pasos de ida y
ocho de vuelta. Probablemente debió de haber
estado preso alguna vez, y no por poco tiempo;
poseía la facultad de todo preso experimentado: la
de crearse por ilusión un espacio de muchos
metros.
Me tomé la libertad de bostezar ligeramente,

194
lo que llamó la atención de mi amable huésped.
Con todo, aún siguió guardando silencio por un
momento y luego lanzó al aire las siguientes
palabras que me hicieron dar un respingo en mi
sillón:
—Sin embargo, María lo quiere a usted. Usted
no sabía nada, por supuesto.
Me le quedé mirando como un loco.
—Sí, es verdad: María lo quiere. Yo no
esperaba semejante desgracia. Debí haberlo
matado a usted la primera vez que nos
encontramos; ahora ya es demasiado tarde, y ya
no sé lo que debo hacer. ¿Qué piensa usted ahora?
Yo me había puesto en pie, delante de él, y...
¡María me quiere!
He visto en Filadelfia una ejecución por medio
de la silla eléctrica. He visto en la Scala de Milán a
mi colega Mefistófeles agitarse furiosamente en la
escena, cuando los coristas lo acosaban con cruces
en la mano. Pues mi respuesta silenciosa a Magnus
fue una reproducción bastante hábil de las
contorsiones del electrocutado y de Mefistófeles.

195
Juro por la salvación eterna que jamás he sido
atravesado por tal haz de corrientes mortales,
jamás he tenido en mi paladar la sensación de una
bebida tan amarga, jamás he sentido tal necesidad
de estallar en loca carcajada.
Ahora ya no me río ni hago muecas como un
cómico vulgar. Estoy solo, y nadie, sino Yo, me oigo
ni me veo. Pero ante la memorable declaración de
Magnus, al encontrarme cara a cara con él y saber
mi triunfo, necesité echar mano de todas mis
fuerzas para no romper en risa y empezar a dar
bofetadas a aquel hombre serio y honrado que
echaba a la Madona en brazos... ¿de Satanás, dirás
tú? ¡No! ¡Del yanqui Wandergood, con su barba de
chivo y su cigarro húmedo entre sus dientes de oro!
Desprecio y odio, tristeza y amor, ira y amarga
risa: he aquí lo que llenaba la copa que llevaba a
mis labios. ¡Todavía no! ¡Era algo aún más amargo,
más terrible, más abrumador! Que Magnus, con su
estupidez de hombre, que tiene una percepción y
una inteligencia tan limitadas, se hubiera podido
equivocar, me importaba poco; pero ¿cómo habían

196
podido equivocarse los ojos puros de María?
¿O es que Yo soy un donjuán tan hábil que
me han bastado unas cuantas entrevistas, casi
silenciosas, para fascinar a una doncella pura,
sencilla e ingenua? Madona, ¿qué ha sido de ti?
¿Qué ha sido de tus ojos? ¿Quizá habrías
encontrado en mí un parecido con alguno de tus
santos, como te pasó con Toppi? ¡Pero si Yo ni
siquiera llevo breviario!
¿Qué ha sido de ti, Madona? ¿Es posible que
tus labios busquen los míos, como los de cualquier
mujerzuela frágil, como los de cualquier ser sujeto
a las leyes del amor físico, al igual que los hombres
y los animales?
¿Qué ha sido de ti, Madona? ¿O bien...?
Una idea me vino a llenar de nueva turbación
y de un amor que ni siquiera traté de expresar por
esta débil y pálida palabra humana.
¿O bien —pensé— es que tu inmortalidad,
Madona, tiende hacia la inmortalidad de Satanás y
le alarga su blanca mano desde las profundidades
de lo Eterno? ¡Tú, encarnada en diosa, quizá has

197
reconocido un amigo en el encarnado en hombre!
¿Tú, que vas hacia el cielo, has tenido quizá piedad
del que viene del infierno? ¡Ah, Madona! ¡Posa tu
mano sobre mi oscura cabeza para que pueda
reconocerte al contacto!
Y escucha ahora, lo que pasó aquella noche.
—Yo no sé por qué María lo quiere a usted.
Es el misterio de su alma inaccesible a mi razón.
No la comprendo, pero me inclino ante su voluntad
como ante una revelación misteriosa e
incomprensible para mí. ¿Qué valen mis ojos
humanos ante su mirar divino, míster
Wandergood?
¡El también pensaba así!
—Hace un momento, en plena desesperación,
dije que debí haberlo matado. Pero no; puede estar
tranquilo, míster Wandergood: el elegido de María
es sagrado para mí. Se halla bajo mi protección,
más fuerte que la de la ley; está protegido por el
amor puro de María. Por supuesto que yo le rogaría
que nos dejase sin más espera; que pusiera de por
medio el océano. Creo en su honradez, míster

198
Wandergood.
—Pero...
Magnus dio un paso hacia mí, gritando
iracundo:
—¡Ni una palabra más! Yo no puedo matarlo
a usted; pero si se atreve a pronunciar la palabra
“matrimonio”, lo...
Dejó caer lentamente su mano levantada
contra mí y, una vez recobrado, continuó:
—Ya veo que tengo que pedirle otra vez
disculpas por mi arrebato de cólera; pero siempre
es mejor esto que la mentira... Del matrimonio,
déjeme hablar, resultará menos ofensivo para
María que si fuera usted quien hablara. Debe saber
que este matrimonio es completamente imposible.
Yo soy realista: en el fatal parecido de María con la
Madona no veo más que una coincidencia; y no
encuentro nada anormal en que mi hija, a pesar de
sus cualidades extraordinarias, haya de ser un día
esposa y madre. Mi negativa categórica sobre el
matrimonio no fue más que un medio para
prevenirlo. Sí, míster Wandergood: usted ya sabe

199
que miro las cosas como hombre practico; pero
debe saberlo de una vez por todas: no es usted el
destinado a compartir su vida con María. Usted aún
no me conoce a mí y me veo ahora obligado a
levantar un poco la cortina tras la cual me vengo
ocultando desde hace largos años: yo no soy ni un
pacífico campesino, ni un filósofo absorbido por los
libros; soy un soldado de lucha, un soldado en el
campo de batalla de la vida. Y mi María está
destinada a ser la recompensa de un héroe... si es
que lo encuentro alguna vez.
Yo contesté:
—Puede estar seguro, señor Magnus, de que no
me permitiré decir ni una sola palabra acerca de la
signorina María. Usted ya sabe que Yo no soy un héroe.
Pero permítame una pregunta; ¿cómo se pueden
compaginar estas sus últimas palabras con el desprecio
que dice sentir por los hombres? Recuerdo que ha
hablado seriamente de cárceles y cadalsos.
Magnus se echó a reír.
—¿Y usted? ¿No recuerda también lo que ha dicho
de su amor a los hombres? ¡Ah, mi querido

200
Wandergood! Sería un mal luchador y un mal político si
no recurriera, de vez en cuando, a alguna mentirijilla.
Hemos estado haciendo una comedia los dos. Eso es
todo.
—Pero usted la ha representado mejor que Yo -
reconocí con tristeza.
—Y en cambio usted ha hecho muy mal su papel,
querido. Lo digo sin pretender molestado. Pero ¿qué
debía hacer cuando, de repente, veo entrar por la puerta
de mi casa a un caballero cargado de oro como...?
—¡Como un burro! Continúe.
—...y que empieza a hablar, en todos los tonos,
¡de su amor a la humanidad! ¡Y con la pretensión de que
va a obtener un éxito proporcional a la cantidad de sus
dólares! El principal defecto de su comedia, míster
Wandergood, ha consistido en que usted buscaba su
triunfo demasiado pronto y aspiraba a un efecto
inmediato; esto vuelve al espectador frío y desconfiado.
Es cierto que no creí que se tratara de una comedia: la
peor representación vale siempre más que una seria y
estúpida. En esto tengo que excusarme de nuevo; me
pareció que era usted uno de tantos yanquis imbéciles

201
que creen en sus propias frases sonoras y triviales, y...
¡ya comprende usted!
—Sí, sí, siga; se lo ruego.
—Sólo una frase de las frases que usted
pronunció, una cosa que dijo sobre la revolución y
sobre la guerra que se podrían provocar con sus
millones, me pareció un poco más interesante que
las demás; pero después me convencí de que no
había sido más que un lapsus linguae de usted, algo
así como un trozo robado. Luego, sus triunfos en la
prensa, su ligereza en lo tocante a las cosas más
serias; recuerde usted lo del cardenal X, su
filantropía barata y de mal gusto... No, míster
Wandergood, usted no está hecho para trabajar en
un teatro serio. Y su conversación de hoy, a pesar
de todo su cinismo, me ha gustado mucho más que
todo su aparatoso artificio de cómico de provincia.
Le seré a usted franco: si no hubiera sido por María,
hoy me habría reído con usted mucho y de muy
buena gana, y, sin hacerle el menor reproche,
hubiera brindado con usted... deseándole feliz
viaje.

202
—Una sola observación, Magnus: Yo tenía
sinceros deseos de que usted hubiera tomado
parte...
—¿En qué? ¿En su comedia? Sí, le faltaba a
usted un director de escena y quiso cargarme el
mochuelo para que supliese su falta de facultades.
Lo mismo que alquila usted pintores para que
decoren su palacio, quiso contratar para su servicio
mi voluntad, mi imaginación, mi energía y mi
pasión.
—Pero ¿y su odio a los hombres...?
Hasta entonces, Magnus no se había
separado de su tono irónico y ligeramente burlón;
pero mi última observación lo hizo cambiar por
completo. Palideció; sus grandes manos blancas
comenzaron a agitarse a lo largo de su cuerpo
como si buscara un arma; su rostro tomó un gesto
amenazador, casi terrible. Como si tuviera miedo
de su propia voz, la bajó hasta el susurro; como si
temiera que sus palabras fueran a escapársele de
la boca en desbandada, recogía todas sus fuerzas
para dominarlas:

203
—¡Odio! ¿Ya quiere callar usted? ¿O es que no
tiene conciencia ni inteligencia? ¡Desprecio! ¡Odio! Con
el desprecio y con el odio es con lo que he respondido,
no a su filantropía de actor, sino a su indiferencia, que es
el verdadero fondo de su alma. Como hombre, me he
sentido ofendido por esa indiferencia de usted. Era una
ofensa para toda nuestra vida. Se acusaba en las
vibraciones de su voz, por sus ojos su mirada era
inhumana, y hasta incluso hubo momentos en que sentí
miedo... Sí, señor, he llegado a sentir miedo, al tratar de
penetrar con mi mirada hasta el fondo de sus pupilas,
llenas de un inconcebible vacío. Si en su pasado no hay
esas páginas oscuras que usted sólo ha inventado a
modo de adorno retórico, hay algo peor aún: hay
páginas en blanco que no puedo leer.
—¡Oh!
—Cada vez que veo ese eterno cigarro en esa cara
radiante de satisfacción, hermosa y enérgica; cuando
admiro sus modales, cuya vulgar sencillez tabernaria
raya en el puritanismo, empiezo a darme cuenta de su
psicología y de su juego inocente. Pero cuando tropiezo
con su mirada, caigo bruscamente en el vacío y empiezo

204
a sobrecogerme angustiosamente; entonces ya no veo
ni su puro, ni sus francos dientes de oro, y siento ganas
de exclaman “¿Quién es usted que manifiesta una
indiferencia tan desconcertante?”
La situación se iba haciendo interesante. La
Madona me quiere, y en cambio éste parece estar a
punto de adivinar quién soy. ¿Será también él alguno de
los hijos de mi padre? ¿Cómo ha podido penetrar en el
gran secreto de mi indiferencia sin límites? ¡Y Yo que lo
había encubierto tan bien!
—¡Ahí está! ¡Ahí está! -exclamó de nuevo
Magnus— Vuelvo a ver en sus ojos las dos pequeñas
lágrimas que ya he visto otras veces. Eso es una
mentira, míster Wandergood. Esas lágrimas no han
venido de un manantial; han venido de afuera: han
caído de las nubes, como el rocío. Es preferible que se
ría usted; cuando usted se ríe, veo sencillamente un
hombre de malos sentimientos; mientras que tras sus
lágrimas se ocultan las páginas en blanco... ¿O acaso ha
podido leerlas María?
Sin quitarme los ojos de encima, como si tuviera
miedo de que me escapara, Magnus dio unos cuantos

205
pasos por la habitación y luego se sentó delante de mí.
Su rostro parecía exangüe y su voz profundamente
cansada cuando me dijo:
—Creo que no tengo motivo para impresionarme
tanto.
—No olvide usted, Magnus, que hoy soy Yo quien
le ha hablado de la indiferencia.
Hizo un ademán de fatiga y abandono.
—Sí, usted me ha hablado de eso; pero no es de
eso de lo que se trata. Se trata de otra cosa, míster
Wandergood... En esa indiferencia no hay nada de
ofensivo; pero es lo que yo sentí inmediatamente
cuando lo vi aparecer con sus miles de millones. No sé
si usted me comprenderá; pero al verlo, sentí la
necesidad de exteriorizar mis odios y de pedir patíbulos
y sangre. El cadalso es una cosa terrible, míster
Wandergood; pero todavía son más terribles los que se
juntan alrededor del cadalso. Son algo absolutamente
insoportable. Ignoro lo que en su tierra se pensará de
nuestras comedias; pero aquí las pagamos con la vida.
Y cuando, de repente, aparece un señor curioso, con
sombrero de copa y un puro en la boca, se experimenta

206
el irresistible deseo de agarrarlo por el cuello y... Por lo
demás, este señor curioso que busca sensaciones
fuertes junto a los cadalsos, nunca se queda hasta el final.
Usted, señor Wandergood, tampoco ha venido aquí por
mucho tiempo, ¿verdad?
En aquel momento el nombre de María
resonó en mí como un quejido lastimero y
prolongado. Y Yo no actuaba en modo alguno
cuando di a aquel hombre tan grave respuesta:
—No; no estaré mucho tiempo con ustedes,
señor Magnus; usted lo ha adivinado. Por
diferentes razones, todas muy plausibles, no puedo
decir nada respecto de mis páginas en blanco que
usted ha adivinado con tanta perspicacia a través
de mi encuadernación en piel; pero hay una de
ellas que lleva este encabezamiento: “Salida: la
muerte”. ¿Comprende usted? Me quedaré
contemplando el espectáculo hasta el momento en
que pierda todo interés por él. Luego, saludo, y me
voy. Por respeto a su realismo, no me expreso con
más sencillez y claridad; uno de estos días,
mañana quizá, partiré para el otro mundo... Lo diré

207
aún más claro: uno de estos días, quizá mañana
mismo, alojaré en la cabeza una bala de revólver.
Al principio pensé disparar al corazón; pero ahora
me parece que será más seguro a la cabeza. Se me
ocurrió esta idea hace ya tiempo, desde el principio
de mi aparición... en casa de usted. Acaso sea esta
decisión de marcharme de la vida lo que usted ha
tomado por mi “indiferencia inhumana”. Guando
con un ojo está mirando ya al otro mundo, el otro
que mira a éste no puede reflejar el entusiasmo
que se ve, por ejemplo, en los ojos de usted. Sí,
señor Magnus: tiene unos ojos resplandecientes.
Él calló un momento y luego preguntó:
—¿Y María?
—¿Me permite usted que le conteste con toda
franqueza? Pues respeto mucho a la signorina
María, y considero su amor por mí como un error
fatal.
—¿Pero usted aspiraba a ese amor?
—Me es sumamente difícil contestarle a esa
pregunta. Al

208
principio quizá.., tuve ciertos sueños vagos;
pero a medida que iba pensando en su fatal
parecido...
—«No es más que un parecido -replicó
vivamente Magnus-, No sea usted un niño,
Wandergood. El alma de María es bella y sublime,
pero, así y todo, es un ser humano vivo, de carne
y hueso. Probablemente ella también tiene sus
pecadillos...
—Admitamos, Magnus, quizá sólo sea un
simple parecido; pero aun así, esa belleza divina...
Puedo contemplarla de lejos, puedo admirarla;
pero su amor, ¿con qué iba yo a poder pagarlo?
Magnus respondió seriamente:
—Únicamente con la vida!
—¿Ve usted? Con la vida. El precio es
demasiado alto: ya ve usted que no podía aspirar
a este amor,
—Entonces no se da cuenta de que ella ya lo
quiere.
—¡Ah! Si la signorina María me ama
realmente, mí muerte no puede, en ningún caso,

209
ser un obstáculo... No me expreso bien... He
querido decir que mi salida... Pero mejor es que no
diga nada. En una palabra, señor Magnus:
¿aceptaría ahora disponer de mis millones?
Me lanzó una mirada rápida.
—¿Ahora?
—Sí, ahora que ya no representamos ni usted
el odio ni Yo el amor; ahora que me voy. En fin, me
expresaré en términos aún más precisos: ¿quiere
usted ser mi heredero?
Magnus frunció el entrecejo y me lanzó una
mirada de cólera. Probablemente debió atribuir mis
palabras al deseo de burlarme de él. Pero Yo
conservaba toda mi seriedad y toda mi calma. Me
pareció que sus grandes manos blancas temblaban
un poco. Durante un momento me dio la espalda;
luego se volvió repentinamente hacia mí:
—¡No! —exclamó con voz potente—. ¡Le he
dicho a usted que no! ¡No volvamos a empezar!
Pateó encolerizado y exclamó una vez más:
—¡No!
Sus manos temblaban, su respiración era

210
difícil y jadeante.
Luego se hizo un silencio muy largo, sólo
interrumpido por el rumor de la tempestad y los
embates furiosos del viento, y de nuevo volvió a
descender sobre mi alma la gran calma sepulcral
que todo lo envolvía. Todo lo de la Tierra parecía
estar ahora muy lejos de mí. Aún oía a los
demonios terrestres, a la tempestad; pero sus
voces se hacían cada vez más vagas y lejanas y
apenas llegaban a herir mi oído. Veía ante mí a un
hombre; pero me preocupaba tan poco como si
hubiera sido una estatua de piedra.
Uno tras otro desfilaron ante mí,
desvaneciéndose, los días que había pasado sobre
la Tierra. En un momento vi todo un desfile de
rostros humanos, y oí voces y risas; pero luego
todo desapareció, se anegó en la nada absoluta.
Volví a otro lado mis miradas, y también estaba allí
el silencio. Me encontré como emparedado entre
dos muros de piedra: tras el uno estaba la vida
humana, de la cual me acababa de separan tras el
otro se extendían, en las tinieblas y el silencio, el

211
mundo y mi verdadera existencia eterna. Era un
silencio tonante y unas tinieblas luminosas; los
estremecimientos de la vida feliz y eterna daban,
como olas de un mar agitado, contra las duras
piedras del infranqueable muro; pero mis
sentimientos permanecían como adormecidos y mi
pensamiento seguía inactivo; mi pensamiento ya
no apoyaba sus vacilantes plantas en la memoria y
estaba suspendido en el aire, inmóvil y mudo. ¿Qué
había Yo dejado, pues, tras aquella muralla
infranqueable?
Mi pensamiento no contestaba. Estaba
indeciso, inmóvil y vado. Me rodeaban dos
silencios; sobre mi cabeza pendían dos
oscuridades. Los dos muros, que me separaban de
la vida humana y de la verdadera existencia
eterna, formaban mi tumba. ¿De dónde vendría la
voz que me llamara a levantarme? ¿Adonde iba a
dirigir mis pasos?
En aquel momento sonó la voz extraña y
lejana del hombre. Se iba acercando cada vez más,
y había en ella un acento afectuoso. Era Magnus

212
quien hablaba. A costa de penosos esfuerzos,
procuré escuchar y entender, y lo que oí fue:
—¿No le iría a usted mucho mejor, míster
Wandergood, quedarse en la vida?

213
18 de marzo de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Hace ya tres días que viven en mi palacio


Magnus y María. Ahora se halla extrañamente
desierto y parece enorme. Esta noche, acosado por
el insomnio, he rondado por salones y escalinatas,
y por estancias que aún no había visto, y su nú-
mero me ha sorprendido. Aquí y allá aún se veían
escaleras y caballetes de los pintores, pinturas y
pinceles. Pero mis amigos de crápula no estaban
ya. El alma de María ha expulsado todo lo impuro.
Únicamente Toppí, grave y solemne, se balancea
en el vacío, como el péndulo de un reloj de
catedral. ¡Qué aire más correcto y más devoto el
suyo! Si no fuera por sus anchas posaderas, que
hacen entreabrir los faldones de su levita, y el olor
a azufre que despide, lo habría tomado por algún
santo venido del cielo para honrarme con su trato.
A Magnus y a María apenas los veo.
He convertido toda mi fortuna en dinero, y

214
Magnus, Toppi y mis secretarios están todo el día
ocupados en este trabajo. Nuestro telégrafo
funciona sin descanso.
Magnus me habla muy poco, y únicamente de
los negocios. En cuanto a María... me parece que
Yo mismo la evito. Desde mi ventana veo el jardín
donde ella se pasea y, por el momento, con esto
me basta. Me conformo con que esté aquí su alma.
Su aliento parece llenar cada partícula del aire que
nos rodea.
Ya ves, amigo mío, que me he quedado a
vivir. Una mano muerta no hubiera podido escribir
palabra alguna; ni siquiera palabras muertas. Una
mano muerta no puede escribir nada,
absolutamente.
Objetemos el pasado, como dicen los amantes
que se reconcilian. Olvidemos y seamos amigos. Dame
la mano, compañero. Yo te prometo, por la salvación
eterna, no volver a echarte más ni a reírme de ti. Si ya
no tengo la sagacidad de la serpiente, me he vuelto en
cambio más manso que una paloma.
Ahora siento un poco haber despedido a mis

215
periodistas y a mis pintores; no me queda nadie para
preguntar a quién me parezco ahora que tengo la cara
radiante. Yo creo que puedo compararme con un negro
empolvado, que vive siempre con d temor de que se le
caiga el maquillaje al primer movimiento brusco que
haga, y descubrir así su negrura. Porque, ¿sabes?, mi
piel sigue siendo negra.
Sí; me he quedado a vivir, pero no sé todavía si
esto finalmente me va a salir bien. Ya sabes lo difícil que
es para un vagabundo profesional emprender de
repente una vida sedentaria.
He sido un salvaje libre, un nómada alegre que
transportaba sin cesar su ligero toldo de un lugar a otro.
Ahora me he construido una casa sólida, de granito, para
el invierno, y tiemblo por adelantado, temiendo que voy
a tener frío y que mi casa no me va a dar abrigo
suficiente contra la nieve y la intemperie. Hasta me
preocupo por los diferentes sistemas de calefacción
central. ¿No podrías recomendarme tu, amigo mío, una
buena y eficaz?
Había prometido a Magnus no matarme. Y hemos
confirmado este pacto estrechándonos amigablemente

216
la mano. No lo hemos firmado con sangre de nuestras
venas; hemos dicho sencillamente que “sí”, y esto es
suficiente. Ya sabes que únicamente los hombres suelen
faltar a sus pactos; los diablos los cumplen siempre
religiosamente. Acuérdate de todos los héroes hirsutos
y cornudos de tus cuentos de demonios, y de su
honradez espartana.
Felizmente, supongamos que eso sea para mí
una felicidad, no he fijado ningún plazo. Sería un
rey muy poco hábil si al mandar construir un
palacio no me hubiera reservado para mí alguna
puerta clandestina, algún subterráneo, para poder
escabullirme en el momento oportuno, como hacen
los reyes inteligentes cuando los imbéciles de sus
súbditos se rebelan contra ellos e invaden su
morada.
Mañana ya no me mataré. Quizá tarde aún
mucho tiempo en matarme. De los dos muros
sepulcrales he franqueado el más bajo, y estoy
viviendo una vida humana, lo mismo que tú,
compañero. Mi experiencia terrestre aún no es
mucha y, ¿quién sabe?, acaso la vida humana

217
acabe por gustarme. Toppi ya volvió otra vez a
tener la cabeza cana y morir en su lecho. ¿Por qué
no admitir que también Yo, después de haber
pasado por las diferentes edades, como un año por
sus estaciones, me convierta en un venerable viejo
de cabello blanco, en un sabio maestro o
catedrático, o en un depositario de tradiciones sa-
gradas y del artritismo?
¡Oh, el artritismo! ¡Los achaques seniles!
Ahora me asustan; pero ¿es que no podré
acostumbrarme también a ellos a fuerza de los
años, y hasta llegar a tomarles cariño? Todo el
mundo asegura que se acostumbra de forma muy
fácil a la vida; Yo también procuraré hacer lo
mismo. Aquí todo está bien ordenado; después de
la lluvia siempre viene el sol y seca a los que se
han mojado, si es que no se han muerto antes.
Todo está un bien ordenado que no hay una sola
enfermedad contra la cual no exista algún
medicamento. Con tal comodidad, todo el mundo
puede permitirse el lujo de ponerse enfermo... a
condición de que la farmacia esté cerca.

218
Para un caso extremo, queda siempre una
pequeña puerta de salida, un pasillo húmedo y
oscuro, al cabo del cual se extiende el cielo con el
espacio infinito. Quiero ser franco contigo, amigo
mío: hay en mi carácter algo de espíritu de
rebelión, y es precisamente eso lo que Yo temo.
Tomemos como ejemplo la tos o el catarro. No es
nada, ¿verdad? En la Tierra todo el mundo padece
algo de esto; pero puede ocurrir que yo no lo
acepte por nada del mundo. Un capricho, ¿eh? Y,
para librarme de tener un catarro, puedo, el mejor
día, escaparme. O bien, ahora tú me resultas
simpático y estaría dispuesto incluso a una unión
sólida y duradera; pero, de pronto, me fijo en
cualquier cosa, en un rasgo insignificante de tu
cara que no me guste, y entonces...
No, amigo mío; para un ente tan caprichoso
como Yo, una pequeña puerta de escape es
absolutamente indispensable. Por desgracia,
todavía soy muy orgulloso; es éste un vicio añejo
bien conocido en Satanás. Aunque aturdido por mi
nueva vida humana, como se aturde a un pez de

219
un porrazo en la cabeza, sé muy bien, por lo menos
una cosa: que de origen soy libre, que pertenezco
a la casta de los soberanos habituados a convertir
su voluntad en ley. Los reyes pueden ser hechos
prisioneros cuando son vencidos, pero nunca
esclavos. Y en el momento en que viera ondear
sobre mi cabeza el látigo de un indecente capataz,
y mis manos, encadenadas, estuvieran im-
posibilitadas de detener el golpe, entonces...
¿Crees tú que Yo viviría con el lomo cebrado de
cicatrices? ¿Que iba a implorar para que me
rebajaran los azotes a que me han condenado?
¿Que iba a besar la mano de mi verdugo? O bien,
¿que enviaría a la farmacia por un emplasto para
mis heridas?
No. Que el honrado Magnus no me juzgue
severamente por la pequeña omisión que he hecho
en nuestro contrato. Viviré, pero ha de ser sólo
mientras quiera vivir. Todos los bienes de la vida
terrestre que él me prometió en el transcurso de
aquella memorable noche, en que él, hombre,
tentó a Satanás, no bastarán para arrancar las

220
armas de mis manos; estas armas constituyen la
única garantía de mi libertad. ¿Qué valen rodos los
reinos, todos los títulos de nobleza, todo tu oro, en
comparación con ese breve movimiento del dedo
que hace moved el gatillo del revólver, y que en un
solo instante te transporta ante el trono de todos
los tronos?
¡María!
Sí, siento miedo de ella. La mirada de sus
ojos es tan imperiosa y serena, la luz de su amor
es tan potente, fascinadora y bella, que todo
tiembla en mí; vacilo y me siento tentado a huir.
Pero me atrae con la perspectiva de una felicidad
desconocida y de sublimes ensueños. Debo
gritarle: “¡Vete, vete!” o bien, Yo, con todo mi
orgullo y mi rebeldía, debo someterme a su
voluntad y seguirla dócilmente adonde quiera
llevarme.
¿Adónde? No lo sé. Pero ¿es que acaso yo lo
sé todo? ¿Acaso hay todavía más mundos, además
de los que Yo he conocido y tengo ya olvidados?
¿De dónde viene esa luz incesante que Yo siento a

221
mi espalda? Cada vez es más amplia y más
intensa; su cálido contacto da calor a mi espíritu y
ante él todos los hielos polares se funden. Pero
tengo miedo de mirar atrás; acaso vería el incendio
de la maldita Sodoma y me quedaría petrificado.
¿O será quizá un nuevo sol, que Yo no he visto aun
desde la Tierra, que se levanta detrás de mí y del
cual voy huyendo como un idiota, dándole la
espalda en lugar del corazón, y en lugar de mi
frente, mi cerviguillo de fiera despavorida?
¡María! ¿Qué me vas a dar a cambio de mi
revólver? Me ha costado diez dólares con estuche
y todo; pero a ti no te lo vendería ni por un reino
entero. Únicamente, no me mires, reina mía; de lo
contrario, te voy a dar todo por nada; el revólver,
su estuche y ¡hasta a Satanás en persona...!

222
26 de marzo de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Hace ya, con ésta, cinco noches que no


duermo.
Cuando se apaga la última luz en mi
silencioso palacio, bajo quedamente la escalera,
mando en voz baja que me traigan el automóvil —
no sé por qué, pero me da miedo hasta el ruido de
mis pasos y de mi propia voz— y salgo a la
campiña, para no volver en toda la noche.
Allí, dejo el automóvil en la carretera y voy
vagando hasta el alba por los caminos, o me quedo
sentado delante de cualquier grupo de ruinas
oscuras. Paso absolutamente inadvertido, y los
raros transeúntes, algunos paisanos de Albano,
siguen hablando en voz alta, sin preocuparse de
mí. Yo estoy muy contento de que no me vean; eso
me recuerda algo que tenía olvidado.
Una vez, al sentarme sobre una piedra,
espanté a un lagarto. Por lo menos me pareció
sentir que rozaba la hierba a mis pies y

223
desaparecía. Quizá fuera una culebra pequeña, no
sé. Pero de repente sentí el deseo de ser lagarto o
un bicho parecido, de esos que se ocultan debajo
de un canto. Experimento un cierto malestar al
pensar en el tamaño de mi persona y en la excesiva
longitud de mis brazos y mis piernas; con un
cuerpo tan grande es muy difícil no ser visto. Evito
siempre mirarme al espejo; me hace daño pensar
que tengo una cara que todo el mundo puede ver.
¿Por qué, al principio, me daba miedo la oscuridad?
¡Lo esconde todo tan bien! ¡Todo desaparece en
ella, como confundido en el aire! Probablemente
todos los reptiles, cuando cambian de piel,
experimentan el mismo miedo y la misma
angustia, y buscan la oscuridad, como ahora Yo,
que también estoy cambiando de piel.
Sí, estoy cambiando de piel. Pero no es esto
lo importante. Lo grave es que no he podido evitar
las miradas de Marta, y me estoy aprestando a
tapiar la última puerta de escape que me había
dejado. Pero me da vergüenza. Juro por la
salvación eterna que tengo tanta vergüenza como

224
cualquier muchacha el día de su boda. Casi me
ruborizo. ¡Satanás ruborizándose...! Pero no
hablemos más de ello. No está aquí... ¡Silencio!
Magnus se lo ha dicho todo a María.
Ella no me ha dicho que me ama, pero me
mira y me dice:
—Prométame que no se matará.
Lo demás es su mirada la que lo dice. Te
equivocarías si creyeras que Yo se lo he prometido
inmediatamente. Como la salamandra en el fuego,
he pasado rápidamente por todos los matices de la
llama. No te repetiré las palabras ardientes que
salieron del encendido infierno de mi corazón.
Fijando mi vista en sus ojos serenos, he besado su
mano y le he dicho en tono de sumisión:
—Señorita, Yo no le pido cuarenta días de
meditación y un desierto. El desierto lo encontraré
yo mismo, y para reflexionar me basta una
semana. Pero esta semana sí le suplico que me la
conceda... y que no me mire, de lo contrario...
En realidad, no fue exactamente así como se
lo dije; me expresé con otras palabras, pero es

225
igual. Ahora estoy cambiando de piel; esto me
molesta. Tengo vergüenza y miedo; cada cuervo
que pasa puede verme y burlarse de mí.
¿Para qué me puede servir llevar el revólver
en el bolsillo? ¡Si soy incapaz de matar aunque sea
a un pájaro! Para saber matar a otro, hay que
saber matarse a sí mismo.
Encarnado en hombre y venido de lo alto, yo
no estoy más que medio adaptado a la vida
humana. Esta vida sigue siendo para mí un campo
extraño, en el cual no he acabado de internarme.
Con una mano aún estoy queriendo trepar a mi
cielo. Pero Mam me exige que Yo me haga hombre
por entero, que acepte la vida humana en su
totalidad. Quiere que diga: “Yo no me mataré
nunca; jamás abandonaré la vida.” ¿Y el látigo que
silba sobre mi cabeza? ¿Y las sangrientas heridas
de mis espaldas? ¿Y mi orgullo?
¡Ah, María, María! ¡Cuán terrible es tu
tentación!
Echo una mirada sobre el pasado de la Tierra
y veo en ella miríadas de sombras en pena que

226
pasan a través de los siglos y de los reinos. Son
esclavos. Sus manos se alzan desesperadamente
hacia el cielo, sus huesos asoman a través de la
vieja piel gastada, sus ojos se anegan en lágrimas
y su garganta está seca de tanto llorar. Veo la
locura y la sangre, la violencia y la mentira; oigo
sus solemnes juramentos, a los que faltan sin
cesar; sus plegarias, por las cuales, pidiendo la
gracia y la misericordia de Dios, maldicen la Tierra.
Por todas partes, adondequiera que le es
dado alcanzar a mi mirada, veo la Tierra abrasada
en llamas, ahogada en humaredas, en estertores
de agonía, y por doquier hieren mi oído gemidos
inacabables; parece que las mismas entrañas de la
Tierra estuvieran preñadas de seres que gimen.
Veo infinidad de copas llenas; pero en cualquiera a
la que pretenda acercar mis labios, sólo encuentro
hiel y vinagre. ¿Es que el hombre no tiene más
bebidas? ¿Es esto ser hombre?
Yo ya los había conocido antes. Los había
visto antes. Pero era mirándolos con los mismos
ojos con que el César, desde su palco, miraba en

227
el circo romano la retahila de sus víctimas. “Ave,
Caesar Imperator: morituri te salutant. ” Los miraba
con ojos de águila, y mi cabeza, cubierta con una
corona de oro, no se dignaba responder a sus
lamentos ni con el más leve saludo. Aparecían y
desaparecían: su desfile era interminable, infinito,
como infinita era la indiferencia de mi cesárea
mirada.
Y ahora... ¿soy Yo mismo quien se adelanta a
paso rápido sobre la arena, levantando su espada?
¿Soy Yo ese esclavo sucio, demacrado,
hambriento, que levanta hacia su cara forzada y
grita, con voz enronquecida, mirando a los ojos
indiferentes del Destino: "¡Ave, Caesar!¡Ave,
Caesar!”?
He ahí el látigo que se levanta con un
zumbido estridente sobre mi cabeza; se descarga
sobre mis lomos, y caigo en tierra lanzando un grito
de dolor. ¿Es mi amo el que me azota? ¡No! Es otro
esclavo, a quien han mandado azotar a su
compañero; dentro de poco el látigo estará en mi
mano, y será su espalda la que se llene de heridas;

228
entonces le tocará a él morder el polvo, que cruje
aún entre dientes.
¡Ah, María, María! ¡Cuán terrible es tu
tentación!

229
Capítulo 3

29 de marzo de 1914

Roma

Compra el color más negro, toma el más


grande de los pinceles y, de un solo trazo, divide
mi vida en ayer y hoy. Toma la vara de Moisés y
divide el mar de los tiempos en dos partes: lo que
era antes y lo que es ahora: “¡Ave, Caesar: morituri
te salutant!”

230
3 de abril de 1914
Roma, Palazzo Orsini

No quiero mentir. Toda vía no siento amor


por ti, hombre, y si acaso ya habías abierto los
brazos para que nos abrazáramos, vuelve a
cerrarlos. Ya nos abrazaremos más adelante; pero,
entretanto, sigamos fríos y reservados como dos
caballeros que no se sienten muy felices. Yo no
puedo afirmar que mi estimación por ti haya
aumentado, aunque tu vida y tu destino se hayan
hecho también los míos. Ha bastado que yo bajara,
por mi propia voluntad, el cuello, para que me
uncieran al yugo y para que el mismo látigo azote
nuestras dos espaldas.
Sí; por el momento, ya basta con esto. ¿Has
observado que ya no me escribo con una aparatosa
mayúscula? La he hecho a un lado, junto con mi
revólver. Es un signo de sumisión y de igualdad,
¿comprendes? He jurado a María volverme como
tú: hombre. He jurado, como un rey, permanecer
fiel a tu constitución; sólo que yo no faltaré a mi

231
juramento, como tienen por costumbre hacer los
reyes. De mi vida pasada he conservado el respeto
a los contratos hechos. Y te juro ser tu fiel
compañero en nuestro presidio común y no
escaparme solo.
Estas últimas noches, antes de tomar
semejante decisión, he pensado mucho en nuestra
vida. Es abominable, ¿no es cierto? Es penoso y
humillante ser lo que en la Tierra se llama un
hombre, un gusano astuto y ávido que se arrastra
y se multiplica a toda prisa, y miente para apartar
el golpe mortal a su pequeña cabeza; pero que, a
pesar de todas sus mentiras, perece cuando le
llega la hora.
Pero tanto peor; yo seré también un gusano
de ésos. Yo también tendré hijos, y mi pequeña
cabeza pensante será, cuando
le llegue la sazón, aplastada por un pie que
no piensa. Todo lo acepto con sumisión. Los dos
somos víctimas de la injusticia, compañero, y esto
constituye un pequeño consuelo. Tú escucharás
mis quejas; yo escucharé las tuyas, y si el asunto

232
llegara hasta los tribunales, nos serviremos
mutuamente de testigos. Es la ventaja de los
crímenes cometidos en plena calle: que no faltan
testigos.
Yo mentiré también, si es preciso. No será la
mentira libre, de la que se sirven hasta los
profetas, sino la mentira forzada de la liebre, que
tiene que esconder sus orejas y ser gris en verano
y blanca en invierno. ¿Qué quieres? Es preciso
tomar precauciones cuando detrás de cada árbol se
esconde un cazador con su escopeta.
Quizá se condene nuestra actitud pusilánime;
pero es preciso vivir, compañero. Que nos
condenen, que nos desprecien; pero, cuando llegue
el caso, mentiremos, no sólo como liebres, sino
también como lobos; desde nuestro escondrijo nos
echaremos sobre nuestra presa y la agarraremos
por el cuello. Hay que vivir, compañero: es
indispensable; la culpa no será nuestra si la sangre
caliente tiene un gusto tan tentador. Además,
nosotros no nos envanecemos ni de nuestras
mentiras ni de nuestra pusilanimidad ni de nuestra

233
servidumbre; si vertemos sangre no es por
convicción; ¡eso sí que no!
Si nuestra vida es abominable, por otra
parte es bien desgraciada. ¿No estás de acuerdo
conmigo? No te quiero todavía, hombre; pero, en
el curso de estas noches pasadas, muchas veces
he estado a punto de llorar pensando en tus
sufrimientos, en tu cuerpo martirizado y en tu
alma crucificada sin cesar. Que un lobo sea lobo;
una liebre, liebre, y un gusano, gusano, es muy
natural; su inteligencia, si cabe expresarse así,
es pobre y oscura; se adaptan y se someten a
todo. Mientras que tú, hombre, tienes dentro de
ti a Dios y a Satanás. ¡Y qué mal se encuentran
Dios y el Diablo en un lugar tan estrecho y
mefítico! Tú, hombre, obligas al dios que hay en
ti a ser un lobo que agarra su presa por la
garganta y bebe su sangre. Y obligas a Satanás
a ser una liebre que esconde sus orejas sobre la
espalda. ¡Es insoportable! Esto colma la vida de
dolores infinitos y vuelve al alma terriblemente
triste y desventurada.

234
Piensa, pues: de tres hijos que das al mundo,
uno se hace asesino, otro víctima, y el tercero juez
y verdugo. Cada día se mata a muchos asesinos;
pero nacen a la vez otros; y cada día los asesinos
matan a su conciencia, y la conciencia mata a los
asesinos; y todos siguen, sin embargo, viviendo:
asesinos y conciencia. ¡En qué espesas
nebulosidades vivimos! Si te pones a escuchar
todas las palabras que ha pronunciado el hombre
desde su creación, lo creerás un dios. Pero pasa
revista a todas las acciones del hombre a partir del
primer día de su aparición en la Tierra y exclamarás
con asco: “¡Es un animal!”
Así, desde millares y millares de años, el
hombre está en continua lucha consigo mismo, y la
tristeza de su alma es infinita; su turbación y su
angustia no tienen límites, mientras que no llegue
el Juez Supremo a poner fin a tanto sufrimiento.
¡Pero no llegará nunca! Soy yo quien te lo
dice. Nosotros nos quedaremos eternamente
solos, frente a frente, con nuestra vida, hombre.
Yo, sin embargo, estoy resuelto a aceptarlo

235
todo. La Tierra no me ha dado todavía un
nombre, y ni sé quién soy. ¿Caín o Abel? Pero
acepto el papel de víctima lo mismo que el de
asesino. Juntos lanzaremos en el desierto
nuestros quejidos de dolor, sabiendo de
antemano que nadie nos oirá...
¿O acaso nos oirá alguien? ¿Ves? Ya
empiezo a creer, como tú, que contamos con
algún auditorio misterioso. Porque, realmente,
me cuesta trabajo pensar que un concierto de tal
monta carezca de oyentes y un espectáculo de
tantos vuelos se dé en un salón vacío.
Pienso que nadie me ha golpeado aún, pero
la sola idea de que esto pueda llegar un día me
llena de terror. ¿Qué va a ser de mí, qué va a ser
de mi alma, el día que una mano pesada me hiera
en pleno rostro? Nada, ninguna compensación,
ningún bien terrenal serán capaces de borrar de mi
cara las huellas de tan horrible injuria.
Con todo, lo acepto también. Te seguiré por
todas partes, hombre, y, por doquier, compartiré
tu triste suerte. Por lo demás, ¿qué importancia

236
pueden tener los golpes que caigan sobre mi
rostro, cuando tú has derribado a golpes a tu Cristo
y le has escupido en los ojos?
Sí, te seguiré por doquier. Sí, si llega el caso,
también descargaré, como tú, sobre tus
redentores, esta mano que ves y con la que estoy
escribiendo. Siempre, y dondequiera que sea,
estaré contigo. Nos pegarán, nos tumbarán a
golpes, nos insultarán y nosotros, por nuestra
parte, golpearemos también a los demás... ¡Ah!
¡Qué penosa es la vida! ¡Qué insoportable!
No hace mucho que rechazaba tus brazos
abiertos, diciéndote que el tiempo de abrazarnos
no había llegado todavía. Pero ahora te digo:
¡abracémonos bien, estrechamente, hermano!
Apretémonos bien fuerte uno contra otro; ¡es tan
terrible y tan peligroso quedarse solo en la vida
cuando todas las puertas de salida están cerradas!
Por lo demás, no sé tampoco en qué hay más
orgullo y más amor a la libertad: si en marcharse
de esta vida por propia voluntad, libremente,
eligiendo por sí mismo el momento, o en bajar

237
dócilmente la cabeza aceptando sin resistencia los
golpes del verdugo. Quizá es mejor cruzar los
brazos sobre el pecho, adelantar una pierna, y con
la cabeza bien erguida, aguardar con toda
tranquilidad, diciendo:
—¡Verdugo, cumple con tu deber!
O bien:
—Soldados, apuntar al pecho: ¡fuego! Esta
actitud es muy estética y me gusta. Pero aun me
gusta más el hecho de que, por ella, vuelvo a ser
un poco el yo que antes he sido. Claro que el
verdugo no se detendrá en el cumplimiento de su
deber, ni los soldados van a bajar sus fusiles,
encantados por la belleza de mi gesto. ¡Pero no
importa! Lo importante es lo plástico del momento,
cuando, ante la muerte, me sienta de pronto
inmortal y me haga más grande que toda tu vida
humana. Por un solo orgulloso movimiento de
cabeza, por una sola frase dicha en el momento
oportuno, mi espíritu se elevará, por decirlo así,
sobre la vida, y todo lo que suceda después será
fuera de mí. Y cuando la muerte venga a extinguir

238
esta luz, sus tinieblas no podrán envolver aquella
otra luz, más intensa y más bella, que conozco
bien...
Sí, otra vez me encuentro delante del muro
que sólo Satanás puede conocer. ¡Qué importancia
tiene a veces un gesto! Pero este gesto, ¿será
bastante convincente, bastante decisivo como para
no perder su valor estético cuando, frente a la
muerte, en lugar del verdugo y del pelotón de
soldados, venga alguien a quien sea necesario
decir: “Esta es mi cara golpéala”?
No sé por qué me preocupo hasta tal punto
por mi cara; pero lo cierto es, hombre, que me
preocupa mucho, enormemente. No importa. Yo
lo acepto todo. Me pongo por encima de todo. Si
me han de golpear, tanto peor. Cuando uno se
coloca por encima de todo, los golpes no le
hacen más efecto que los que se podrían dar a
su gabán colgado en el perchero...
Pero me olvidaba por completo de que no
estoy solo, y de que, estando en tu compañía,
no está bien que me entregue a tales

239
reflexiones. Hace media hora que estoy callado,
inclinado sobre el papel, y sin embargo me
parece que estoy hablando con gran animación.
No me acordaba que pensar y hablar son dos
cosas diferentes. ¡Qué lástima, hombre, que
para el intercambio de ideas nos veamos
obligados a recurrir a los servicios de un
intermediario tan burdo e infiel como es la
palabra! Nos roba lo más precioso que hay en
nuestras ideas y desnaturaliza nuestros mejores
pensamientos con sus etiquetas tendedles. Si he
de decirte la verdad, esto me molesta todavía
más que la muerte y los golpes.
Antes de tomar mi gran decisión e inscribirme
en el número de los esclavos terrestres, no he
hablado ni con Magnus ni con María. ¿Para qué
cambiar palabras con María, cuando su voluntad es
tan clara como su mirada? Pero, después de inscri-
to en la lista, he ido a ver a Magnus para
lamentarme y pedirle consejo; dos cosas bien
humanas.
Magnus me ha escuchado en silencio y me ha

240
parecido un poco distraído. Está trabajando día y
noche, sin saber lo que es el descanso; y el
complicado asunto de la liquidación marcha tan
bien entre sus enérgicas manos, como si él no
hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Su
amplitud de miras y su magnífico desprecio por las
cosas mezquinas me encantan. En los casos
embrollados, tira los millones con una facilidad y
una gracia de gran señor. Pero parece estar muy
cansado; sus ojos se han hecho más grandes y más
negros aún en la palidez de su rostro. Además,
como me ha dicho María, padece dolores de cabeza
crónicos.
Creo que mis lamentaciones no le hicieron
mucha impresión. Todas mis quejas contra el
hombre y la vida encontraron en él un eco
afirmativo:
—Sí, sí, Wandergood, esto es lo que significa
ser hombre. Su desgracia viene de que usted lo ha
comprendido un poco tarde, y ahora se apresura a
tomarlo exageradamente por lo trágico. Cuando
haya experimentado siquiera una parte de lo que

241
tanto lo asusta, hablará de otra manera. Por lo
demás, celebro mucho que ya no sea indiferente;
se ha hecho usted más nervioso y más vivo. Pero
¿de dónde le viene ese miedo exagerado que se
acusa en sus ojos? Vamos, Wandergood,
domínese.
Me eché a reír.
—Muchas gracias -le dije-; ya me he
dominado. Si en mis ojos lee usted todavía una
expresión de miedo, es que se oculta en ellos el
esclavo aguardando los latigazos. Tenga un poco
de paciencia, Magnus; es que aún no estoy
acostumbrado del todo... Diga usted: ¿también me
voy a ver obligado a cometer uno o varios
asesinatos?
—Es muy posible.
—¿Y quisiera usted decirme cómo se hace
eso?
Los dos echamos a un tiempo nuestras
miradas sobre sus grandes manos blancas. Luego,
Magnus respondió con ligera ironía:
—No, eso no se lo diré. Pero lo que sí le puedo

242
decir, si usted quiere, es lo que significa eso de
aceptar la vida hasta el final. Eso es lo que a usted
le preocupa tanto, ¿eh?
Y con la mayor frialdad, con una mal
disimulada impaciencia, como si hubiera sido otra
cosa la que entonces ocupara su atención, me
contó en pocas palabras la historia de un asesino
involuntario.
No sé si se trataba de un hecho real o si es
que él lo inventó expresamente para mí. He aquí lo
que contó:
—Hace ya mucho tiempo que sucedió. Un
ruso, deportado político, hombre muy instruido y al
mismo tiempo muy religioso -tipo que todavía se
encuentra en Rusia-, se había escapado de la
prisión y, después de una larga y penosa pere-
grinación a través de los bosques siberianos,
encontró refugio en una aldea poblada por gente
de una secta fanática. La aldea estaba oculta en un
bosque virgen; las casas eran de madera de pino,
con olor a alquitrán fresco y rodeadas de altas
tapias; los hombres eran serios y barbudos; hasta

243
los perros eran más agresivos de lo ordinario. En
suma, la aldea no daba ninguna impresión
agradable. Precisamente en la época en que estaba
allí el fugitivo debía cometerse un crimen; aquellos
locos
fanáticos, bajo el imperio de sus
bárbaras creencias religiosas, habían
decidido sacrificar en su altar, al son de
himnos litúrgicos, a un ser humano
inocente, para captarse la benevolencia de
su sanguinario dios. La víctima elegida fue
un niño de siete años. Lo llevaron al altar
envuelto en una túnica nueva; la madre
también estaba allí para asistir al cruel
espectáculo. El forastero, horrorizado ante
la perspectiva del crimen que se aprestaban
a cometer, puso en juego toda su fuerza de
convicción para evitarlo, asegurando a la
gente que no era una recompensa lo que
podían esperar de Dios por aquel acto de
crueldad, sino el castigo más atroz. Pero los
fanáticos permanecieron sordos a todos los

244
razonamientos. Cuando la infantil víctima ya
estaba tendida sobre la mesa, y su madre
se esforzaba en consolarla y en inspirarle
valor, el extranjero, loco de horror, se echó
de rodillas ante los fanáticos, conjurándoles,
suplicándoles y llorando. Los sectarios,
irritados ante aquella intromisión, lo
amenazaron entonces con matarlo también
a él...
En este punto, Magnus interrumpió su
relato y dirigiéndose a mí preguntó:
—¿Qué habría hecho usted en un
trance semejante, míster Wandergood?
—Luchar hasta la muerte, desde luego.
—¿Sí, eh? Pues bien, el deportado
político del que le estoy hablando hizo algo
más. Ofreció sus servicios a los sectarios y
con su propia mano y al son de los cantos
religiosos cortó el cuello al niño. ¿Le
extraña a usted esto? Pues él se dijo:
“Prefiero tomar sobre mi conciencia este
terrible crimen y con él su castigo, que

245
permitir que esta gente idiota sea presa del
infierno.” Claro que estas cosas no les
pueden ocurrir más que a los rusos.
Además, me parece que el individuo
tampoco estaba en sus cabales. Y, en
efecto, algún tiempo después murió en una
casa de locos.
Después de un corto silencio, pregunté:
—Y usted, Magnus, ¿qué habría hecho en
semejante ocasión?
La respuesta me fue dada en un tono muy
frío:
—Le aseguro a usted que lo ignoro. Hubiera
dependido del momento. Es muy posible que me
habría limitado a alejarme de aquellos salvajes,
pero acaso también... ¡La locura humana es
contagiosa, Wandergood!
—¿Según usted, eso no es más que locura?
—Sí, locura. Pero lo que a mí me interesa es
la impresión que esta historia ha hecho en usted,
míster Wandergood. Ahora me voy a trabajar y
usted podrá reflexionar un poco. Espero que no

246
renuncie a su decisión de quedarse con nosotros.
Tuvo una sonrisa de cariño condescendiente
y se marchó, mientras yo me quedaba
reflexionando.
Confieso que empiezo a tener un miedo tonto
a Magnus. ¿Este es acaso uno de los nuevos
regalos que me ha valido mi encarnación en
hombre? Cuando habla conmigo sufro un malestar
extraño, mis ojos parpadean con timidez, mi
voluntad se pliega como si estuviera bajo el agobio
de un gran peso. Imagina que cuando estrecho su
mano lo hago con respeto, y cuando me dice una
palabra cariñosa me siento feliz. Nunca antes había
experimentado sentimientos semejantes. Ahora,
cada vez que hablo con él siento que ese hombre
puede ir más lejos que yo; ¡en todo y siempre!
Tengo miedo de odiarlo. Si bien es verdad
que todavía no he sentido el amor, tampoco
conozco el odio, y sería muy raro que al primero a
quien odiara fuese el padre de María.
¡Dios mío, en qué espesas tinieblas vivimos
los hombres! Apenas he pronunciado el nombre de

247
María, su serena mirada ha tocado mi alma y mi
odio a Magnus se ha disipado inmediatamente, y al
mismo tiempo se ha desvanecido mi miedo al
hombre y a la vida, y mi alma ha sido envuelta en
una gran alegría y tranquilidad.
Otra vez me siento como una barca blanca sobre
el espejo del océano. Me parece que todo es claro para
mí, que tengo en mi mano la respuesta para todas las
preguntas desconcertantes y que para satisfacerlas me
basta con abrir esa mano.
Me parece también que he vuelto a encontrar la
inmortalidad... No, ya no puedo más, hombre. Quiero
estrecharte fuertemente la mano...

248
4 de abril de 1914
Roma
El buen Toppi aprueba todo lo que hago. Me
divierte mucho el excelente Toppi. Tal como yo
esperaba, ha olvidado por completo su verdadero
origen; cuando le hablo de nuestro pasado y me
esfuerzo en refrescar su memoria, lo tonta a broma y a
veces hasta se ríe; pero más frecuéntenteme frunce el
entrecejo y parece molestarse. Porque es muy devoto,
y cuando lo comparo, aunque sea en chiste, con el
Diablo, lo toma como injuria grave. Este extraño ser
ahora le tiene miedo, y cree, como cualquier beata, que
el Diablo tiene cuernos. Se envanece mucho de ser
yanqui. Su americanismo, antes pálido e indeciso como
un bosquejo a lápiz, ha tomado color, se ha hecho más
pronunciado y ahora dice tantas tonterías sobre su
pretendida vida en América que a veces hasta acabo por
sentirme dispuesto a tomarlo en serio. Asegura que hace
ya quince años que está a mi servicio. Le da por contar
cosas de mi juventud, y narra, en efecto, unas cosas
muy raras.

249
Probablemente él también se halla bajo el imperio
de los encantos de María; mi resolución de dejar toda mi
fortuna a Magnus parece que no le ha gustado. Cuando
se lo anuncié, se quedó un rato callado, chupó con
perplejidad su cigarro y luego me preguntó;
—¿Y qué va a hacer con su dinero?
—No lo sé, Toppi.
Pareció extrañarse y arqueó las cejas con cierta
expresión de disgusto.
—¿Lo dice usted en broma, míster Wandergood?
—Ya lo ves; ahora estamos ocupados, o, mejor
dicho, lo está Magnus, en convertir toda mi fortuna en
dinero, que va colocando en diferentes bancos... a
nombre suyo, ¿entiendes?
—Sí, comprendo muy bien, míster Wandergood.
—Son los trabajos preliminares y necesarios. Pero
luego... a fe mía que no sé nada.
—Usted está de bromista.
—Nada de eso. Acuérdate de que no sabía
qué hacer con mi dinero. Lo que necesito no es
dinero, sino una nueva actividad, ¿comprendes? Y
Magnus sabe manejarse muy bien. Aún no conozco

250
su plan, pero lo importante es que me ha dicho:
“Ya lo haré trabajar también a usted, míster
Wandergood”. ¡Ah! ¡Magnus es un gran hombre!
Ya verás, Toppi, ya verás.
Toppi respondió entonces con aire triste:
—Sin embargo, usted es el dueño de su fortuna y
hubiera debido...
—¡Ah, Toppi! Tú no tienes memoria, ni sabes lo
que dices. ¿No recuerdas, siquiera, que tenía ganas de
representar comedias?
—Sí, es verdad, algo de eso me había dicho usted.
Pero tenía la seguridad de que era en broma.
—No, Toppi, no hablaba en broma; lo que ocurría
era que estaba equivocado, sencillamente. Aquí hay un
juego, es verdad; pero no es un juego escénico, sino un
juego de azar. Se trata de una casa de juego y no de un
teatro; yo doy mi dinero a Magnus para que lo ponga
sobre el tapete verde. ¿Comprendes ahora? El que
dirigirá el juego será él y yo voy a jugarme... la vida, si
no te parece mal.
Probablemente el viejo pasmarote no entendió
una palabra. Lo deduje por la expresión estúpida que

251
veía en su rostro.
—¿Y cuándo se va a celebrar la boda de usted con
la signorina María? —me preguntó.
—Todavía no lo sé, Toppi, Pero dejemos eso a un
lado. Veo que no pareces muy entusiasmado con mi
manera de proceder. ¿No tienes confianza en Magnus?
—¡Oh! El señor Magnus es una persona muy
digna, Pero temo una cosa, míster Wandergood. Si usted
me permite que le hable con toda franqueza...
—Habla, hombre, sin rodeos.
—Pues bien, el señor Magnus no es un buen
creyente... Parece inverosímil. ¿ Cómo el padre de la
signorina María puede no creer en Dios...? Y, sin
embargo, así es... Permítame que le haga una pregunta:
¿también va a dar algo a su Eminencia el cardenal?
—Eso ahora depende de Magnus.
—¡Ah! ¿Del señor Magnus? Ya, ya... ¿Sabe usted?
Su Eminencia ha venido estos días a ver al señor Magnus
y ha pasado una hora encerrado con él en el despacho.
Usted no estaba entonces en casa...
—No lo sabía. Magnus y yo no hemos hablado
todavía de esto; pero estáte tranquilo, ya le daremos

252
también algo a tu cardenal. Confiesa, amigo mío, que
ese mono afeitado te tiene sugestionado por completo.
Toppi me lanzó una mirada severa, suspiró y se
quedó perplejo. ¡Cosa rara! En sus rasgos apareció algo
que me recordaba también a un mono viejo, lo mismo
que en los rasgos del cardenal. Un instante después, una
sonrisita de viejo jesuita iluminó su rostro y brilló en su
mirada. Lo contemplé con extrañeza y hasta con cierta
alegría: en aquellos momentos se parecía al antiguo
Toppi que había conocido allá, como si de repente
acabara de salir de su piel humana. Hasta se me figuró
que ya no olía a incienso, como en los últimos tiempos,
sino a azufre.
Con el mayor cariño lo besé, según mi costumbre,
en la nuca y exclamé:
—¡Eres encantador, Toppi! Pero ¿qué es lo que te
pone tan contento?
—Pues que me he preguntado muchas veces
sí el señor Magnus iría a presentar a su hija al
cardenal.
—¿Y qué?
—Que no se la ha presentado.

253
—¿Y qué hay con eso?
Toppi ya no contestó. Su sonrisa se
desvaneció y se apagaron en sus ojos las dos
centellas de la astucia. De nuevo volví a ver delante
de mí a un mono viejo de expresión triste, y de
nuevo volví a sentir el olor a iglesia antigua.
Hubiera sido inútil inquirir con nuevas preguntas.
Durante todo el día ha caído una llovizna
tibia; pero al anochecer ha cesado, el cielo se
despejó y Magnus, cansado —parece que le dolía
la cabeza—, me propuso que saliéramos a dar un
paseo por la campiña los tres: María, él y yo.
Gomo solíamos hacer siempre en nuestros
paseos íntimos, no llevamos chofer; lo remplazó
Magnus, con una habilidad y una audacia
incomparables. Esta vez su audacia rayó en
temeridad. A pesar de la oscuridad, que se iba
haciendo cada vez mayor, y del barro de los
caminos, llevaba el auto con tal velocidad que hubo
momentos que me sentí muy inquieto.
Pero no fue más que al principio. La
proximidad de María, a quien sostenía con mi mano

254
—no me atrevo a decir que la iba abrazando-,
disipó muy pronto todas mis sensaciones te-
rrestres. No me es posible describir, de un modo
suficientemente comprensible para ti, ni el aire
perfumado de la campiña, que acariciaba nuestro
rostro, ni el encanto indecible de la rápida carrera,
ni aquella desensibilización absoluta del peso
material que me causaba la impresión de haber
desaparecido mi cuerpo y no ser yo más que un
pensamiento volando en el espacio.
Pero menos te puedo hablar de María. Su
rostro de Madona destacaba en las tinieblas como
el de un mármol blanco;
su silencio, dulce y sabio, también parecía de
mármol, de una belleza perfecta. Apenas rozaba
con mi mano su talle fino y esbelto, pero aunque
hubiera tenido entre mis brazos toda la Tierra y
toda la bóveda celeste, no hubiera podido
experimentar con tanta plenitud el sentimiento de
posesión del universo entero. Tú sabes muy bien,
por supuesto, lo que es una línea en geometría.

255
Pues bien: nada más que como una línea se in-
clinaba hacia mí el divino cuerpo de María —¡nada
más que como una línea!-; pero imagínate,
hombre, que el sol se separa nada más que una
línea de su camino para acercarse a ti: ¿no dirías
que eso era un milagro?
Mi existencia me parecía grandiosa, infinita,
como el mismo universo, que no conoce tiempo ni
espacio. Por un instante surgió ante mí el
misterioso muro que separa mi presente de mi
pasado; pero inmediatamente se hundió en las olas
de mi nuevo mar, siempre en marea creciente,
inundándolo todo. Mis recuerdos del pasado se
desvanecieron. De aquel pasado que era mío ya no
quedaba nada. Al fin tenía un alma humana. ¡Era
hombre!
¿Cómo había podido concebir la idea de odiar
a Magnus? Al mirar su espalda erguida, ancha e
inmóvil, pensaba que tras aquel dorso palpitaba un
corazón humano, el cual había pasado por tantas
pruebas y sufrimientos; y de repente comprendí
que quería a Magnus profunda y tiernamente. ¡Qué

256
valeroso es! ¡Con qué mano tan hábil guía el
automóvil!
La mirada de María se fijó un instante en mí;
¡aquella mirada que es tan luminosa de noche
como a la luz del sol! Probablemente advirtió
lágrimas en mis ojos y acusó una cierta inquietud.
Parecía preguntarme en silencio el porqué de mis
lágrimas.
¿Qué hubiera podido responderle con la
pobreza del lenguaje humano? Sin pronunciar
palabra, tomé su mano y la llevé a mis labios. Sin
desviar de mí su luminosa mirada, retiró la mano
suavemente; luego se quitó el guante y me la
volvió a ofrecer. Me vas a disculpar que no
continúe, ¿verdad? Ignoro quién eres tú, el que
está leyendo ahora estas líneas, y te tengo un poco
de miedo. Tengo miedo de tu imaginación,
demasiado ligera y demasiado brutal. Aparte de
que un caballero como yo no puede permitirse
contar sus éxitos con el bello sexo.
Ya era hora de regresar. Sobre los montes se
destacaban las luces de Tívoli. Magnus aflojó la marcha

257
del automóvil.
Regresábamos muy despacio. Magnus, que ahora
parecía más alegre, nos dirigía la palabra de vez en
cuando, enjugándose con el pañuelo el sudor de la
frente.
Con todo... no te ocultaré una idea que me vino
de pronto a la imaginación. Cuando ya subíamos la
ancha escalera de mi palacio, decorado con una
pomposidad regia, pensé: “¡Si yo enviara a esta
aventura y a todas las comedias al diablo! ¡Si renunciara
para siempre a mi origen, a mi pasado! Entonces podría
casarme con María y llevar una vida de príncipe en este
palacio. Tendríamos niños que llenarían las estancias con
sus risas, y gozaría de una felicidad pura y del amor
terrenal. ¿Por qué habré dado mi dinero a este hombre?
¡Habrá mayor estupidez!"
Lancé a Magnus una mirada furtiva, y sentí de
repente una cierta desconfianza. “Tengo que retirarle mi
dinero ', me dije. Pero entonces mis ojos se encontraron
con la mirada serena de María; tuve vergüenza de
aquellos sueños de una modesta felicidad burguesa y
arrojé de mí aquella idea momentánea.

258
La velada transcurrió así de una manera deliciosa.
Por indicación de Magnus, María cantó. No te puedes
imaginar con qué admiración religiosa la escuchaba
Toppi. No se atrevió a decir nada a María directamente;
pero antes de retirarse a su cuarto me sacudió larga y
estrechamente la mano, y luego hizo lo mismo con
Magnus.
También yo me había levantado para retirarme.
—¿Aún piensa usted trabajar, Magnus?
—No. Si usted no tiene sueño, Wandergood,
podemos ir un rato a mi despacho. Allí hablaremos. A
propósito, tiene usted que dar una firma.
—Con mucho gusto, Magnus. A mí también
me gustan las conversaciones nocturnas.
Nos instalamos en su despacho y la
emprendimos con el consabido bicchier di vino.
Magnus se paseaba sin hacer ruido sobre la
alfombra, silbando, mientras yo me había medio
recostado en el sillón, según mi costumbre.
En el palacio reinaba un silencio sepulcral y la
situación me recordaba aquella noche agitada en
que oíamos afuera las sacudidas de marzo loco.

259
De pronto, Magnus me dijo, sin dejar de
pasearse:
—El asunto marcha de maravilla.
—¿Sí?
—Sí. En dos semanas todo quedará listo. La
fortuna de usted, desordenada y dispersa, en la
cual uno podía perderse como en una selva virgen,
se transformará en un grande y pesado bloque de
oro, o, mejor dicho, en una montaña. ¿Sabe la cifra
exacta del dinero que tiene, Wandergood?
—No hablemos de eso, Magnus; no quiero
saber nada. Además, todo ese dinero es de usted.
Magnus me lanzó una rápida mirada y me
dijo con intención, recalcando cada palabra:
—No, ese dinero es de usted.
Me encogí resignadamente de hombros: no
tenía ninguna gana de discutir.
La calma que reinaba en tomo bañaba mi
alma de una serenidad. Me recreaba en seguir con
la mirada a aquel hombre robusto que paseaba sin
ruido sobre la gruesa alfombra de la habitación.
Después de un breve silencio, continuó:

260
—¿Sabe usted, Wandergood, que ha estado
aquí el cardenal?
—¿El mono viejo? Sí, ya lo sabía. ¿Qué
cuerda se le ha roto?
—Siempre la misma historia. Quería hablar
con usted; pero a mí no me pareció necesario
perturbar su estado de ánimo.
—Gracias; y qué, ¿lo puso usted en la puerta?
Magnus refunfuñó descontento.
—Desgraciadamente no. No haga esas
muecas, Wandergood. Ya le he dicho a usted que
debemos ser prudentes con él mientras sigamos
viviendo aquí, en Roma. Ahora, por lo que
concierne a su opinión de que es un viejo simio
malo, avaro, poltrón y astuto, tiene perfecta razón.
—Pero, ¿sería peligroso echarlo de casa?
—¡Ah! Desde luego. Eso no se puede hacer.
—Creo que tiene razón, Magnus. ¿Y qué
vamos a hacer con ése ex rey que va a dignarse,
según nos han dicho, visitarnos uno de estos días?
—Probablemente lo mismo que con el
cardenal. Por supuesto que debe recibirlo usted

261
mismo.
—Pero delante de usted. De otro modo, no.
Ya comprende, amigo mío, que no soy más que su
discípulo. ¿Usted encuentra que es imposible poner
en la puerta al mono viejo? Bien, no se le echará.
¿Ahora dice usted que hay que recibir al ex rey?
Bien, pues lo recibiremos. ¡Pero que me cuelguen
de un farol si comprendo de qué puede servirnos
todo eso!
—¡Usted no es un hombre serio,
Wandergood!
—Al contrario, Magnus: soy muy serio. Pero
juro por la salvación eterna que no sé nada de lo
que estamos haciendo ni de lo que vamos a hacer.
No lo censuro a usted lo más mínimo. ¡Dios me
libre! Ni siquiera le pregunto nada. Como he tenido
ya el honor de decírselo, le tengo absoluta
confianza y lo seguiré adonde sea. Para no darle a
usted el derecho de echarme en cara ligereza ni
falta de espíritu práctico, añadiré este detalle:
María y su amor son para mí prenda suficiente y
constituyen la más sólida garantía. Sí, no sé

262
todavía en qué sentido va a enfocar su voluntad,
en qué va a gastar su energía que cada día admiro
más, a qué proyectos y a qué fines va usted a parar
con su inteligencia tan emprendedora y audaz: lo
único de lo que no dudo es de que se tratará de
cosas grandes, de fines nobles y elevados. A su
lado encontraré siempre un puesto modesto y algo
en qué trabajar. En todo caso siempre será algo
mejor que lo que hacen esos viejos estúpidos a
quienes distribuyo ahora mi dinero y mis seis
secretarios con todo su expediente. ¿Por qué no
quiere usted creer en mi modestia, de igual modo
que yo creo en su genio? Imagínese usted que
recién he venido de algún otro planeta, de Marte,
por ejemplo, y que quiero completar de forma seria
mi experiencia humana... En suma, que quiero
transformarme completamente en hombre... ¡La
cosa es muy sencilla, Magnus!
Durante un rato me estuvo mirando
seriamente con fijeza, y luego estalló de pronto en
una alegre carcajada.
—En efecto, usted viene de algún otro

263
planeta, Wandergood. ¿Y si yo hiciera un mal
empleo de su oro?
—¿Y por qué lo habría de hacer? ¿Eso sería
interesante?
—¿Usted qué cree? ¿Que no lo sería?
—Sí, tal como lo cree usted mismo. Para
hacer un mal pequeño, es usted un hombre que se
respeta demasiado. Además, para eso no vale la
pena gastar miles de millones... En cuanto a hacer
algún mal grande... A fe mía que aún no sé lo que
eso quiere decir. ¡Quizá pudiera conducir a un gran
bien...! No hace mucho se me ocurrió una idea
extraña: "¿Quién hace mayor bien a la humanidad?
-me pregunté-: ¿el que la ama o el que la
detesta...?” ¡Ya ve, Magnus, hasta qué punto estoy
aún falto de experiencia en los negocios humanos!
Y... ¡hasta qué punto estoy dispuesto a todo!
Magnus ya no reía; sus ojos parecían
examinarme con extrema curiosidad, como
preguntándose quién era el hombre que tenía
delante: si un imbécil como hay pocos, o el hombre
más inteligente de toda América. A juzgar por la

264
siguiente pregunta, parecía más bien inclinarse por
la segunda suposición:
-Entonces —me dijo-, si yo lo he
comprendido bien, ¿no hay nada que pueda
asustarlo, míster Wandergood?
—Me parece que nada.
—¿Y el crimen? ¿Una multitud de crímenes?
—Nunca se sabe del todo dónde comienza el
crimen y dónde acaba el sacrificio. Siempre tengo
presente lo que usted me ha contado del niño
muerto por el deportado político, y veo que aquí,
en la Tierra, la frontera entre el bien y el mal es
sumamente vaga.
En los ojos de Magnus leí una expresión de
estimación. ¡Vamos! Hace un momento me creía,
por lo visto, un idiota. Pero ahora parecía haber
cambiado de opinión.
Sin dejar de pasearse por la habitación, me
lanzó sucesivamente varias miradas escrutadoras,
como si quisiera recordar y aquilatar palabras que
yo acababa de pronunciar; luego, al pasar junto a
mí, me dio unas palmaditas en la espalda.

265
—¡Tiene usted una mente interesante,
Wandergood! —me dijo—. ¡Es una lástima que yo
no lo haya comprendido antes!
—¿Lástima? ¿Por qué?
—Nada: ¡tonterías...! Tengo mucha
curiosidad por saber en qué sentido va usted a
hablar con el ex rey; seguramente le propondrá
alguna maldad muy grande. Y un gran mal puede,
al fin y al cabo, convertirse en un gran bien, ¿no es
verdad?
Volvió a reír, haciéndome un guiño de
inteligencia,
—No creo que vaya a proponerme una gran
maldad. Acaso mejor una gran estupidez.
—¿Y una gran estupidez no es, a fin de
cuentas, análoga a una gran maldad?
Volvió a reírse, y luego, de manera brusca,
frunció el ceño y añadió en tono serio:
—No se ofénda usted, Wandergood. Lo que
acaba de decir me ha hecho mucha gracia. Me
alegro mucho de que no me haga preguntas; por
el momento no podría contestarlas. Pero algo

266
puedo decirle, por lo pronto... A grandes rasgos,
por supuesto... ¿Me escucha?
—Soy todo oídos.
Magnus se sentó delante de mí y, después de
beber un sorbo de vino, me preguntó en tono
sumamente serio:
—¿Qué piensa usted de los explosivos?
—Les tengo mucho respeto.
—¿Sí? El elogio es un poco frío, pero tampoco
merecen más. Sin embargo, hubo una época en
que yo estaba a punto de idolatrar a la dinamita...
Esta cicatriz que ve usted en mi (rente es una señal
de mi cariño por esa clase de materiales.
Posteriormente he hecho grandes progresos en
química, como en otras muchas cosas, y esto ha
enfriado un poco mi entusiasmo. El principal
defecto de todos los explosivos, empezando por la
pólvora, consiste en que el efecto de la explosión
se limita a un espacio relativamente pequeño y no
alcanza sino a las cosas y a las personas
inmediatas. Para una guerra quizá sea bastante,
pero desde luego es muy poco para... grandes

267
fines. Además, en su calidad de fuerza estric-
tamente material, la dinamita o la pólvora exigen
siempre una mano que las pueda dirigir; por sí
mismas esas sustancias son estúpidas, ciegas y
sordas como los topos. Es verdad que en la mina
de Whithead se ha registrado la tentativa de copiar,
por así decirlo, la idea de hacer que el proyectil
pueda corregir por sí mismo sus pequeños errores
y casi dirigirse solo a su destino; sin embargo, no
ha sido más que una mezquina imitación de los
ojos humanos...
—Mientras que usted hubiera deseado que su
dinamita tuviera conciencia, voluntad y ojos...
—Exacto. Tiene usted razón, eso es lo que yo
quería. Y mi nueva dinamita tiene todo eso:
conciencia, voluntad y ojos...
—No sé todavía de qué se trata... pero todo
eso me hace estremecer.
—¡Estremecer! Me parece que su miedo se va
a convertir en risa cuando le diga el nombre de mi
dinamita. Mi dinamita se llama “el hombre”. ¿Usted
no ha considerado al hombre desde este punto de

268
vista, Wandergood?
—Confieso que no. Como todavía no había
considerado la dinamita desde el punto de vista
psicológico. Pero, con todo, no siento ninguna gana
de reír.
—¡La química! ¡La psicología! —exclamó
iracundo Magnus—. Todo esto viene de que las
ciencias están separadas entre sí. Usted, Toppi y
yo, todos somos obuses: unos ya cargados, otros
por cargar. Todo el problema estriba en cómo
cargar el obús y, sobre todo, en cómo dispararlo.
Usted sabe bien que cada cláse de obús tiene su
sistema especial de explosión...
No quiero cansar al lector transcribiéndole la
conferencia sobre materias explosivas que Magnus
me hizo con mucha elocuencia y casi con
entusiasmo. Era la primera vez que lo veía tan
agitado. A pesar del vivo interés en el asunto, yo
no escuchaba sino a medias; más bien estaba
preocupado en contemplar aquel cráneo que
encerraba dentro de sí unos conocimientos tan
vastos y peligrosos. ¿Fue bajo el imperio de la

269
fuerza sugestiva que emanaba de Magnus, o bien
porque mi vista estaba fatigada? El caso es que
aquel cráneo redondo empezó a transformarse,
poco a poco, frente a mis ojos, en un verdadero
obús o en una bomba cargada... Y sentí un verda-
dero escalofrío cuando Magnus echó
negligentemente sobre la mesa un objeto pesado
que parecía un pedazo de jabón amarillo grisáceo,
y exclamé instintivamente:
—¿Qué es eso...?
—En apariencia no es más que jabón y cera;
pero su fuerza es el mismísimo demonio. Basta la
mitad de este pedazo para borrar de la superficie
de la Tierra la basílica de San Pedro. Pero es un
demonio caprichoso. Se le puede golpear, hacer
pedazos, quemarlo... y siempre guardará silencio:
la dinamita puede destruirlo, pero no provocará su
furor. Yo puedo tirarlo a la calle a los pies de los
caballos; los perros pueden roerlo; los niños jugar
con él... y permanecerá indiferente. Pero basta que
yo dirija sobre él una corriente de alta tensión y la
furia de su explosión será monstruosa, terrible,

270
inaudita. Es un demonio sumamente poderoso,
pero estúpido.
Con igual aire de abandono, casi de
desprecio, volvió a meter su diablo en el cajón y
me miró fijamente a los ojos.
Tuvo un movimiento de admiración.
—Ya veo que usted conoce a fondo el asunto.
Su caprichoso diablo me gusta mucho. Pero
quisiera que me hablara del hombre.
Magnus se echó a reír.
—Pero ¿por ventura no es de él de quien
estoy hablando? ¿Es que la historia de este pedazo
de jabón no es la historia del hombre de usted, a
quien se puede pegar, despedazar, quemar, echar
a los pies de los caballos, dar a los perros y hacerlo
añicos, sin provocar en él furias ni cóleras? En
cambio, pínchele nada más con algo y se producirá
la explosión que usted sabe, míster Wandergood.
Se echó a reír de nuevo, frotándose muy
satisfecho sus grandes manos blancas; parecía que
en aquellos momentos ya no se acordaba de que
hubiera sangre en ellas. Por lo demás, un hombre

271
no necesita nunca acordarse de esto.
Tras la pausa exigida por las conveniencias,
pregunté:
—¿Y conoce usted el procedimiento para
hacer que haga explosión el hombre?
-Sí
—¿No sería posible que me lo dijera?
—Desgraciadamente no es cosa tan fácil y
comprensible... !Las explicaciones tendrían que ser
muy largas, mi querido Wandergood!
—¿Y no podría usted decírmelo en dos
palabras? ¡Nada más que la idea!
—¿La idea? Sí. Consiste en prometer al
hombre un milagro.
—¿Y eso es todo?
—Todo.
—¿Siempre el engaño? Vamos, la táctica del
mono viejo.
—Sí, ha de ser el engaño; pero nada de lo
del mono viejo: ni las cruzadas, ni la
inmortalidad en el cielo. Los tiempos han
cambiado. En nuestros días las almas tienen

272
aspiraciones diferentes y exigen otros milagros.
Cristo prometió la resurrección a todos los
muertos, mientras que yo prometo la
resurrección a los vivos. Por eso a él lo siguieron
los muertos y a mí me seguirán los vivos.
—Los muertos no han resucitado. ¿Y los
vivos?
—¿Quién sabe? Hay que hacer el
experimento. No puedo ponerlo a usted todavía
al corriente del lado práctico del asunto; pero lo
prevengo: el experimento tiene que hacerse a
gran escala. ¿Esto no le asustará a usted,
Wandergood?
Me encogí de hombros. ¿Qué iba a
responder? Aquel hombre, que sobre sus
hombros tenía una bomba en lugar de cabeza,
me volvió a dividir en dos partes, de las cuales
la del hombre era más pequeña que la del
diablo. En mi calidad de Wandergood,
experimentaba, lo confieso sin rubor, un miedo
pavoroso y hasta un verdadero dolor, como si
la explosión ya me estuviera despedazando los

273
huesos; sentía perderse mi serena felicidad al
lado de María, mi tranquilidad de barca de velas
blancas; pero en mi calidad de Satanás, lo que
sentía, lo confieso también sin la menor
vergüenza, era un gran placer de triunfo. Y,
sensualmente emocionado, balbucí
involuntariamente:
—Siento no haberlo sabido antes.
—¿Por qué?
—Por nada. No hablemos más de ello. No
olvide usted que vengo de otro planeta y estoy
empezando a conocer al hombre... Y bien,
Magnus, ¿qué vamos a hacer entonces con este
planeta?
Él se rio de nuevo.
—¡Es usted muy original, míster
Wandergood! ¿Con este planeta? ¡Haremos una
fiesta.,.! Pero dejemos a un lado las bromas,
porque no me gustan.
Frunció el entrecejo y me miró muy serio,
como un viejo profesor. En general, los modales
de este señor no eran muy agradables.

274
Cuando comprobó que me había puesto lo
suficientemente -serio, hizo con la cabeza un
movimiento de condescendencia y exclamó:
—Usted sabe, sin duda, Wandergood, que
Europa se halla actualmente en una situación
extraordinariamente agitada.
—¿Sería posible que se llegue a un conflicto
armado?
—Es muy posible que la guerra estalle. En
el fondo, todo el mundo lo está esperando. Pero
esta guerra será seguida de un milagro.
¿Comprende usted? Estamos viviendo hace
demasiado tiempo con la tabla de multiplicar; ya
estamos cansados de ello; estamos hasta la
coronilla de marchar por este camino recto que
va a perderse en el infinito. Por eso todos
aspiramos al milagro. Pronto llegará el día en que
exijamos que ese milagro se cumpla
inmediatamente. No soy el único que quiere el
experimento en gran escala; lo quiere todo el
mundo y todo el mundo lo está preparando. ¡Ah,
Wandergood! Verdaderamente la vida no valdría

275
la pena de ser vivida sin estos momentos
interesantes. ¡Sí! ¡Muy interesantes...!
Y se frotó las manos con placer.
—¿Está usted muy contento? —le
pregunté.
—Como químico estoy encantado. Mis
obuses ya están
cargados, sin que ni ellos mismos se den
cuenta; lo advertirán cuando yo prenda las
mechas. ¡Imagínese usted el espectáculo cuando
mi dinamita empiece a explotar con su conciencia,
su voluntad, y sus ojos buscando y encontrando el
blanco...!
—¿Y la sangre? Quizá esta pregunta está mal
formulada por mi parte pero recuerdo que no hace
mucho usted hablaba de la sangre con gran
emoción.
Magnus fijó en mí su penetrante mirada. Sus
ojos reflejaron una sensación de molestia. Pero no
era, en modo alguno, el sufrimiento causado por el
remordimiento de la conciencia, o la lástima por las
próximas víctimas: era la molestia de un hombre

276
serio que, en medio de sus graves preocupaciones,
se ve interrumpido por la pregunta tonta de un
niño.
—¿La sangre? ¿Qué sangre? -preguntó.
Le recordé lo que un día él había dicho de la
sangre, y le conté aquel sueño mío, extraño y
penoso, de las botellas llenas de sangre en vez de
vino. Él me escuchó con aire fatigado, cerrando los
ojos, y lanzó un largo suspiro.
—¡La sangre! -dijo-. ¡Eso es una tontería! Yo
le dije a usted que una porción de cosas no tenía
sentido, Wandergood, y vale más no .acordarse de
ellas. Además, si no se siente usted con el valor,
aún no es demasiado tarde.
Entonces me apresuré a replicar:
—No tengo miedo de nada. Como ya le he
dicho, le seguiré por doquier. Probablemente seré
el primero en ser engañado por usted: también yo
quiero el milagro. ¿Acaso su María no es un
milagro? Durante estos últimos días y estas noches
he estado repitiendo la tabla de multiplicar, y es
tan odiosa como la reja de una cárcel. Desde el

277
punto de vista de su química, estoy completamente
cargado de dinamita; únicamente le ruego una
cosa: que me haga usted explotar lo más pronto
posible.
Magnus asintió con seriedad.
—Bueno. Pues, entonces, dentro de ¿quince días.
¿Le satisface a usted?
—Muchas gracias. ¿Puedo esperar entonces que la
signorina María sea mi mujer?
Magnus sonrió.
—¿La Madona?
—Esa sonrisita de usted me extraña mucho. No
me parece compatible con el respeto por su hija, señor
Magnus.
—No se incomode, Wandergood. Mi sonrisa no era
corcerniente a María, sino solamente a la fe de usted en
los milagros. Usted es un buen muchacho, Wandergood;
ya empiezo a quererlo como a un hijo. Dentro de dos
semanas conseguir usted todo lo que quiere y entonces
podremos hacer otro trato sobre base firme. Venga esa
mano, compañero.
Era la primera vez que me estrechaba la mano con

278
tanta fuerza y efusión.
Si él hubiera sostenido sobre sus hombros no una
bomba sino una verdadera cabeza humana, le habría
dado un beso Pero besar una bomba, dicho sea con el
mayor respeto, no !Eso sí que no!
Fue la primera noche que dormí como un santo,
durante la cual las paredes de mi palacio no me
ahogaron. Aquellas paredes parecían desaparecer ante
la fuerza explosiva de las palabras de Magnus, y el techo
se había desvanecido ante la mirada estrellada de María.
Mi alma levantó el vuelo al reino del amor, de la
tranquilidad infinita y del reposo, donde reinaba María.
Mientras me estaba durmiendo veía Tívoli, con sus
luces... Luego, nada más.

279
8 de abril de 1914
Roma
Antes de venir a llamar a mi puerta, Su
Majestad el ex rey había llamado a otras muchas,
a través de toda Europa.
Fiel a las tradiciones de sus antepasados
apostólicos, tenía un gran respeto por el oro de
Israel y recurría de muy buena gana a los
banqueros judíos. Creo que si me honró con su
visita fue por estar convencido de que yo también
era judío.
Aunque Su Majestad estaba en Roma de
incógnito, salí a recibirlo al pie de la escalera, y le
hice una profunda reverenda, como es costumbre
acoger a los reyes. Luego, de acuerdo con la
etiqueta, él me presentó a su edecán, y yo le
presenté a Tomás Magnus.
Confieso que no tenía yo del ex rey un
concepto muy elevado, y me llamó la atendón el
concepto que él tenía de sí mismo. Me tendió su

280
mano cortésmente, con aire de pomposo
abandono; me miró como un ser superior mira a
uno inferior, iba siempre delante de mí, como si
fuera la cosa más natural; se sentó sin esperar a
que yo lo invitara a ello y se puso a examinar el
mobiliario con la frescura más soberana. La
despreocupación que caracterizaba toda su actitud
me animó y dejó de preocuparme mi escaso
conocimiento de la etiqueta de las grandes
recepciones; me bastaba hacer lo mismo que aquel
joven, que parecía hallarse al tanto de todo.
En su aspecto exterior era, en efecto, un
muchacho de rostro descolorido, con un pelo
magnífico, esmirriado de facciones, ojos muy
claros y labio inferior saliente. Sus manos eran muy
bonitas; fue lo único que me gustó en él.
Por su parte, él no dejó de traslucir, con toda
claridad, que mi rostro americano le pareció
semítico, y la necesidad de pedirme dinero le
molestaba terriblemente. Tomando asiento en un
sillón, bostezó ligeramente y dijo:
—Siéntense ustedes.

281
Luego, con un gesto indolente, ordenó a su
edecán que expusiera los motivos de aquella visita.
No se dignaba para nada tomar en cuenta a
Magnus, como si se hubiera tratado de un vulgar
mueble. Mientras que su edecán, grueso, cortés y
sudando de confusión, nos contaba con meloso
acento el “error” que había obligado a Su Majestad
a abandonar su país, el ex rey se miraba
tranquilamente las uñas. Al fin interrumpió, en
tono impaciente, a su hombre de confianza: —Más
breve, marqués. En dos palabras. El señor...
Wandergood conoce este episodio tan bien como
nosotros. En suma, que esos idiotas me echaron de
allí. ¿Qué le parece a usted, señor Wandergood?
¿Qué me iba a parecer? Me limité a
inclinarme:
—Tendré mucho gusto en poder servir a Su
Majestad.
—Sí, todo el mundo me dice lo mismo. Pero...
¿me dará usted dinero? Esta es la cuestión.
Continúa, marqués.
El marqués nos sonrió con dulzura a mí y a

282
Magnus (a pesar de estar gordo tenía trazas de
hambre atrasada), y continuó bordando su fino
encaje sobre aquel lamentable “error” del que su
señor había sido víctima. Durante unos instantes,
el ex rey guardó silencio; luego exclamó con
indignación:
—¿Comprende usted? Aquellos idiotas creen
que todas sus desgracias les vienen de mí. ¿No es
una estupidez, míster Wandergood? Ahora,
después de haberme echado de allí, están mucho
peor que antes, y me escriben: “Vuelva, por amor
de Dios, que estamos perdidos”. Lee las cartas,
marqués.
Al principio, el rey hablaba con cierta
animación, pero se podía apreciar que el menor
esfuerzo lo cansaba pronto.
El marqués, obediente, sacó de su cartera un
fajo de papeles, y durante bastante tiempo nos
estuvo aburriendo con la lectura de las
lamentaciones de súbditos huérfanos de Su Ma-
jestad, que le suplicaban volviera a salvar a la
patria. Mientras el marqués leía, yo miraba al ex

283
rey; me pareció que se aburría tanto como
nosotros. Estaba tan convencido de que el pueblo
no podía vivir sin él, que las pruebas le parecían
absolutamente superfluas.
Yo lo miraba sorprendido. ¿De dónde sacaría
aquella nulidad una seguridad tan feliz? No había
la menor duda de que aquel pollito, incapaz de
encontrar por sí mismo un grano de alpiste con qué
alimentarse, se creía, sin embargo, con capa-
cidades especiales para hacer feliz a su pueblo.
¿Era efecto de idiotez? ¿De educación? ¿De hábito?
Y el marqués, lee que te lee. En aquellos
momentos estaba leyendo la epístola de uno de sus
agentes, en la cual, a través de la estupidez y la
mentira oficial, se acusaba la misma seguridad de
que sólo Su Majestad podría salvar al pueblo. ¿Era
también el cretinismo y la costumbre de la
esclavitud?
—¡Etcétera, etcétera! -exclamó, en tono
indiferente el rey, interrumpiendo la lectura-.
Basta, marqués. Puedes cerrar tu cartera. Y bien,
querido Wandergood, ¿qué piensa usted de todo

284
esto?
—Yo... me atrevo a objetar a Su Majestad
que por mi nacionalidad represento a una vieja
república democrática, y que...
—¡Oh! ¡No haga usted caso, Wandergood!
Eso de la república y de la democracia son
tonterías. Ya sabe usted que siempre hace falta un
rey. En su país también lo tendrán ustedes; es
indispensable. ¿Cómo es posible que un pueblo
viva sin un rey? ¿Quién va a responder por él ante
Dios? Nada, nada. ¡Esas son tonterías!
Aquel pollito tenía, por lo visto, la intención
formal de responder ante Dios por la gente.
—Un rey lo puede todo —continuó, con el
mismo tono tranquilo e imperturbable—. ¿Y qué
puede, en cambio, el presidente de una república?
Nada. ¿Comprende usted, Wander- good? Nada.
¿De qué puede servir, por lo tanto, un presidente
que no puede nada?
Y al decir eso tuvo una sonrisa de desprecio
indulgente.
—Sí. ¡Esas son tonterías que inventan los

285
periódicos! ¿Acaso usted, Wandergood, obedecería
a su presidente?
—¡Ah! Pero la representación popular...
—¡Ta, ta, ta...! Discúlpeme usted, señor...
Wandergood —parecía que a cada momento se le
olvidaba mi nombre—; pero ¿quién va a ser tan
tonto que tome en serio a esa representación
popular? El ciudadano A podrá obedecer al ciuda-
dano B, y el ciudadano B, al ciudadano A; pero
¿quién los va a obligar a obedecerse uno a otro, si
empiezan por creerse los dos igualmente capaces?
Yo también entiendo algo de lógica, y me permitirá
que me ría un poco.
Se rió un poco, en efecto, e hizo una seña al
marqués.
—Sigue, marqués... O mejor, no te
molestes... Me explicaré yo mismo. Así pues,
míster... Wandergood, el rey lo puede todo,
¿comprende usted?
—Pero la ley...
—¡Anda! También éste sale hablando de la
ley. ¿Oyes, marqués? Decididamente, no puede

286
acabar de comprender para qué necesitan todas
esas leyes. ¿Para que todo mundo sea igualmente
víctima de ellas? Perdóneme usted, míster Wan-
dergood, pero lo encuentro a usted... ¿cómo
diría?... muy extraordinario. Por lo demás,
admiramos, si tanto se empeña, que las leyes sean
necesarias; ¿quién va a promulgar esas leyes sino
yo?
—La representación popular...
El ex rey levantó hacia mí sus dos ojos
incoloros con expresión desesperada.
—¡Dale! ¡Siempre el ciudadano A y el
ciudadano B! Pero compréndame usted, míster
Wandergood: ¿qué autoridad o qué fuerza pueden
tener para ellos las leyes que ellos mismos hacen?
¿Y qué persona inteligente obedecería unas leyes
semejantes? No, esas son tonterías, se lo digo.
¿Acaso usted, míster Wandergood, obedece sus
leyes?
—¡No solamente yo, sino América entera,
Majestad!
El me miró con una especie de lástima.

287
—Discúlpeme usted, pero no lo creo. ¡Toda
América! Si esto es así, sus americanos no
comprenden lo que es la ley. ¿Oyes, marqués?
¡Toda América! Pero en fin, no es de esto de lo que
se trata. Necesito volver a mi país, Wandergood.
Ya ha oído usted lo que me escribe la pobre gente...
—Celebro mucho que Su Majestad tenga el
camino abierto.
—¿Abierto? ¿Lo cree usted así? ¡Hum... hum!
No, querido; me hace falta dinero. Porque, así
como hay unos que me escriben, hay otros que no
me escriben, ¿comprende usted?
—¡Quizá es porque no saben escribir, sire!
—¡Que no saben! ¡Oh, la, la! Tendría que leer
lo que han escrito contra mí esos bandidos. Me ha
puesto los nervios de punta. Hay que fusilarlos,
sencillamente.
—¿A todos?
—No, ¿para qué a todos? Bastaría fusilar a
unos cuantos. Los otros se quedarían asustados.
¿Comprende usted, míster Wandergood? Me han
robado, lisa y llanamente, el poder; y ahora, por

288
supuesto, no quieren devolvérmelo. No puedo
vigilar por mí mismo que no me roben; mientras
que estos señores... -y señaló al marqués, que se
puso de repente como un tomate-. Estos señores
no han sabido defender mis prerrogativas.
El marqués, confuso, balbuceó:
—Sire...
—Bien, bien... Ya sé que tú me eres fiel; pero
no distebastantes pruebas de energía, y a causa de
tu debilidad... Pero dejemos eso... ¡Ahora son
tantas las molestias y las preocupaciones que
tengo...!
Descargó su pecho con un profundo suspiro.
—¿No le ha dicho a usted el cardenal X, míster
Wandergood, que necesito dinero? Me prometió que se
lo diría. Por supuesto que se lo devolveré todo... Pero
sería mejor que esto lo tratara con el marqués. He oído
decir que usted siente mucho amor por la humanidad,
míster Wandergood.
Una sonrisa de ironía cruzó un instante por la cara
de Magnus.
Yo me incliné.

289
—Sí, el cardenal me ha hablado mucho de su
humanitarismo, míster Wandergood. Eso está muy bien
y lo felicito por ello. Pues si usted ama a la humanidad,
me dará dinero, no hay la menor duda. Aquella gente
necesita un rey. Lo que dicen los periódicos no son más
que tonterías. En Inglaterra hay un rey, en Italia
también, en muchos otros países lo mismo. ¿Por qué
entonces no lo ha de haber en nuestro país?
—Ha sido un “lamentable error” —balbuceó
tímidamente el marqués.
—¡Desde luego que es un error! -prosiguió el ex
rey—. El marqués tiene razón. La gente llama a eso una
revolución; pero no es más que un error, créame usted;
conozco a mi pueblo. Ahora lo está lamentando. No, sin
un rey no hay posibilidad. Si eso fuera posible, nunca
hubiera habido reyes. ¡Vaya tontería! ¡También hay
quien pretende que se podría vivir sin Dios...! ¡Qué
insensatez! A gente así hay que fusilarla.
Se levantó bruscamente, me estrechó la mano -
esta vez con bastante afecto— y saludó a Magnus con
un movimiento de cabeza.
—Adiós, querido Wandergood, adiós. Es usted

290
muy simpático... Es usted un gran hombre... El marqués
vendrá a verlo uno de estos días. ¿Qué es lo que iba yo
a decirle? ¡Ah, sí! Le deseo de todo corazón que ustedes
los americanos también tengan pronto un rey. ¡Es
indispensable, amigo mío! ¡Más tarde o más temprano
lo tendrán ustedes!
Con la misma solemnidad con que a la
entrada, acompañamos a Su Majestad, así fue a la
salida. El marqués iba detrás de todos, y su cabeza
baja, que parecía cortada en dos hasta el cuello por
una raya en medio de su pelo blanco, dejaba tras-
lucir que iba hambriento y había sufrido ya muchos
fracasos. ¡Eran ya tantas las veces que le había
tocado hablar, sin éxito, de aquel “lamentable
error”!
Probablemente el ex rey se iba acordando
también en aquellos momentos de todas las
puertas a que había llamado en vano; su rostro
exangüe de pronto se puso ceñudo. Cuando lo
saludé por última vez, él me miró con cierta
extrañeza, como preguntándome: “¿Qué quiere
todavía este imbécil? ¡Ah, sí! Es que tiene dinero”,

291
recordó entonces; y en tono perezoso me volvió a
decir:
—De manera que no se olvidará usted, ¿eh,
querido...?
Traía un magnífico automóvil, como también
un magnífico lacayo: un mocetón que parecía un
gendarme disfrazado.
Cuando volvimos a subir la escalera, entre las
dos filas de criados respetuosos que me miraban
como si yo llevara una corona en la cabeza, y
entramos por fin en mi despacho, Mag- nus se
sumió en un largo silencio de ironía.
—¿Qué edad tendrá ese pollito? -dije,
interrumpiéndolo.
—¿No lo sabe usted, míster Wandergood?
¿No le da a usted vergüenza? Tiene treinta y dos
años, aunque no los representa.
—¿Realmente el cardenal X ha hablado de él
y pedido que le demos dinero?
—Sí, lo que quede después de lo que se lleve
el cardenal.
—¿Por qué el Vaticano se aferra tan

292
fuertemente a la monarquía?
—Probablemente porque en el cielo también
debe estar en vigor el régimen monárquico. ¿Podría
usted imaginarse una república de santos y la
administración del universo sobre la base del
sufragio universal? ¡Figúrese usted! Entonces
también los demonios tendrían voto. No,
Wandergood; el rey es necesario, créame usted.
—¡Qué tontería! En cuanto a ese pobre
soberano destronado, no merece la pena hablar de
él ni siquiera en broma.
—¡Si no hablo en broma! Está usted
equivocado, amigo mío. Y, discúlpeme la
franqueza, ese hombre, en sus ideas acerca del
rey, ha estado por encima de usted. Usted no ha
visto en él más que al pollito, es decir, al hombre
ridículo, si usted quiere; mientras que él
consideraba su propia persona como un símbolo.
He aquí por qué tiene tanto aplomo y tanta fe en
su causa. Y no tengo la menor duda de que vuelva
con su "amado pueblo”.
—¿Y fusilará a la gente?

293
—Sí, la fusilará, para inspirar miedo a unos y
respeto a otros. ¡Ah, Wandergood! Usted se
empeña en no olvidar la tabla de multiplicar, el
practicismo escueto. Su república no es más que
una tabla llena de números, mientras que el rey es
una especie de milagro. Que un millón de hombres
barbudos se gobiernen a sí mismos es cosa
demasiado sencilla, anodina, desesperante; pero
que ese millón de hombres barbudos esté mandado
por un pollito barbilampiño es extraordinario, fan-
tástico, milagroso. ¡Ese es el milagro! ¡Qué
perspectivas abre eso! A mí me daban ganas de
reír cuando usted hablaba, casi con emoción, de la
ley. El rey es necesario precisamente para obrar
contra la ley, para que exista una voluntad que
esté por encima de la ley.
—Pero las leyes cambian, Magnus.
—Es decir, que una ley es remplazada por
otra bajo el imperio de la necesidad. No, solamente
despreciando las leyes
se pone por encima de ellas la voluntad. Si
usted llegara a demostrar que Dios está sometido,

294
Él mismo, a las leyes que ha creado, es decir, que
no puede hacer un milagro, todos los pontífices se
verían aislados por completo y los templos se
transformarían en cuarteles. ¡El milagro,
Wandergood, el milagro! Eso es lo que aún
mantiene a la humanidad sobre este sucio mundo.
Y al decir esto, Magnus descargó con todas
sus fuerzas un puñetazo sobre la mesa. Su cara
estaba congestionada; sus oscuros ojos traslucían
una excitación poco frecuente en él. Como si
estuviera amenazando a alguien, prosiguió:
—Ese pobre rey destronado cree en un
milagro, y de buena gana me colocaría yo en su
lugar. Es una nulidad, un verdadero pollo tísico,
pero cree en un milagro. Ha sido rey y lo volverá a
ser, mientras que nosotros...
Tuvo un gesto de desprecio y se puso a
pasear sobre la alfombra como un capitán enojado
por el puente de su navio.
Yo contemplaba respetuosamente su pesada
cabeza llena de explosivos y con ojos chispeantes;
por primera vez comprendí la ambición diabólica

295
que movía a aquel hombre extraño. “Mientras que
nosotros...”
Él se dio cuenta de mi mirada y estalló en
enojo:
—¿Por qué me mira así, Wandergood? ¡Es
una tontería! ¿Piensa usted en mi ambición? Le
digo a usted que eso es todo. ¿Es que usted,
ciudadano de Illinois, no hubiera querido ser,
pongamos por ejemplo, el zar de todas las rusias,
cuya voluntad está por encima de la ley?
—Y usted, Magnus, ¿a qué trono aspira?
—Si usted se empeña en honrarme con
sospechas de este tipo, míster Wandergood, le diré
que aspiro a algo más elevado aún... Todo esto son
tonterías, compañero. Sólo los moralistas, que
llevan en las venas agua de rosas en lugar de
sangre, nunca han aspirado en su vida a una
corona; de igual modo que los eunucos no han
soñado jamás con violar a una mujer. Ni aun el
trono ruso me satisfaría: es demasiado estrecho.
—Aún queda otro trono, señor Magnus: el de
Dios.

296
—¿Por qué habla usted solamente de Dios?
Se olvida usted de Satanás, míster Wandergood.
¡Y me lo decía a mí mismo! ¿Sabía ya todo el
mundo que mi trono estaba vacante?
Incliné respetuosamente la cabeza y dije:
—¡Permita que sea yo el primero en besarle
la mano, Majestad!
Magnus me miró furioso y hasta me enseñó
los dientes como un perro que defiende su hueso.
¡Y aquel pigmeo enfurecido quería ser Satanás!
¡Aquel puñado de polvo, que se hubiera dispersado
al menor soplo del diablo, soñaba con en-
casquetarse en la cabeza mi corona!
Volví a inclinar aún más la cabeza, bajando
los ojos. Sentía crecer en mí la llama del desprecio,
el deseo de risa sobrehumana, y no quería que se
diera cuenta de ello aquel hombre que pretendía
sustituirme.
No recuerdo cuánto tiempo guardamos
silencio; pero cuando nuestras miradas volvieron a
encontrarse, eran puras, inocentes, limpias como
dos vasos de cobre.

297
Fue Magnus el primero en hablar.
—¿Entonces? -me dijo.
—¿Entonces? -repliqué.
—¿Dispone usted que se dé dinero al rey
destronado?
—El dinero está a su disposición, amigo mío.
Magnus me miró perplejo.
—¡No vale la pena! -resolvió al fin-. Es un
milagro demasiado viejo y hace falta mucha fuerza
de la policía para obligar a la gente a creer en él.
Ya haremos otro más interesante.
—¡Ah!, sin duda. Nosotros hemos de hacer
algo mejor. De modo que, ¿dentro de quince días?
—Sí, poco más o menos —respondió Magnus
con amabilidad.
Al separarnos cambiamos un efusivo apretón de
manos.
Dos horas después el rey destronado nos enviaba
dos condecoraciones: una para cada uno; a mí una
estrella muy grande y a Magnus no sé qué.
Finalmente sentí lástima de aquel imbécil ex rey,
emperrado, costara lo que costase, en continuar

298
representando su papel.

299
16 de abril de 1914
Roma
María no se encuentra bien. Me lo ha dicho
Magnus. Pero luego supe que no era verdad; no sé
por qué motivo, él no quiere que yo la vea. ¿Qué
es lo que teme?
Una vez más, estando yo fuera ha venido a
verlo el cardenal X.
Ya no me habla del “milagro”.
Tengo mucha paciencia, y espero. He
encontrado una nueva distracción que me hace
pasar muy bien el tiempo. Son los museos de
Roma. Al principio me parecían muy aburridos,
pero he acabado por encontrarles gusto y me paso
en ellos la mañana entera, como un yanqui
consciente que acabara, ahora mismo, de
enterarse de la diferencia entre la escultura y la
pintura.
No llevo conmigo el Baedecker y estoy muy
contento de no entender una palabra de mármoles

300
ni de cuadros. Me gustan y asunto concluido.
Encuentro un placer en que los museos
despidan un olor que me recuerda el del mar. ¿Por
qué el del mar? No lo sé. Además, en esos museos
¡hay tanto espacio! ¡Más que en la campiña! En la
campiña veo únicamente el espacio que atraviesan
los trenes y los automóviles; mientras que en los
museos nado a través del océano de los tiempos.
Ante mí se abren siglos y siglos ¡y el horizonte es
tan inmenso!
Lo que también me gusta de los museos es
que allí se conserva, con todo respeto, un pedazo
de pierna de mármol o una sandalia de piedra con
un trozo de dedo roto. Como asno de Illinois, no
puedo comprender qué puede tener de particular
aquel trozo de pierna o de dedo, pero tengo fe en
el gusto
artístico de los que lo conservan, y me
siento conmovido por la parsimonia humana.
¡Consérvenlo, consérvenlo bien! Uno puede
romperse sus piernas vivas, ¡pero cuidado con los
trozos de pierna de mármol! Es muy hermoso eso

301
de irlos guardando cuidadosamente dos mil años
seguidos, mientras se van sucediendo, una tras
otra, las generaciones humanas.
Cuando, desde las calles romanas, en las
que cada piedra reluce bañada por el sol de abril,
entro en un sombrío museo, aquella luz me hace
el efecto de algo particular, más especial que los
rayos del sol. Si la memoria no me es infiel, ésa
es la luz que emana de la eternidad. Además,
todos esos mármoles han estado absorbiendo,
durante su larga existencia, tanta cantidad de sol
como absorbe whisky un inglés de buena cepa, y
cuentan ahora con tantas reservas de luz, que no
temen ni a la noche más negra. Yo tampoco tengo
miedo de esa maldita noche cuando estoy junto
a esos mármoles. ¡Consérvenlos bien, hombres;
consérvenlos bien!
Eso es lo que se llama arte. Sí, realmente
eso es el arte; tú, Wandergood, eres un burro.
Claro que eres un hombre civilizado; miras el arte
con el mismo respeto que suele tenerse por una
religión ajena, pero no entiendes del asunto más

302
de lo que podía entender el asno sobre el cual
hizo Jesucristo su entrada en Jerusalén.
“¿Y si de pronto estallara un incendio?” Me
vino ayer esa extraña idea, mientras me paseaba
por uno de estos museos. Ese pensamiento me
estuvo intrigando tanto durante el día, que fui a
comunicárselo a Magnus. Pero él estaba
preocupado por cosas muy diferentes y al
principio no me entendió.
—-¿¿Qué es lo que tanto le preocupa a
usted, Wandergood? ¿Quiere asegurar contra
incendios al Vaticano? ¿De qué se trata? Vamos,
hable con claridad.
—¿Asegurar contra incendios? -exclamé
con indignación-. Usted es un bárbaro, Tomás
Magnus.
Al fin acabó por comprender. Con sonrisa
bonachona desperezó sus miembros fatigados,
bostezó y me puso delante un papel.
—Parece que, en efecto, viene usted de
Marte, mi querido Wandergood. Dejemos eso en
paz. Y hágame el favor de firmar este documento.

303
Ya es el último.
—Lo firmaré, pero va a ser con una condición.
—¿Cuál?
—Que su explosión no toque para nada al
Vaticano.
Él volvió a sonreír.
—¿Tanto empeño tiene usted en conservar
intacto el Vaticano? En este caso, más le vale no
firmar. En general, Wandergood -añadió ya en tono
serio-, si usted tiene miedo a la destrucción, es
mejor que nos separemos antes de que sea de-
masiado tarde. En mi teatro no hay lugar para
lamentaciones; el drama que represento no está
hecho para señoritas yanquis sentimentales.
—En fin, si usted quiere...
Firmé, rechazándolo con la mano.
—Según parece, ha tomado con toda
seriedad el papel de Satanás, querido Magnus, y se
enfoca de lleno a su trabajo.
—¿Pero es que Satanás también tiene
deberes? ¡Pobre Satanás! En este caso, no quiero
encarnar ese personaje.

304
—¿Usted no quiere ni lamentaciones ni
deberes?
—Eso, ni lamentaciones ni deberes.
—¿Entonces qué?
Con sus ojos centelleantes me echó una
rápida mirada y respondió con una breve palabra
que cortó el aire en dos ante mí.
—¡Voluntad!
—¿Y... la corriente de alta tensión?
Tuvo una sonrisa de condescendencia.
—Me alegro mucho, señor Wandergood, de
que se acuerde tan bien de mis palabras. Un día
eso puede serle de utilidad.
No sé por qué, en aquel momento, sentí un
gran deseo de golpearlo en mitad de la cara. Pero,
en lugar de esto, me incliné cortés y
profundamente, disponiéndome a marcharme.
Él me detuvo señalándome con un ademán
amable el sillón.
—¿Adónde se va a ir usted? Siéntese un
momento. ¡En estos últimos días nos vemos tan
poco! ¿Qué tal esa salud?

305
—Gracias, muy bien; me encuentro
admirable. ¿Y cómo está la signorina María?
—Continúa delicadilla. Pero no será nada.
Nada más que unos cuantos días de paciencia, y
usted...
Se interrumpió y no terminó la fiase.
—¿De modo que le han gustado los museos
de Roma, Wandergood? Antes, también yo solía
consagrarles mucho tiempo y mucha atención... Sí,
me acuerdo muy bien... ¿No le parece a usted,
querido amigo, que el hombre, en masa, es decir,
en colectividad, es un ser abominable?
Lo miré muy sorprendido.
—No comprendo, Magnus, qué relación
puede haber entre los museos y la observación que
me acaba usted de hacer. Al contrario, los museos
me han mostrado al hombre bajo una nueva luz,
más bien favorable.
Él se rió ligeramente.
—¡Ah! ¡Siempre el amor por la humanidad!
Bueno, bueno, Wandergood, no se incomode. Era
una broma... Ya ve usted, todo lo que el hombre

306
hace es hermoso en su plan, pero abominable en
la creación definitiva. Tome usted, por ejemplo, el
plan del cristianismo, con el Sermón de la Montaña,
las azucenas, las espinas y su gran sencillez. ¿No
es verdad que es muy hermoso? Pero si en vez del
croquis mira usted el cuadro definitivo, con sus
sacristanes, sus hogueras para quemar a los
herejes, y el cardenal X... resulta algo que
verdaderamente repugna. Y en todo ocurre igual:
el que empieza es un genio, pero el que lo acaba
es un idiota o un animal. La ola que viene
a dar contra la playa es pura y fresca; pero
cuando vuelve al mar, ya vuelve sucia, lleva
trozos de corcho, de conchas, de toda clase de
porquerías. Todos los principios son buenos: el
principio del amor, los comienzos del Imperio
romano, el inicio de la gran Revolución. Pero
¡fíjese luego cómo acaba todo! Si bien un
individuo aislado a veces puede terminar sus días
de forma hermosa, lo mismo que los empezó, las
masas, míster Wandergood, acostumbran
terminar la misa más solemne con una impudicia

307
o una abominación cualquiera. ¡Créame usted!
—¿Y cuál será la razón, Magnus?
—¿La razón? Yo creo que reside en la
naturaleza misma del hombre, que es un animal
perverso, limitado, inclinado a la locura, que se
contamina fácilmente con todas las enfermeda-
des y que posee el don de convertir las vías más
despejadas en callejones sin salida. Hablo, por
supuesto, del hombre masa, del hombre
colectivo, y, precisamente porque es tan malo y
tan estúpido, su arte es infinitamente superior a
su vida.
—¡No lo comprendo a usted!
—Sin embargo, es bien comprensible. En el
arte es el genio el que empieza y es también
quien lo termina. ¿Comprende usted el genio? Un
imbécil, un miserable imitador, un pobre de
espíritu es incapaz de cambiar algo en los
cuadros de Velázquez, en las esculturas de
Miguel Angel o en ios versos de Homero. Lo único
que puede hacer es destruirlos, romperlos o
quemarlos; pero para rebajarlos hasta su propio

308
nivel es impotente. Por eso detesta el verdadero
arte. ¿Comprende usted, Wandergood? Sus
garras no tienen fuerza para eso.
Magnus trazó en el aire un amplio ademán
con su gran mano blanca y se echó a reír.
—Pero, si es así, ¿por qué guarda y
conserva con tanto cuidado las obras de arte?
—No es él quien las guarda y conserva. Es
una casta especial de guardianes la que lo hace...
¿No ha observado que
la gente no suele encontrarse en su ambiente
dentro de ios museos?
—¿De qué gente habla usted?
—¡De la que va a verlos! ¡Del público! Lo más
raro en esto no es la estupidez del hombre
colectivo, sino que el genio rinde culto a esos
imbéciles, los califica de protectores suyos y
procura ganar su cariño. El genio no comprende
que su semejante es únicamente otro genio y abre
sus brazos a todo animal bípedo, que se aprovecha
de este abrazo... para robarle el reloj. Sí, mi
querido Wandergood; eso es muy raro y me

309
temo...
Calló, quedándose perplejo, con la vista fija
en el pavimento; así es como los hombres
contemplan el fondo de su propia tumba.
Comprendí a lo que tenía miedo aquel genio,
y una vez más me incliné ante aquel espíritu
satánico que, en todo el mundo, no quería conocer
sino su propia persona y su voluntad. Era un dios
que no estaba dispuesto, en modo alguno, a
compartir su poder ni con el Olimpo. ¡Y qué
desprecio por la humanidad! ¡Qué falta de
estimación para mí! ¡He ahí un maldito puñado de
polvo, capaz de hacer estornudar al mismísimo
demonio!
¿Sabes tú cómo acabó aquella velada? Pues
agarré a mi devoto Toppi por el cuello y lo amenacé
con fusilarlo en el acto si se negaba a
emborracharse conmigo.
Y nos embriagamos como dos cocheros. La
cosa empezó en una taberna indecente llamada
Gambrinus y terminó en una serie de chamizos
nocturnos, en los que hice beber a toda una recua

310
de bandidos de ojos negros, de mandolinistas y de
cantores que me habían compuesto canciones
sobre María. Bebí lo mismo que un cowboy que,
después de un año de rudo trabajo en el campo,
cae de pronto en una ciudad con todas sus
tentaciones. ¡Al cuerno los museos!
Recuerdo haber gritado constantemente,
moviendo ios brazos y jurando; pero jamás he
sentido por mi pura María un amor tan tierno, tan
dulce y tan doloroso como en aquella pesada
atmósfera de hediondas tabernas, impregnadas de
olor a vino, a naranjas y a grasa frita; entre
bandidos de caras barbudas, rebosantes de avidez
y deseo, y en medio de aquel melancólico sonar de
las mandolinas, que parecía abrirme hasta el fondo
el paraíso y el infierno.
Me acuerdo vagamente de haber abrazado a
asesinos que mantenían una actitud solemne y
muy afectuosa hacia mí. Les perdonaba a todos en
nombre de María.
Me acuerdo también que propuse a toda
aquella gente ir a continuar la francachela al

311
Coliseo, en el mismo sitio donde en otro tiempo
murieron los mártires. No sé exactamente por qué
no llegó a realizarse esta propuesta;
probablemente a causa de dificultades puramente
técnicas.
¡Había que ver a Toppi! Estaba admirable. Al
principio estuvo largo tiempo embriagándose sin
pronunciar una palabra, como podía hacerlo un
obispo borracho en su habitación.
De repente se puso a demostrar sus
habilidades y a mostrar sus extravagancias; se
colocó una gran botella de Chianti en la punta de
la nariz y se vertió todo el vino en la cara; quiso
hacer juegos de manos, pero los bandidos
descubrían en seguida la trampa y le repetían el
juego; anduvo a cuatro patas, cantó canciones de
iglesia, lloró y, por fin, con toda franqueza, confesó
que él era el diablo en persona.
Al regresar a pie a mi suntuoso palacio, Toppi
y yo íbamos como dos estudiantes un poco alegres;
hacíamos zigzags interminables y tropezábamos
contra las paredes y los faroles. Toppi quiso

312
meterse con los agentes de policía, pero, conmo-
vido por su cortesía, acabó por darles su bendición
como un buen pastor.
—Idos y no pequéis más —les decía, en tono
muy serio.
Luego me confesó, llorando, que estaba
enamorado de una signora, que su amor era
correspondido, y que se veía obligado a renunciar
a la carrera eclesiástica, porque el amor terreno no
es compatible con el culto de Dios. Después de
hacerme esta confesión, se tendió en el umbral de
la puerta de una casa y se durmió en seguida. Lo
dejé dormir en paz y continué mi camino.
¡María, María! ¡Si supieras cómo sufro! Aún
no he rozado tus labios. Ayer no tocaron los míos
sino el rojo vino. ¿De dónde provienen las huellas
ardientes que hay en ellos?
Ayer te coroné de flores arrastrándome ante
ti, de rodillas, Madona. Ni siquiera me atreví a tocar
la orla de tu vestido. ¡Y hoy ya no eres para mí más
que una mujer, y te deseo! Mis manos tiemblan.
Con una ansiedad rebosante de rabia, pienso

313
en los obstáculos, en las paredes, en las puertas y
en los umbrales que nos separan.
¡Te quiero! ¡Te deseo!
Al mirarme en el espejo no he podido
reconocer mis propios ojos; los cubría una especie
de incierto velo. Mi respiración es pesada e
irregular. Todo el día mi lascivo pensamiento
revolotea en torno de tu pecho desnudo. Todo lo
he olvidado por ti.
Estoy dominado por un poder extraño,
misterioso. ¿Qué poder es éste? Me oprime como
las tenazas oprimen el hierro enrojecido; me siento
ahogado y cegado por mi propio calor y por las
centellas que irradia el fuego de mi alma, ¿Qué
haces tú, hombre, cuando te sucede una cosa así?
¿Buscas a la mujer y te arrojas sobre ella? ¿La
violas? Imagine pues, que estamos a altas horas
de la noche. María está cerca de mí; puedo
deslizarme suavemente, sin hacer el menor ruido,
hasta su cuarto... ¿Que grita? ¿Que se defiende...?
¡Poco me importa! Y si acude Magnus y trata de
cerrarme el paso, lo mato...

314
¡Qué tonterías!
Pero dime, ¿qué poder terrible es ése? Tú debes
saberlo, ¡hombre!
Por la tarde, huyendo de mí mismo y de María,
he rodado de calle en calle. Pero fue
contraproducente; por doquiera veía hombres y
mujeres, mujeres y hombres. ¡Como si nunca los
hubiera visto hasta entonces!
Todos me parecían estar desnudos. Estuve
largo tiempo en el Pincio, esforzándome en
comprender lo que es la puesta de sol, sin poder
lograrlo; ante mí iban pasando en interminable desfile
hombres y mujeres que se miraban mutuamente a
los ojos. ¿Qué es una mujer? ¡Explícamelo, hombre!
Una mujer muy hermosa iba sentada en su
automóvil. Su pálido rostro se teñía ligeramente de
púrpura a los rayos del sol poniente; en sus orejas
fulguraban, como chispas, dos brillantes. Miraba al
sol. El sol, a su vez, la miraba a ella, y eso era todo.
Pero para mí resultaba un tormento insufrible; mi
corazón se sintió de pronto oprimido por tanta
tristeza, por tanto amor, como si la muerte ya se

315
estuviera cerniendo sobre mí. Y en el fondo, tras
aquella mujer, se dibujaban muchos árboles verdes,
casi negros...
¡María! ¡María!

316
19 de abril de 1914
Isla de Capri
El mar está sumamente tranquilo.
Desde la alta ribera he estado contemplando
por largo tiempo una barca que parecía estar inmóvil,
paralizada, en medio de la inmensidad azul. Sus velas
blancas también estaban inmóviles; daba una
sensación de completa felicidad. Y de nuevo la
inmensa tranquilidad envolvía mi alma, y el santo
nombre de María sonaba en mi corazón como una
campana distante en una orilla apartada.
Luego me tendí sobre la hierba, con la cara
vuelta hacia el cielo. Mi dorso recibía el calor de la
amorosa tierra; mis ojos cerrados se tostaban bajo un
calor tan fuerte, que parecía que yo hubiese metido la
cabeza dentro del mismo sol.
A tres pasos de mí se abría un profundo
abismo, donde era imposible aventurar una
mirada sin sentir el vértigo. La proximidad de
aquel abismo me daba la impresión de estar

317
suspendido en el aire. Respiraba con deleite el
perfume de la hierba y de las flores primaverales
de Capri. También sentía el olor de Toppi, que
estaba tendido a mi lado; cuando este idiota se
calienta al sol, empieza a transpirar un intenso
olor a azufre. Toppi se ha puesto muy moreno
con el sol, como si se hubiera tiznado la cara de
carbón. En suma, ahora se ha convertido en un
viejo diablo muy agradable.
El lugar donde estábamos tendidos se
llama Anacapri y constituye la parte alta de la
isla.
Cuando empezamos a bajar, el sol ya se
había ocultado. La pálida luna apareció en el
cielo; el aire estaba tranquilo y plácido; algunos
enamorados tocaban la mandolina y me parecía
que todos murmuraban el nombre de María. ¡Por
todas partes María!
Mi amor estaba envuelto en una gran
placidez, en la pereza de luz de luna; como las
blancas casitas que se amontonaban allí abajo.
En una casita así había vivido en otro tiempo

318
María, y pronto, dentro de cuatro días, yo la iba a
llevar de nuevo a una casita blanca, parecida.
La elevada muralla, a lo largo de la cual va
bajando por el camino, nos ocultó la luna. En un
nicho abierto, a través de ella, de repente vimos
una imagen de la Madona que se alzaba sobre el
camino y el matorral. Ante ella ardía una lámpara
mortecina. En aquel silencio emocionante, la
Madona parecía tan viva, que al verla no pude
evitar un estremecimiento.
Toppi bajó la cabeza y murmuró un rezo. En
cuanto a mí, me quité el sombrero y pensé: “Así
como tú te levantas sobre esta inmensa cúpula
llena de luz de luna y de mil encantos misteriosos,
¡oh, Madona!, así reina María sobre mi alma...”
¡Basta! Aquí empieza otra vez lo
extraordinario, y me callo.
Luego beberé agua y después me iré al café
a oír el concierto de algunos célebres mandolinistas
napolitanos. Toppi preferiría que lo fusilaran a
acompañarme; le atormentan los remordimientos
de conciencia. Me alegro infinitamente de poder

319
pasar la noche solo.

320
24 de abril de 1914
Roma, Palazzo Orsini
Es de noche. Mi palacio está silencioso y
muerto; como si también fuera una de tantas
ruinas de la vieja Roma. Tras la gran ventana se
extiende el jardín; a la luz de la lima parece un
jardín fantasma; la vaga columna de su fuente
semeja un espectro sin cabeza, vestido con una
coraza de plata. Apenas oigo el murmullo de esa
fuente a través de los gruesos cristales de la
ventana; se diría que es la voz del jardín nocturno,
que murmura.
Sí, todo esto es muy hermoso y respira...
¿cómo diríamos?... ¡Amor!
Por supuesto que sería delicioso pasearme al
lado de María sobre la arena azul de los senderos
pisando nuestras propias sombras. Pero me siento
conmovido y mi emoción es aún mayor que mi
amor, de modo que lo envuelve y lo encubre.
Procurando no hacer ruido, voy de un lado a

321
otro de la habitación, me paro junto a las paredes,
aplico el oído a todos los rincones, esforzándome
en oír algo... algo muy lejano, distante a millares
de kilómetros de mí. ¿O es que lo que quiero oír
está sólo grabado en mi memoria y se refiere al
pasado? ¿Acaso esos miles de kilómetros de que
estoy hablando serán únicamente los miles de años
de mi existencia?
Te haría reír si vieras mi atavío. Mi correcto
traje americano de pronto se me ha hecho
insoportablemente pesado, y después de
desnudarme me he puesto un traje de baño. Mi
figura se ha adelgazado, así, de repente,
haciéndose más alta y más flexible. He ensayando
durante mucho tiempo esta flexibilidad corriendo
por la habitación y cambiando de dirección a cada
paso, lo mismo que un murciélago. Mis músculos
se sienten ansiosos de movimiento; están
sumamente excitados. No sé lo que quieren.
Pero pronto he sentido frío, he cambiado
nuevamente de traje y me he sentado en la mesa
a escribir. Además, he bebido un vaso de vino y he

322
cerrado las cortinas para no seguir viendo el jardín
blanco. Luego he examinado y cargado mi
browning, que llevaré conmigo mañana, cuando
vaya a sostener con Magnus una conversación
amistosa.
Tomás Magnus tiene ahora colaboradores.
Así es como llama él a unos señores que son
desconocidos para mí que se apartan
respetuosamente cuando yo paso, pero sin
saludarme, como si estuviéramos en la calle y no
en mi casa. Cuando me fui a Capri no eran más que
dos; ahora que he vuelto ya son media docena,
según me ha dicho Toppi, y todos viven en casa.
A Toppi no le gustan, y a mí tampoco. Se diría
que no tuvieran cara; por más esfuerzos que hago
no me puedo acordar jamás de la fisonomía de
ninguno de ellos, a pesar de haberlos visto a todos.
—Son mis colaboradores -me ha dicho hoy
Magnus, con una ironía en el tono que ni siquiera
se ha tomado la molestia en disimular.
—Pues debe decirles que están muy mal
educados. '

323
—¿Por qué?
—Porque cuando me encuentran ni siquiera
me saludan.
—Pues se equivoca, míster Wandergood.
Precisamente por estar muy bien educados no se
atreven a saludarlo sin haber sido presentados...
Son gente muy educada. Además, mañana lo sabrá
usted todo... No, no frunza usted el entrecejo y
tenga un poco de paciencia. No falta más que una
noche.
—¿Cómo está la signorina María?
—Mañana ya estará bien.
Me puso la mano en el hombro y, acercando
descarada' mente sus ojos malignos a los míos, me
preguntó:
—Y de la fiebre amorosa, ¿qué?
Quité su mano de mi hombro y exclamé de
muy mal talante:
—Señor Magnus, yo...
—¿Qué?
Me miró muy serio y me dio la espalda
tranquilamente.

324
—Hasta mañana, míster Wandergood.
¡Para eso había yo cargado mi revólver!
Aquella misma noche me trajeron una misiva
de Magnus. Era una carta de excusas; me
explicaba su conducta de hace un momento; se
debía a su estado de nerviosismo y me aseguraba
que tenía en el mayor aprecio mi amistad y no tenía
más ideal que merecer mi confianza. También
reconocía que sus colaboradores habían sido, en
efecto, mal educados.
Estuve contemplando mucho tiempo aquellos
renglones, mal pergeñados, como escritos a toda
prisa; la palabra confianza. estaba subrayada.
Entonces sentí el deseo de llevar conmigo, para
cuando volviese a hablar con Magnus, no un
revólver, sino un cañón de tiro rápido.
¡Una noche nada más! ¡Pero era tan
terriblemente larga!
Sin duda me amenaza un peligro. Lo
presiento. Mis músculos lo saben y por esto se
hallan tan excitados. Ahora lo comprendo. Acaso tú
creerás que lo que yo tengo es, sencillamente,

325
miedo. Pues te juro por la salvación eterna que te
equivocas. Hace algún tiempo tenía, sí, miedo de
todo: de la oscuridad, de la muerte, del menor
dolor; pero ahora no tengo miedo de nada. Mi
miedo ha desaparecido por completo y lo que
siento es un extraño malestar.
Heme aquí en tu Tierra, hombre, pensando
en otro hombre, que es muy peligroso para mí, que
soy igualmente hombre. Y allá lejos reina sobre el
mundo la luna y la fuente murmura detrás de la
ventana. Cerca de mí, separada sólo por unas
paredes y unas puertas, se encuentra María, a la
que yo amo. Conmigo tengo una botella de vino y
un vaso. ¡Y eso es la vida! La tuya y la mía. ¿Será
imaginación mía eso de que en otro tiempo yo fui
Satanás? No; todo esto -la fuente, María y hasta
mis pensamientos acerca del homunculus llamado
Magnus- no existe. No es más que pura fantasía.
En vano interrogo a mi memoria; ella permanece
muda y me es imposible abrir el libro encantado
que esconde todos los misterios de mi existencia
pasada.

326
Reúno todas mis fuerzas para penetrar con
mi vista esa profundidad tranquila y lejana, y nada
veo a través de la niebla que ha envuelto mi vida.
Tras esa densa cortina está mi patria; pero me
parece que he olvidado ya el camino que conduce
a ella.
He vuelto a adoptar la malísima costumbre
de míster Wandergood, de beber cuando estoy
solo, y estoy borracho como una cuba. No importa,
será la última vez; además, lo he hecho adrede.
Después de lo que he visto hace un momento, ya
no quiero ver nada más. He querido echar una
mirada a mi jardín blanco e imaginarme el efecto
que causaría si me paseara con María por la arena
azul de los senderos. Apagué la luz de mi alcoba y
abrí por completo las cortinas. El jardín blanco
apareció ante mí como una visión fantástica, e
imagina que, por uno de los azules senderos, he
visto ir, uno al lado de otro, a un hombre y a una
mujer. ¡La mujer era María! Iban despacio, pisando
sus propias sombras... ¡Y el hombre la abrazaba...!
El cronómetro de mi pecho se puso a golpear

327
furiosamente; hasta me pareció que se me caía al
suelo y se rompía. Al fin reconocí al hombre; era
Magnus, nada más que Magnus, el amigo Tomás
Magnus, su padre, que ¡maldito sea con sus
paternales caricias! ¡Tal fue el susto que me dio!
¡Qué amor más profundo sentí entonces por
María! Me arrodillé delante de la ventana y extendí
hacia ella mis dos manos... Una cosa así no la he
visto más que en el teatro. Pero no importa; desde
el momento en que estaba yo solo, y por añadidura
casi desnudo, ¿por qué no había de permitirme esa
actitud sentimental? ¡Madona...! ¡Madona...!
Y volví a cerrar las cortinas.
Con un cuidado exquisito, con infinitas
precauciones, como si cogiera una fina tela de araña o
un haz de rayos de luna, tomaré esta visión y la colocaré
en mis sueños de esta noche, suavísima,
delicadísimamente...

328
Capítulo 4

25 de mayo de 1914
Italia
Si tuviera a mi servicio, en vez de la pobre
palabra humana, toda una orquesta, haría vibrar y
tronar todo el cobre. Haría levantar al cielo sus
trompas relucientes para que ensordecieran el aire
largo tiempo con su formidable trompeteo, capaz
de erizar los cabellos sobre las cabezas y hacer huir
espantadas a las nubes.
No quiero violines engañosos; odio esa
quejumbre dulzona de la cuerda, herida por
embusteros y explotadores. Mi garganta es una
trompa de azófar, mi aliento un huracán que pe-
netra por todas las rendijas. Todo yo trueno,
rechino y resueno como un manojo de hierros
sacudidos por el viento.
Pero, ¡ay!, mi voz no suena siempre a furioso
rugido ni a metálico rimbombe de trombón; a veces
no es más que el gemido lastimero del hierro viejo
arrastrado o el suspiro doloroso de los árboles,

329
acogotados en pleno invierno por el viento malig-
no, ese viento frío y despiadado que hiela el
corazón y el cerebro.
En mí, todo lo que podía arder ya está
carbonizado. ¿Quise representar una comedia...?,
pues mira ahora los restos del teatro incendiado.
Todos los actores también han perecido en el
siniestro. Todos han muerto y por las brechas del
teatro destruido puedes ver la verdad cruel y
abominable en sus andrajos de mendigo.
Encarnado en hombre, llegué a balbucear
algo de amor; tendía mis brazos para abrazar a los
hombres. ¡Qué abominación! Lo juro desde mi trono:
si durante algún tiempo he estado animado por el Amor,
desde este día soy el Odio, y 1o seguiré siendo
eternamente.
Por hoy ya es bastante. Hacía mucho tiempo que
no escribía y necesito volver a acostumbrarme a este
insulso trabajo a tu lenguaje sin fuerza ni relieve. He
olvidado ya las palabra que se estilan entre la gente de
bien, cuando han sido vencidos Vete, amigo, vete. Hoy
me siento una trompa de metal, y ti eres en mi garganta

330
como una espina que quisiera echar fuera ¡Vete, anda!
¡Déjame solo!

331
26 de mayo de 1914
Italia
Hace ya un mes que Tomás Magnus me ha
hecho explotar. Así como suena: explotar. Fue
hace un mes, en la santa ciudad de Roma, en el
palacio Orsini, que albergaba antes a un multimi-
llonario llamado Henry Wandergood- ¿Te acuerdas
de aquel buen yanqui, con su eterno puro en la
boca y sus dientes de oro? ¡Ah! Ya no está con
nosotros. Murió repentinamente, y harías una
buena obra si encargaras una misa por el descanso
de su alma. Aquella alma de Illinois necesita que
recen por ella.
Pero volvamos a sus últimas horas. Procuraré
ser preciso en mis recuerdos, para contarte no sólo
las sensaciones que experimenté aquella noche
memorable, sino todas las palabras que salieron de
su boca.
Sí, fue en las primeras horas de la noche, a
la luz de la luna.
Es muy posible que, a pesar de toda mi buena
voluntad, no me sea posible repetir, de un modo

332
exacto, todas las palabras que dijo; pero en todo
caso serán las que me parece a mí haber oído. Si a
ti te han golpeado alguna vez, comprenderás,
amigo mío, lo difícil que es llevar cuenta de todos
los golpes recibidos. Ya sé que eres lo bastante-
inteligente y experimentado para comprenderlo.
Pues bien, vamos a asistir a los últimos
momentos de Henry Wandergood, de Illinois,
hecho pedazos por el monstruoso Tomás Magnus y
enterrado... por María.
Después de la agitada noche que te he
contado antes, me levanté en la mañana,
completamente tranquilo e incluso alegre.
Probablemente me encontraba bajo la acción de los
rayos del sol matutino, que penetraban por la
misma gran ventana, por la cual la noche anterior
mi alcoba se había inundando de la luz fría y
misteriosa de la luna. Ya comprenderás que entre
la luna y el sol, hay una gran diferencia. La luna
me inspira siempre ideas negras; mientras que el
sol...
Pero dejemos eso a un lado. Solamente

333
quiero decir que por la mañana desperté de un
humor excelente. Tenía plena fe en la virtud de
Magnus y esperaba en unas breves horas ser el
hombre más feliz de la Tierra. Tenía tanta más
confianza en mi destino, cuanto que los
colaboradores de Magnus —¿te acuerdas de
ellos?— me saludaron aquel día.
Un saludo parece en sí muy poca cosa y, sin
embargo, puede tener gran trascendencia.
Ya sabes que yo tengo buenos modales y de
seguro me creerás si te digo que, en mi exterior,
me mantuve todo el día frío y reservado como un
verdadero gentleman, que, aun cuando acabe de
recibir una gran herencia, siempre sabe ocultar sus
impresiones. Pero si hubieras aplicado tu oído
contra mi chaleco, habrías oído en mi corazón
violines que tocaban allegros. Tocaban melodías de
amor, ¿comprendes?
Así, con el corazón lleno de violines, al fin
entré a ver a Magnus. E1 sol ya se había ocultado
y su lugar había sido ocupado por la luna. Magnus
estaba solo. Durante bastante tiempo nos

334
estuvimos mirando en silencio, un silencio que
parecía prometer una agradable conversación.
Fui el primero en tomar la palabra.
—¿Cómo está la signorina!
Pero él me interrumpió:
—-Va a ser necesario sostener una
conversación muy penosa, míster Wandergood.
¿No se molestará usted?
—¡Oh, no! ¡De ninguna manera!
—¿Quiere usted un poco de vino? A pesar de
que no sea necesario, tomaré un sorbito; pero es
preferible que usted no beba nada. ¿No es verdad,
Wandergood?
Se rio, escanciándose vino en su vaso, y pude
comprobar, con satisfacción, que también él estaba
muy agitado; sus grandes manos blancas de
verdugo temblaban visiblemente.
No podría decirte el momento exacto en que,
en mi corazón, se callaron los violines; pero creo
que fue el siguiente.
Magnus bebió de forma seguida dos vasos de
vino y continuó con sus preliminares.

335
—Sí, vale más que usted no beba,
Wandergood. Conviene que su conciencia se
mantenga serena, sin el menor empaña- miento.
¿No ha tomado nada hoy? ¿Ni siquiera su whisky
con soda? Eso está bien. Se lo repito: es necesario
que su espíritu se mantenga lúcido. Siempre he
pensado que en semejantes casos no se deben
emplear nunca medios de anestesia, como los que
se usan durante las... las...
—¿Las vivisecciones?
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Eso, como en las vivisecciones. Ha
retomado mi idea de manera admirable,
Wandergood. Por ejemplo, cuando se anuncia a
una madre la muerte de su hijo, o bien... a un hom-
bre muy rico que está arruinado. Pero, ¿y la
conciencia? ¿Qué hacer con la conciencia? No es
posible mantenerla toda la vida bajo la acción de
un narcótico. ¿Comprende usted? Al fin y al cabo
no soy un hombre tan cruel como me creo a veces.
El dolor que experimenta mi prójimo me produce
ciertos estremecimientos desagradables. Y eso es

336
muy malo; un cirujano debe tener el pulso bien
firme.
Se miró los dedos. No le temblaban ya, y
prosiguió, sonriendo:
—Además, el vino produce un buen efecto en
semejantes casos. ¡Ah, mi querido Wandergood! Le
juro por la salvación eterna, por la que usted es tan
aficionado a jurar, que es muy desagradable tener
que causarle este pequeño dolor; pero hay que
sobreponerse a las mezquindades, ¿no es verdad?
Hay que ser fuerte, muy fuerte. ¡Venga esa mano,
amigo mío!
Tendí mi mano, y la de Magnus, grande y
cálida, la envolvió, al estrecharla, como en un baño
termal cargado de corrientes eléctricas de alta
tensión. Luego, suspirando ligeramente, como
quien se lamenta, la volvió a soltar.
—Pues bien, ¡ánimo, Wandergood!
Me encogí de hombros. Luego encendí un
cigarrillo y pregunté:
—Su comparación del hombre rico a quien se
anuncia de repente que está arruinado, ¿se refiere

337
a mí? ¿Realmente estoy arruinado?
Magnus me contestó lentamente, sin apartar
de mis ojos su mirada:
—Si usted quiere, sí. Usted ya no tiene nada,
absolutamente nada. Este palacio ya está vendido
y mañana mismo vendrán los nuevos propietarios
a tomar posesión.
—¡Hombre! ¡Eso sí que es curioso! ¿Y mis
miles de millones?
—Sus millones están en mi casa. Ahora son
míos. Ahora yo soy un hombre muy rico,
Wandergood.
Hice pasar mi cigarrillo de un extremo de la
boca al otro y pregunté de un modo expresivo:
—Y usted está dispuesto a tenderme
generosamente la mano para ayudarme en mi
miseria, ¿no es verdad? ¡Es usted un explotador
desvergonzado, Tomás Magnus!
—Es posible que usted tenga razón. Soy algo
así o cosa parecida.
—¡Y un embustero!
—-También es posible. Ya lo ve usted,

338
Wandergood; va a tener que variar su concepto de
la vida y de los hombres. Usted ha sido demasiado
idealista.
—Y usted —repuse, levantándome- tendrá
que cambiar de interlocutor. Permítame que me
retire para mandar, en mi lugar, a un comisario de
la policía.
Magnus se echó a reír.
—No haga tonterías, Wandergood. Todo se
ha hecho dentro de la legalidad. Usted mismo me
entregó todo lo que tenía; además, todo el mundo
conoce su filantropía y nadie se extrañará de su
generosa acción. Claro está que usted podría
hacerse pasar por loco, declarando que la entrega
de su fortuna me la hizo en un ataque de locura.
En ese caso, sí; a mí me meterían en la cárcel, pero
a usted lo encerrarían en un manicomio. No creo
que eso le resuelva nada, amigo mío. Es, pues,
inútil que acuda a la policía... Pero si eso le sirve
de alivio, hágalo, o por lo menos hable de ello; en
los primeros momentos suele ser un consuelo...
Pero conste que no me esperaba que tuviera usted

339
unos nervios tan poco firmes.
En efecto, no pude ni supe dominar mi
excitación. Con ademán de ira eché mi cigarrillo a
la chimenea y luego medí con los ojos las
dimensiones de la ventana y del cuerpo de Magnus.
No, no iba a poder echarlo por la ventana.
En aquel momento aún no tenía una idea
clara de lo que significaba aquella pérdida total de
mi fortuna; por lo menos no me representaba bien
las consecuencias concretas de aquella pérdida. Lo
que me indignaba y encolerizaba era el tono
impertinente de Magnus y la despectiva
condescendencia que aquel taimado estafador
manifestaba hacia mí. Y vi aún en perspectiva una
nueva perturbación y una nueva amenaza, como si
el verdadero peligro no fuera lo que tenía ya
delante de mí, sino que viniera detrás a atacarme
por la espalda.
No sabía adonde mirar y esto aumentaba aún
más mi excitación, haciéndome perder los últimos
restos de mi sangre fría.
—¿De qué se trata, por fin? —exclamé,

340
pateando con furia.
—¿De qué se trata? —repitió Magnus como
un eco—. Yo mismo no comprendo claramente qué
es lo que lo pone a usted tan fuera de sí,
Wandergood... Tantas veces como usted me
ofreció su dinero, tanto como insistió en que yo lo
tomara... y ahora que lo tengo en mis manos,
¿quiere usted llamar a la policía? ¡Claro está -
añadió, sonriendo ligeramente- que en esto hay
una pequeña diferencia!; Al poner generosamente
su dinero a mi disposición, usted creía seguir
siendo, sin embargo, el dueño, el dueño de la
situación, por decirlo asi, mientras que ahora...
ahora, amigo mío, tengo el derecho de echarlo de
esta casa, sin más ceremonias.
Lancé a Magnus una mirada expresiva. Él la
contestó encogiendo sus anchos hombros, no
menos expresivo, y dijo con toda seriedad:
—Sobre todo, Wandergood, nada de hacer
tonterías. Comprenda que, de los dos, el más
fuerte soy yo. No sea más tonto de lo que exige su
situación.

341
—¡Usted es un ladrón sumamente
desvergonzado, Tomás Magnus!
—¡Otra vez! ¡Pero, hombre, qué manía tienen
estos espíritus sentimentales en buscar el consuelo
en las palabras! Tome usted un cigarrillo, siéntese
y escuche lo que le voy a decir.
Hizo una pausa corta, se acomodó mejor en
su sillón y continuó:
—Desde hace mucho tiempo necesitaba
dinero, mucho dinero. En mi pasado, que usted no
tiene por qué conocer, he sufrido reveses que me
han irritado. No veía en torno mío más que
imbéciles y... almas sentimentales. En una palabra,
gente incapaz de comprenderme. Mi energía
estaba presa como un pájaro en una jaula; se veía
impotente, paralizada. Tres largos años me pasé
en esa maldita jaula, en espera de una buena
ocasión...
—¿Fue en la hermosa campiña...?
—Sí; la hermosa campiña romana fue la
rendija donde me metí a preparar mi tela de araña,
en espera de que cayera en ella una mosca muy

342
gorda. Y ya había empezado a perder la esperanza,
cuando apareció usted... Me encontré entonces en
una situación comprometida, y no sé qué palabras
emplear para explicarle...
—No se preocupe; puede hablar con toda
franqueza.
—Gracias. ¿Me permite que lo tutee...?
Muchas gracias; me resultará más cómodo. Pues
bien, hijo, escucha: Con tu amor por el género
humano y tus ganas de representar tu comedia,
como la calificabas tú mismo, me pareciste un tipo
curioso, curiosísimo. Durante mucho tiempo estuve
dudando y preguntándome qué es lo que serías tú:
si un tonto como hay pocos, o un pillo como yo.
Porque, ¿sabes?, asnos así tan extravagantes son
rarísimos y es muy natural que al principio hagan
dudar, aun a trúhanes tan redomados como este
cura. ¿No te incomodarás?
—De ningún modo.
—Pues bien. Cuando tú empezaste a insistir
en que me hiciera cargo de tu dinero, al principio
creí que me tendías un lazo, pero, según iba

343
pasando el tiempo, te observaba, te estudiaba y...
—Disculpa si te interrumpo un momento;
entonces, tus libros, tus reflexiones solitarias sobre
la vida, la casita blanca en pleno desierto y, en fin,
todas tus actitudes de eremita que huye de los
hombres, ¿no han sido más que una hábil mentira?
Y el crimen a que solías aludir, las manchas de
sangre en las manos... ¿eran igualmente mentira?
—También en la vida he tenido que matar.
Esto es verdad. En cuanto a mis reflexiones sobre
la vida, tampoco mentí... mientras esperaba tu
llegada. Todo lo demás ya se entiende que era
mentira; una mentira burda, lo reconozco, pero...
la culpa fue tuya; me demostraste una confianza
tan cándida y tan... estúpida, que no valía la pena
inventar un embuste más fino y más hábil.
—¿Y... María?
Confieso que apenas tenía fuerzas para
pronunciar aquel nombre; parecía que me
apretaban la garganta y me ahogaban.
Magnus me dirigió una mirada escudriñadora
y prolongada y respondió:

344
—Ya llegaremos a ese punto delicado. Un
poco de paciencia. ¡Cuidado con ponerte nervioso!
Hasta las uñas se te han puesto lívidas. ¿Te vendría
bien un vasito de vino para calmarte un poco? ¿No?
Pues nada, como quieras. Sobre todo, no pierdas
el dominio sobre ti. Bueno, continúo: cuando
empezaste a... enamorar a María -por supuesto
que eso no ocurrió sin un poco de intervención de
mi parte- me dije inmediatamente que tú eras...
—¡Un asno como hay pocos!
Magnus levantó su mano en señal de
protesta.
—¡Alto ahí! Sólo fue al principio cuando me
pareciste un poco... en fin, no bastante inteligente.
Pero luego... te hablo con toda franqueza, toda vez
que ahora no tengo ningún interés en mentirte. Sí,
luego me persuadí de que no eras tan bruto como
parecías. Y aún sigo con esta convicción. A medida
que te iba estudiando, me convencía cada vez más
de que eras un muchacho inteligente,
Wandergood. El que tú me hayas dado tus millones
no demuestra nada; las personas más inteligentes

345
a veces son engañadas por sonsacadores hábiles.
No, no es el talento lo que a ti te falta. Tu desgracia
ha sido otra.
Yo tuve el valor de sonreír.
—¿Mi amor a la humanidad?
—No, amigo mío; no tu amor, sino tu
desprecio por el género humano. Tú desprecias a
los hombres y, precisamente por eso, confías
demasiado en ellos. ¿No lo comprendes? Me ex-
plicaré: tú consideras excesivamente inferiores a ti
a todos los hombres, tan poco inteligentes, tan
impotentes, que no les tienes ningún miedo. Tú
tienes la convicción de que no pueden hacerte
ningún daño; te sientes dispuesto a acariciar a la
sierpe venenosa sin sospechar que puede morderte
mortalmente. Pues ése es tu . error, amigo mío;
hay que tener miedo a los hombres. Tú habías
llegado demasiado lejos con tu comedia. Tu
palabrería en lo cjuc concierne a tu amor por la
humanidad nunca llegué a tomarla en seno; ya
sabía yo que no sentías ni una centésima parte de
tal amor. Pero, desgraciadamente, tampoco los

346
odiabas. ¡Ah, si tú fueras capaz de eso! Entonces
me hubiera unido de buena gana contigo y
habríamos trabajado juntos. Pero tú no tienes ni
amor ni odio; no sientes más que desprecio por
nosotros, los pobres hijos de la Tierra. Tú eres un
terrible egoísta, Wandergood. Cuando pienso en
ese egoísmo, hasta empiezo a no sentir
remordimiento por haberte robado. ¿De dónde te
viene ese desprecio?
—Es que aún estoy aprendiendo a ser
hombre; pero a medida que lo aprendo, veo que
los hombres valen algo más que el desprecio
mondo y lirondo.
—Bueno. Pues entonces sigue aprendiendo.
Pero haces muy mal en llamar estafador a tu
maestro. Es una ingratitud; en lugar de estar
agradecido por las lecciones que te doy...
—-¡Bueno! ¡Basta de conversación!
¿Entonces no voy a poder estar contigo?
—No, amigo mío; es imposible.
—¡Ah, vamos! ¡Tú sólo tomas mis millones!
Bueno, ¿y aquel proyecto tuyo tan colosal de hacer

347
estallar la Tierra en pedazos, o algo por el estilo?
¿O esa también era otra mentira? No me cabe en
la cabeza que toda tu aspiración se haya reducido
a fundar un Monte de Piedad o a convertirte en un
rey de los tejidos o de otra industria cualquiera...
Magnus me contempló con tristeza, casi con
compasión, y respondió muy despacio:
—No, en esto no he mentido. Pero tú no
puedes ser mi compañero de viaje. Detendrías mi
marcha tomándome por el brazo a cada momento.
Aún no hace mucho has pronunciado una serie de
palabras inútiles: embustero, estafador, ladrón...
¡qué sé yo cuántas más! Es raro; todavía estás
aprendiendo a ser hombre y ya te hallas
empapado, como una esponja lo puede estar de
agua, de todas esas tonterías. Cuando yo empe-
zara a levantar la mano para golpear, tú, con tu
desprecio, te pondrías a gritar: “¡Basta! ¡Déjalos
ya! ¡No es para tanto! ¡Ten compasión!”, etcétera,
etcétera... ¡Ah, si tú pudieras odiar! Pero no, tú
eres excesivamente egoísta, hijo mío, y los
egoístas no son capaces de amor ni de odio.

348
—Bueno, ¡que el diablo te lleve con ese
egoísmo! -exclamé—. Por bruto que sea, no soy
más que tú, ¡animal execrable! ¿Y por qué
glorificas el odio de esta manera? ¿Qué encuentras
de bueno en él?
Magnus volvió a fruncir el ceño.
—Ante todo, no hay que gritar. De lo
contrario, te voy a echar de aquí. ¿Estamos...? Sí,
quizá tengas razón; quizá tú seas tan inteligente
como yo; pero la causa humana, la que puede
interesarnos a nosotros los hombres, no es la tuya.
¿Comprendes bien? Trabajando para hacer estallar
el mundo, arreglo mis propios asuntos; mientras tú
no aspiras más que a llevar la dirección de una
fábrica que no te pertenece. Que en esa fábrica se
robe, que se estropee la maquinaria, eso a ti te
importa poco, con tal de cobrar tu dinero y que
todos te saluden. Pero yo no puedo ver las cosas
de igual modo. Todo esto —hizo con la mano un
amplio ademán— es mi fabrica, ¿entiendes? Y el
robado soy yo. Sí, me siento robado y vejado y
precisamente por eso tengo almacenado mucho

349
odio. Además, ¿qué habrías hecho con tus millones
si no te los hubiera quitado? Habrías construido
invernaderos, palacios, etcétera, y encima habrías
procreado hijos para que continuaran esa obra
estúpida. Habrías comprado hermosos yates de
dos chimeneas y joyas para tu mujer, ¿no es
verdad? Eso es todo lo que se te habría podido
ocurrir. Mientras que a mí me pueden dar todo el
oro que existe en la Tierra, para echarlo por entero
en el saco de mi odio. Porque me siento ofendido.
Cuando por la calle te encuentras con un jorobado
le das una lira para que siga llevando su joroba,
¿no es así? Pues yo lo que deseo es matarlo,
quemarlo como a un árbol torcido. Cuando alguien
te engaña o algún perro te muerde, ¿con quién te
vas a quejar? ¿Con la policía? ¿Con tu mujer? ¿Con
la opinión pública? Pero si la mujer te engaña con
tu criado y la opinión pública no te comprende, y
en lugar de darte la razón se ríe de ti, entonces no
te queda otro remedio que llevar tus quejas a Dios.
En lo que a mí concierne no voy a quejarme con
nadie, no tengo a nadie con quien quejarme, y, en

350
cambio, no perdono. ¿Oyes? No perdono nunca.
Únicamente los egoístas perdonan...
Yo escuchaba en silencio. Acaso por estar
sentado demasiado cerca de la chimenea y tener la
vista fija en el fuego, las palabras de Magnus se
confundían con el chisporroteo de la leña; se
encrestaban como ella por el fuego y como ella
despedían chispas. Mi cerebro se sentía envuelto
en una niebla cálida, y aquel torbellino de palabras
encendidas, ardientes, voladoras, acabó por
hundirme en una especie de semisueño extraño y
lúgubre. Mi memoria iba, sin embargo, recogiendo,
como un eco lejano, lo que Magnus hablaba.
—¡Ah, si tú pudieras odiar! —decía—. ¡Si no
fueras tan poltrón y tan pusilánime! Entonces te
tomaría por compañero de viaje y tendrías ocasión
de presenciar un incendio tan formidable que sus
llamas secarían para siempre tus míseras lágrimas
y quemarían hasta el aniquilamiento tu cursi senti-
mentalismo. ¿No oyes cuánto ruido hacen por todo
el mundo los imbéciles? Es que están cargando los
cañones. El hombre inteligente sólo tiene que dar

351
la señal para que los cañones empiecen a
disparar... Tú puedes contemplar cómo un estúpido
cordero permanece al lado de una sierpe
hambrienta, pronta a devorarlo. Pero yo no. Yo no
puedo contemplar impasible tanta mentira y tanto
canallismo. Hay que trastocarlo todo; la Tierra
tiene necesidad de una sacudida formidable. ¿No
ves que la verdad y la mentira, puestas en
contacto, provocan una explosión? Pues bien, yo
quiero ser el que las junte. Por lo demás, los
hombres lo tienen ya todo preparado para esa
explosión; a mí no me queda más que terminar la
obra, dar al cuadro la última pincelada... ¿Los oyes
cómo cantan muy alegres? No barruntan nada;
pero ya los haré bailar, ¡y de qué manera! Ven, ven
conmigo. ¿No querías representar un drama y
soñabas con hacerlo? Pues pronto vamos a poner
en escena un espectáculo grandioso, como no se
ha visto aún. Pondremos en movimiento al mundo
entero y millones de fantoches, dóciles a nuestro
mandato, se pondrán a danzar. Tú no sabes hasta
qué punto son hábiles y bien hechos. El

352
espectáculo será admirable, te gustará...
En la chimenea resbaló un gran tizón, cayó al
fondo y despidió un surtidor de brasas y centellas.
La llamarada casi se apagó y el hogar quedó rojo y
lúgubre. Por la boca despedía un calor que me
tostaba la cara. De pronto imaginé con toda cla-
ridad el teatro del que Magnus me hablaba. Fue
aquel calor lo que me inspiró la visión. Oí un furioso
redoblar de tambores, rimbombe de trompetería,
entrechocar de planchas metálicas, y al son de
aquel estrépito que desgarraba los tímpanos, un
payaso regocijado se puso a andar cabeza abajo;
luego se le hizo pedazos la cabeza a un pobre
muñeco de porcelana, luego a otro, luego a un
tercero y a otros y otros más... Después vi el cajón
de la basura con dos piernitas calzadas con
zapatitos de color rosa, que se asomaban y movían
a compasión, mientras los tambores continuaban
su batir estruendoso: ¡Patatum, pa-ta-tum, pa-ta-
tum!
Como quien habla en sueños, dije:
—Todo esto debe de hacerles daño.

353
Y escuché una respuesta indiferente y
altanera:
—¡Es muy posible!
¡Pa-ta-tum! ¡Pa-ta-tum! ¡Pa-ta-tum!
—A ti, Wandergood, todo esto te tiene sin
cuidado; pero a mí no. En una palabra, yo no puedo
permitir que todo bípedo miserable, pobre de
espíritu, imbécil, lleve el título de “hombre”. ¡Ya
hay demasiados! Protegidos por la legislación y por
los médicos, se reproducen como conejos. La
muerte, burlada, resulta impotente contra esta
riada de hombres, o de seres que se llaman así;
está aturdida, sin fuerzas. Ha perdido la cabeza, no
sabe por dónde anda. Sí, ¡odio a esos minúsculos
seres humanos! Me repugna andar por esta tierra
dominada por esa casta maldita que no conozco ni
quiero conocer. Hace falta suprimir por algún
tiempo todas las leyes que la protegen y dejar a la
muerte plena libertad de acción. Además, los
mismos hombres lo harían solos. Sí, ló harían sin
mí. Te equivocas si crees que estoy animado por
una crueldad particular. No, únicamente soy lógico.

354
No soy más que la conclusión del silogismo, el
signo igual, el saldo total al pie de una larga
columna de cifras. Puedes llamarme Ergo, Magnus
Ergo. Unos dicen: “dos y dos”, y yo contesto: “son
cuatro”. Exactamente cuatro; ni más ni menos.
Imagínate que el mundo se quedase de repente,
nada más que por un instante, paralizado, inmóvil.
Entonces verías el siguiente espectáculo: una
cabeza sonriente, y encima, muy cerca, un hacha
levantada, dispuesta a caer sobre ella; un gran
montón de pólvora y una chispa a punto de hacerla
explotar, aunque por el momento permaneciera
inerte; un pesado edificio sostenido sólo sobre una
viga podrida; un pecho, y una mano fabricando una
bala para él. ¿ Acaso soy yo quien ha preparado
todo esto? A mí no me queda más que mover la
palanca y ¡zas!, inmediatamente el hacha cae
sobre la cabeza que sonríe y la raja; la chispa
prende la pila de pólvora y se produce la explosión;
cruje la viga, se derrumba el edificio, y la bala
atraviesa el pecho. Yo, Magnus Ergo, no he hecho
más que empujar con mi mano una palanca. ¡Yo,

355
Magnus Ergo! Imagínate. ¿Sería capaz de
matar a nadie si en el mundo no hubiera más
que violines y otros instrumentos de música?
Me eché a reír.
—¡Je, je! ¡Nada más que violines!
Magnus también se rió; su voz sonaba ronca
y sus palabras caían pesadamente como piedras.
—¡Pero también tienen otros instrumentos!
Yo me voy a servir de ellos. ¿Ves qué sencillo y qué
interesante?
—¿Y luego, Magnus Ergo?
—¿Después? ¿Acaso sé yo lo que podrá venir
después? No veo más que esta página; no resuelvo
más que este problema. Ignoro qué es lo que habrá
en la página siguiente.
—¿Acaso será otra vez lo mismo?
—Puede ser. También es posible que esa
página sea la última. De todos modos hay que
llegar al total; el total es indispensable.
—Antes habías hablado de un milagro.
—Sí. El milagro es mi palanca. ¿No te
acuerdas de lo que te conté una vez acerca de mi

356
explosivo? Prometo a los conejos que se
transformarán en leones. ¿Ves? Un conejo no
soporta la inteligencia. Si a un conejo se le hace
inteligente, se quejará de dolor. La inteligencia trae
consigo la lógica. Y, ¿qué puede traer de bueno la
lógica para un conejo? No lo salvará, ciertamente,
de su triste destino de ser cazado y figurar en el
menú de cualquier restaurante. A un conejo hay
que prometerle la inmortalidad por un precio
módico, como hace mi amigo, el cardenal X, o bien,
el paraíso terrenal. Verás entonces qué energía,
qué audacia, etcétera, etcétera, desarrollará mi
pequeño roedor cuando yo, con el dedo, le señale
sobre el muro el sitio del paraíso, con sus jardines
llenos de tentaciones.
—¡Sobre el muro!
—Sí, encima de un muro de piedra. Entonces
toda su raza se lanzará al asalto. ¿Y quién sabe?
Sí, ¡quién sabe! Acaso la masa de asaltantes pueda
llegar, incluso, a derrumbar el muro...
Magnus se quedó perplejo.
Yo me había levantado y contemplaba

357
fijamente la explosiva cabeza de mi abominable
amigo. En su pétrea frente se dibujaron dos
arruguitas candorosas, casi infantiles.
Me eché a reír y exclamé:
—¡Tomás Magnus! ¡Tomás Ergo! ¿Tú también
crees?
Sin levantar la cabeza ni salir de su
perplejidad, me contestó:
—¡Hay que hacer el experimento!
Pero yo seguía riendo. Una maligna ironía
triunfal -quizá completamente humana- se iba
apoderando cada vez más de mí.
—¡Tomás Magnus! ¡Magnus Conejo! ¿Tú
también crees? Entonces descargó con toda su
fuerza un puñetazo sobre la mesa y aulló como un
loco:
-—¡Calla! ¡Ya te he dicho que hay que hacer
el experimento! ¿Cómo voy a saber algo sin hacerlo
antes? Todavía no he estado en Marte, para ver
desde allí la Tierra al revés. ¡Cállate, egoísta,
indecente! ¡Tú no entiendes nada de nuestras
cosas! ¡Ah, si tú fueras capaz de odiar!

358
—¡Ya odio!
De pronto, de un modo absolutamente
brusco, Magnus se calmó. Tomó asiento y me
contempló con una larga mirada escrutadora,
desconfiada.
—¿Tú? ¿Odias? ¿A quién?
—¡A ti!
Me volvió a mirar con la misma atención y
con igual duda sacudió la cabeza.
—¿Es verdad eso, Wandergood?
—Si son unos conejos, tú eres el más
abominable de ellos, porque tú eres una mezcla de
conejo... y de Satanás. Tú eres un cobarde. El que
seas un estafador, un bandido, un embustero y un
asesino, no impide que también seas un cobarde.
Yo esperaba algo más grande, amigo mío.
Esperaba que tu inteligencia te elevara hasta el
crimen más monstruoso; pero hasta el crimen lo
transformas en una especie de cobarde filantropía.
Tú eres tan lacayo como los demás. Eres sólo un
lacayo a tu manera. ¡Esa es toda tu sabiduría!
Magnus dejó escapar un suspiro.

359
—Nada, no es eso; tú no comprendes nada,
Wandergood.
—Y tú eres un cobarde. Sí, lo que te falta es
valor. Si realmente eres Magnus Ergo, ¿me
entiendes? ¡Ergo!, tienes que ir hasta el fin.
Entonces iré contigo... quizá.
—¿Es cierto eso? ¿Vendrás?
—¿Por qué no? Supongamos que yo encarne
el Desprecio y tú el Odio: es lo más natural que
vayamos juntos. No temas que sea para ti un
obstáculo ni que te vaya a contener la acción. Me
acabas de enseñar muchas cosas, querido
monstruo, y me guardaré muy bien de tomarte el
brazo, aunque lo levantes contra ti mismo.
—¿No me traicionarás?
—¿Y tú? ¿No me matarás? ¿No es suficiente
garantía? ¿Lo uno no vale lo otro?
Pero Magnus seguía meneando la cabeza con
desconfianza y repetía:
—¡Me traicionarás! Yo soy un hombre vivo y
tú hueles a cadáver. No quiero despreciarme a mí

360
mismo, porque entonces estoy perdido. No me
mires. Mejor mira a los demás.
Me eché a reír.
—Bueno, no te miraré; miraré a los otros.
Magnus se volvió a poner perplejo y se quedó
largo tiempo sumido en sus reflexiones. Luego me
echó una mirada furtiva y me preguntó con
dulzura:
—¿Y María?
¡Maldito sea! Una vez más me había vuelto a
echar la voluntad por tierra. Lo miré con ojos
despavoridos, como quien
se despierta a medianoche por las llamas
de un incendio. Tres altas oleadas me pasaron
por encima del pecho. Primero filaron los
violines. ¡Y qué modo de rugir! Parecía que el
violinista hiciera vibrar no cuerdas sino venas.
Luego, en otra ola colosal, encrestada de
espuma, pasaron revueltas todas las imágenes,
todos los sentimientos y las ideas de mi joven
existencia humana; ya puedes imaginar que allí
había de todo, incluso el lagarto que una noche

361
me rozó ligeramente los pies; ¡aquel famoso
lagarto que me había inspirado unos
sentimientos tan humanos! Por fin, en una ola
azul, me pasó por encima del pecho el nombre
sagrado de María. Pasó y se alejó lentamente,
dejando tras sí el más fino encaje de espuma.
Luego, el sol bañó todo alrededor con sus rayos,
y por un instante, sólo por un brevísimo
instante, volví a ser una barca blanca con las
velas tendidas.
¡Madona!
Inicié un movimiento hacia la puerta.
Magnus me detuvo.
—¿Adonde vas? ¡No está allí! ¿Qué quieres?
—Discúlpame, señor Magnus; pero
quisiera ver a la signorina María. Sólo un minuto.
No me encuentro del todo bien; no sé lo que me
pasa por la cabeza y por los ojos. ¿Sonríe usted,
querido Magnus? ¿O es que estoy equivocado?
He estado mirando demasiado tiempo los
tizones de la chimenea y estoy un poco
encandilado, mareado; no me doy cuenta

362
exacta de lo que siento. ¿Me hablaba usted de
María? ¿Eh? Sí, desearía ver- la. Luego
continuaremos nuestra interesante
conversación... Ya me dirá usted dónde
habíamos quedado; pero, por el momento, yo le
rogaría... Si usted quisiera, podríamos ir los
tres, la signorina María, usted y yo, a dar un
pasco por la campiña... ¡Se está tan bien ahí!
—Siéntate, siéntate. Vas a verla en seguida.
Yo no sé lo que me estaba sucediendo.
Tenía vértigo; estaba haciendo un papel
ridículo. Ahora lo recuerdo con vergüenza.
En dos ocasiones estreché con fuerza la
pesada mano inmóvil de Magnus; es posible
que en aquel momento lo considerara como
mi padre.
Después de haber balbuceado una sarta
de necedades, me callé al fin, me senté en un
sillón obedeciendo a Magnus y me dispuse a
escuchar.
—Ahora ya puedes escucharme, ¿no es
así? ¡Hace un momento estabas tan agitado!

363
¡Uf! ¡Siempre hay que tener la cabeza serena,
hombre! ¡La cabeza ante todo! Bueno, ¿me
escuchas?, ¿eh?
—Sí, ahora ya te puedo escuchar. Me
acuerdo muy bien de todo. Sigue, amigo,
sigue.
En efecto, yo me acordaba de todo; sólo
que me era en absoluto indiferente cuanto
Magnus me decía y cuanto me pudiese decir.
Sólo esperaba a María. ¡Tan fuerte era mi
amor!
Evitando mirarme, y acompañando cada
una de sus palabras con golpecitos de mano
sobre la mesa, Magnus habló descuidada y
lentamente:
—Escucha, Wandergood. Lo más
cómodo y conveniente para mí sería
sencillamente echarte a la calle, con tu
imbécil Toppi. Ya que has querido pasar por
todas las pruebas y experiencias de la vida-
humana, sería muy curioso para mí ver cómo
te las arreglabas para ganarte el pan. Me

364
parece que debes haber perdido ya la
costumbre, ¿eh? También me gustaría ver en
qué se transformaría tu magnífico desprecio
cuando... Pero no hablemos de eso. Me
limitaré a decirte que no quiero ser tan malo
contigo. Por raro que parezca, en el fondo de
mi corazón tengo un poco de
agradecimiento... por tus millones. Además,
aún conservo una pequeña esperanza. Sí, la
esperanza de que algún día llegues a ser...
hombre. Y aunque esto me estorbaría un
poco, con todo estoy dispuesto a tenerte
conmigo; pero esto sólo después de haberte
hecho pasar por una cierta prueba. Dime
¿sigues queriendo... a María?
—Sí.
—Bueno.
Magnus se levantó pesadamente de su
sillón y se dirigió a la puerta. Pero, a mitad
del camino, se volvió bruscamente, se dirigió
a mí y... ¡fue una cosa tan inesperada por
parte de aquel taimado estafador!... me dio

365
un beso en la frente.
—Siéntate, hijo, siéntate -me dijo,
viéndome en actitud de levantarme-. Voy a
llamarla. Ahora no hay criados en la casa...
No hay nadie, más que mis colaboradores.
Voy a decirles que la llamen.
Diciendo esto, llamó ligeramente a la
puerta. Unos segundos después la puerta se
entreabrió y asomó por un momento la
cabeza de uno de aquellos colaboradores.
Magnus le habló y aquella cabeza volvió a
desaparecer. Luego, Magnus, con paso grave,
regresó a su asiento y dijo, lanzando un
suspiro:
—En seguida vendrá.
Nos quedamos callados.
Yo no apartaba mis ojos de aquella alta
puerta.
Al fin se abrió.
Y entró María.
Me estremecí y me apresuré a salir al
encuentro. Un momento después, le hacía

366
una profunda reverencia, tomándole la mano.
Pero Magnus me gritó:
—¡Cuidado con besársela!

367
27 de mayo de 1914
Italia
Ayer no pude continuar.
¡No te rías! Aquella sencilla frase: “¡Cuidado
con besársela!", ahora me parece la cosa más
terrible que haya podido pronunciar lengua
humana. El solo recuerdo de aquella frase produce
en mí un efecto de sortilegio. Cada vez que me
acuerdo de ella, me siento paralizado. Si voy a
hablar, las palabras mueren en mis labios lo mismo
que si me volviera mudo; si voy a andar, me
detengo; si, por el contrario, quiero estarme
quieto, echó a correr. Si la frase resuena en mi oído
cuando me estoy quedando dormido, me despabilo
otra vez y no puedo conciliar el sueño. Y, sin
embargo, se trata de una frase bien sencilla; no
puede serlo más:
“¡Cuidado con besársela!”
Ahora oye lo que pasó después.
Quedamos en que yo me había inclinado ante
la mano de María, pero el grito me tomó por

368
sorpresa; aquella voz ronca tronó tan imperiosa y
tan horrísona, que resultaba imposible no
obedecerla. Diríase que, con aquel grito, Magnus
hubiese querido detener a un ciego a punto de caer
en un precipicio.
Pero no acabé de comprender. Levanté la
cabeza y, sin soltar la mano de María, me quedé
interrogando a Magnus con la mirada.
Magnus respiraba fatigosamente, como si
fuera él quien acabara de verse en peligro, al borde
de un precipicio, y me dijo con voz ahogada,
respondiendo a mi interrogación:
—Suelta la mano de María.
Y luego, dirigiéndose a ella, le ordenó:
—Apártate un poco.
María liberó su mano y obedeció, alejándose
de mí.
Yo no comprendía nada y la miré con ojos
asombrados al verla alejarse. Por un momento
brevísimo me dieron ganas de reír, porque todo
aquello parecía una escena de vodevil; pero esas
idiotas ganas de reír se me pasaron al instante. Y,

369
en dócil y sumisa espera, me quedé mirando a
Magnus.
Él parecía tomarlo con calma. Se levantó
pesadamente de su sillón, midió la estancia
paseando dos veces, se detuvo bruscamente ante
mí, con las manos en la espalda, y dijo:
—A pesar de todo lo ridículo que hay en ti,
eres una buena persona, Wandergood. Te he
robado -con estas mismas palabras lo dijo—, pero
no puedo permitir que beses la mano a... esta
mujer. Fíjate bien. Ya te he dicho que necesitas,
sin más demora, cambiar de opinión acerca de los
hombres. Es muy penoso; lo comprendo y te
compadezco, pero es absolutamente
indispensable, amigo mío. Y ahora oye: tú has sido
inducido por mí a un error: María no es mi hija...
Yo no tengo ningún hijo... Y mucho menos es la
Madona. María es, sencillamente, mi amante... Lo
ha sido esta última noche.
Ahora comprendo que Magnus en aquel
momento tuviera compasión de mí y tratara de
amortiguar en lo posible el golpe; poco a poco me

370
había ido sumiendo en las tinieblas por temor de
que aquel rudo golpe, en plena lucidez, me
resultara fatal. No comprendía; sentía que me
ahogaba lentamente, y poco a poco iba perdiendo
la conciencia
Con las últimas palabras de Magnus se
extinguió para mí el último rayo de luz y mi alma
quedó envuelta en una noche impenetrable; saqué
de mi bolsillo el revólver y lo disparé varias veces
contra Magnus.
No sé el número de disparos que hice. Lo
único que recuerdo son las pequeñas explosiones
luminosas que producía mi arma; tampoco me
acuerdo, en absoluto, cómo y cuándo acudieron los
colaboradores de Magnus a quitarme el arma de la
mano.
Al volver en mí, el cuadro era el siguiente: los
colaboradores ya no estaban en la habitación. Yo
permanecía sentado en un sillón, junto a la
chimenea apagada; mi cabeza estaba mojada y
encima del ojo izquierdo terna una pequeña herida
que sangraba. Me había quedado sin cuello, tenía

371
la camisa desgarrada y la manga izquierda casi
arrancada. María seguía en el mismo sitio y en la
misma postura, como si durante la lucha hubiera
permanecido inmóvil. Únicamente me llamó la
atención la presencia de Toppi, que se hallaba
sentado en un rincón y me miraba con extrañeza.
Junto a la mesa, dándome la espalda, estaba
Magnus de pie, escanciándose vino en un vaso.
Yo lancé un profundo suspiro. Magnus se
volvió hacia mí, y me dijo, en un tono natural,
como si nada hubiera sucedido:
—¿Quiere un poco de vino, Wandergood?
Ahora ya puede beber. Tome: beba un sorbo... Ya
ve que sus balas no me han hecho daño. No sé si
debo alegrarme por ello o no; pero el caso es que
estoy vivo.
Luego levantó su vaso y brindó:
—A su salud, amigo.
Me llevé la mano a la frente, balbuceando:
—Sangre...
—No es nada; un ligero rasguño. Eso se cura
en seguida.

372
Más vale que no se lo toque usted.
—Huele a...
—¿A pólvora? Sí. Pero también pasará
pronto. Aquí tiene usted a su Toppi. ¿No lo ve? Ha
pedido permiso para quedarse aquí. ¿Usted no
tendrá inconveniente en que se quede durante la
explicación que debe haber entre nosotros? Le es
muy fiel.
Eché una mirada a Toppi y sonreí. Él hizo una
mueca que debió ser una sonrisa y me dijo en tono
dulzón, casi amoroso:
—Míster Wandergood, soy yo; su Toppi.
Luego se echó a llorar. ¡Qué raro estaba!
Aquel diablo viejo, que todavía olía a azufre, aquel
titiritero de levita negra, aquel sacristán de gruesa
nariz de loro, aquel corruptor de niñas, ¡llorando!
Pero hubo algo más raro aún: yo, el “omnipotente,
sabio e inmortal”, según me califican, ¡también me
puse a llorar!
Así estuvimos ambos llorando, los dos viejos
diablos caídos de repente en la Tierra; los hombres -
tengo mucho gusto en hacerles justicia— miraban

373
nuestras lágrimas con lástima y cierta compasión.
A través de mi llanto, y hasta riéndome y todo,
dije:
—¡Es muy difícil ser hombre!, ¿verdad, Toppi?
Y Toppi, tragándose un sollozo, repuso
débilmente:
—¡Muy difícil, míster Wandergood!
En este punto dirigí una mirada a María y mis
lágrimas sentimentales se secaron de golpe.
En general, aquella noche quedó grabada en mi
memoria como una serie de cambios de humor tan
inesperados como tontos. Tú, hombre, debes conocer
bien semejantes vuelcos. Tan pronto me conducía como
un poeta lacrimoso, dispuesto a transformar su dolor en
rimas cursis, me sentí calmado y tranquilo, como una
piedra, y fuerte e invencible. Pero momentos después
me ponía a decir tonterías; igual que un loro asustado
por un perro parloteaba cada vez más alto, más aburrido
y más insoportable, hasta que de nuevo volvía la tristeza
a inundar mi alma y sellarme los labios.
Percibiendo mi mirada hacia María, Magnus sonrió
ligeramente.

374
Yo abroché el cuello de mi desgarrada camisa y
dije en tono seco:
—No sé todavía si debo alegrarme o no de no
haberte matado, amigo mío. Pero me siento
completamente tranquilo y quisiera saber todo sobre...
esta mujer. Pero como tú, amigo Magnus, eres un gran
embustero, prefiero preguntárselo a ella.
Y, volviéndome hacia María, la interrogué:
—Signorina María: usted era mi novia y uno
de estos días esperaba hacerla mi mujer. Dígame,
pues, la verdad: ¿ha sido realmente... amante de
este hombre?
—Sí, señor.
—Y... ¿desde hace mucho?
—Desde hace cinco años, señor.
—Qué edad tiene usted ahora?
—Diecinueve, señor.
—!Ah! De modo que desde los catorce años...
Bien. Ahora puedes seguir tú, Magnus.
—¡Ay, Dios!
Fue Toppi, el viejo diablo, quien lanzó esta
exclamación.

375
Magnus tomó la palabra.
—Siéntate, María —ordenó a la joven, y
dirigiéndose a mí, añadió-: Wandergood, esta
mujer, es decir, mi amante, es un fenómeno que
se sale un poco de lo ordinario.
Al decir esto la señalaba con el dedo, como
un catedrático que está dando una explicación
científica ante sus alumnos y como si aquella mujer
no fuera una persona sino algún aparato de
laboratorio.
—Con todo su extraordinario aspecto de
Madona, incapaz de engañar a gente más
entendida en materia religiosa que tú y yo, y con
toda su belleza verdaderamente divina, y su
expresión de pureza y encanto, es, donde la estás
viendo, una criatura venal de pies a cabeza,
perversa hasta la médula, sin pizca de pudor ni de
vergüenza...
—¡Pero Magnus!
—Estate tranquilo. No tengas miedo de que
ella lo tome como un insulto. Ya ves cómo me está
escuchando. Hasta tu redomado Toppi se pone

376
colorado y se siente visiblemente consternado,
mientras ella continúa tan fresca; sus rasgos si-
guen imperturbables y su mirada tan clara y limpia
como agua de la sierra. Mira esos ojos. ¿Has visto
alguna vez una cosa más serena? Siempre están
así... nunca los turba la más ligera emoción... ¿No
es así, María?
—Ni más ni menos.
—¿Te apetece una naranja o un poco de vino?
Toma lo que quieras; está en la mesa.
Luego, volviéndose a mí, añadió:
—A propósito; fíjate en su manera de andar:
parece que siempre estuviera pisando entre flores
o paseando entre nubes.
¡Qué gracia y qué ligereza más etéreas!
Como amante suyo puedo añadirte algunos
detalles que no puedes conocer directamente: todo
su cuerpo huele a flores. Ahora -siguió diciendo en
el mismo tono de profesor que explica a sus
oyentes un fenómeno físico— pasemos a sus
cualidades morales, ¿qué diría un psicólogo?.
Expresándose en términos claros y vulgares, hay

377
que decir que es absolutamente estúpida, con
menos seso que un ganso. Pero al mismo tiempo
tiene su picardía; es taimada. ¡Y embustera! ¡Uf!
¡Qué manera de mentir! Es muy aficionada al
dinero y le gusta sobre todo en forma de oro. Todo
lo que ella te ha dicho, te lo decía porque ensayó
gracias a mí. Le pedí que las fiases muy
complicadas las aprendiera de memoria. Me costó
mucho trabajo enseñarle su papel. Con todo,
siempre tuve miedo de que tú te dieras cuenta, a
pesar de tu chifladura y de la estupidez de ella, que
salta a la vista. Ahí tienes por qué te la oculté tanto
los últimos días.
Toppi lanzó una especie de gemido:
—¡Dios mío! ¡La Madona!
—¡Qué! ¿A usted le parece extraño esto? -
dijo Magnus, dirigiéndose a él-. No es usted el
único, no. ¿No te acuerdas, Wandergood, lo que
una vez te dije acerca de que el fatal parecido de
María había arrastrado a un joven al suicidio?
Aquello no fue mentira, más que en parte;
aquel joven se suicidó porque vio a María en su

378
verdadera faceta. El tenía un alma pura y había
llegado a amar a María profundamente, como tú. Y
no pudo soportar... ¿cómo diríamos?... el de-
rrumbe de su ideal.
Magnus soltó la carcajada.
—¿Te acuerdas tú de Juan, María?
—Un poco.
—¿Lo oyes, Wandergood? —preguntó
Magnus sin dejar de reír—. Pues eso mismo y en el
mismo tono te habría contestado de mí, dentro de
una semana, si tú me hubieras matado hoy...
Anda, María, come otra naranja... Pero
expresándose uno, con menos vulgaridad, se
puede decir que no es tonta del todo.
Sencillamente le falta eso que se llama “alma”.
Muchas veces he tratado de penetrar hasta el
fondo de sus emociones y de sus pensamientos, y
siempre he acabado por sentir el vértigo, como si
me estuviera asomando a un abismo sin fondo: ¡allí
no hay nada!, ¡el vacío absoluto! Habrás tenido
ocasión de observar, o si no usted, míster Toppi,
que el hielo no es tan frío como la frente de un

379
muerto. Pues bien, el corazón de María es tan
glacial como la frente de un cadáver. Ningún vacío
puede compararse con la vaciedad absoluta que
constituye el fondo de esa hermosa y brillante
estrella de los mares. Así es, si mal no recuerdo,
como una vez llamaste a María. ¿No es verdad,
Wandergood?
Magnus se echó a reír otra vez y se bebió otro
vaso de vino. Aquella noche bebió con profusión.
—¿Gusta usted, Toppi? —lo invitó-. ¿No?
¡Como quiera! Yo voy a tomar más... Ahora
comprenderás, Wandergood, por qué no he podido
permitir que besaras la mano a esta criatura. No
necesitas bajar la vista, amigo mío. Imagínate que
estás en un museo, contémplala con toda
despreocupación, como si miraras una figura de
mármol. ¿Quería usted decir algo, Toppi?
—Sí, señor Magnus... Discúlpeme usted,
míster Wander- good, pero le ruego que me dé
permiso para retirarme. Como caballero, aunque
sin significación alguna, no puedo asistir a...
Magnus hizo unos guiños de ironía.

380
—¿A una escena semejante?
—Sí, a una escena semejante. No puedo
presenciar cómo un caballero, con el
consentimiento tácito de otro, insulta a una mujer.
Así habló Toppi, levantándose indignado.
En el mismo tono burlón, Magnus se dirigió a
mí:
—¿Y tú, Wandergood, qué dices a esto? ¿Se
puede permitir a este caballerito que se retire?
—¡Quédate, Toppi!
Toppi, dócilmente, se volvió a sentar.
Desde que Magnus había empezado a hablar,
yo había dejado de mirar a María. Ahora que le
dirigí de nuevo la vista, ¿qué quieres que te diga?,
empecé a comprender lo que pasa en el cerebro de
un hombre que está a punto de volverse loco.
—¿Puedo continuar? -preguntó Magnus-. Por
muy poco que sea lo que me queda por decir... La
tomé, pues, cuando tenía catorce años... acaso
quince. Pero yo no he sido su primer amante; ni
siquiera el segundo. Jamás he podido averiguar
nada concreto sobre su pasado; o ella miente de

381
forma muy hábil, o bien no tiene memoria. El hecho
es que, a pesar de mis interrogatorios, hábiles y
astutos, para arrancar la confesión a los más
taimados criminales, ni a fuerza de regalos, ni aun
de amenazas -y eso que es muy cobarde- he
podido sacarle nada en limpio sobre su pasado. Ella
asegura invariablemente que no se acuerda de
nada, y asunto concluido. Su profunda
perversidad, capaz de confundir a un sultán, su
extraordinaria experiencia y su atrevimiento, no
menos extraordinario, en todo lo concerniente al
llamado ars amandi, confirma mi presunción de que
antes debió haber estado en un lupanar, o al
menos en la corte de algún Nerón. Su edad
tampoco la conozco de modo preciso. ¿Por qué no
admitir que tenga dos mil años en lugar de
veinte...? ¿Eh, María? ¿No es verdad que no te
queda nada por aprender?
Yo no miré entonces a María, pero en el tono
de su respuesta me pareció distinguir un cierto
matiz de descontento.
—No digas tonterías -contestó ella-. ¿Qué va

382
a pensar de mí míster Wandergood?
Magnus se echó a reír a carcajadas, dando
con el vaso en la mesa.
—¿Oyes esto, Wandergood? Quiere que
tengas una buena opinión de ella. Pero no habla
más que por decir algo. Si quieres le ordeno que se
ponga completamente en cueros delante de los
dos, y verás cómo lo hace.
—¡Señor, señor! -repetía Toppi, tapándose la
cara con ambos manos.
Eché a Magnus una rápida mirada y me
quedé petrificado por la terrible fascinación de sus
ojos. Su fisonomía conservaba aún la expresión de
la risa, como si llevara una careta de cartón con
ese gesto; pero sus ojos se habían quedado inmó-
viles, rígidos, traspuestos. Al mirarme parecía que
mirase, a través de mí, algo muy lejano; había en
sus ojos tal insondabilidad, tan feroz locura, que
sentí escalofríos. Así no puede mirar más que un
cráneo muerto que, en lugar de ojos, sólo tiene
cuencas.
De nuevo sentí que mi cerebro estaba como

383
envuelto en una niebla espesa y durante un rato
me quedé sin ver ni oír nada.
Cuando se me pasó esa sensación, Magnus
se había vuelto a sentar y seguía bebiendo
tranquilamente, dándome la espalda. Sin cambiar
de actitud, levantó un poco su vaso para mirarlo a
contra luz, tomó unos sorbos y me dijo con la
misma tranquilidad de antes:
—-Pues ahí tienes, amigo Wandergood.
Ahora que ya sabes casi todo respecto a
María, o a la Madona, como la has llamado,
te pregunto: ¿La quieres o no? Por mi parte,
te la doy. Puedes llevártela. Si la quieres,
esta misma noche la tendrás en tu alcoba...
Y te juro por la salvación eterna que no
pasarás una mala noche. Conque, decídete.
—¿Anoche contigo y hoy conmigo?
—Sí, anoche me tocaba a mí y hoy
puede tocarte a ti -repuso Magnus con una
ligera sonrisa-. Serás un mal homo si te
preocupas por una cosa de tan poca monta.
¿O es que no estás acostumbrado a que otro

384
te caliente la cama? Tómala, hombre; es una
buena chica. Y sabe la mar de cosas.
—¿A quién estás atormentando, Magnus, a
mí o a ti mismo?
Magnus me dirigió una mirada irónica.
—Veo que eres un mozo inteligente.
¡Pues claro está que a mí mismo! Sí, eres un
yanqui con talento, míster Wandergood, y
realmente estoy asombrado de que hayas
hecho tan mala carrera. Pues nada, chicos,
váyanse, váyanse a la cama. Muy buenas
noches. ¿Por qué me miras así, Wandergood?
¿Acaso te parece que aún es demasiado
temprano para acostarse? En ese caso
puedes tomar a María e irse a dar un paseo
por el jardín. Viéndola a la luz de la luna te
parecerá doblemente hermosa, y tres mil
Magnus juntos serían pocos para probarte
que un ser tan divinamente puro no es más
que una criatura que...
Una intensa cólera se adueñó de mí.
—Magnus, es usted un abominable

385
estafador y un embustero -exclamé-. Si ella
se crió en una casa de prostitución, usted,
señor mío, debe haberse educado,
probablemente, entre forzados. ¿De dónde,
si no, ha sacado ese gusto tan repugnante
que da a todas sus bromas? Sólo de un
presidio. Empiezo a sentir náuseas del
prognatismo animal de su cara. Ha tomado
usted como gancho a una mujer como
cualquier licenciado del hampa...
Magnus empezó a dar furiosos puñetazos
sobre la mesa y sus ojos se inyectaron de
sangre.
—¡Calla! ¡Eres de lo más burro que se
puede imaginar! ¿No comprendes que también
yo he sido engañado por ella al igual que tú?
¿Quién no va a ser engañado, al ver a la
Madona? ¡Demonio! ¿Qué valen los
sufrimientos de tu prosaica y menguada alma
americana, al lado de los dolores que he
sufrido yo? ¡Demonio! ¿No estás viendo que
eso no es una mujer, sino un buitre que

386
diariamente me está royendo y haciendo
sangrar las entrañas? Mi tormento empieza
desde el amanecer. Todas las mañanas me
olvido de lo que ha sido la víspera y vuelvo a
creer que esa criatura realmente es una
especie de Madona y me pregunto cómo pudo
pasar lo de ayer y cómo he podido sentir
desprecio por ella. Probablemente, me digo, no
he visto claro; quizá me habré equivocado.
Porque es increíble que esos ojos serenos, esa
actitud divina, ese inocente rostro de Madona
pertenezcan a una perdida. Si te atreves a
creer que esa criatura pura como un rayo de
luna es un ser impúdico, es porque reflejas en
ella la impureza de tu propia alma, Magnus...
Hizo una corta pausa, vació de un solo
trago un vaso de vino y prosiguió:
—¡Cuántas veces le he pedido perdón de
rodillas por haber pensado mal de ella la
víspera! Sí, ¡a esta grandísima desvergonzada
le he pedido perdón de rodillas! ¿Te cabe eso
en la cabeza? Y es entonces cuando he sido un

387
verdadero estafador, un miserable y un
bellaco, Wandergood. Me he engañado a mí
mismo con la más ruin villanía. He sustituido a
la verdadera María, venal, impúdica, sin
corazón ni conciencia, por una diosa, como los
tahúres tramposos cambian una carta por otra.
Me he esforzado en meter en su cabeza mis
ideas, mis sentimientos... y me alegraba como
un idiota, lloraba de felicidad cuando ella,
trabucando las palabras,
repetía las frases que yo le había
querido enseñar. Como un gran sacerdote
pagano, pintaba a mi ídolo de diferentes
colores y me prosternaba luego ante él en
éxtasis religioso. Pero, ¡ay!, la verdad era
más fuerte que la mentira. A cada hora, a
cada minuto, la pintura se borraba; la
mentira con que yo mismo había adornado la
imagen se desvanecía y mi decepción era tan
grande que acababa por golpearla. Le
pegaba y lloraba al mismo tiempo; la
maltrataba cruelmente, como un rufián

388
golpea a su querida. Luego venía la noche,
con su orgía babilónica, el sueño y el olvido,
y al día siguiente volvía a ver a la Madona...
Y así un día tras otro... Como las entrañas de
Prometeo, mi fe en ella se regeneraba, y el
buitre volvía de nuevo a roérmelas y a
torturarme. ¡Ay, Wandergood! ¡Si tú
supieras...!
Estremeciéndose ligeramente, como si
sintiera frío, Mag- nus se puso a pasear con
pasos apresurados por la habitación; se paró
un instante frente a la chimenea apagada y
luego se acercó a María. Ella lo miró con sus
ojos serenos. Magnus le pasó la mano por la
cabeza, suavemente y con precaución, como
quien acaricia a un loco o a un gato, y
balbuceó:
—¡Qué cabeza! ¡Qué cabecita más
hermosa! Acércate, Wandergood, y hazle
una caricia.
Yo compuse un poco mi manga
desgarrada y dije en tono sarcástico:

389
—Y ese buitre, ¿ahora me lo quieres
dar a mí? ¿No tienes ya con qué alimentarlo?
¡No te basta con mis millones y quieres
además mis entrañas!
Pero Magnus ya se había calmado.
Dominada su excitación y la embriaguez que
se había ido apoderando de él, se volvió
lentamente a su puesto y dijo:
—Voy a contestarte inmediatamente,
Wandergood, Anda, María, vete, hazme el
favor. Aún necesito hablar con míster
Wandergood. Usted también, respetable
señor Toppi, le ruego
que nos deje un momento solos. Puede
entretenerse un rato en el salón con mis
colaboradores.
—Si míster Wandergood así lo dispone... -
dijo Toppi con sequedad y sin levantarse del
sitio.
Hice un signo afirmativo con la cabeza y
mi secretario salió, obediente, sin dignarse
dirigir a Magnus ni siquiera una mirada.

390
María también se marchó.
Si he de decir la verdad, en el primer
momento en que Magnus y yo nos volvimos a
quedar solos, sentí deseos de llorar, tapándome
la cabeza con el chaleco, y abrir la puerta al
dolor; después de todo, aquel saqueador era un
amigo. Pero me tragué mis lágrimas como un
perro se traga una mosca. Luego, durante un
breve instante, experimenté cierto sentimiento
al ver que María ya no estaba allí, y poco a poco,
como venidos de muy lejos, vagos y remotos
recuerdos empezaron a subir a mi corazón, a
manera de una serpiente, despertando en él una
ira ciega y loca, un deseo irresistible de golpear,
de aplastar, de destruir.
Debo añadir también que mi manga
desgarrada y medio colgando me desquiciaba.
Necesitaba ponerme serio y enojado y aquella
manga me hacía ver más bien ridículo. ¡De qué
detalles más insignificantes depende, a veces, el
desenlace de los acontecimientos más
importantes de la Tierral

391
Encendí un cigarrillo y le dije cara a cara a
Magnus, odiándolo con toda mi alma al verlo con
tanta tranquilidad:
—Bueno, vamos a ver. Basta de farsa y de
recursos de mala ley. Hablando seriamente,
¿me quieres dar tu buitre?
Los ojos de Magnus se encendieron de
cólera, pero supo controlarse. Me contestó en
tono tranquilo:
—Sí, te daré ese buitre. Esa era
precisamente la prueba que te quería proponer,
Wandergood. Quizá hace un momento me he
dejado influir demasiado por mi sed de
venganza, inútil y estéril, y he hablado delante
de María con más fogosidad de la necesaria. En
realidad, todo lo que acabo de decir con tanta
elocuencia sobre mi pasión, mi desesperación y
mis torturas de Prometeo, se refiere sólo al
pasado. Ahora miro a María sin pena alguna y
hasta con cierto placer, pues veo en ella a un
animalucho útil... útil para conservar, si tú
quieres, el equilibrio moral... Todo lo que he

392
dicho de las entrañas de Prometeo son
tonterías, producto de una imaginación dema-
siado enardecida. En resumen, a María le debo,
simplemente, estar agradecido; con sus
pequeños dientecitos blancos ha roído hasta el
fondo mi fe en el hombre y ha contribuido
mucho a que se disiparan en mí, para siempre,
mis ilusiones sobre la vida, mi sentimentalismo
y otras estupideces parecidas. Gracias a ella, a
María, ahora tengo una concepción clara, firme
y sólida de la vida y de la humanidad. Tú
también, míster Wandergood, debes pasar por
ello... si es que quieres vivir con Magnus Ergo.
Yo fumaba inconscientemente mi cigarro.
Magnus me miró, luego bajó los ojos y continuó
en un tono cada vez más tranquilo y frío:
—Los anacoretas, para acostumbrarse a
la muerte, solían pasar las noches en un ataúd.
Que María sea para ti una especie de ataúd;
cuando algún día sientas el piadoso deseo de ir
a orar a un templo, de arrodillarte ante una
mujer, de tender la mano a un amigo o de

393
hacer cualquier otra tontería sentimental, fíjate
en María y acuérdate de quién te la dio, de
Tomás Magnus. Tómala, Wandergood; no
tardarás en convencerte de que es un regalo
muy útil. A mí ya no me hace falta. Cuando tu
alma se encienda en llamas de verdadero odio
humano que sustituya tu insípido e incoloro
desprecio, entonces puedes venir a buscarme
y te haré un lugar a mi lado. Solamente
entonces podremos ir juntos... ¡Qué?, ¿no te
decides? ¿Vacilas aún? En este caso sigue solo
tu camino, forjándote ilusiones
estúpidas y haciendo tonterías. Pero
permíteme que te dé un consejo: ¡cuidado con
las Madonas y con los embaucadores, honrado
ciudadano de Illinois!
Soltó una carcajada grosera y volvió a
vaciar su vaso de un golpe. Aquella calma
artificial, que le había costado tan visible
esfuerzo, desapareció. En sus ojos enrojecidos
se encendió de nuevo el centelleo de la
embriaguez; ya alegre y burlón, como las luces

394
de carnaval, ya triste y solemne, como
antorchas funerarias que alumbran de noche
una sepultura.
El bellaco se había emborrachado.
Levantándose y poniéndose delante, sacó
aparatosamente el pecho y me soltó, como
quien escupe, estas palabras:
—Y bien, ¿qué? ¿Es que aún estás
pensando, pedazo de borrico? Pronto, si no
quieres que te eche de aquí como a un perro.
Pronto, digo. Me estás hartando y empiezo a
preguntarme por qué estaré perdiendo tanto
tiempo contigo. ¿En qué estás pensando?
Una tempestad de ira atravesó mi cabeza
y le contesté furioso:
—Pienso que eres una mala bestia,
altanero, pretencioso, estúpido, abominable, y
me pregunto dónde, en qué escondrijos de la
vida o del infierno podría encontrar un castigo
proporcionado a tus crímenes. Sí, sábelo bien:
yo había venido a esta Tierra a hacer comedias
y a reírme un poco de la estupidez humana.

395
Estaba dispuesto a hacer el mayor daño
posible. Yo mismo también empecé mintiendo
y haciendo farsas; pero tú, gusano hirsuto, te
has metido hasta el fondo de mi alma y me has
mordido. Te has aprovechado de que tenía un
corazón humano y me has mordido en él, bicho
peludo. ¿Cómo te has atrevido a engañarme?
¡Te voy a castigar!
—¿Tú? ¿Tú, castigarme a mí?
Vi con alegría que Magnus parecía no sólo
extrañado sino también sobrecogido. Sus ojos
se redondearon y se
agrandaron; su boca enseñó toda la
blancura de sus dientes. Respiró
fatigosamente y repitió:
—¿Tú a mí? ¿Tú castigarme?
—¡Sí, yo! ¡Te castigaré!
—¿Llamando a la policía?
—Ya veo que no le tienes mucho miedo.
Bueno, pues pongamos que todos los
tribunales del mundo no valgan nada, que en
la Tierra puedas estar seguro en la impunidad,

396
criatura cínica y vil. Pongamos que tus
mentiras se pierdan, como una gota de agua
en el mar, en el océano de mentiras de toda
tu vida. Pongamos que en toda la faz del globo
no haya, miserable bicho peludo, un pie capaz
de aplastarte. Pues todo esto no importa nada.
Aquí, en la Tierra, yo también soy impotente.
Pero llegará un día en que tú desaparecerás
de la Tierra y entonces tú vendrás a mí,
estarás en mi reino...
—¿En tu reino? Espera un poco,
Wandergood. Entonces, ¿quién eres tú?
En aquel momento tuvo lugar el suceso
más vergonzoso y. más terrible de toda mi
vida en la Tierra. ¿No es ridículo y lamentable
que Satanás, aunque encarnado en hombre,
se haya arrodillado humildemente delante de
una prostituta, y que el primer embaucador le
haya robado hasta el último botón de la
camisa? Sí, es ridículo y lamentable para un
Satanás que posee la inmortalidad. Pero ¿qué
dirías tú de un Satanás transformado en un

397
embustero impotente y menguado y
poniéndose con mano temblorosa la corona de
cartón de un rey de comedia?
¡Ay, hombre, hombre! ¡Si supieras la
vergüenza que inundó mi alma, mi cerebro,
todas las partículas de mi ser! Dame una de
esas cachetadas que tienes por costumbre
distribuir a tus amigos y a tus payasos a
sueldo. ¿Cómo pude caer tan bajo? ¿Cómo
pude dejarme llevar por aquel acceso de furia
estúpida e insensata? ¿Acaso fue el último
acto de mi encarnación en hombre, cuando,
perdida mi dignidad, empecé a holgarme en el
montón de inmundicias que llena toda la vida
humana? ¿O tal vez fue la desastrosa pérdida
de aquella Madona, tan estúpidamente creada
en mi fantasía, la que arrastró consigo al fondo
del precipicio al mismo Satanás?
¿Sabes lo que le contesté a Magnus
cuando me preguntó, medio asombrado,
medio en burla, quién era yo? Saqué el pecho,
como un mal cómico de provincia que hace el

398
papel de rey, y, sosteniendo al mismo tiempo
con una mano mi manga desgarrada, mirando
muy serio al gran bellaco de Tomás Magnus y
amenazándolo con los ojos, le declaré con voz
solemne:
—¡Yo soy Satanás!
Por un breve instante Magnus guardó
silencio y luego estalló en una carcajada
formidable, una carcajada loca, descon-
certante, cada nota me hería en plena cara
como un latigazo. A ti, hombre, no te
sorprenderá lo más mínimo esta risa; se-
guramente la esperabas, pero yo no me lo
había imaginado jamás. Te lo juro por la
salvación eterna.
Increpé a Magnus a gritos, pero la risa
insolente de aquel animal ahogaba mi voz. Al
fin, aprovechando un pequeño intervalo de sus
terribles carcajadas, añadí como quien pone
un comentario al pie de una página o una “nota
de traductor”:

399
—¿Comprendes? ¡Soy Satanás encarnado
en hombre!
El me escuchó, con la boca y los ojos
abiertos cuanto daban de sí; luego corrió a la
puerta, la abrió y, entre nuevas sonoras
carcajadas, gritó:
—Vengan, vengan aquí todos. ¡Tenemos
aquí al mismísimo Satanás! ¡Satanás
encarnado en hombre! ¡Ja, ja, ja, ja...!
Vengan, vengan pronto.
Magnus desapareció durante unos
momentos detrás de aquella puerta.
¡Ah, si yo hubiera podido desaparecer
también! ¡Si se hubiera abierto la tierra y me
hubiese tragado de golpe! ¡Si me
hubiera podido escapar volando, como
hacen los más vulgares demonios en los
cuentos de brujas! Pero no podía; seguía allí,
esperando que Magnus reuniera a su público
para brindarle un espectáculo pintoresco e
insólito.

400
En efecto, pocos momentos después
aparecieron todos -así sean malditos por toda
la eternidad-: María, los seis colaboradores,
mi pobre Toppi, Magnus, naturalmente, y al
final de la cola, Su Eminencia el cardenal X.
El viejo mono afeitado venía a paso
procesional, como si se tratara de una
solemnidad litúrgica. Hasta me saludó de
manera ceremoniosa y luego se sentó en un
sillón, arreglándose los pliegues de su sotana.
Todos miraban en torno, asombrados,
como preguntándose qué sucedía, y,
alternativamente, nos miraban a mí y a
Magnus, que ya se había puesto serio.
—¿De qué se trata, señor Magnus? -
preguntó en tono benévolo el cardenal.
—Permítame Vuestra Eminencia que lo
ponga al corriente de un pequeño suceso
nada vulgar: míster Wandergood acaba de
declararme que es Satanás en persona. Sí,
Satanás encarnado en hombre. De modo que
nuestra creencia de que era un ciudadano

401
americano de Illinois debe ser desechada.
Míster Wandergood es Satanás en persona y
probablemente debe haber venido
directamente del infierno. ¿Qué vamos a
hacer ahora, Eminencia?
Quizá el silencio por mi parte hubiera
podido salvarme, guardado en aquel trance.
Pero era imposible dominar la cólera que
bullía en mi corazón, efecto de mi amor
propio, herido.
Como un lacayo que ha tomado el
nombre de su señor y tiene una cierta idea de
la influencia y las relaciones de éste, di unos
pasos hacia delante y proclamé con aire
irónico:
—Sí, señores; yo soy el mismísimo
Satanás. Pero a lo que acaba de decir Magnus
debo añadir que soy no sólo un Satanás
encarnado en hombre, sino también
engañado y robado. ¿No conoce acaso
Vuestra Eminencia a los dos picaros que me

402
han asaltado? ¿No será, quizá, Vuestra
Eminencia misma uno de ellos?
Sólo Magnus sonreía; los demás
permanecían serios. Parecían esperar,
intrigados, la respuesta del cardenal. La
espera no les resultó larga.
El viejo mono afeitado demostró sus dotes
de gran actor.
Poniendo una cara muy asustada,
levantó su mano derecha y dijo en un tono
bonachón, en contradicción con la gravedad de
sus palabras:
—\Vade retro, Satanás!
No necesito decirte lo que se rieron
todos. Tú mismo te lo puedes imaginar. Hasta
María enseñó un poco la blancura de sus
dientes.
- Fuera de mí, casi desvaneciéndome de
rabia y de impotencia, me dirigí a Toppi con la
seguridad de encontrar en él apoyo moral y
compasión; pero Toppi continuaba inmóvil en
un rincón, tapándose la cara con las manos,

403
como avergonzado de ver lo que pasaba.
En medio de la carcajada general,
dominándola con su potencia, e infinitamente
burlona, resonó la voz de Magnus:
—¡Miren ustedes a ese gallo desplumado!
¡Eso es Satanás!
Siguió a esto una nueva explosión de
hilaridad. Su Eminencia el cardenal se reía
hasta desencuadernarse, moviendo sus cortas
manos como alas y chillando en falsete para
ahogar su propia risa.
Loco de ira, tiré con todas mis fuerzas de
la maldita manga desgarrada, la arranqué por
completo de la camisa y, enarbolándola en el
aire como una bandera, me engolfé a toda vela
en la alta mar de la mentira. Bien sabía yo que
ese mar estaba lleno de peligros y que su
fondo estaba erizado de escollos en los cuales
podía estrellarse mi barca; pero el huracán de
la rabia impotente me empujaba hacia delante
como al más débil lefio.

404
Me da vergüenza repetir ahora lo que
dije. Cada una de mis palabras trepidaba de
irritación y silbaba de impotencia. Como un
cura de aldea que exhortara a sus inocentes
ovejas pintándoles los terribles tormentos de la
otra vida, empecé a amenazar a los que me
escuchaban con el infierno y sus dantescas
torturas de un carácter eminentemente
literario. En realidad, yo sabía cosas que los
hubieran podido llenar de verdadero terror,
pero ¿cómo expresar con la pobreza del
lenguaje humano ideas inexpresables y, por
otra parte, incomprensibles para sus pobres
almas antrópicas?
Me puse a hablar del fuego eterno, de los
tormentos perdurables, de una sed que jamás
se puede mitigar, de los pecadores que allí
rechinan los dientes de dolor, de la esterilidad
de sus lamentos, de sus lágrimas y de sus
súplicas. ¿De qué más les hablé? Siento
vergüenza de confesarlo; se me ruboriza la
cara cuando lo recuerdo. Hasta les hablé de los

405
hierros candentes con que se atormenta a los
míseros pecadores. Hice tantos mayores
esfuerzos de elocuencia cuanto que las caras
que veía en derredor continuaban indiferentes;
rostros de homúnculos de alma menguada y sin
elevación, seguros de su impunidad.
¡Lo que se burlaron de mí y de mis
amenazas! Aparecían como protegidos dentro
del recinto de una sólida fortaleza, en la
ceguera de su propio egoísmo, y todas mis
palabras resultaban impotentes para atravesar
sus frentes de bronce, verdaderas corazas para
impedir la penetración de las ideas.
Imagina, el único que se asustó al oír mis
palabras fue Toppi. Precisamente el único que
tenía motivos para estar en secreto. Me resultó
tan extrafio que, al cruzarse mi mirada con la
de sus espantados ojos, como suplicantes,
corté bruscamente mi perorata en uno de sus
más dramáticos pasajes. Todavía hice tremolar
una o dos veces más en el aire

406
mi manga rota, a modo de bandera;
pero, al fin, acabé por tirarla a un rincón.
Durante un breve instante tuve la
impresión de que el viejo mono afeitado
también se había asustado; sus mejillas azules
se habían puesto más azules aún; en su
cuadrado rostro sus ojos fulguraron con
trémulo brillo, pero a poco volvió a levantar su
mano derecha con toda parsimonia y, en
medio del silencio general, gritó una vez más
con voz irónica:
—\Vade retro, Satanás!
¿Acaso aquel tono de ironía lo empleaba
el cardenal para disimular su miedo? No lo sé.
Yo no sé nada. Ya que fui impotente para
abrasarlos a todos en el fuego infernal, como
en otro tiempo fueron abrasadas Sodoma y
Gomorra, o hacer que se los tragase la tierra,
no vale la pena hablar de los escalofríos que
pudieran sentir.
Magnus, notando quizá que el cardenal
tenía sus puntos y ribetes de susto, le dijo:

407
—¿Tomaría Vuestra Eminencia un vasito de
vino?
-—Con mucho gusto. Gracias —fue la
respuesta.
—¿Y a Satanás no le convidaremos otro?
—preguntó Magnus, lanzándome una mirada
burlona, mientras escanciaba el vino en un
vaso.
¡Ah! ¡Entonces bien podía permitirse
decir cuanto le viniera en gana! Yo estaba
agotado y ofrecía un aspecto cansado.
Después de que bebieron, Magnus
encendió un cigarrillo, echó una mirada en
torno, como un profesor que va a dar principio
a su curso, hizo un cariñoso saludo a Toppi y
se puso a hablar con voz firme y tranquila, a
pesar de su estado de embriaguez:
—Debo decirle, míster Wandergood, que
lo he estado escuchando con toda atención. Su
discurso, lleno de pasión y elocuencia, me ha
producido una gran impresión... artística, por

408
decirlo así. Hubo un momento en que me pare-
ció estar oyendo uno de los mejores sermones
de Jerónimo Savonarola. ¿No le parece a
Vuestra Eminencia que tiene un cierto
parecido? Pero, ¡ay!, mi querido Wandergood,
ha llegado usted un poco tarde; los tiempos ya
no son los mismos. Sus amenazas del infierno
y de sus eternos tormentos habrían producido
un pánico general en la alegre y bella Florencia
de la Edad Media; pero en la atmósfera de la
Roma contemporánea resultan un poquito...
ridículos. Hace mucho tiempo, mi querido
Wandergood, que ya no quedan pecadores en
la Tierra. En cuanto a los criminales y a los
estafadores, como usted se complace en
llamarlos, la simple idea de la policía les
produce más miedo que Satanás con todo su
Estado Mayor infernal. También debo decirle
que me ha llamado la atención oír que al lado
de las amenazas de los eternos tormentos del
infierno usted ha traído a colación el tribunal
de la historia y de la posteridad. En esto

409
tampoco está usted, amigo mío, a la altura del
pensamiento contemporáneo; en nuestros
días cualquier imbécil sabe perfectamente que
la historia imparcial, con el mismo gusto
escribe en sus anales los nombres de los
virtuosos bienhechores de la humanidad
entera que los de los mayores criminales. La
única condición que exige la historia a los
aspirantes a la celebridad es que sean
grandes; que esa grandeza lo sea en la virtud
o en el vicio, es una cuestión secundaria. Los
azotes con que la historia castiga a los grandes
bandidos no difieren gran cosa de los laureles
con que corona a los héroes virtuosos; a una
cierta distancia histórica, la diferencia se borra
por completo. Se lo aseguro, míster
Wandergood. De modo que si cualquier bípedo
aspira a ser inscrito en los anales de la historia
—y conste, míster Wandergood, que todos los
bípedos lo desean—, no debe andar con
escrúpulos en la elección de la puerta por
donde ha de entrar; con perdón de Vuestra

410
Eminencia, no hay prostituta que acoja con
tanto gusto a un nuevo parroquiano como la
historia a un nuevo... héroe. Sí,
Wandergood; creo que no ha conseguido
usted nada, ni con el infierno ni con la historia;
ni uno ni otra nos han hecho efecto alguno. No
le queda a usted ya más recurso que llamar a
la policía. Pero no sé por qué me parece que
tampoco le va a servir de algo. Me había
olvidado de decirle que Su Eminencia ahora es
copropietario conmigo de sus antiguos
millones, cedidos por usted en una forma
absolutamente legal, y las relaciones con que
cuenta Su Eminencia, su posición social...
¿Comprende usted...?
¡Pobre Toppi! ¡Parecía completamente
abrumado por todo lo que estaba oyendo!
Los colaboradores se reían muy
alegremente, pero el cardenal exclamó en un
tono severo, atravesándome con la mirada:
—¡Ese señor está siendo un insolente!
¡Afirmar que es el mismo Satanás! ¡Échelo

411
usted de aquí, señor Magnus! ¡Eso es un
sacrilegio!
—¿Sí? —dijo Magnus, con una sonrisa
muy cortés-. Yo no sospechaba que Satanás
también perteneciera al número de los.. .
personajes protegidos por la Iglesia y que
apropiarse de su nombre fuera cometer un
sacrilegio.
—¡Satanás es un ángel-caído! —replicó Su
Eminencia.
—-¿Y como tal también se encuentra al
servicio de ustedes? Ahora comprendo.
Entonces, dirigiéndose a mí, dijo Magnus:
—Ya lo oye usted, Wandergood. El
cardenal está irritado por su impertinencia.
Yo callé. Magnus me guiñó un ojo
maliciosamente, y siguió diciendo con la
gravedad artificial de un buen actor que está
representando un papel cómico:
—Creo, Eminencia, que nos hallamos
aquí ante una errónea interpretación. Conozco
la suficiente modestia y, al mismo tiempo, la

412
gran cultura de míster Wandergood, y estoy
seguro de que si se ha servido del nombre de
Satanás ha sido
solamente como recurso retórico para
causamos una impresión más artística. Si no,
dígame Vuestra Eminencia, ¿acaso Satanás
hubiera podido amenazar con la policía? Porque
el hecho es que mi pobre compañero y amigo ha
querido acudir a ella. Además, ¿se ha visto
nunca un Satanás semejante?
Con ademán teatral extendió su mano,
señalándome. La gracia fue acogida con una
nueva explosión de risa. El mismo cardenal soltó
la carcajada alegremente, y sólo Toppi conservó
su seriedad, lanzando a todos miradas muy
serias, como si quisiera decirles: “¡Idiotas!”
El mismo Magnus se dio cuenta de que la
hilaridad general estaba fuera de lugar en
aquellas circunstancias. Es posible que se
encontrara bajo el efecto de la bebida; el hecho
es que, sacudiendo furiosamente su cabeza
explosiva, exclamó:

413
—¡Basta de risa! ¡No hay que ser
estúpidos! ¡Ustedes no saben lo que hacen! ¡No
hay que ser tan imbéciles! Yo no creo en nada,
y, precisamente por eso, puedo admitirlo todo,
hasta lo más inverosímil. Venga esa mano,
Wandergood. Esos son unos idiotas. Yo no tengo
inconveniente en admitir que tú seas Satanás en
persona. Sólo que has caído en un mal paso,
porque voy a acabar por echarte por esa puerta,
¿oyes tú, demonio?
Me amenazó con el dedo, pero Juego se
quedó pensativo, con su pesada cabeza
agachada y sus fulgurantes ojos inyectados de
sangre, como un toro pronto a embestir.
Los colaboradores callaban lúgubremente,
lo mismo que el irritado cardenal.
Magnus extendió otra vez su dedo hacia mí
en actitud de amenaza y me dijo:
—Si realmente eres Satanás, has llegado
un poco tarde, pobre diablo. ¿Entiendes? ¿A qué
has venido aquí? ¿A representar una comedia?
¿A tentar a la gente? ¿A reírte de nosotros, los

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pobres humanos? ¿A inventar alguna nueva
maldad que nos hiciera bailar a todos al son de
tu música? Pues nada; ya te lo
he dicho, has llegado tarde. Debiste haber
madrugado más. La humanidad ya es mayor de
edad y no tiene necesidad de tu ingenio. No hablo
sólo de mí, que acabo de engañarte con tanta
facilidad y me he quedado con tu dinero; eso no es
extraño puesto que soy Magnus Ergo. No hablo ni
siquiera de María. Pero mira a toda esa otra gente
inferior, mis modestos amigos, y avergüénzate.
¿Dónde hubieras podido hallar en tu infierno unos
diablos tan listos y tan dispuestos a todo? Pues, con
todo eso, ni siquiera serán inscritos en los anales de
la historia: ¡tan insignificantes son!

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