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EL PAÍS

18 de junio de 2018
Opinión

Mi padre, un hombre
bueno
Por Mempo Giardinelli

Domingo curioso éste, en el que redacto esta nota pensando en


mi viejo, que fue socialista y lector de La Vanguardia y La
Nación, laburador como un buey y honrado sin fisuras que
empezó de pinche en barcos y panaderías y en los años 50 llegó
a tener una panificadora industrial, pero terminó arruinado
gracias a la dictadura que él también llamó “Libertadora” y a la
que apoyó sin ver lo que se le venía.

Nacido en Ramos Mejía en una familia de inmigrantes


abruzzeses muy pobres, con diez hijas mujeres, a él, único
varón, a los 13 años lo mandaron a navegar como grumete en los
barcos que subían el Paraná hasta Asunción, para que no
comiera en casa.

Años después, un día se bajó en Barranqueras, se conchabó en


una panadería, hizo venir a mi madre desde Buenos Aires y se
hizo chaqueño para siempre.

Silencioso y discreto, ateo como una piedra, quizás porque venía


tan de abajo fue seguidor de Alfredo Palacios y el ideario
socialista. Y con los años se convirtió en un típico provinciano
progre, pero visceralmente antiperonista.

Jugador de truco y de escoba del 15, gozaba de unánime respeto


en el Bar La Estrella, que era el centro político del Chaco porque
en diferentes mesas se reunían radicales, peronistas, socialistas,
conservadores y comunistas, todos tratándose de usted de mesa a
mesa.

Hacia el año 54 había progresado mucho y era miembro de


asociaciones económicas tan enfermas de antiperonismo como
él. Pero en las que no encontró solidaridad ni apoyos cuando se
le vino la noche de las deudas con el Plan Prebisch que
impusieron Aramburu y Rojas, y que es quizás el verdadero
comienzo del calvario económico argentino de los últimos 60
años.

Papá jamás dejó de condenar al peronismo, porque detestaba


todo culto a la personalidad y ésa fue, lamentablemente, una de
las peores características epocales del gobierno iniciado en
1946. Pero tanto se encegueció mi viejo –igual que muchos
“contreras”– que no vio que las políticas industrialistas, las
legislaciones laborales y el ascenso social, educativo y sanitario
del pobrerío también lo beneficiaban a él, su familia y su
panadería.

Durante el peronismo no dejó de progresar honradamente. Su


familia (mi madre, mi hermana y yo) llegó a ser parte de la clase
media emergente de aquellos años de crecimiento incesante y él
pudo comprar un Ford 40 de segunda mano, estuvo a punto de
tener casa propia con un crédito del Banco Hipotecario y hasta
se hizo socio del Club Social. Su pequeña panadería devino
fábrica donde hoy está el Carrefour, a tres cuadras del río Negro,
y dado el crecimiento incesante compró dos furgones de reparto
para abastecer de panes y galletitas a todo el Chaco, Formosa y
el norte de Santa Fe. Y todo con ocho o nueve empleados fieles
y laburadores a los que había enseñado las artes de la masa y el
horno. Pero con quienes se peleó el día en que ellos colgaron un
retrato de Evita y él casi se infarta: “Aquí la Eva no entra”,
bramó, y desde entonces se empiojó, argentinamente, la
relación.
Papá jamás conspiró porque su vida toda eran la familia, el
trabajo, leer los diarios y el truco con los amigos. Pero el 16 de
septiembre del 55 me buscó en la escuela y en guardapolvo
blanco, nomás, me llevó a una marcha en la que se agitaban
banderitas uruguayas. Fue un acto numeroso, lleno de gente que
todos sabían que hasta el día anterior daban la vida por Perón, y
en la que hablaron señores de traje y corbata y todos los ricos
del pueblo, celebrando esa “revolución” cuyo símbolo era que la
calle principal, llamada Eva Perón, se rebautizaba República
Oriental del Uruguay mientras otros encorbatados destrozaban
bustos a martillazos.

Obvio que me acordé mucho de él en estos últimos dos años y


pico, desde que se apoderaron de la Argentina los mismos
miserables a los que, cuando yo era chiquito, mi papá siempre
apoyó. Claro que siempre es un decir, porque mi pobre padre se
murió poco después, cuando Frondizi aumentó la nafta de 2
pesos a 6 y pareció que el mundo se venía abajo. Y a él se le
vino nomás: en dos años se encontró fundido, endeudado, sin
créditos ni resto, y perdió todo, nunca tuvimos casa propia, y un
tumor cerebral se lo llevó después de un año y medio en estado
vegetativo.

Papá murió antes de cumplir los 50 años y con él se llevó


también el amor y las últimas ilusiones de mi vieja, que empezó
a morirse de llanto, vergüenza y dolor cuando nos cortaron la luz
y el teléfono por falta de pago. Ella falleció tiempo después.
Mi papá fue un hombre bueno como los panes que hacía desde
que dejó la flota del Paraná y se instaló en el Chaco. Pero como
le sucedió a muchísimas personas de aquella clase media
emergente, se aburguesó sin darse cuenta durante el peronismo,
que le subió el nivel de vida, y de educación y de salud. Y
entonces empezó a creer las patrañas de los conservadores y los
diarios de los conservadores, y el embrión de la ideología
oligárquica prendió en esos argentinos y argentinas que vivían
cada vez mejor pero se escandalizaban por supuestos lingotes de
oro que dizque se afanaban “el Pocho y la Eva”. Pero no se
conmovieron ante la bestialidad de otro 16, el de septiembre del
55, cuando aviones de la Marina de Guerra con una cruz
cristiana pintada en el fuselaje bombardearon Buenos Aires a las
10 de la mañana y masacraron a 400 hombres y mujeres,
transeúntes, trabajadores, que cruzaban la Plaza de Mayo.

Ayer nomás once islandeses nos hicieron ver en ese mismo


espejo. Once amateurs que entre todos no valen en el mercado
futbolero lo que un metatarso de Lionel Messi, le dieron un
sopapo a la soberbia argentina en un estadio ruso. Pero
enseñanza, la islandesa, que no es sólo futbolera. También en
esa isla vive un pueblo sin grandes pretensiones que hace muy
pocos años votó en un plebiscito no pagar la deuda externa
fraudulenta y echó al FMI y a bancos ingleses y alemanes. Y
hace poco forzaron la renuncia del primer ministro por figurar
en los Panama Papers, esos mismos que atesora nuestro
presidente aunque aquí a medio país parece que le importa un
pito.
Velezano de alma y durante años único hincha del Fortín en el
Chaco, mi padre hoy diría lo que le escuché en 1958, cuando
Fioravanti por la vieja Radio El Mundo se escandalizaba por el 6
a 1 que le zampó a nuestra selección la de Checoslovaquia en el
Mundial de Suecia: “Lo merecemos por creernos los mejores.
No lo somos y no tiene importancia. Basta con ser buenas
personas”.

Mi papá sin dudas lo fue.

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