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ENTERRAR A LOS MUERTOS

EJERCICIO DE LA MISERICORDIA

Enterrar a los muertos es una de las obras cor-


porales señaladas en la tradición de la Iglesia. En
este texto intentaré explicitar el sentido y las for-
mas concretas de ejercitar, hoy, esta tarea de la
misericordia. Me servirá de referencia mi
experiencia de acompañamiento a las familias en
el momento de su despedida en la sala del
sanatorio donde velan el cadáver. El difunto
queda reducido a su pobreza más radical. San
Francisco de Sales subrayaba el hecho de que
«acompañar y rezar por los muertos es uno de los
mayores actos de caridad hacia el prójimo».

LA MUERTE EN RETIRADA

La palabra cristiana sobre el morir y la muerte


ofrece, frente a cualquier pesimismo, numerosas
variaciones. Pero la predicación cristiana se en-
frenta hoy, como Pablo en el areópago, a formas
refinadas de escepticismo. Reducido cada día más
el horizonte de trascendencia, parece querer
imponerse de nuevo una actitud resignada que,
una vez sentada la condición inevitable y natural
del morir, pretende conjurar la angustia que
genera maquillando su apariencia y desterrando la
muerte del mundo de la palabra. Somos inca-
paces de hablar abiertamente con los demás de
algo que, por nuestra parte, hemos desplazado a
la trastienda de la conciencia.
Por una parte, se disimula la muerte anun-
ciada, se puede ocultar la enfermedad o tranqui-
lizar hipócritamente al enfermo; se abandonan los
rituales de tránsito, que ayudan a neutralizar la
angustia y dejan un espacio disponible para
vivencias más esperanzadas; sólo sabemos estar
ante y con el enfermo, mudos, incapaces de
transmitirle un aliento de esperanza, de nombrar
ante él a Dios, de rezar y de confesar con él nues-
tra fe en la bondad de la mano que lo espera para
acogerlo.
Y esto nos orienta hacia la segunda conse-
cuencia de la situación actual para las personas.
Hoy el individuo camina solo frente a su destino
mortal. Incapaz de reconocer sus propios límites,
ahuyenta de sí la figura espectral de la muerte
ajena para no verse obligado a elaborar personal y
socialmente la imagen de su propio fin. El final
del curso de la vida está en general marcado por
el aislamiento, incluso físico, recluyendo a la
persona para morir en un hospital, una unidad del
dolor o una residencia, dejando con frecuencia al
moribundo en sus últimos momentos en total
desarraigo de lo que fueron sus apoyos vitales y
existenciales, incluyendo entre ellos también los
religiosos. Vivimos no para la eternidad, sino
como si fuésemos eternos aquí, absortos y
ocupados en el presente, sin pensar en nada
trascendente.
Nuestra sociedad está enferma y una de las
cosas que necesita para sanar es aprender de nue-
vo a morir con dignidad. Ni siquiera las institu-
ciones religiosas se han salvado de esta deriva.
Muchos de los ritos que antes preparaban a mo-
rir y a aceptar la muerte han desaparecido sin ser
sustituidos por otros, o se desplazan ahora a la
celebración de los funerales. El ritual de despe-
dida se ha convertido en conjuro de su angustia
para los próximos que continúan vivos.
1
Aunque la muerte es nuestro porvenir más

cierto, preferimos mirar para otro lado como si


no fuese con nosotros. La muerte es un trance
obligatorio paras liberarnos de lo perecedero y
quedarnos solo con lo esencial, nos empuja ha-
cia nuestro verdadero destino. El gran desafío al
que nos enfrentamos personal y colectivamente
1 es al «sueño de la inmortalidad».

EL CUERPO DEL DIFUNTO ¿DESECHABLE?

Cuánta resistencia a ver el cadáver del ser


querido en las salas. Cuando invito a los fami-
liares a acercarse en torno al difunto para formu-
lar la despedida, muchos se excusan y prefieren
situarse a una prudente distancia para quedarse
con la imagen anterior a la muerte.

El poeta estadounidense Thomas Lynch, que


trabajó durante un cuarto de siglo en la funeraria
familiar, escribió:
«Los cuerpos de los muertos recientes no son
desechos ni restos, como tampoco son iconos o
esencia pura. Son más bien, niños cambiados
por otro, seres en una incubadora, polluelos
saliendo del cascarón hacia una nueva realidad,
con nuestros nombres y fechas, a nuestra imagen
y semejanza, tan ciertos a los ojos y los oídos de
nuestros hijos y nietos como lo fue la noticia de
nuestro nacimiento para los oídos de nuestros
padres y de sus padres. Es sabio tratar esas
cosas nuevas con ternura, con cuidado, con
honor».
El cuerpo del difunto es sagrado, mantiene la
huella del Creador, es templo del Espíritu Santo
(1Co 6,19). Con la muerte entra en proceso de
descomposición mas el Creador, desde esa ex-
trema debilidad, le va a rehacer al infundirle, de
nuevo, su espíritu inmortal.
El cuerpo no es percibido ya como lugar sim-
bólico de sentido, de vínculos, de historias, sino
como una máquina que tiene sus averías y que,
hasta cierto punto, se puede reparar. Otro tanto
dígase de la casa como lugar en el que se recogen
los gestos, las relaciones, las memorias de un vivo
o de un muerto. Cada vez más raramente los
familiares llevan a casa a su ser querido, el cual, en
cambio, es preparado en una cámara mortuoria
del hospital.
El hombre de hoy muere en un clima de
desacralización y de pérdida de evidencias reli-
giosas: esto no puede sino instaurar un proceso
de empobrecimiento para la sociedad misma, la
cual, al apartar la muerte, junto con su ritualidad,
corre el peligro de perder también la piedad, la
compasión, como valores que hay que poner en
el centro de una civil convivencia, en la lúcida
conciencia de que antes de la muerte está para el
hombre el hecho de morir. Por esto sorprende
mucho la actual remoción cultural del significado
del vivir y del morir. Surge la dificultad para dar
consuelo. Las palabras de cualquier condolencia
siempre dejan el resquemor de algo insuficiente.
BUSCANDO SENTIDOS A LA MUERTE

Ante el desafío del absurdo de la muerte,


anotamos varios testimonios que apuntan a un
sentido más allá de la misma.
Los pueblos de culturas más remotas no con-
sideraban la muerte de sus seres queridos como
una ruptura. Muertos y vivos están siempre juntos.
Se abre una puerta cuando morimos. Simplemente
seguimos siendo de una forma «otra».
Dios es amigo de la vida, no ha hecho la muerte
El libro bíblico de la Sabiduría subraya la co-
nexión existente entre Dios y la Vida: «Dios no ha
hecho la muerte, ni se complace en la destrucción de los
vivos. Él lo creó todo para que subsistiera, y las
criaturas son saludables; no hay en ellas veneno de
muerte»... (Sab 1,13-14). «Amas a todos los seres y no
aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado
alguna cosa, no la habrías creado. Pero a todos perdonas,
porque son tuyos, Señor, amigo de la vida» (Sab 11,24-
25).
El autor del libro de la Sabiduría grita sin
descanso: «Todos llevan tu soplo incorruptible» (Sab
12,1). «Soplo divino», «naturaleza divina»: es el
mismo lenguaje. Divino e inmortal es, por tanto,
nuestro ser más hondo.
Réplicas de este texto salpican los escritos del
Nuevo Testamento: El nuestro «no es un Dios de
muertos, sino de vivos» (Mc 12,27). La muerte de
Lázaro es un sueño: «Lázaro está dormido» (Jn
11,11), dice Jesús. «La niña no ha muerto, está
dormida» (Mt 9,24). «El que crea en mí, jamás morirá»
(Jn 11,26). Las primeras comunidades cristianas
estaban convencidas de que la victoria del
Resucitado había derrotado para siempre la
muerte. Y se atrevían a retarla: «¿Dónde está,
muerte, tu victoria?» (1Co 15,55). Creían que «tanto si
vivimos como si morimos, del Señor somos» (Rm 14,8).
La vida eterna es presentada en el Nuevo Tes-
tamento como entrada a la casa del Padre (Jn 14,1-
4); como participación en su propio gozo (Mt
25,21-23), como admisión a su mesa para
celebrar una boda regia (Mt 22,12-13).
Es un lenguaje simbólico, y el símbolo no tie-
ne nada de falsedad ni de mentira porque expresa
realidades profundas, el libro del Apocalipsis
contempla un cosmos nuevo: «Un cielo nuevo y una
tierra nueva» (Ap 21,1).
Teresa de Jesús propuso otro modelo de la
muerte. No sólo iba a ocurrir, sino que no llegaba
suficientemente pronto. La vida era una frágil
pared que la separaba de Dios; aspiraba a perderse
en Dios; morir no era morir, la muerte la llevaba a
los brazos de Dios para toda la eternidad: «Moría
porque no moría». Cuando sintió llegada la hora,
reunió a las monjas, les pidió perdón; tras la
confesión y la comunión dio gracias a Dios por
morir dentro de la Iglesia y expiró.
Es muy difícil descubrir el rostro amable y
sororal de la muerte, al estilo de Francisco de
Asís, que murió cantando: «Ven, hermana mía,
ven, hermana muerte. Llévame a la fuente de la vida.
Condúceme al corazón del Padre de bondad.
Introdúceme en el seno de la Madre de infinita ternura».
Nos transformamos. Si nos consideramos
mortales es porque perderemos algún día nuestra
figura exterior, pero no nuestro ser más genuino:
«Por eso, no nos desanimemos; al contrario, aunque nuestra
condición fi'sica se vaya deteriorando, nuestro ser interior se
renueva de día en día, a imagen de su Creador» (2Co
4,16; Col 3,10).
Teresa Iribarnegara en su artículo: «Muerte y
vida en Madeleine Delbrêl», recoge y comenta un
precioso poema de Madeleine titulado «Morirás de
muerte».
Ella(la vida) nos explica la muerte poco a
poco,
o de golpe, según qué días.
Unas veces, sin hacernos ningún daño.
Otras, dislocándonos de dolor.
Unas veces, subrayando
nuestras pequeñas muertes cotidianas.
Otras, golpeándonos con la muerte de aquellos a
los que amamos más que a nosotros mismos.
Madeleine nos enseña a mirar la vida. Ella no la
lee, como a veces ocurre entre nosotros, como un
conjunto de hechos absurdos e incomprensibles,
sino como una escuela misteriosa. La vida no se
compone de meros hechos, sino que tales hechos
contienen un significado. Para vivir en el mundo del
modo como propone Madeleine, hace falta creer en
la vida como criatura de Dios, confiar en el
proyecto. Esto traerá como consecuencia el irse
despojando de la propia figura, de los propios
proyectos, para quedarse al final con ese Dios
creído y amado sobre todas las cosas.
V. La muerte se aprende en cada adiós
definitivo
a los seres queridos.
Porque, aun cuando la fe y la esperanza
unidas,
e incluso nuestra caridad para con ellos,
afirman nuestra alegría por saber que han
llegado,
nosotros nos quedamos con nuestra sangre que
protesta,
con nuestra carne abierta, herida,
nuestra carne,
a la que parece que han matado una
gran parte,
y ese horror de la tierra, de la tiniebla y
del frío,
que hizo llorar al propio Jesús.
La muerte se aprende cierta noche entre la
vigilia
y el sueño
y nos revela que está al acecho,
acurrucada dentro de nosotros,
nos echa su aliento a la cara como para irnos
habituando,
y nos sorprende tener tanta necesidad de valor.
VII. La vida es nuestra maestra de muerte.
Pero, a su vez, la muerte se convierte en
maestra de vida
para nosotros, que conocemos la penitencia
humana.
Madeleine cree más allá del sinsentido de esa
muerte que en ocasiones se percibe como abso-
luto. Implica confiar en Alguien que puede incluso
con la muerte. «Nos echa su aliento a la cara como
para irnos habituando», y la criatura no muere,
sino que, en el horror, se deja enseñar. Todo ello,
sin abandonar nuestra fragilidad, sino
paradójicamente, careciendo de fuerzas: «Nos
sorprende tener tanta necesidad de valor».
Tenemos aquí, expresado desde lo profundo de la
realidad, el misterio de muerte y resurrección que
celebramos como centro de nuestra fe.
El poeta Antonio Colinas en su obra Canciones
para una música silente, nos revela el sentido de la
muerte a través de estas perlas entresacadas de las
páginas bellas de su libro:
A través de la enfermedad y de la cercanía a la
muerte, hacemos el camino en la noche hacia la
infinitud.
Deja que duerman tus dos ojos en el misterio de
la lejanía, donde se halla una presencia que nos
llama. Cuando regrese el alba, encenderá una
nueva luz en tus pupilas que habrá de iluminar
mi vida.
El secreto está entre nuestras cejas, en cerrar
nuestros ojos, en respirar profundo y en esperar
que salte, desde nuestro interior, el manantial que
sana y salva a los demás, al mundo y a nosotros;
un manantial que tiene un solo nombre:
«AMOR».

Desvélame qué puede haber detrás de mi dolor, de


mi noche. ¡Desvélame el misterio!
La llama de luz que sigue ardiendo bajo el tú-
mulo, aspira a la salvación que siempre espera.
Respirad en la luz mientras la luz perdure. Ni
sirven en la vida las ideas, ni los hechos, que no
sean semilla de paz; que yo sea solo semilla de luz
perpetua.
Cada día, el sol baja a la tierra, convirtiéndola en
oro hecho aura, envolviendo el día que respiro.
Nosotros no sabemos ser el oro que fluye. Sólo
somos el horno donde el oro aún se mezcla con la
historia. El hombre no ha dado todavía con el
hondo secreto que transforma su vida. En él se
muestra la gran revelación: el oro puro del
encuentro.
Regrésame a ti, mantén sobre mis parpados posadas
tus estrellas y que sienta cómo la eternidad se
detiene en mi cuerpo un poco más

aún. Regrésame a ti, dame la paz, la plenitud


absoluta.
Concédeme, Señor, que me siente a tu lado y
descanse del vivir sin vivir. Me siento a tu lado y
espero tu llamada.
Sois «las brasas del fuego invisible de Dios». Tan
solo ansiáis más vida en el invierno de los rosales
muertos, en busca de una primavera eterna.
Perdurarán las flores del invierno, propagando esa
intuición de que, después de la ceniza, seremos algo
más que ceniza.
Misterio del trigo de diciembre recién brotado, que
resiste la helada blanca y la helada negra. Pequeño
tallo tierno, solo eres un misterio que señalas al
hombre tu humilde resistir, que es lo que importa, y
que vas demostrando tenaz, a través de la música de
las estaciones: «que la vida es más que vida
amenazada».
Para el que sabe ver siempre habrá al final del
laberinto de la vida una puerta de oro.
¡Ábrela! Te deslumbrará una luz, que lenta pasa a ti
y devuelve, al fin la plenitud del ser. Cierra los ojos
y vendrá a tu encuentro la luz. Solo
queda esperar al amparo seguro de las palabras: paz
y bien. Son palabras como brasas.
Vendrá la muerte, noche de la noche, a abrir-
nos para siempre los ojos a otra luz.
Llegará el momento, Señor, de estar junto a tus
ojos, esperando abismarme en ellos, para dejar de
ser el que soy y ser sólo en Ti, ¿qué hago aquí tan
lejos del hogar?
Concluimos este apartado con este poema,
«muerte y resurrección de Cristo» de José Ángel Valente:
No estabas tú, estaban tus despojos.
Luego y después de tanto
morir no estaba el cuerpo de
la muerte. Morir no tiene
cuerpo. Estaba traslúcido el
lugar
donde tu cuerpo estuvo.
La piedra había sido removida.
No estabas tú, tu cuerpo; estaba
sobrevivida al fin la transparencia.
RITUALES DE DESPEDIDA

Cuando fallece el ser querido, se facilita a los


familiares un momento de intimidad junto al
difunto para expresarle su adiós y derramar las
primeras lágrimas.
Después el cadáver pasa a los cuidados de los
servicios funerarios que le preparan adecuadamente
para trasladarlo al tanatorio. Mientras tanto un
representante de la familia ha de formalizar los
detalles del servicio funerario, que ofrece un
amplio abanico de posibilidades en cuanto a
calidades de la caja, inhumación o cremación, lugar
de enterramiento... Son importantes las decisiones
que afecten a las voluntades que haya expresado
previamente el difunto. Los familiares y amigos
serán convocados de nuevo para velar
al difunto. Allí tendrán la oportunidad de un re-
encuentro con el que se va para expresar los pos-
treros sentimientos que bullen en su corazón.
Visita al tanatorio
La mayor parte de los difuntos pasa, hoy, por
el tanatorio, en el que se ofertan a las familias una
serie de atenciones que pretenden, por su parte,
no magnificar el luto y el duelo, sino una
«despedida digna» del ser querido en este último
tramo de la muerte.
El tiempo del tanatorio supone la vigilia y
despedida de familiares, amigos, vecinos y com-
pañeros de trabajo. Se expresan mutuamente sus
sentimientos de pésame, dolor compartido con
abrazos, lágrimas, entrega de flores.
La asistencia a los tanatorios es cada vez más
escasa. Es un reflejo de la vida tan solitaria e in-
dividualista que ahora llevamos.
Es importante resaltar esta última presencia
tangible del ser que se pone en camino a una nueva
situación inédita.
Cuando alguien se ha ido, le seguimos recor-
dando. No esta aquí, pero sí está con nosotros.
Ahora hemos de despedirnos del que se va. He-
mos de ser conscientes de que también nosotros
nos vamos de él. Le decimos adiós mirándole a
los ojos. Él vuelve a casa. Escuchemos ese si-
lencio. Lloremos cuanto queramos. Permanez-
camos a su lado durante un tiempo, sin prisa. No
nacemos solos, no morimos solos, no nos
consolamos solos.
Abrir puertas a la esperanza en el tanatorio
En uno de los sínodos recientes celebrado en
Roma, los obispos han contrastado ideas y ex-
periencias sobre la «Nueva evangelización», para
afrontar el actual desafío de la descristianización.
Han insistido en la urgencia de ser capaces de leer y
descifrar los nuevos «escenarios» que nos ofrece la
realidad social y eclesial para el anuncio del
Evangelio. El tanatorio ofrece un escenario
privilegiado para un acompañamiento que abra
caminos a la esperanza evangélica.
La mayor parte de las familias aún pide la
presencia del capellán o de un sacerdote cono-
cido. La Iglesia dispone de un importante tesoro
antropológico y sagrado con una dimensión
evangelizadora. Es portadora de buenas noticias
que manifiestan un profundo respeto al ser hu-
mano y permite vislumbrar la trascendencia que lo
envuelve.
En nuestra tradición cristiana tenemos un
acervo acumulado de símbolos, iconos, relatos,
imágenes y palabras capaces de abrazar esas rea-
lidades humanas más hondas para arropar frente
al temor y el desconcierto.
Merece la pena caer en la cuenta del tesoro del
que somos portadores, dejarnos tocar por la
compasión y la necesidad de la familia de percibir
un rayo de luz y de esperanza ante la noche de la
muerte. Estamos llamados a ser mediación
transparente de la presencia del Resucitado que
actúa sobre el difunto y sobre sus deudos para
infundir vida eterna.
Al finalizar la oración de despedida en una de
las salas del tanatorio, se acerca una hija de la
difunta diciendo: «Ha sido un milagro, estdbamos
aquí reunidos los siete hijos en torno al caddver de mi
madre con una enorme sensación de frialdad y vacío en el
ambiente; cuando Ud. ha puesto palabras a nuestros
sentimientos, hemos quedado consolados; ha sido como un
milagro».
Hacerse presente
Desde la convicción profunda de que somos
portadores, en vasos frágiles, de un tesoro valioso,
no vamos a cumplir un ritual banal, sino a aportar
un sentido a la muerte, una luz de esperanza
prendida en la resurrección de Jesucristo.
Nuestra presencia convencida implica situarse
«cerca» de la gente, ponerse en su lugar, compartir
sus inquietudes y preguntas. Después del primer
saludo de sintonía con los presentes en la sala, es
conveniente animarles a acercarse en torno al
cadáver junto al cristal que separa su ámbito,
haciéndole el centro de nuestro encuen-
tro. Merece la pena, con delicadeza, animarles a
contemplar, una vez más, su rostro; todavía puede
revelarles algún mensaje.
También provoca una atención especial el di-
rigirse al difunto como «sujeto» de la despedida, no
mero objeto sobre el que se habla, se reza. Conviene
restablecer el diálogo interrumpido por la muerte,
cruzando mensajes del difunto a los presentes, de los
suyos al que se va.
La acogida al capellán que llega a la sala es muy
diferenciada. Con el primer saludo, enseguida se
percibe el ambiente de presencia agradecida, de
frialdad inicial y en ocasiones de rechazo: «No
necesitamos sus servicios». Es preciso situarse con
mucho respeto y explorar alguna posibilidad, a pesar
del inicial rechazo. La simple pregunta: «El difunto
¿era creyente o practicante religioso?», ha facilitado
la entrada. «Sí, ella rezaba, iba a la iglesia; rece Ud. y
dé su bendición».
«Mi padre no era creyente y yo tampoco creo en
esas cosas pero usted haga lo que tenga que hacer».
Animé a acercarse para una oración de despe dida; al
terminar, el hijo daba las gracias: «Qué palabras
más bellas ha dicho, Padre». En casos extremos
puede acaecer un rechazo frontal. El padre de un
chico de 30 años, al ver entrar al sacerdote, dispara
su agresividad dolorida: « Váyase, ¿a qué viene
aquí?, ¿quién me ha llevado a mi hijo?». Aguanté
serenamente el chaparrón, pero a la vez, percibí la
actitud de la madre que pedía disculpas y expresaba
la necesidad de que se dijese una oración por el hijo.
Después de unos momentos confusos, algunos
familiares retiraron discretamente al padre y recé
una entrañable despedida que la madre agradeció
inmensamente: «Mi hijo era muy bueno».
El posible prejuicio previo del «rollo del cura» se
derrite al percibir el tono de despedida cariñosa y
expresan su sincero agradecimiento; incluso algunos
de los que parecían distantes, llegan a incorporarse a
la «misa comunitaria» que se celebra después en el
oratorio.
Palabras para la vida
Ante la muerte nos quedamos en el dolor, la
incertidumbre, las lágrimas, pero «sin palabras».
Brotan en nuestro interior muchas preguntas:
¿se va a acabar tanto como hemos vivido juntos?; ¿por
qué le ha pasado esto si era buena persona?; ¿qué le
espera tras la muerte?; ¿es éste el final definitivo o el
inicio de otra vida mds plena? Si no le encontramos
palabras al sufrimiento, el corazón se nos
bloquea. El ser humano, como Job, se atreve a
id formular preguntas buscando una respuesta.
l

En esta sociedad descreída y desesperanzada,


¿quién tiene una palabra creíble ante el cadáver
del ser querido al que se vela en la última despe-
dida? De ahí la urgencia de atreverse a pronun-
ciar una palabra respetuosa, en referencia a Dios,
confiándose a Él, que recoge los sentimientos,
las intuiciones, los temores que aletean entre los
presentes y pujan por ser expresados. El
resultado puede ser la atención expectante, la
conm ción, la identificación, la oración confiada,
o

la ¡gratitud profunda que se suscita entre los fami


liares. Al salir de la celebración en la sala, uno
de / los hijos pedía: «Déjeme, por favor, esos textos
que ha dicho; reflejan lo que yo estoy sintiendo dentro I
ante la muerte de mi padre».

UNA POSIBLE FÓRMULA DE DESPEDIDA

Introducción: «En el nombre del Padre, del


Hijo y del Espíritu Santo. Amén. De parte de
Dios que os quiere, que la paz esté con N_ y
con todos vosotros».
Quiero acompañaros para expresar unas pa-
labras de gratitud y de despedida a N_. Habéis
vivido tantos gozos y penas a lo largo de los
años, le habéis sostenido, al límite, en la dura
etapa de la enfermedad y la muerte, y ahora, le
acompañáis hasta el último instante de su
peregrinar en este mundo nuestro.
A los creyentes nos ilumina una luz esperan-
zada: ahora pasa a los brazos del Dios de la
vida, a su casa familiar definitiva, a vivir en su
corazón para siempre.

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