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PERFIL PSICOLOGICO DE RODION ROMANOVICH RASKOLNIKOV

Rodión, personaje principal de la novela “Crimen y castigo”, de Feodor Mijailovich


Dostoievski, es un hombre de una profunda hondura sicológica. Es un ser complejo,
paradójico, enfermo, delirante, atormentado, rebelde, contestatario, anarquista,
angustiado, desgraciado, huraño, misántropo, pobre, arribista, alienado, pusilánime y
relativamente inteligente. No era tímido, pero meses antes del crimen adoptó un
comportamiento excitado y angustiado, rayano en la hipocondría. Se desentendió “por
completo de las cuestiones del diario vivir y no quería ocuparse de ellas”.

Luego de abandonar sus estudios por falta de dinero, se despreocupó de su vida y se


dedicó a dormir y permanecer dentro de su cuchitril delirando y meditando. Le
desagradaban las visitas y el diálogo con los demás. “No estaba acostumbrado a alternar
con la gente... y rehuía a la compañía de los demás”. Su apariencia personal desmejoró, y
salía a la calle con harapos, que avergonzarían hasta el más sucio, pero él no se
avergonzaba de ello. “En el alma del joven se había acumulado tanto despecho
rencoroso, que a pesar de su susceptibilidad, a veces infantil, no le avergonzaba, ni
mucho menos, salir a la calle con sus harapos”. Tenía la costumbre de hablar solo. “Iba
por la calle sin darse cuenta de nada, hablando consigo mismo entre dientes e incluso en
voz alta, lo cual sorprendía en gran manera a los transeúntes”. Estuviere donde estuviere
una idea criminal rondaba en su atribulado y febril cerebro. Su amigo Razumijin lo
describe de la siguiente manera: “Es taciturno, sombrío, altivo y orgulloso; en los últimos
tiempos (y quizá bastante antes) se ha vuelto desconfiado e hipocondríaco. Es
magnánimo y bueno. No le gusta hacer gala de sus sentimientos y antes preferirá
mostrarse duro y áspero en el trato, que expresar lo que siente su corazón. Pero a veces
no es hipocondríaco, sino frío e insensible hasta límites inhumanos. La verdad, es como si
se dieran en él dos caracteres contrapuestos que se suceden uno al otro. ¡A veces no hay
modo de arrancarle una palabra! Nunca tiene tiempo, todo le molesta, y se pasa las horas
acostado, sin hacer nada. No gusta bromas, y no porque carezca de ingenio: se diría que
le falta tiempo para tales pequeñeces. No escucha hasta el fin lo que le dicen. No se
interesa nunca por lo que en un momento dado interesa a los demás. Tiene de sí mismo
una opinión muy elevada, parece que no sin cierto motivo para ello”.

En su época de estudiante, demostraba ser buen alumno y esforzarse por su carrera,


pero era demasiado insociable. Al respecto, Razumijin dice lo siguiente: “Lo sorprendente
era que cuando Raskólnikov frecuentaba la universidad casi no tenía ningún camarada,
eludía el trato de sus compañeros, no visitaba a nadie, y si a alguno recibía en su casa,
era contra su propia voluntad. Por lo demás, todos le volvieron pronto la espalda. No
participaba en las reuniones, ni en las pláticas, ni en los esparcimientos, ni en nada.
Estudiaba con ardor, sin regatear esfuerzo, por lo que le respetaban, aunque nadie le
quería. Era muy pobre y poco comunicativo, y tenía cierto aire de altanero orgullo, como si
ocultara algún secreto. Sus condiscípulos imaginaban que él los miraba de arriba y abajo,
como si fuesen niños, como si se hubiera adelantado a los demás tanto por su desarrollo
como por su saber y sus convicciones, y tuviera por inferiores las convicciones y los
intereses de los demás”. Durante algún tiempo llegó a odiar a su madre y hermana, a
pesar de que por ellas supuestamente cometió el crimen. Se podría decir que se trataba
de un joven con rasgos de un trastorno de personalidad esquizoide.

Desde que conoció a su víctima, empezó a odiarla, sintió repugnancia por ella. Entonces
concibió la idea de asesinarla. “Desde la primera mirada, aún si saber nada de particular
acerca de aquella vieja, sintió por ella invencible repugnancia... Una idea estrambótica iba
saliendo de su cabeza, como pollito que sale del huevo, y se apoderaba de su ánimo”. Sin
que haya una explicación convincente, Rodión engendró en su oscura y febril mente un
antagonismo y animadversión por Aliona. Tal vez creyendo hacerle un favor a la sociedad,
decidió que debía asesinarla.

Encerrado en su cuchitril, alejado del trato y comunicación con las demás personas de su
entorno, concebía ideas fútiles y meditaba sobre sus múltiples problemas: su pobreza, su
deseo de progresar, sus ganas de estudiar, su aversión por la vida, el amor de su madre,
el posible sacrificio que iría a realizar Dunia al casarse con una persona que no amaba,
etcétera. Confiando en que así podría solucionar sus problemas, se decidió a hacer algo.
“Costara lo que costara, debía decidirse a hacer lo que fuese...” El pensar en su futuro, en
el de su madre y en el de su hermana, le impulsaba a actuar. “¡O bien renunciar por
completo a la vida, aceptar sumisamente el destino tal como es, de una vez por siempre,
ahogarlo todo en mí, renunciando al derecho de obrar, de vivir y de amar”, se decía. Por
eso decidió asesinar y robar a la vieja. “¡Si me pierdo, que me pierda! ¡Me da lo mismo!”.
Pero no se decidía por cobardía. Con gran sabiduría dice el autor que “todo está en
manos del hombre, y por cobardía deja que todo se le escape; sólo por cobardía... ¿Qué
es lo que más teme el hombre? Un nuevo paso, una nueva palabra suya, eso es”.

La idea del crimen lo perturbaba e inquietaba profundamente. “¡Qué locura! ¡Ya sabía que
no lo resistiría! ¿Por qué, pues, me he torturado hasta ahora? Ayer mismo, cuando quise
hacer el... ensayo, ayer comprendí que no lo resistía... ¿Por qué hago esto? ¿Por ventura
he dudado hasta el momento? Si ayer, al salir a la escalera, me dije que era vil,
repugnante, bajo, muy bajo; si, estando despierto, la mera idea me dio náuseas y me llenó
de horror... ¡No! ¡No lo resistiré, no lo resistiré! Supongamos, supongamos incluso que
mis cálculos no tienen una sola falla; supongamos que cuanto he decidido este mes es
claro como el día, exacto como la aritmética... ¡Qué más da, Señor! ¡Si no voy a
decidirme! ¡No lo soportaré, no lo soportaré!...”, pensaba. Aunque no creía en Dios ni le
temía, invocaba su ayuda para salir del problema. “¡Señor! ¡Muéstrame el camino y
renunciaré a... este maldito sueño mío”. Durante sus ensayos para el crimen, le fallaron
algunos de sus cálculos, pero le “ayudó el diablo”. Aunque quería la comisión del crimen,
algo le decía que eso no estaba bien. “¡De qué bajeza no es capaz mi corazón! ¡Es vil,
bajo, repugnante, repugnante...!”

Tomó la decisión de apoderarse del dinero de la usurera, y por eso optó por asesinarla.
“Decidí apoderarme del dinero de la vieja para estar seguro unos años sin atormentar a mi
madre, poder terminar mis estudios en la universidad y dar los primeros pasos...” Pero la
motivación criminal, que no es muy clara, iba más allá de robar. Si no hubiera sido así,
¿por qué ni siquiera abrió el monedero de la vieja? ¿Por qué dejó éste debajo de una
piedra y nunca dispuso de él?

Luego de atreverse a cometer el crimen se refugió en su cuchitril y en su complejo y


alucinado mundo. Se enfermó y deliraba mucho. Durante sus delirios, su cabeza y su
entendimiento le daban vueltas. “Notaba en todo su ser un desorden terrible”. No estuvo
sin conocimiento en su enfermedad, “se hallaba en un estado febril que le hacía delirar,
semiinconscientemente”. Se preguntaba qué le pasaba. “¿Continúo delirando, o vivo la
realidad? Me parece que vivo la realidad”.

Su delicado estado febril y de desvaríos acentuaron más su antagonismo hacia las


personas. No quería hablar con nadie, incluso con su madre y hermana. Entonces decidió
alejarse de ellos, y pedirles que lo dejaran tranquilo. Detestaba a Porfiri Petrovich, juez
instructor, encargado de investigar el crimen. Discutía con él, y casi se ponía en
evidencia, pero Porfiri con su sicología lo inquietaba demasiado y esto le generaba más
odio. “Le odiaba sin medida, con odio sin fin, y hasta tenía miedo de que, movido por el
odio, se pusiera en evidencia”. Durante sus extensos e irónicos diálogos, Rodión, muy
molesto y en términos enérgicos, le dijo: “¡Por fin veo, como a la luz del día, que sospecha
usted de mí por el asesinato de esa vieja y de su hermana Lizaveta. Por mi parte, le
declaro que eso me tiene harto hace tiempo. Si usted cree que tiene derecho a
perseguirme según la ley, persígueme; si considera que puede detenerme, deténgame.
Pero que se ría de mí, en mi cara, y que me torture, no lo tolero”. Era evidente que sus
comportamientos posiblemente le delataban con éste y el policía Zamótev, quien también
sospechaba de Rodión. Aunque le preocupaba el hecho de que Porfiri tuviera sospechas
concretas, se decía que “Porfiri no dispone de nada positivo, nada, si no es ese desvarío;
no dispone de ningún hecho, a parte de la sicología, que es como arma de dos filos”. El
mismo Porfiri sostenía que “la verdad es que nuestros procedimientos, profundamente
sicológicos (algunos, claro), son extraordinariamente ridículos y hasta inútiles, si se hallan
muy ceñidos a la forma”. Porfiri pensaba que Rodión tenía “ideas socialistas,
librepensadoras y ateas”, y se mostraba en desacuerdo con ello.

No sabía concretamente para que había cometido el crimen, cuál era el provecho. Decía
que era para salir adelante, ayudar a su madre y hermana, por librar a la sociedad de un
ser inútil, por obtener dinero, por ser como Napoleón, etc., pero afirmaba que mentía. “De
todos modos, miento, Sonia. Hace mucho que miento. Lo que digo no es justo... ¡Las
causas son otras, son distintas, completamente distintas!...” Quería el poder, pero tenía
que atreverse porque el poder es para quien tenga el valor de inclinarse y tomarlo. “Yo...
yo quise atreverme y maté... Lo único que yo quería, Sonia, era atreverme. ¡Esa es la
verdadera causa!”. Sostenía que “no maté por ayudar a mi madre, ¡eso es absurdo! No
maté por convertirme en un filántropo, una vez tuviera en mis manos el dinero y el poder.
¡Eso es absurdo! Sencillamente, maté. Maté por mí, por mí mismo, y en aquel momento
tenía que serme completamente igual lo que pasara después; si me convertía en un
filántropo o me iba a dedicar toda la vida a cazar a la gente en mis redes, como un araña,
para chuparles la sangre... Lo grave es, Sonia, que cuando maté no era el dinero lo que
necesitaba; no necesitaba tanto el dinero como otra cosa... Ahora lo veo... Compréndeme;
es posible que siguiendo el mismo camino jamás volviera a asesinar. Lo que me hacía
falta era enterarme de otra cosa, era otra cosa lo que me movía mi mano; entonces
necesitaba saber, y saberlo cuanto antes, si yo era un piojo, como los demás, o una
persona... No tenía derecho a hacer lo que hice, porque soy un piojo exactamente como
los demás”. Sin embargo, en el juicio sostuvo que la causa del crimen “había sido su
pésima situación, su miseria y su impotencia, su deseo de finalizar los primeros pasos de
la carrera de su vida con ayuda por lo menos de los tres mil rublos que contaba hallar en
casa de la víctima. Se había decidido a asesinar a consecuencia de su carácter frívolo y
pusilánime, irritado, además, por las privaciones y fracasos”. También afirmó que el
arrepentimiento lo había motivado a entregarse a las autoridades.

Sonia pensaba que lo había hecho porque se había alejado de Dios. “Se alejó de Dios y
Dios le ha castigado; le ha entregado al diablo...” Más adelante Rodión le diría a Sonia
que a la vieja la asesinó el diablo, y no él. Rodión dudada si entregarse a las autoridades
o no. “¡Quizá, en la cárcel, estaría mejor”. Sonia le dijo que “hay que aceptar el sufrimiento
y con él expiar las propias culpas”. Se recriminaba por haberle confesado el crimen a
Sonia. ”Yo mismo no he podido soportar mi pesada carga y he venido a ponerla sobre las
espaldas de otro”.
Rodión sostenía ante Dunia que no había cometido ningún crimen, que lo que él había
hecho era librar a la sociedad de un piojo inútil. “Al fin sólo he matado a un piojo, Sonia; a
un piojo inútil, asqueroso, pernicioso... ¿Qué crimen? ¿El que haya matado a un piojo
nocivo, asqueroso, a una vieja usurera que no hacía falta a nadie? Por matarla habían de
perdonarle la mitad de los pecados. Esa vieja chupaba el jugo a los pobres. ¿Eso es un
crimen? No pienso en él, ni pienso lavarlo”. Su calenturiento entendimiento le hacía
afirmar que había asesinado a un principio de ser humano. “¡No es un ser humano lo que
yo he asesinado, sino un principio! He asesinado un principio, pero no he sabido saltar por
encima de los obstáculos y me he quedado en esta parte... ¡Sólo he sabido matar! Y
parece que ni siquiera lo he hecho bien...”

Tiempo después, en prisión, se preguntaría porque su crimen parecía vituperable. “¿Por


qué es un crimen? ¿Qué significa la palabra crimen? Mi conciencia está tranquila.
Naturalmente, he realizado un acto condenado por el código penal; naturalmente, he
violado la letra de la ley y he vertido sangre; bueno, tomad mi cabeza por la letra de la ley
y... ¡basta! Naturalmente, en ese caso, incluso muchos bienhechores de la humanidad
que no han obtenido el poder por herencia, sino que se han adueñado de él por sí
mismos, deberían ser ejecutados al dar los primeros pasos. Pero esos hombres llegaron a
donde se proponían llegar y por eso tienen razón; yo no he llegado y, por lo tanto, no
tenía derecho a permitirme ese paso...”

Ante la pregunta de Sonia si un ser humano era un piojo, respondió: “Bueno, sí; también
yo sé que no era un piojo...” A pesar de que pensaba que él era y no era un piojo, se
preguntaba si el hombre era un piojo. “El hombre no es un piojo, y lo es sólo para aquel a
quien ni siquiera se le ocurre preguntárselo, y actúa de frente y sin vacilar... Si pasé tantos
días atormentándome para decidir si Napoleón se lanzaría o no se lanzaría adelante, era
evidente que, en mi interior, me daba clara cuenta de que yo no era un Napoleón...
Soporté, Sonia, la tortura de tanta charlatanería y quería quitarme todo de encima; quería
matar, Sonia, sin que fuera un caso de conciencia, ¡quería matar para mí, para mí solo!
No quería mentir ni a mi mismo... ¿Maté a la vieja? ¡Me maté a mí mismo, no a ella! ¡De
una vez acabé conmigo para siempre!.. En mi acto he pretendido observar la justicia en lo
posible, con pesos, medidas y aritmética. De todos los piojos he elegido el más inútil y, al
matarlo, tenía la intención de tomar de él exactamente lo que necesitaba para el primer
paso, ni más ni menos, y el resto, por tanto, habría ido a parar el monasterio... Yo quería
llegar a ser un Napoleón y por eso maté”. A pesar de todo, no se sentía bien por lo que
había hecho. “Si hubiera asesinado sólo por hambre, habría sido feliz”, según lo expresó a
Sonia.

Ante las recriminaciones de su hermana por haber derramado sangre, argumentaba que
era sangre que todos vierten; “sangre que corre y siempre ha corrido a cascadas; quienes
la derraman como champaña son coronados en el Capitolio y declarados bienhechores de
la humanidad. Mira con más atención y juzga. También yo quería el bien de las personas
y habría hecho centenares y millares de buenas obras en pago de esa única estupidez,
que ni siquiera ha sido estupidez, sino torpeza, pues la idea no era tan estúpida como
parece ahora, después del fracaso... (¡Cuando se fracasa, todo parece estúpido!). Con
esa estupidez sólo quería alcanzar una situación independiente, dar el primer paso,
obtener recursos; después todo se habría borrado por una inutilidad infinitamente mayor
en comparación... Pero no he resistido ni el primer paso, porque soy un inútil. Esa es la
cuestión”.
Sonia, Dunia y su conciencia lo conminaban a responder por el crimen. Durante mucho
tiempo se batía ante dilema si entregarse a las autoridades y confesar el crimen. Pero se
decía que no debía hacerlo, porque ellas no sabían nada, ni tenía sospechas; pensaba
que estaban desorientadas, despistadas. Ante la disyuntiva de entregarse o no entregarse
a la Policía y confesar su crimen se inquietaba. El “ser o no ser” de Hamlet, se le convirtió
en el “¿Voy, o no voy?”.

No obstante haber asesinado, no era un criminal innnato y le preocupaba la muerte. “La


idea de la muerte y la sensación de la presencia de la muerte tenía para él, desde la
infancia, algo de abrumador y de terrible misticismo”. Se consideraba un hombre vil e
intentó suicidarse, pero desistió porque se había considerado fuerte y no temía a la
vergüenza. No comprendía nada de lo que pasaba en su vida. “Sólo Dios sabe porque
pasas esas cosas. No comprendo nada”. En el juicio se determinó que Rodión “no se
parecía en nada a un asesino corriente, a un bandido o a un ladrón, sino que había en su
caso otra cosa”.

(Los textos entre comillas fueron tomados de la novela citada, editada por la Oveja Negra,
Bogotá, 1983).

MADAME BOVARY
Los siguientes fragmentos pertenecen al capítulo 8 de la tercera parte, donde se narra la
muerte de Emma Bovary:
“Se tendió en la cama cuan larga era.
Un sabor acre que se le vino a la boca la despertó. Entrevió a Charles y volvió a cerrar
los ojos.
Estaba pendiente de sí misma, auscultándose con toda curiosidad para darse cuenta
de si sufría o no. Pero no, ¡todavía nada! oía el tic tac del reloj, el chisporroteo del fuego
y la respiración de Charles, allí de pie junto a la cama.
“¡Qué cosa tan insignificante es la muerte! –pensaba-; me voy a dormir y se acabó.”
Bebió un sorbo de agua y se volvió contra la pared.
Aquel espantoso sabor a tinta no desaparecía.
-¡Tengo sed! –Suspiró -¡Qué sed tan horrible!
-Pero ¿qué te pasa, por Dios? –le preguntó Charles, al tiempo que le alargaba el
vaso.
- Nada… ¡Abre la ventana…, me ahogo!
- Y se sintió acometida por una náusea tan repentina que apenas si le dio tiempo a
coger el pañuelo de debajo de la almohada.
-¡Llévatelo! –dijo agitadamente-. ¡Tíralo!
Charles le preguntó qué quería decir, pero ella no contestó. Permanecía inmóvil, por
miedo a que la más mínima alteración le provocara el vómito. A todo esto, había
empezado a sentir un frío glacial que le subía desde los pies al corazón.
-¡Mira, mira, ya empieza! –murmuró.
-Pero, ¿qué dices?
Balanceaba la cabeza con un gesto suave lleno de angustia, al tiempo que abría
continuamente las mandíbulas, como si llevara sobre su lengua algo muy pesado. A las
ocho reaparecieron los vómitos.
Charles observó que en el fondo de la palangana había una especie de arenilla
blanca pegada a las paredes de porcelana. […]
Unas gotas de sudor corrían por su cara azulada, que parecía como yerta en la
exhalación de un vapor metálico. Sus dientes castañeteaban, sus ojos dilatados miraban
vagamente a su alrededor, y a todas las preguntas respondía sólo con un movimiento de
cabeza; incluso sonrió dos o tres veces. Poco a poco sus gemidos se hicieron más
fuertes, se le escapó un alarido sordo; creyó que iba mejor y que se levantaría enseguida.
Pero las convulsiones hicieron presa en ella.
-¡Ah!, ¡esto es atroz, Dios mío! –exclamó. […]
Ella pensaba que había terminado con todas las traiciones, las bajezas y los
innumerables apetitos que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie, un crepúsculo confuso
se abatía en su pensamiento, y de todos los ruidos de la tierra no oía más que la
intermitente lamentación de aquel pobre corazón, suave e indistinta, como el último eco
de una sinfonía que se aleja. […]
Después cesaron los síntomas un instante; parecía menos agitada; y a cada palabra
insignificante, a cada respiración un poco más tranquila, Charles recobraba esperanzas.
Por fin, cuando entró Canivet, se echó en sus brazos llorando.
-¡Ah!, ¡es usted!, ¡gracias!, ¡qué bueno es! Pero está mejor. ¡Fíjese, mírela!
El colega no fue en absoluto de esta opinión, y yendo al grano prescribió un vomitivo,
a fin de vaciar completamente el estómago.
Emma no tardó en vomitar sangre. Sus labios se apretaron más. Tenía los miembros
crispados, el cuerpo cubierto de manchas oscuras, y su pulso se escapaba como un hilo
tenue, como una cuerda de arpa a punto de romperse.
Después empezaba a gritar horriblemente. Maldecía el veneno, decía invectivas, le
suplicaba que se diese prisa, y rechazaba con sus brazos rígidos todo lo que Charles,
más agonizante que ella, se esforzaba en hacerle beber. Él permanecía de pie, con su
pañuelo en los labios, como en estertores, llorando y sofocado por sollozos que lo
sacudían hasta los talones. Felicité recorría la habitación de un lado para otro; Homais,
inmóvil, suspiraba profundamente y el señor Canivet, conservando siempre su aplomo,
empezaba, sin embargo, a sentirse preocupado. […]
Cuando entraron, la habitación estaba inmersa en una solemnidad lúgubre. Sobre la
mesa de labor, cubierta con un mantel blanco, había cinco o seis bolas de algodón en
una bandeja de plata, cerca de un crucifijo entre dos candelabros encendidos. Emma,
con la barbilla apoyada sobre el pecho, abría desmesuradamente los párpados, y sus
pobres manos se arrastraban bajo las sábanas, con ese gesto suave y al mismo tiempo
espantoso de los agonizantes, que parecen querer ya cubrirse con el sudario. Pálido
como una estatua, y con los ojos rojos como brasas, Charles, sin llorar, se mantenía
frente a ella, al pie de la cama, mientras que el sacerdote, apoyado sobre una rodilla,
mascullaba palabras en voz baja. […]
Emma paseaba la mirada despacio en torno suyo, como quien se está despertando
de un sueño. Pidió con voz bien inteligible que le trajeran un espejo y estuvo un rato con
el rostro inclinado sobre él, hasta que empezaron a brotarle de los ojos unos gruesos
lagrimones. Entonces echó la cabeza para atrás y la dejó caer sobre la almohada
lanzando un gran suspiro.
Enseguida su pecho empezó a jadear rápidamente. La lengua toda entera le salió
por completo fuera de la boca; sus ojos daban vueltas y palidecían como dos globos de
lámpara a punto de apagarse; se la creería ya muerta, si no fuera por la tremenda
aceleración de sus costillas, sacudidas por un jadeo furioso, como si el alma diera botes
para despegarse. Felicité se arrodilló ante el crucifijo y hasta el boticario hizo un amago
de genuflexión, mientras que el señor Canivet miraba vagamente hacia la plaza.
Bournisien se había puesto de nuevo en oración, con la cara inclinada hacia la orilla de
la cama, con su larga sotana negra que le arrastraba por la habitación.
Charles estaba al otro lado, de rodillas, con los brazos extendidos hacia Emma.
Había cogido sus manos y se estremecía a cada latido de su corazón como a la
repercusión de una ruina que se derrumba. A medida que el estertor se hacía más
fuerte, el eclesiástico aceleraba sus oraciones que se mezclaban a los sollozos
ahogados de Bovary y a veces todo parecía desaparecer en el sordo murmullo de las
sílabas latinas, que sonaban como el tañido fúnebre de una campana. […]
Emma se incorporó como un cadáver galvanizado, con todo el pelo suelto y las
pupilas inmóviles, abiertas de par en par. […] Y se echó a reír, con una risa atroz,
frenética, desesperada.
Una convulsión la derrumbó de nuevo sobre el colchón. Todos se acercaron. Ya
había dejado de existir.”

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León Tolstoi

Guerra y Paz (fragmento)

"La princesa lo miró con asombro. No comprendía siquiera que pudiera hacerse
semejante pregunta. Pierre entró en el despacho. El príncipe Andréi, a quien halló muy
cambiado, vestía de paisano. Indudablemente parecía haber mejorado de salud, pero
tenía una nueva arruga vertical en la frente, entre las cejas; hablaba con su padre y el
príncipe Mescherski y discutía con energía y pasión. Hablaban de Speranski: la noticia de
su súbito destierro y supuesta traición acababa de llegar a Moscú.
—Ahora lo juzgan y lo culpan todos aquellos que hace un mes lo ensalzaban y aquellos
que no eran capaces de comprender sus fines— decía el príncipe Andréi. —Es muy fácil
juzgar al caído en desgracia y achacarle todos los errores ajenos. Pero yo les digo que si
algo bueno se ha hecho durante este reinado, a él se lo debemos y a nadie más.
Se detuvo cuando vio a Pierre. En su rostro hubo un ligero estremecimiento y al instante
adoptó una expresión adusta.
—La posteridad le hará justicia— terminó, y se volvió a Pierre: —¡Hola! ¿Cómo estás?
¡Sigues engordando!— sonrió animadamente. Pero la arruga reciente de su frente se hizo
más profunda.
Pierre le preguntó por su salud.
—Estoy bien— dijo el príncipe con una sonrisa irónica, y Pierre leyó claramente en la
sonrisa de Andréi: “Estoy bien, es cierto, pero a nadie le importa mi salud”. Cambió con
Pierre unas palabras sobre el pésimo estado de los caminos desde la frontera polaca,
sobre varios conocidos de Pierre, a los que había visto en Suiza, y, por último, sobre el
señor Dessalles, al que había traído como preceptor para su hijo Nikolái. Seguidamente
volvió a intervenir con ardor en la conversación sobre Speranski, en la cual seguían
enfrascados los dos viejos.
—Si fuera verdad lo de la traición— decía con vehemencia y apresuradamente, —se
encontrarían pruebas de sus relaciones secretas con Bonaparte y se harían públicas.
Personalmente, no me gustaba ni me gusta Speranski, pero me gusta la justicia.
Pierre reconoció en su amigo esa necesidad, que él tan bien conocía, de acalorarse y
discutir sobre algo que no le importaba para apartar otras ideas demasiado dolorosas e
íntimas.
Cuando marchó el príncipe Mescherski, Andréi tomó a Pierre del brazo y lo llevó a la
habitación que le habían destinado. Había en ella una cama sin hacer y varias maletas y
baúles abiertos. De uno de ellos sacó una cajita; la abrió y extrajo un paquete envuelto en
papel. Todo lo hacía en silencio y rápidamente. Se enderezó y tosió. Su rostro estaba
hosco, los labios contraídos. "
GUERRA Y PAZ
Decimotercera Parte / XIV
La princesa María regresó a Moscú a principios del invierno. Por los murmuradores supo
enseguida la situación de los Rostov y, sobre todo, que «el hijo se sacrificaba por la
madre», según decían.
«No esperaba menos de él», pensó, llena de gozo, porque el hecho le confirmaba que
merecía el amor que le tenía.
En vista de ello, su amistad, casi su parentesco, con la familia la movieron a pensar en
hacerle una visita.
Pero, al recordar sus relaciones con Nicolás en Voronezh, temió verlo. Al fin, cogiendo
firmemente con las dos manos las riendas de su voluntad, fue a casa de los Rostov dos
semanas justas después de su llegada.
¡Qué casualidad! A quien primero se tropezó fue a Nicolás, porque para llegar a la
habitación de la Condesa tuvo que pasar por la de él.
Pero, en vez de expresar la alegría que ella esperaba, el rostro de Nicolás adquirió al
vuelo una expresión fría, de sequedad, de orgullo, que ella no había visto nunca en él.
Después de informarse del estado de su salud le acompañó hasta la habitación de su
madre y allí la dejo.
Al despedirse la Princesa, le salió al encuentro y la acompañó hasta el recibidor con aire
grave y frío. A las preguntas de María, nada contestó.
«¿Qué mal le he hecho yo? ¡Déjeme en paz!», parecía contestarle con la mirada.
Y cuando se alejó el coche de la Princesa, exclamó delante de Sonia, en voz alta, incapaz
de reprimir su despecho:
- ¿A qué viene? ¿Qué quiere? ¡Detesto a esas mujeres y sus amabilidades!
- ¡Ah, Nicolás! ¿Cómo puedes hablar así? - replicó Sonia disimulando mal su
satisfacción -. Es muy buena y mamá la quiere mucho.
Nicolás no respondió ni volvió a hablar de la Princesa. Pero la anciana Condesa comenzó
a mentarla cien veces al día a raíz de su visita. La alababa, rogaba a su hijo que fuera a
verla, expresaba el deseo de tenerla al lado con más frecuencia. Pero, al mismo tiempo,
la ponía de mal humor hablar de ella.
Nicolás callaba y su silencio enojaba a la Condesa.
- Es una muchacha muy digna y muy buena - decía la madre -. Debes ir a hacerle una
visita. No quiero que te aburras a nuestro lado. Debes tener amistades.
- ¡Pero si no las necesito, mamá!
- Antes hubieras deseado verla continuamente; ahora no la quieres. Con franqueza, hijo
mío, no te comprendo. Dices que te aburres, y te niegas a ver a la gente…
- No he dicho que me aburra…
-Pero sí que no quieres verla. Es una mujer dignísima. Antes te gustaba; ahora, en
cambio… ¡Todos me ocultáis vuestros verdaderos sentimientos!
- No, mamá, te equivocas.
- Si te pidiera algo enojoso… Pero te pido que hagas una visita, que seas cortés. Bueno,
ya te lo he pedido. De hoy en adelante no volveré a mezclarme en tus asuntos, puesto
que tienes secretos para tu madre.
- Si tanto lo deseas, iré.
- A mí me da igual. Lo decía por ti.
Nicolás suspiró, se mordió el bigote, trató de desviar la atención de su madre de aquel
asunto.
Pero al día siguiente, y al otro, y al otro, la Condesa sacó a relucir el mismo tema.
Entre tanto, el frío e inesperado recibimiento de Nicolás convenció a la princesa María de
que tenía razón al no atreverse a ir a ver a los Rostov.
«No cabía esperar otra cosa. Por suerte, no tengo nada que ver con él, únicamente quería
volver a ver a la anciana, que fue siempre muy bondadosa conmigo y a quien debo
mucho», se decía, llamando en su ayuda al orgullo.
Pero tales razonamientos no tenían la virtud de calmarla; cada vez que recordaba la
pasada visita la asaltaba una especie de remordimiento, y, aunque estaba firmemente
resuelta a no volver a casa de los Rostov y a olvidarlo todo, se sentía siempre como en
una postura falsa, y acabó por tener que confesarse que la atormentaba la cuestión de
sus relaciones con Nicolás. Su tono frío, correcto, no se derivaba de sus
sentimientos - estaba segura -, sino de alguna otra cosa, y hasta que consiguiera
explicarse lo que era aquella cosa no estaría tranquila.
A mediados del invierno se hallaba en el cuarto de estudio, repasando las lecciones de su
sobrino, cuando le anunciaron la visita de Nicolás Rostov.
Firmemente resuelta a no hacerse traición ni a demostrar enojo, llamó a la señorita
Bourienne y entró con ella en el salón.
Le bastó una mirada para comprender que Nicolás estaba allí para pagar una deuda de
cortesía, y decidió mostrarse igualmente cortés.
El empezó por hablar de la salud de la Condesa, de los conocidos comunes, de las
últimas noticias de la guerra, y cuando transcurrieron los diez minutos que exige la buena
educación, saludó y se puso en pie.
La Princesa sostuvo muy bien la conversación con ayuda de la señorita de compañía,
pero, al levantarse Nicolás, estaba tan fatigada de haber hablado de cosas que no le
incumbían, y tan abrumada por la dolorosa idea de las pocas alegrías que la vida le
proporcionaba, que, con las brillantes pupilas fijas en el vacío, continuó sentada e inmóvil,
sin advertir que Nicolás se hallaba de pie ante ella.
Nicolás la miró y, para disimular que se había dado cuenta de su ensimismamiento, cruzó
todavía algunas palabras con la señorita Bourienne. Luego volvió a mirar a la Princesa.
Seguía sentada e inmóvil; su dulce semblante tenía una expresión de sufrimiento.
De súbito, Nicolás la compadeció. Pensando vagamente que quizá fuera él la causa de
aquel dolor, quiso pronunciar una palabra amable, pero, no encontrándola, dijo:
- Adiós, Princesa.
María salió de su ensimismamiento, ruborizándose, y exhaló un profundo suspiro.
- ¡Ah! Perdone, Conde. ¿Se va usted ya? ¿Y el almohadón para la Condesa?
- ¡Un momento! Voy a buscarlo - rogó la señorita Bourienne, echando a correr.
María y Nicolás callaban. De vez en cuando cambiaban una mirada.
- Sí, Princesa - habló al fin Nicolás sonriendo con melancolía-. Todo parece reciente, y, no
obstante, ¡cuánta agua ha corrido desde que nos vimos por vez primera en Bogutcharovo!
Entonces nos juzgábamos desgraciados, y, sin embargo, ¡cuánto daría yo por volver a
aquellos tiempos! Pero eso es imposible…
La Princesa clavaba en él sus ojos radiantes. Parecía esforzarse por comprender el
sentido misterioso de aquellas palabras que le explicarían lo que él sentía por ella.
- En efecto - contestó -, pero no debe usted lamentar lo pasado, Conde. Usted recordará
siempre con placer su vida actual, porque los sacrificios que está haciendo…
- No puedo aceptar sus alabanzas - se apresuró a decir él, interrumpiéndola-. La verdad
es que no dejo de dirigirme reproches. Pero, en fin, esto es muy poco interesante y
divertido…
Su mirada volvió a adquirir una expresión fría, seca. Mas la Princesa había vuelto a ver en
él al hombre que amaba, y se dirigía a aquel hombre.
- He creído que me permitiría esta confianza. Como estamos tan unidas las dos familias…
Nunca creí que mis cumplidos le parecieran excesivos. Pero ya veo que me he
equivocado.
Empezó a temblarle la voz.
-No sé por qué, pero antes era usted muy distinto a como es ahora… - prosiguió,
rehaciéndose.
- Existen motivos a millares - repuso Nicolás recalcando sus palabras -. De todos modos,
gracias, Princesa.
«Ya lo comprendo; ahora lo comprendo todo - decía una voz en el alma de la Princesa -.
No es sólo esa mirada de expresión bondadosa y franca, no es sólo la belleza externa la
que vi en él. Es su alma noble, valiente, abnegada. Ahora él es pobre y yo soy rica. Esto
explica su actitud… Pero ¿y si no fuera así…?»
Sin embargo, al recordar su antigua ternura, al reparar en la expresión bondadosa y triste
de su rostro, se convenció de que estaba en lo cierto.
- ¿Qué le ocurre, Conde, qué le ocurre? Dígamelo usted - exclamó acercándose a él
involuntariamente -. Debe decírmelo.
El callaba.
- Ignoro las razones que tiene para adoptar esa actitud…, pero me resulta penoso, puede
usted creerlo… No quisiera verme privada de su antigua amistad.
Las lágrimas brotaban de sus ojos, temblaban en su voz.
- Tengo tan pocas alegrías, que perder una más me resulta muy doloroso. Perdóneme.
Adiós.
De improviso se echó a llorar y se dirigió a la puerta.
- ¡Princesa! ¡Espere! ¡En nombre de Dios, espere! - exclamó Nicolás -. ¡María…!
Ella se volvió. Por espacio de unos segundos se miraron en silencio. Y lo que parecía
imposible, lejano, se convirtió de improviso en algo muy próximo, posible, inevitable.
En el otoño de aquel mismo año, Nicolás Rostov y la princesa María se casaron…

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