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PRÁCTICA DE LA ESTRUCTURA DEL DISCURSO ACADEMICO

1. Lee el siguiente discurso y reconoce cada una de sus partes y


estrategias del escritor , usando una llave respectiva y luego
contesta el cuadro adjunto:

TEXTO N° 01

¿Cuál es el rol del humanismo en la vida personal y


profesional del docente universitario?
Por: Mgtr. Fernando Cubas Benavides
Director del Dpto. de Ciencias de la Salud
12 de mayo de 2011

El humanismo se define como la doctrina o actitud vital basada en una concepción


integradora de los valores humanos, ésta sería una de sus realidades porque la otra
realidad del mismo concepto es la que señala el profesor Kurt Spang 1: “el humanismo
como período histórico europeo que, según el país que se considere, se sitúa entre los
siglos XIV y XVI y cuyas aspiraciones se centran en una nueva valoración del hombre y
de su relación con la filosofía y las artes clásicas. Su característica más destacada es la
actitud antropocéntrica y una mayor independencia frente a la religión y la Iglesia”. El
otro término es el humanista, referido a la persona instruida en letras humanas.

Entonces el humanismo en la enseñanza universitaria nos permitirá tener personas,


profesores y futuros profesionales capaces de hablar bien, con conocimiento y respeto
de la verdad y el bien común. Dice el profesor Rafael Alvira 1: “todo lo humano se
integra en el humanismo. La objetividad y la especialización son necesarias y son
completamente humanas, pero solo son una parte. Lo cual significa que cada uno es
humanista a través de y junto con su mundo especializado. Quien no cuida la lengua –
sea profesor o no- ni el detalle estético, no atiende al interior de su persona y de las
personas que trata; se desentiende de la sociedad; no ama la verdad y su búsqueda; no
procura ver las cosas en su profundidad y en su simbolismo, no es humanista. Uno que
se esfuerza, por el contrario, en atender a todo ello, sí que lo es”.

Las definiciones anteriores nos permiten afirmar que sin humanismo no puede haber
sociedad porque no seremos capaces de lograr el autoconocimiento, no tendremos una
visión amplia de la realidad, nuestro lenguaje será precario, no podremos comunicarnos
adecuadamente, hacernos entender. Es decir, sin el humanismo no habrá sentido común
ni buen aprendizaje.

Actualmente no se puede negar que la Universidad, como institución, está pasando por
una época de crisis y que para algunos -como el profesor Alejandro Llano 2 denomina- es
un tiempo “de luces y sombras”, porque parece -por el lado de las sombras-, como si a

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nadie le interesara hablar o investigar sobre la naturaleza propia de las cosas, la
búsqueda de la verdad, no se promueve el intercambio de ideas, el diálogo intelectual,
no se fomenta ya el espíritu crítico (aquel que enseña a tener la capacidad de
enjuiciamiento general, de reflexión, y no el que sirve solo para quejarse), sino que -por
el lado de las luces- se valora más la información y el conocimiento, la formación
técnica o especializada de las personas que deben “desarrollar” sus competencias de
acuerdo a lo que el mercado laboral exige.

Podemos darnos cuenta que se ha perdido el fin principal para el que aparecieron las
Universidades como instituciones que encaminan el progreso del saber con
originalidad, y donde la persona representa la única fuente capaz de innovar y
perfeccionar el mundo que nos rodea a través de su inteligencia y voluntad, para lo cual
la Universidad debe ser el lugar donde se le exigirá educación en virtudes y valores, será
el espacio adecuado donde pueda pensar y reflexionar, desarrollar sus capacidades
mentales superiores, con libertad, con originalidad, en suma, le ayudará a crecer más
como persona, como profesional y le permitirá conseguir la excelencia.

Las mismas dificultades y desconocimiento de los objetivos principales en la formación


personal y profesional vienen ocurriendo en las Universidades de nuestro país, y es que
es una realidad de nuestra sociedad actual profundamente polarizada y segmentada, a
pesar de la globalización en parámetros de productividad, crecimiento y desarrollo, no
deja de extrañarnos y sorprendernos la conducta individualista, aislada y relativista
asumida por la mayoría de las personas, frente a sus congéneres y frente a sí mismos. Y
esto ha llevado a vivir la época en lo que todo es posible, todo se puede hacer, pues
mientras sea legal: no hay problema. Además debemos agregar el desbordante
desarrollo tecnológico y científico que va a una velocidad que nos supera, entonces la
carrera profesional se valora como medio, se ha convertido en una opción de lograr
progreso económico, ubicación social, reconocimiento. La vocación ya no es el impulso
inicial para estudiar o ejercer la profesión o el trabajo, más la proliferación de
Universidades, “filiales universitarias”, programas, especializaciones, diplomados, etc.,
que solo ven en la educación superior un buen negocio, permiten que existan muchas
facilidades para intentar ingresar y desarrollar el estudio de una profesión o lo que fuere,
de manera superficial y pragmática.

El avance tecnológico del último siglo y la incorporación de estos conocimientos al


acervo académico, son en parte responsables de haber distanciado a las personas, a los
profesionales, a las familias; afectando dramáticamente la interacción humanista entre
todos los que formamos las instituciones universitarias, realidad que debe ser rescatada
para que se pueda seguir confiando en la Universidad sobre todo si ésta es Católica. Los
avances en el campo de la investigación científica, también producen un efecto negativo
en quienes la desarrollan sin considerar la diferencia que hay entre lo que se debe y lo
que se puede hacer. Se considera como “verdad” solo lo que es científicamente
demostrable o “estadísticamente significativo”, es decir, lo cuantitativo. En medicina
por ejemplo, he escuchado con tristeza como amigos médicos dicen con mucha
seguridad: “los milagros no existen” o se establecen prohibiciones en algunos servicios
porque los “familiares estorban”, pero cuántos trabajos y testimonios existen ya
publicados en los cuales las personas han mejorado o se han recuperado refiriendo el
beneficio de escuchar a sus seres queridos o de ser simplemente escuchados o el ánimo
que les trasmite el buen trato, pero es que estos son estudios cualitativos, que nos hacen
pensar y reflexionar algo que no es muy “rentable” ni práctico.

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Pero además ahora se establecen los rankings, y que lástima da ver la ansiedad, la
inversión que se hace por “estar” en la lista, y lo que surge de inmediato es: dónde
queda el trabajo bien hecho, el análisis y la reflexión en cada tarea realizada, la
trascendencia del quehacer universitario, el lograr los saberes necesarios, dónde quedó
el diálogo, la opinión crítica. Se piensa solo en lo que es “productivo” económicamente,
estamos atentos a la “competencia”, a la oferta y demanda de estudiantes, que está mal
si solo se consideran estos factores, perdemos la visión integral, el objetivo principal, el
rigor académico y nos convertimos en una víctima más del sistema “moderno”, del
“cortoplacismo”, donde una vez inmersos es muy difícil de salir.

Para resumir lo que está pasando en las Universidades, en el ejercicio de las profesiones
en general, es la deshumanización que avanza como una plaga y que exige una reacción
de parte de los directamente involucrados en el problema: profesores, estudiantes,
directivos, las instituciones, autoridades políticas y la sociedad en general.

Desde hace un tiempo hay organizaciones, grupos de personas que han abordado este
problema, que intentaron y siguen intentando lograr que el Humanismo recobre su
papel protagónico. Ahora hay instituciones oficializadas que abordan el tema pero que
lamentablemente no profundizan o caen en la cuenta de considerar solo un lado del
problema que intentan solucionar con evaluaciones, estándares, que nadie sabe qué
resultado darán o que piensan que resultarán porque en otros países (con otra realidad)
ha tenido algún efecto que todavía se está evaluando. Es por eso que creo que la
superación está en la misma Universidad (con su propia realidad), es decir -es la forma
como debemos ver y plantearnos las soluciones-, desde la formación de los estudiantes
y en la formación continuada de los profesores, que en ambos casos debe ser integral
(humanismo y tecno-científica), pero que principalmente debe ponerse en práctica en el
desempeño profesional, en la vida diaria, porque las humanidades son exactamente para
eso, unos saberes filosóficos que deben ser vividos, practicados en las facultades,
hospitales, consultorios, oficinas, empresas, bancos, en la investigación, es decir, en la
vida personal y profesional de todos.

Para que entendamos mejor los conocimientos humanistas pondremos algunos ejemplos
prácticos: el profesor humanista no aceptará desarrollar una asignatura en la cual no está
capacitado (si es arquitecto no desarrollará biología), y cumplirá con las horas que
corresponden a la teoría y a la práctica, no utilizará recursos que “quemen” el tiempo:
como lecturas de PPT o exceso de minutos pasando videos, tampoco recurrirá al plagio
de clases o artículos porque sabrá reconocer sus limitaciones, es humilde y sencillo, más
profesional. El administrador humanista no estará tentado por el dinero porque
practicará la templanza, la fortaleza (no buscará su propio beneficio); el médico
humanista no dará un mal trato a su paciente porque se verá así mismo, será solidario y
responsable (respetará el tiempo necesario para la consulta); el directivo o gobernante
humanista, sabrá lograr el orden y la paz porque será prudente, justo, y comunicativo
(no será ni soberbio, ni prepotente, cualidades negativas en un líder); el ingeniero no
entregará una obra inconclusa o mal hecha porque será cuidadoso y estético en su
trabajo; el abogado humanista no dirá: ¿qué quieres conseguir? sino que buscará hacer
lo justo; el economista humanista sabrá que el dinero es un medio y no un fin, que la
economía es un actividad humana y no una pura ciencia matemática exacta, por tanto
procurará lograr el bienestar común. La persona con formación en humanismo rechazará
el rumor mal intencionado, el chisme, que solo degradan al ser humano porque será
íntegra y veraz, también será un mejor cristiano y sabrá que en el momento de la Misa

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no se debe sentar como en el cine, cruzando las piernas y recostado en una butaca
porque será respetuoso del Señor y sabrá el significado verdadero de la Eucaristía; y así
tendríamos otros ejemplos más.

Los saberes humanísticos como el arte, la retórica, la filosofía, la historia, etc., nos
hacen más sabios, nos ayudan mucho a mejorar como personas, como profesionales y
debemos convencernos de que son muy útiles para nuestra vida, de esa forma será más
fácil entenderlos y asumirlos. Debemos saber más que lo que hemos aprendiendo de
nuestra profesión (formación tecno-científica), por ejemplo, en medicina el Dr.
Letamendi decía: “quien solo de medicina sabe, ni medicina sabe”. La condición
primordial para aprender es reconocer que no sabemos algo y para eso se requiere de
humildad e inteligencia. Cuando el hombre tiene más conocimientos supera sus propias
fronteras, es más libre, actúa con razón y se acerca más a la verdad, además, será más
culto, mejorará su lenguaje, su comportamiento (individual y social); será más
profesional porque trabajará mejor y bien, es mejor padre de familia, porque sabrá
esperar, tendrá más paciencia con sus hijos, aconsejará con más criterio, sabrá que amar
es también respetar a los demás y principalmente a su esposa. Sabrá escuchar bien
(cualidad necesaria para gobernar mejor, por ejemplo), y podrá darse cuenta que el
perfeccionamiento es una constante superación.

Finalmente, he de animarlos a seguir mejorando, a leer más, a dialogar más, a escribir, a


publicar, a ser más humildes, más sencillos, más sabios. Debemos proponernos tener en
poco tiempo una Universidad que viva el Humanismo no solo en la teoría si no -y sobre
todo- también en la práctica, logrando de esa forma ser profesores con cultura
universitaria.

Referencias Bibliográficas

1. Alvira Rafael, Spang Kurt (Eds.)(2006). Humanidades para el siglo XXI,


EUNSA, Pamplona, pp. 13-25.
2. Llano Alejandro (2004). Universidad, Verdad y Libertad. Conferencia
pronunciada en el VIII Forum Internacional de Jóvenes en Roma.

TEMA

TESIS
O HIPÓTESIS

ARGUMENTOS O
IDEAS
PRINCIPALES

IDEA CONCLUSIÓN

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(extrae y escribe con tus
propias palabras la idea
fundamental de la conclusión)

TEXTO N° 02

DISCURSO EN EL POLITEAMA
Gonzáles Prada

Señores:

Los que pisan el umbral de la vida se juntan hoy para dar una lección a los que se acercan a
las puertas del sepulcro. La fiesta que presenciamos tiene mucho de patriotismo y algo de
ironía: el niño quiere rescatar con el oro lo que el hombre no supo defender con el hierro.

Los viejos deben temblar ante los niños, porque la generación que se levanta es siempre
acusadora i juez de la generación que desciende. De aquí, de estos grupos alegres y bulliciosos,
saldrá el pensador austero y taciturno; de aquí, el poeta que fulmine las estrofas de acero
retemplado; de aquí, el historiador que marque la frente del culpable con un sello de indeleble
ignominia.

Niños, sed hombres, madrugad a la vida, porque ninguna generación recibió herencia más
triste, porque ninguna tuvo deberes más sagrados que cumplir, errores más graves que remediar
ni venganzas más justas que satisfacer.

En la orgía de la época independiente, vuestros antepasados bebieron el vino generoso y


dejaron las heces. Siendo superiores a vuestros padres, tendréis derecho para escribir el
bochornoso epitafio de una generación que se va, manchada con la guerra civil de medio siglo,
con la quiebra fraudulenta y con la mutilación del territorio nacional.

Si en estos momentos fuera oportuno recordar vergüenzas y renovar dolores, no acusaríamos


a unos ni disculparíamos a otros. ¿Quién puede arrojar la primera piedra?

La mano brutal de Chile despedazó nuestra carne y machacó nuestros huesos; pero los
verdaderos vencedores, las armas del enemigo, fueron nuestra ignorancia i nuestro espíritu de
servidumbre.

II

Sin especialistas, o más bien dicho, con aficionados que presumían de omniscientes, vivimos
de ensayo en ensayo: ensayos de aficionados en Diplomacia, ensayos de aficionados en
Economía Política, ensayos de aficionados en Legislación y hasta ensayos de aficionados en
Tácticas y Estrategias. El Perú fue cuerpo vivo, expuesto sobre el mármol de un anfiteatro, para

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sufrir las amputaciones de cirujanos que tenían ojos con cataratas seniles y manos con temblores
de paralítico. Vimos al abogado dirigir la hacienda pública, al médico emprender obras de
ingeniatura, al teólogo fantasear sobre política interior, al marino decretar en administración de
justicia, al comerciante mandar cuerpos de ejército... Cuánto no vimos en esa fermentación
tumultuosa de todas las mediocridades, en esas vertiginosas apariciones i desapariciones de
figuras sin consistencia de hombre, en ese continuo cambio de papeles, en esa Babel, en fin,
donde la ignorancia vanidosa y vocinglera se sobrepuso siempre al saber humilde y silencioso!

Con las muchedumbres libres aunque indisciplinadas de la Revolución, Francia marchó a la


victoria; con los ejércitos de indios disciplinados y sin libertad, el Perú irá siempre a la derrota.
Si del indio hicimos un siervo ¿qué patria defenderá? Como el siervo de la Edad media, sólo
combatirá por el señor feudal.

Y, aunque sea duro i hasta cruel repetirlo aquí, no imaginéis, señores, que el espíritu de
servidumbre sea peculiar a sólo el indio de la puna: también los mestizos de la costa recordamos
tener en nuestras venas sangre de los súbditos de Felipe II mezclada con sangre de los súbditos
de Huayna-Capac1. Nuestra columna vertebral tiende a inclinarse.

La nobleza española dejó su descendencia degenerada y despilfarradora: el vencedor de la


Independencia legó su prole de militares y oficinistas. A sembrar el trigo y extraer el metal, la
juventud de la generación pasada prefirió atrofiar el cerebro en las cuadras de los cuarteles y
apergaminar la piel en las oficinas del Estado. Los hombres aptos para las rudas labores del
campo y de la mina, buscaron el manjar caído del festín de los gobiernos, ejercieron una
insaciable succión en los jugos del erario nacional y sobrepusieron el caudillo que daba el pan i
los honores a la patria que exigía el oro y los sacrificios. Por eso, aunque siempre existieron en
el Perú liberales i conservadores, nunca hubo un verdadero partido liberal ni un verdadero
partido conservador, sino tres grandes divisiones: los gobiernistas, los conspiradores y los
indiferentes por egoísmo, imbecilidad o desengaño. Por eso, en el momento supremo de la
lucha, no fuimos contra el enemigo un coloso di bronce, sino una agrupación de limaduras de
plomo; no una patria unida i fuerte, sino una serie de individuos atraídos por el interés particular
y repelidos entre sí por el espíritu de bandería. Por eso, cuando el más oscuro soldado del
ejército invasor no tenía en sus labios más nombre que Chile, nosotros, desde el primer general
hasta el último recluta, repetíamos el nombre de un caudillo, éramos siervos de la Edad media
que invocábamos al señor feudal.

Indios de punas y serranías, mestizos de la costa, todos fuimos ignorantes i siervos; i no


vencimos ni podíamos vencer.

III

Si la ignorancia de los gobernantes y la servidumbre de los gobernados fueron nuestros


vencedores, acudamos a la Ciencia, ese redentor que nos enseña a suavizar la tiranía de la
Naturaleza, adoremos la Libertad, esa madre engendradora de hombres fuertes.

No hablo, señores, de la ciencia momificada que va reduciéndose a polvo en nuestras


universidades retrógradas: hablo de la Ciencia robustecida con la sangre del siglo, de la Ciencia
con ideas de radio gigantesco, de la Ciencia que trasciende a juventud i sabe a miel de panales
griegos, de la Ciencia positiva que en sólo un siglo de aplicaciones industriales produjo más
bienes a la Humanidad que milenios enteros de Teología y Metafísica.

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Hablo, señores, de la libertad para todos, y principalmente para los más desvalidos. No
forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra
situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios
diseminadas en la banda oriental de la cordillera. Trescientos años ya que el indio rastrea en las
capas inferiores de la civilización, siendo un híbrido con los vicios del bárbaro i sin las virtudes
del europeo: enseñadle siquiera a leer y escribir, y veréis si en un cuarto de siglo se levanta o no
a la dignidad de hombre. A vosotros, maestros de escuela, toca galvanizar una raza que se
adormece bajo la tiranía del juez de paz, del gobernador y del cura, esa trinidad embrutecedora
del indio2.

Cuando tengamos pueblo sin espíritu de servidumbre, y militares y políticos a la altura del
siglo, recuperaremos Arica y Tacna, y entonces y sólo entonces marcharemos sobre Iquique y
Tarapacá, daremos el golpe decisivo, primero y último.

Para ese gran día, que al fin llegará porque el porvenir nos debe una victoria, fiemos sólo en
la luz de nuestro cerebro y en la fuerza de nuestros brazos. Pasaron los tiempos en que
únicamente el valor decidía de los combates: hoy la guerra es un, problema, la Ciencia resuelve
la ecuación. Abandonemos el romanticismo internacional y la fe en los auxilios sobrehumanos:
la Tierra escarnece a los vencidos, y el Cielo no tiene rayos para el verdugo.

En esta obra de reconstitución i venganza no contemos con los hombres del pasado: los
troncos añosos i carcomidos produjeron ya sus flores de aroma deletéreo y sus frutas de sabor
amargo. ¡Que vengan árboles nuevos a dar flores nuevas i frutas nuevas! ¡Los viejos a la tumba,
los jóvenes a la obra!

IV

¿Por qué desesperar? No hemos venido aquí para derramar lágrimas sobre las ruinas de una
segunda Jerusalén, sino a fortalecernos con la esperanza. Dejemos de llorar como mujeres,
nosotros esperemos como hombres3.

Nunca menos que ahora conviene el abatimiento del ánimo cobarde ni las quejas del pecho
sin virilidad: hoy que Tacna rompe su silencio y nos envía el recuerdo del hermano cautivo al
hermano libre, elevémonos unas cuantas pulgadas sobre el fango de las ambiciones personales, i
a las palabras de amor i esperanza respondamos con palabras de aliento i fraternidad.

¿Por qué desalentarse? Nuestro clima, nuestro suelo ¿son acaso los últimos del Universo? En
la tierra no hay oro para adquirir las riquezas que debe producir una sola Primavera del Perú.
¿Acaso nuestro cerebro tiene la forma rudimentaria de los cerebros hotentotes, o nuestra carne
fue amasada con el barro de Sodoma? Nuestros pueblos de la sierra son hombres amodorrados,
no estatuas petrificadas.

No carece nuestra raza de electricidad en los nervios ni de fósforo en el cerebro; nos falta, sí,
consistencia en el músculo i hierro en la sangre. Anémicos i nerviosos, no sabemos amar ni
odiar con firmeza. Versátiles en política, amamos hoy a un caudillo hasta sacrificar nuestros
derechos en aras de la dictadura; i le odiamos mañana hasta derribarle i hundirle bajo un aluvión
de lodo y sangre. Sin paciencia de aguardar el bien, exigimos improvisar lo que es obra de la
incubación tardía, queremos que un hombre repare en un día las faltas de cuatro generaciones.
La historia de muchos gobiernos del Perú cabe en tres palabras: imbecilidad en acción; pero la
vida toda del pueblo se resume en otras tres: versatilidad en movimiento.

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Si somos versátiles en amor, no lo somos menos en odio: el puñal está penetrando en
nuestras entrañas y ya perdonamos al asesino. Alguien ha talado nuestros campos i quemado
nuestras ciudades y mutilado nuestro territorio y asaltado nuestras riquezas convertido el país
entero en ruinas de un cementerio; pues bien, señores, ese alguien a quien jurábamos rencor
eterno y venganza implacable, empieza a ser contado en el número de nuestros amigos, no es
aborrecido por nosotros con todo el fuego de la sangre, con toda la cólera del corazón.

Ya que hipocresía i mentira forman los polos de la Diplomacia, dejemos a los gobiernos
mentir hipócritamente jurándose amistad i olvido. Nosotros, hombres libres reunidos aquí para
escuchar palabras de lealtad y franqueza, nosotros que no tememos explicaciones ni respetamos
susceptibilidades, nosotros levantemos la voz para enderezar el esqueleto de estas
muchedumbres encorvadas, hagamos por oxigenar esta atmósfera viciada con la respiración de
tantos organismos infectos, y lancemos una chispa que inflame en el corazón del pueblo el
fuego para amar con firmeza todo lo que se debe amar, i para odiar con firmeza también todo lo
que se debe odiar.

¡Ojalá, señores, la lección dada hoy por los Colegios libres de Lima halle ejemplo en los más
humildes caseríos de la República! ¡Ojalá todas las frases repetidas en fiestas semejantes no
sean melifluas alocuciones destinadas a morir entre las paredes de un teatro, sino rudos
martillazos que retumben por todos los ámbitos del país! ¡Ojalá cada una de mis palabras se
convierta en trueno que repercuta en el corazón de todos los peruanos y despierte los dos
sentimientos capaces de regenerarnos y salvarnos: el amor a la patria y el odio a Chile!
Coloquemos nuestra mano sobre el pecho, el corazón nos dirá si debemos aborrecerle...

Si el odio injusto pierde a los individuos, el odio justo salva siempre a las naciones. Por el
odio a Prusia, hoy Francia es poderosa como nunca. Cuando París vencido se agita, Berlín
vencedor se pone de pie. Todos los días, a cada momento, admiramos las proezas de los
hombres que triunfaron en las llanuras de Maratón o se hicieron matar en los desfiladeros de las
Termopilas; y bien, "la grandeza moral de los antiguos helenos consistía en el amor constante a
sus amigos i en el odio inmutable a sus enemigos". No fomentemos, pues, en nosotros mismos
los sentimientos anodinos del guardador de serrallos, sino las pasiones formidables del hombre
nacido para engendrar a los futuros vengadores. No diga el mundo que el recuerdo de la injuria
se borró de nuestra memoria antes que desapareciera de nuestras espaldas la roncha levantada
por el látigo chileno.

Verdad, hoy nada podemos, somos impotentes; pero aticemos el rencor, revolvámonos en
nuestro despecho como la fiera se revuelca en las espinas; i si no tenemos garras para desgarrar
ni dientes para morder ¡que siquiera los mal apagados rugidos de nuestra cólera viril vayan de
cuando en cuando a turbar el sueño del orgulloso vencedor!.

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TEMA

TESIS
O HIPÓTESIS

ARGUMENTOS
O IDEAS
PRINCIPALES

IDEA
CONCLUSIÓN
(extrae y escribe con tus
propias palabras la idea
fundamental de la
conclusión)

TEXTO N° 03
Discurso del Dr. Mario Vargas Llosa
En el homenaje que le rindió la Biblioteca Nacional del Perú.
Inauguración oficial del teatro auditorio que lleva su nombre.
San Borja, 05 de agosto de 2008

Como ustedes se pueden imaginar estoy muy agradecido a la Biblioteca Nacional del Perú y a la
Fundación BBVA Banco Continental, por honrarme poniéndole mi nombre a este hermoso
teatro. Como le dije a Hugo Neira, cuando me hizo llegar esta propuesta, nada podría alegrarme
más, conmoverme tanto, como ver mi nombre en la fachada de un teatro, porque efectivamente
como han recordado Alberto Ísola y Hugo Neira: el teatro fue en mi caso un amor precoz, y
efectivamente si en la Lima, de los años 50 hubiera habido un movimiento teatral importante,
probablemente antes que novelista yo hubiera sido dramaturgo.
La persona que está detrás de esta conspiración es por supuesto el director de la Biblioteca
Nacional, Hugo Neira, que es un viejo amigo desde los tiempos en que ambos éramos
sanmarquinos, de los últimos años de la dictadura de Odría. Una época en la que San Marcos,
fiel a su tradición díscola y rebelde estaba en la punta de lanza de la resistencia a la dictadura
del oncenio.
Nosotros alcanzamos todavía a un San Marcos, que tenía en sus aulas a las mejores figuras de la
intelectualidad peruana, los mejores profesionales en todas las especialidades, o habían salido
de San Marcos, o enseñaban en San Marcos, y en la Facultad de Letras, por ejemplo, donde
nosotros estudiamos, pues tuvimos el privilegio extraordinario de tener a maestros como Jorge
Basadre, como Mariano Iberico, como Luis E. Valcárcel, y como Raúl Porras Barrenecha, con
quien tanto Hugo como yo tuvimos el extraordinario privilegio de trabajar en su casa de la Calle
Colina, yo cerca de cinco años, y creo que Hugo otros tantos.

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Fue una de las grandes experiencias de mi vida, estar cerca de ese eminente historiador que era
también un gran maestro, y no solo por el rigor con que preparaba sus clases, y la elegancia con
que exponía, sino porque el simple contacto con él, a las horas del trabajo, significaba ya un
aprendizaje que nos enriquecía y sobre todo nos hacía conocer profundamente la historia del
Perú.
Una historia que para Raúl Porras no fue nunca solo una arqueología, una reconstrucción del
pasado, sino una enseñanza permanente respecto del presente. Pues en esos años, yo iba mucho
al teatro, y soñaba secretamente con ser algún día un escritor de teatro, tengo siempre muy
presente lo que significó para mí ver La muerte de un viajante en el escenario del Teatro Segura,
puesta en escena por la compañía de Francisco Petrone. Yo estaba todavía en el colegio cuando
la vi, debió ser el año 51 o 52, y para mí constituyó un verdadero deslumbramiento porque yo
no había visto una obra de teatro moderna, una obra en que la historia salvara con tanta libertad,
los condicionamientos de espacio y de tiempo, que circulara por el tiempo como por un espacio
avanzando, retrocediendo, y dando de este modo una visión totalizadora, esférica, de la historia
que contaba, la historia de Willy Loman.
Willy Loman ese agente viajero que al llegar ya a la vejez ve de pronto desmoronarse todas sus
certidumbres, las seguridades, sobre las que ha construido su vida. A mí me apasionó porque era
como vivir una novela. Era una historia que se enriquecía extraordinariamente por su
carnalidad, porque aquella historia, no pasaba a través de un lenguaje sino que se encarnaba en
seres vivos que tenían pues todas las características, de lo vivido en el tiempo que aquello
duraba.
Como ha recordado Alberto, entusiasmado por la experiencia que fue descubrir el teatro
moderno a través de Arthur Miller, escribí esa obrita que se llama La Huida del Inca, y que el
año 52 se presentó en Piura efectivamente, como parte de las actividades de la semana de Piura,
en el mes de junio. El Colegio Nacional San Miguel de Piura donde yo terminé la secundaria
ofrecía siempre, un espectáculo durante la semana de Piura, y un profesor de literatura que a mí
me alentó mucho en ese año de 1952, José Estrada Morales, que acaba de morir dicho sea de
paso, convenció al director del colegio para que el San Miguel presentara en el Teatro
Variedades, La Huida del Inca.
Fue para mí una experiencia inolvidable. Yo no sabía prácticamente nada de teatro, y con el
atrevimiento de la juventud, dirigí la obra. Durante varios meses, ensayamos cada noche en la
Biblioteca del Colegio San Miguel, bajo la mirada de Carmela Garcés que era la bibliotecaria, y
con un elenco en el que figuraban tanto alumnos del colegio como gentes invitadas, entre ellas
dos hermanas que eran por una parte, muy guapas y por otra parte con grandes calidades
artísticas, las hermanas Ruth y Lira Rojas. Lira tenía una voz muy bonita y cantaba muy bien y
Ruth que era muy buena actriz, ella fue la actriz principal de la obra, tenía un novio que era un
empleado bancario, y que asistía rigurosamente a los ensayos, pues era muy celoso.
En la obra el Inca, que era un compañero de clase, Ricardo Raigada, en algún momento daba un
beso a la vestal, pero no pudimos ensayar nunca el beso porque el novio de Ruth no lo permitía,
aunque permitió que el día de la función el beso ocurriera.
Lo curioso es que en pleno espectáculo que transcurría muy bien ante un teatro abarrotado, un
teatro que en gran parte se llenó gracias a Javier Silva Ruete. Lo que no contó Javier Silva Ruete
en su testimonio sobre el montaje de La Huida del Inca, es que él perifoneó varios días por las
calles de Piura la propaganda de la obra, anunciando que en el Teatro Variedades, vería el
espectáculo más grande del mundo.
Le creyeron y atestaron el teatro, y la obra transcurría muy bien. Pero curiosamente en el
momento neurálgico, el momento del beso, del inca a la vestal, Raigada en lugar de poner una
cara apropiada, empezó a hacer unas extrañas muecas de disgusto, y el beso desde el punto de
vista artístico dejó mucho que desear. Y entonces cuando yo lo interpelé, indignado director
frustrado, luego de la función, me dijo, es que en la trenza, Ruth tenía una cucaracha.
Así descubrí que el teatro está lleno de imponderables y de sorpresas, a veces maravillosas y a
veces pues ingratas.
Ese año piurano, el año 1952 fue para mí muy importante porque al mismo tiempo que
terminaba mi Colegio, escribía en un periódico, escribía todo, desde pequeñas notas policiales,

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artículos que dábamos vuelta de los periódicos de Lima y a veces, de cuando en cuando, le
filtraba al director para su indignación un poema. Ese año pasó por Piura otra compañía
argentina, en esa época venían compañías de teatro argentinas por el Perú, era la compañía de
Pedro López Lagar que dio una función en el Teatro Variedades justamente. Y allí por primera
vez yo le pedí un autógrafo a un escritor, a Sebastián Salazar Bondy que viajaba con la
compañía de López Lagar, como asesor literario, supongo.
Fue la primera vez que pedí un autógrafo, a un autor del que sería después íntimo amigo, otra
persona que recuerdo siempre con gran cariño, por la magnífica labor que realizó como autor de
teatro, como poeta, como periodista cultural y también porque fue una persona extraordinaria,
un gran difusor de la cultura y que contagiaba su entusiasmo y creaba siempre a su alrededor, un
ambiente extraordinariamente estimulante para cualquier actividad cultural.
Muchas veces me he preguntado por qué no seguí escribiendo teatro en esos años. En vez de
hacerlo pues escribí cuentos y comencé a planear novelas, yo creo que la razón era por la muy
escasa vida teatral que había en el Perú de entonces. Escribir para el teatro era en cierta forma,
condenarse a no ver nunca una obra de teatro como hay que verla, sobre un escenario, de una
manera vertical, y encarnada.
Las obras de teatro también pueden ser leídas pero para realizarse a cabalidad deben ser
representadas, y ver representada una obra de teatro en Lima, en esa época era excepcional. En
eso, afortunadamente hemos progresado mucho, hoy día hay mucho teatro en el Perú, y lo hay
porque hay un público que llena los espectáculos, y eso estimula a los actores, y a los autores, y
creo que es una de las cosas en las que ha habido un progreso cultural más evidente y flagrante
en el Perú.
¿Cómo volví a escribir teatro después de esa obrita infantil? De una manera misteriosa. Ocurrió
en los años 70, había seguido yendo mucho al teatro, y llevando conmigo siempre una nostalgia
del dramaturgo que no fui, pero que me hubiera gustado ser de adolescente. Y llevaba ya mucho
tiempo dándole vueltas a la idea de una historia inspirada en un personaje entrañable de mi
infancia, una tía abuela, la tía a la que nosotros llamábamos “Mamaé”.
Ella se llamaba Elvira y era Mamá Elvira, porque era como una mamá paralela, lo había sido
para mi madre y sus hermanos, lo fue para mí y para mis primas, llegó a serlo incluso para mis
hijos.
Fue uno de esos personajes característicos de las familias tribales como era la familia mía, que
había vivido un extraño drama en su juventud en Tacna, donde había estado de novia con un
oficial chileno, y el matrimonio nunca llegó a realizarse porque pocos días antes de la fecha
anunciada para la boda con los partes repartidos, ella la canceló, quemó su vestido de novia, y
decidió quedarse soltera para siempre. Fue la tía soltera que vivió siempre con los abuelos, y
sobre la que corrían toda clase de conjeturas y leyendas, ¿qué había ocurrido?, ¿por qué había
cancelado su matrimonio, y optado por la soltería para el resto de la vida?, Había sido una mujer
extraordinariamente generosa y dedicada con tres generaciones, pero en su vejez, ella llegó a
vivir hasta los 104 años de edad; en su vejez concibió un odio feroz por esas criaturas a las que
ella había dedicado todos sus desvelos de su vida. No podía ver entrar a la casa de los abuelos
donde ella vivía a un niño, sin gritar enfurecida ¡Viva Herodes!, ¡Viva Herodes!
Era un personaje que en los últimos años de su vida, vivió en la ficción, cortó con el mundo
circundante, con la realidad presente y volvió a su infancia en Tacna, en una época además muy
dramática de la historia de Tacna, eran los años todavía de la ocupación chilena.
Y de pronto decía frases que eran muy conmovedoras, porque a través de ellas uno podía
adivinar, lo que había sido la vida en aquella Tacna ocupada, para las jóvenes casaderas. Ella
decía cosas como: “Serán chilenos, pero qué buenos mozos”.
Ellos vivían en la Av. República y pasaba el tranvía de Lima a Chorrillos frente a la casa, y cada
vez que pasaba el tranvía, la viejecita de pronto decía: “Ah, el tren de Locumba”. Vivía
totalmente sumida en la infancia, en el recuerdo de hacía 90 ó 100 años atrás. Bueno pues yo
quería escribir una historia, alrededor de este personaje entrañable.
Y no pude empezar a escribir esta historia hasta descubrir un día que esa no era una historia para
ser una novela, sino una obra de teatro. En el momento que descubrí que esa historia era una
historia teatral, salí de esa especie de impotencia en que me encontraba para materializarla, pues

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con todas las obras de teatro que he escrito a partir de los años 70, esas que aparecen en este
documental sorpresa, tan bonito que acabo de ver, me ha ocurrido lo mismo, me he encontrado
con una historia, y he sentido de una manera por una parte, irrebatible, y por otra parte
inexplicable, que esa historia, que esa historia no era una historia novelesca sino una historia
teatral.
No tengo una respuesta clara. ¿Por qué ciertas historias son teatrales? y ¿por qué ciertas
historias son novelescas? Me he dado a mí mismo muchos argumentos, que nunca acaban de
convencerme del todo. Quizá las historias para mí resultan teatrales, cuando son más intensas
que extensas. Historias que se concretan a veces en una imagen, en una situación, en un
acontecer que tiene el formato, de una obra de teatro que es un formato mucho más limitado
más intenso que una historia novelesca.
Una historia novelesca es una historia que se multiplica y se difunde y puede incluso
prolongarse indefinidamente, en cambio las historias que yo siento como teatrales son historias
que caben en un espacio y en un tiempo muy concretos y definidos. También quizá porque las
historias que yo siento como teatrales son historias para mí mucho más visibles, más visuales
que las otras. Las historias novelescas son historias al principio de una gran vaguedad, son
historias en las que solo en el curso del desarrollo y elaboración de la historia, van apareciendo
los perfiles, las caras, la materialidad del personaje, en tanto que las historias teatrales, las veo
mucho más y a veces con mucha claridad desde el principio. Son razones que probablemente
tienen algún valor pero que nunca acaban de convencerme a mí del todo.
Por eso es que yo creo en los géneros, en los géneros literarios, creo que los géneros no son
fabricaciones artificiales, como se llegó a creer mucho sobre todo en los años 50 y en los años
60 como una invención de los dómines, a partir del siglo XVIII. Creo que los géneros literarios
expresan una cierta visión de la realidad y de la historia que nítidamente se diferencia la una de
la otra. Pero en todo caso, el teatro y la novela son dos formas de esa cosa maravillosa y
extraordinaria que es la ficción, ese mundo paralelo al mundo real, que inventamos para poder
enriquecer nuestras vidas con experiencias más intensas y más diversas de aquellas que la
vida real siempre confinada, limitada, nos permite.
Eso es lo maravilloso que nos dan las historias que nos conmueven y sorprenden, nos sacan de
nosotros mismos, nos llevan a vivir en la piel de otros historias que en la vida real jamás
podríamos vivir, y de este modo nuestro horizonte pequeño y limitado se multiplica, crece, se
extiende y tenemos una visión más diversa y más completa, de lo que es la vida, la realidad, el
mundo, lo humano.
Ahora bien, yo creo que ninguno de los muchos géneros en los que se manifiesta la ficción -la
novela, el cine, la televisión- está tan cerca de la vida, se parece tanto a la vida, como el teatro.
En ese espacio tan limitado que es el del escenario, nosotros vemos reproducirse la vida, allí
ocurre algo que es la vida, o que tiene todas las características de la vida, lo transeúnte, de lo
que ocurre, el hecho que quienes encarnan la historia sean como nosotros, seres de carne y
hueso, y seres que en el tiempo del espectáculo, han dejado de ser lo que eran y han pasado a
vivir la vida ficticia de los personajes que encarnan, en ese escenario. Puede haber
imprevisibles, hay de hecho siempre: imprevisibles; no hay dos funciones que sean idénticas,
aunque el texto que se interprete sea el mismo y por eso, un buen espectáculo teatral, un
espectáculo logrado, yo creo que nos conmueve las fibras mas íntimas y nos persuade de una
manera que ningún otro de los géneros en los que se expresa la ficción lo consigue.
Para alguien que se ha pasado la vida escribiendo historias, intentando, crear ficciones vivir la
ficción, es una experiencia impagable, extraordinaria, difícil de expresar. Yo nunca imaginé que
en algún momento de mi vida, mucho menos que a mi vejez, me treparía a un escenario para
actuar. Y sin embargo, así ha ocurrido y de una manera, totalmente impensada.
Yo fui hace algunos años a Torino invitado por Alessandro Baricco que es un escritor italiano,
magnífico escritor dicho sea de paso autor de una de las novelas más bellas que se llama Seda, y
que tiene una academia en Torino para narradores, es una academia muy sui generis, en la que
van jóvenes, de todo Italia que quieren ser novelistas o guionistas, que quieren escribir para el
teatro, o para la televisión, en fin todas las formas posibles de la narrativa. Pase allí, una semana

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divirtiéndome mucho dicho sea de paso, por la atmósfera, por una parte informal y por otra
parte, enormemente creativa de esta escuela; y allí, vi no en vivo sino a través de un video que
me regaló, un espectáculo que él montaba ya hacía algunos años en Italia.
Un espectáculo en los que él acompañado por una actriz y un pequeño conjunto musical, leía
historias comentándolas. El espectáculo era muy bonito, era realmente precioso porque las
historias que contaba y comentaba procedían de la literatura, y a veces no, a veces eran
simplemente una noticia tomada de un periódico que él reproducía con unos comentarios, que la
volvían una historia literaria y a mí se me ocurrió pensar qué bonito sería montar un espectáculo
así en español, seleccionando un grupo de historias, entre las preferidas y leyéndolas en un
espectáculo, ante un auditorio con pequeños comentarios, introducciones, acotaciones y esta
tentación se la comuniqué a un amigo español que es un gran realizador, Juan Cruz era entonces
editor en Alfaguara y dirigía una oficina de autor y justamente para recoger iniciativas
culturales.
Y al poco tiempo me llamó por teléfono y me dijo: mira hay una posibilidad de que montes ese
espectáculo en Barcelona donde con motivo del Año del Libro, hay un presupuesto para
iniciativas de este tipo relacionadas con la literatura, y así surgió el espectáculo La verdad de
las mentiras.
Era un espectáculo que yo quería calcar, del que presentaba en Italia, Baricco; es decir hacerlo
con una actriz a base de lecturas, yo había visto en esos días, una entrevista a una actriz
española, magnífica actriz, Aitana Sánchez Gijón, en la que me impresionó su versación,
respecto a la literatura moderna y la inteligencia con que hablaba ella de autores de novelas que
había leído, y pensé viendo esa entrevista. Si este espectáculo se hiciera qué bueno sería que una
actriz como Aitana Sánchez Gijón que tiene tanto amor por la literatura, quisiera participar.
Juan Cruz sondeó a Aitana Sánchez Gijón, y ella aceptó y así me vi embarcado por fin en este
proyecto. El teatro Romea eligió como director creo que de una manera providencial del
espectáculo a Joan Ollé, un director de teatro muy conocido, en Cataluña con el que tuvimos
una primera reunión, le expliqué el proyecto, le dije los cuentos que había seleccionado, y los
textos que pensaba leer, y después de escucharme me dijo ¿Por qué no me cuentas esos cuentos
antes de leérmelos? Cuéntamelos.
Pues yo le conté. Había un cuento de Onetti, había un cuento de Faulkner, había un cuento de
Isak Dinesen. Entonces me dijo: mira si tú quieres que el público resista este espectáculo, y no
se duerma y se salga muerto del aburrimiento; ese espectáculo tiene que ser un espectáculo en el
que cuentes los cuentos, vamos a reducir al mínimo las lecturas y cuenta. Es la única manera de
que eso funcione, te aseguro que no va a funcionar si eso se lee. Entonces pues de esa manera,
resulté yo, cumpliendo el papel de un contador de cuentos, más que un lector y comentarista de
los cuentos, como había pensado. Pues bueno trabajamos, la experiencia resultó muy bonita, yo
pasé mucho miedo, desde luego, pero al mismo tiempo, gocé y me divertí contando cuentos. El
personaje del contador de cuentos, a mí me había fascinado mucho. Como escritor, había escrito
incluso una novela dedicada a los contadores de cuentos primitivos, a los contadores de cuentos
machiguengas; y convertirme en un contador de cuentos, la verdad que fue una experiencia
exhaltante, estimulante, y allí nació la idea de escribir una versión de la Odisea para contarla a
ratos, interpretarla a ratos, y leerla a ratos en el escenario.
Fue mi segunda experiencia teatral, una experiencia en la que ya tuve que empezar a actuar
empujado siempre por Joan Ollé, con mucho miedo, con una enorme inseguridad, y al mismo
tiempo, como un niño que descubre un juguete nuevo, que le cambia la vida. Y empecé a sentir
verdaderamente, lo que significa encarnar la ficción, vivir la ficción salir de sí mismo,
convertirse en otro aunque sea por un tiempo brevísimo, y metido en la piel de un personaje, ser
otro.
La experiencia fue fantástica, fue formidable y luego, vino la tercera experiencia de esa índole,
que fue la recientísima de la adaptación de Las mil noches de una noche una versión
verdaderamente minimalista, ese clásico que es en realidad un monumento al contador de
cuentos, a los contadores de cuentos, y también una bellísima parábola, sobre la función de la
ficción en la vida, cómo la ficción puede civilizar y humanizar al ser humano,
desbarbarizándolo, llevándolo a comprender al otro, al que es distinto al que tiene otras

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costumbres, otras creencias, a establecer una forma de comunicación entre los seres humanos,
gracias al sueño, la fantasía y la invención.
Como ven ustedes: el teatro, la ficción, pues han estado en el corazón mismo de mi vocación
desde que yo era prácticamente un niño de pantalón corto, todo eso para decirles, como dije al
principio de esta intervención, lo mucho que me emociona ver mi nombre en la fachada de un
teatro, es casi un acto de justicia, para alguien que desde que tenía, 11 ó 12 años ha amado el
teatro, ha gozado con el teatro, ha soñado con vivir en el teatro, y finalmente pues la vida
generosa, ha hecho que todo ello fuera posible.
Como dijo Alberto Ísola. Ese gran actor y ese gran hombre de teatro, que tanto debemos los que
amamos el teatro en el Perú, en su presentación: que se inaugure un teatro, es un hecho cultural
importantísimo. Más todavía si el teatro es tan bonito y tan funcional, como éste que
inauguramos esta noche. Deseo que tenga una larga vida, que haya muchos y muy bellos
espectáculos, en este escenario, que el público acuda a gozar, a soñar, a enriquecer su vida, a
multiplicarse en los personajes y en los protagonistas de la ficción, y quien sabe, quien sabe, si
en estas locuras de la demencia senil –como dice Patricia, mi mujer- en la que ando metido,
algún día me verán aquí encarnando un personaje de ficción.
Les agradezco mucho su paciencia, y muchas gracias.

TEMA

TESIS
O HIPÓTESIS

ARGUMENTOS O
IDEAS
PRINCIPALES

IDEA
CONCLUSIÓN
(extrae y escribe con tus
propias palabras la idea
fundamental de la
conclusión)

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TEXTO N° 04

BREVE DISCURSO SOBRE LA CULTURA


Por Mario VARGAS LLOSA

Excelentísimo y Magnífico señor Rector


Ilustrísimas autoridades
Señores miembros de la Comunidad Universitaria
Señoras y señores
Queridos amigos
Me siento muy agradecido a la Universidad de Granada por honrarme concediéndome este
doctorado honoris causa, y, muy especialmente, a mi querido amigo D. Blas Gil Extremera,
quien, creo, ha sido el instigador principal de esta conspiración fraterna de la que soy
beneficiario. Sé muy bien que ser incorporado, de manera simbólica, al claustro de profesores
de esta institución es tanto un reconocimiento como un mandato de rigor y honestidad. Ni qué
decir qué haré cuanto esté a mi alcance para no defraudarlos.
A lo largo de la historia, la noción de cultura ha tenido distintos significados y matices. Durante
muchos siglos fue un concepto inseparable de la religión y del conocimiento teológico, en
Grecia estuvo marcado por la filosofía y en Roma por el Derecho, en tanto que en el
Renacimiento lo impregnaban sobre todo la literatura y las artes. En épocas más recientes como
la Ilustración fueron la ciencia y los grandes descubrimientos científicos los que dieron el sesgo
principal a la idea de cultura. Pero, a pesar de esas variantes y hasta nuestra época, cultura
siempre significó una suma de factores y disciplinas que, según un amplio consenso social, la
constituían y ella implicaba: la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte,
de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución y
el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación
en todos los campos del saber.
La cultura estableció siempre unos rangos sociales entre quienes la cultivaban, la enriquecían
con aportes diversos, la hacían progresar y quienes se desentendían de ella, la despreciaban o
ignoraban, o eran excluidas de ella por razones sociales y económicas.
En todas las épocas históricas, hasta la nuestra, en una sociedad había personas cultas e incultas,
y, entre ambos extremos, personas más o menos cultas o más o menos incultas, y esta
clasificación resultaba bastante clara para el mundo entero porque para todos regía un mismo
sistema de valores, criterios culturales y maneras de pensar, juzgar y comportarse.
En nuestro tiempo todo aquello ha cambiado. La noción de cultura se extendió tanto que,
aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado.
Se volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslativo. Porque ya nadie es culto si todos
creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que
todos puedan justificadamente creer que lo son.
La más remota señal de este proceso de progresivo empastelamiento y confusión de lo que
representa una cultura la dieron los antropólogos, inspirados, con la mejor buena fe del mundo,
en una voluntad de respeto y comprensión de las sociedades más primitivas que estudiaban.
Ellos establecieron que cultura era la suma de creencias, conocimientos, lenguajes, costumbres,
atuendos, usos, sistemas de parentesco y, en resumen, todo aquello que un pueblo dice, hace,
teme o adora. Esta definición no se limitaba a establecer un método para explorar la
especificidad de un conglomerado humano en relación con los demás. Quería también, de
entrada, abjurar del etnocentrismo prejuicioso y racista del que Occidente nunca se ha cansado
de acusarse.
El propósito no podía ser más generoso, pero, ya sabemos, por el famoso dicho, que el infierno
está empedrado de buenas intenciones. Porque una cosa es creer que todas las culturas merecen
consideración ya que, sin duda, en todas hay aportes positivos a la civilización humana, y otra,
muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen. Y es esto último

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lo que asombrosamente ha llegado a ocurrir en razón de un prejuicio monumental suscitado por
el deseo bienhechor de abolir de una vez y para siempre todos los prejuicios en materia de
cultura. La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático,
colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores y hasta de culturas
modernas y primitivas. Según esta arcangélica concepción, todas las culturas, a su modo y en su
circunstancia, son iguales, expresiones equivalentes de la maravillosa diversidad humana.
Si etnólogos y antropólogos establecieron esta igualación horizontal de las culturas, diluyendo
hasta la invisibilidad la acepción clásica del vocablo, los sociólogos por su parte –o, mejor
dicho, los sociólogos empeñados en hacer crítica literaria- han llevado a cabo una revolución
semántica parecida, incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura,
disfrazada con el nombre de cultura popular, una forma de cultura menos refinada, artificiosa y
pretenciosa que la otra, pero mucho más libre, genuina, crítica, representativa y audaz. Diré
inmediatamente que en este proceso de socavamiento de la idea tradicional de cultura han
surgido libros tan sugestivos y brillantes como el que Mijaíl Bajtín dedicó a “La cultura popular
en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais” en el que contrasta,
con sutiles razonamientos y sabrosos ejemplos, lo que llama “cultura popular”, que, según el
crítico ruso, es una suerte de contrapunto a la cultura oficial y aristocrática, la que se conserva y
brota en los salones, palacios, conventos y bibliotecas, en tanto que la popular nace y vive en la
calle, la taberna, la fiesta, el carnaval y en la que aquella es satirizada con réplicas que, por
ejemplo, desnudan y exageran lo que la cultura oficial oculta y censura como el “abajo
humano”, es decir, el sexo, las funciones excrementales, la grosería y oponen el rijoso “mal
gusto” al supuesto “buen gusto” de las clases dominantes.
No hay que confundir la clasificación hecha por Bajtín y otros críticos literarios de estirpe
sociológica –cultura oficial y cultura popular- con aquella división que desde hace mucho existe
en el mundo anglosajón, entre la “high brow culture” y la “low brow culture”: la cultura de la
ceja levantada y la de la ceja alicaída. Pues en este último caso estamos siempre dentro de la
acepción clásica de la cultura y lo que distingue a una de otra es el grado de facilidad o
dificultad que ofrece al lector, oyente, espectador y simple cultor el hecho cultural. Un poeta
como T. S. Eliot y un novelista como James Joyce pertenecen a la cultura de la ceja levantada en
tanto que los cuentos y novelas de Ernest Hemingway o los poemas de Walt Whitman a la de la
ceja alicaída pues resultan accesibles a los lectores comunes y corrientes. En ambos casos
estamos siempre dentro del dominio de la literatura a secas, sin adjetivos. Bajtín y sus
seguidores (conscientes o inconscientes) hicieron algo mucho más radical: abolieron las
fronteras entre cultura e incultura y dieron a lo inculto una dignidad relevante, asegurando que
lo que podía haber en este discriminado ámbito de impericia, chabacanería y dejadez estaba
compensado largamente por su vitalidad, humorismo, y la manera desenfadada y auténtica con
que representaba las experiencias humanas más compartidas. De este modo han ido
desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección
política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los
incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos. Basta abrir un periódico o
una revista para encontrar, en los artículos de comentaristas y gacetilleros, innumerables
referencias a la miríada de manifestaciones de esa cultura universal de la que somos todos
poseedores, como por ejemplo “la cultura de la pedofilia”, “la cultura de la marihuana”, “la
cultura punqui”, “la cultura de la estética nazi” y cosas por el estilo. Ahora todos somos cultos
de alguna manera, aunque no hayamos leído nunca un libro, ni visitado una exposición de
pintura, escuchado un concierto, ni aprendido algunas nociones básicas de los conocimientos
humanísticos, científicos y tecnológicos del mundo en que vivimos.
Queríamos acabar con las élites, que nos repugnaban moralmente por el retintín privilegiado,
despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales
igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y
deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de
monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero lo que
hemos conseguido es una victoria pírrica, un remedio que resultó peor que la enfermedad: vivir
en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué

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cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es. Sin embargo, se me objetará, nunca en la historia ha
habido un cúmulo tan grande de descubrimientos científicos, realizaciones tecnológicas, ni se
han editado tantos libros, abierto tantos museos ni pagado precios tan vertiginosos por las obras
de artistas antiguos y modernos. ¿Cómo se puede hablar de un mundo sin cultura en una época
en que las naves espaciales construidas por el hombre han llegado a las estrellas y el porcentaje
de analfabetos es el más bajo de todo el acontecer humano? Sí, todo ese progreso es cierto, pero
no es obra de mujeres y hombres cultos sino de especialistas. Y entre la cultura y la
especialización hay tanta distancia como entre el hombre de Cro-Magnon y los sibaritas
neurasténicos de Marcel Proust. De otro lado, aunque haya hoy muchos más alfabetizados que
en el pasado, este es un asunto cuantitativo y la cultura no tiene mucho que ver con la cantidad,
sólo con la cualidad. Es decir, hablamos de cosas distintas. A la extraordinaria especialización a
que han llegado las ciencias se debe, sin la menor duda, que hayamos conseguido reunir en el
mundo de hoy un arsenal de armas de destrucción masiva con el que podríamos desaparecer
varias veces el planeta en que vivimos y contaminar de muerte los espacios adyacentes. Se trata
de una hazaña científica y tecnológica, sin lugar a dudas y, al mismo tiempo, una manifestación
flagrante de barbarie, es decir, un hecho eminentemente anticultural si la cultura es, como creía
T. S. Eliot, “todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido”.
La cultura es –o era, cuando existía- un denominador común, algo que mantenía viva la
comunicación entre gentes muy diversas a las que el avance de los conocimientos obligaba a
especializarse, es decir, a irse distanciando e incomunicando entre sí. Era, así mismo, una
brújula, una guía que permitía a los seres humanos orientarse en la espesa maraña de los
conocimientos sin perder la dirección y teniendo más o menos claro, en su incesante trayectoria,
las prelaciones, lo que es importante de lo que no lo es, el camino principal y las desviaciones
inútiles. Nadie puede saber todo de todo –ni antes ni ahora aquello fue posible-, pero al hombre
culto la cultura le servía por lo menos para establecer jerarquías y preferencias en el campo del
saber y de los valores estéticos. En la era de la especialización y el derrumbe de la cultura las
jerarquías han desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala
a las innumerables formas de vida bautizadas como culturas, todas las ciencias y las técnicas se
justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mínimo de objetividad qué es
bello en el arte y qué no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto pues la noción
misma de belleza está tan desacreditada como la clásica idea de cultura.
El especialista ve y va lejos en su dominio particular pero no sabe lo que ocurre a sus costados y
no se distrae en averiguar los estropicios que podría causar con sus logros en otros ámbitos de la
existencia, ajenos al suyo. Ese ser unidimensional, como lo llamó Marcuse, puede ser, a la vez,
un gran especialista y un inculto porque sus conocimientos, en vez de conectarlo con los demás,
lo aíslan en una especialidad que es apenas una diminuta celda del vasto dominio del saber. La
especialización, que existió desde los albores de la civilización, fue aumentando con el avance
de los conocimientos, y lo que mantenía la comunicación social, esos denominadores comunes
que son los pegamentos de la urdimbre social, eran las élites, las minorías cultas, que además de
tender puentes e intercambios entre las diferentes provincias del saber –las ciencias, las letras,
las artes y las técnicas- ejercían una influencia, religiosa o laica, pero siempre cargada de
contenido moral, de modo que aquel progreso intelectual y artístico no se apartara demasiado de
una cierta finalidad humana, es decir que, a la vez que garantizara mejores oportunidades y
condiciones materiales de vida, significara un enriquecimiento moral para la sociedad, con la
disminución de la violencia, de la injusticia, la explotación, el hambre, la enfermedad y la
ignorancia.
En su célebre ensayo, “Notas para la definición de la cultura”, T. S. Eliot sostuvo que no debe
identificarse a ésta con el conocimiento –parecía estar hablando para nuestra época más que
para la suya porque hace medio siglo el problema no tenía la gravedad que ahora- porque
cultura es algo que antecede y sostiene al conocimiento, una actitud espiritual y una cierta
sensibilidad que lo orienta y le imprime una funcionalidad precisa, algo así como un designio
moral. Como creyente, Eliot encontraba en los valores de la religión cristiana aquel asidero del
saber y la conducta humana que llamaba la cultura. Pero no creo que la fe religiosa sea el único
sustento posible para que el conocimiento no se vuelva errático y autodestructivo como el que

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multiplica los polvorines atómicos o contamina de venenos el aire, el suelo y las aguas que nos
permiten vivir. Una moral y una filosofía laicas cumplieron, desde los siglos dieciocho y
diecinueve, esta función para un amplio sector del mundo occidental.
Aunque, es cierto que, para un número tanto o más grande de los seres humanos, resulta
evidente que la trascendencia es una necesidad o urgencia vital de la que no pueden
desprenderse sin caer en la anomia o la desesperación. Jerarquías en el amplio espectro de los
saberes que forman el conocimiento, una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y
que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano pero firme en su rechazo de todo lo
que envilece y degrada la noción básica de humanidad y amenaza la supervivencia de la
especie, una élite conformada no por la razón de nacimiento ni el poder económico o político
sino por el esfuerzo, el talento y la obra realizada y con autoridad moral para establecer, no de
manera rígida sino flexible y renovable, un orden de prelación e importancia de los valores tanto
en el espacio propio de las artes como en las ciencias y técnicas: eso fue la cultura en las
circunstancias y sociedades más cultas que ha conocido la historia y lo que debería volver a ser
si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra propia
desintegración. Sólo de este modo la vida iría siendo cada día más vivible para el mayor número
en pos del siempre inalcanzable anhelo de un mundo feliz.
Sería equivocado atribuir en este proceso funciones idénticas a las ciencias y a las letras y a las
artes. Precisamente por haber olvidado distinguirlas ha surgido la confusión que prevalece en
nuestro tiempo en el campo de la cultura. Las ciencias progresan, como las técnicas, aniquilando
lo viejo, anticuado y obsoleto, para ellas el pasado es un cementerio, un mundo de cosas
muertas y superadas por los nuevos descubrimientos e invenciones. Las letras y las artes se
renuevan pero no progresan, ellas no aniquilan su pasado, construyen sobre él, se alimentan de
él y a la vez lo alimentan, de modo que a pesar de ser tan distintos y distantes un Velásquez está
tan vivo como Picasso y Cervantes sigue siendo tan actual como Borges o Faulkner. Las ideas
de especialización y progreso, inseparable de la ciencia, son írritas a las letras y a las artes, lo
que no quiere decir, desde luego, que la literatura, la pintura y la música no cambien y
evolucionen. Pero no se puede decir de ellas, como de la química y la alquimia, que aquella
abole a ésta y la supera. La obra literaria y artística que alcanza cierto grado de excelencia no
muere con el paso del tiempo: sigue viviendo y enriqueciendo a las nuevas generaciones y
evolucionando con éstas. Por eso, las letras y las artes constituyeron hasta ahora el denominador
común de la cultura, el espacio en el que era posible la comunicación entre seres humanos pese
a la diferencia de lenguas, tradiciones, creencias y épocas, pues quienes se emocionan con
Shakespeare, se ríen con Moliere y se deslumbran con Rembrandt y Mozart se acercan a y
dialogan con quienes en el tiempo que aquellos escribieron, pintaron o compusieron, los
leyeron, oyeron y admiraron.
Ese espacio común, que nunca se especializó, que ha estado siempre al alcance de todos, ha
experimentado períodos de extrema complejidad, abstracción y hermetismo, lo que constreñía la
comprensión de ciertas obras a una élite. Pero esas obras experimentales o de vanguardia, si de
veras expresaban zonas inéditas de la realidad humana y creaban formas de belleza perdurable,
terminaban siempre por educar a sus lectores, espectadores y oyentes integrándose de este modo
al espacio común de la cultura. Ésta puede y debe ser, también, experimento, desde luego, a
condición de que las nuevas técnicas y formas que introduzca la obra así concebida amplíen el
horizonte de la experiencia de la vida, revelando sus secretos más ocultos, o exponiéndonos a
valores estéticos inéditos que revolucionan nuestra sensibilidad y nos dan una visión más sutil y
novedosa de ese abismo sin fondo que es la condición humana.
La cultura puede ser experimento y reflexión, pensamiento y sueño, pasión y poesía y una
revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorías y
creencias. Pero ella no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida,
que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y la frivolidad, sin riesgo
de desintegrarse. Puedo parecer pesimista, pero mi impresión es que, con una irresponsabilidad
tan grande como nuestra irreprimible vocación por el juego y la diversión, hemos hecho de la
cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al
primer golpe de viento.

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Granada, junio de 2009

TEMA

TESIS
O HIPÓTESIS

ARGUMENTOS
O IDEAS
PRINCIPALES

IDEA
CONCLUSIÓN
(extrae y escribe con tus
propias palabras la idea
fundamental de la
conclusión)

TEXTO N° 05

La lengua común
Mario Vargas Llosa

Este V Congreso Internacional de la Academia de la Lengua Española que hoy se inaugura en


Valparaíso coincide con el comienzo de las celebraciones en Hispanoamérica de los doscientos
años de las luchas por la independencia. Es de esperar que, con este motivo, haya una abundante
emisión de discursos patrióticos en todo el Nuevo Mundo recordando el vasallaje del que la
emancipación libró a las nuevas repúblicas, los horrores de la colonización, el exterminio de
tantos pueblos indígenas, su sometimiento y explotación a lo largo de los tres siglos coloniales,
el saqueo de las riquezas americanas y el rodillo compresor para el espíritu crítico y el libre
pensamiento que significaron la censura eclesiástica y la vigilancia de la Inquisición.

Todo eso está muy bien, desde luego, pero lo estará menos, me temo, que en aquellos discursos
no se mencionará casi (y tal vez sin casi) el hecho crucial de que las Repúblicas independientes
que surgieron de la Emancipación americana fueron no sólo patéticamente incapaces de resolver
los problemas sociales de discriminación, explotación y exclusión de los indígenas heredados de
la colonia, sino que, en muchos casos, los agravaron. En algunos países, incluso, fue durante la
República que se cometieron verdaderas operaciones de exterminio de grandes poblaciones de
lo que José María Arguedas llamó «la nación cercada» del mundo indio.

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La celebración de los doscientos años de las luchas por la independencia de América no debe
ahorrar la crítica a los errores y atropellos del pasado, desde luego. Pero no debería, tampoco,
estar exenta de autocrítica, es decir, del reconocimiento de que nuestras Repúblicas no supieron
estar a la altura de los altos ideales que proclamaron al constituirse. La libertad siguió brillando
por su ausencia durante largos períodos de nuestra historia en los siglos XIX y XX por culpa de
las dictaduras militares, los caudillos, las revoluciones y las guerras civiles, y la justicia reinó
sólo para minorías privilegiadas en tanto que las mayorías languidecían en la pobreza y la
marginación. Ha habido excepciones, desde luego, países que han avanzado y otros que se han
estancado y aun retrocedido, pero la regla general ha sido, en lo que se refiere al mundo
indígena, que con la independencia muy poco cambió y a veces empeoró.

Ahora bien, sentada esta premisa, la celebración de estos dos siglos no debería insistir sólo en
las lacras del pasado y el presente, sino subrayar también todo lo positivo y feliz que trajo a
nuestra América su articulación con el resto del mundo gracias a la llegada de los europeos a sus
playas, cordilleras y selvas. Y de todo ello, lo más importante y duradero, qué duda cabe, fue la
lengua castellana. Esa lengua que justamente por aquellos años alcanzaba en la península
ibérica un período de consolidación, al que seguiría otro de esplendor, y que, a partir de
entonces, y en gran parte debido a su arraigo en el continente americano, dejaría de ser sólo la
lengua de Castilla y España y se convertiría en la de muchos pueblos y países, una lengua sin
fronteras, denominador común de sociedades muy diversas a las que acercó e integró,
haciéndolas compartir una historia y una tradición y ser, desde entonces, las provincias
hermanas de una misma civilización.

Una lengua es mucho más que un sistema convencional de expresiones que permite entenderse
a los miembros de una colectividad. Es, sobre todo, una manera de ser y de pensar, de soñar e
imaginar, de sentir y de amar. Un patrimonio que nos permite apropiarnos de un pasado
histórico y cultural, de un legado que, por el mero hecho de constituir la materia a la que la
lengua que hablamos dio expresión y forma, es también nuestro, parte constitutiva e inseparable
de lo que somos. La lengua que hablamos habla también a través de nosotros y, además de lo
que queremos decir con ella cuando la usamos, dice lo antigua que es, la multitud de fuentes que
la nutren, y evoca la miríada de acontecimientos, hechos culturales, poetas, pensadores,
prosistas, cantores y artistas o simples habladores que a lo largo de los siglos y las geografías la
han ido formando y transformando. La lengua nos sitúa en el mundo, ordena nuestra vida y nos
modela psicológicamente. No nos enemista pero sí nos diferencia de quienes usan otros códigos
y vocablos para expresarse. Pero esa relación entre comunidades de idiomas diferentes no es
rígida sino fluida, hecha, sobre todo en la realidad cada vez más interconectada de nuestro
tiempo, de continuos intercambios. El español se ha enriquecido a lo largo de su historia con los
aportes griegos, latinos y árabes en la antigüedad; al llegar a América, con la savia de las
lenguas prehispánicas y, en la edad moderna, con la influencia del italiano, el francés y, sobre
todo, el inglés. Esos añadidos no la debilitaron; por el contrario, sirvieron para mostrar lo apta
que era para recibir préstamos sin perder por ello su identidad y consistencia, para metabolizar
esos injertos.

Por eso, el español es una lengua universal y moderna y eso hace de todos los que tenemos el
privilegio de tenerla como lengua materna, potencialmente al menos, hombres y mujeres
universales y modernos. Hablar de la modernidad de una lengua es delicado, sobre todo desde la
perspectiva de las que no lo son, las que lo fueron alguna vez y luego dejaron de serlo, o
siempre permanecieron confinadas en un ámbito social pequeño y este confinamiento las
congeló.

El español es una lengua moderna no sólo porque la hablemos varios cientos de millones de
personas en el mundo –este factor cuantitativo es importante pero no único- sino porque, a lo
largo de su historia, ha ido evolucionando y adecuándose a las nuevas circunstancias históricas,
culturales y sociales, de modo que nunca se quedó desfasada con la actualidad de una vida que

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cambia sin cesar en función del avance del conocimiento científico, la evolución de las
costumbres, las creencias, los paradigmas éticos y estéticos y de su cotejo con las otras lenguas
representativas de la modernidad.

Ésa ha sido una de las consecuencias más provechosas para los latinoamericanos del arraigo del
español en nuestro suelo: ser propietarios y servidores de una lengua que es un pasaporte
permanente para salir del pasado, ser ciudadanos del presente y formar parte de una comunidad
que trasciende las fronteras de nuestro lugar de origen y nos instala en la vanguardia de la
actualidad. Para España, crecer culturalmente y extenderse por América, significó
universalizarse, escapar de la reclusión provinciana, volverse una historia, una cultura y una
lengua trasnacionales.

Con España llegaron aquí y pasaron a ser nuestros Cervantes, Góngora, Quevedo, Lope,
Calderón, Pérez Galdós, Ortega y Gasset, Lorca, Cernuda, y gracias a América el español se
enriqueció con Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, el Inca Garcilaso de la Vega,
Rubén Darío, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, César Vallejo, Jorge Luis Borges y muchos
creadores más. Pero la España que llegó a América no vino sola; traía con ella la materia y las
fuentes que la habían alumbrado, es decir, Grecia, Roma, el cristianismo, el Renacimiento y
todo lo que llamamos la cultura occidental. Una cultura llena de ruido y de furia, como todas,
desde luego, pero, hechas las sumas y las restas, una cultura que no sólo traería discriminación,
prejuicios, intolerancia y censura, sino también espíritu crítico, rebeldía, derechos humanos,
soberanía individual, democracia, libertad y legalidad. Todo eso está inscrito de manera
indeleble en la lengua que hablamos, como un secreto corazón que palpita en ella, alimenta
nuestros sueños y nos defiende contra la decadencia y el aislamiento. Una lengua viva mantiene
vivos a sus hablantes si en ella crepitan los anhelos de una vida más plena, más justa y más
libre. Y nada atiza más la fogata de estos anhelos que una gran literatura, porque las grandes
creaciones narrativas, poéticas y dramáticas nos incitan a desear un mundo distinto, más
intenso, bello y perfecto que el que nos tocó. Ese espíritu inconforme y refractario es por
fortuna un rasgo acentuado y constante de nuestra literatura. Ésta ha tenido siempre una rama
crítica y díscola frente al poder. Y para demostrarlo bastaría citar sólo el caso ejemplar del
dominico fray Bartolomé de las Casas, que, a mediados del siglo XVI, es decir, en plena
conquista y colonización, lanzó las más feroces condenaciones de la «destrucción de las Indias»
que, a su juicio, cometían sus compatriotas. Lo hizo porque, para él, la moral y los principios
estaban por encima de las razones del Estado y la política.

La lengua que hablamos nos unió. Recordemos lo dispersos, aislados y enemistados que
andábamos cuando las tres carabelas del Almirante llegaron al mar Caribe. Habíamos creado
grandes imperios pero nos desconocíamos y a menudo nos entrematábamos porque hablábamos
lenguas distintas, adorábamos dioses bárbaros y no podíamos entendernos. Lo que los
previsores incas pretendieron con el runa simi o lengua general, unificar a todos los pueblos y
culturas que incorporaban al Tahuantinsuyo de grado o de fuerza difundiendo el quechua, no
tuvo tiempo de cuajar en la historia, por la brevedad del destino del Incario: un siglo apenas.
Pero el español lo logró. Prendió entre nosotros, se aclimató, prosperó, se impregnó de las
vivencias nativas sin desprenderse de las que traía y gracias a ella una corriente de
entendimiento y cercanía circula desde hace cinco siglos entre todos los pueblos
hispanohablantes de América y Europa, y algunas avanzadillas que hablan también nuestra
lengua en el resto del mundo. El español ha sido nuestro runa simi, nuestra lengua general.

¿Por qué el español no se desintegró como el latín y dio origen a un vasto abanico de lenguas
particulares? Pudo ocurrir, desde luego, en el pasado, cuando las comunicaciones entre los
países eran lentas y difíciles, las distancias nos mantenían desunidos y quienes iban y venían por
la enorme geografía del español eran una pequeña minoría. La razón es que no sólo la lengua
nos unía. Además de ella y gracias a ella otros denominadores comunes se fueron tendiendo
entre ese gran número de sociedades y países: creencias, valores, ideas, costumbres, mitos,

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formas artísticas e instituciones, sentimientos y designios de los que la lengua común fue
semilla y fermento. Aún en los períodos más violentos de nuestra historia, los de las guerras
cainitas y las invasiones, ocupaciones y litigios fronterizos azuzados por el nacionalismo cerril,
aquel fondo compartido de idioma, cultura, legado histórico y problemática común, preservó la
unidad recóndita que resulta del español, esa llave mágica del entendimiento y la comprensión
que ha sobrevivido a todos los desgarramientos, querellas y confrontaciones.

Una lengua común no es una aplanadora que uniformiza e iguala aboliendo los matices y
contrastes que existen entre países, regiones, comarcas e individuos. Es más bien una placenta
que irriga la diversidad y la promueve, sin dejar por ello que la parte se separe del todo, se aísle
y marchite. El español es una lengua frondosa y múltiple, en la que caben todas las excepciones
y variantes. De ellas se alimenta el tronco común, aquel río que se robustece y renueva con
todos los afluentes que a él llegan. El tiempo, que en el pasado se cernía como una amenaza
para la unidad del español, en el presente trabaja a favor de ella. La globalización, el prodigioso
desarrollo de las comunicaciones, sobre todo audiovisuales, ahora fortalece la lengua común
gracias a un intercambio rápido y generalizado de vocablos, expresiones, modismos y
regionalismos que por intermedio de los libros, películas, programas de televisión o «chateos»
del Internet se incorporan velozmente a nuestra realidad lingüística.

América Latina, observada en su conjunto, es una magnificación de ese fantástico cuento de


Jorge Luis Borges: el Aleph. Casi todo el universo humano y natural está presente en ella. Todas
las geografías y climas del planeta, el mar, las montañas, los desiertos, las selvas. Las nieves y
el calor tórrido, la templanza, el fuego y el hielo. Y casi todas las razas, culturas y religiones de
la humanidad han venido, antes o después de la llegada de españoles y portugueses, a añadirse
al abigarrado contingente de civilizaciones y culturas prehispánicas para delinear, a lo largo de
los siglos de nuestra incorporación al resto del mundo, esa personalidad plural y varia, con
vínculos recientes o remotos con los cuatro puntos cardinales, que es la de América Latina. Esa
diversidad es nuestra mejor riqueza, desde luego. Se puede ser indio, negro, amarillo, blanco,
cobrizo e hijo de todos los mestizajes posibles, sin dejar de ser genuinamente latinoamericano,
así como ser cristiano, budista, judío, agnóstico, musulmán, ateo o rosacruz, sin que ello debilite
la pertenencia de una persona a esta tierra donde nació o eligió como suya. Todos cabemos en
este pequeño planeta donde, no sin roces o prejuicios estúpidos, llevamos quinientos años
aprendiendo a convivir. Esta coexistencia ha servido para atenuar nuestras diferencias, pero no
las ha borrado, felizmente, ni deberíamos permitir que las borre, porque la diversidad y los
contrastes son riqueza, y nos mantienen conectados de manera constante y dinámica con el resto
del mundo. Y tampoco pone en peligro nuestra unidad porque ella está asentada en ese
denominador que prevalece sobre los factores disgregadores y separatistas: la lengua en la que
hablamos, pensamos, leemos y escribimos.

Mientras ella esté aquí, y quién puede dudar que lo estará por mucho tiempo todavía, ella nos
defenderá mejor que nada y que nadie contra aquel caos primordial del que las leyendas y mitos
incaicos recogidos por los primeros cronistas de la conquista hablan con estremecimiento y
horror. Ese miedo pánico es el mismo que se expresa en la metáfora bíblica de la Torre de
Babel, la soberbia de unos seres empeñados en construir una escala al cielo a los que Dios
castiga privándolos del habla común, condenándolos al desamparo y a la desconfianza de la
incomunicación y a la inminente perspectiva de la violencia, pues, cuando los hombres dejan de
dialogar y de entenderse, comienzan a desconfiar uno del otro, a odiarse y entrematarse. Eso es
también la lengua que hablamos: un escudo contra el solipsismo, el recelo y la soledad, y un
santo y seña que nos abre las puertas del resto del mundo.

En La Florida del Inca, el Inca Garcilaso de la Vega cuenta la historia terrible del soldado
español Juan Ortiz que, en las luchas por la conquista de la Florida, fue capturado por los indios
de los cacicazgos de Hirrihigua y de Mucozo. Por más de diez años permaneció Juan Ortiz entre
sus captores, a cuyas costumbres y maneras llegó sin duda a acostumbrarse. Dos lustros

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después, una expedición de españoles encabezada por Baltazar de Gallegos lo rescata y
devuelve a su vieja cultura. Y entonces, horror de horrores, el pobre Juan Ortiz descubre que ha
olvidado su lengua materna y ya no sabe cómo contar su historia a sus salvadores. En su
desesperación, para que lo reconozcan, sólo atina a balbucear (y de mala manera) el nombre de
su ciudad natal: «Xivilla, Xivilla».

El Inca Garcilaso evoca este episodio con un sentimiento melancólico, pues, confiesa, a él
también le está ya ocurriendo lo que a Juan Ortiz, por no tener en España «con quien hablar mi
lengua general y materna, que es la general que se habla en todo el Perú… se me ha olvidado de
tal manera… que no acierto

Una lengua no solo se pierde por no tener con quién hablarla, debido a un secuestro o a
la distancia, como le ocurrió a aquel conquistador sevillano conquistado. Se pierde
también por negligencia y haraganería, por desaprovechar sus riquísimas posibilidades y
matices, por no conocerla ni gozarla a través de la lectura de sus grandes clásicos y sus
mejores prosistas, por no ejercitarla y servirse de ella de manera creativa. Una lengua se
nos puede ir escurriendo de las manos o mejor dicho de la boca, dejándonos
despalabrados, por culpa de la ignorancia, la mala educación y esa pereza que consiste
en valerse del lugar común, el estereotipo y el clisé, lenguaje muerto que empobrece la
inteligencia y agosta la sensibilidad de los hablantes. Que no nos ocurra nunca la
desgracia que se abatió sobre el pobre soldado Juan Ortiz y nos veamos un día privados
de esta lengua que es nuestra mejor credencial para sortear los desafíos del tiempo en
que vivimos. Dejar que la lengua se nos pierda o empobrezca es perder mucho más que
un medio de comunicarse: es perder la seguridad, la única identidad real que tenemos y
rodar hacia ese caos primitivo, a esa behetría habitada por sonámbulos que tanto
espantaba a los quechuas del antiguo Perú.

TEMA

TESIS
O HIPÓTESIS

ARGUMENTOS O
IDEAS
PRINCIPALES

IDEA
CONCLUSIÓN
(extrae y escribe con tus
propias palabras la idea
fundamental de la
conclusión)

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