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Todas las razones para hacer una revolución están ahí. No hace
falta ninguna. El naufragio de la política, la arrogancia de los
poderosos, el reino de lo falso, la vulgaridad de los ricos, los
cataclismos de la industria, la miseria galopante, la explotación
desnuda, el apocalipsis ecológico — nada nos lo ahorra, ni siquiera
estar informados de todo esto. «Clima: 2016 supera un récord de
calor», titula Le Monde como ya casi todos los años. Todas las
razones están reunidas, pero las razones no son lo que hacen las
revoluciones, son los cuerpos. Y los cuerpos se encuentran frente a
las pantallas.
Este mundo que tanto parlotea no tiene nada que decir: está vacío
de afirmación. Tal vez ha creído volverse de este modo inatacable.
Se ha puesto principalmente a merced de toda afirmación
consecuente. Un mundo cuya positividad se eleva sobre tantos
estragos merece sin duda que todo aquello vivo que se afirme en él
adopte ante todo la forma del saqueo, de los destrozos, del motín.
No faltará que se nos haga pasar por desesperados, con motivo de
que actuamos, construimos, atacamos sin esperanza. La esperanza,
ésa es al menos una enfermedad de la que esta civilización no nos
habrá infectado. Por otra parte, no estamos desesperados. Nadie
ha actuado nunca por esperanza. La esperanza se atribuye en parte
a la espera, en parte a rehusarse a ver lo que está ahí, en parte al
temor a hacer efracción en el presente, en resumen: al temor a
vivir. Esperar es declararse por adelantado sin una toma o
influencia sobre aquello de lo que no obstante se espera algo. Es
ponerse al margen del proceso para no tener que atenerse a su
resultado. Es querer que las cosas sean de otro modo sin desear los
medios para hacerlo. Es una cobardía. Hace falta saber a qué se
atiene uno, y atenerse a ello. A riesgo de hacerse enemigos. A
riesgo de hacerse amigos. Desde que sabemos lo que queremos,
nosotros ya no estamos solos, el mundo se vuelve a poblar.
Todos ven con facilidad que esta civilización es como un tren que se
dirige hacia el precipicio, y que acelera. Cuanto más acelera, más
son de esperar los hurras histéricos de los borrachos del vagón-
discoteca. Haría falta acercar la oreja para notar el silencio
tetanizado de las mentes racionales que ya no comprenden nada, el
de los angustiados que se roen las uñas y el tono de falsa serenidad
en las exclamaciones intermitentes de los que juegan a las cartas,
esperando. Interiormente, muchísima gente ha elegido saltar del
tren, pero se mantiene en los estribos. Sigue estando apresada por
muchas cosas. Se siente apresada porque así lo ha elegido, pero la
decisión es lo que falta. Pues la decisión es lo que traza en el
presente el modo y la posibilidad de actuar, de dar un salto que no
sea al vacío. Esta decisión es la de desertar, la de salir de las filas, la
de organizarse, la de hacer secesión, incluso si es de modo
imperceptible, pero, en todos los casos, ahora.
50 brechas de Grey
«Ya nada funciona», dicen los malos jugadores. «El mundo va mal»,
opina la sabiduría popular. Nosotros decimos más bien que el
mundo se fragmenta. Nos habían prometido un nuevo orden
mundial. Lo que se está produciendo es lo contrario. Anunciaban la
generalización planetaria de la democracia liberal. Lo que se
generaliza es más bien las «insurrecciones electorales» en contra
de ella y su hipocresía, como se quejan amargamente los liberales.
Sector tras sector, la fragmentación del mundo se prosigue, sin
descanso, sin interrupción. Y esto no es únicamente un asunto de
geopolítica. Es en todos los dominios que el mundo se fragmenta,
es en todos los dominios que la unidad se ha vuelto problemática.
Unidad en la «sociedad», en nuestros días, ya no existe más de lo
que existe en la «ciencia». El salariado explota en todos los tipos de
nichos, de excepciones, de condiciones derogatorias. La idea de
«precariado» oculta oportunamente que ya no existe ninguna
experiencia común del trabajo, ni siquiera precario. Tanto es así
que ya tampoco puede haber experiencia común de su
detenimiento, y que el viejo mito de la huelga general existe ya sólo
para ser depositado en el estante de los accesorios inútiles. La
medicina occidental se limita a improvisar con técnicas que hacen
volar en pedazos su unidad doctrinal, como por ejemplo la
acupuntura, la hipnosis o el magnetismo. Más allá de los usuales
amaños parlamentarios, no existe ya, políticamente, una mayoría
para nada. El comentario periodístico más atinado, durante el
conflicto que comenzó con la ley Trabajo en la primavera de 2016,
constataba que dos minorías, una minoría gubernamental y una
minoría manifestante, se enfrentaban ante los ojos de una
población espectadora. Incluso nuestro propio Yo se presenta como
un rompecabezas cada vez más complejo, cada vez menos
coherente — tanto es así que para que se sostenga, además de las
sesiones con el psicólogo y los comprimidos, ahora son necesarios
algoritmos. Es por una simple antífrasis que se llama «muro» al
flujo tendido de imágenes, de informaciones y de comentarios
mediante el cual Facebook trata de dar forma al Yo. La experiencia
contemporánea de la vida en un mundo hecho de circulación, de
telecomunicaciones, de redes, de un caos de informaciones en
tiempo real y de imágenes que intentan captar nuestra atención, es
fundamentalmente discontinua. En una escala completamente
distinta, los intereses particulares de las personalidades tienen cada
vez más problemas para hacerse pasar por «el interés general».
Sólo hace falta ver cómo los Estados tienen dificultades para
implementar sus grandes proyectos de infraestructuras, desde el
valle de Susa a Standing Rock, para darse cuenta de que la cosa ya
no marcha. Que ahora haga falta solicitar una intervención del
ejército y sus cuerpos de élite en el territorio nacional para una
obra de poca monta muestra claramente que ahora son percibidas
como las operaciones mafiosas que en igual medida son.
Los fragmentos que nos constituyen, las fuerzas que nos habitan,
los agenciamientos en los que entramos no tienen ninguna razón
de componer un todo armonioso, un conjunto fluido, una
articulación móvil. La experiencia banal de la vida, en nuestros días
es más bien la de una sucesión de encuentros que poco a poco nos
deshacen, nos desagregan, nos arrebatan progresivamente todo
punto de apoyo cierto. Si el comunismo tiene que ver con el hecho
de organizarse colectivamente, materialmente, políticamente, es
en la medida exacta en que esto significa también organizarse
singularmente, existencialmente, sensiblemente. O bien hace falta
consentir a recaer en la política o en la economía. Si el comunismo
tiene un objetivo, es la gran salud de las formas de vida. La gran
salud se obtiene, al contacto de la vida, por medio de la articulación
paciente de los miembros separados de nuestro ser. Se puede vivir
una vida entera sin hacer experiencia de nada, cuidándose siempre
de sentir y de pensar. La existencia se reduce entonces a un lento
movimiento de degradación. Desgasta y abisma, en lugar de dar
forma. Las relaciones, cuando se desvanece el milagro del
encuentro, sólo pueden ir de herida en herida hacia su consunción.
Por el contrario, a quien rechaza vivir al lado de sí mismo, a quien
acepta hacer experiencia, la vida le da progresivamente forma.
Deviene en pleno sentido del término forma de vida.