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Aristóteles· Moral a Nicómaco

Moral a Nicómaco{1} · libro primero, capítulo primero

El bien es el fin de todas las acciones del hombre


Todas las artes, todas las indagaciones metódicas del espíritu, lo mismo que
todos nuestros actos y todas nuestras determinaciones morales, tienen al
parecer siempre por mira algún bien que deseamos conseguir; y por esta
razón ha sido exactamente definido el bien, cuando se ha dicho, que es el
objeto de todas nuestras aspiraciones.
Pero téngase entendido, que esto no impide que haya grandes diferencias
entre los fines que uno se propone. A veces estos fines son simplemente los
actos mismos que se producen; otras, además de los actos, son los resultados
que nacen de ellos. En todas las cosas que tienen ciertos fines que trascienden
de los actos, los resultados definitivos son naturalmente más importantes que
aquellos que los producen. Por otra parte, como existe una multitud de actos,
de artes y de ciencias diversas, hay otros tantos fines diferentes: por ejemplo,
la salud es [4] el fin de la medicina; la nave es el de la arquitectura naval; la
victoria, el de la ciencia militar; la riqueza, el de la ciencia económica. Todos
los hechos de cada orden están en general sometidos a una ciencia especial
que los domina; y así a la ciencia de la equitación están subordinados el arte
de la guarnicionaría y todas las concernientes al caballo; así como estas artes
a su vez y todos los demás hechos militares están sometidos a la ciencia
general de la guerra. Otros actos están igualmente sometidos a otras ciencias;
y respecto de todas sin excepción, los resultados a que aspira la ciencia
fundamental son superiores a los de las artes subordinadas; porque
únicamente a causa de los primeros se buscan los segundos.
Poco importa, por lo demás, que los actos mismos sean el objeto último que
uno se proponga al obrar, o que se aspire a otro resultado más allá de estos
actos, como en las ciencias que acabamos de citar. Si en todos nuestros actos
hay un fin definitivo que quisiéramos conseguir por sí mismo, y en su vista
aspirar a todo lo demás; y si, por otra parte, en nuestras determinaciones no
podemos remontarnos sin cesar a un nuevo motivo, lo cual equivaldría a
perderse en el infinito y hacer todos nuestros deseos perfectamente estériles y
vanos, es claro, quo el fin común de todas nuestras aspiraciones será el bien,
el bien supremo. ¿No debemos creer que, con relación a la que ha de ser regla
de la vida humana, el conocimiento de este fin último tiene que ser de la
mayor importancia, y que, a la manera de los arqueros que apuntan a un
blanco bien señalado, estaremos entonces en mejor situación para cumplir
nuestro deber?
Si esto es cierto, debemos intentar definir el bien, aunque no sea más que
haciendo de él un sencillo bosquejo, y hacer notar de qué ciencia y de qué arte
forma parte.
Un primer punto, que puede tenerse por evidente, es que el bien se deriva de
la ciencia soberana, de la ciencia más fundamental de todas; y esta es
precisamente la ciencia política{2}. Ella es, en efecto, la que determina
cuáles sondas ciencias indispensables para la existencia de los Estados, cuáles
son las que los ciudadanos deben aprender, y hasta qué grado deban [5]
poseerlas. Además, es preciso observar, que las ciencias más estimadas están
subordinadas a la Política; me refiero a la ciencia militar, a la ciencia
administrativa, a la Retórica. Como ella se sirve de todas las ciencias prácticas
y prescribe también en nombre de la ley lo que se debe hacer y lo que se debe
evitar, podría decirse, que su fin abraza los fines diversos de todas las demás
ciencias; y por consiguiente el de la política será el verdadero bien, el bien
supremo del hombre. Es cierto, por otra parte, que el bien es idéntico para el
individuo y para el Estado. Sin embargo, procurar y garantir el bien del
Estado, parece cosa más acabada y más grande; y si el bien es digno de ser
amado, aunque se trate de un sólo ser, es, no obstante, más bello, más divino,
cuando se aplica a toda una Nación, cuando se aplica a Estados enteros.
Por lo tanto, en el presente tratado estudiaremos todas estas cuestiones, que
forman casi un tratado político.
Habremos dicho en esta materia todo cuanto es posible si logramos tratarla
con toda la claridad que ella permite. Pero en todas las obras del espíritu no
debe exigirse una precisión igual a la que se exige en las obras de mano;
porque el bien y lo justo, objetos que estudia la ciencia política, dan lugar a
opiniones de tal manera divergentes{3} y de tal manera laxas, que se ha
llegado hasta sostener, que lo justo y el bien existen únicamente en virtud de
la ley, y que no tienen ningún fundamento en la naturaleza. Por otra parte, si
los bienes mismos suscitan tan gran diversidad de opiniones y tantos errores,
es porque sucede con mucha frecuencia que los hombres sólo sacan mal de
tales bienes, y se ha visto a menudo perecer algunos a causa de sus riquezas,
como perecían otros por su valor. Así, pues, cuando se trata de un asunto de
este género y se parte de tales principios, es preciso saber contentarse con un
bosquejo un poco grosero de la verdad; y además, como se razona sobre
hechos generales y ordinarios, sólo deben sacarse consecuencias del mismo
orden y también generales. De aquí que deba acogerse con indulgente reserva
todo lo que habremos de decir. Un espíritu ilustrado no debe exigir en cada
género de objetos más precisión que la que permita la naturaleza misma de la
cosa de que se trate; [6] y tan irracional sería exigir de un matemático una
mera probabilidad, como exigir de un orador demostraciones en forma{4}.
Siempre hay razón para juzgar de aquello que se conoce, y respecto de ello es
uno un buen juez. Mas para juzgar de un objeto especial, es preciso conocer
especialmente este objeto, y para juzgar bien de una manera general, es
preciso conocer el conjunto de las cosas. He aquí por qué la juventud es poco
a propósito para hacer un estudio serio de la política, puesto que no tiene
experiencia de las cosas de la vida, y precisamente de estas cosas es de las
que se ocupa la política y de las que deduce sus teorías. Debe añadirse, que la
juventud que sólo escucha la voz de sus pasiones, en vano oiría tales
lecciones, y ningún provecho sacaría de ellas, puesto que el fin que se
propone la ciencia política no es el simple conocimiento de las cosas, sino que
es ante todo un fin práctico. Cuando digo juventud, quiero decir, lo mismo la
juventud del espíritu que la juventud de la edad, sin que bajo esta relación
haya diferencia, porque el defecto que yo señalo no tiene que ver con el
tiempo que se ha vivido, sino que se refiere únicamente al que se vive bajo el
imperio de la pasión, sin dejarse, nunca guiar sino por ella en la prosecución
de sus deseos. Para los espíritus de este género, el conocimiento de las cosas
es completamente infecundo, tanto como lo es en los que a consecuencia de
un exceso pierden la posesión de sí mismos. Por lo contrario, los que arreglan
sus deseos y sus actos solamente según la razón, pueden aprovechar mucho
en el estudio de la política.
Pero limitémomos a estas ideas preliminares por lo que hace al carácter de los
que quieren cultivar esta ciencia, a la manera de recibir sus lecciones y al fin
que aquí nos proponemos.
———
{1} De las tres obras que componen lo que se llama Moral de Aristóteles, ésta
es la más importante, y supera en mucho a las otras dos.
{2} La Política rige los Estados, pero no es la que forma la Moral ni la que
está encargada de estudiar esta gran cuestión del bien. Por el contrario, la
Política no es nada, si no recibe sus principios fundamentales de la Moral, y si
no procura seguirlos.
{3} La Moral bien comprendida da lugar a menos divergencias que la Política,
y tiene para toda conciencia ilustrada y honesta principios inquebrantables.
{4} Si la Retórica no tiene demostraciones en forma, la Moral puede tenerlas,
como pudo verlo Aristóteles en Sócrates y Platón.

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