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Los anticuerpos actúan por todo el cuerpo y en las luces de los órganos mucosos. Se
producen después de que los antígenos estimulen a los linfocitos B en los órganos
linfáticos periféricos y en las zonas tisulares de inflamación.
Los anticuerpos usan sus regiones de unión al antígeno (Fab) para unirse a los microbios
y sus toxinas y bloquear sus efectos perjudiciales, y utilizan sus regiones (Fe) para activar
diversos mecanismos efectores que eliminan a estos microbios y sus toxinas, esta
característica de los anticuerpos asegura que activen los mecanismos efectores solo
cuando los necesiten, es decir, cuando reconocen a sus antígenos diana.
El cambio a un isotipo IgG prolonga la duración del anticuerpo en la sangre y, por tanto,
incrementa la actividad funcional del anticuerpo; este mecanismo único de protección
de una proteína sanguínea es la razón por la que los anticuerpos IgG tienen una semivida
de unas 3 semanas, mucho mayor que la de otros isotipos de Ig y que la de la mayoría de
las demás proteínas plasmáticas. Uno de los diversos preparados terapéuticos que se
basa en este principio es la proteína de fusión receptor para el factor de necrosis tumoral
(TNF)-Fe, que actúa como antagonista del TNF y se utiliza para tratar varias
enfermedades inflamatorias.
Los anticuerpos contra las toxinas impiden la unión de estas últimas a las células del
huésped y así bloquean los efectos perjudiciales de las toxinas. La demostración por parte
de Emil von Behring de este tipo de protección mediante la administración de
anticuerpos contra la toxina diftérica fue la primera constatación formal de la inmunidad
terapéutica contra un microbio o su toxina, entonces conocida como sueroterapia