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Nacido en 354, en Tagaste, de madre cristiana, Mónica, conoció Agustín una atormentada juventud. Al
principio, practica la enseñanza de la retórica en Tagaste, Cartago y Roma; y de 384 a 386, en Milán. Lo
atrae el maniqueísmo por la solución simplista que da al problema del mal, y lo prefiere a la solución
cristiana. Se vuelve luego hacia el escepticismo de la nueva Academia, para abandonarlo después de
leer escritos neoplatónicos, en la traducción de Victorino; en particular, las obras de Plotino. A partir de
este momento, el espiritualismo lo atrae. Se convierte al catolicismo, en Milán, al escuchar a San
Ambrosio, quien lo bautiza en 387. Al año siguiente, regresa al Africa; en 395 es obispo. Hasta su muerte
(430), combate infatigablemente el pelagianismo y el maniqueísmo, al que antes se había adherido.
La vida de San Agustín se revela en sus obras. Descubre sus estados de alma; habla de sus
sentimientos íntimos; entabla diálogos con Dios. Por lo demás, a menudo se ha subrayado la influencia
de su vida en su doctrina. Así es cómo el papel dominante que asigna al querer, en la vida psíquica, hace
pensar en las luchas interiores que tuvo que sostener para corregir sus errores y renunciar a la vida
sensual; su férrea voluntad le aseguró el triunfo. O también: esos mismos desórdenes de la carne le
hacen despreciar en exceso al cuerpo, que fue la fuente de sus miserias.
Desde el punto de vista filosófico, sus principales obras son: Confesiones,
autobiografía (hacia 400), en que refiere la historia de su formación intelectual y moral hasta la muerte de
su madre (387) ; Retractaciones, escrita hacia 427: contiene un resumen crítico de sus trabajos desde su
conversión; Contra los académicos, dirigida contra los neoescépticos, cuyas dudas compartió un día;
Soliloquios; De la inmortalidad del alma; Sobre la cantidad del alma; De magistro; Del libre albedrío;
Sobre el origen del alma; las célebres obras De la Ciudad de Dios y Sobre la Trinidad, cuyo alcance es,
sobre todo, dogmático y apologético, aunque también abundan en consideraciones filosóficas.
El lenguaje es rico y lleno de colorido, pero a menudo impreciso.
Agustín no es un espíritu didáctico, y le son extrañas las preocupaciones de metodología científica. Al
escribir, suelta las riendas al pensamiento.
II. TEXTOS
A. LAS DOS DIMENSIONES ESENCIALES DE LA EXISTENCIA HUMANA
1. LA EXTERIORIDAD: EL TIEMPO.
a) El tiempo aparece como esencial al ser creado contingente.
... el mundo no fue creado en el tiempo, sino con el tiempo, pues lo que se hace en el
tiempo se hace después de cierto tiempo: después de lo que es pasado y antes de lo
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que es futuro. Ahora bien, (antes de que el mundo fuese creado), no había tiempo
pasado, puesto que no existía criatura alguna que con sus movimientos cambiantes
pudiesen medirlo. (Civ. Dei, XI, 6.)
Las cosas temporales, antes de ser, no son; y cuando son, huyen; y cuando huyen,
vuelven a no ser. Por cuanto, cuando son futuras, todavía no son; cuando son
pretéritas, ya no son. Pues ¿cómo se las apresará para que se detengan, si para ellas
el empezar a ser es tanto como lanzarse a no ser? (De lib. arb., III, 7, 21.)
Nacen éstas y mueren; y naciendo, como que comienzan a ser; y crecen para llegar a
perfección; y, ya perfectas, empiezan a envejecer y perecen. Y, aunque no todas
envejecen, mas todas perecen. Luego, cuando nacen y tienden a ser, cuanto más de
prisa crecen para ser, tanto más se apresuran a no ser. Tal es su condición. (Conf., IV,
10, 15.)
He aquí, que hablamos con frecuencia de "nuestros" años y de "nuestros" días. Pero,
¿es que son en verdad nuestros? ¡Dame siquiera una hora! Mas tú no puedes darme
nada de lo pasado, pues ya no existe, ni de lo que permanece, pues nada permanece.
(In Ps., 38, 7.)
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Estos días no son. Casi se van antes de venir, y cuando vienen, no pueden detenerse;
se unen, se suceden y no paran. De lo pasado nada se revoca. De lo porvenir, nada se
tiene, mientras no viene; y cuando viene, tampoco se detiene. (In Ps., ibid.)
Busco lo presente y no lo hallo, porque nada dura. (In loan., 38, 10.)
Pasado, presente y futuro, nos arrastran y se van. (In Ps., 127, 15.)
f) Una hora excluye a la otra, un alío excluye al otro, sin poderlos jamás poseer todos
de una vez.
Sólo llegarán a ser todos cuando ninguno de ellos exista. (Conf., XI, 13, 16.)
(Y lo que pasa con los años, sucede asimismo con los individuos y las generaciones.
Unos nacen, otros mueren. Una generación se va, he aquí que otra llega. La tierra lleva
a los hombres como un árbol sus hojas... Parece un árbol de hoja perenne... Pero mira
debajo: caminas sobre una alfombra de hojas muertas.) (In Ps., lO1,2 10.)
En naciendo los niños, parece que dicen a sus padres: ea, pensad ya en iros de aquí;
representemos también nosotros nuestra farsa; porque esta nuestra vida, ¿no se
parece a una pieza de teatro? (In Ps., 127, 15.)
h) La vida humana es como un torrente que rebosa, corre y salta espumante hacia la
muerte.
Como el torrente reúne las aguas de la lluvia y rebosa, salta, corre, y corriendo se
desagua, así es toda esta carrera de mortalidad. Nacen los hombres, viven y mueren.
Cuando los unos mueren, los otros nacen; y cuando éstos a su vez mueren, ya están
naciendo otros; llegan, suplantan, se van y no duran. ¿Qué cosa se para aquí? ¿Qué
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cosa no corre? ¿Qué cosa no va como recogida de lluvia a parar al abismo? El torrente
se forma de gotas del aguacero, se forma de pronto entre la lluvia, se va al mar; ya no
aparece, como no aparecía antes de ser, pues se ha formado por la recogida de la
lluvia.
Así, este género humano se forma de la recogida de los rincones y corre. Con la
muerte, otra vez se pierde por los rincones. Y en el intervalo, resuena y pasa. (In Ps.,
109, 20.)
Desde que se comienza a ser en este cuerpo mortal, nunca deja de estar viniendo la
muerte... Nadie hay a quien la muerte no le esté más vecina después de un año, que lo
estuvo un año antes, y hoy más que ayer, y un poco después más que ahora, y ahora
más que antes, porque el tiempo que se vive es vida que se acorta y cada día va
siendo menos la que nos queda. El tiempo de nuestra vida es carrera hacia la muerte
(cursus ad mortem), en la cual a nadie le está permitido detenerse un punto o
retrasarse en lo más mínimo. La prisa fustiga a todos por igual... Si, pues, comenzamos
a morir tan pronto como empieza en nosotros la obra de la muerte, habrá que decir que
comenzamos a morir desde que empezamos a vivir... Al fin consumida la vida, queda
terminada la muerte, que se venia realizando poco a poco. Por eso el hombre no está
nunca en vida, antes es más bien un muriente que un viviente, ya que no puede estar a
la vez en muerte y en vida. O habrá que decir más bien que vive y muere a la vez: que
vive, porque está en vida, hasta que se la quitan de algún modo; que muere, porque
está muriendo, mientras va perdiendo la vida? (Civ. Dei, XIII, 10.)
Agitarse en pos de los bienes terrenos, y devorar el tiempo, mientras es devorado por
el tiempo. (Conf., IX, 4, 10.)
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No hay tiempo sino para un espíritu que lo domina y hace presente lo pasado por el
recuerdo y lo futuro por la expectación.
En ti, alma mía, mido los tiempos... La afección que producen las cosas que pasan ‑y
que, aun cuando hayan pasado, permanece‑ es lo que yo mido de presente no las
cosas que pasaron para producirla: ésta es la que yo mido cuando mido los tiempos.
(Conf., X, 27, 36.)
ii) Es preciso que el hombre, por una experiencia intelectual profunda, supere el nivel
de los sentidos y la imaginación, que le mantienen inmerso en el tiempo, y alcance la
dimensión de la inteligencia, cuyo vértice supremo es la facultad de lo eterno.
Y así, fui subiendo gradualmente de los cuerpos al alma que siente por el cuerpo, y de
allí a aquella fuerza interior a la que los sentidos presentan las cosas exteriores y que
define el límite de lo que pueden los animales; luego llegué a la razón a cuyo juicio es
sometido todo lo que viene de los sentidos; pero, reconociéndose todavía mudable, le
fue preciso subir a la inteligencia que ella incluye; ella arrancó el pensamiento de la
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2. LA INTERIORIDAD: LO ETERNO.
a) Nuestra característica diferencial entre todas las criaturas es que nuestra verdad
trasciende el tiempo.
Esto debe ser así, aquello no debe ser así; buscando de donde juzgaba, cuando así
juzgaba, hallé la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente
mudable. (Conf., VII, 17, 23.)
b) San Agustín asciende por el sendero interior hasta allí donde se enciende la luz de la
razón.
Entré y vi con el ojo de mi alma, como quiera que él fuese, sobre el ojo mismo de mi
alma, sobre mi mente, una luz inconmutable; no ésta, vulgar y visible a toda carne, ni
otra casi del mismo género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más
claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa muy
distinta, muy distinta de todas éstas. Ni estaba sobre mi mente, como está el aceite
sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino estaba sobre mí, por haberme hecho, y yo
debajo por ser hechura suya. Quien conoce la verdad, conoce esta luz, y quien la
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más interior que mi intimidad y más elevado que mi sublimidad. (Conf., VIII, 6, 11.)
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