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© Revista Comando
Carlos Marx (1818-1883) era ateo, de familia judía y escribió poco sobre
religión. Sin embargo, en los años sesenta, su método de deconstrucción de la
naturalidad histórica atribuida al capitalismo no pasó desapercibido a sacerdotes
y laicos católicos sensibles a la exclusión social, económica y política de los
fieles de América Latina. Involucrados con el cambio y la justicia social en la
región, varios clérigos predicaron el compromiso de la Iglesia con el sufrimiento
del pueblo y fundaron la Teología de la Liberación.
En 1984 fue llamado para explicar su libro Iglesia: carisma y poder, una
recopilación de ensayos publicada en 1981, delante de un grupo de autoridades
eclesiásticas presidido por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, que luego
sería el Papa Benedicto XVI. Cuestionado por el tenor de sus tesis, Boff
respondió al cardenal que “el problema no consiste en el uso o no de algunas
categorías de tradición marxista con el objeto de descifrar los mecanismos
generadores de la pobreza del pueblo; lo que no se quiere es el cambio
necesario de la sociedad para que el pueblo pueda tener más vida”.
En este contexto, el primer contacto no fue con Marx sino con la Escuela de
Frankfurt: Theodor W. Adorno, Jürgen Habermas, Max Horkheimer y Walter
Benjamin, entre otros. Pero enseguida noté que aunque eran excelentes
pensadores en la línea marxista, tenían escaso compromiso social. La
preocupación de la Escuela era más teórica que práctica, diferente de la
posición clara de Herbert Marcuse. También fue importante para mí la lectura de
Antonio Gramsci, un marxista italiano diferente, pues le daba valor al aporte de
la religión y no ponía la lucha de clases en el centro de la cuestiones, sino la
categoría de hegemonía. Quien tenga la hegemonía política y moral, podrá
conducir un proceso de liberación.
Como sea, Marx nos dejó una lección siempre válida: nos mostró que el pobre
es explotado por un sistema social y de producción que valoriza por sobre todo
el capital y rebaja el trabajo. La religión habla con frecuencia del pobre y
siempre se ha preocupado por él, pero lo hace con una estrategia ineficaz:
ayuda al pobre sin dar valor a su fuerza histórica ni analizar por qué el pobre es
de hecho pobre. Marx nos dejó esa lección irrefutable: el pobre es un explotado
y oprimido por el sistema del capital. Si hay opresión, lo contrario tiene que ser
la liberación.
El estudioso marxista Michael Löwy considera que en los años sesenta hubo en
América Latina una convergencia entre elementos del cristianismo y el
marxismo. ¿Usted reconoce esa convergencia?
Michael Löwy es judío y uno de los que más conoce sobre la Teología de la
Liberación. Siempre leyó esta teología por su lado positivo y allí advirtió claras
convergencia con el marxismo: la centralidad del pobre en cuanto oprimido, la
liberación que tiene por protagonistas a los propios pobres, el sentido de la
solidaridad entre los oprimidos y, principalmente, la puesta en evidencia de las
contradicciones internas del capitalismo que, al querer aumentar el bienestar de
todos, lo hace explotando la fuerza de trabajo y devastando los ecosistemas.
Mientras haya pobres y oprimidos, que por otra parte están creciendo mucho
por todo el mundo, habrá lugar para una Teología de la Liberación, o habrá
espíritus inspirados en el Evangelio y en algunos principios de Marx que se
incorporarán a estos oprimidos para ayudarlos a salir de esa situación perversa.
Lo importante no es preguntar cómo está la Iglesia, sino cómo está esa realidad
para la cual existe la Iglesia.
AUTORA
Tânia Caliari es periodista. Vive y trabaja en São Paulo.
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