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HISTORIA Y REALIDAD DEL PODER

(El poder y las élites en el primer tercio


de la España del siglo xx)

11
Manuel Tuñon de Lara
© EDITORIAL CUADERNOS PARA EL DIALOGO, S. A.
MANUEL TUÑON DE LARA
n

HISTORIA Y REALIDAD

DEL PODER

(El poder y las élites en el primer tercio


de la España del siglo XX)

PRIMERA EDICION

EDITORIAL CUADERNOS PARA EL DIALOGO, S. A.


« EDICUSA »
Madrid, 1967
LOAN STACK

Depósito legal: M. 11.512.—1967

GrXficas Benzal. - Virtudes, 7. - Madrid


INTRODUCCION

La empresa que intentamos acometer necesita, sin duda,


una previa justificación. Y todavía más una labor de es
clarecimiento para evitar el riesgo del equívoco. El tema
exige manejar un instrumental de conceptos con frecuen
cia ambiguos o plurivalentes; necesitamos reducirlos a una
sola significación, clara y distinta, de modo que nos en
tendamos perfectamente sobre el objeto o hecho que se
designa por cada término. Ello a efectos pragmáticos y sin
que pretendamos presentar como resueltas cuestiones que
seguirán siendo objeto de arduos y necesarios debates.
El tema de lo que hayan sido en el primer tercio de nues
tro siglo (enero 1901-mayo 1934, para ceñirnos lo más po
sible a la exactitud cronológica) los fenómenos del Poder
y de las élites, de su interacción y de sus vínculos con la
estructura social, no es puramente gratuito ni simple pru
rito de erudición. La convicción, ya vieja en nosotros, de
que el estudio de la Historia es una incitación a provecho
sas reflexiones sobre el vivir (que es convivir) del hombre
en sociedad nos aconseja esta tarea, de suyo atractiva,
aunque no fuera más que por acrecentar nuestro conocer
en esta parcela de la realidad pasada. El tema no está
exento de peligros; sin desbordar el plano de lo histórico,
hay que traspasar las lindes de la sociología, de la ciencia
política, sin olvidar que nuestro centro de gravitación es
el acaecer histórico, los hechos en el tiempo concreto y en
la circunstancia, que, si no los determina, sí los condiciona.
Por otra parte, este librito no se hace para especialistas,
848 f
sino para todos. Se peligra, pues, tanto en torcerse por el
lado de la vulgarización, como por el de la especialización,
dos escollos que quisiéramos evitar con objeto de arribar
felizmente a puerto.
Pasamos ahora, tras esta breve declaración de intencio
nes, a lo que forzosamente constituye parte introductiva, ya
que se refiere a los términos que debemos manejar.

¿Qué entendemos por Poder?


Es obvio que esta introducción debe comprender el con
cepto que tengamos de lo que es el Poder, de lo que son las
élites y de sus posibles relaciones.
La teoría del Poder ocupa bibliotecas enteras. No es nues
tro objeto adentrarnos en ella, sino servirnos, como de úti
les para nuestro trabajo, de algunas de sus conclusiones.
Estamos ya lejos del positivismo del decano de Burdeos,
Leon Duguit, para quien el problema consistía en la distin
ción entre gobernantes y gobernados, disponiendo los pri
meros de un aparato de poder, que sería el Estado Resta,
ciertamente, el hecho de una relación de mando, de poder
utilizar la fuerza física, pero con mucha mayor complejidad
y mucha mayor precisión.
El conocido sociólogo alemán, Max Weber, definía el Po
der como «la probabilidad de imponer la propia voluntad
dentro de una relación social, aun contra toda resistencia, y
cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad»2.
Pero el hecho del Poder tiene una significación, una carga
de sentido. Por eso, uno de los más notorios teóricos del
Poder en nuestro tiempo, Georges Burdeau, ha dicho que
«el Poder es una fuerza al servicio de una idea»; es, a la
vez «un hombre o grupo de hombres» (plano histórico) y una
«potencia organizadora de la vida social» (plano concep
tual). El Estado, para Burdeau, no es sino «el Poder insti
tucionalizado» 3.
1 Jj. Dugtjit: Traite de Droit constitutionnel. París, 1928 (ter
cera edición), tomo I, p. 537.
2 Max Weber : Economía y sociedad. Méjico, 1964 (segunda
edición española), tomo I, p. 43.
3 Georges Btodeau : Traite de Science politique. Tome I. Le
pouvoir politique. París, 1949, p. 43.
Para Burdeau (tomo II) el fenómeno del poder en el Esta-
8
Para Maurlce Duverger el poder es un hecho social; «está
constituido por el conjunto de instituciones relativas a la
autoridad, es decir, a la dominación de unos hombres sobre
otros» 4.
Ahora bien; aquí entran otros ingredientes : los conceptos
de autoridad y de institución. La autoridad es la conformi
dad del grupo social con el derecho que asiste a quienes
ejercen el Poder para hacer uso de él, esa «facultad de pro
ducir el consentimiento de los demás» de que habla Berr
ííand de Jouvenel5.
Como Duverger emplea el término «dominación», convie
ne volver a la obra de Max Weber que define la dominación
como «probabilidad de encontrar obediencia a un mandato
de determinado contenido entre personas dadas»... «Toda
dominación sobre una pluralidad de hombres requiere, de
un modo normal, un cuadro administrativo 6 y «se mani
fiesta y funciona en forma de gobierno» 7.
Conviene, en fin, no confundir el consentimiento que pro
duce la autoridad, con el consenso que da lugar a la legiti
midad; ésta es un fenómeno de orden ideológico, y se da
"cuando el sistema de valores que tiene el grupo humano o
la mayoría de él coincide con los fundamentos políticos en
que se apoya el Poder, con el régimen. Problema es éste
que dejamos para otro capítulo de nuestra historia.
do se manifiesta por : a) los gobernantes, «individuos gracias
a cuya actividad se exterioriza el poder político»; b) el soberano,
«aquel que decide cuál es la idea de derecho válida en la colec
tividad..., que posee el poder constituyente» y, en realidad, está
fuera del Estado ; y c) el poder o poderío estatal («puissance»),
que es el que tiene el poder institucionalizado.
Jean-William Lapierre, en su obra Le Pouvoir politique, París,
1953, adopta la idea de «poder institucionalizado» como «poder
de derecho», frente al poder inmediato o individualizado, que
lo es de hecho.
4 Maurice Duverger: Sociologie politique, París, 1966, p. 21.
5 Bertrand de Jouvenel: De la Souveraineté. París, 1955, p. 45.
Para Emmanuel Mounier (Pour une doctrine personnaliste de
l'autorité. «Esprit», abril, 1937) la autoridad, que es preponderancia
de un valor espiritual, fundamenta el poder, que es su instru
mento visible, y se distingue, a su vez, del poderío (puissance),
materialización del poder, simple sinónimo de fuerza, cuando éste
pierde la autoridad.
6 Max Weber : Ibid., tomo I, p. 175.
7 Ibid., tomo II, p. 701.
9
En cuanto a la institución, es un modelo estructural que
puede revestir la forma de organización (un ministerio, un
parlamento, etc.) o, simplemente, de relación permanente
(clases sociales, grupos profesionales)8.
El ejercicio del Poder supone la posibilidad de tomar de
cisiones que serán acatadas y cumplidas. El eminente soció
logo norteamericano—tan prematuramente desaparecido—,
C. Wrigth Mills, decía que tiene el poder quien puede tomar
decisiones de consecuencias nacionales e internacionales,
«...en tanto que.se toman tales decisiones, el problema de
quién participa en su elaboración es el problema básico del
poder» ». Añadía que, aunque la coacción es la forma última
del poder, éste descansa también sobre la autoridad y la
manipulación.
Otros dos conocidos autores norteamericanos, Lasswell y
Kaplan, definen el poder como «el hecho de participar en
la toma de decisiones», y miden su importancia por el «gra
do de participación» en esas decisiones10.
Carece1_pyes1.jeyidente que el hecho del Poder es una re
lación de dominio, basada en la capacidad para tomar deci
siones sobre hombres y cosas. La forma máxima es el Poder
político, que tiene la esencialidad de ser irresistible y de
recurrir, como «ultima ratio», a la coacción física. Como
contrapartida, ese poder tiene que descansar, por lo mínimo,
en la autoridad (de lo contrario sería un poder pasajero,

8 En su Théorie de l'Institution, París, 1930, Renard había de


finido la misma como «una organización con fines de vida y
medios superiores en poder y en duración a los de los individuos
que la componen». Para Duverger, las instituciones son «espe
cie de modelos de relaciones humanas, sobre los que se calcan
relaciones concretas, que adquieren por ello caracteres de esta
bilidad, duración y coherencia». Y para Lapierre se trata de
«sistemas de principios, reglas, ritos, costumbres y tradiciones
que determinan la organización de estructuras sociales». Esta
última concepción, demasiado laxa, conduce a una confusión
entre instituciones e ideologías, realidades diferentes aunque
ambas pertenezcan al plano de lo superestructural.
* G. Wrigth Mills : Política, Pueblo, Poder. Méjico, 1964, p. 3.
Véase del mismo autor La élite del Poder (todo el capitulo pri
mero). Méjico, 1957.
10 Harold D. Laswell and Abraham Kaplan: Power and So.»
ciety. New Haven and I^ndon, 1950, p. 16.
ie
momentáneo), y requiere para su ejercicio una organización.
La máxima organización del poder político es el Estado.
Una figura cumbre de la ciencia política, Herman Heller
—desaparecido también prematuramente en España, donde
encontró asilo al tener que abandonar, bajo el terror hitle
riano, su patria alemana—, explicaba ya que el poder polí
tico jurídicamente organizado era el Estado, pero que «el
poder del Estado es tanto más firme cuanto mayor es el
voluntario reconocimiento que se le presta»11. Heller nos
enseñó ya que el fenómeno del poder pertenecía a la reali
dad social, pero que no se puede comprender sin tener en
cuenta que se trata de una realidad dialéctica, cuyos dos
polos son el hecho social de la decisión e incluso la coacción
física y su validez normativa, esto es, su referencia a unos
valores, su carga ideológica. El Poder intenta siempre rea
lizar, objetivizar una idea. Heller estableció también una
distinción que nos servirá de mucho. «En toda organización
—dice—hay que distinguir la cuestión del poder objetivo de
la organización, la del poder subjetivo sobre la organización
y la del poder subjetivo en la organización»12. Apliquemos
esto al Estado. En el primer caso es el poder del propio Es
tado, su capacidad de acción; en el segundo caso se trata de
quién tiene poder para accionar sobre el aparato estatal.
Este caso puede darse o no darse en la práctica, pero es de
sumo interés para captar la función de ciertas élites, y nos
interesa particularmente. En fin, el tercer caso es una cues
tión de jerarquía dentro de la estructura estatal; quiénes
mandan, quiénes ejecutan lo mandado, qué posibilidad de
decisión hay en este o aquel nivel de la administración, en
esta o aquella institución.
Como se ve, en esta clasificación aparentemente teórica,
está ya implícita la problemática de los «gobiernos ocultos»,
de los grupos de presión, del papel de la burocracia, de las
instituciones castrenses, etc.
Quienes ejercitan el Poder tienen medios para acrecentar
su autoridad. Quienes poseen el Poder disponen, desde lue
go, de la coacción material, que puede tener forma física,
económica y otra, relativamente disimulada: el encuadra-
mlento colectivo y el control sobre el grupo humano. Pero

11 Hermán Heller: Teoría del Estado. Méjico (segunda edi


ción, 1947), p. 270.
13 Ibid., p. 272.
11
la coacción produce, en todo caso, la no resistencia y rara
mente el aumento de autoridad. Esta se refuerza principal
mente por la ■propaganda que Duveger define como «esfuer
zo hecho por un gobierno para persuadir a los gobernados
de que deben obedecerle». La propaganda puede ir unida a
la coacción o recurrir tan sólo a la persuasión. Pero la pro
paganda puede ser de los gobernantes que ejercen el poder,
de una élite, de una clase social, etc. Y junto a la propagan
da hay algo más importante : la carga ideológica de una serie
de creaciones intelectuales, cuyas representaciones y con
ceptos están conformados y hasta deformados por su ori
gen social. Pero este segundo aspecto escapa en gran parte
al objeto de nuestro trabajo.
Herman Heller decía, refiriéndose a las dictaduras, que su
aparato podía perfeccionarse «gracias al enorme desarrollo
experimentado en los últimos cien años por la técnica de
la dominación física y psíquica de las masas mediante tan
ques, aviones, y gases y por la prensa, el cine, la radio y la
escuela, así como, y sobre todo, por la presión sobre los
estómagos». En verdad, en nuestro tiempo, todos esos me
dios de mantenerse en el Poder, de acrecentar la autoridad,
de ganar adhesiones para un tipo de legitimidad son utiliza
dos, en mayor o menor medida, por los Estados de cualquier
forma13. Conste, pues, que tenemos que ocuparnos de las
posibles relaciones entre las élites y estos medios de mante
ner y acrecentar el Poder.
Resulta indispensable hacer también referencia a los tér
minos, con tanta frecuencia empleados, de poder económi
co, poder social, etc. Sin duda, hay una especificidad de po
der económico, por ejemplo : en la dirección de una empresa
dentro de su radio de acción, o en la empresa o cartel de em
presas que monopolizan un mercado. Hay un poder social
dentro de muchas asociaciones, en el interior de la estruc
tura escolar, etc. Para nuestro estudio sólo nos interesan
en la medida en que esos poderes están respaldados por el
poder político, o en el caso de que ejerzan a su vez una in-
fuencia sobre el poder político, o, por último, en el caso
de que entren en conflicto con él, llegando incluso a la as-

13 «Todo ejercicio de la autoridad supone el recurso, por lo


menos posible, a la manipulación de los demás», dice Prancois
Bourricaud en su Esquisse d'une théorie de l'autorité (p. 239).
12
piración de convertirse en poder político o participar en su
ejercicio.
Esto nos lleva a considerar un hecho muy importante : las
estructuras de poder que no son el Poder institucionalizado
(Estado), pero que llegan a ser, en ocasiones, poderes de
hecho o contrapoderes. Están, en primer lugar, los partidos
políticos, grupos organizados, con una estructura interna
de poder, que aspiran a conquistar el Poder político o a par
ticipar en su ejercicio, lo mismo si se autodenominan así o
si ocultan su realidad sociológica bajo otro nombre. En de
terminada coyuntura, un partido político, que represente una
parte de la sociedad cuya idea de legitimidad es contraria a
la del régimen, puede llegar a ser un poder de hecho o con
trapoder. Pero también puede llegar a serlo—y en España
se han dado casos—un sindicato obrero o una asociación
patronal.. Estos poderes de hecho son estructuras de poder
que tienen la misma problemática del Poder : el poder deci
sorio, la autoridad, la función de las élites y su relación con
el todo, su administración y burocracia, sus medios de pro
paganda y encuadramiento. También a ellos puede aplicár
seles la clasificación tripartita de Heller; poder de la organi
zación, sobre la organización y era la organización. Tiempo
tendremos de ver la aplicación de estos principios a casos
concretos.
En circunstancias en que el consenso de una comunidad
nacional sobre lo que sea la legitimidad queda verdadera
mente roto, los poderes de hecho desempeñan un papel de
primer orden y llegan, a veces, a reemplazar al Estado en
muchas de sus funciones.
Georges Lavau estima que, por lo menos en las socieda
des no totalitarias, estas estructuras de poder diferentes de
la del «poder político estabilizado», son hecho normal : «pue
den mantener con el poder político relaciones de competen
cia, de complementaridad, de control alternativo»»4. Se
piensa, naturalmente, en partidos, sindicatos, iglesias, aso
ciaciones de casta o linaje, agrupaciones oligopolísticas, etc.
(En el fondo, ese criterio no dista mucho del de Lassalle,
desarrollado por Heller, de que la Constitución real de un

14 Georges Lavau : Sciences sociales et pouvoir politique, en


el libro Pouvoir et Société. Centre Catholique des Intellectuels
PranQais, París, 1966, p. 36.
13
país no es otra cosa que las relaciones reales de poder que
se dan en él, la constelación de poderes reales.)
En resumen, y para empezar nuestro itinerario histórico
con la mayor claridad posible, nos parece que se puede adop
tar como hipótesis de trabajo una idea delPoder que recoja
los siguientes rasgos ensenciales: capacidad de tomar deci
siones que afectan a la vida y relaciones de los hombres que
forman una sociedad delimitada en el tiempo y en el espa
cio, o a parte de ellos, basada en el consentimiento—por lo
menos tácito—de esos hombres al ejercicio de dicho poder,
respaldada en último término por la fuerza física irresistible
y apoyada en un repertorio de medios materiales y psicoló
gicos. El Poder supone una organización y, concretamente,
una administración, y para ser efectivamente tal tiene que
ser superior a toda cualquier otra estructura de poder. Estas
otras estructuras de poder, en la medida en que aspiran a
ejercer el poder político, que le ofrecen resistencia, que lo
complementan o sustituyen, que llegan a negociar con él,
etcétera, forman parte del hecho histórico del Poder que
debemos estudiar.
Toda estructura de poder tiene tres aspectos : el de la efec
tividad de su poder, de su dominación; el de su estructura
interna, jerarquización, articulación, reparto de competen
cias, etc.; y el de sí obedece o no a una fuerza o grupo social
que actúe exteriormente sobre ella. Resulta obvio añadir
que todo poder responde a un sistema de valores socio-
-techo ideológico—que pretende llevar a la prác-

Las élites que ejercen el Poder.


¿Qué es una élite?, es la primera pregunta que nos viene
a mientes. Y como cuestión previa, estamos en la obliga
ción de explicar por qué empleamos este vocablo cuya espa
ñolidad es más que discutible. Pero resulta que si empleáse
mos el término «minoría» sería harto impreciso, y si dijé
semos, siguiendo a Ortega, que era «un grupo de hombres
especialmente cualificado», lo mismo que si hablásemos de
«minoría selecta» o «egregia», daríamos al término una cali
ficación de valor que no cuadra con nuestros propósitos. Hoy
en día el término «élite» y el de «elitismo» han tomado carta
de naturaleza en la literatura sociológica española y día Ue
14
gará en que tengan su refrendo académico. Como llegó, por
ejemplo, con el horroroso término de «estraperto» de tan
triste carga en sus dos acepciones.
Una élite es, pues, en el sentido que vamos a utilizar el
término, un grupo reducido de hombres que ejercen el Poder
o que tienen influencia directa o indirecta sobre el Poder.
C. Wrigth Mills, refiriéndose a la sociedad norteamericana,
ha definido como élite o minoría del poder, «los círculos po
líticos, económicos y militares que, como un conjunto in
trincado de camarillas que se trasladan e imbrican, toman
parte en las decisiones que por lo menos tienen consecuen
cias nacionales»15. Aunque la definición sea demasiado ca
suística para adaptarla a España, vale como punto de refe
rencia. Conviene añadir que una élite necesita también tener
autoridad. Si no es así, es más bien una oligarquía o una ca
marilla (una élite puede ser, al mismo tiempo, una oligar
quía, si monopoliza el poder y lo ejerce en provecho exclu
sivo propio).
En cambio, incluso en los sistemas más democráticos, toda
estructura de poder implica la existencia de una élite. La
cuestión reside en el nombramiento, control y revocación
de esta élite, en sus vínculos constantes con la base social
de esa estructura. Pero «todo ejercicio de poder está sujeto
a la ley de pequeño número»16.
La cuestión esencial reside en que las élites no descansan
en el vacío ni están radicalmente separadas de la constela
ción de fuerzas sociales que existe en la circunstancia histó
rica. Una élite tiene hondas raíces sociales, tanto directas
(origen social, inserción de sus miembros en las estructuras
sociales, condicionamiento por el modo de vida) como
indirectas o ideológicas (formación, comercio intelectual, in
serción en una ideología). Una de las mayores mixtificacio
nes que se dan en nuestros días es la de abstraer el concepto
de élite del todo social, de sus contradicciones y antagonis
mos, apoyarse en lo anecdótico y adjetivo de sus miembros
en detrimento de sus vinculaciones esenciales en lo social y
lo ideológico. Ese es el camino que lleva a la doctrina de la
«tecnocracia», por no citar más que un ejemplo de actua
lidad.
Otro destacado teórico del poder, Jean-William Lapierre,
15 La élite del Poder, p. 25.
18 HERMAN HKT.T.ER : Op. CÍt., p. 275.
15
dice que la opinión pública suele estar dirigida por «la ideo
logía de las clases dominantes, las cuales disponen de me
dios de cultura y de información»... «la élite es su élite; de
modo que no sólo las instituciones, producto de la cultura,
están hechas por los grupos dominantes y directivos, para
fundar en derecho una jerarquía inscrita de hecho en las
relaciones sociales en el momento en que se establecen esas
instituciones (una Constitución es, generalmente, obra de
abogados y profesores), sino que también la opinión pública
está bajo la influencia preponderante de una élite vinculada
a esa jerarquía17.
Por ahí llegamos a una clasificación esencial de las élites
según sus funciones : élites que ejercen el Poder (por ejem
plo, en el Gobierno, en la administración, en el ejército, en
el parlamento, en los partidos, etc.) y élites que influyen en
el Poder. La influencia puede ser material, espiritual o de
ambas clases a la vez (por ejemplo, altos jefes de empresa,
jerarquía eclesiástica, órganos de prensa y lo que es espe
cíficamente la élite intelectual de una sociedad dada).
Hay élites que deciden tanto desde dentro como desde fue
ra dé la estructura de poder, y élites que orientan.
En todos los casos las élites son portavoces de un grupo
social. Cuando una élite toma conciencia de una situación o
de unos problemas antes que el grupo social del que emerge,
se convierte en su vanguardia18.

Grupos de presión
Para completar este esquemático panorama del Poder nos
falta considerar la acción de grupos organizados que actúan
sobre él para influenciarlo, pero sin aspirar al ejercicio di
recto del mismo. Estos son los grupos de presión, sobre los
que se han hecho en los últimos tiempos numerosos estu
dios y escrito montañas de libros; esa labor es muy intere
sante, pero no está exenta de cierto carácter de «moda in
telectual» y de una tendencia a la mixtificación en cuanto
que, al presentar una extensa pluralidad de grupos de pre-

" J. W. Lapierre: Op. cit., p. 98-99.


»• Héctor P. Agosti: Conferencia en la Universidad de Bue
nos Aires, recogida en Tántalo recobrado, Buenos Aires, 1964.
16
sión, se desdibujan los denominadores comunes de clase
o de capa social.
La característica esencial de los grupos de presión es que
nó aspiran a la conquista y ejercicio del Poder, sino a actuar
sobre élfdesde fuera; ja presionar. Según Jean Meynaud—uno
de los investigadores más concienzudos de este fenómeno
sociológico—son grupos de interés cuyos responsables uti
lizan la acción sobre el aparato gubernamental para lograr
el triunfo de sus aspiraciones o reclamaciones1'. Pero re
conoce que la categoría no es nada homogénea, como lo de
muestra la distinción entre grupos profesionales y grupos
de vocación ideológica. La tipología es de lo más variado,
pues existen desde las organizaciones que cuentan entre sus
múltiples funciones la de ejercer presión sobre el Poder, sin
que ello sea su razón primaria de ser (sindicatos obreros,
organizaciones patronales) hasta aquellas cuya esencialidad
es esa de la presión (por ejemplo, partidarios parlamenta
rios del «Estatuto del Vino» durante la segunda república).
Aunque las fronteras de los grupos de presión distan mucho
de estar bien definidas, conviene estar en guardia contra su
excesiva extensión, causa de numerosas, confusiones. Está
claro que un partido político (que por esencia aspira a la
conquista y ejercicio del Poder) no puede confundirse con
un grupo de presión, aunque éste sí puede ejercer su acción
sobre un partido o grupo político. Una institución pública
(administración de un Ministerio, Ejército, dirección de em
presas estatales) no puede ser un grupo de presión porque
actúa desde dentro. Puede haber, eso sí, funcionarios o
militares que actúen como grupos de presión20.
En todo grupo de presión, en la medida en que cristaliza
en formas orgánicas, se da el fenómeno de la minoría diri
gente. El fenómeno es más neto en los grupos que tienen
carácter multitudinario o de masas, aunque estén regidos
por una normatividad democrática.
• * •
La última observación de orden genérico que nos resta
por hacer es que «no es preciso que cada miembro de la
élite sea un hombre que intervenga de modo personal en
11 Jean Meynaud: Les groupes de pression. París, 1965t p. 10.
*• Sin embargo, hay autores como Duverger que estiman que
el Ejército puede ser un grupo de presión.
3 17
todas las decisiones adscritas a ella». En efecto, tener el
poder, no equivale a ejercer la facultad decisoria cada día
y en cada cuestión.
Ademas la posesión del Poder tiene una doble acepción;
se dice que tiene el Poder, que «está en el Poder», de alguien
que toma esas decisiones fundamentales. Pero también se
dice de una clase social, de un sector de clase o capa social,
de un grupo castrense, etc., que «tiene el Poder» porque las
decisiones del Poder corresponden a sus intereses esenciales
de clase, sector o grupo. Pero esas decisiones se toman en
la realidad fáctica por las élites que ejercen directamente
el Poder y que representan intereses, ideología y puntos de
vista de esa clase, sector o grupo. Por eso la vinculación de
una élite con su raíz o base social es imprescindible para
conocer la naturaleza auténtica del Poder. Esa es la idea
que parece apuntar Aranguren cuando prefiere el término
Poder al de Estado o Gobierno: «lo que importa a la ciencia
política—dice—es lo que hay "detras" de ese aparato (el del
Gobierno) : las fuerzas políticas reales. En efecto, los gober
nantes son con frecuencia personas interpuestas, las institu
ciones jurídico-políticas, una "superestructura", como suele
decirse, y los poderes llamados legislativo y ejecutivo, sim
ples delegaciones de poder...» Y añade que «con frecuencia,
los mismos primeros actores políticos tampoco son más que
vedettes lanzadas y dirigidas por quien realmente detenta
el poder».
Conviene, en fin, saber : en primer lugar, cuáles son las éli
tes que verdaderamente toman las decisiones y cuáles son
sus vinculaciones sociales e ideológicas; en segundo término,
no ignorar que por muy poderosos que sean los miembros
de esa minoría y por muy restringido que aparezca el círcu
lo del poder (incluso en los casos del llamado poder perso
nal), hay personas y grupos que ejercen influencia y que, de
hecho, coadyuvan directa o indirectamente, a la adopción de
decisiones. La complejidad de las funciones políticas en el
mundo contemporáneo repercute en la complejidad de fac
tores que determinan cada decisión.
Esta introducción puede servirnos de pauta general para
estudiar un período de nuestra historia, es decir, como mode
lo al que adaptar nuestro esfuerzo de comprensión.
Para abundar más en ella, y a riesgo de un inevitable es
quematismo, intentamos a continuación una expresión grá
fica de dicho modelo.
18
Gráfico 1
Esquema de orden general sobre las relaciones de legitimidad
entre el poder y la comunidad—representada comúnmente por éli
tes—. Cuando las zonas que niegan el consenso llegan a ser más
vastas que la zona que estima legítimo el poder, se produce la
ruptura y la aparición de poderes de hecho a través de las élites
de signo negativo. El conjunto de líneas de fuerza y de zonas de
consenso y de negativa muestra, de manera muy rudimentaria,
las posibilidades de equilibrio del poder.

19
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I. EL PODER Y LAS ELITES EN LA
MONARQUIA PARLAMENTARIA

Primer período: 1901-1916.


Despunta el siglo xx, ese siglo que dicen seré del progreso,
en que las maravillas del vapor, del telégrafo y del ferro
carril, serán ampliamente superadas por la utilización de la
energía eléctrica, el desarrollo de los ruidosos e incipientes
automóviles, el espectáculo de esas imágenes movientes en
una pantalla blanca con que los hermanos Lumiére han lla
mado la atención de los espíritus más avisados. Es—¡ay!—
también un siglo que nace bajo el signo de densos nubarro
nes en el concierto internacional, en el que las rivalidades y
pasiones se ven atizadas por la ambición sin límites en el
reparto del mundo.
España llega al siglo entre esperanzada e ingenua, sin res
tañar el desgarrón del desastre colonial del 98, arrastrando
el pesado lastre de añejas estructuras y los viciados hábitos
del caciquismo, pero con un hondo sentido de replantea
miento de valores en lo más lúcido de sus hombres.
España es una monarquía constitucional y, precisamente,
el rey niño accederá en 1902 a la mayoría de edad. Según la
Constitución de 1876, que pertenece al género de las llama
das «pactadas», son soberanos, conjuntamente, el monarca
y las Cortes; soberanos en el sentido de Burdeau: «aquel que
decide la idea de derecho válida en la colectividad» >, siendo
1 O. Burdeau : Traité de science politique, t. II, L' Etat. París,
1949, p. 267-269.
21
«el rasgo esencial de la soberanía la posesión del poder cons
tituyente». En «las Cortes con el rey» reside, según el ar
tículo 18 de dicha Constitución, el poder de hacer las leyes.
Las Cortes votan los presupuestos del Estado y fijan, a pro
puesta del rey, la fuerza militar permanente. El Gobierno
tiene que gozar de la doble confianza del rey y de las Cor
tes. Cuando llega el nuevo siglo, el Congreso de los Diputa
dos se elige ya por sufragio universal, igual, directo y secre
to. En cuanto al Senado, es un cuerpo no democrático, con
fuerte preponderancia de la nobleza.
Debemos ahora ver quién ejerce el Poder de acuerdo con
la «Constitución real» del país.
El rey es un rey constitucional, cuyos actos deben ser re
frendados por los ministros. Estos deben gozar de la con
fianza regia y de la confianza parlamentaria, y se apoyan en
una estructura administrativa en cuyo plano superior están
los subsecretarios (cargo político también) y los directores
generales. El rey tiene el mando supremo de los Ejércitos,
pero sus actos deben ser refrendados por los ministros co
rrespondientes. Del Gobierno, pues, dependen los órganos
en que se concreta la fuerza física del Poder: Ejército, Po
licía, Guardia Civil... El Poder se articula en cada provincia
a través de un gobernador civil (jefe supremo de la adminis
tración) y de un gobernador militar. La justicia se ejerce
por funcionarios inamovibles (magistrados y jueces), con su
jeción a normas legales, no reconociéndose, según el artícu
lo 75 de la Constitución «más que un solo fuero para todos
los españoles en los juicios comunes, civiles y criminales».
Si los textos constitucionales nada decían, la práctica ins
titucionalizó el llamado «turno del poder», remedo del siste
ma británico, según el cual uno de los dos partidos dinásti
cos (conservador y liberal) formaba Gobierno, y el otro cons
tituía «la oposición de Su Majestad», en espera de que le
llegase su vez en el ejercicio del Poder. La armadura insti
tucional de los partidos turnantes fue sólida mientras vivie
ron sus fundadores, Cánovas y Sagasta. En la época que nos
ocupa, muerto el primero en 1897, y el segundo al comenzar
el año 1903, y planteada en el país una problemática dife
rente, el sistema de partidos turnantes se resquebraja lle
gando a la ruina, como tendremos ocasión de ver, en el se
gundo decenio del siglo.
En los primeros años del siglo, las otras organizaciones
de vocación política no puede decirse que alcancen el nivel
2a
de auténticos poderes de hecho estructurados. Proliferan,
por el contrario, importantes grupos de presión y se perfi
lan algunos esfuerzos de élites intelectuales. Naturalmente,
Poder institucionalizado y poderes de hecho, partidos y gru
pos de presión, todos con sus correspondientes élites, en
troncan en una estructura social cuya naturaleza y evolución
fundamentales damos por conocida, ya eme resultan impres
cindibles para comprender la función de las élites2.
En fin, un rasgo esencial de estos años es el consenso ma-
yoritario sobre la legitimidad del Poder. Si bien es verdad
que ésta es contradicha por la extrema derecha carlista y
por los grupos republicanos y del creciente movimiento obre
ro, cabe señalar: a) que se trata de sectores minoritarios;
b) que aun así, la mayoría de ellos admiten «jugar el juego»
del sistema legal establecido. La puesta en tela de juicio de
la legitimidad es un fenómeno valorativo, pero no supone
que se intente la ruptura del orden legal fundamental, cosa
que ocurrirá después. Es la importante diferencia entre lo
que Duverger llama «la lucha en el régimen» y «la lucha so
bre el régimen»3, distinción a la que conviene unir otra, ya
apuntada por el citado profesor : se puede discrepar en cuan
to a la legitimidad en el fondo, es decir, en cuanto al juicio
de valor sobre el Poder y sus ñnes, pero aceptar el sistema
de normas establecido para la transferencia del Poder, para
s Véanse, entre otros, los siguientes textos a los cuales me
remito :
J. Vicens Vives : Historia social y económica de España y
América, tomo V. Barcelona, 1959.
M. Fernández Almagro : Historia del reinado de Alfonso XIII.
Madrid, 1933.
Jover, Reglá y Seco: Introducción a la Historia contemporá
nea de España. Barcelona, 1965.
C. Seco : Historia general de los pueblos hispanos, tomo VI.
Barcelona, 1962.
A. Marvaud : L'Espagne au XXéme siécle. París, 1913.
G. Brenan : El laberinto español. París, 1962.
F. G. Bruguera : Histoire contemporaine d'Espagne. Gap.,
1954.
R. Carr: Spain, 1808-1939. Oxford, 1966.
A. Ramos Oltvetra : Historia de España (tomos n y IIB. Mé
jico, 1944.
M. Tttnón de Lara : La España del siglo XIX. París, 1961.
M. Tunón de Lara : La España del siglo XX. París, 1966.
9 M. Duverger: Sociologie politique. París, 1966, pp. 283-287.
23
acceder a él; se acepta el método, pero se discrepa en cuanto
al fin. Hay, pues, consenso en cuanto a la legitimidad de for
ma. La distinción nos parece de sumo interés para nuestra
historia.
De 1901 a 1916 hay 18 gobiernos en España, pero sólo 12
jefes de gobierno: Sagasta, Silvela, Villaverde (2 veces), Mau
ra (2 veces), Azcárraga, Montero Ríos, Moret (3 veces), López
Domínguez, Vega de Armijo, Canalejas, Romanones (2 veces)
y Dato. En verdad, son Maura, Canalejas, Romanones y Dato
los que ejercen durante más tiempo efectivo la presidencia
del Gobierno.
Visto así, pudiera creerse en una extremada movilidad del
ejercicio del Poder. La realidad es muy otra; los gobiernos
quebraban, las más de las veces, por contradicciones inter
nas, rivalidades de sector cuando no de camarilla, presiones
de la corona o de grupos militares (que de todo hay) y, por
excepción, por un gran movimiento de opinión. Tal vez este
caso se limita a la caída de Maura en 1909. Pero lo que da
idea del carácter restringido de grupo que ejercía el Poder,
con etiquetas de conservadores y liberales y de facciones
dentro de estos dos partidos, es la reaparición constante de
los mismos nombres en los puestos ministeriales. Villaverde,
que ya había sido ministro de Hacienda en 1899, vuelve a
serlo con Silvela en 1902, en un Gobierno en que Maura es
ministro de la Gobernación. Bugallal es dos veces ministro;
Gasset, cinco veces. La Cierva, gobernador de Madrid en 1903
(siendo ya omnipotente cacique de Murcia), entra en el Go
bierno Azcárraga (1904), luego en el de Villaverde, para ser
luego ministro de la Gobernación en el «ministerio largo»
de Maura (1907-1909); más adelante veremos cómo prosigue
su carrera. El marqués de Vadillo es cuatro veces ministro;
Sánchez de Toca, dos veces, y luego presidente del Senado
(en el que sustituye a Azcárraga). González Besada y Rodrí
guez Sampedro son tres veces ministros. García Prieto entra
como ministro de la Gobernación cuando forma Gobierno
su suegro, Montero Ríos, en 1905; luego es ministro con Mo
ret y, en 1910, con Canalejas, no siéndolo con Romanones por
ser precisamente el jefe de la facción opuesta en el seno de
los liberales. El caso del conde de Romanones es bien cono
cido : ministro de Instrucción pública en 1901, luego en 1905,
en dos gobiernos de 1906, y más tarde con Canalejas, hasta
escalar el puesto supremo a la muerte de éste en 1912. Na
varro Reverter es cuatro veces ministro. Santiago Alba, que
24
ya había sido Gobernador de Madrid, entra en el segundo
Gobierno Moret de 1906 como ministro de Marina; en 1911,
cuando Canalejas reorganiza su Gobierno; y en 1912, con Ro-
manones, accede a la cartera de Gobernación, puesto clave
que también ocupará en el Gobierno Romanones en 1915,
pasando a Hacienda el siguiente año.
Continuemos: Villanueva, ministro en 1905 con Montero
Ríos, lo fue de nuevo en 1911, en la reorganización de Cana
lejas. Continúa con todo el equipo de éste en el primer Go
bierno Romanones en 1912, pero también sigue después de
la reorganización, dejando sólo la cartera de Fomento para
ocupar la presidencia del Congreso, al fallecer Moret. En
1915 es otra vez ministro con Romanones, ahora en Estado,
luego en Hacienda, para volver pronto a la Presidencia del
Congreso.
Amalio Gimeno es cuatro veces ministro, de 1906 a 1915,
y Barroso, cinco veces.
Incluso en el Ministerio de la Guerra se ve dos veces al
general Martitegui (designado de hecho por el rey), tres ve
ces a Weyler y cinco veces al general Luque.
Lo verdaderamente raro era que un señor pasase meteóri-
camente por un ministerio sin volver a ocupar otro cargo de
igual rango. El caso de Sánchez-Guerra es aparte, pues aun
que sólo ocupó la cartera de Gobernación en el primer Go
bierno Maura (1903), su desaparición en el segundo se debe
a haber sido desplazado por La Cierva, pero lo veremos re
aparecer en plena forma en 1917.
Hay, pues, un grupo o élite que, con la etiqueta conserva
dora o liberal, permanece siempre en el ejercicio del Poder,
controla las palancas del Estado—con las limitaciones que
luego veremos—y encabeza una administración que todavía
no tiene grandes complicaciones técnicas. La orientación li
beral clásica limita la importancia de los Ministerios a las
carteras-clave de Gobernación, Estado y Guerra. La de Fo
mento empieza a necesitar altos puestos técnicos, igual que
la de Hacienda. En cuanto a Agricultura, Industria y Comer
cio e Instrucción Pública, se consideraban paradójicamente
como carteras a dar a los noveles para que hiciesen su apren
dizaje ministerial.
A este grupo de gobernantes se accedía por sus pasos con
tados, entrando en el mecanismo de un partido de turno que
«fabricaba» los diputados, logrando influencias dentro de
él, ocasiones de brillar en el Congreso, cargos como ciertos
25
gobiernos civiles de primer orden—ya lo hemos visto—,
etcétera. Para acceder al grupo de gobernantes había que
entrar previamente en el sistema. Juan Marichal ha hablado
con acierto de «la oligarquía parlamentaria»..., «grupo do
minante, donde los políticos profesionales y los escritores
procedían con frecuencia del estrato social que Cánovas lla
maba las familias parlamentarias» 4. En verdad, la tal oligar
quía no era sino expresión o reflejo de una oligarquía eco
nómico-social, asentada en las arcaicas estructuras del país,
que utilizaba el caciquismo como instrumento político crea
dor de esa oligarquía ministerial y parlamentaria.
Lo primero que cabe preguntarse es cuál era el origen
social y la «circunstancia» de estos hombres que, durante
largos años, disfrutaron de hecho del ejercicio del Poder.
En cuanto al origen social se impone una distinción : hom
bres pertenecientes a las oligarquías del poder económico
que participaban directamente del ejercicio del poder polí
tico, y hombres surgidos de la extensa gama de clases me
dias que, desde jóvenes, se habían integrado en el sistema
elitista de la política injertado en el Poder. Entre los pri
meros, pueden distinguirse los pertenecientes a la nobleza y
aquellos de la gran burguesía ascendente de la segunda mi
tad del siglo xix (que a su vez es ennoblecida, formando un
segundo e importante estrato de la nobleza, como tendremos
ocasión de ver).
El carácter de este trabajo nos veda consagrarnos a un
examen exhaustivo; deberemos, pues, limitarnos a las fi
guras más representativas.
El núcleo de la élite política está formado por hombres
nacidos en la clase media (familias de propietarios medios
que alternan con profesiones intelectuales dadas a la polí
tica, la abogacía en primer lugar). Su circunstancia les
lleva : a) en el orden material a un nivel de renta elevado y,
con frecuencia, a participar en los beneficios de las capas
superiores; b) en el orden de la ideología, a compartir los
valores del Estado liberal de clase montado sobre una
vieja estructura que no ha cumplido la tarea de desarrai
gar las relaciones de producción de un tipo de sociedad
anterior a las revoluciones burguesas, lo que les lleva a un

* J. Marichal: La vocación de Manuel Azaña, estudio intro


ductivo al tomo I de las obras completas de M. Azaña. Méjico,
1966. pp. XXXVII y LXXIII,
26
conformismo pragmático con los usos político-sociales de
la Restauración. De hecho, en la conciencia de todos, las
representaciones de Poder y Pueblo están como separadas
por un foso. Cánovas y Sagasta habían surgido de ese
medio. Silvela (que había nacido en París, en 1830, porque
su padre y abuelo eran liberales antifernandinos) fue uno
de los primeros abogados de las altas clases madrileñas,
hombre integrado en el «sistema» desde que en 1863 fue
diputado por Avila (miembro de la Unión Liberal), con un
escepticismo total sobre las posibilidades de regeneración
del país. Casóse Silvela con la hija heredera de los Loring
y de esa unión nació su penetración en empresas capitalis
tas de primer orden en Andalucía, donde se invirtieron no
pocos capitales de origen agrario: los Ferrocarriles Anda
luces el siglo pasado, y la Hidroeléctrica El Chorro, en los
albores del presente, de la que más tarde su hijo llegaría
a ser presidente. Fue gran accionista de empresas eléctricas
que entonces se organizaban.
El caso de Maura, de la clase media mallorquína, es el
del típico abogado que se forma y crece al amparo de los
personajes de la política y del foro, ellos mismos propieta
rios, típicos representantes de las clases que se enriquecen
en la Restauración: Gamazo y Alvarez Bugallal; y de la
entrada en el sistema por vinculación familiar (casamiento
con la hermana de Gamazo), si bien su primer acta de di
putado la logra gracias a otra personalidad de la Restau
ración: Alonso Martínez. Sin disminuir en nada sus indis
cutibles dotes, conviene observar cómo, dentro del sistema,
llega a ocupar, en 1886, una vicepresidencia del Congreso.
Por fin, en 1892, llegó a la cartera de Ultramar, con Sa
gasta. Sobre la «circunstancia social» de Maura resulta sig
nificativo que, cuando eL 27 de junio de 1905, se decide a
hacerse con la jefatura del partido conservador, frente a
Villaverde (que morirá tres semanas después), su primer
paso es una carta dirigida a las siguientes personas para
que respalden su pretensión: conde de la Moriera, conde
de Torreanaz, conde de Moral de Calatrava, conde de Bér-
nar y Abilio Calderón, este último gran cacique de la pro
vincia de Palencia, todos ellos «cuadros políticos» de la
Restauración, ennoblecidos por ésta.
Montero Ríos y Moret, también de clases medias acomo
dadas, pasaron ambos por el ejercicio de cátedra en la
Facultad de Derecho y por la experiencia de 1868. Muy
27
longevos, el primero llegó a la jefatura del Gobierno a los
setenta y tres años, pero siempre fue un cuadro esencial
de la rueda «liberal» del engranaje del turno. Fue quien
firmó el Tratado de París. El segundo tuvo mayores inquie
tudes intelectuales y de su vinculación con la Institución
Libre de Enseñanza saldrían frutos como la Junta para
Ampliación de Estudios. Tuvo, tal vez, una visión más
clara de la catástrofe que se avecinaba en las Antillas,
aunque no pudo evitarla como ministro de Ultramar. Como
jefe de la diplomacia, había arrastrado a España a la Trí
plice Alianza, aunque en la ancianidad cambió su proger
manismo por una preferencia hacia Inglaterra.
Canalejas, de una familia con grandes intereses en las
compañías ferroviarias, fue, probablemente, un caso aparte,
en el sentido de que comprendió la necesidad de una «mo
narquía». Hubo auténtica diferencia entre la oligarquía tra
dicional y una burguesía ascendente que hubiera podido
estar representada por Canalejas. Sin embargo, actuó den
tro del sistema y no salió de la élite política que ejercía
el Poder.
Propietario y abogado es un doble marchamo para los
miembros de aquella élite: ejemplo, Sánchez-Guerra. El
abogado, ya lo hemos visto, podía penetrar en la élite a
través de un enlace familiar. Más neto que el caso de
Maura es el de García-Prieto. Casado con la hija de Mon
tero Ríos, cuando éste forma Gobierno en 1905, él es su
ministro de la Gobernación.
El caso de Santiago Alba es un ejemplo de alguien ya
nacido en «las familias políticas. Su padre, abogado, dipu
tado por Villalpando, del grupo de Gamazo, todo él vincu
lado a los propietarios agrarios de Castilla. Abogado tam
bién él—¡no faltaba más! La Facultad de Derecho era la
«Escuela de Mandos o de Cuadros» de la Restauración—,
periodista (en propiedad de El Norte de Castilla), pronto
vinculado a la acción de presión de las Cámaras de Co
mercio y de la Liga de Productores, fue también otro de
los hombres que comprendió el papel que la burguesía
debía desempeñar, sin romper los moldes institucionales
de la monarquía. Pero todo ello dentro del «sistema», per
teneciendo a la élite de «las familias políticas», sirviéndose
de los usos y abusos de la Constitución real del país. Em
pezó por ser gobernador de Madrid—antesala importante
que muchos políticos utilizaron—, para ocupar una carte
28
ra, que no era ta suya, la de Marina, con Moret en 1906.
En la reorganización ministerial de Canalejas—1911—ocu
pó otro ministerio considerado, ¡ay!, de noveles: el de
Instrucción Pública. Pero al terminar 1912, cuando Roma-
nones instala su verdadero Gobierno, entra en Goberna
ción; y otra vez, en 1915, será el ministro de la Gobernación
de Romanones. Como el que más y el que menos, Alba
«fabricará» también diputados desde su despacho de la
Puerta del Sol.
¿Qué decir de La Cierva, también abogado, cacique to
dopoderoso de Murcia y su provincia, donde era fama que
no se nombraba tan siquiera un peón caminero sin que
hubiera dado su visto bueno? También siguió la «carrera»
de gobernador de Madrid, de ministro de Instrucción, con
Azcárraga, en 1904, y se las arregló para suplantar a Sán
chez-Guerra en el favor de Maura, siendo el ministro de la
Gobernación de éste en el Gobierno «largo» de 1907-1909.
De modo que Maura, que legislaba con la preocupación
teórica de la pureza del sufragio, dejaba la práctica elec
toral en manos de quien más despreciaba esa pureza. La
Cierva cacique, La Cierva «puño de hierro» en 1909 y
«hombre de las Juntas militares», nueve años después, es
un producto típico de la oligarquía política de la Restau
ración y de su «cola» (los años 1902-1923). Y cuando Alba
quiere poner coto a los beneficios extraordinarios con mo
tivo de la guerra mundial, Cambó encontrará en La Cierva
su mejor aliado para el alegato contra el Estado que,
según el jefe de la Lliga, «quería participar en las uti
lidades pero no en las pérdidas». La Cierva se apartó de
Maura y se fue con Dato, según él, porque no podía sopor
tar la actividad de Gabriel Maura y de Ossorio y Ga
llardo5. Claro que Alba proponía defender los intereses
de los propietarios cerealistas, pero eso es otra historia.
Bugallal pertenecía por nacimiento a las «familias polí
ticas» que, naturalmente, estaban en los vértices del anda
miaje caciquil. En 1912 heredaría también un condado, que
la Reina Madre concediera en 1896 a la viuda de su tío,
ministro y cacique como él en tierras gallegas.
• Muy interesante a este respecto, J. Pabón : Cambó. Barcelo
na, 1952, pp. 471-474.
A juzgar por los papeles de Cambó, la tesis sostenida por
Fernández Almagro, según la cual La Cierva estaba sostenido
por Gabriel Maura cerca de su padre, es inexacta.
29
El caso de Eduardo Dato se coloca en una situación inter
media, puesto que resulta difícil precisar si era simple
mente un grand commis de la oligarquía económica o un
miembro de ésta. Pareciera lo primero si juzgásemos por
la vivaz descripción de Fernández Almagro: «Su incondi
cional adhesión al Trono, influida en parte por su afición
a la vida de Corte y salón... Abogado, además, de grandes
empresas y ricos señores, que le vinculaban al servicio del
capitalismo y de la aristocracia»6. Pero su calidad de
miembro del Consejo de administración de los ferroca
rriles de M. Z. A. y otras vinculaciones económicas pare
cían otorgarle calidad de miembro de la oligarquía deten
tadora del poder económico. Llegó a la jefatura del
Gobierno a los cincuenta y seis años de edad, pero de
mucho tiempo atrás era hombre de confianza de las élites
del Poder y pertenecía él mismo a esa élite de «ejercicio
del Poder», en la que ascendió peldaño a peldaño, desde
diputado a subsecretario, a ministro (ya de la Goberna
ción en 1900), a presidente del Congreso (en 1907).
Raimundo Fernández-Villaverde, varias veces jefe del
Gobierno como eminencia del partido conservador, famoso
por su gestión en Hacienda, tras el 98, con el Gobierno
Silvela, era un hombre de las élites financieras: fue de los
consejeros fundadores del Banco Español de Crédito, en
combinación con los capitales franceses que entonces do
minaban la entidad. Fue siempre un conservador; el 11 de
febrero de 1873 fue uno de los diecisiete diputados que
votaron «No» a la República. Su bufete de agobado con
tribuyó sin duda a sus vinculaciones con el poder eco
nómico.
Gobernantes que pertenecían al mismo tiempo, de manera
eminente, a los círculos de la oligarquía económica fueron
un Navarro Reverter, un Tirso Rodrigáñez (Sociedad Ge
neral Azucarera, Unión Alcoholera, gran propiedad rústica),
Barroso (Papel y Metalurgia), Calbetón (de los primeros in
dustriales de entonces en Guipúzcoa). Otros, de rancia no
bleza, sencillamente vinculados a la gran propiedad agraria,
como Vega de Armijo, el marqués de Vadillo, etc.
Sánchez de Toca (ministro en 1902 con Silvela, en 1903
con Maura, presidente del Senado en 1914 y, como ya ve-
• M. Fernández Almagro : Historia del reinado de Alfon
so XIII, p. 235 (cito por la edición de 1936).
30
iremos, jefe de Gobierno en 1920) era ante todo un alto
financiero de empresas de la construcción, de electricidad,
azúcares, etc.
Un caso altamente significativo es el de un político como
Alvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones (título
obtenido en 1892, a base de un antiguo señorío en la pro
vincia de Guadalajara que databa de 1561), es una figura
tan extraordinaria como representativa, en su plurifacética
personalidad de gobernante, político de partido, cortesano,
financiero y hombre de negocios, terrateniente, cacique to
dopoderoso, fino escritor e historiador de calidad. Roma-
nones es el paradigma de las élites (y de las oligarquías
también) de la España que puede llamarse «de tiempos de
Alfonso XIII».
Nació Alvaro de Figueroa en 1863 y a los veinticinco años
se casó con la hija de Alonso Martínez, quien a su preemi
nente posición política unía sólidas posiciones económicas.
Su hermano Gonzalo, dos años mayor que él, obtuvo en
1887 el condado de Mejorada del Campo y en 1906 el du
cado de las Torres, sucediéndole en 1914 su hijo Gonzalo
Figueroa O'Neill. Fue senador vitalicio por nombramiento
real y alcalde de Madrid. En cuanto al conde de Romano
nes, resulta ocioso destacar su puesto durante cuarenta
años en la política española.
Esta familia pertenece igualmente a los círculos que
reúnen mayor poderío económico. Baste con citar las 15.000
hectáreas largas de tierras del conde, su puesto preemi
nente en empresas, por lo general vinculadas al capital
francés, como Peñarroya, Minas del Rif (en cuyo Consejo
figura luego su hijo Luis), la Electro-Química de Flix, las
Bodegas Franco-Españolas, sin contar una serie de peque
ñas empresas de energía eléctrica. En 1923, al crearse con
aportación de capitales franceses la S. A. de Fibras Artifi
ciales, Romanones fue designado presidente del Consejo de
Administración. En cuanto a su hermano, figuró ya entre
los fundadores del Banco Español de Crédito.
No obstante, caeríamos en el más tosco sociologismo al
suponer que esa integración en una evidente oligarquía
implicaba posiciones políticas de extrema derecha. No hay
que olvidar que Romanones, como ministro de Instrucción
Pública en 1901, fue quien titularizó como funcionarios del
Estado a los maestros de primera enseñanza, y, al año si
guiente, quien obligó al gobernador civil de Barcelona a
31
que pidiera excusas al rector por haber penetrado la Guar
dia Civil en el recinto universitario y maltratado a varios
profesores; que fue, en fin, quien en 1919 decretó la jor
nada de ocho horas. En el período que nos ocupa, perte
necer a la élite política y a la oligarquía económica al mis
mo tiempo significaba ser una de las personas que tenían
el Poder auténtico en el país, pero no exigía forzosamente
tener actitud de extrema derecha. Esas minorías hacían
y deshacían en el país sirviéndose de un instrumento, el
pseudoparlamentarismo deformado por el caciquismo, que
acentuaba visiblemente el carácter del Estado como órga
no superpuesto a la sociedad; tenían sus problemas y con
tradicciones en su mismo seno y había quienes estimaban
que el mantenimiento de ese poder se aseguraba con cier
tas «aperturas», soltando lastre.
Debemos hacer referencia a los ministros-militares (Mar-
titegui, Luque, Weyler...). Por costumbre (y por abusiva
interpretación del texto constitucional) se estableció que
su nombre fuese indicado por el rey. De ahí que, las más
de las veces, aquellos generales fuesen a modo de repre
sentantes de otra fuerza de poder en el mismo Gobierno:
en la mayoría de los casos, expresaban también el criterio
coherente de los altos cargos militares siempre interesados
por las decisiones políticas. En cuanto avalados particu
larmente por el monarca, constituían una presión más en
el centro del Poder procedente de un poder de hecho, for
mado por la Casa Real en vinculación con los aristócratas
más apegados a ella y con ciertos militares. Al tener en
cuenta que, como siempre, una decisión del Gobierno era,
en realidad, la resultante de una convergencia de fuerzas,
es preciso valorar aquella fuerza que procedía de la corona
y que será extremadamente importante en los actos del
Poder durante el reinado que nos ocupa.
• • •

El Parlamento era un producto de la actividad oligárqui


ca basada en el caciquismo. Solamente rompían la «regla
del juego» las elecciones en algunas grandes ciudades: Ma
drid, Barcelona, Valencia, Bilbao...
«¿Cómo "se hacen " los :diputados en España?», se pre
guntaba el joven Santiago Alba al expirar el siglo xrx:
3a
«La primera labor es aquélla: la del encasillado.
Ahí es donde se da la batalla, donde se decide el éxito,
donde de cien casos en noventa y cinco queda, como
ahora se dice, «descontado» el secreto de la papeleta
electoral. El progreso del sistema es tan grande que
antes no se encasillaba sino a los diputados oficiales
o adictos; ahora son todos oficiales, porque se enca
silla también a los de la oposición. El Gobierno
«echa sus cuentas»; se adjudica una mayoría esplén
dida; y después reparte los huecos entre las mino
rías...»
«El candidato oficial, adicto o de oposición, triun
fa; y si no, se le hace triunfar. ¿Cómo? ¡Esto lo sa
bemos bien todos los españoles! Mediante el clásico
pucherazo, como el encasillado, glorioso invento na
cional.» «...En España estas barrabasadas del caci
que tienen hasta las simpatías de las gentes, que
cuentan y ríen cómo el gobernador A robó un acta;
cómo la Guardia Civil (sarcasmos de la vida) detuvo
a un alcalde; cómo el secretario A sorprendió a los
interventores sus firmas»7.
El texto de Alba, que si no fuera por su extensión segui
ríamos citando, explica cómo este sistema reduce la repre
sentación parlamentaria a los miembros de las «familias
políticas».
También Maura denunció en sus años mozos las irre
gularidades electorales (convertidas en «regularidades») de
Romero Robledo. ¡Y luego, Maura tendría a un La Cierva
de ministro de la Gobernación y Alba «haría» él mismo
diputados desde tal puesto!
Esto fue llamado por Grandmontagne «ruralismo polí
tico». Pocos años después escribía: «El ruralismo, con
servador un año, liberal al siguiente, constituye el soporte
sobre el cual se levantan las mayorías parlamentarias de
todos los colores»8.
' Santiago Alba: Problemas de España. Madrid, 1916, pági
nas 112-113. Se trata de una reedición de trabajos juveniles, prin
cipalmente de la larga introducción que hizo en 1899 al libro de
Demoulins : ¿ En qué consiste la superioridad de los anglosajo
nes!
8 Publicado en La Prensa, de Buenos Aires, y reproducido en
el Libro de la prensa, antología periodística con prólogo de Mi
guel Moya. Madrid, 1911, p. 95.
2 33
¿Cuál era la naturaleza política del Congreso de los Di
putados, que constituía—teóricamente—el órgano legislati
vo de base representativa popular?
He aquí algunos datos sobre su composición política:
1902: Conservadores, 244; liberales, 81; «gamacistas», 13;
«robledistas», 14; republicanos, 16; carlistas, 5; catalanis
tas, 4.
1903: Conservadores, 231; liberales, 73; republicanos, 34;
«canalejistas», 10; carlistas, 7.
1905: Liberales, 229; conservadores, 100; republicanos, 30;
villaverdistas, 17; carlistas, 4.
1907: Conservadores, 253; liberales, 66, republicanos, 35;
1910: Liberales, 229; conservadores, 106; republicanos, 39;
socialistas, 1; carlistas, 17.
1913: Conservadores, 200; liberales, 110; republicanos, 19;
socialistas, 1; reformistas, 12; carlistas, 6.
1915: Liberales, 235; conservadores, 86; mauristas y cier-
vistas, 24; republicanos, 17; socialistas, 1; reformistas, 10;
carlistas, 8.
Dejamos, naturalmente, de lado algunos pequeños grupos
y matices, así como los catalanistas que en la última legis
latura señalada eran 13. Lo que queda patente es la des
naturalización del sistema representativo por el sistema
gobierno-caciques y partidos turnantes.
Conviene señalar que la representación estaba ya viciada
de antemano por la división en circunscripciones electora
les que otorgaban mayor número de diputados por el mis
mo número de electores, a las zonas rurales. ¡Por si era
poco!
Además, ese núcleo de 300 ó 350 diputados era siempre
el mismo. Una clasificación profesional de los Parlamen
tos de fines y comienzos del siglo puede darnos una pista
aproximada de su composición social.
1899 : 197 abogados, 16 industriales, nueve ingenieros, cinco
generales, ocho catedráticos, dos médicos, dos farmacéuti
cos, tres magistrados del Supremo, dos fiscales... La nobleza
estaba representada por siete duques, 41 marqueses, 27 con
des, tres barones y dos vizcondes; sus profesiones eran casi
siempre las castrenses o la abogacil y su principal fuente
de ingresos lo que llamaríamos púdicamente renta de la
tierra.
34
1903: 195 abogados, 53 propietarios, 11 industriales, 22 mi
litares, seis marinos, 18 ingenieros, 12 periodistas, cuatro
médicos, tres escritores y un obrero.
Esos parlamentos se caracterizaban también por su in
terpenetración con el aparato administrativo. En las «fa
milias políticas» de la época se pasaba con frecuencia de
la administración al parlamento o se compaginaban ambas
funciones. En esa misma Cámara de 1903 había 93 funcio
narios, sin contar los ministros y subsecretarios.
Sería pueril ignorar que dentro del Estado había un
cuerpo con rasgos propios y una tradicional tendencia a
desbordar el ámbito de las funciones que eran su razón
de ser: el Ejército, que, paradójicamente, siendo un órgano
del Estado (y no un órgano decisorio), ejerce presión
desde dentro (por eso como tal Ejército no puede ser tra
tado como grupo de presión, pues éste la ejerce desde
fuera) sobre los órganos decisorios, los que ejercen el
Poder. Nos hemos referido a la posición singular que era
la del ministro de la Guerra y a sus frecuentes vínculos
con el monarca. Pero, además, solían ser exponentes del
«criterio del cuerpo». Tal era el caso del general Luque
cuando el conflicto de la Ley de Jurisdicciones.
El hecho que interesa investigar es si esas evidentes
élites que acaparaban Gobierno, Parlamento, Administra
ción, partidos políticos del sistema, etc., eran expresión o
emanación de una base social de clase o grupo, así como
en qué medida había fuerzas exteriores a la institución del
Poder, pero que ejercían presión e influencia sobre el mis
mo. La brújula fundamental para orientarnos es conocer
la función social de las decisiones importantes del Poder.
Pero antes, avanzamos en nuestro conocimiento, señalando
los casos—como ya hemos hecho—de miembros de una
clase social o de una oligarquía destacada de ella, que ejer
cen directamente el Poder. También se daba ese caso en
el Parlamento. Muchos miembros de la élite del poder eco
nómico intervenían en política y eran diputados. Podría
mos citar, sin ningún ánimo exhaustivo, diversos ejemplos
significativos: diputados fueron Luis de Ussía (marqués
de Aldama), Fernando M. de Ibarra (vicepresidente del
Congreso), Arteche (ídem), el marqués de Ibarra, Gamazo
(hijo), Zubiría, Godó.
Senadores fueron el marqués de Comillas (hijo, proto
tipo de gran capitalista y a la par terrateniente de la
35
«ascensión del siglo xix», ennoblecido por Cánovas, ejer
ciendo además una influencia directa sobre la Casa Real),
Zubiría, el marqués de Vega de Anzó, Girona, el marqués
de Fontalba, el marqués de Aledo, Chávarri, Luca de Tena...
Aresti, fundador del Banco de Vizcaya con otros hombres
de negocios, magnate del papel, fue gobernador y presi
dente de la Diputación de Vizcaya. La lista sería intermi
nable. Todos ellos pertenecían al reducido grupo que mo
nopolizaba el dominio económico del país (banca, industrias
clave, agricultura), cuyo perfil trazaremos más adelante.
Desde los años de la Restauración se va precisando la
interpenetración entre los grupos sociales de «grandes fa
milias» pertenecientes a la nobleza, a la minoría de gran
des propietarios agrícolas (nobles o no) y a esa gran bur
guesía que ha ascendido vertiginosamente en el siglo xix
(negocios coloniales, negocios de guerras civiles, exporta
ción de minerales, minas, primeros pasos de la siderurgia
y luego de la electricidad, compañías navieras y, en fin, la
banca, que va a controlar la casi totalidad de industrias
de cabecera). Esas tres —o dos—élites van a llegar con el
tiempo a no ser más que una, con evidente vocación de po
der político, unas veces mediante su ejercicio directo y
otras actuando sobre el poder institucionalizado: Estado.
Esa interpenetración se realiza tanto por vía de enlaces
familiares, como de transferencias económicas, como de
« ennoblecimiento».
En el libro El empresario español como factor humano
en el desarrollo económico, Juan J. Linz y Luis Armando
de Miguel, aunque operando sobre dos o tres generaciones
posteriores, señalan aún la tendencia de los empresarios
industriales a casarse con hijas de terratenientes : 13 por 100
de ellos9. El fenómeno, decisivo en la sociedad española
de la segunda mitad del siglo xix fue bien reflejado por
uno de los mejores conocedores de la burguesía madrileña
de ese tiempo: don Benito Pérez Galdós. Su Torquemada,
convertido en marqués de San Eloy por vía de enlace, es
un ejemplo palmario. «Al fin y a la postre—dice don Be
nito refiriéndose al «último duque de Gravelinas»—, hubo
de sucumbir el buen caballero a la ley del siglo, por la

8 Capítulo sobre Origen social de los empresarios españoles,


«Boletín del Seminario de Derecho Político de la Universidad
de Salamanca», núm. 32, pp. 39-88.
36
cual la riqueza inmueble de las familias históricas va pa
sando a una segunda aristocracia, cuyos pergaminos se
pierden en la oscuridad de una tienda, o en los repliegues
de la industria usuraria»10.
Los enlaces aristocracia-industria y banca ante el altar
fueron frecuentes e importantes. Baste pensar: la señorita
de Ussía se casaba con el conde de Floridablanca; Ignacio
Herrero y Collantes se casó a los veintidós años con la hija
de los marqueses de Aledo (de nobleza reciente, es verdad),
y su hermana María del Pilar contrajo matrimonio con el
marqués de la Vega de Anzó. La hija de Alzola se casaba
en segundas nupcias con el duque de Arana; los Guilhou
casaban a su hija con un Pidal y Bernaldo de Quirós, y los
Chávarri a la suya con un Alcalá Galiano, conde del Real
Aprecio... A este género de enlaces hay que añadir el de
«familias políticas» y familias nobles, que ya hemos seña
lado. En la mayoría de los casos, esta accesión a la noble
za acercaba las distancias entre la Casa Real y la alta
burguesía, así satisfecha de verse respaldada por la insti
tución monárquica.
Las transferencias económicas se hacen por el procedi
miento de ingresar en las cuentas corrientes de los grandes
bancos nacionales los haberes procedentes del excedente de
la producción agraria en manos de los grandes propietarios.
Durante mucho tiempo, los propietarios agrarios no mani
festaron el menor interés por los valores industriales, pero
de hecho, sus capitales entraban en la maquinaria crediticia
—y a veces de inversión—de la industria. Poco a poco, el
gran propietario, que antes sólo compraba títulos de la Deu
da en el mercado de capitales, le va diciendo a su agente que
«le coloque dinero en valores seguros»; ese será un primer
paso hacia el interés por otras fuentes de beneficio distintas
de las agrarias.
Este aspecto de la interpenetración de las dos grandes
clases por vía directa—económica—es, desde luego, más no
torio cuando se trata de personalidades. Por ejemplo; desde
la creación de las empresas de ferrocarriles, se dan casos de
personajes de la nobleza terrateniente que participan en
esas empresas, entonces de capital mayoritario francés. Los
duques de Alba y de Osma eran los grandes colaboradores

10 B. Pérez Galdós : Torquemada y San Pedro. Edic. Losada.


Buenos Aires, 1946, p. 33.
37
de los Pereire en la «Compañía de Caminos de Hierro del
Norte», si bien sus aportaciones iniciales fueron poco cuan
tiosas. La «Compañía de Andaluces» (que nace ya en tiem
pos de la Restauración, reuniendo los fragmentos de peque
ñas compañías de evidente impotencia económica para tal
empresa) tiene como personalidad principal al marqués de
Casa Loring, aunque en realidad su origen era exótico y su
nobleza databa del reinado de Isabel II. Otro propietario
y bodeguero, ennoblecido por Isabel II, el marqués de La
idos, será pronto figura importante en esta compañía que,
en nuestro siglo, será presidida nada menos que por el
duque del Infantado. Loring y Larios, también grandes terra
tenientes, dominan comarcas enteras en Andalucía.
En otro orden, el Banco Hipotecario será desde su crea
ción un modelo de interpenetración de la nobleza terrate
niente y del gran capital ascendente en la segunda mitad del
siglo xx.
Es fenómeno no menos importante el del progresivo in-
teresamiento en negocios bancarios, industriales y de servi
cios, de propietarios agrarios no aristócratas todavía (o en
noblecidos en aquellos momentos), como es el caso de los
principales propietarios de viñedos y a la vez de producción
vinícola (los bodegueros) de la Andalucía sudoccidental.
El ennoblecimiento de todas las familias de la gran bur
guesía ascendente en el último cuarto del siglo xrx y primero
del xx es tal vez el hecho sociológico de mayor relieve y
trascendencia en España. Es verdaderamente impresionante
esa avalancha de nuevos duques, marqueses y condes (o de
antiguos títulos rehabilitados por familias que han triun
fado en el dominio económico-burgués).
Nada más aleccionador que esta ligera retrospectiva que
nos indica los orígenes nobiliarios de las familias que en
menos de medio siglo conquistaron todos los resortes y los
puestos de decisión y mando de la economía (poder econó
mico): la gran banca, la siderurgia del norte, las construc
ciones navales, las minas (lo que no tenían los extranjeros).
Ya en pleno siglo xx resulta que no hay consejo de admi
nistración de sociedad anónima de alguna importancia don
de la presencia de titulados nobles no sea decisiva. Natural
mente, el más modesto historiador localiza pronto el origen
de esa nobleza. No tiene menor importancia el ennobleci
38
miento de los hombres importantes de la élite política11.
Poco a poco va formándose una intrincada retícula cuyos
hilos son a la vez de naturaleza nobiliaria (que ya no es
posible llamar estamental por perder su carácter estricta
mente cerrado), capitalista, de mando político e incluso de
«grandes mandatarios» de las clases dominantes que llegan
a acceder a ella. Falta un estudio severo y minucioso sobre
lo que fueron socialmente aquellos grandes bufetes madri
leños de los Alonso Martínez, Gamazo, Silvela, Dato, La
Cierva, Bugallal... Esos «cuadros políticos» fueron integrán
dose en una oligarquía en nombre de la cual ejercieron, en
puridad, el poder. Permítasenos recordar, tan sólo a título
de ejemplo, como ya la Compañía de Ferrocarriles Andalu
ces empieza siendo presidida por Cánovas, con Silvela, yer
no de Loring, en el Consejo de Administración; o como
Moret está en el consejo fundador de la de «Madrid a Cáce-
res y Portugal», creada en 1880, sin hablar de casos como
Villaverde, «a caballo» entre varias élites. En muchos casos
resulta difícil saber si la elevación al plano de la élite del
Poder parte de una razón económica, de ciertos vínculos de
nobleza o de la función de «gran mandatario»; probable
mente, de varias a la vez.
Es el caso que, cada vez más, los oligarcas participaban
en la política y los profesionales de la política entraban en
la categoría de oligarcas (siendo así ampliamente recom
pensados) económicos y de personas que ostentaban per
gaminos de nobleza.
¿Cuál era el resultado de todo ésto? La interpenetración
se hacía bajo el sistema ideológico del viejo régimen, con
todo el ropaje liberal y seudo-parlamentario que se quisiese;
es decir, los valores supremos para esa sociedad a la que
eran asimilados capitanes de industria, hombres de negocios
y políticos de primera línea eran los de la monarquía por
la gracia de Dios (sistema de legitimidad tradicional), de
conservación del «orden» (lo que implicaba un aferramien
to sin límites a las estructuras arcaicas) y de «conciencia
de élite». La verdadera baza con que jugaba y ganaba la

11 Los títulos de nobleza dados o rehabilitados durante el


reinado de Alfonso XIII (periodo de la Regencia y período de
la mayoría de edad) han sido publicados, con los nombres de sus
titulares y evolución hasta el día, por la revista Hidalguía, du
rante los años 1962-1963.
39
oligarquía tradicional era la de convencer a aquellos nuevos
dueños del poder económico de que «ya pertenecían a un
mundo distinto» del de sus abuelos; la plebe quedaba atrás
en un pasado seudobochornoso, rápidamente borrado por
el brillo de los títulos heráldicos, por las recepciones pala
ciegas, etc. Sus hijos eran ya como los hijos de los aristó
cratas y en ese medio se casarían. Las acciones de las nuevas
empresas irían a parar a uno y otro medio indistintamente;
la alianza se consolidaba y los encargados del ejercicio di
recto del Poder participaban, en la mayoría de los casos, de
la ilusión consistente en confundir una oligarquía con una
élite. Hay que reconocer que la jerarquía eclesiástica, salvo
contadas excepciones, se prestaba a vigorizar esa «ideolo
gía» por su valoración del inmovilismo social y por consi
derar que los deberes de caridad no iban tan lejos como
para que el «humilde»—éste era el calificativo—dejara de
serlo. Y si a ello se atrevía era considerado como «rebelde».
Es significativo que el Consejo Nacional de Corporaciones
Católico-Obreras, creado en 1895, cuya presidencia de honor
correspondía al obispo de Madrid-Alcalá, estuviera presidido
V por el general y político conservador Marcelo de Azcárraga,
y que sus tres vicepresidentes fueran un duque y dos mar
queses. Nadie ignora que el verdadero orientador de los
«círculos católicos» del P. Vicent y luego de los sindicatos
católicos asturianos era el marqués de Comillas.
Esta compleja alianza de varias élites que se convierten
en una oligarquía (es decir, que ejerce el Poder por sí y para
sí) es uno de los hechos básicos que hay que tener en cuen
ta para comprender la Historia contemporánea de España.
Es revelador la importancia, para la legitimidad de este
sistema, de la valoración hecha de la idea de propiedad. Val
gan como ejemplos los siguientes, que nos parecen de indu
dable alcance:
Cuando Cánovas del Castillo—que ya se prepara para ser
el jefe indiscutido de la Restauración—pronuncia su discur
so en las Cortes el 3 de noviembre de 1871 con ocasión del
debate en torno a «la Internacional», se expresa así:

«La propiedad no significa, después de todo, en el


mundo, más que el derecho de las superioridades hu
manas; y en la lucha que se ha entablado entre la su
perioridad natural, entre la desigualdad natural, tal
40
como Dios la creó >2, y la inferioridad que Dios también
ha creado, en esa lucha triunfará Dios y triunfará la
superioridad sobre la inferioridad.»
En sus conclusiones dice: «porque en la defensa del
orden social está hoy, sin duda alguna, la mayor legiti
midad 12 : quien alcance a defender la propiedad, a
restablecer el orden social, a dar a estas naciones lati
nas (y no me fijo ahora tan sólo en España, sino en
todas ellas, y principalmente en Francia) la seguridad
y la garantía de los derechos de cada uno y a libertar
las de la invasión bárbara del proletariado ignorante,
éste tendrá aquí y en todas parte, aun cuando nosotros
nos opusiéramos, una verdadera legitimidad».
Raimundo Fernández Villaverde, gobernante-tipo de los
albores del siglo, decía en el Congreso de los Diputados, el
3 de febrero de 1900: «yo no soy de los que ven en el im
puesto un medio de corregir las desigualdades sociales; las
desigualdades sociales son necesarias y salvadoras, son como
las desigualdades de la naturaleza, a las cuales debe la na
turaleza su desenvolvimiento y su vida».
El «techo ideológico» de los gobernantes de la Restaura
ción está, expuesto con crudeza en las citas precedentes.
Esa «ideología» convenía no solamente a los terratenientes
espantados por la marcha de campesinos de Jerez (que re
prime con sangre no un conservador como Cánovas, sino
un «liberal» que se llama Práxedes Mateo Sagasta), sino a
los propietarios de minas y a los «nuevos» empresarios de
Vizcaya, que contemplan por primera vez, en 1890, una huel
ga de decenas de millares de obreros, respondiendo a la or
ganización y directivas de un partido y de una central sin
dical. Y si no corresponde plenamente a los empresarios de
la industria textil es por razones complejas que apenas po
demos esbozar aquí (pérdida de mercados tras la derrota
colonial, anti-proteccionismo del Poder central hasta el úl
timo decenio del siglo, y luego, necesidad que sienten de
un aumento del poder de compra de toda la población por
que ellos producen bienes de consumo, situación desventa
josa por tratarse en general de empresas de tipo familiar,
frente a la poderosa concentración financiera y técnica que
comienza con el siglo, etc.).
12 El subrayado es nuestro.
41
El caso es que la alianza de esas dos fuerzas que, por
ejemplo en la Francia de la Revolución se habían enfrenta
do, se realiza en España frente al temor a un ascenso ya
evidente del «cuarto estado». La situación estructural de la
España de 1900 ofrece la coexistencia de sistemas arcaicos
de propiedad y explotación agrarias con los sistemas de pro
piedad y explotación industriales modernos; ambos dan lu
gar a la existencia de millones de personas sin propiedad
alguna de bienes de producción. Un reflejo normal lleva a
unirse a esos dos géneros de propietarios para quienes esa
«legitimidad» de que hablaba Cánovas es lo esencial. El «ter
cer estado», la burguesía, se ha desarrollado poco en Espa
ña y con un sistema de valores «ideología», procedente de las
revoluciones inglesa y francesa, que no conviene en modo
alguno a esta alianza. El pacto histórico terratenientes-gran
burguesía (mil veces más importante que el llamado «Pacto
de El Pardo», y a fin de cuentas ni el uno ni el otro estaban
escritos sobre un papel) se tiene, pues, que hacer sobre la
base ideológica del viejo régimen, igual que se hace sobre
su base estructural, igual que se hace sin cambiar en nada
la Constitución real del Poder.
Naturalmente, al integrarse en el sistema de Poder (con
sus infraestructuras sociológicas y su techo ideológico) la
capa superior de la burguesía, se producirán inevitables con
tradicciones en el seno de esta clase social. Es obvio que los
empresarios de tipo familiar, y todavía más los cientos de
miles de dueños de pequeños talleres y del comercio al por
menor, no se beneficiaban de los resultados de esa alianza cu
yos intereses iban a oponerse a los suyos (el problema para
la oligarquía fue siempre el de convencerles de que la defensa
de ese «orden» les convenía también a ellos). Al mismo tiem
po, hubo siempre un sector—minoritario—de burguesía mo
derna (llamada con escasa precisión burguesía liberal) que
consideraba más beneficioso correr los riesgos de la mo
dernización y de la expansión económica, para la cual no
existía el dilema de «nosotros o el petróleo».
Aun dentro de la élite del Poder, hubo destellos de moder
nización, como fueron los intentos de Canalejas (moderniza
ción sin alcance social, conviene no confundir), paralizados
por el engranaje del sistema. Pero lo que interesa para nues
tro estudio es observar la existencia de élites burguesas que
aspiran a ser élites del Poder, pero no lo son. El caso de
los hombres agrupados en la «Lliga de Cataluña» es eviden
42
te : Cambó, Ventosa, Bertrán y Musitu, etc., tenían el poder
económico, pero no tenían el Poder, al que aspiraban. No
deja de ser impresionante aquella respuesta de Cambó al dis
curso de la Corona: «Somos un grupo de hombres de gobier
no, que hemos nacido para gobernar, que nos hemos pre
parado para gobernar...»
Y gobernarán, al fin y a la postre, no poseyendo la hege
monía del Poder, sino integrándose en el Poder existente.
Un análisis, por superficial que sea, de los resortes econó
micos de estos hombres, comprueba que estaban situados
estructuralmente en la misma vertiente que la élite del Poc
der ».
Cabe detenerse también en el caso del grupo patrocinado
por Melquíades Alvarez, que funda en 1912 el partido refor
mista, pasando del republicanismo al «posibilismo o acciden-
talismo», para terminar siendo presidente del último Con
greso de los Diputados que tuvo la monarquía. Melquíades
Alvarez, abogado de grandes vinculaciones en Asturias, se
hizo portavoz de una «Monarquía burguesa liberal», y mo
mentáneamente logró movilizar a una parte de la élite in
telectual (Azoárate, Cossío) y, sobre todo, atraerse a lo más
capacitado de los intelectuales jóvenes: Ortega y Gasset,
Azaña, F. de los Ríos, Madariaga, Bello, Américo Castro, etc.,
todos los cuales lo abandonaron pronto, al convertirse el «re-
formismo» en una rueda más del engranaje oligárquico; con
Alvarez quedaron hombres de negocios de la importancia de
Alvarez Valdés y de Pedregal, personas influyentes entre los

1S Conviene aportar algunos datos de los resortes de poder


económico manejados por personalidades de la «Lliga» : Cambó
fue presidente de la CHADE; consejero de Inmobiliaria Cata
lana; del H. Ritz, de Barcelona, de Cía. de Fabricación del
Vidrio, de una red de editoras e imprentas, etc. Ventosa, vice
presidente de CHADE, presidente de Luz y Fuerza de Levante,
de La Espa Industrial, de Sociedad Financiera de Industrias y
Transportes (que se creó más tarde, en 1925) y de Cía. para la
Fabricación Mecánica del Vidrio ; consejero de Cía. de Electri
cidad y Gas Lebon, Eléctricas Reunidas de Zaragoza, Inmobi
liaria Catalana, Banco Vitalicio y Seguros Covadonga (ambos
presididos por Gamazo). Bertrán y Musitu, consejero de Asfal
tos Portland (presidido por el marqués de Comillas), Canal de
Urgel, CHADE y presidente de Pirelli. Abadal, consejero de
Asfaltos y Portland. Nótese que en la mayoría de las empresas"
había fuerte participación de capitales extranjeros.
43
campesinos medios de Salamanca, como Filiberto Villalo
bos, etc.
El republicanismo de Melquíades Alvarez, en el primer
decenio del siglo, no es ninguna anomalía; el sector antioli-
gárquico de la burguesía tenía también sus manifestaciones
republicanas. Muerto Salmerón, portavoz de cierta burgue
sía democrática, incapaz de expresarse ésta por la turbia
demagogia lerrouxista que velaba mal los hilos que la mo
vían, esos medios buscan su expresión política, la forma
ción de equipos, etc.
* • »

¿Qué eran los partidos en aquel medio? En modo alguno


lo que los politistas contemporáneos llaman «partidos de
masas», es decir, que agrupan y encuadran grandes multitu
des, las cuales tienen una participación más o menos grande
en la actividad del partido. No, eran partidos de los llamados
de «comités de notables» y modernamente «de cuadros». En
realidad, incluso estas últimas etiquetas son inciertas y be
névolas; eran, simplemente, estructuras caciquiles. Verdad
es que, por ejemplo, Maura intenta crear una organización
de jóvenes con vida propia, pero inevitablemente semejante
organización no podía trasponer las lindes de la «buena so
ciedad», con excepción de esos tristes satélites, que siempre
existieron, que falsean su propia vida creyendo que lo im
portante es «frotarse» con esa sociedad.
Si hay un partido que apunta ya a ser «de masas» es el
socialista; es decir, un partido que se perfila como una es
tructura de poder en sí. No se trata, naturalmente, del nú-
. mero de sus afiliados (3.000 en 1901; 14.332 en 1915, además
de la Federación de Juventudes, con 120 organizaciones
locales, sino de su estructura, a la vez disciplinada, y con
celebración de asambleas en las organizaciones de base
(agrupaciones locales), su órgano de prensa central, el fun
cionamiento normado de la Comisión Ejecutiva, el Comité
Nacional y el Congreso, etc. Es más, poco a poco va formán
dose su élite de dirección, que no está en contradicción con
el hecho de ser designada por un procedimiento democrático
clásico: entre 1900 y 1915, junto a Pablo Iglesias y a diri
gentes regionales de la importancia de Perezagua (Vizcaya) y
Acevedo (Asturias), y a los veteranos Mora y Quejido, se
afirma una élite de poder interno en el ejercicio de puestos
de responsabilidad: Vicente Barrio, Daniel Anguiano, Fran
44
cisco Largo Caballero y, a partir de 1912, Julián Besteiro,
Andrés Saborit, Virginia González...
El nacimiento de la Confederación Nacional del Trabajo
(C. N. T.) a escala nacional, en 1911 (reuniendo unos 30.000
afiliados), nos plantea el siguiente problema: con arreglo a
una clasificación doctrinal no se trata de un partido, sino
de una central sindical, esto es, de un grupo de presión. Pero
en realidad, al negar la existencia de los partidos y aspirar
de hecho al Poder, aun pretendiendo destruir el Estado (pero
la administración en manos de los sindicatos, así como los
servicios públicos, y el llamado régimen de «comunas li
bres» no deja de ser una forma de Poder), actúa tácticamen
te como un grupo que aspira a la conquista y ejercicio del
Poder. El asunto estará relativamente más claro a partir
de 1927, con la creación de la Federación Anarquista Ibérica. ¡. '
Un aspecto de este problema, que precisaría estudio más
detallado, es la existencia de un partido republicano radical
(lerrouxista) en Barcelona, que, sin tener una verdadera es
tructura, parece arrastrar a una multitud a acciones de agi
tación—y también a las urnas electorales—en el primer de
cenio del siglo. El anticlericalismo desenfrenado, por ejem
plo, del periódico La rebeldía, y lo que en él escribía Le-
rroux, no corresponde a lo que el mismo personaje hacía en
los medios políticos parlamentarios de Madrid.
En la extrema derecha, es sumamente interesante señalar
la permanencia de una organización carlista como estructura
de poder, con tendencia a convertirse en poder de hecho, ■
tanto más cuanto que no aceptaba la legitimidad existente.
Recordemos, a modo de ejemplo, la referencia que hace
Fernández Almagro, de los ejercicios militares a que se en
tregaban en las cercanías de Madrid, en 1903, los socios de
la Juventud Carlista, organizados en un llamado «batallón
de la juventud»14.
* * *

Dos instituciones esenciales hay que desempeñan una fun


ción de influencia sobre el Poder, pero que difícilmente pue
den ser calificadas de grupos de presión: la Iglesia y el Ejér
cito. Este último es una institución integrada en el aparato
del Estado. Es, pues, ilógico, hablar de presión sobre los
14 Texto de El Correo Catalán citado por F. Almagro, op. cit.,
p. 44.
45
centros del Poder cuando se está dentro del mecanismo ar
ticulado de esos centros de decisión, de Poder. Si, por rara
excepción, el Ejército interviene para hacer que se tome o
deje de tomar una decisión, estamos ante un problema de
lo que Heller llamaba «el poder en la organización», de saber
quien manda en la misma estructura del Poder institucio
nalizado. Pueden existir grupos de presión formados por
militares, pero sin que se identifiquen con la institución
Ejército, aunque digan representarlo. Tenemos un ejemplo
típico en las Juntas Militares de Defensa, de las que tratare
mos más adelante.
El hecho de que esos grupos puedan llegar a ser mayori-
tarios en el seno de un Ejército no autoriza a confundir
ambos conceptos.
El caso de la Iglesia es aún más evidente, pero tiene na
turaleza distinta, puesto que se trata de una comunidad de
fines esencialmente espirituales, si bien, al mismo tiempo,
la institución eclesiástica está organizada como estructura
interna de poder independiente del Estado; a veces, puede
completar la acción de éste; otras, puede llegar a una situa
ción conflictiva con él, y otras, en fin, puede ejercer presión
sobre el Estado, sin que por ello pueda definirse como grupo
de presión. Cuando ella existe suele ser ejercida por todo o
parte de su estructura institucional (jerarquía, parte de
ella, etc.), pero no por la Iglesia como cuerpo místico. Puede
existir, en circunstancias históricas muy determinadas, un
sector institucional eclesiástico que haga funciones de grupo
de presión, pero esto tampoco nos autoriza para caer en la
confusión más arriba indicada.
Sobre la acción de militares sobre o en torno al poder
ya hemos hecho mención al referirnos a los ministros de
la Guerra y a los vínculos particulares que éstos solían tener
con la Corona. Hubo más, desde luego, y el caso más fla
grante fue la situación que dio lugar a la llamada Ley de
Jurisdicciones. La tensión entre militares y catalanistas, dio
ya lugar a serios incidentes en Barcelona, en 1902. En 1905,
el semanario catalanista Cu-cut publicó una mordaz carica
tura alusiva a los militares (el ambiente estaba tenso por
que la Lliga acababa de ganar las elecciones municipales).
Más de 200 oficiales respondieron asaltando los locales de
la redacción, así como los de La Veu de Catalunya. El capi
tán general de la Región aprobó los hechos y varias guarni
ciones se adhirieron a sus compañeros de armas, destacán
46
dose el telegrama de adhesión del general Luque (entonces
capitán general de Andalucía), cuya personalidad nos es ya
conocida. Montero Ríos, jefe del Gobierno, se negó a las
peticiones castrenses, que eran el paso a la jurisdicción mi
litar de «todos los delitos cometidos contra la Patria y el
Ejército». Pero Montero Ríos tuvo que abandonar el Poder
inmediatamente (¿qué Poder?, cabe preguntarse). Formó
Gobierno Moret, con el general Luque de ministro de la Gue
rra. El Gobierno había caído, según dio a entender La Corres
pondencia Militar, de 29 de noviembre de 1905, por una ges
tión hecha ante el rey, entre otros, por el capitán general y el
gobernador militar de Madrid y el propio segundo jefe del
Cuarto Militar del Rey, cuyo espíritu, según ha contado Ro-
manones «se hallaba muy cerca de las reuniones en aque
llos momentos tenidas en los cuartos de banderas».
La presión era tan manifiesta que los órganos de prensa
militares no la disimulaban. El periódico El Ejército Espa
ñol decía, entre otras cosas, en primera plana de su número
de 27 de noviembre de 1905: «Y a las Cortes les dice asimis
mo (el acto de la oficialidad de Barcelona) que si por impre
visión de los legisladores no hay leyes contra el separatismo,
las hagan pronto, porque mientras tanto el Ejército aplicará
la ley suprema, la que le dicta su inquebrantable amor a
España, a España una e intangible» 15. Y La Correspondencia
Militar, del 11 de enero de 1906, advertía que no era posible
engañar al general Luque «porque está decidido y acordado
que los delitos de que se trata vayan al fuero de Guerra».
Jesús Pabón, en su interesante libro sobre Cambó 16, dice
que la ley en cuestión tuvo una historia secreta o semise-
creta y otra pública; esta última, cuando el proyecto tomó
estado parlamentario y transcendió rápidamente a la calle,
estuvo muy cargada pasionalmente. Nada varió, sin embargo,
lo esencial de las decisiones; a la hora de éstas, liberales y
conservadores reunieron sus distintas banderías para ofre
cer sus votos a la aprobación de la ley, mientras que repu
blicanos, catalanistas, carlistas e integristas se retiraban del
Parlamento.
El poder particular del Ejército en el Estado debía expre-

15 Artículo reproducido por P. Díaz-Plaja en El Siglo XX, t. I


de la colección La Historia de España en sus Documentos, pá
ginas 102-104. Madrid, 1960.
" Op. cit., pp. 266-267.
47
sarse, una vez más, en la forma de conexión con el titular
de la corona. Un paso más fue dado por este camino con
una simple real orden (14 de enero de 1914) por la que se
autorizaba a los generales, jefes y oficiales a corresponder
«directamente con el rey sin intervención de persona algu
na», cuando el jefe del Estado se dirigiera a ellos directa
mente por carta o telegrama.
Ejemplos se podrían citar muchos, pero conviene insistir
en que se trataba de grupos y no del Ejército. Prueba pal
maria de ello es que los dos periódicos citados, que se arro
gaban la representación militar, sostenían entre sí una irre
conciliable rivalidad; el primero canalizaba la expresión de
militares cercanos a los conservadores, y el segundo, de los
del partido liberal. Si se da crédito a una carta de Crespo
de Lara dirigida a Maura17, se llegaron a cursar órdenes a
regiones militares para que se votase en las elecciones a can
didatos de este o aquel partido turnante (del liberal, en ese
caso concreto).
Pero todo ésto revelaba, a la vez, un hecho cierto; si a
veces los militares reaccionaban como militares, otras veces
lo hacían en función de sus preferencias políticas, cosa de
que está jalonada toda nuestra historia del siglo xix. Ni
Espartero, ni Narváez, ni O'Donnell, ni Prim son militaris
tas, en el auténtico sentido del término, que es el de aspirar
a la conquista del Poder para el Ejército. Quieren el Poder
para su partido o grupo, y como tales políticos que son; pero
utilizan frecuentemente para ello medios de dominación que
no pertenecen a esos grupos, sino al Estado («pronuncia
mientos»), y por eso se da una compleja situación en que se
utilizan medios militares, pero no con fines militares 18. Ver-

17 Reproducida en Gabriel Maura y M. Fernández Almagro:


Por qué cayó Alfonso XIII. Madrid, 1948, p. 442.
18 No hace mucho, escribía don Pablo de Azcárate que «ningu
no de los pronunciamientos que han tenido lugar en España du
rante el siglo xrx ha dado lugar a una dictadura militar o
civil (La tradición liberal del Ejército español en el siglo XIX,
en «Realidad», Roma, noviembre-diciembre, 1966, pp. 58-79). Coin
cidiendo en la apreciación, creemos que conviene precisarla en
el sentido de que sus protagonistas actuaban mucho más como
hombres políticos que como militares. Refiriéndose a los inci
dentes de Barcelona, escribía don Miguel de Unamuno, en di
ciembre de 1905: «... tal como se ha llevado a cabo, aunque
ejecutada por militares, no ha sido protesta militar, sino mera
48
dad es que un estudio sociológico bien matizado nos llevará,
en la mayoría de los casos de intervención militar sobre el
Poder, a mostrar el carácter instrumental de esa acción, en
función de los hilos o vínculos que unen a los actuantes con
grupos políticos, capas o clases sociales o grupos de interés.
Volviendo a los aspectos concretos de nuestro estudio, no
es posible ignorar tampoco que una élite militar se iba for
mando mediante la acción bélica que a partir de 1908 se
intensifica en Marruecos. Hacia 1914-1915, los nombres de
generales como Gómez Jordana, Aizpuru, Primo de Rivera
(Miguel), Fernández Silvestre, Berenguer, etc., habían ad
quirido en sus medios una nombradía particular.
• * »

Hemos hecho ya alguna referencia a la actitud de la Igle


sia para con el Poder. La cuestión es sumamente compleja,
puesto que por un lado la Iglesia era independiente, pero
por otro formaba parte del Poder institucionalizado. Se pue
de pensar como se quiera, pero es un hecho que se da en
cuanto le son conferidos a la institución eclesiástica una
serie de actos civiles en que el Estado le cede una porciúncu-
la de su potestad. Se trata, sin duda, de una situación fluida,
que puede dar lugar a rozamientos de cierta importancia
entre ambos poderes, como ocurrió durante los períodos de
gobernación de Canalejas y de López Domínguez (que, en
realidad, era un testaferro de aquel).
Sin embargo, no es una participación en funciones públi
cas harto limitada lo que puede llamar nuestra atención,
sino más bien la influencia sobre el Poder—desde fuera—
ejercida por la Iglesia, debido a su autoridad, a sus medios,
a su red de establecimientos de enseñanza, a sus vínculos
con cierta prensa, etc.
De la Iglesia pueden emanar juicios y valoraciones en lo
temporal—y más que de la Iglesia de hombres de la Iglesia,
dignatarios o no—que se integran en el «techo ideológico»
de la legitimación del Poder. En ese sentido, puede entrar
también en lo que hemos llamado élites de orientación.

mente motín de oficiales» (Unamuno : Pensamiento político.


Antología de Elias Díaz. Madrid, 1965, p. 261). Y dos meses
después, decía que en España era donde menos había habido
«eso que por ahí fuera llaman militarismo» (íbid., p. 291).
4 49
Así adquiere importancia de primer orden la creación,
en 1909, por el padre Ayala, de la Asociación Católica Nacio
nal de Propagandistas, que había de ser vivero de «cuadros»
para organizaciones y partidos, puestos en la Administra
ción, etc. El cardenal Herrera ha dicho de ella que «no fue
un partido, pero fue aglutinante de partidos. No fue un
partido, pero mantuvo en la vida pública los principios fun
damentales de una sabia política, que encarnó en las nuevas
generaciones y que acabó por cristalizar, ya fuera de la
Asociación, en partidos políticos» 19. La fundación ideológica
es, pues, evidente, y la autoridad que la afirma es de primer
orden. Sin embargo, desde el punto de vista sociológico, que
dan numerosos problemas sin esclarecer: ¿cómo clasificar
esta Asociación? ¿Como acción indirecta de la Iglesia sobre
el Poder? ¿Como grupo de presión vocacional? ¿Como grupo
ideológico vinculado a ciertos estratos sociales? Probable
mente hay de todo y la respuesta unívoca no por fácil sería
menos errónea. Ahí queda el tema para posibles estudiosos.
En cuanto a los mencionados sindicatos católicos (y mas
aún los círculos obreros), parece evidente que son contra
grupos de presión manejados por la élite del poder econó
mico, aunque además tuvieran el respaldo de toda o parte
de la jerarquía. Otra cosa fueron los sindicatos católicos
agrarios que no agrupaban asalariados, sino propietarios pe
queños y medianos, principalmente de Castilla la Vieja, que
llegarán a ser verdaderos grupos de presión en relación con
los partidos políticos, principalmente con uno, a partir de
1932.
• • *

Llegamos, pues, a los grupos de presión que, como sabe


mos de antemano, pueden revestir las más variadas formas.
Está fuera del alcance de nuestro trabajo un análisis deta
llado de ellos; será preciso que nos limitemos a enumerar
los más relevantes y a situarlos.
En los medios patronales o empresariales existían, con ya
sólida tradición, los grupos patronales creados en Catalu
ña, cuyo antecesor, desde la primera mitad del siglo xrx
había sido la famosa «Comisión de Fábricas», que creó luego
el llamado Instituto Industrial de Cataluña (1848); en 1869
constituyeron el Fomento de la Producción Nacional, presi-
" Angel Herrera : Obras selectas. Madrid, 1963, p. 843.
50
dido por Güell y Ferrer, y en 1876 el Fomento de la Produc
ción Española. En fin, en 1889, el Fomento del Trabajo Na
cional. En la batalla por el proteccionismo, la actividad de
los empresarios catalanes es uno de los casos más netos de
grupos de presión que se dan en nuestra Historia. Más tarde
se unió a tales empeños, otro grupo patronal de presión, la
Liga Vizcaína de Productores. La máxima presión, realizada
conjuntamente, la ejercieron sobre el gobierno Villaverde,
y consiguieron ser ponentes de la Junta de Aranceles, que
elaboró el Estudio preliminar de 1904. Cambiaron los go
biernos, pero continuó la acción de estos grupos, que consi
guió la promulgación del Arancel proteccionista de 23 de
marzo de 1906.
Proliferaron los grupos de presión patronales. No otra
cosa llegaron a ser las Cámaras de Comercio, el Círculo de
la Unión Mercantil de Madrid, etc.
Otro caso muy típico, de gran amplitud, pero efímero, fue
el de la Liga Nacional de Productores, cuyo punto de partida
fue el llamamiento de Joaquín Costa en 1898, y que expre
saba el sobresalto de muy diversos sectores de la burguesía
española ante la pérdida de las colonias, en el sentido de
una renovación, de una modernización del país. Que el lla
mamiento de Costa encontrase vivo eco en el presidente de
la Cámara de Comercio de Zaragoza, Basilio Paraíso, era ya
significativo. Pero no lo era menos que entrase inmediata
mente en juego el joven Santiago Alba, tan vinculado a los
medios cerealísticos de Castilla. A la asamblea de la Liga,
celebrada en 1899 en Zaragoza, acudieron los empresarios
catalanes por medio del Fomento del Trabajo Nacional. Era,
tal vez, el intento de mayor alcance de la burguesía españo
la que no había pactado (o no había pactado aún) con la
oligarquía del Poder. Pero por eso mismo pereció en la
tarea. Cuando en 1900 se fundaba en Valladolid la Unión Na
cional, para fundir la Liga y las Cámaras de Comercio, la
nueva entidad llevaba ya plomo en el ala. Las balas estaban
tiradas por la oligarquía; por Silvela desde el Poder, por
Gamazo, que giraba en redondo al darse cuenta de lo que
podía ocurrir20. Costa y Paraíso fueron hacia el republica
nismo; Alba acabó integrándose en «el sistema». García
Venero comenta en el citado libro: «Ninguno de los posee
dores de grandes fincas rurales estuvo adscrito a la Unión
20 M. García Venero: Santiago Alba, monárquico de razón.
Madrid, 1963, p. 47.
51
Nacional.» ¿Y cómo podía estarlo? Como grupo de presión
se disgregó y su base social sería, andando el tiempo, la del
republicanismo moderado o la de una «izquierda monár
quica» literalmente imposible desde la desaparición de Ca
nalejas. En Zaragoza había estado, en 1900, la Unión Hullera
Asturiana, la Comisión Siderúrgica... Pero estos grupos so
cio-empresariales, con una tendencia creciente a la concen
tración y al monopolio, ampliamente favorecidos por el pro
teccionismo, llenos de temor ante el ascenso de las organiza
ciones obreras, tenían mejores medios de presión. ¿No eran
nombrados títulos de nobleza y tenían acceso a Palacio? ¿No
eran, cuando querían, senadores, diputados y hasta minis
tros de los partidos turnantes?
Un tipo de grupo de presión que va a dominar es el que
tiene tendencia al monopolio (o al oligopolio si aquél no es
posible) en lo económico. De hecho lo es «La Central Side
rúrgica de Ventas», creada en 1907; lo va siendo, poco a
poco, el grupo de «La Papelera Española», creada en 1901,
aunque en lucha, hacia 1915, con otro grupo, el de «Prensa
Española», impulsado por Luca de Tena.
En ocasiones, las actividades de algunos grupos de presión
dieron su pincelada de relativo escándalo desbordando sus
habituales esferas de despachos alfombrados y ágapes co
piosos, para entrar en el dominio de la opinión pública.
Mucho se habló, por ejemplo, de los favores que el gobierno
Azcárraga (diciembre 1904-enero 1905) dispensó a los fabri
cantes de alcohol, dándose la picara coincidencia de que
Castellano, ministro de Hacienda, iba a presidir el trust
alcoholero.
Se habló también, con razón o sin ella, de lo favorable que
era a los grupos pro-monopolistas del azúcar, la Ley de Azú
cares de 1907. Pero lo que más ruido hizo fue la concesión
del Estado para la construcción de navios de guerra (abril
1909) a la empresa Sociedad Española de Construcciones Na
vales, aliada al trust británico Wickers, Armstrong y Brown,
que no sólo aportaban capitales cuantiosos, sino que de
hecho tenían los resortes de todo, por cuanto las patentes,
los planos y todos los elementos técnicos estaban suminis
trados por Wickers. Los grupos de presión no sólo existen
dentro del país, sino que pueden actuar desde el exterior; y
para mayor confirmación, el llamado entonces «rey univer
sal de los armamentos», Basil Zaharoff, entró a formar parte
de la Constructora Naval que, por cierto y muy curiosamen
53
te se había creado en el verano de 1908 con el sólo objeto de
optar en el concurso abierto para la concesión.
Otro tipo de grupo de presión, el que unía a los patronos
por su denominador común de tales, fue extendiéndose cada
vez más. Los catalanes marcaron la ruta en este dominio y
ya fueron harto significativos los intentos que realizó el Fo
mento del Trabajo Nacional para torpedear la ley del des
canso dominical (1904, reglamento de 1905). Poco a poco, las
organizaciones patronales se fueron extendiendo por todo
el país, y en 1914 llegaron a celebrar en Barcelona el Con
greso Nacional de Federaciones Patronales.
Por su parte, los sindicatos, como tales grupos de presión
(aunque de una presión muy particular, basada en el nú
mero, pero desprovista de influencias directas sobre los ór
ganos de decisión), tuvieron, aunque con ligeros zig-zags, una
progresión ascendente : la U. G. T., que contaba, al despertar
el siglo, con 26.088 afiliados, distribuidos en 126 secciones,
había llegado en 1914 a 127.804 afiiliados, con 993 secciones.
Su implantación en Vizcaya, Asturias y Madrid, sobre todo,
era tan efectiva como lo confirma la historia de las luchas
y tensiones sociales de aquel tiempo. La C. N. T. (ahora
la consideramos en su aspecto estrictamente sindical), que
tuvo su origen inmediato en la organización regional de
Cataluña y en diversos grupos organizados en el campo
andaluz. En el Congreso constitutivo de la C. N. T., en 1911,
habían estado representados 30.000 afiliados.
Ambas centrales sindicales, actuando coordinadamente,
estuvieron en condiciones de llevar a cabo una huelga gene
ral de veinticuatro horas, contra la carestía de vida, el 18
de diciembre de 1916.
¿Otros grupos de presión? Ya hemos abordado el proble
ma en lo referente a los medios castrenses y eclesiásticos.
La cuestión puede plantearse en cuanto a posibles grupos
de presión vocacionales, cuya esencialidad no es (al menos
directa y conscientemente) la representación y defensa de
intereses. ¿Los hubo por entonces? Mal puede aplicarse esta
categoría a los hombres de la Institución Libre de Ense
ñanza (que entrarían más bien en la de una «élite de orien
tación»), por cuanto no hay una estructura orgánica enca
minada a la consecución de fines. Lo que caracteriza a esa
pluralidad de hombres en un cierto estado de espíritu, unas
concepciones generales que, muy sumariamente, pueden re
sumirse en las ideas de renovación nacional, de apertura
53
hacia Europa, de racionalismo y secularización de la vida,
de liberalismo y tolerancia (hoy diríamos de diálogo), todo
ello dentro de una concepción elitista y minoritaria, convie
ne no olvidarlo. Y precisamente el elitismo de la Institución
toma cuerpo en el primer decenio del siglo, coincidiendo en
cierto modo con su «oficialización»; Moret había sido un
institucionista de la primera hora; y con Amalio Gimeno,
en Instrucción Pública, se crea la Junta para Ampliación de
Estudios, órgano de sabor «institucionista» dentro de la
Administración (1907); en 1910 nacía la Residencia de Estu
diantes, cuya finalidad de «formar minorías directoras» ha
sido claramente explicitada y a ello nos hemos referido en
otra ocasión. Es cierto que los hombres de la Institución
ejercieron notoria influencia sobre ciertos gobernantes (igual
que fueron detestados por otros), pero nada de eso se parece
al grupo de presión ni siquiera vocacional.
Tal vez lo que más se aproxima a ese género de grupo de
presión es la Liga de Educación Política (antecesora de otro
grupo de presión vocacional, la Agrupación al Servicio de la
República) fundada en 1913 bajo la capitanía espiritual de
José Ortega y Gasset y—eso sí—una aportación mayoritaria
de intelectuales que militaban entonces en las filas del re-
formismo de Melquíades Alvarez. El grupo tiene, empero,
vida propia, y cristaliza, un año después, en la revista Es
paña; pero ya deja de ser tal grupo estructurado21.
Quédanos, pues, pendiente, la cuestión de si hay en los
21 Insistimos en que el término «grupo de presión» es simple
mente descriptivo y no lleva implícita ninguna acepción peyora
tiva. Probablemente, la cuestión ética se plantea al examinar
qué métodos se emplean para ejercer la presión.
Alfred Sauvy (véase Lobbys et groupes de pression, en «Le
Pouvoir», t. II, pp. 173-213, París, 1957) distingue entre lobby,
grupo que se esfuerza por influenciar directamente a los pode
res públicos, y grupo de presión, que conviene principalmente a
los grupos que actúan también sobre la opinión. Sin embargo,
esta clasificación no ha sido muy aceptada. Por lo general,
cuando hablamos de grupo de presión pensamos en algo que
tiene su estructura y sus medios de influencia actuando sobre
el poder por vía directa e indirecta (la opinión), pública y, en
ocasiones, secreta. La idea de la camarilla siniestra actuando en
penumbras tapizadas de silencio corresponde más bien a una
deformación «esperpéntica» de la imaginación popular (y no
olvidamos el valor del «esperpento» en nuestra tradición na
cional).
54
tres primeros lustros del siglo lo que puede llamarse élites
de orientación. Una élite, en ese sentido, es algo bastante
impreciso : una minoría de hombres, especialmente dotados,
que irradian una influencia mentora sobre sus conciudada
nos y, en el caso que nos ocupa, ejercen una influencia in
directa sobre el Poder, si bien ellos no participan en la ac
tividad decisoria.
Como ya apuntábamos, es evidente que personalidades
como Giner, Azcárate, etc., son de primera importancia. Y
no sólo, aunque sí principalmente, en el orden educativo y
cultural. Basta con pensar en la autoridad de un Azcárate
en el Instituto de Reformas Sociales y para dictar laudos en
contiendas entre empresarios y obreros. La élite llamada
algo abusivamente «krausista», los Alvarez Buylla, Posada,
Cossío, Castillejo, Jiménez Prau, etc., «pesan» en la vida na
cional.
En cambio, el tan traído y llevado grupo generacional del
98, no trasciende entonces, como tal grupo, más allá del ám
bito literario. La excepción es Unamuno, pero el rector de
la Universidad de Salamanca es una personalidad individual,
que, sin disputa, ejercerá una autoridad moral hasta su
muerte. Lo mismo ocurre en el primer decenio con Galdós.
Que don Benito se declare republicano o que escriba, en
1909, la Carta abierta al pueblo español, eran hechos que
por sí mismos dejaban huella en la conciencia pública. Y to
davía en 1908, cuando tronaba Joaquín Costa, como en su
folleto contra la Ley de la escuadra, la onda repercutía en
las más vastas esferas de opinión. Al fin y al cabo, nunca
podremos olvidar que, indirectamente, Joaquín Costa está
presente en una serie de decisiones del Poder; decenios de
política hidráulica y forestal tienen el sello costiano.
En cierto modo, Costa, Galdós y Picavea habían abierto el
proceso crítico del sistema de la Restauración. Unamuno,
en sus múltiples conferencias, artículos, etc., de esta época,
repite que no viene a proponer nada, a sugerir remedios,
sino a «avivar los espíritus». Pero en ninguno de estos hom
bres hay entonces «elitismos», la idea de considerarse lla
mados a una función directora; se echan a la calle, por así
decirlo, a brazo partido con el prójimo, con los demás. Eli-
tismo hay entonces, pero es en los aledaños de la oligarquía
del Poder. Hará falta que adquiera madurez el equipo—o
equipos—de profesionales del intelecto que aflora ya en la
Liga de Educación Política para que exista en España una
55
conciencia (auténtica o alienada, para nosotros es lo segun
do, pero no es posible entrar ahora en el tema) de ser una
élite de orientación. Excluyo desde luego de esa carencia a
los rectores de la obra «institucionista», como más arriba
he apuntado.

Conflictos y decisiones
La dinámica del Poder va a mostrar, en definitiva, quien
posee las palancas que mueven los resortes decisorios. Ji
ménez de Parga ha señalado, con tino penetrante, tres cues
tiones de la politicología : «1° ¿Quién manda en el régimen?
2° ¿Cómo manda? 3." ¿Para qué manda?»22.
Sin duda, la tercera cuestión encierra a las demás en lo
que a la vertiente sociológica del problema concierne. Sa
bemos ya, para este primer período, quiénes mandaban, es
decir, quiénes ejercían el Poder. Aunque su inserción en la
estructura socio-ideológica avanza ya la respuesta del ¿para
qué? (¿para quién? preferiríamos decir), las decisiones por
las que el Poder se manifiesta como tal responden al objeto
de conocimiento que nos planteamos. En realidad, recorre
mos el siguiente camino: 1.° ¿Quién toma las decisiones?
2° ¿Quién las influye, determina o condiciona? 3." ¿Qué con
secuencias y repercusiones tienen?
Insistamos; hay unas élites encargadas de hecho de deci
dir en cada momento las cuestiones que afectan a la vida
de la comunidad; pero esas élites no están suspendidas en
el espacio sin ningún ligamen; proceden de algo, viven en
un medio, reciben estas o aquellas influencias y presiones;
y, a fin de cuentas, cuando la decisión se toma en situación
conflictiva—y ello ocurre las más de las veces—incide en
beneficio de alguien. Esa dinámica del Poder puede ser alta
mente instructiva. Obvio es decir que nos limitamos a un
esbozo histórico de evidente tosquedad en su aparato ins
trumental, y que si algo nos proponemos no es obtener con
clusiones tajantes, sino hipótesis de trabajo, y sugerir mo
delos de investigación socio-histórica a quienes puedan ha
cerlo mejor que nosotros.
Y volvamos a nuestra historia.
22 M. Jiménez de Parga : Regímenes políticos contemporáneos.
Barcelona (tercera edición), 1965, p. 20.
56
En los primeros años del siglo, el hambre entre los jor
naleros de Andalucía adquirió carácter endémico, con brus
cas agravaciones de vez en cuando; inevitablemente se suce
dían huelgas y protestas. El mecanismo del Poder funcio
naba automáticamente, sin necesidad de decisión expresa en
el vértice, para que entrase en acción la Guardia Civil, con
objeto de proteger la propiedad, las cosechas, garantizar el
orden, etc., es decir, todo el sistema de valores «ideológicos»
anclados en una estructura social. Sin embargo, en 1905, sien
do Romanones ministro de Agricultura, giró una visita por
Andalucía. Al regreso propuso, no la reforma agraria, sino
un crédito de doce millones para dar trabajo a unos miles
de jornaleros. Discutieron los altos cuerpos consultivos del
Estado sobre si había o no «necesidad nacional» para gastar
aquel dinero. Consiguiólo al fin Romanones, aunque dimitió
el ministro de Hacienda (Urzáiz), pero un nuevo programa
de política agraria que esbozó fue torpedeado con buenas
palabras en el Consejo de Ministros. Eso sí; se convocó un
concurso de Memorias (en 1903) sobre el problema agrario
en el Mediodía de España y «conclusiones para armonizar
los intereses de propietarios y obreros». Fallóse en 1905 (por
cierto que el premio fue para uno de los raros trabajos que
no proponía el cambio de las relaciones de producción lati
fundistas, sino «reformas técnicas»); las Memorias, algunas
excelentes, quedaron en alguna que otra biblioteca como
testimonio de un drama nacional.
La ley de colonización interior (llamada de González Be
sada), del 18 de septiembre de 1907, con reglamento de 13
de marzo de 1908, fue otra huida ante este conflicto social
de primer orden; se trataba simplemente de repartir entre
unos pocos campesinos pobres, tierras y predios públicos
incultos, declarados alienables. Se trataba de no cambiar
la estructura, como lo dijo explícitamente el vizconde de
Eza. En realidad no fue ni eso; fue letra muerta. Cuando se
formó una Junta Central de Colonización, lo primero que
ésta pudo comprobar es que el Estado no poseía tierras
verdaderamente productivas y rentables que se pudiesen re
partir.
Un proyecto de Canalejas, presentado en 1910, para expro
piar mediante indemnización tierras incultas o mal cultiva
das de propiedad privada, fue enteramente bloqueado. Cuan
do el jefe del Gobierno fue asesinado, dos años después, aún
no había llegado a estado de discusión parlamentaria. Allí
57
murió, con su creador. ¡Y éste era Jefe del Gobierno, tenía
el Poder nominalmente! Pero no tenía poder para hacer vo
tar esa ley.
El mantenimiento de las viejas estructuras agrarias está
tan evidentemente relacionado no sólo con las élites del Po
der, sino también con la principal clase social a que respon
de su acción, con la penetración por otro canal hacia el
Poder que realiza la aristocracia palatina (toda ella terrate
niente). En fin la alianza gran propiedad agraria-alta bur
guesía, que hemos examinado, condicionaba la intangibilidad
de las relaciones de producción favorables a la primera de
esas dos grandes fuerzas.
Sin embargo, el dominio del Poder no quiere decir que se
cumplan en sentido maximalista lo que pudieran parecer
intereses de las fuerzas sociales que lo determinan. La cues
tión es más compleja; en primer lugar, por la resistencia al
Poder que pueden hacer otras clases o capas sociales, a
través de numerosas vías (partidos, sindicatos u otros gru
pos de presión, acción parlamentaria, prensa, huelgas, etc.);
en segundo lugar, porque, en el seno de la constelación social
que tiene el Poder, surge la idea de que, a la larga, es prefe
rible ceder en lo accesorio o en aquello que no es posible
mantener sin graves rupturas, para guardar lo esencial de
la estructura social. La ley del descanso dominical es un
ejemplo de este género, como más tarde lo será la jornada
de ocho horas. Otros ejemplos: la ley de sesenta horas se
manales de trabajo en la industria textil (1913), después de
una importante huelga en Cataluña. Todo esto no ocurre sin
múltiples contradicciones, sin «dramas internos» en las es
feras del Poder. Se declara el estado de guerra porque los
mineros vizcaínos van a la huelga (primer reflejo), pero lue
go se accede a la mayor parte de sus peticiones, dado que
no tocan el nervio de la estructura (segundo tiempo, de re
flexión) n.
Pero si la «legitimidad social» del sistema y su ordena-
23 Responde también a esa tendencia de «ceder en lo nece
sario», el reconocimiento del derecho sindical (desde luego,
tanto a obreros como a patronos) y del derecho de huelga y de
lock-out, por ley de 27 de abril de 1909, que, en realidad, venía
a dar estado legal a una situación de hecho; implícitamente
una real orden de 1901 había admitido la legalidad de las
huelgas, que fue igualmente defendida por una circular, en
1902, del fiscal del Tribunal Supremo, Buiz Valarino.
53
miento jurídico están construidos sobre la dicotomía pro
pietarios de medios de producción (la tierra incluida) y pro
pietarios de su sola fuerza de trabajo, sólo una visión muy
superficial podría reducir la problemática del Poder a esa
dicotomía. No cabe ignorar, por ejemplo, y ya lo hemos
apuntado al hablar de la «Unión Nacional de Productores»,
de los primeros tiempos de la Lliga, etc., la frecuente oposi
ción entre medios empresariales y de propietarios de tipo
medio de un lado, y la oligarquía del otro. Esta trata siempre
de obtener las decisiones que más puedan convenirle. Vea
mos así el caso de los famosos presupuestos de Villaverde,
tras la derrota colonial, en 1899. Los tan celebrados presu
puestos hacían recaer el mayor peso de las cargas tributa
rias en los comerciantes e industriales de tipo medio. Las
Cámaras de Comercio organizaron un cierre general de pro
testa y el gobierno—Silvela, Polavieja, jefe de E. M. y he
chura de la Casa Real, el marqués de Pidal, de extrema de
recha, Eduardo Dato...—decretó el estado de guerra en
varias provincias. Muchos años después, por cuestiones de
tributación y beneficios entre varias capas de clases posee
doras, se producirá el duelo político Alba-Cambó (dentro de
las élites) del que habremos de ocuparnos en el capítulo si
guiente.
La verdad es que el sistema tributario, en general, no sólo
favorecía a los poseedores, por la progresión de impuestos
indirectos, sino que entre ellos mismos, los que pagaban por
contribución territorial quedaban mucho más favorecidos
que los empresarios industriales. Y es que las decisiones de
orden presupuestario son siempre dato esencial para hacer
un diagnóstico sobre la realidad del Poder.
El tipo de conflictos de poder en el interior de la estruc
tura del Estado adquiere una significación relevante en
cuanto militares con mando determinan o condicionan de
cisiones de órganos del Poder que, según la institucionali-
zación normada del Poder, no les correspondía adoptar a
ellos. Es problema arduo desde el punto de vista sociológi
co, y al que ya hemos hecho referencia. La intervención del
Ejército o de parte de él en las decisiones del Poder empie
za a tomar un cariz diferente del que tuvo en el anterior
siglo. No obstante, ya hemos señalado lo difícil que parece
hablar aún de militarismo, aunque reflejos militaristas (pero
como presión, como tendencia a influenciar el Poder, no a
59
ejercerlo) sean los que se producen en el asunto de la Ley
de Jurisdicciones.
Lo que ocurre, con harta frecuencia, es que los órganos
del Poder no están en condiciones de imponer sus decisio
nes a una institución que, en principio, es instrumento del
Poder, pero que toma conciencia de ser ella misma una es
tructura de poder capaz de imponer decisiones dentro del
Estado. Es bien reveladora aquella frase de Weyler, en Con
sejo de Ministros, diciendo: «no puedo responder de la jus
ticia militar», cuando Montero Ríos le proponía destituir a
los capitanes generales de Madrid, Barcelona y Sevilla, que
estaban en neta actitud de insubordinación.
Tal vez lo que había de nuevo era la intervención muy di
recta del rey en los asuntos militares, que ya hemos seña
lado. La Real Orden de 1914, sobre comunicación directa del
rey con los militares que hemos citado, recordaba que el
rey «interviene directa y constantemente en cuanto se rela
ciona con las tropas, así como en la concesión de mandos
y ascensos...» Melchor Fernández Almagro la caracterizó
como un «documento (que) no puede ser más precioso; en
él se reconoce al rey la competencia privativa que en materia
militar venía ejerciendo de hecho»24. Y el rey no era un
ente abstracto; era un hombre situado en un medio social
e ideológico en su vida cotidiana (el de la aristocracia pala
tina). Por ahí se van teniendo hilos conductores de una carga
social e ideológica en una parte, al menos, de los mandos
militares. El fenómeno es bastante complejo; por un lado,
el reflejo de institución que tiene en sus manos instrumentos
coactivos, y junto a él la posible existencia de aspiraciones
corporativas; luego, la relación creciente con medios palati
nos, las distinciones, los favores, etc., que crean todo un
clima. Por otra parte, los partidos turnantes van desinte
grándose. Todo hace prever el fin de la etapa decimonóni
ca en que los militares aspiraban al Poder como hombres
políticos, pero no para el Ejército.
Si el Poder estaba, por lo general, en buenas relaciones con

24 Guando el general Fernández Silvestre desobedeció flagran-


temente al alto comisario en Marruecos, general Marina (que
buscaba un entendimiento con el Raisuli), fue relevado, pero
Marina tuvo que dimitir. Inmediatamente, Silvestre era nombra
do ayudante del rey. El hecho es más elocuente que un tratado
de politicología.
0Q
la Iglesia (y la Iglesia, en medida fragmentaria, participaba
en él), menudearon, sin embargo, los rozamientos cada
vez que desde el Estado se esbozaba una medida tendente
a la secularización de la vida. No se olvide que la jerarquía
española tenía aún muy reciente el espíritu del Concilio Va
ticano I y de aquellos prelados que en 1876 se alzaron contra
el texto constitucional por el atrevimiento sin par de esta
blecer «la tolerancia de cultos». Desde el Poder, una parte
de la élite política estimaba necesaria una modernización
que deslindase algunos aspectos de lo eclesiástico y lo esta
tal. Si técnica e históricamente esa actitud parecía normal,
cabe señalar que cierta manera de apoyarse sobre el resorte
emotivo del anticlericalismo entraba en una maniobra de
gran alcance de parte de la burguesía española, con objeto
de que el cuarto estado» acudiese al «reclamo» en descuido
evidente de su acción reivincücativa y por el poder político
y económico. Durante largo tiempo el anticlericalismo fue
una manera de desviar al pueblo español, pero hay que re
conocer que la jerarquía dio sobrados argumentos para que
el hecho se produjese.
El propósito de someter las congregaciones religiosas no
expresadas en el Concordato al régimen legal común de aso
ciaciones dio lugar a un amago de conflicto en 1902 resuelto
por el carpetazo que el nuevo gobierno Silvela (conservador
y a machamartillo) dio al asunto.
El problema se reprodujo en 1910, con el Gobierno Cana
lejas. Presentó batalla la jerarquía, dirigida por el cardenal
Aguirre, primado de Toledo; con ella estaba el partido con
servador, los tradicionalistas, las organizaciones de Acción
Católica y, en realidad, los medios palaciegos, sobre todo la
influyente reina madre. De modo que, aunque la llamada
«ley del Candado» se votó en las Cortes el 23 de diciembre,
en verdad quedó inoperante. No tanto a causa de la Iglesia,
como de las élites económicas y de casta que aparentaban
defender la religión para en verdad servirse de ella como
escudo defensivo.
Una nueva fricción se produjo en 1913 por el real decreto
del Gobierno Romanones, exceptuando de recibir enseñanza
religiosa en las escuelas primarias «a los hijos de padres que
así lo deseen, por profesar religión distinta de la católica»
(que seguía a una R. O. dispensando de asistir a misa a los
soldados no católicos).
Otra vez, la extrema derecha puso todos sus recursos en
61
juego so pretexto de defender ios principios de la religión.
La Junta Central de Acción Católica difundió un manifiesto
en que se hablaba de «injuria a los derechos sacratísimos
de la Iglesia» que lindaba ya con la desobediencia civil. Esta
vez la Santa Sede aconsejó prudencia y flexibilidad. Un en
tendimiento entre las fuerzas en presencia era harto lógico;
hubo fricción, pero no enfrentamiento con el Poder; y los
canales por donde circulan las presiones abrían fácilmente
sus espitas.
Hay, en este período, rupturas momentáneas del orden
establecido; la más importante es la de Barcelona, en la úl
tima semana de julio de 1909. De menor importancia fueron,
en el verano de 1912, la proclamación relámpago de la Repú
blica en Cullera y otras localidades levantinas en el fragor
de una huelga general y la insurrección frustrada de la fra
gata «Numancia», dirigida por el fogonero Antonio Sánchez
Moya. Los dos últimos hechos fueron rupturas tan margi
nales del consenso político general, que apenas pueden con
siderarse como una puesta en cuestión del Poder. Lo de
Barcelona fue distinto : el Poder desapareció, a despecho de
haber sido transmitido a manos de la autoridad militar. Du
rante varios días, en una zona extensa que comenzaba en
Eeus—donde estaban ya cortadas las comunicaciones ferro
viarias—dejó de existir el poder del Estado. ¿Hubo otro
frente a él? No; esto es lo peculiar de aquel acontecimiento.
Una masa enardecida que levanta barricadas, soldados que
se niegan a embarcar para Africa apoyados por la población,
una huelga que se impone a cien por cien y que toma en
numerosas localidades aspecto de asalto al Poder, por la
ocupación de Ayuntamientos y cuarteles de la Guardia Civil.
Pero todos esos actos no respondían a decisiones de órganos
adecuados de una estructura de poder; frente al Poder no
se alza el poder de hecho o contrapoder. El Comité de huel
ga no toma decisiones en ese orden, ni dispone de órganos
de enlace y ejecución. Los únicos embriones de contrapoder
que existieron fueron los Comités Obreros de Sabadell, Ma
taré, Granollers y Palafruguell, que se encargaron de la ad
ministración municipal (con lo cual se probaba, una vez
más, que la administración tiene «horror al vacío» y que es
imprescindible que alguien tome siempre un mínimo de
decisiones).
En cambio, no cabe duda que la llamada «semana trági
ca» representaba la negación, siquiera momentánea, de la
ea
legitimidad, por una fracción importante de la población en
parte del país. Por primera vez, desde 1874, se esboza la rup
tura del consenso en el seno de la comunidad nacional, que
más tarde llegará a los extremos trágicos que todos conoce
mos. Sin duda, que la legitimidad no era aceptada, en la
extrema derecha, por carlistas e integristas, y en la izquierda
y extrema izquierda, por socialistas, una fracción de los re
publicanos y la masa, de nuevo creciente, que sufría la in
fluencia anarquista. Pero la negativa del consenso era tan
sólo potencial; en 1909 se expresa por unos hechos violentos.
Faltan, sin embargo, dos notas esenciales para que la rup
tura del orden constitucional tenga alcance:
1° Ausencia de un sistema de valores e ideas sobre la
organización del Poder y sus relaciones con la sociedad, por
sumario y elemental que sea. Esta «legitimidad de alterna
tiva» existía en los socialistas y en los republicanos, pero
son ellos los que participan escasamente en la rebelión de
julio de 1909 (les seudo-republicanos de Lerroux en Barce
lona o eran anarquistas de hecho o, como su nombre lo in
dicaba, «jóvenes bárbaros» difícilmente asimilables a una
ideología coherente sobre el Poder).
2° Para que exista la posibilidad de ofrecer una alterna
tiva de legitimidad, se precisa un poder de hecho, con su
organización y servicios, por lo menos en estado embrio
nario, su potestad de mando interno, que prefiguren el nú
cleo de un futuro Poder. Todo esto estuvo ausente en la
Barcelona del verano de 1909.
Hay en cambio, una demostración de poder de hecho que,
sin llegar a la ruptura del consenso político, es más digna
de ser anotada en problemática que encierra futuros con
flictos de Poder. Nos referimos a la huelga ferroviaria de
1912. Canalejas creyó que todo se resolvería siguiendo el
ejemplo de Briand en Francia, dos años antes, y decretó la
movilización de 12.000 huelguistas que, según su cartilla mi
litar, se hallaban en la situación de primera reserva. Pero
el poder de hecho de los sindicatos ferroviarios era capaz
de competir, en esta esfera concreta, con las decisiones del
Poder. Y se llegó a la transacción. La decisión, expresada
geométricamente, era una resultante de dos líneas opuestas.
Cuando esto ocurre es que se ha interferido en el campo del
Poder un poder de hecho suficientemente vigoroso para re
sistir. (Gráficos en páginas 67 y ss.)
En este caso, como en los ya examinados de conflicto con
63
el sector Jerarquía-Derecha (conflicto interno de élites del
Poder) y de Gobierno-Ejército (conflicto dentro del Estado),
se podría aplicar, adaptándolo a nuestro objeto de conoci
miento, el esquema propuesto por el profesor Jean Lhom-
ne25: dos sujetos en presencia, A y B, cuya desigualdad de
poder 26 es: A>B o B>A. Nuestro caso es el primero :
A > B. Pero lo que interesa saber es lo que resta de poder
efectivo después de la confrontación, valor al que llamare
mos Q. Por consiguiente A — B = Q. (Q será siempre mayor
que O si los poderes enfrentados son desiguales.) Lo que in
teresa saber es la diferencia entre las «magnitudes de poder»
A y B que se enfrentan, expresada por una escala de valores
que estará limitada por O de un lado y A de otro lado. Si Q
(es decir, el resultado de A — B) es un valor próximo a A,
eso quiere decir que la resistencia es ínfima y que el Poder
se impone fácilmente; en la medida que asciende ese valor
la resistencia al Poder es mayor y, por consiguiente, las de
cisiones no serán enteramente las que tomó originariamente
el Poder (esas decisiones tienen valor igual a A), sino des
pués que se ha hecho la sustracción de B. La decisión to
mada se expresa por A — B = Q. Si, por el contrario, el
valor de la sustracción es cercano a O, eso quiere decir que
el Poder (A) ha, tenido que ceder en gran parte de sus deci
siones, frente al contrapoder (B).
Se comprende fácilmente que ese conflicto puede expresar
se linealmente en una escala de valores que va de A a O y
que según esté el punto hallado más cerca de A o de O se
25 Jean Lhomme: Pouvoir et société économique. París, 1966,
páginas 21-23.
J* El profesor LTiomme emplea el término influencia, que
para él es definidor del poder, siguiendo en esto a ciertas doc
trinas norteamericanas. Entre otras, se observa el antecedente
de Harold W. Lasswell, aunque éste precisa que se trata de in
fluencia sobre las decisiones. Nosotros preferimos dejar el con
cepto de influencia para distinguir aquellas fuerzas que actúan
sobre el poder para obtener decisiones que correspondan a sus
puntos de vista, pero sin pretender conquistarlo, ejercerlo ni
participar directamente en ese ejercicio. La especifidad del
concepto de influencia puede que sea una de las tareas impor
tantes de la actual politicología.
En el ejemplo que damos del conflicto de ferroviarios hay,
por un lado, una fuerza del poder y enfrente otra de influencia.
Por el contrario, en los otros dos casos, se trata de dos fuerzas
de poder.
64
sabrá quien ha obtenido ventaja en lo que, desde luego, es
una prueba de fuerza.
Inútil decir que cuando el resultado es O ; A = B nos ha
llamos ante el verdadero conflicto de poderes, la ruptura
del orden normado en el plano jurídico y la ruptura del
consenso en el plano socio-político. Es la situación de guerra
civil larvada o abierta.
En los conflictos señalados hubo desde luego una sustrac
ción importante de la magnitud de poder. ¿En beneficio de
quién? En el caso de los ferroviarios es una fuerza que no
está en el Poder la que, por presión, consigue desviar (geo
métricamente hablando) la línea de fuerza del Poder. En el
caso de los problemas militares se llega, a veces, a que B
sea mayor que A (dimisión del Gobierno Montero Ríos), pero
como se trata de un problema dentro del Poder, la cuestión
de la legitimidad y del consenso no se plantea. Lo único que
ocurre es que la decisión no sólo se desvía, sino que se anu
la; después intervienen una serie de compromisos entre di
versas élites del Poder, que tendrían que representarse como
una pluralidad de líneas de fuerza cuya suma algebraica da
una resultante, es decir, una nueva decisión (por ejemplo,
Ley de Jurisdicciones en la forma que es votada y promul
gada).
La respuesta a la pregunta de quién tiene en realidad el
Poder nos la dará el análisis :
1.° Del carácter que tiene el repertorio de grandes deci
siones nacionales: orden jurídico de relaciones de produc
ción y su defensa por los órganos del Poder, desde el medio
coercitivo hasta la propaganda; presupuestos del Estado y
régimen fiscal; estatuto jurídico de los grupos políticos; le
gislación laboral, etc., etc., así como los actos administra
tivos de aplicación concreta de esas normas.
2." De la resultante (si se quiere expresada por símbolos
matemáticos) de los conflictos entre «magnitudes de poder»
(élites del Poder entre sí, diferentes órganos del aparato es
tatal, Poder y grupos de presión, Poder y poderes de hecho
o contrapoderes, etc.), cada una de las cuales representa una
fuerza sociológica real.
El análisis del contenido social de las decisiones y contra
decisiones nos revela los vínculos que tiene cada élite con
su respectiva base social a la que representa, de la que es
portavoz y ejecutor, unas veces con mayor claridad y otras
con menos; este análisis viene facilitado por la primera
5
parte del estudio que trata de la inserción socio-ideológica
de cada élite.
Se comprende fácilmente que los resultados no son siem
pre simples y esquemáticos. Es fácil, a veces, ver el poder
de la aristocracia terrateniente o, hablando de otros países,
de los banqueros en tiempos de Luis-Felipe en Francia, pero
otras, los hilos del poder se entrecruzan, las contradicciones
se multiplican y las situaciones se hacen más fluidas. Sin
embargo, un análisis relativamente serio puede desentrañar
quien tiene la preponderancia del Poder, ya que las situa
ciones de equilibrio, por inestable que sea, son «rara avis»
en la Historia. Al captar ese fenómeno, tenemos en nuestras
manos una de las llaves esenciales para la comprensión del
proceso histórico.
Esta aparente digresión puede facilitarnos el trabajo de
los siguientes capítulos. No pretendemos dar al lector un
producto enteramente elaborado, sino unos elementos de
juicio y de trabajo para que él mismo pueda por su cuenta
y riesgo seguir esta operación intelectual que tantos aspectos
apasionantes encierra.

6fi
Gráfico 2
Huelga del 20 de agosto al 3 de septiembre de 1907, en Bilbao,
en que los huelguistas pedían jomada de nueve horas, abono
del 50 por 100 de aumento en horas extraordinarias y reconoci
miento de los sindicatos, comúnmente llamados sociedades obre
ras. El rey mismo arbitró el conflicto, prometiendo el examen
por las Cortes (en efecto, se votó la ley de huelgas y coaliciones).

Gráfico 3
Conflicto del verano de 1916, entre las compañías de ferroca
rriles y sus obreros, que terminó por el arbitraje-Azcárate, re
conociendo las asociaciones y sindicatos de ferroviarios.

Gráfico 4
Modelo genérico de una multiplicidad de situaciones conflictivas
que se produjeron en el campo andaluz durante los años 1918
y 1910.

Se trata de simples modelos y, como tales, simplificaciones de


una realidad forzosamente más compleja. Creemos, no obstante,
que pueden ayudar a una mayor comprensión de lo expuesto.
Los tres esquemas constituyen modelos de situaciones relati
vamente simples. Se ha evitado, por su complejidad, exponer
gráficamente la dinámica de situaciones como, por ejemplo, la
de 1917.

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3 X
II. EL PODER Y LAS ELITES EN LA
MONARQUIA PARLAMENTARIA

Segundo período: 1916-1923.


El sistema montado por Cánovas, cuarenta años atrás,
había llegado a su total agotamiento. La Constitución real
de España se transformaba a ojos vista, y tanto el texto
de 1876 como la práctica viciada de partidos turnantes y ca
ciquismo eran vestiduras que estallaban por todas las cos
turas al venir estrechas al cuerpo social español. Sin dejar
de ser un país esencialmente agrario, España ya tenía en
1920 un 22 por 100 de la población activa trabajando en la
industria y un 21 por 100 en los servicios. Madrid y Barce
lona eran ciudades de 750.000 y 710.000 habitantes, respec
tivamente, de los cuales, en la ciudad condal, 205.000 cons
tituían la población obrera. Los 307.000 obreros de la cons
trucción, 228.000 de la metalurgia, 238.000 de la industria
textil, 172.000 mineros y 219.000 trabajadores del transporte,
daban idea de un tipo de vida, de trabajo y de concentra
ciones humanas muy diferente al del siglo anterior. Com
parándolo con los datos de primero de siglo era sensacional
el aumento de la siderurgia y metalurgia (y de personas
viviendo de estas industrias), así como del número de traba
jadores en las minas y en la industria textil.
España seguía siendo un país sin democratización cultu
ral, de bajo nivel de extensión y difusión cultural; no obs
tante, la mitad de la población aproximadamente, sabía ya
leer y escribir, porcentaje que era muy superior en las aglo
meraciones industriales y urbanas. Los grandes diarios ha
71
cían ya tiradas importantes y su lectura entraba como un
hábito en todas las clases sociales urbanas.
Añádase a esta expansión, las transformaciones que fue
ron causadas por influjo directo o indirecto de la primera
guerra mundial: los beneficios exorbitantes de muchas em
presas, el alza brutal del coste de la vida, el interés por una
serie de ideas debatidas en Europa, las esperanzas y temo
res respectivos que producen las revoluciones y contrarre
voluciones (Rusia, Alemania, Hungría, Italia), son otros
tantos factores que, al incidir en la sociedad española, la
sitúan ya en la problemática del siglo xx—sin que sus ci
mientos estructurales dejen de estar asentados en suelos
de siglos atrás—y elevan al rango de protagonistas a multi
tudes antes pasivas o enteramente marginadas.
Los partidos de turno, ya en período de desintegración,
encerrados en la estrecha malla de las «familias políticas»,
de las élites del poder económico y de la nobleza, se revela
ron más impotentes que nunca para ponerse a tono con el
nuevo clima y las necesidades de la hora. Un hecho saliente
es la incapacidad para formar gobiernos homogéneos del
partido conservador o del partido liberal, y el recurso a los
llamados «gobiernos de concentración». Sin duda, entran en
el juego de los partidos gubernamentales el reformismo y
la «Lliga», pero es para integrarse en el mecanismo del siste
ma oligárquico, soltando lastre por la «izquierda»—social-
mente hablando—de sus antiguas clientelas.
Semejante situación conduce a los primeros síntomas
serios de quiebra del consenso; no sólo surge la alternativa
de otra legitimidad, sino de varias otras legitimidades: la
estricta de soberanía popular de republicanos y socialistas
(compartida en 1917 por los reformistas) concretada en la
idea de romper el sistema y convocar Cortes constituyentes;
la de legitimidad del poder proletario, que surge del naciente
sector comunista y que, de manera más imprecisa, no deja
de ser también la de los medios anarco-sindicalistas; la del
poder personal, que se precisa en los medios palaciegos; la
del Ejército como salvador de la crisis, que conducirá al
cambio de 1923; sin olvidar la de la otra legitimidad dinás
tica, la que siguen manteniendo los carlistas.
La ruptura del consenso es a veces importante y debilita
seriamente el Poder, mientras que, en el seno de éste, la frag
mentación del mismo se hace cada vez más notoria. Sin
embargo, los gobiernos se obstinan en «fabricar» las elec
73
dones, cosa imposible ya en Madrid, Barcelona, Valencia,
Bilbao y algunas circunscripciones importantes, pero perfec
tamente realizable en la inmensa mayoría de las circuns
cripciones rurales.

Los Gobiernos
De 1917 a 1922 hubo nada menos que 14 Gobiernos en
España. Estos Gobiernos tuvieron siete jefes: Dato, Maura,
Allendesalazar, Sánchez de Toca, Sánchez-Guerra, Romano-
nes y García Prieto. Este último llegó a presidir cuatro Go
biernos; Maura, tres. Pero además Bomanones participó
como ministro en tres Gobiernos más, y Dato en uno, y Gar
cía Prieto en dos más. Aquellos 14 Gobiernos tuvieron en
total 77 ministros. Los más importantes ya los conocemos.
Bugallal fue cinco veces ministro; Alba, cuatro; La Cierva,
cuatro. Un aristócrata, el marqués de Lema (Bermúdez de
Castro: familia que tenía ya un título extranjero y que fue
ennoblecida por Isabel II en 1859), muy a propósito para
tratar con las personas de su estamento que casi monopo-
lizaban la carrera diplomática1.
El sistema de «familias políticas» y de ejercicio directo
del Poder por miembros de las clases privilegiadas conti
nuaba, así como la fusión, cada vez más íntima, de uno y
otro grupo.
Por ejemplo, es significativa la importancia que una per
sonalidad política como García Prieto (ennoblecido con el
título de marqués de Alhucemas desde 1911) adquiría en
las esferas del poder económico : importantes intereses y par
ticipación activa en las compañías de seguros de capital
franco-español (Unión y el Fénix, y varias más, en la opu
lenta empresa de «Tabacos de Filipinas», en el Banco Hipo
tecario, etc.
En este orden de conexiones es también instructivo que
fueran dos veces ministros en este período, el financiero en
pleno ascenso dentro del grupo de «Banesto», Minas del
Rif, etc., Pablo Garnica (de los liberales, pero que tam
bién forma parte de un Gobierno Allendesalazar en 1919), el
no menos importante financiero marqués de Cortina; una

1 Fue también alcalde y gobernador civil de Madrid, así como


gobernador del Banco de España.
73
personalidad de la alta burguesía castellana como César
Sillo (maurista) fue tres veces ministro. Resulta ocioso se
ñalar el alcance socio-económico de la participación de la
Lliga en los Gobiernos, a través de hombres como Cambó,
Ventosa y Bertrán y Musitu. Y tampoco tenemos que insis
tir sobre el perfil sociológico de gobernantes tales como
Romanones, Dato, Sánchez de Toca, Sánchez-Guerra, etc.
La participación en dos gobiernos de Abilio Calderón, caci
que omnímodo de la provincia de Palencia, y en otro de Pra
do Palacio, con análoga significación en la de Jaén, son
bastante elocuentes sobre la permanencia de ciertos usos
y abusos.
Parécenos oportuno, por la función que más tarde desem
peñarían, señalar la presencia en dos Gobiernos de Niceto
Alcalá Zamora y en uno (el de Maura en 1921) de Leopoldo
Matos, que había sido gobernador de Barcelona en 1917.
Alcalá Zamora, ya ducho en la vida parlamentaria y en el
«sistema», era también un abogado cuyo bufete fue adqui
riendo importancia; natural de la provincia de Córdoba, allí
y en Jaén tenían, él y su familia, grandes propiedades rús
ticas.
Leopoldo Matos, también jurista, está más vinculado a las
empresas; él mismo llegará a participar en la dirección de
Pirelli (incluso como vicepresidente) y de la Cía. Sevillana
de Electricidad.
Un hecho también significativo es que desde que se crea
el Ministerio del Trabajo esté casi siempre dirigido por
persona cuya pertenencia a la élite de grandes propietarios
es más que evidente: Matos, Abilio Calderón, Chapaprieta...
Los ministros militares siguen siendo nombrados a indi
cación del rey, que a veces va más lejos, indicando, por
ejemplo, a Dato, la conveniencia de nombrar ministro de
Fomento al vizconde de Eza.

El Parlamento

En febrero de 1918 tuvieron lugar elecciones legislativas;


las últimas de la Monarquía constitucional, en abril de 1923.
He aquí las grandes líneas resultantes de las distintas con
sultas electorales de este período:
74
1918:
95 garciprietistas.
Los liberales obtenían 165, así 40 romanonistas.
descompuestos : 30 albistas.
27 mauristas.
Conservadores 152 100 datistas.
25 ciervistas.
Lliga catalana 23
Republicanos 16
Socialistas 6
Reformistas 8
Nacionalistas catala
nes 4
Nacionalistas vascos 7
Carlistas 9
El Gobierno de «concentración» no había podido fabricar
un parlamento de un solo partido, pero sí de los partidos
turnantes evidentemente fragmentados.

1919:
Conservadores 199 104 mauristas y ciervistas.
95 datistas.
52 garciprietistas.
39 romanonistas.
Liberales 131 30 albistas.
5 de Gasset.
5 de Alcalá Zamora.
Lliga catalana ... 15
Reformistas 6
Republicanos ... 19
Socialistas 6
Carlistas 5

1920:
U 179 datistas.
Conservadores 231 l ) 22 ciervistas.
1 1 20 mauristas.
( 10 independientes.
75
f 42 garciprietistas.
Liberales m \ 32 romanonistas.
j 28 albistas.
' 9 independientes.
Republicanos 16
Lliga catalana 15
Reformistas 9
Socialistas 5
Republicanos 15
Socialistas 3
Tradicionalistas 7

1923:
96 garciprietistas.
48 romanonistas.
Liberales 160 8 de Gasset.
8 de Alcalá Zamora.
40 albistas2.
93 conservadores oficiales.
Conservadores 117 j 12 mauristas.
16 ciervistas,
Republicanos 15
Reformistas 20 3
Socialistas 74
Tradicionalistas 4
Lliga catalana 22
Varios diversos 18
En la elección de 1923 es notorio el contraste del triunfo
electoral de los socialistas por Madrid (donde iban en pror
gresión de votos a cada elección desde 1918) 5 y el absten-
s En realidad, desde 1918, la fracción albista estaba constituida
como partido con el nombre de Izquierda Liberal Monárquica.
a Los reformistas forman ahora parte de la mayoría y están
representados en el Gobierno por Pedregal.
* La candidatura socialista obtuvo las mayorías (cinco pues
tos) por Madrid.
5 En Madrid, los socialistas obtuvieron 21.417 votos (Besteiro
fue el que obtuvo más) ; los garciprietistas, 20.000 ; los mauris
tas, 15.000; los republicanos, 11.700, y los comunistas, 2.476.
76
cionismo rural que permitió la elección nada menos que
de 146 diputados por el artículo 29.
Las «familias políticas» seguían ocupando los escaños del
Congreso (no digamos del Senado) con las necesarias reno
vaciones que imponía la edad. Una crónica de Fernández Fló-
rez—ligeramente anterior, pues data de diciembre de 1916—
reflejaba la familiocracia en el Congreso: «Hablaba el señor
F. Barrón, yerno del señor Bugallal, al que responde el hijo
del señor Barroso. Interviene luego un sobrino del señor
Alba y tercia un hijo del señor ürzáiz. Entra en el hemi
ciclo el señor Alvarez, pasante del bufete del señor García
Prieto; el diálogo se entabla luego entre los hijos del señor
Rodrigáñez y del señor Navarro Reverter, con el cuñado del
señor Burell. Después entran en danza un hijo del señor
Villanueva, un cuñado del señor La Cierva y el señor César
de la Mora, sobrino del señor Maura.» Digamos, por nuestra
parte que César de la Mora tenía tal pujanza económica que
no precisaba de los eventuales apoyos de su tío.
Como ejemplo, es sabroso y aleccionador. Y en los altos
cargos de la representación nacional, digamos que estuvie
ron Villanueva, Sánchez-Guerra y, por último, Melquíades
Alvarez.
El caciquismo seguía siendo el sistema de elevar españoles
a la representación parlamentaria, excepto para unas cuan
tas ciudades ya citadas. Por aquellos tiempos se habló en
las sesiones de los dos millones de pesetas que, según mal
dicientes, habría invertido el conde de Mieres para obtener
el acta de diputado por Belmonte, y de las 800.000 pesetas
que el muy reciente conde del Valle Súchil habría derrocha
do con análogos propósitos y efectos para su elección por
Valencia de Alcántara.
Como síntoma revelador de los hilos que unían el palacio
de la Carrera de San Jerónimo con puestos de decisión del
Estado y con grupos oligárquicos es prueba palmaria la
triste suerte que corrió una proposición presentada por Bes-
teiro, en nombre de la minoría socialista, el 21 de jimio de
1921. Se trataba de declarar la incompatibilidad moral de
todas las funciones de servicio del Estado con el desempeño
de cargos en consejos de empresas y compañías que explo
tasen servicios públicos. No faltaba más. La proposición fue
rechazada por 133 votos contra 31 (de estos los 22 republi
canos y socialistas; obsérvese que la inmensa mayoría ni se
dignó votar).
77
Modificaciones en las élites
No habían, pues, cambiado en lo esencial los «cuadros»
del Poder y de su base parlamentaria, si así puede calificár
sela. Sin embargo, resultaba evidente que los diputados de
la oposición tenían mayor autenticidad representativa y sus
intervenciones adquirieron mayor autoridad que en los pri
meros años del siglo. Cuando la crisis se agravó con motivo
de las responsabilidades por el desastre de Annual, llegaron
en su acción de control a obstaculizar visiblemente los mo
vimientos del Poder.
Por otra parte, si la élite que se turna más o menos en el
ejercicio del Poder no sufre otras modificaciones que las que
proceden de la cooptación o de la integración de sectores
cuya naturaleza social les hacía acreedores a entrar en ellas
(Lliga, lo que quedó del reformismo merquiadista), se pro
ducen ciertos movimientos en los estratos sociales de los
que emergen.
Por un lado, la alianza propiedad agraria-nobleza con clase
empresarial-burguesía se acentúa; cada vez son más los
miembros de la alta burguesía que entran en la nobleza, pero
por la misma razón cada vez la proyección ideológica «viejo
régimen» gana capas importantes de las fuerzas a quienes
pertenece el poder económico en el siglo. El ennoblecimiento
continúa a ritmo acelerado; las puertas de la aristocracia se
abren de par en par para los magnates de la banca, de la
siderurgia, las minas, las construcciones navales...
Estanislao de Urquijo, que ya en vida de su padre, el
II marqués de Urquijo (que a sus empresas financieras y eco
nómicas unió la de ser alcalde de Madrid e iniciador del
Parque del Oeste), había sido ennoblecido con el marquesado
de Bolarque, obtuvo en 1918 la Grandeza de España. Su her
mano Luis es nombrado marqués de Amurrio en 1919 (am
bos fueron senadores). Su primo José Luis de Ussía y Cubas
es nombrado el mismo año conde de los Gaitanes, ya que
su hermano mayor, Francisco de Ussía y Cubas (también
senador), había heredado en 1908 el primer marquesado de
Aldama, otorgado a su padre en 1893. Otro primo de estos
últimos, Francisco de Cubas y Erice, que hereda el marque
sado de Fontalba, se casa con una hermana de los Urquijo
y Ussía (Encarnación) y es hecho Grande de España y se
nador. Podríamos añadir, para completar este esquema de
ascenso de la «élite del Norte» en aquel período, el marque
78
sado de Ariluce de Ibarra, otorgado en 1918 a Fernando Ma
ría de Ibarra (que fue vicepresidente del Congreso), casado
con María de los Angeles de Oriol. También el ennobleci
miento de Ignacio Herrero y Collantes, por haber recibido
el título de marquesa de Aledo su esposa—por cesión de su
madre doña Fernanda Calderón—en el mismo año 1918.
Este pequeño galimatías heráldico-familiar adquiere toda
su significación al relacionarlo con el vertiginoso ascenso
de las empresas bancarias e industriales de ese grupo du
rante los años de la primera guerra mundial y la creación
de nuevas y poderosas empresas. El Banco Urquijo, con los
tres hermanos Urquijo y Ussía y el marqués de Fontalba,
nace, en escala nacional, el 1.° de enero de 1918. Un año des
pués nace el Banco Central (que luego tomará otros rum
bos) bajo la presidencia del marqués de Aldama (Ussía) y
por su hermano nombrado entonces conde de los Gaitanes.
En el período histórico que nos ocupa, la familia Urquijo
Ussía tenían los resortes decisivos, además de en el banco
de su nombre, en el de Crédito Industrial, una extensísima
zona de la producción de energía eléctrica (U. E. Madrileña,
Hidroeléctrica Española, Ibérica, Eléctrica de Castilla, el
Chorro, donde coinciden con Jorge Silvela y con Benjumea,
también diputado, hecho conde de Gualdalhorce en 1921),
de Altos Hornos (en unión de otras «grandes familias» del
Norte), Minero-Siderúrgica de Ponferrada, Duro-Felguera, la
C. A. de Ferrocarriles que crean en aquellos momentos, la
Constructora Naval, los Tranvías de Madrid, la S. E. de Cons
trucciones Metálicas, los seguros «La Equitativa», Ferroca
rriles vasco-asturianos...; tenían importante participación en
otras como C.HJVJD.E., Transatlántica, Saltos del Duero
(con Alba), etc.
Herrero de Collantes, convertido en marqués de Aledo te
nía, además del banco de su nombre y del Banco de Gijón y
de su importante participación en el Banco Hispano-Ameri-
cano, la de Explosivos, el dominio de la Arrendataria de
Fósforos, de Riegos de Levante y de varias empresas eléc
tricas.
Los Ibarra participaban igualmente en los primeros planos
de la producción de energía eléctrica, en el Banco de Viz
caya, en Altos Hornos, Constructora Naval, Minas del Rif.
Tenían la Compañía Marítima del Nervión, los Tranvías de
Bilbao, gran parte de las Hulleras de Turón.
En la gigantesca acumulación de capitales que se produce
79
por los superbeneñcios y la inflación vertiginosa (que incide
cruelmente sobre el nivel de vida de la mayoría de la po
blación) de los años de la guerra, los grandes bancos son
los que realizan la acumulación más espectacular, y los
vinculados al Norte (que impulsan y controlan más indus
trias), los de mayores beneficios6. Las ganancias más fabu
losas se dieron en el carbón, la siderurgia, el papel y tam
bién las compañías navieras, pese a la pérdida de barcos
torpedeados. También fueron importantísimas las de los oli
vareros y remolacheros, pero en modo alguno las de los pro
ductores y exportadores de vinos, de naranjas, así como la
de los cerealistas, pese a la especulación7.
Esta élite de jefes de empresa integrados en la nobleza,
ya estos años, ya un poco antes, como vimos en el capítulo
precedente (los Aresti, Zubiría, Chávarri, Motrico (Churru-
ca), y algunos otros más (Arteche, Echevarrieta, Gandarias
—cuñado de los Urquijo—, Ramón de Sota, etc.) concentraba
ya la mayoría de las industrias de cabecera modernas, del
movimiento de capitales, etc., pero es fácil observar el en
trelazamiento con las élites de poder económico anterior
mente establecidas. En las élites indicadas (y en algunos
«advenedizos») tiene lugar el fenómeno de «las fortunas del
carbón (1914-1919), en que se llegó a obtener 64 pesetas de
beneficio por tonelada y hubo capitales que se multiplicaron
por veinte y más aún. Las familias citadas controlaban la
mayor parte de las hulleras (además de empresas extranje
ras, como la Royal-Asturienne, Peñarroya, etc.), los Loring
(hechos condes de Mieres en 1911), los Fernández-Duro (en
noblecidos en 1924), diputados de actas discutidas, y otros
empresarios que, con el correr de los tiempos, han ido pros
perando cada vez más después de aquel «empujón».
Conviene observar, aunque sea muy a «grosso modo», que
las élites económicas procedentes de los negocios en Cuba,
de las primeras sociedades de crédito, concesiones de ferro
carriles y servicios públicos, etc., del siglo xix, habían ad-
* Sobre estados de cuentas de los bancos en la época puede
verse Tuñón de Lara : La España del siglo XX. París, 1966, pá
ginas 18-25.
7 Entre otras empresas, se crearon por entonces la siderúr
gica de Echevarría, la Sociedad Ibérica de Construcciones Eléc
tricas, la Sociedad Ibérica del Nitrógeno, Energía e Industrias
Aragonesas, la Compañía Auxiliar de Ferrocarriles, la Babcock
& Wilcox, la Minero-Siderúrgica de Poníerrada, etc.
80
quirido ya firmes posiciones en las élites de nobleza y de
participación en el Poder (casi siempre teniendo acceso di
recto o indirecto a la Casa Real, lo que en aquella época no
era factor a descuidar); la «nueva ola» empresarial del Nor
te que ha empezado en gran escala durante la Restaura
ción y prosigue durante el reinado de Alfonso XIII, se va
incorporando en una segunda etapa a las mencionadas élites.
De tal manera que los tres círculos—poder económico, je
rarquía social de nobleza, participación en el Poder—se su
perponen y entrecruzan llegando a formar un solo complejo
de élites en el Poder. Naturalmente, que ésto que puede
aplicarse a los grupos de élite como tales, no puede siempre
aplicarse a cada caso individual8.
No quisiéramos terminar esta breve reseña sin mencionar
otros casos de ennoblecimiento que nos parecen significati
vos: en los medios de la gran burguesía catalana, se hace
conde de Caralt, en 1916, a la primera personalidad de la Pa
tronal, presidente del Fomento del Trabajo Nacional. El
mismo año se concede el marquesado de Foronda (a Manuel
de Foronda y Aguilera), y en 1920, el condado de Torrenueva
de Foronda a su hijo Mariano—que le sucederá por falleci
miento al siguiente año—, teniente coronel de caballería,
muy vinculado a palacio y gozando de toda la confianza del
rey que, como veremos, le encomendó altas y delicadas mi
siones cuando el asunto de las Juntas de Defensa. Los Fo
ronda «dan ejemplo» conduciendo tranvías en momentos
de huelga, presiden la Exposición Internacional, etc. Presi
dirá el marqués la poderosa Cía. Sevillana de Electricidad y
los Tranvías de Sevilla (controlados en realidad por capital
extranjero), participará en el Banco Vitalicio, en el Ritz de
Barcelona (con Cambó), etc.
También los Godó, propietarios de La Vanguardia, reci
bían un condado en 1916.
La importancia de los grandes propietarios de viñedos,
bodegas, etc. y exportadores de caldos, tiene sin duda rela
ción con el marquesado de Domecq d'Usquain, otorgado a

* Cúmplenos dejar constancia de que toda cita de nombres


y personas no tiene otro alcance que el de un dato histérico-
sociológico, sin que jamás implique un juicio de valor sobre
la personalidad individual de que se trate, ya que en ese plano
merecen todas nuestro respeto.
6 81
la viuda de Pedro Domecq en 1920 (a la que sucederá su
hijo Pedro en 1924).
Mencionemos, en fin, la rehabilitación del título de conde
del Valle de Súchil, para José María de Garay y Rowart
que, entre otros cargos, ocupó los de vicepresidente del Se
nado, consejero del Monte de Piedad y del Canal de Isa
bel II, y el espaldarazo nobiliario al varias veces ministro
Amalio Gimeno.
La más superficial observación de la estructura económi
ca y de la distribución de la renta enseña que el proceso de
concentración de bienes de producción, la sustitución del
empresario individual por la sociedad anónima (con su élite
interna de dirección), la articulación ya vertical ya horizon
tal de las empresas a base del poder de inversión y de fi
nanciación por créditos—o de simple gestión por mandato
de cuentacorrentistas, que de todo hay—había producido una
reestructuración en los estratos mismos de los propietarios
de bienes de producción en el sector industrial (en el pri
mario y terciario, ya existía la punzante diferenciación entre
los omnipotentes y los micropropietarios y microempresa-
rios). La «legitimidad de la propiedad» tal como la concebían
Cánovas, Alonso Martínez e incluso Villaverde, había experi
mentado notables cambios. Por consiguiente, las élites del
poder económico tienden a expresarse en las relaciones con
el Poder en función de sus intereses de grupo minoritario
que no son forzosamente los de toda una clase social. Ahí
apunta, con rasgos inequívocos, la transformación de las
élites en oligarquías.
Otro rasgo nuevo será la aparición de subvenciones del
Estado a las grandes empresas (las del carbón, en la crisis
de la posguerra, las navieras, los préstamos sin interés a
las de ferrocarriles, etc.), el ejercicio en gran escala de la
actividad de grupos de presión muy específicos, etc. Se ha
llegado a otra época. Ahora el Estado tiene que decidir en
una serie de cuestiones económicas, en el sentido de acción
y no simplemente en el de omisión; no le basta con defen
der un orden de relaciones de producción y cambio, insti-
tucionalmente establecido. Todo esto va a dar un tono nuevo
a las conexiones e interacciones de las distintas élites en
torno al Poder. El Poder va a incidir más concreta y coti
dianamente en la esfera económica, y, al ampliarse las fun
ciones del Estado—en proceso que será irreversible—, múlti
ples decisiones de sus órganos a diferentes niveles van a
82
tener una matización socio-económica insospechada para los
artífices de la Restauración en el último cuarto del siglo xix.
Sin embargo—y aquí nos hallamos ante un rasgo peculiar
de este período de la Historia de España—, esa vertiente
del Poder y de sus élites sería incomprensible, y su signifi
cación histórica falseada, si no tuviésemos en cuenta la otra
vertiente, con la que cada vez le unían más vínculos : la histo
ria de los grupos de poder y en el Poder de esos tiempos no
puede hacerse sin contar con la Grandeza de España, la de
antes, la de siempre: los de Medinaceli, los de Alba, los del
Infantado, de Vistahermosa, de Fernán-Núñez, de Peñaran
da, etc., etc. Todos tienen entrada y contactos en el palacio
real; todos tienen poderosas palancas del poder económico,
todos dominaban circunscripciones electorales carcomidas
por el caciquismo. Ciertamente, no eran ellos solos quienes
ejercían influencia en la Casa Real. Inútil insistir sobre la
fundación de ciertos mandos militares (los había «palacie
gos» y «no palaciegos», pero pensemos en Berenguer, en el
teniente general Cavalcanti—hecho marqués en 1919—, en el
general Navarro, barón de Casa Davalillos, por no citar casos
flagrantes como el de F. Silvestre), de un «séquito» muy
particular, con el marqués de Viana, el de Foronda, toda la
familia Figueroa (o Romanones, pero que son muchos títu
los diversos), en alguno de los hijos de Maura, en el bri
llante diputado conde de los Andes, en el marqués de Comi
llas, en el doctor Florestan Aguilar, en Luca de Tena..., todo
un microcosmos enraizado en los mismísimos aledaños del
Poder, que contribuye voluntaria o involuntariamente a
múltiples decisiones y que está ya pidiendo un estudio socio-
histórico detenido. Pero los diferentes grupos de ese micro
cosmos coinciden en la defensa a rajatabla del orden es
tructural vigente, en una escala de valores muy «antiguo ré
gimen», en una idea de la legitimidad en que el aspecto his-
tóricc-tradicional de la dinastía y de la corona tiene neta
mente el primado sobre una legitimidad de circunstancias
o de remiendo, en que se admite teóricamente al menos la
representación popular para colaborar en el Poder. Obvio
es añadir que toda esta estimativa tiene sus orígenes histó
ricos en la «ideología» de esa Grandeza que, a fin de cuen
tas, y tras los pactos y transacciones mínimos que la época
impone, conserva todo su poder económico y una fracción
importantísima del Poder.
83
LOS PARTIDOS POLÍTICOS
Hemos visto que el mecanismo del turno de partidos se
descompuso casi por completo. Pero es que los propios par
tidos turnantes se habían ya descompuesto. La ausencia de
verdaderos programas y de organizaciones de base facilitó el
fraccionamiento del partido conservador y del partido libe
ral en una serie de «comités de notables» o de «tertulias
caciquiles», agrupados tras la personalidad de aquel que
tenía probabilidades de ser jefe de gobierno. Por lo general,
el refrendo de esta particular jefatura política lo daba el
rey mismo, llamando a consulta, cuando las crisis de go
bierno, al jefe de la fracción en cuestión (el único de ellos
a quien nunca llamó el rey en estas consultas fue a La
Cierva).
Los conservadores habían perdido implícitamente la uni
dad desde que Maura fue desalojado del Poder en 1909. Para
Maura se había acabado el turno; ya no había más que lucha
hasta el fin entre lo que podría llamarse la derecha y la
izquierda. Su intento de formar un partido nuevo en 1913,
no pasó de la creación de un grupo más de «notables». Mau
ra volvió a ser jefe de gobierno, siempre por breve tiempo,
cuando la «unión sagrada» de 1918 o para «situaciones de
energía» en 1919 y 1921, siempre llevando a La Cierva en el
equipo.
El partido conservador, bajo la dirección de Dato, y de
Sánchez-Guerra a la muerte de aquél, sigue poseyendo los
resortes necesarios para ocupar los primeros planos mien
tras durase el sistema : vínculos con todas las élites de poder
e influencia (económicas, aristocráticas, eclesiásticas, mili
tares) y extensa red caciquil. Ni más ni menos, pero harto
suficiente mientras la maquinaria rodase.
La fracción conservadora de La Cierva no tiene mayor
relevancia que los estrechos contactos de este político con
los militares de las Juntas de Defensa, con los medios pa
tronales más excitables y con su organización caciquil de
Murcia. De él dijo Burgos Mazo: «Es el señor Cierva hom
bre de pocas ideas, y aun a estas pocas, aparte de una o dos
que le sirven de norma para su vida, les tiene poco apego
y les guarda escasa fidelidad» '. Y el profesor Jesús Pabón
• Manuel de Burgos y Mazo: El verano de 1919 en Gober
nación. Madrid, 1921, p. 29.
84
lo estima «ajeno a las preocupaciones ideológicas, hombre
de acción por entero...»
Pero el partido liberal no estaba menos fragmentado tras
la muerte de Canalejas y la única variación experimentada
es que ahora se componía de tres «agrupaciones de nota
bles» : la de Romanones, la de García Prieto (llamada demó
crata) y la de Santiago Alba, que tomó el nombre de Izquier
da Liberal Monárquica, nombre cuya sonoridad no le impe
día tener una realidad sociológica apenas diferente que las
de otras fracciones desgajadas del añoso tronco del que fue
partido de Sagasta 10.
Hemos dicho también cuál fue la evolución del partido
reformista, tras perder su jefe las últimas ilusiones en el
agitado año 1917.
En 1922, como en un sobresalto ante la inminencia del
peligro de muerte, varios de estos grupos constituyen el
«bloque liberal», que será la base del último Gobierno cons
titucional de la monarquía de Alonso XIII: sus firmantes
son Melquíades Alvarez, Santiago Alba, Niceto Alcalá Za
mora, Rafael Gasset, Manuel García Prieto—marqués de
Alhucemas—, Amós Salvador y Miguel Villanueva. Si por
razones sociológicas ese grupo podía difícilmente intentar
una renovación de base (para ello hubiera tenido que divor
ciarse de sus bases sociales de partida y encontrar otras
nuevas, so pena de reducirse a una élite sin vinculaciones
sociales condenada al ostracismo), tampoco en los hechos
se produjo ese intento. Jamás habían estado más desvincu
lados de la opinión que entonces los partidos turnantes y
sus retoños.
Los republicanos, que mantienen aproximadamente su re
presentación parlamentaria, son también fracciones a me
nudo dispersas y en estado casi embrionario de organiza
ción, salvo la implantación ya tradicional en muchas loca
lidades de Levante (comerciantes, pequeños industriales,
10 La junta directiva de la Izquierda Liberal Monárquica es
taba formada por Alba—presidente—, Chapaprieta, el finan
ciero Matesanz, el profesor Gascón y Marín, G. Llompart y
el conde de Santa Engracia. Este y otros detalles sobre las per
sonalidades del citado grupo político pueden verse en García
Venero : Santiago Alba, monárquico de razón. Madrid, 1963, pá
ginas 133-140. Como dato de cierto interés agregamos que el
financiero March Ordinas, diputado por Palma, fue miembro
del grupo parlamentario albista.
85
agricultores medios y pequeños, obreros que incluso están
sindicados, pero que «votan republicano», etc.) donde hay
círculos y casinos republicanos.
En Cataluña, la participación continuada de la «Lliga» en
el Poder, tenía que traducirse por un desplazamiento de
parte de su clientela hacia la izquierda nacionalista de matiz
republicano; pero los grupos de izquierda están aún imper
fectamente definidos.
En 1917, aunque los republicanos estaban previamente de
acuerdo (como los reformistas) con los socialistas, la U.G.T.
y la C.N.T. no tienen una participación importante en los
hechos, con excepción de algunas individualidades, como
Marcelino Domingo (e incluso éste y su correligionario Az-
zati son acusados, con razón o sin ella, de haber provocado
a destiempo la huelga ferroviaria y de tranvías de Valencia,
que encendió prematuramente la chispa de la huelga gene
ral). Los jefes de grupo republicanos ora parecen poner sus
esperanzas en las Juntas de Defensa, ora en la Asamblea de
Parlamentarios. Es cierto que sus diputados (Domingo, Her
menegildo G. de los Ríos, Castrovido, etc.) despliegan inten
sa actividad—la de Lerroux nunca deja de ser equívoca—,
pero también en ese terreno serán desbordados por los so
cialistas—por Prieto y Besteiro, sobre todo—a partir de
1918. En 1918, se reúnen en el Ateneo y nombran un Direc
torio republicano, que termina nada menos que así: «Que
remos el Poder, españoles: acompañadnos a pedirlo, y, en
su hora, a conquistarlo. Nosotros procuraremos merecerlo.»
Tal vez exagera Lerroux, años después, al decir que los fir
mantes no representaban más que a ellos mismos. En ver
dad, más que una petición de Poder, era aquello un «llama
miento a todos los intereses, a todas las corporaciones, a
todos los intelectuales»; en realidad, un llamamiento a todas
las clases medias, a cierta burguesía incluso, con un progra
ma susceptible de ser aprobado por ellas y por los trabaja
dores de la ciudad y del campo : expropiación de latifundios
y su municipalización («la tierra ha de ser para el que la
fecunda, la avalora y la embellece con el amor de su tra
bajo»), transformación de los arrendamientos, municipali
zación de servicios públicos, política económico-antimono
polista, autonomía universitaria, neutralidad del Ejército,
conservación del orden, soberanía del pueblo a fuente de
todo poder» (obsérvese la negación de la legitimidad de
fondo).
8G
Sin embargo, aquellos periodistas, abogados, profesores
e incluso patronos industriales (como Marracó, entre los
más activos entonces) no alcanzan la representatividad ne
cesaria para pedir el Poder con independencia de la cada
día más importante capa de la población que se encuadraba
en los grandes lincamientos de lo que suele llamarse el mo
vimiento obrero.
El cambio más neto en los partidos es el que se produce
en el socialista, único que responde—y cada vez más—al
concepto de «partido de masas» o moderno; tras el triunfo
electoral de 1918 en el que interviene, sin duda, el factor sen
timental de liberar a los miembros del Comité de huelga
de 1917, encarcelados en Cartagena, este partido se implanta
sólidamente en el cuerpo electoral: Madrid y Bilbao son
bastiones suyos casi seguros, y en Asturias continúa su pro
gresión. Los socialistas progresan, a partir de 1919, en los
medios rurales de Andalucía, reemplazando en parte a los
anarquistas; consolidan igualmente sus posiciones en los
mineros de Riotinto y Peñarroya. En diciembre de 1919, en
el Congreso del Partido Socialista están representados
26.507 afiliados, lo que permite colegir la existencia de unos
30.000. En poco más de un año el partido doblaba sus efec
tivos. No hay que olvidar que su influencia se ejercía no
toriamente a través de la U.G.T., cuyos afiliados efectivos y
cotizantes eran más de 150.000. Tenía un órgano central de
prensa cotidiano y una multiplicidad de periódicos regiona
les y locales de publicación semanal. Al precisar, en su pro
grama de diciembre de 1918, el objetivo de la abolición de la
monarquía, el partido socialista rompía por completo con
la legitimidad de fondo, si es que alguna vez alguien hubiera
podido considerarlo dentro de ella. Al así hacerlo represen
taba ya una fracción importante de la sociedad española, es
decir, que planteaba un problema en orden al consenso na
cional. Pero lo que no hacía el partido socialista era romper
con la legitimidad de forma, al menos por el momento; algo
completamente distinto había ocurrido un año antes, en el
verano de 1917; el partido socialista, y todos los que se iden
tificaron con el llamamiento del Comité de Huelga, negaron
la legitimidad de forma, «la regla del juego» (¿hasta qué
punto?, más adelante intentaremos verlo), pero no la de
fondo, pues se limitaban a postular la convocatoria de unas
Cortes Constituyentes.
Resulta mucho más curioso que en ese mismo programa
87
de diciembre de 1919, en el punto álgido de las rebeliones
campesinas de Andalucía, el partido socialista sea incapaz de
ofrecer un programa agrario concreto, y se limite a genera
lidades sobre revisión del derecho de propiedad o a refor
mas enteramente accesorias.
¿Quiénes eran, o seguían siendo, las élites de dirección del
socialismo español? Existía, sin duda, la autoridad indiscu
tible de Pablo Iglesias, pero su estado de salud le mantenía
apartado del ejercicio cotidiano del poder decisorio (el ejem
plo más palmario es las decisiones de última hora sobre la
huelga de 1917); de los fundadores, está aún en activo García
Quejido. Pero las primeras figuras son ahora Besteiro, Largo
Caballero, Saborit (que antes había dirigido las Juventudes
Socialistas), Anguiano. También, ayudados por su prestigio
parlamentario, se afirman en puestos de decisión Indalecio
Prieto y Fernando de los Ríos. Figuran otros intelectuales,
como Núñez de Arenas, Araquistáin, Ovejero... Se da el caso
digno de destacar de que los intelectuales que no habían
desempeñado función decisiva en el partido socialista, a
pesar de contar de mucho tiempo atrás con hombres de la
talla de Jaime Vera (fundador) o de Verdes Montenegro,
ascienden rápidamente hacia las élites del partido en esta
última época. Besteiro, profesor de la Universidad, procede
del partido radical y de la Institución Libre de Enseñanza;
De los Ríos, también profesor de Universidad, procede del
reformismo.
Pero el partido socialista, como todos los del mundo en
esta época, sufre el impacto de la aparición de la Tercera
Internacional y de la bifurcación en dos ramas de los par
tidos políticos que se titulan marxistas. Por sucesivos des-
gajamientos de la Federación de Juventudes Socialistas y
luego por la escisión del partido, en 1921, se produce el fenó
meno en España. El partido comunista (o los partidos co
munistas unificados en 1922) no logran momentáneamente
implantarse más que en la zona minera de Vizcaya. Cuando
llega la Dictadura puede decirse que aún están en período
de formación, tanto ideológica como orgánica, y los casi
cinematográficos cambios de personas en su dirección (ape
nas puede hablarse de una continuidad de los veteranos Que
jido, Virginia González y Facundo Perezagua, los dos prime
ros sobreviven escasos años a la crisis de 1923) no permiten
hablar de unas élites de dirección.
El anarco-sindicalismo, en su forma equívoca ya señalada,
88
adquiere importancia y virulencia extraordinarias en este
período. Los sindicatos de la C.N.T. de Cataluña son algo
más que unos sindicatos; son un poder de hecho, con órga
nos de ejercicio de la violencia, que se enfrenta con otro
poder de hecho análogo, el de la Patronal, apoyado en unos
sedicentes «sindicatos libres» y en evidente connivencia con
órganos del Poder en aquella parte del país. La C.N.T. afirma,
en el Congreso Regional catalán, celebrado en Sans en 1918,
contar con más de 40.000 afiliados en Cataluña11, y en el
Congreso Nacional de diciembre de 1919, los 450 delegados
dicen representar a 700.000 afiliados. Aunque pueda haber
alguna exageración en estas cifras, el hecho histórico in
controvertible es la fuerza del anarco-sindicalismo catalán
en 1919.
Se da el caso extraño de que las élites de dirección de esa
organización (pensamos sobre todo en Angel Pestaña, en
Salvador Seguí, asesinado en 1923 y en varios más) ni eran
auténticos anarquistas ni pretendían llegar a una prueba de
fuerza a la que se vieron arrastrados por el desbordamien
to de que fueron objeto por grupos audaces «de acción», que
desataron un engranaje desfavorable, a la larga, a su orga
nización. Un anarquista que hace historia de la C.N.T., José
Peirats, ha afirmado, refiriéndose a aquella época, que «las
propias minorías clarividentes del campo sindicalista se sin
tieron incapaces de frenar los ánimos de la mayoría extre
mista, exaltada, suicida. Se cayó en el craso error de reco
ger un reto en las peores condiciones». Cabe preguntarse
si el extremismo era mayoritario o—muy probablemente—
minoritario. En todo caso, se impone dejar constancia de
dos hechos: uno, que el anarco-sindicalismo constituye un
poder de hecho, que niega rotundamente la legitimidad del
Poder y que se opone a éste contribuyendo a su debilita
miento; otro, que no se trata de una estructura interna de
poder organizada como un partido, con jerarquía, discipli
na de arriba a abajo, toma de decisiones en los órganos
centrales, etc., sino de un conglomerado de fuerzas que no
siempre actúan de forma articulada. El anarco-sindicalismo,
como poder de hecho, mejor dicho, como contrapoder,
plantea la disminución de Poder que puede expresarse casi
en forma matemática, de la manera apuntada en el capítulo
11 En realidad, los delegados presentes tenían mandato direc
to de 73.860 afiliados.
89
precedente. Sin embargo, no ofrece una alternativa de po
der; no es un poder de hecho capaz—entonces—de conver
tirse en el Poder; es simplemente un contrapoder.

La Iglesia
Ningún elemento nuevo interviene en este período. La
jerarquía se siente integrada en el sistema, identificada con
el orden, y todo quebrantamiento de éste le parece una ame
naza directa contra ella. El mundo se estremece; unos miran
al Moscú de Lenin; otros, a la Roma de Mussolini; los de
mas allá, a una Sociedad de Naciones inspirada por Wilson,
de la que paradójicamente estarán ausentes los Estados
Unidos... La representación de la Iglesia permanece está
tica.
Cuando el sistema acusaba claros síntomas de disgrega
ción, en otoño de 1918, la Asociación Católica Nacional de
Propagandistas celebró un acto público en el madrileño Tea
tro de la Comedia, «en defensa del principio de autoridad
y del mantenimiento del orden social». La Iglesia de los
pobres brillaba por su ausencia; sólo se veía una estructura
eclesiástica resbalando por la pendiente de la beligerancia,
al crujir los cimientos de un orden con el que—considerada
como institución—había llegado a identificarse a través de
un complicado proceso histórico en el siglo xrx.

Protagonismo castrense
Es éste, sin disputa, un período de activa influencia de
grupos militares en las decisiones del Poder. En ocasiones,
esos grupos militares se revelan como el poder—de hecho—
de mayor vigencia; en fin, el período se terminará por un
acto de ese poder de hecho que, con el consentimiento de
la Corona, se convierte en el Poder.
Pero sería grave error confundir los distintos grupos mi
litares que ocupan primeros planos en este momento de la
Historia. Hay, en primer lugar, el hecho de las Juntas Mi
litares de Defensa, que incide fuertemente en el Poder du
rante los años 1917-1920; por otra parte, los militares que
actuaban en Africa no pueden ser confundidos con los de
las Juntas; por último, tras Annual y con la agravación de
90
la guerra en Marruecos y el movimiento de petición de res
ponsabilidades, se crean unos estados de ánimo muy pecu
liares en los medios militares.
Escapa a nuestro tema la exposición histórica de las Jun
tas Militares, y para ello nos remitimos a la bibliografía
histórica citada en el artículo precedente 12. Preguntémo-
nos, en cambio; ¿qué eran las Juntas? ¿Cómo inciden en el
Poder?
Aunque el gran público sólo se entera de su existencia en
1917, existía desde 1916 la «Unión y Junta de Defensa del
Arma de Infantería», en la región militar de Cataluña y
concretamente en Barcelona; su presidente era el coronel
Márquez, que mandaba el regimiento de Vergara. Origina
rias de Barcelona, las Juntas se extendieron por otras guar
niciones, pero no en la de Madrid.
¿Qué se proponían las Juntas? «Nuestro objeto inmediato
—decía el preámbulo de su Reglamento—es, pues, éste: tra
bajar con entusiasmo, con fe, poniendo a contribución todas
nuestras inteligencias, nuestras iniciativas, nuestro estudio
y nuestra labor, para conseguir la mejora y adelanto de la
Infantería, contribuyendo así al del Ejército, para bien de
la Patria.» El artículo 1.° del Reglamento decía: «Se cons
tituye la Junta de Defensa de la Escala Activa del Arma de
Infantería para trabajar por su mejora y progreso, para
mayor gloria y poderío de la Patria; para defender el dere
cho y la equidad en los intereses colectivos y los individuales
de los miembros de ella, desde la salida de la Academia hasta
el empleo de coronel inclusive.»
Hasta aquí, nada que las distinga de un grupo más de
presión, eso sí, con el rasgo particular de estar formado por
militares; pero se parece mucho a un sindicato de jefes y
oficiales de Infantería.
Las Juntas no son el Ejército, y desde el Ministerio de la
Guerra se piensa, incluso, tomar medidas contra ellas. Los
oficiales de Infantería, procedentes en su inmensa mayoría
de las clases medias, no tenían el mismo origen social (y
hasta frecuentaban, a veces, distintos medios sociales) que

12 Sobre las Juntas de Defensa puede consultarse, además


de los textos históricos generales ya citados, Emilio Mola: Obras
completas, Valladolid, 1940, pp. 997-1021 ; Jesús Pabón : Cambó,
Barcelona, 1952, pp. 488-501 y 547-561; Alejandro Lerroux: Al
servicio de la República, Madrid, 1930, pp. 101-126.
91
los de otros cuerpos, sobre todo los de Artillería e Ingenie
ros, de estratos sociales mas elevados. Estos últimos Cuer
pos tenían la llamada «escala cerrada», que, al impedir los
ascensos por méritos, frustraba la posibilidad de favoritis
mos de origen palaciego o ministerial; en verdad, los citados
Cuerpos tenían sus Juntas, sus Tribunales de honor, todo.
Conviene reflexionar sobre el hecho de que el brutal as
censo del coste de la vida, había alcanzado a estos militares
y avivado los gérmenes de descontento. En fin, el clima es
pecial de tensión en Barcelona podía incitar también a la
acción.
Cuando las Juntas se dan a conocer, en 1917, están impul
sadas por un fuerte descontento hacia la política militar
dirigida desde la Casa Real, así como a los medios militares
de Madrid que ellos consideran—en otros términos, claro
es—como verdaderos grupos de presión sobre el Poder13.
Sin embargo, en la coyuntura particular de 1917, de inten
sa lucha social, de evidentes síntomas de descomposición
del Poder instituido, etc., las Juntas de Defensa cambiarán
su significación y su contenido.
A fines de mayo de 1917, el capitán general de la Región
(Alfau), siguiendo instrucciones del ministro de la Guerra
del Gobierno García Prieto (general Aguilera), conmina a la
Junta de Barcelona a disolverse; se niegan sus miembros,
y los encierra en Montjuich. La Junta suplente, presidida
por el coronel Echevarría, envía un ultimátum al Gobierno.
En él no se habla tan sólo de la Infantería, sino de las otras
Armas; se exige el reconocimiento de las Juntas, la libera
ción de los detenidos, la reposición de los privados de sus
destinos, y se advierte que «el Ejército solicita y espera en
los cuarteles, en todas las guarniciones de España, la situa
ción de su súplica en un plazo de doce horas...»
Esto es ya más que un grupo de presión. Es todo el pro
blema del poder en el Estado. En efecto, aquel mismo día,
los cuerpos de Artillería e Ingenieros de Barcelona se soli
darizan con las Juntas, y hasta la Guardia Civil anuncia que
no disparará un solo tiro en caso de conflicto. Hay un re
flejo militarista, de estamento militar, en todo el país. La

13 Salvador Canals, político maurista (fue subsecretario), no


vacilaba en escribir, en junio de 1917, en la revista maurista
Nuestro Tiempo: «Hay una camarilla del cuarto militar del
rey y hay una camarilla del Ministerio de la Guerra.»
92
guarnición de Madrid se suma al movimiento, la Junta de
Zaragoza está a punto de detener al general Marina que iba
en el tren como nuevo capitán general de Cataluña; se dan
órdenes para que las tropas salgan de los cuarteles si llega
el caso...
El Gobierno no tiene poder. Y el monarca había enviado
al comandante Foronda a que negocie con los arrestados de
Montjuich y con otros jefes militares de Barcelona. Pero al
mismo tiempo, hay políticos del centro-izquierda e incluso
republicanos como Lerroux, que también toman contacto
con las Juntas. El rey envía a un negociador de fuste: el
general Weyler. A las cinco de la tarde del 1° de junio, antes
de que se cumpla el plazo del ultimátum, las Juntas habían
triunfado; el coronel Márquez y sus compañeros salían de
Monjuitch y el Gobierno García Prieto dimitía.
El Ejército, ya más que las Juntas, no pretendía él Po
der, pero imponía las decisiones. Si Dato forma nuevo Go
bierno es porque las Juntas lo permiten. La tensión política
y social crece; Márquez sigue en contacto con los organiza
dores de la Asamblea de Parlamentarios, pero en la mayo
ría de las Juntas se produce el «reflejo del orden social» y
hacen publicar una gacetilla en la prensa de Barcelona anun
ciando que frente al movimiento republicano y catalanista
que se prepara, la guarnición de Barcelona obedecerá las
órdenes del Gobierno. Varios militares se preparan ya a pres
cindir de Márquez. Pero llega la huelga, se declara el estado
de guerra y el Ejército, con todos los poderes en su mano,
ejerce la represión del movimiento, a las órdenes del Go
bierno, tanto los juntistas como los que no lo eran, y el
coronel Márquez dirige su regimiento contra las barricadas
de los huelguistas en Sabadell, que tienen 32 muertos en
aquellos combates.
Pasa la oleada revolucionaria, y las Juntas siguen manifes
tándose públicamente, acusando ahora al Gobierno de que
la huelga, que debía haber sido pacífica, se transformase
en revolucionaria, y desechando toda responsabilidad del
Ejército en la represión posterior a la huelga. Todo esto
son ya actitudes políticas, que no compartía sino un sector
del Ejército. Pero el Gobierno continuaba cediendo ante cada
nueva imposición (salvo el ministro de la Guerra, general
Fernando Primo de Rivera, que dimitió); los Juntas obraban
a su antojo; tomaban sanciones contra los generales Agui
lera, Luque, F. P. de Rivera, Carbó, Bazán, Riera, etc. El
93
21 de septiembre adoptan una decisión fundamental: «Las
Juntas deben intervenir circunstancialmente en la política,
modificar la forma y los métodos de la intervención, et.».
¿Qué era aquello? ¿Un descomunal grupo de presión ar
mado? ¿Un serio brote de militarismo? ¿Una sedición frente
a la legitimidad?
Nuevo mensaje al rey, en forma de ultimátum, que llevan
a Madrid los capitanes Villar y Pérez Sala. Llegados a la ca
pital, se reúnen con otros militares y queda constituido en
sesión permanente una especie de «segundo poder», en los
salones del casino militar. En ese documento, se ataca con
singular dureza a «los políticos turnantes (que) ni han mani
festado su contrición, ni han manifestado sus propósitos de
enmienda». El camino hacia el militarismo se recorre veloz
mente; si esos grupos militares no quieren directamente el
Poder, parecen querer imponer en el mismo a un portavoz o
testaferro suyo. Una élite militar (que no es todo el Ejérci
to, aunque pueda arrastrar a la mayoría de éste) parece tener
en aquel momento la mayor potestad de decisión en el país
y en el Estado. Una vez más, el rey envía como negociador
a una persona de su confianza: el general Fernández Sil
vestre; al día siguiente de regresar éste de Barcelona, el rey
llamaba a Dato y le hacía ver que su misión había termi
nado. Las Juntas habían tolerado ese Gobierno (que fue el
de la represión de la huelga) y las Juntas lo derribaban
meses después. Y las Juntas aprobaban el nuevo Gobierno
de «concentración» presidido por el mismo García Prieto, a
quien habían volteado, pero flanqueado ahora de un ministro
de la Guerra, La Cierva, que había sido impuesto por ellas :
el testaferro existía ya. (Hasta los ayudantes del ministro
fueron nombrados por las Juntas, a petición del propio La
Cierva.) Al coronel Márquez lo quitaron de la presidencia
de las Juntas y acabaron echándolo del Ejército, por tri
bunal de honor, en marzo de 1918.
La Cierva aumentó sensiblemente los sueldos de los mili
tares, y, cuando los sargentos y brigadas creyeron que po
dían formar también sus Juntas, la Unión de Clases de
Tropa, el ministro y «sus» Juntas de Jefes y Oficiales se en
cargaron de liquidarlas. El hecho no necesita comentarios.
En el Gobierno de «unión sagrada», que presidió Maura,
el ministro de la Guerra era el general Marina, aquel a quien
querían detener los «juntistas» de Zaragoza, convertido me
94
ses después no sólo en partidario de las Juntas, sino en por
tavoz suyo ante el Gobierno.
Siguieron las Juntas haciendo y deshaciendo, pero ence
rradas de nuevo en el ámbito de un peculiar grupo de pre
sión (que, desde luego, desprestigiaba al Poder instituciona
lizado). Entró como una tromba, en el primer plano de la
vida pública, el dramático problema de Marruecos, y los
militares de las Juntas se vieron superados por la situación.
A partir de entonces los militares de Marruecos contarían
mucho más en la vida nacional.
Pero el Ejército siguió planteando insólitos problemas de
poder, confirmando si falta hacía, que era un resorte del
Estado que respondía de manera irregular a las decisiones
de los órganos constitucionalmente llamados a tomarlas.
Por ejemplo, el nuevo capitán general de Cataluña, Milán
del Bosch, tomó partido de tal manera por la patronal bar
celonesa, en el conflicto allí planteado que, secundado por
el entonces gobernador militar, Martínez Anido, desobede
ció al Gobierno y obligó a regresar a Madrid al gobernador
civil y al jefe superior de Policía (Carlos Montañés y Gerar
do Doval, respectivamente). Esta imposición fue la que dio
al traste con el Gobierno Romanones en 1919. El rey, una
vez más, no criticó la insubordinación; muy al contrario,
llamó a Maura, el hombre de «los gobiernos de fuerza».
El hundimiento de la Comandancia Militar de Melilla, en
junio de 1921, dio lugar a una reacción, de amplia onda en
la opinión pública, exigiendo responsabilidades. Pero mien
tras la izquierda antidinástica apuntaba a la Corona misma,
y los políticos liberales de diversas gamas, a los políticos
conservadores en el Poder—como si fuera una broma más
de los partidos de turno—, los mismos conservadores, que
a alguien tenían que echar la culpa, querían descargar las
responsabilidades en los mandos militares, lo que inevita
blemente debía producir un reflejo de defensa y malestar
en éstos.
Fue encargado del expediente gubernativo el general de
división Juan Picasso González, quien, tras no pocas dificul
tades en la instrucción, elevó sus conclusiones al Consejo
Supremo de Guerra y Marina, el 28 de junio de 1922, esto
es, casi un año después de acaecidos los hechos. Fue juez
instructor Ataúlfo Ayala López.
En el informe del fiscal se dieron a conocer una serie de
trabas que habían sido puestas a la instrucción: por reales
95
órdenes de 24 de agosto y 1." de septiembre de 1921, se im
pusieron limitaciones al juez instructor, y por telegrama
«personal y reservado» del 6 de septiembre, firmado por el
ministro de la Guerra (La Cierva), se sometía al instructor
de la información gubernativa (Picasso) a lo que dispusiese
el general en jefe del Ejército de Africa, añadiendo que éste
«designaría los jueces necesarios para cada caso». Las ante
dichas reales órdenes prohibían que la información se ex
tendiese «a los acuerdos, planes o disposiciones del Alto Co
misario» (Berenguer).
Por todo ello, el fiscal decía: «Las conclusiones a que haya
de llegar no podrán ser las que se hubiesen deducido de
haber podido aportar todos los datos a que la Información
se prestaba, y que habían de ser necesarios para un juicio
completo sobre los sucesos».
Se ignoraban muchos datos y hechos que se sabía no de
jaban de ser inquietantes; por ejemplo, el haber encontrado
descerrajado el cajón de la mesa del comandante Hernán
dez, secretario particular del general Silvestre, desaparecido
en Annual.
Con todo y eso, del expediente Picasso se desprendía la
responsabilidad de los generales Berenguer, Navarro y Fer
nández Silvestre; de los coroneles Masalla, López Pozas,
Fernández de Córdoba, Sánchez Monge, Triviño y Fontán,
y de numerosos jefes y oficiales. Responsabilidades «técni
cas» si vale la expresión. Pero ¿por qué se terminaban allí
las responsabilidades? ¿Quienes habían dado órdenes a los
militares? No era un problema militar, sino del Estado, de
sus órganos de decisión. ¿Hubo intromisión de la Corona?
¿Se saltaron escalones de la jerarquía militar y civil al trans
mitir órdenes? Tal vez la Historia lo diga un día, tal vez no
(lo más probable); el hecho a comprobar es que las grandes
decisiones se tomaban cada vez más en círculos restringi
dos y eludiendo las responsabilidades de las mismas14.
Los militares de Marruecos tenían que sensibilizarse ante
estas situaciones, probablemente también ante el nombra
miento de un alto comisario civil (que sustituyó al general
Burguete, el cual había sustituido, a su vez, a Berenguer, que
fue procesado tras la presentación del expediente Picasso).

14 W. Fernández Flórez : Políticos, parientes y allegados, cró


nica recogida en Acotaciones de un oyente, Madrid, 1962, tomo I,
páginas 174-176
96
Además, su oposición a los militares de las Juntas era cada
día más evidente.
Cada vez pesaban más las actitudes de estos o aquellos
militares en las decisiones del Poder. Y empezó a hablarse
y a escribirse de la posibilidad de un Poder militar. El
capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, no
recataba su oposición al Gobierno de García Prieto en 1923.
Fue en junio a Madrid, donde, como es natural, cumpli
mentó al rey, y sostuvo entrevistas con los generales Saro,
Cavalcanti, Dabán, Federico Berenguer y duque de Tetuán,
casi todos ellos muy afines a la Casa Real. En aquel mo
mento, la Comisión parlamentaria de responsabilidades del
nuevo Congreso había abierto nueva y delicada informa
ción sobre los acontecimientos de 1921; el dictamen debía
discutirse en octubre. La primera semana de septiembre
la pasó en Madrid el capitán general de Cataluña. También
el rey, a causa de la crisis parcial motivada por la dimisión
de Chapaprieta, Villanueva y Gasset; el día 6 recibió el rey
en palacio al general Muñoz Cobo, capitán general de Ma
drid, acompañado de los generales Cavalcanti, Federico
Berenguer, Saro y Dabán. El día 9 regresaba Primo de
Rivera a Barcelona; por su parte, el rey regresó a San Se
bastián. El resto de la historia es harto conocido; perte
nece, además, a la temática del capítulo próximo.
Poco a poco se había ido dando al Ejército una función
inhabitual de orden público, ya que, a cada situación con-
flictiva, se declaraba el estado de guerra y las autoridades
militares de la localidad o región en cuestión acumulaban
en sus manos todo el poder de decisión sin ninguna clase
de réplica. Por ese camino—y por otros—, los militares en
traban en el complicado engranaje del Poder. Como solían
hacerlo en función de mantenedores del orden, es lógico
que los estratos superiores de la sociedad, interesados en
el mantenimiento de ese orden, buscaran la alianza con lo
que podía representar para ellos un eficacísimo factor ins
trumental.

Grupos de presión
Sería repetición, y como tal innecesaria, la referencia a
las grandes centrales sindicales U. G. T. y C. N. T., cuya
función hemos abordado en la medida y sentido en que
7 97
respondían a planteamientos políticos de lucha por el
Poder. Pero esos grandes planteamientos no pueden ha
cernos ignorar el papel de grupo de presión que los sindi
catos tenían en la vida cotidiana; por ejemplo, en la obten
ción de la jornada legal de ocho horas (1919), en las huel
gas y acciones constantes en el campo andaluz, donde con
siguieron no pocos aumentos de salarios e incluso contra
tos colectivos, entre 1918 y 1920.
Por su parte, los patronos actúan, a su vez, organizados
como grupo de presión, no sólo dirigido hacia el Poder,
sino también para hacer frente a los obreros. Los repetidos
«lock-outs» promovidos por la organización patronal de
Barcelona son buen ejemplo de ello.
En verdad, la presión de cada uno de estos grupos, pa
tronales y obreros, se ejercían en dos líneas de fuerza: una
proyectada hacia el grupo opuesto, y otra proyectada hacia
el Poder. Esta última era, sin duda, mucho más eficaz en
los grupos patronales, que a veces no solamente influen
ciaban a los órganos superiores del Poder, sino, mucho
más aún, a los órganos de ejecución, es decir, de decisión
cotidiana: el caso de Barcelona es el más evidente, pero
no es el único. Volviendo a Andalucía, allí no podía ha
blarse de un grupo de propietarios, más allá de la clásica
reunión en el «casino de labradores» de las localidades;
pero su influencia sobre la Guardia Civil era tal vez más
eficaz que la del propio gobernador civil de la provincia.
La organización en Barcelona de los llamados «Sindica
tos libres» no puede considerarse como un contra-grupo de
presión creado por el grupo patronal, sino como una fuer
za de choque al servicio de ésta en la lucha violenta y mor
tífera a que se habían entregado patronos y sindicatos
«cenetistas».
En el capítulo precedente nos hemos referido a las orga
nizaciones sindicales católicas de la época. Un caso pa
tente de su funcionamiento como «grupos de contra-pre
sión», es decir, utilizado por una élite opuesta a los sindi
catos mayoritarios obreros, se da en la Andalucía de
1918-1920. Veamos el testimonio tan autorizado de Díaz del
Moral en su ya clásico libro Historia de las agitaciones
campesinas andaluzas: Córdoba. Se organizaron los sindi
catos católicos «para atajar el incendio»... En marzo de
1919 se constituyó la Federación Católico-Agraria de la pro
98
vincia de Córdoba; 10 sindicatos firmaron el acta de su
constitución. En 1920 tenían 36 sindicatos y 6.867 socios,
de los cuales eran obreros 3.812; los restantes eran arren
datarios o propietarios. En 1919 (seguimos los datos de
Díaz del Moral), los centros obreros sindicalistas y socia
listas existían en 61 localidades de la provincia, contando
con 55.382 obreros afiliados. Los datos estos son harto elo
cuentes. Por otra parte, si quitamos la función de «bom
bero» que los propietarios le asignan a la Federación Cató
lica, no es posible considerar como grupo auténtico de
presión a un conglomerado de personas de intereses no
sólo diferentes, sino absolutamente opuestos. La Confede
ración Católico-Agraria tuvo, en cambio, importancia en Cas
tilla como entidad agrupando a labradores medios y pe
queños, si bien fue al mismo tiempo una de las bases socia
les de ciertos partidos de derecha (muy principalmente de
la C.E.D.A., en tiempos de la República). De signo muy dis
tinto es la Unión de Rabassaires hecha en 1922, frente al
tradicional Instituto Agrícola San Isidro de los propieta
rios catalanes.
Los grupos de presión más específicos, formados por los
grandes empresarios de industrias y servicios esenciales,
ejercieron más que nunca su actividad por estos años:
navieros, para lograr indemnizaciones; empresarios de mi
nas, para obtener subvenciones cuando la crisis de la post
guerra; compañías de ferrocarriles, etc., etc. Citemos, ade
más, la creación en 1917 del Consorcio Nacional Carbonero.
Unos grupos de presión muy particulares fueron las Jun
tas de Defensa, formadas por sectores de funcionarios, a
imitación de las militares. Las hubo en Telégrafos, Co
rreos, Hacienda, Fomento y Gobernación. Disolviólas el
Gobierno García Prieto, en marzo de 1918, pero las de Co
rreos y Telégrafos fueron con éxito a la huelga, desafiando
las medidas de militarización.
Vaciló el Poder, y el subsecretario de la Presidencia, Ro
sado, parlamentó con las Juntas de Correos y Telégrafos,
no sin que esta decisión acarrease la dimisión de La Cierva,
en son de protesta (él había disuelto las Juntas de sargen
tos en el Ejército). Sobrevino la crisis, por múltiples razo
nes, y el Gobierno de concentración de Maura siguió la
actitud de contemporización para resolver la huelga.
Las Juntas civiles de funcionarios no iban, en el fondo,
99
más allá que un grupo de presión sindical, limitándose a
las cuestiones de interés profesional de sus miembros.
Dada la repercusión que por entonces tuvo la naciente re
volución rusa, no ha faltado quien asimilase estas Juntas
a una especie de «soviets». La analogía no resiste el menor
examen; aparte de que los órganos rusos en cuestión con
taban ya con una tradición importante, aunque datando
sólo de una docena de años, las Juntas españolas no se
proponían acceder al Poder, no se presentaron nunca como
eventuales órganos de tal, como «alternativa de Poder»;
eran simples grupos de presión.
Debiéramos hacer mención de un grupo que tampoco
tiene especificidad para llamarse de presión, sino que es
más bien un potencial órgano de acción ofensiva y defen
siva de ciertos medios sociales; nos referimos al Somatén
de Cataluña, que, en estos años, se aparta de su tradición
secular para convertirse en una organización para-militar,
débil sin duda, de patronos, comerciantes, etc. Lo precario
de su poder de hecho no permite compararlo con las es
cuadras de «camisas negras» que por aquel entonces co
menzaron a deslumhrar a muchos y que sirvieron de ins
piración—fracasada—a esta nueva forma del Somatén como
organismo de la «sociedad» (mixtificación consistente en
tomar la parte por el todo) para salvaguardar el «orden»
(estructura socio-económica vigente y su refrendo jurídico).
Por último, parece impropio hablar de la nobleza, sobre
todo de la Grandeza de España, como grupo de presión,
según la concepción contemporánea del término. Presión
había, influencia había, pero también participación en el
Poder. No es un grupo de presión, pero es más que eso.
Y los canales de comunicación que de hecho existían entre
la Grandeza y la Corona otorgaban indiscutible preponde
rancia a dicho estamento.

Elites de orientación
Resulta evidente que la preocupación y consiguiente par
ticipación de intelectuales por lo político se acrecienta en
grandes proporciones a partir de este período. Precisa
distinguir dos aspectos en esa participación.
Por un lado se presenta como participación de intelec
tuales en la actividad de partidos políticos: el fenómeno
ion
es muy notorio en el Partido Socialista. Los nombres de
Besteiro, De los Ríos, Araquistain, Alvarez del Vayo, Núñez
de Arenas (en 1921 comunista), etc., testimonian del hecho.
Pero ese fenómeno no es el que nos interesa ahora, sino el
de los grupos de intelectuales que aspiran a influir o acon
sejar a los grupos políticos, o que de hecho, pretendién
dolo o no, ejercen influencia.
La Liga de Educación Política dejó de existir, pero el
semanario España continuó presente ofreciendo un vasto
«abanico» de proyección político-intelectual hasta marzo
de 1924; a Ortega y Gasset le sucedió Luis Araquistain en
la dirección, el cual fue sustitutido a su vez, en enero de
1923, por Manuel Azaña, que para ello dejó de hacer otra
revista, La Pluma, más literaria que política.
Precisamente Azaña y otros intelectuales crearon en el oto
ño de 1918 un grupo que bien puede calificarse de «grupo
de presión vocacional», si bien lo incluimos aquí porque
su corta vida hace de él, sobre todo, un ejemplo de la ten
dencia de los intelectuales a intervenir como tales en la
cosa pública. Se llamó «Unión Democrática Española» y
se autodefinía como organización de fines limitados, «a dife
rencia de un partido político»: los fines en cuestión eran
«la democratización suficiente de España para que pueda
pertenecer a la Sociedad de Naciones que habrá de crearse
después de la paz». Entre los firmantes figuraban Menéndez
Pidal, Pérez de Ayala, Marañón, Luis de Zulueta, el doctor
Simarro, Américo Castro... 15. Poco duró la tal «Unión», y
para entrar en la Sociedad de las Naciones le bastó, al
comenzar 1920, al Gobierno de Allendesalazar, con enviar
su adhesión.
No vamos a insistir sobre la función de las élites surgi
das de la «Institución», pero sí sobre la muy precisa que
tiene por entonces la Residencia de Estudiantes, cada día
más vigorosa. Bajo ese nombre, modesto y recatado, como
los gestos de sus creadores, la «Resi» era un vivero de
jóvenes intelectuales, un punto de reunión de la élite de
apertura ya en sazón, un centro de coloquio de unos y otros,
así como de receptividad de las élites intelectuales de Euro
pa, cuyos más eminentes representantes pasaron por la
colina de los Chopos. La función de la Residencia es direc
tamente educativa y cultural, pero la formación de mino-
15 Juan Marichal: Op. cit., p. LXXIX.
101
rías tenía que incidir necesariamente, por vía indirecta,
en los estados de conciencia del país.
Su único e insustituible director, Alberto Jiménez Fraud,
escribió todavía poco antes de morir: «nuestra minoría
universitaria... sembró, en suma, las semillas de una futura
clase, culta y bien informada, que pudiese asumir el papel
director que de ella podría quizá exigir un día el servicio
de España»16.
Difícilmente se puede expresar con más concisión la
tarea de élite de orientación emprendida. Sin duda, don
Alberto no enfocaba una zona importante del problema: la
vinculación, voluntaria o involuntaria, de esa «clase» culta
con las clases a secas. Dicho sea esto con todo el recuerdo
imborrable que personalmente guardamos de su figura ve
nerable.
Otro medio y otro género de actividad, ya anclada en la
tradición liberal del siglo xix, eran los del Ateneo de Ma
drid. Institución en verdad menos minoritaria (más de
«masa» intelectual, y que se nos disculpe el término) y se
lectiva, mucho más vinculada al hilo cotidiano de los acon
tecimientos públicos—por ejemplo, su intervención en la
campaña de responsabilidades después de Annual—; su in
cisión en las esferas del Poder o de los contrapoderes es
más directa, pero difícilmente puede decirse de ella que
tenga un carácter «elitista», como se dice ahora.
En verdad que son personalidades señeras, más que gru
pos, los que tienen ya función de orientación. Junto a la
acción incansable y apasionada—y no siempre coherente—
de don Miguel de Unamuno, se perfila ya netamente la de
Ortega y Gasset. Su artículo «Bajo el arco en ruina», pu
blicado en El Imparcial del 11 de junio de 1917, que daba
constancia de la crisis del Poder, adquirió inusitada reso
nancia. El 1° de diciembre del mismo año aparecía el dia
rio El Sol, dirigido por Urgoiti—financiado por el grupo
«Papelera Española»—, del que Ortega fue mentor esencial
durante largos años. El artículo que allí publica Ortega el
30 de octubre de 1918 es revelador de su conciencia de ne
cesidad de cambio: «No se trata—dice—de hacer pasar el
Gobierno de las manos de unos individuos a las de otros.
Se trata de sustituir radicalmente el eje histórico de la
16 Alberto Jiménez Frau: Actualidad de la Residencia, en
«Residencia», número conmemorativo. Méjico, 1963, pp. 1-4.
102
existencia nacional, de entregar España a otras clases y ma
neras de hombres... ¡Vosotros los mejores, quienquiera que
seáis; los que tenéis inteligencia y coraje suficiente, dis
poneos a resumir la historia no vivida de tres siglos en una
historia ardiente de tres años!»
Por su parte, Ramiro de Maeztu modifica esencialmente
sus puntos de vista y publica en 1919 su libro La crisis del
humanismo. Los principios de autoridad, libertad y función
a la luz de la guerra, en el que se afirma un transpersona
lismo de los valores, punto de partida para una concep
ción que ejercerá notable influencia.
Pero debemos volver a Ortega, porque lo esencial ahora
en él es la elaboración de la doctrina de las élites 17. Si para
su exposición completa hay que esperar a La rebelión de
las masas, la aparición en 1922 de España invertebrada deja
clara constancia de su esencialidad : «Un pueblo—dice—
debe ser una masa humana estructurada por una minoría
de elementos selectos, y cuando en la nación la masa se
niega a ser masa—a seguir a la minoría selecta y directo
ra—, la nación se deshace, la sociedad se desarticula y so
breviene la invertebración histórica.»
En julio de 1923, bajo la dirección de Ortega, aparece el
primer número de Revista de Occidente. Como en el caso
de la Residencia, no se trata aquí de un quehacer orientado
directamente a la problemática del Poder. Lejos de ello, se
trata de una actividad de formación de minorías, es decir,
de estímulo y ayuda a la creación de lo que hemos llamado
élites de orientación. La Revista de Occidente afirma al
nacer, en sus «Propósitos», su alejamiento de lo político:
«De espaldas a toda política, ya que la política no aspira
nunca a entender las cosas...»
No olvidemos que La rebelión de las masas lleva un pró
logo (escrito, es verdad, en 1937) donde se dice: «Ni este
volumen ni yo somos políticos». La fuerza objetiva del
hecho político, a despecho de la subjetividad del actuante,
es hoy un lugar común de la sociología sobre el que no
vamos a insistir.
Importa, pues, reseñar el ascenso en la formación, prác-
17 Inútil decir que el concepto orteguiano de élite, de minoría
egregia (que merece amplio estudio, imposible aquí y ahora) no
tiene nada que ver con el concepto estrictamente sociológico
y exento de valoración que empleamos en este trabajo.
103
tica e ideológica, de unas élites de orientación, con con
ciencia de minoría selecta. En este sentido, si llamaba ya la
atención cierto contraste entre Residencia y Ateneo, llama
más aún el hecho de que la desaparición de una revista
como España casi coincida en el tiempo con la aparición
de otra como Revista de Occidente. El elitismo se enraiza
en la vida mental española. Y ello no es en modo alguno
ajeno a las disputas y aspiraciones de ciertas élites—y de
sus bases sociales—por el Poder

Las decisiones
Con ánimo de no repetirnos podríamos simplificar las
decisiones fundamentales del Poder en este período, clasi
ficándolas en estructurales y coyunturales; las primeras
pueden dividirse a su vez en decisiones activas y de simple
garantía del orden.
Las primeras fueron más bien parcas, por la existencia
de conflictos internos entre los sectores (aliados en princi
pio) que compartían el Poder. No pudo pasar la ley de be
neficios extraordinarios propuesta por Alba (frustrada por
los medios que representaba Cambó), ni más tarde el pro
yecto de nacianalización de ferrocarriles sugerido por Cam
bó (frustrado por otras tendencias, entre ellas la de Alba).
Sin embargo, Cambó consigue que se tomen decisiones
de apoyo a las grandes empresas. Se vota la ley de «anti
cipo reintegrable sin intereses» a las compañías de ferro
carriles, destinado fundamentalmente a la construcción de
líneas y electrificación de algunos trozos existentes, como
la rampa de Pajares. Se crearon igualmente los ferrocarri
les de Villablino a Ponferrada y de Baracaldo a Sestao,
respondiendo a los intereses directos de «Altos Hornos de
Vizcaya» y de las compañías mineras, facilitando concesio
nes, expropiaciones de terrenos, etc., etc. Esto, que social-
mente representa el impacto sobre el Poder de esos gru
pos, es en sentido técnico-económico el primer tanteo ha
cia la intervención del Estado en la economía, que, andando
el tiempo, consolidará los lazos entre quienes ejercen el
poder económico y las estructuras mismas del Poder.
Un tímido paso en análogo sentido fue la Ley de Protec
ción Industrial de 1917, que entrañaba la creación del Ban
104
co de Crédito Industrial; respecto a este último hay que
decir que su actuación fue bastante restringida hasta 1927.
El fin de la guerra mundial terminó con la situación de
privilegio provisional en que se encontraban las empresas
españolas; la crisis apuntó a finales de 1920 y fue profunda
en 1921. Los grupos de presión se pusieron en marcha, lo
grando del Poder la mayor parte de las decisiones apeteci
das. Hubo, desde 1920, una revisión de aranceles en sentido
proteccionista, que cuajó plenamente en el Arancel de 1922,
preparado por Cambó como ministro de Hacienda, el cual
salvó sobre todo de un mal trago a la industria textil algo
donera. Pero más significativas fueron las medidas en fa
vor de cierta oligarquía financiero-industrial. Las compa
ñías mineras consiguieron, por real decreto de 17 de mar
zo de 1923, una subvención del Estado de 1.250.000 pesetas
al mes. Las navieran pedían, a su vez, indemnizaciones por
los «daños» sufridos durante la guerra. Aunque subven
ciones generales sólo las obtuvieron más tarde, ya en estos
tiempos, a partir de 1921, la Compañía Transatlántica em
pezó a recibir 28 millones de pesetas al año, en concepto de
subvención 1S.
En 1921, siendo Cambó ministro de Hacienda, preparó e
hizo votar la Ley de Ordenación Bancaria; no hizo sino
confirmar los privilegios de un banco de propiedad pri
vada (el Banco de España), que servía de tesorero al Es
tado. Al presentarlo en las Cortes, Cambó dijo palabras que
proyectan luz sobre las relaciones entre el Poder y las fi
nanzas: «Otra declaración preliminar tengo que hacer
—dijo— : el proyecto que os presento, en la parte que afec
ta al Banco de España, tiene el consentimiento, la confor
midad previa del Banco de España, como la parte que
afecta a la banca privada tiene el consentimiento, tiene la
conformidad previa de la banca privada española.» Y fue
más lejos; dijo que si en la discusión parlamentaria del
proyecto de ley, ya en comisión o en sesión plenaria, sur
gían enmiendas que el Gobierno considerase razonables...,
«entiendo que será de mi deber ponerme en contacto con
el Banco de España para procurar llevarle a él... la misma
convicción que en mi espíritu se haya producido».
Pocas veces se ha expresado con tanta claridad que el
18 A. Ramos Ouveira: Historia de España. Méjico, 1954,
tomo II, p. 599.
105
Poder trataba en paridad de condiciones con el poder eco
nómico-financiero, que de hecho era igualmente Poder e
incluso podía enfrentarse, con el ministro como portavoz,
con el criterio de la representación nacional expresado
por los diputados. Nunca se agradecerá bastante a Cambó
que haya así facilitado la comprensión de ciertos fenóme
nos sociológicos 19.
En lo antedicho se observa la influencia que tuvo la par
ticipación en el Poder del sector social representado por
la «Lliga» y el mayor peso del ala financiero-industrial en la
alianza del Poder. En contrapartida, la estructura agraria
siguió inconmovible. De nada sirvieron las razonadas cam
pañas de Pascual Carrión, ni los informes del Instituto
de Reformas Sociales; todavía menos un programa de re
formas agrarias propuesto por Fernando de los Ríos en
el Parlamento (enero 1920). Crujían los cimientos de la
estructura social, se agrietaba el Poder, pero la gran pro
piedad agraria era intangible.
¿Qué consecuencias se obtienen de las decisiones presu
puestarias de la época? De 1918 a 1922, el presupuesto de
gastos aumenta en 100 por 100; el de ingresos en algo
menos. La partida de «acción en Marruecos» se convierte
en una de las más importantes. Juntamente con los gas
tos de Ejército y Marina alcanzaba la suma (en el presu
puesto de 1921-22) de 1.194.365.000 pesetas al año, sobre un
total de gastos del Estado de 3.630.332.000 pesetas.
A partir del presupuesto 1921-22, los impuestos indirec
tos son más importantes que los directos, lo que ya que
dará como endémico en los presupuestos españoles. Otro
rasgo importante: mientras la contribución industrial y de
comercio aumenta casi en 100 por 100 desde 1916 a 1921
(eso sin ley de beneficios extraordinarias), la rustica apenas
asciende en un 5 por 100. Aunque la base impositiva in
dustrial creciese mucho, salta a la vista que la desigual
dad es evidente. A lo cual había que añadir la tarifa 2.*
del impuesto de utilidades (es decir, sobre el capital), que
adquiere cierta importancia al superar los 100 millones
anuales a partir de 1920. España era el paraíso de los
1• La ley de 1921 prevé ya la posibilidad de actuar con las
reservas de oro para una intervención de cambios. Si ésta no
tuvo lugar hasta mucho después, justo es señalar la previsión
de Cambó a este respecto.
106
contribuyentes, pero doble paraíso para aquellos que te
nían sus bienes en propiedad agraria.
Todo lo dicho denota más inmovilismo que otra cosa.
Y si es justo citar la implantación de la jornada de ocho
horas (real decreto de 3 de abril de 1919 y decreto para
su aplicación de 23 de septiembre del mismo año), no lo es
menos apuntar que Romanones, al obrar así, tenía ya la
convicción de refrendar un hecho consumado, tanto por
la presión del movimiento sindical como por el clima in
ternacional. Según el Tratado de Versalles que se elabo
raba en aquel momento, se celebraría en plazo breve la
Conferencia Internacional del Trabajo, a la que España
deseaba acudir (como así lo hizo al reunirse en Washington
en aquel mismo año), en la que, de toda evidencia, se iba
a instituir el principio de la jornada de ocho horas. Al
obrar así, el Gobierno de Romanones «madrugaba» y se
apuntaba un tanto en la política interna, dejando a los
conservadores que le sucedieron el problema de aplicar
la ley y de hacer comprender lo inevitable de esta «conce
sión» a lo más intransigente del sector patronal.
Si el inmovilismo era la nota dominante (de un Poder
extremadamente móvil en lo superficial, en sus aparien
cias), se comprende fácilmente que las decisiones de sal
vaguardia del orden establecido fueran mucho más carac
terísticas que las encaminadas a gestiones de orden activo.
Obsérvense los acontecimientos entre 1917 y 1923; el 90
por 100 de las decisiones de alcance nacional (aparte de
las muy específicas de la guerra de Marruecos) son para
afirmar el orden, aunque no siempre se consiga ese obje
tivo, pues los conflictos de poder son cada vez mayores.
El orden se quiere afirmar frente a las Juntas, pero el Po
der retrocede; el orden se impone frente a los huelguistas,
ahora con ayuda de las Juntas, y frente a la asamblea de
parlamentarios; el orden en Barcelona era la preocupa
ción esencial del Poder, un orden socio-económico bien pre
ciso, para cuyo mantenimiento contaba con la colaboración
de poderes de hecho sufragados por la Patronal; el mis
mo orden era la cuestión esencial para cualquier gober
nador civil de una provincia andaluza. Se trataba precisa
mente de la «puesta en tela de juicio» de ese orden, a ve
ces por sectores sociales de lo más diverso. Se tiene toda
la impresión de que el objetivo esencial del Poder en este
107
período es salvar la legitimidad de unas estructuras, para
lo que emplea tanto sus resortes coactivos como el techo
ideológico de «defensa de la propiedad», «libertad de tra
bajo», «lucha contra la anarquía social», etc.
Entre las medidas coyunturales están en realidad las
arriba citadas de subvenciones y ayudas a las empresas
y otras que la realidad socio-económica va imponiendo:
creación temporal de un Ministerio de Abastecimientos,
sustituido luego por un Ministerio del Trabajo; legaliza
ción de las Juntas de Defensa bajo la denominación de
Comisiones Informativas, etc. La iniciativa falta en un
Poder, sometido a duras pruebas, que da la impresión de
«ir tirando».

Conflictos de Poder
Es, probablemente, el hecho más notorio de este perío
do. Intereses y aspiraciones contrapuestos, desarrollo de
sólidos poderes de hecho, pero múltiples y sin ofrecer
verdaderas alternativas de Poder.
El conflicto puede producirse, como sabemos, dentro
del Poder o entre el Poder y poderes de hecho o contra
poderes (llamamos de esta última manera a las estructu
ras de poder que no ofrecen, sin embargo, alternativa real
de poder llegar al efectivo ejercicio del Poder).
Dentro de la primera categoría de conflictos se encuen
tran, además de algunos en el seno mismo del Gobierno,
todos los que tienen relación con grupos del Ejército, los
que se producen al nivel de los órganos de decisión en
Cataluña, y concretamente en Barcelona, las vinculaciones
de la Corona con el Ejército, etc., etc.
Ya se ha citado el debate entre Alba y la «Lliga» en 1916;
Cambó acusó al ministro de querer imponer una Ley de
beneficios extraordinarios que perjudicaría a los indus
triales y hombres de negocios. Se alzó contra un Estado,
en cuyos órganos centrales de decisión participaría dos
años después, acusándole de «querer participar en las ga
nancias y no en los quebrantos», y contraatacó en direc
ción de agricultores y ganaderos, a los que acusó erró
neamente en aquella coyuntura, pero no en términos ge
nerales, de obtener beneficios más importantes. La voz
de Cambó es la voz que pide gobernar en nombre de
108
los capitanes de industria; es la voz eufórica del tiempo
de las «vacas gordas». Cinco años después, cuando llegan
las «vacas flacas», el ministro Cambó encuentra las ven
tajas de que el Estado participe en los «quebrantos»; son
otros tiempos que con su lucidez ha captado. Hay en él,
sin duda, un adelantado del capitalismo monopolista de
Estado contemporáneo.
Alba no es de este criterio. Sus vínculos con los pro
pietarios castellanos nos son conocidos; pero conviene tam
bién conocer su visión general. No pasaron sus proyectos
esenciales, y, dieciséis años después, comentaba así: «Las
clases conservadoras de 1917, como tantas otras veces en
España, no supieron ver a distancia. Encastilladas en sus
rutinas y en sus comodidades del momento, no quisieron
adquirir aquella "prima de tranquilidad" que yo les brin
daba a costa de un sacrificio soportable»20.
El caso de las Juntas de Defensa, ya examinado, fue un
ejemplo palmario de conflicto de poderes dentro del Po
der, con evidente subversión de la norma institucional. El
hecho se repitió en varias ocasiones. Cuando el capitán
general de Cataluña, Milán del Bosch, reexpide manu mili-
tari a Madrid al gobernador civil y al jefe superior de
Policía, la subversión en el seno del Estado es evidente.
Los hechos no suceden siempre así; hay una pugna entre
centros de decisión de derecho y de hecho, y vemos cómo
en 1922 Sánchez-Guerra destituye al gobernador civil y al
jefe de Policía de Barcelona, respaldados por lo que se
llamaba «la Banca, la Bolsa, la Industria y el Comercio»
de aquella provincia.
Una anomalía en el mecanismo institucional eran, sin
duda, los contactos cada vez más frecuentes entre la Co
rona y los mandos militares. La catástrofe de 1921 reveló
hasta qué punto un mando personal se superponía al
mando constitucional. En un discurso pronunciado en
Córdoba en mayo de 1921, el monarca censuró a las Cortes.
De su estado de espíritu entonces no cabe la menor duda,
después que hizo en el destierro unas declaraciones publi
cadas por La Nación, de Buenos Aires: «De 1921 a 1923 el
Gobierno español no cumplió su deber con la nación y el
Parlamento español no cumplió tampoco el suyo con el
20 Declaraciones a ABC en 1932, reproducidas en García Ve
nero, op. ext., p. 137.
109
Ejército...» Si observamos este conflicto dentro del Po
der, latente desde 1902, la ruptura del orden constitucio
nal en 1923 no se presenta como un fenómeno esporádi
co, sino como el resultado de un largo proceso conflictivo
que sale a la superficie cuando una profunda crisis social
ha fraccionado y debilitado el Poder institucional.
Un hecho notable es el aumento de infracciones al orden
constitucional, normado por las mismas fuerzas que ejer
cen el Poder. El hecho no se produce en los primeros
tiempos de la Restauración, cuando el mecanismo caciquil,
de partidos turnantes y «grandes familias», marcha con
toda «normalidad» en sus engranajes. Poco a poco el con
senso se va fraccionando, parte de la población adquiere
otra escala de valores políticos, otra legitimidad que pre
senta en alternativa, la cual encarna a veces en poderes
de hecho. Sobrevienen los choques, y entonces, algunos de
fensores de la legitimidad establecida infringen esta o
aquella norma, entonces se disloca este o aquel engranaje.
Para defender la legitimidad se infringe la legalidad. Es un
hecho bastante frecuente en la vida de las sociedades.
Esto nos lleva a mencionar ese género de conflictos en
tre el Poder y otras estructuras de poder. Dichos conflic
tos pueden no afectar a la legitimidad y al consenso o,
por el contrario, plantear la existencia de hecho de varias
legitimidades.
Entre los primeros pueden citarse, por ejemplo, la huel
ga de Correos y Telégrafos. Entre los segundos el más
importante es la huelga de agosto de 1917.
Los firmantes del Comité de huelga declaran sustancial-
mente: «Pedimos la constitución de un Gobierno provisio
nal que asuma los poderes ejecutivos y moderador y prepa
re, previas las modificaciones imprescindibles en una le
gislación viciada, la celebración de elecciones sinceras de
unas Cortes Constituyentes que aborden en plena libertad
los problemas fundamentales de la Constitución política
del país.» Este programa, aunque firmado sólo por los so
cialistas, era compartido por los republicanos y por los
reformistas (en puridad, también por los «cenetistas»,
aunque éstos, llegado el caso, lo hubieran redactado de
modo diferente).
Aparentemente no se alza una nueva legitimidad; se pre
tende abrir un período constituyente. No obstante, si ahon
110
damos un poco, observaremos que de hecho se sustituye
la legitimidad del «pacto entre la Corona y la nación»21
según el cual el rey y los representantes de la nación son
el poder constituyente, por la legitimidad según la cual
esa suprema decisión corresponde a la soberanía popular.
Cabe, pues, afirmar que la huelga de 1917 expresa una
ruptura del consenso tanto en la forma—cosa indiscutible—
como en el fondo. Sin embargo, la ruptura no estaba pre
vista «técnicamente» en la forma que se produjo; la deci
sión que tomaron los ferroviarios el 9 de agosto de 1917
de ir a la huelga precipitó una acción política que sus or
ganizadores preparaban para algo más tarde. Hoy es casi
lugar común que el ministro de la Gobernación, Sánchez-
Guerra, aprovechó la coyuntura para batir a los revolu
cionarios en unas condiciones de superioridad que tal vez
no hubiera tenido meses después (basta pensar en el as
censo del sindicalismo barcelonés y en la rebeldía campe
sina en 1918). No todos los miembros del Gobierno pensa
ban de la misma manera; la intransigencia de la empresa
de Caminos de Hierro del Norte no era compartida por el
vizconde de Eza, ministro de Fomento (que se ocupaba de
las negociaciones), ni por Burgos y Mazo, ministro de Gra
cia y Justicia. Este último escribió en su libro Páginas
históricas de 1917: «Yo, además, no veía, y así lo expuse
en Consejo, razón ninguna para que la Compañía se ne
gase a admitir como uno de los temas de discusión el
despido de algunos farroviarios de Valencia... La Compa
ñía se mantuvo cada vez más intransigente en este punto.»
Es evidente que la Compañía se encontraba alentada desde
muy arriba. Y si el hecho de que el presidente del Consejo
(Dato) y el ministro de Hacienda (Bugallal) fueran conse
jeros de la otra gran empresa de ferrocarriles (MZA) pu
diera ser tan sólo un factor indirecto, la habilidad, tam
bién «técnica», de quienes empuñaban las palancas decisi
vas del Poder fue decisiva en la manera de plantearse
el choque entre aquél y un poder de hecho.

21 La Constitución de 1876 comenzaba asi:


«Don Alfonso XII, por la gracia de Dios, rey constitucional
de España. A todos los que las presentes vieren y entendieren,
sabed : que en unión, y de acuerdo con las Cortes del Reino
actualmente reunidas, hemos venido en decretar y sancionar
la siguiente Constitución de la Monarquía Española.»
111
Pero ese poder de hecho se reveló como mucho más im
perfecto. En primer lugar, lo que estaba preparado como
un movimiento de violencia se cambia súbitamente por
huelga pacífica. «Sólo en el caso de que la actitud de la
fuerza armada fuese manifiestamente hostil al pueblo—di
cen las «Instrucciones» cursadas el 10 de agosto—deberán
adoptarse las medidas de legítima defensa que aconsejen
las circunstancias.»
Juan José Morato escribió en su libro El partido socia
lista: «Se había preparado una huelga revolucionaria, pero
ahora se cursaron nuevas órdenes para que fuera pacífica.
Aunque dichas órdenes no pudieron llegar a todas par
tes.»
En efecto (y ahí se revela también como insuficiente la
estructura de poder de los huelguistas), las instrucciones
y enlaces llegaron a unos sitios y no llegaron a otros. En
ciertos lugares se realizó una huelga pacífica, en otros se
utilizaron armas que había preparadas y los mineros as
turianos hicieron uso de la dinamita. El Comité de huelga,
órgano de decisión de la estructura de poder que se en
frentaba al Poder, empezó por no disponer de enlaces y
comunicaciones desde que se refugió en una casa de la
calle de Desengaño, y, por añadidura, fue prontamente de
tenido. El choque se produjo de la manera más irregular.
Localidades hubo de la zona minera de León donde llegó
a proclamarse la República. Los mineros asturianos resis
tieron durante un mes—aunque la huelga duró una se
mana^—a las fuerzas del Ejército y de la Guardia Civil,
mandadas por el general Burguete. En Bilbao, del 13 al
15 de agosto los huelguistas fueron dueños de la situación;
el Poder había desaparecido, pero no era sustituido por
otro.
En cuanto al Comité de la Asamblea de Parlamentarios
(que en realidad había expresado antes la ruptura del con
senso en el fondo, si no en la forma, pidiendo también las
Cortes Constituyentes), publicó un documento insistiendo
en su petición. Firmaban allí republicanos, reformistas,
nacionalistas catalanes de izquierda y la «Lliga». Pero ésta
hacía doble juego; sus dirigentes, que desde unos años an
tes trataban estrechamente con la élite del Poder (reunio
nes, comidas, transacciones y planes de Cambó y Ventosa
con La Cierva, Dato y Bugallal en el superaristocrátlco
na
«Nuevo Club» de la calle de Alcalá, en Lhardy, el más em
pingorotado restaurante de Madrid), estaban en el umbral
de la alianza oligárquica. Nada hay más significativo que
esa reunión de la Asamblea de Parlamentarios en el Ateneo
de Madrid (30 de octubre), de la que Cambó se ausenta
porque ha recibido una notita. La notita es del rey. Cua
tros días después la «Lliga» habia pasado el Eubicón (el po
lítico, pues el social no tenía necesidad de pasarlo; siem
pre había estado de la otra orilla): Juan Ventosa, el alter
ego de Cambó, juraba el cargo de ministro de Hacienda.
Volvamos al conflicto de agosto de 1917. El Poder ganó
la partida, pero la fecha queda como expresión de la pri
mera ruptura importante del consenso nacional. Tan así
era que, meses después, los miembros del Comité de huel
ga salieron del penal de Cartagena para ocupar en el
Congreso los escaños que les correspondían, para los que
los habían votado los electores de Madrid, Barcelona, Va
lencia y Oviedo. Por un largo período las estructuras de
poder que protagonizaron el choque de 1917 no se alzarán
contra la legitimidad de forma, contra la regla de juego.
Es evidente que los poderes de hecho que emanan de las
organizaciones y medios laborales actúan en orden dis
perso durante todos aquellos años.
En resumen, las élites del Poder y sus bases sociales no
han variado, aunque han perfeccionado sus alianzas y la
integración de ciertos sectores. En cambio, los organismos
del Poder sufren dislocaciones cada vez más frecuentes,
subversiones internas, etc. A partir de 1921, cabe pregun
tarse si una parte de las élites estima que el Poder, tal
como está estructurado, no es apto para hacer frente a
otros poderes que, con más o menos imperfección, expre
san la conciencia de otra legitimidad en amplios sectores
de la población. Las élites de siempre conservan el Poder,
pero temen perderlo.

8 113
III. DE LA DICTADURA A LA REPU
BLICA (1923-1931)

El sistema de la Restauración estaba herido de muerte.


La crisis social, la crisis en los mismos órganos del Poder,
las bocanadas de aires del exterior habían ido ensanchan
do sus grietas hasta producir la quiebra. El golpe de Es
tado del general Primo de Rivera (empleamos el término
en su sentido rigoroso: el golpe se produce desde dentro
del Estado por un organismo que en vez de cumplir de
cisiones las toma, y de tal importancia que se convierte
en supremo poder decisorio) extiende el certificado de de
función de un cuerpo sin vida: el seudo-parlamentarismo
de la Restauración, viciado por el caciquismo, paralizado
una y mil veces por grupos de dentro y de fuera del Es
tado.
Repárese, sin embargo, en que el cambio que se opera
en septiembre de 1923 es una modificación en la forma de
ejercicio del Poder, pero no una modificación del Poder
mismo. La legitimidad se halla entonces en una curiosa
situación, puesto que de un lado ha sido rota al romper
la Constitución de 1876 (so pretexto de suspensión, para
confesar más tarde la ruptura), pero se mantiene en lo
que se refiere a la continuidad de la institución monár
quica. Se niega la cc-soberanía nacional sin que, en ver
dad, sea reemplazada por otra legitimidad; se vive en la
situación de hecho, de interinidad y, a partir de 1927, de
un vago proyecto constituyente que no llega a tomar cuer
po. Semejante situación debía estimular la dislocación del
115
consenso sobre el régimen; la aceptación tácita de la nue
va forma del Poder fue sustituida, al correr de unos cuan
tos años, por una pluralidad de legitimidades, correspon
diendo cada una de ellas a un sector del país: legitimidad
monárquica tradicional, monárquica constitucional (en la
forma de reposición de la Constitución de 1876 o de una
nueva Constitución), legitimidad republicana, o bien aque
lla otra que hacía depender la nueva institucionalización
del Poder de un acto de soberanía nacional a expresarse
por Cortes Constituyentes. Sin contar con la actitud de
quienes reconocían simplemente la autoridad (el derecho
a mandar), de quienes estaban en el Poder sin abrir nin
guna ventana hacia el horizonte de los valores.
Pensamos que el Poder no había cambiado en su esen-
cialidad por la razón de que, si había modificaciones en las
élites encargadas de ejercerlo cotidianamente (modifica
ciones que, por otra parte, desaparecen en 1930), no había
ningún cambio esencial en cuanto a las relaciones entre
las élites sociales y económicas y el Poder, en cuanto al
carácter de las decisiones de éste, en cuanto a la compo
sición humana y social de los organismos de la Adminis
tración y de los instrumentos coercitivos, etc. Pensamos, al
enfocar así la cuestión, en la definición ya clásica del pro
fesor Georges Lavau, según la cual «el Poder político es la
conjunción de fuerzas que ponen al servicio privilegiado
de sus intereses o de su ideología las prerrogativas y los
instrumentos del Estado (de manera más o menos absolu
ta y más o menos completa, según los casos)». Lo que vie
ne a confirmar algo tan conocido como que el fenómeno
de gobernar no es, en la inmensa mayoría de los casos,
sino el aspecto externo y cotidiano del fenómeno del Po
der. Nuestro propósito de relacionar estas y aquellas élites
con la función del Poder es una primera parte—tampoco
más—de la necesaria cala sociológica para responder a la
pregunta ¿quién tiene el Poder?
Organizóse, pues, en septiembre de 1923 no un Gobier
no, sino un Directorio militar «sin adjudicación de carte
ras ni categorías de ministros». Cuestión superficial si las
hay, puesto que tras cada general vocal del Directorio ha
bía un alto funcionario para dirigir la correspondiente rama
de la administración central. Prueba de ello es que el 2 de
julio de 1924 los llamados vocales del Directorio adquirie
116
ron la categoría de ministros. Desde 1923 hubo en el Di
rectorio subsecretarios de Estado, Gobernación, Guerra y
Marina.
El golpe de septiembre de 1923 había sido posible: 1.°
Porque la Corona había refrendado los hechos1 y el rey
no aceptó las medidas que le propuso tomar García Prie
to al llegar aquél a Madrid en la mañana del 14 de sep
tiembre. 2." Porque frente al poder de hecho no hubo otro
poder análogo: la estructura de poder más importante
(partido socialista y U. G. T.). El documento conjunto de
los Comités nacionales del P. S. O. E. y de la U. G. T., fe
chado el 13 de septiembre, critica «los acontecimientos
iniciados en Barcelona», pero no da orden de huelga ni
directiva alguna de acción. Se limita a decir que la clase
trabajadora «no debe tomar iniciativas sin recibir instruc
ciones de los Comités del Partido Socialista y de la Unión
General de Trabajadores», y «no debe prestar aliento a
esta sublevación». Dos días más tarde «reitera a la clase
trabajadora la necesidad de abstenerse de cualquier iniciar
tiva...». El día 22, El Socialista insiste en la necesidad de
actuar «dentro de los cauces legales». La resolución esta
ba tomada.
Sin ninguna autoridad, criticaron los hechos Romanones y
también Burgos Mazo. Si Maura se mantuvo al margen,
los mauristas ofrecieron «la cooperación necesaria a un
régimen que, cualesquiera que hayan sido las anormalida
des de su origen, está hoy convalidado por la confianza re
gia y por el apoyo inequívoco de la mayoría del país».
Cambó, en carta que fue más tarde publicada, colmaba
de alabanzas «la obra que acaso en julio de 1917 no de
bieron retrasar (los generales) ni un minuto». En realidad,
la «Lliga» había apoyado entusiásticamente el gesto del ca
pitán general de Cataluña, que fue despedido por repre-
1 El rey había estado en Madrid unos días antes y recibió a
los generales Saro, Cavalcanti, Daban, etc Por otra parte, Primo
de Rivera había comunicado sus propósitos a los embajadores
españoles en París, Londres y Roma. En fin, la consulta hecha
semanas antes por el rey a Maura sobre la posibilidad de asumir
él mismo la responsabilidad del golpe (véase nota autógrafa de
Maura, en G. Maura Gamazo: Bosquejo histórico de la Dicta
dura, p. 20) y el testimonio del general López Ochoa (en su
libro De la Dictadura a la República, p. 27) coinciden sobre la
actitud del titular de la Corona.
117
sentantes calificados de la misma (y de la organización
patronal Fomento del Trabajo Nacional) al tomar el tren
para Madrid.
Hasta El Sol aplaudía. Ortega y Gasset, sin hacer él mis
mo un juicio de valor, daba constancia del consenso en
un artículo allí publicado el 27 de noviembre: «Si el movi
miento militar ha querido identificarse con la opinión pú
blica y ser plenamente popular, justo es reconocer que lo
ha conseguido por entero.»
Discrepaban voces aisladas, como las de Unamuno o la
de Ossorio y Gallardo. Melquíades Alvarez y Romanones,
presidentes de los cuerpos colegisladores, elevaron su pro
testa de forma ante la Corona. El propio Lerroux escribió
más tarde: «La opinión republicana coincidió con la de
cuantos adoptaron una actitud expectante, distanciados del
Poder y resueltos a no prestarle colaboración personal»2.
Consenso efectivo, bien explícito, por aprobación, o bien
tácito, por omisión. Las individualidades de la vieja polí
tica, este o aquel intelectual, los sindicatos de la C. N. T.
desarticulados por la represión anterior, la minúscula or
ganización comunista..., todo eso no «daba el peso» para
romper el efectivo consenso a una situación de hecho re
frendada por la Corona. El Poder estaba en marcha e iba
a crear su propia legalidad; lo curioso es que no pudo o
no supo crear su propia legitimidad.

Los Gobiernos
Dejando a un lado los militares del Directorio (que ocu
pan sus puestos hasta el 2 de diciembre de 1925), el carác
ter de élite de los gobernantes se precisa fácilmente, puesto
que sólo hay un Gobierno «civil» de Primo de Rivera, reor
ganizado una vez en 1928; más tarde, un Gobierno Beren-
guer y un Gobierno Aznar. No cabe hablar de Parlamento

2 Alejandro Lerroux: Al servicio de la República. Madrid,


1930, p. 268.
Véase también en íbid., la referencia a diversas posiciones
adoptadas respecto a la Dictadura en 1923, pp. 256-267.
Para este período, además de los textos históricos de orden
general ya citados, resulta imprescindible Gabriel Maura Gama-
zo: Bosquejo histórico de la Dictadura. Madrid, 1930.
118
u órganos representativos, ya que la Asamblea Nacional
Consultiva ni tenía ese carácter ni tampoco potestad legis
lativa, aunque elaborase algunos textos para su promul
gación.
Cinco ministros del período 1923-1929 habían iniciado su
carrera como diputados durante los tiempos constitucio
nales: Calvo Sotelo (maurista, y que en la etapa del Direc
torio fue ya nombrado director general de Administración
Local), Aunós, Yanguas y el conde de los Andes (éste es
nombrado ministro en 1928, al crearse la cartera de Eco
nomía), Rafael Benjumea, conde de Guadalhorce.
Si la continuidad de estratos sociales está así asegurada,
adquiere mucha mayor visibilidad en los Gobiernos de
1930 y 1931, que constituyen el retorno completo de las
«antiguas familias».
Decimos que es más visible—no más efectiva—, porque
se trata de un período en que miembros relevantes de tra
dicionales oligarquías—más que élites—creen necesario par
ticipar directamente en el ejercicio del Poder, convencidos
del serio quebranto sufrido por éste. Hay, desde enero de
1930 a abril de 1931, un fenómeno de agrupamiento oligár
quico en torno a la monarquía que no está contradicho
por el paso al bando opuesto de esta o aquella individua
lidad.
Como ya sabemos «quién es quién», basta citar nombres
y añadir algún que otro dato: el duque de Alba, Leopoldo
Matos, Arguelles (en otros tiempos ministro de Hacienda
conservador con Allendesalazar, persona importante en los
medios del Banco Español de Crédito, etc.), Estrada, Wais,
etc., están en el Gobierno Berenguer. En cuanto al Gobier
no Aznar, el último de la monarquía, los nombres son muy
conocidos: Romanones, La Cierva, Bugallal, Ventosa, Gar
cía Prieto, el duque de Maura (Gabriel Maura Gamazo),
Gascón y Marín, el propio Berenguer. Su ministro de la
Gobernación, marqués de Hoyos (al parecer propuesto por
el conservador Wais), para muchos es una figura anodina:
error; el marqués de Hoyos, con varios títulos más de no
bleza, grande de España, coronel de artillería, senador por
derecho propio, fue alcalde de Madrid y consejero de Esta
do durante el Gobierno Berenguer; era propietario de gran
des predios rústicos, presidente de Minas de Suria (empresa
de capital mayoritario extranjero), de la Compañía de Ma
119
rismas del Guadalquivir, consejero de la Compañía Colo
nial de Africa, etc. Su participación en el Gobierno reviste,
inevitablemente, una significación sociológica. El subsecre
tario, Mariano Marfil, fue presidente de los Ferrocarriles
de Madrid-Zaragoza-Alicante.

Las élites y el Poder


Sin duda, la inmensa mayoría de las élites del poder
económico y del linaje aristocrático no estuvieron ausen
tes de las decisiones de la Dictadura, ni siquiera de la co
laboración personal en numerosos casos. El conde de Va-
llellano se hacía cargo de la Alcaldía de Madrid; Benjumea
organizaba la Unión Patriótica... Aunque la Asamblea no
tuviera potestad efectiva, los nombres de algunos de sus
miembros son índice de la colaboración con el Poder: la
presencia de La Cierva, Bugallal, Goicoechea, César Silió,
etc., demostraba que el conservadurismo (ya procedente
de Dato, ya de Maura, a la muerte del cual su grupo se
deshizo) participaba activamente. Se trataba de personali
dades que encarnaban el poder caciquil y, al mismo tiem
po, por su presencia en numerosos consejos de adminis
tración, el poder económico.
El aparato caciquil, lejos de desaparecer, era utilizado
para la Unión Patriótica, para el nombramiento de Ayun
tamiento por real decreto, para la organización del so
matén. Nada, absolutamente nada, cambiaba en un pue
blo de la provincia de Salamanca, o de Córdoba, o de
Lugo, o de Badajoz. La intrahistoria de los pueblos de Es
paña no experimentó el menor cambio en aquellos siete
años. En un país que todavía tenía mayoría de población
rural y de producción agraria, el hecho es más que signi
ficativo.
Sin duda, es preciso matizar cuando se trata de las re
laciones que tuvieron con el Poder las élites del poder eco
nómico y de la nobleza, cuya alianza no fue desmentida.
No hay que confundir el desplazamiento, que es sola
mente político, de los Romanones, Maura-Gamazo, García
Prieto, etc., con el más ligero quebranto de su hegemonía
económica y social. La «legitimidad social» del nuevo sis
tema era también la suya. Algo análogo pasó con las per
sonalidades de la «Lliga». Al principio apoyan a la Dictadura
120
creyendo en ciertos compromisos verbales hacia el regio
nalismo de las «clases altas» hechos por el capitán gene
ral de la región. Pero ocurrió que el secretario del director
militar, puesto-clave en su maquinaria, era el coronel Go-
dofredo Nouvilas, presidente de la Junta de Defensa de
Infantería. Los «juntistas» de Infantería, aunque legalmen
te inexistentes desde la disolución dictada por Sánchez
Guerra en 1922, impusieron su criterio anti-catalanista e
hicieron rectificar sus propósitos al presidente del Direc
torio. Tomó la política de éste una trayectoria que le hizo
chocar con los jefes visibles de la «Lliga», aunque muchos
industriales de la misma siguieron en excelentes relacio
nes con el Poder durante los cuatro o cinco primeros años
de gobierno de Primo de Rivera. Socialmente, aquel régi
men era también el de Cambó, Ventosa y Bertrán y Musi-
tu; cuando se enfrentan de verdad con él, en 1929, es por
que ya no lo consideran eficaz.
Un hecho es evidente durante este período: la tenden
cia hacia la concentración del poder económico, la política
económica favorable a las grandes empresas, cuya pros
peridad aumenta también a causa de la buena coyuntura
económica reinante en Europa. Hubo empresas que en
1930 llegaron a declarar 55 por 100 de beneficios (Minas
del Rif), 30 por 100 (la Basconia), 24 y 22 por 100 (Explo
sivos y Pirelli)... De 1923 a 1928 las cotizaciones en Bolsa
de las acciones de Explosivos aumentaron en 200 por 100,
las de la Papelera en más de 100, las de Altos Hornos en
80 por 100 3.
Hay anécdotas que valen tanto como un tratado: cuan
do quebró la Unión Minera, entidad bancaria de Bilbao,
el juez que incoaba el asunto procesó y detuvo a los
miembros de la familia Ussía: marqués de Aldama y con
de de los Gaitanes. ¡Allí fue Troya! Intervino el rey en
persona. Los inculpados recobraron prestamente la liber
tad y se zanjó el asunto lo mejor posible. Ahora que el
juez fue trasladado de oficio.

3 Minas del Rif contaba a la familia Figueroa (Romanones)


y a los Garnica, Gandarias, Ibarra y Churruca entre sus prin
cipales accionistas y personalidades ; Explosivos, a los Aledo,
Gandarias, etc. ; Altos Hornos, a los mismos Gandarias, Churru
ca, Chávarri, Urquijo, Ibarra, Zubiria ; La Papelera, a los Aresti,
Barroso, etc. ; la Pirelli, a Bertrán y Musitu, Gamazo, Matos.
121
Del florecimiento de la alta burguesía y de sus lazos con
medios análogos de otros países da idea la creación, entre
1924 y 1930, de Hutchison, General Motors, Standard Elec
tric, General Eléctrica Española, Aluminio Español, Pota
sas Ibéricas, Constructora Nacional de Maquinaria Eléctri
ca, Saltos del Alberche, etc. Un mes antes del golpe de
Estado se había creado la F. A. S. A. (17 millones) con
Romanones, Ventosa y numerosos capitales extranjeros. En
las empresas citadas figuraban con eminentes participa
ciones miembros conocidos de la élite económica: marque
ses de Urquijo y Ariluce de Ibarra, conde de Aresti, Gama-
zo, C. de la Mora, Churruca, Arteche... Hay un período de
negocios florecientes en que la marcha de las cosas no
exige de estas élites una ocupación activa y constante en
el ejercicio del Poder (político). Las cosas cambian a par
tir de 1929, cuando esas élites vislumbran que los gober
nantes están «gastados» y el Poder debilitado. Se trata
entonces de producir otro cambio en la forma del Poder
para conservar su esencialidad. Sociológicamente, ése es
todo el sentido de los Gobiernos de Berenguer y Aznar,
que se tradujo en la obstinación por devolverle su donce
llez a la asendereada y un tanto anacrónica Constitución
de 1876; lo que Ortega calificó de «error Berenguer» en su
famoso artículo del 15 de noviembre de 1930. «Aquí no ha
pasado nada—escribía Ortega—. Esta ficción es el Gobierno
Berenguer.»
Se trataba de salvar la forma monárquica de gobierno,
pero no cualquier monarquía, sino una muy precisa y de
finida en el tiempo y en el espacio. Hay, sin duda, los fieles
palatinos, como un general Berenguer; pero, para las fuer
zas que se coaligan en 1930 con objeto de encontrar la
fórmula que salve a la monarquía, lo que se trata es de
salvar a «la monarquía de Sagunto», en la que el Poder
estuvo en manos de determinadas élites, las cuales forma
ron una alianza para mantenerse en él.
Hay dos reuniones simbólicas sobre este particular; una
tiene lugar en el histórico palacio de Liria, propiedad de
los duques de Alba, el 29 de enero de 1930; allí están el
anfitrión, Francisco Cambó, Gabriel Maura Gamazo y el
general Dámaso Berenguer. Otra, un año más tarde, en una
sala del palacio de Buenavista (Ministerio de la Guerra),
donde el mismo general está retenido por una dolencia en
122
el pie que le inmoviliza; con él están ahora los condes de
Romanones y de Bugallal, el marqués de Alhucemas (García
Prieto), Gabriel Maura Gamazo, La Cierva... Bertrán y Mu-
situ ostenta la representación de Cambó. En ambas reunio
nes se trata de formar un Gobierno para salvar la situa
ción y... «aquí no ha pasado nada». De la primera salió el
Gobierno Berenguer; de la segunda, el Gobierno Aznar.

Administración y Ejército
Obvio es decir que nada cambió, en cuanto a las personas,
la Administración española antes y después del 13 de sep
tiembre de 1923. Las amenazas, entre espectaculares e in
genuas, por si tal funcionario no llegaba puntual por la
mañana a la oficina o acusaciones análogas no pasaban
de crónica efímera. Las diferentes ramas de la adminis
tración siguieron funcionando y se crearon otras nuevas,
cierto es, marcándose la tendencia intervencionista del Es
tado. Hubo irregularidades, hubo excesos de poder, etc.,
pero justo es decir que ni más ni menos que los habituales
en el Estado burocrático-representativo, cuando la decisión
va pasando insensiblemente a las palancas de la burocra
cia administrativa. La ausencia de control de órganos elec
tos y la mudez forzada de la prensa enrarecían el ambien
te, verdad es, cuando ocurrían hechos de esa naturaleza.
Problema diferente, al menos en su planteamiento, es
el del Ejército. El golpe de Estado del capitán general de
Cataluña se da en nombre del Ejército. Durante dos años
se dice ejercer el Poder en el mismo nombre. Y cuando el
dictador se juega la última carta, en una aciaga madruga
da del mes de enero, se dirige a sus compañeros de armas
con mandos elevados, pidiéndoles que le ratifiquen la con
fianza. Con sigular confusión, sin duda impregnada de bue
na fe, evoca que «la Dictadura advino por la proclamación
de los militares, a mi parecer interpretando sanos deseos
del pueblo», radicando en el artículo que subrayamos la
generalización excesiva. Es más, al final de la nota se in
siste: «El Ejército y la Marina, en primer término, me
erigieron dictador, unos con su adhesión, otros con su
consentimiento tácito: el Ejército y la Marina son los pri
meros llamados a manifestar, en conciencia, si debo se
guir siéndolo o debo resignar mis poderes.»
123
Sabido es lo que ocurrió. Los mandos militares manifes
taron su lealtad a la Corona e, implícitamente, denegaron
su confianza al jefe del Gobierno. Este resignó los pode
res cuando el rey estaba, por su parte, enteramente deci
dido a que los resignase.
Pero volvamos a tomar el hilo cronológico de los hechos.
Se suele decir y creer que la Dictadura fue un poder mili
tar y hasta militarista. Para asentar tal afirmación no hay
más que un pronunciamiento en su origen, y pronuncia
miento no es sinónimo de poder militar, aunque sí lo sea
de intervención de un grupo de militares en la esfera po
lítica, con evidente subversión interna de la jerarquía de
órganos del Estado.
Hubo dos años de Directorio militar y cuatro y tres me
ses de Gobierno de personas civiles, presidido por el ge
neral Primo de Rivera. En ambos casos el Poder no ha
salido de las mismas fuerzas sociales que lo tenían antes
del 13 de septiembre de 1923, y, salvo medidas de inter
vención de los primeros años, tampoco puede hablarse de
hegemonía militar en el ejercicio cotidiano del Poder, en
la Administración, etc.4 Es, pues, una apreciación de en
debles bases la de confundir la Dictadura con un Poder
militar, y menos aún militarista. Sabemos que esto puede
chocar con ciertas categorías del liberalismo clásico, que
tienen la vida dura, pero el rigor sociológico nos parece
debe primar sobre los lugares comunes.
Por otra parte, más que nunca resulta evidente la nece
sidad de no confundir Ejército y militares. Militares hubo
participando del Poder y militares conspirando contra él,
encarcelados y multados. Es más, se llegó al divorcio total
entre el Poder y el arma de Artillería, cuyos miembros
fueron suspendidos de empleo y sueldo en 1926, llegándo
se a la disolución del Cuerpo en febrero de 1929.
Cuando en 1924, en el transcurso de un viaje a Marrue
cos, el jefe del Gobierno cambia de criterio sobre la po-

4 Lo enunciado en términos generales no excluye un cierto


«estilo» castrense de los primeros meses del Directorio, la fre
cuente acumulación de puestos de gobernador civil y militar
en la misma época y, sobre todo, el nombramiento de un dele
gado gubernativo, que debía proceder del Ejército con grado
mínimo de capitán, en cada partido judicial. Este fue, tal vez,
el único rasgo permanente de tipo «militarista».
124
lítica militar y cede ante los jefes militares que mandaban
en Marruecos, se asiste a un caso más de imposición de
criterio por militares al centro supremo de decisión del
Estado, como tantas veces les había ocurrido, antes de 1923,
a los gobiernos de hombres civiles. Las apariencias enga
ñan a veces, y los manifiestos, declaraciones, etc., tomados
a la letra, también.
En enero de 1930 el jefe del Gobierno resigna sus pode
res porque le falta la confianza de los diecisiete militares
de más alto rango en la estructura administrativa del Ejér
cito. Al menos, así lo cree él, pero la realidad es mucho
más compleja. Varias semanas antes (el 31 de diciembre)
se ha quejado amargamente en nota oficiosa de que la
aristocracia no le apoya, las clases conservadoras tampo
co, ni la Banca y la industria «que han doblado sus cau
dales», ni los funcionarios, ni la prensa (curioso es que
no cite lo esencial: estudiantes y profesores, trabajadores
de la ciudad y del campo). No es, pues, un problema de
militares solos, ni los capitanes generales de las regiones
viven en campana neumática aislados de otros medios so
ciales. Hay más: ¿cómo puede ignorar el general que el
rey no ha aceptado el plan de reformas que le propuso ese
mismo 31 de diciembre? ¿Y que los ministros, que son
probablemente los más representativos de poderosos sec
tores sociales—Guadalhorce, Calvo Sotelo, conde de los
Andes, ¡tan amigo personal del rey!—han presentado su di
misión antes del día de Reyes? ¿No se acordaba ya de
aquella cacería con el rey, a fines de noviembre, en el coto
que el duque de Peñaranda (segundo terrateniente del Rei
no, con 51.000 hectáreas) tenía en Navalperal? Allí estaba el
duque de Alba (amigo personal del rey, cuarto terratenien
te del Reino, del Consejo del Banco de España, del Conse
jo de la C.H.A.D.E., con influencias en medios británicos,
lo que se dice alguien), que venía ocupándose de política
desde hacía meses. Allí le habían propuesto que cediese el
paso a un Gobierno presidido por el duque, que se encar
garía de preparar «el retorno a la normalidad».
No, tampoco fue el Ejército quien derribó la Dictadura.
Las auténticas élites del Poder iniciaban un movimiento de
repliegue que consistía en «volver a la normalidad», como
si la situación de 1923 hubiese sido normal. Unos meses
más sin tomar medidas y todos serían desbordados, y en
125
tonces se corría el riesgo de un auténtico cambio de Po
der, de esa posibilidad de imponer las grandes decisiones
nacionales.
En este período es verdad que la tendencia a incorporar
nuevos elementos a la élite de la nobleza (para soldar me
jor la gran alianza en el vértice del Poder) se manifestó en
orden a ciertos militares; Berenguer fue nombrado conde
de Xauen en 1927; Sanjurjo, marqués del Rif en 1926; Saro,
conde de la Playa de Ixdain; Gómez-Jordana, conde de Jor-
dana (ambos también en 1926). Pero eso no era un fenó
meno castrense, sino un fenómeno de cooptación de las éli
tes. Por razones históricamente análogas, Luca de Tena es
nombrado marqués, en 1929, justo un mes antes de morir.
Si cambios había en diversos grupos militares es, preci
samente, el desarrollo de una tendencia anti-Dictadura, que
en muchos casos se transforma en una negativa total de
la legitimidad monárquica y una aceptación de la legalidad
republicana; la participación de militares en las conspira
ciones, pero más principalmente en el movimiento revolu
cionario de diciembre de 1930, organizadas en la Unión
Militar Republicana, es buena prueba de ello.

Los PARTIDOS
Primo de Rivera creó un partido en 1924: la Unión Pa
triótica. Se ha dicho que actuó así impresionado por el
fascio italiano durante su viaje a Italia con los reyes. En
todo caso, el resultado no guardó mucha semejanza con
lo de Italia. La Unión Patriótica adoleció desde su naci
miento del vicio de la tutela administrativa. Una circular
de 29 de abril de 1924 daba instrucciones a los gobernado
res civiles y delegados gubernativos para reclutar afilia
dos al nuevo partido, en el que debían tener cabida «las
personas que no han actuado en política; las que, desenga
ñadas, la abandonaron, y los que fueron políticos de bue
na fe». Términos muy vagos, como puede verse.
En septiembre de 1926, el Comité ejecutivo central de la
Unión Patriótica se limita a adherirse a un «manifiesto a
la nación», que hace su presidente y jefe del Gobierno. En
ese llamamiento, aparte del habitual plaidoyer pro domo
de estos casos, se habla de «la concepción de un Estado
de nueva estructura» y de que «célula principal de la na
126
ción ha de ser el municipio, y de él la familia...». Se da
por «fracasado el sistema parlamentario» y se oponen cu
riosamente los conceptos de Gobierno y Dictadura: «no es
que haya habido Dictadura, sino Gobierno, con las mínimas
facultades que se precisan». Sin embargo, Primo de Ri
vera siguió utilizando el término Dictadura hasta la última
de sus notas oñciosas.
Probablemente, es el mismo Primo de Rivera quien me
jor define sociológicamente el partido de Unión Patriótica,
en su nota del 31 de diciembre de 1929: «Y las (clases) con
servadoras, olvidando o desconociendo que como partido
político murieron y que como clase social están en la Unión
Patriótica, se niegan a sumarse a la Dictadura, etc., etc.»
Esa extensa capa de personas relativamente acomodadas
«que prefieren estar a bien con el Poder», existente en
cualquier país y bajo cualquier régimen, nutria las filas de
la Unión Patriótica, bajo la mirada entre vigilante y pa
ternal de los delegados gubernativos; los caciques, los pro
pietarios o comerciantes que creen «tener algo que per
der», etc. Y en la cúspide, aquella parte de la oligarquía
que más personalmente se había vinculado con la forma
específica de Poder representada por la Dictadura. Crea
ción artificial, la Unión Patriótica no sobreviviría a la Dic
tadura ni a su jefe, y, sustituida por la Unión Monárquica
Nacional, careció de auténtica base social.
No fue un partido único en el sentido que se suele usar
el término, sino más bien un partido privilegiado. Subsistió
el partido socialista y, en puridad, no hubo decretos de
clarando ilegales los partidos clásicos, tan denostados en
notas y prensa oficiosas.
Ahora bien, esos partidos clásicos, formados por «comi
tés de notables» y por una red caciquil de base, perecieron
de muerte natural (el intento de reavivarlos en 1930 fra
casó enteramente). Desnudados de su ropaje «representa
tivo», quedaron en lo que eran: reuniones de grupos oli
gárquicos. El partido conservador (sector oficial) estuvo
casi integrado en los medios políticos de la Dictadura,
aunque su jefe, Sánchez-Guerra, se apartó primero y rom
pió definitivamente con todo el sistema en 1926, para con
vertirse en uno de los primeros conspiradores. Pero Sán
chez-Guerra es, probablemente, uno de esos casos persona
les que escapan de esas mallas más o menos apretadas
que son las leyes tendenciales de la sociología.
127
Pero las posturas individuales, sin conexión social, mal
podían influir el curso de los acontecimientos. Por eso, la
reunión de unas cuantas personalidades (Sánchez-Guerra,
Bergamín, Burgos y Mazo, Villanueva) para constituir en
los últimos tiempos de la Monarquía el grupo llamado
«constitucionalista» (partidario de una solución de Cortes
Constituyentes) no tuvo consecuencias de orden práctico
y, cuando creyó llegada su hora, en febrero de 1931, fra
casó entre el empuje de los dos bandos en pugna.
No hubo en 1930 auténtica resurrección de los partidos
liberal y conservador, sino movilización de las élites, de
los comités de notables, que ya no representaban más que
a la oligarquía, que ponía todas sus cartas en la defensa
del régimen.
Si hay que hacer una excepción es la de la «Lliga», pues
aunque sus jefes pertenecieran a la oligarquía del poder
económico, siguieron conectados con una extensa capa de
industriales, comerciantes, etc.
Los años de la Dictadura son también los años en que
se van perfilando las nuevas formaciones políticas repu
blicanas. El viejo partido radical no tenía demasiado pres
tigio. Pero numerosos intelectuales, unos procedentes del
reformismo, otros más jóvenes, que entraban en escena, re
accionaron frente a la Dictadura negando de plano un ré
gimen que había terminado por adoptar aquella forma.
Los profesores José Giral y Enrique Martí Jara, republi
canos independientes desde hacía mucho, fueron el mayor
fermento de esos grupos. Con ellos, Manuel Azaña, que al
advenir la Dictadura se había dado de baja en el partido
reformista; en 1924 publicó un folleto, Apelación a la Repú
blica. En mayo del siguiente año fundó un grupo, Acción
Política, que pronto se definió como partido al transfor
marse en Acción Republicana.
El grupo Giral-Azaña, el de los radicales, el de los repu
blicanos catalanes que dirigía Marcelino Domingo, llegaron
a un entendimiento capaz de atraer a muchas otras per
sonas de profesión intelectual y, en general, de clases me
dias, que no se hallaban encuadradas en formaciones polí
ticas. Surgió así la idea de la Alianza Republicana, que pu
blicó un manifiesto en 1926 y organizó por toda España
una «campaña de banquetes silenciosos», apoyándose en
los casinos, Casas del Pueblo y círculos locales análogos.
La Alianza estaba formada por los siguientes grupos y per
128
sonas que los representaban: Acción Republicana (Azaña),
Partido Republicano Federal (Manuel Hilario Ayuso), Pren
sa Republicana (Roberto Castrovido), Partido Republicano
Catalán (Marcelino Domingo) y Partido Radical (Lerroux).
Por la secretaría de la Junta Armaban José Giral, Antonio
Marsá y Enrique Martí Jara.
Tal vez tenían mayor significación las firmas que respal
daron el llamamiento : Leopoldo Alas, Adolfo Alvarez Buylla,
Luis Bello, Vicente Blasco Ibáñez, Honorato de Castro, Luis
Jiménez de Asúa, Teófilo Hernando, Fernando Lozano, An
tonio Machado, Gregorio Marañón, Enrique de Mesa, José
Nakens, Eduardo Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala.
Joaquín Pi y Arsuaga, Hipólito R. Pinilla, Nicolás Salme
rón, Ramón Sánchez, Luis de Tapia y Miguel de Unamuno.
Al banquete de Madrid asistieron también Araquistain, Ne
grín, Bagaría, Pedroso... Y sucesivamente se fueron adhi
riendo Manuel Bartolomé Cossío, Agustín Millares, Juan
Madinaveitia, Pedro Salinas, etc.
Sin embargo, aquel movimiento no cuajó en estructura
de partido; en verdad era un conglomerado muy hetero
géneo. Andando el tiempo (en 1929), Marcelino Domingo,
Alvaro de Albornoz, Eduardo Ortega y Gasset, Angel Ga-
larza y varios más formaron un partido radical-socialista
(grupo de abogados, periodistas, pequeños comerciantes,
etcétera), que nunca llegó a tener sólidas estructuras. Los
radicales camparon por su cuenta y los de Acción Repu
blicana igual.
Mención particular merece el partido socialista. Ya he
mos visto que optó por no ponerse de frente a la Dictadu
ra, a cambio de conservar las posibilidades de acción legal.
Por consiguiente, cuando llegó 1930, era un partido per
fectamente estructurado, el único partido de «masas» exis
tente en España, y la U. G. T. había pasado de 208.000
afiliados a 220.000. Durante años, el partido socialista no
se opone de hecho a la Dictadura, sino por tibias y espa
ciadas notas. A las pocas semanas del golpe de Estado,
Manuel Llaneza, dirigente socialista de los mineros astu
rianos, fue a Madrid a entrevistarse con Primo de Rivera.
Cuando en 1924 la Dictadura deshace el Instituto de Re
formas Sociales y crea para sustituirlo un Consejo del
Trabajo, los socialistas (siempre a través de la TJ. G. T.)
envían sus delegados al nuevo organismo, como a cualquier
otro para el que sean invitados. Por este engranaje se llegó
0 129
lógicamente a la participación de Largo Caballero en el
Consejo de Estado (como representante obrero del Consejo
de Trabajo). Una fracción en el seno del partido socialista,
representada principalmente por Indalecio Prieto (que di
mitió su puesto en la Comisión Ejecutiva) y Fernando de
los Ríos, combatió este comportamiento.
Cuando en 1926 se crearon los Comités paritarios y la
Comisión interina de Corporaciones, la U. G. T. colaboró
también (sus representantes fueron Largo Caballero y
Saborit).
Esta colaboración nada tenía que ver con la táctica de
«caballo de Troya», ni estaba hecha para contrapesar en
apariencia una acción distinta o conquistar «bastiones». Era,
simplemente, la creencia de que no estando en condiciones
de luchar victoriosamente contra el Poder, era preferible
colaborar con él, obtener alguna que otra pequeña con
cesión, salvar las estructuras de la organización y evitar
represiones.
Ni el partido socialista ni la U. G. T. participaron en las
conspiraciones de 1926 y 1929. La élite dirigente (Besteiro,
Largo Caballero, Saborit, Trifón Gómez, Lucio Martínez;
Pablo Iglesias había muerto en 1925) consiguió que el Con
greso socialista de 1928 aprobase su política. Pero el año
1920, esa misma élite fue puesta en minoría en la reunión
conjunta de los Comités nacionales del partido socialista
y de la U. G. T., en la que se acordó rechazar la invitación
del Gobierno de enviar cinco delegados de la U. G. T. a la
Asamblea Consultiva. La mayoría de los «colaboracionis
tas» de años anteriores (a excepción de Besteiro, que votó
por el envío de los delegados) dio un giro de ciento ochenta
grados a su política. La consecuencia fue una resolución
que cambiaba todas las relaciones del partido socialista
con el Poder, que negaba la legitimidad y se planteaba
abiertamente la conquista del Poder: «Nosotros aspira
mos para realizar nuestros fines a un Estado republi
cano de libertad y democracia, donde podamos alcanzar la
plenitud del poder político que corresponde a nuestro po
der social. Queremos ser una clase directora de los desti
nos nacionales y para eso necesitamos condiciones políti
cas que nos permitan llegar democráticamente, si ello es
posible, a cumplir esa misión histórica.»
Jamás, desde sus años mozos (ni siquiera en 1917, como
hemos visto), se había planteado, en la letra al menos, el
130
partido socialista español su relación con el Poder conoe-
bida de esa manera. No obstante, una conferencia pronun
ciada por Largo Caballero un mes después dejaba entender
que su partido no se deslizaría por ninguna pendiente ex
tremista ni de ruptura violenta5.
La aceptación de la «legitimidad republicana de alterna
tiva» por antiguos monárquicos pertenecientes a clases
poseedoras, simbolizada en la actitud de Alcalá Zamora y
Miguel Maura, dio lugar a la creación por éstos del partido
que se llamó Derecha Liberal Republicana, cuya definición
está bastante clara en esas tres palabras. Sin pasar nunca
del género «partido de comités» o de «notables», agrupó
en torno suyo a cierta burguesía media urbana y rural, que
creía preferible un cambio de régimen para evitar una sub
versión social, es decir, cambiar el cómo se ejerce el Po
der, para no cambiar el para qué se ejerce.
El anarquismo había llegado casi sin alientos a 1923.
Vicisitudes que escapan al objeto de este trabajo aca
rrearon en 1924 el cierre gubernativo de sus locales y la
detención temporal de numerosos «cuadros». Como estruc
tura orgánica «dormitó» durante varios años. Sin embar
go, en 1927 tomó forma precisa el núcleo extremista y anar
quista que se había movido tantas veces en el seno de la
C. N. T., constituyendo la Federación Anarquista Ibérica
(P. A. I.) en una reunión clandestina celebrada en las pro
ximidades de Valencia.
Las élites de dirección comenzaron a moverse por aque
llos años, si bien algunos de sus miembros ya habían par
ticipado en la conspiración de «la noche de San Juan» en
1926. Discutieron entre ellos a propósito de los Comités
Paritarios (Pestaña a favor, Peiró y Carbó en contra). Des
de 1929 el Comité nacional de la F. A. I. se planteó como
objetivo el control de la C. N. T. Las diferencias internas
se agudizaron a propósito de la colaboración con los movi
mientos republicanos. Este entendimiento fue aprobado
por el Pleno de Regionales de la C. N. T., celebrado en no
viembre de 1930, pero la línea divisoria entre sindicalistas
y anarquistas «puros» se hizo más tajante de día en día.
La C. N. T. recobró su vida legal en 1930, lo cual no le im
pedía mantener subterráneamente una actividad conspira-

5 Véase para más detalles Tuñón de Lara: Introducció a la


historia del moviment óbrer. Barcelona, 1966, p. 322-337.
131
tiva. En aquel año, sus estrechas relaciones con militares
también conspiradores, realzaron el carácter de estructura
de Poder que durante bastantes años iba a tener el movi
miento anarquista, a despecho de sus principios «antiauto
ritarios».
El partido comunista, extremadamente reducido y, por
añadidura, poco coherente en los primeros años de la Dic
tadura, difícilmente puede ser contado entre las estructu
ras de poder de la época; en 1930 empieza a recrear esa
estructura a base de sus dos polos importantes: Sevilla y
Bilbao, viveros de sus futuras élites de dirección. En 1930,
junto a su dirigente José Bullejos (procedente de Vizcaya),
empiezan a entrar en línea José Díaz (Sevilla), Vicente Uri-
be y Dolores Ibárruri (Vizcaya), donde seguían los viejos
prestigios de la élite de otros tiempos: Facundo Perezagua
y Leandro Carro.
En Cataluña, además de la «Lliga», hay un conglomerado
de grupos nacionalistas y regionalistas que, poco a poco,
entran en el camino de negar la legitimidad en vigor: el
más intransigente, Estat Catala, dirigido por Francisco
Maciá y por Francisco Aguadé, en actitud netamente cons-
pirativa durante los años de la Dictadura, que ya puede con
siderarse al menos como un «esqueleto» de estructura ac
tuante. Acció Catalana era otro grupo, dirigido por Nicolau
d'Olwer. Aquí y allá apuntaban otros grupos (por ejemplo,
el que se agrupaba tras el periódico L'Opinió), Acció Re
publicana, de Rovira y Virgili, muy en agraz para ser cali
ficados de partidos. La mayor parte de estos grupos se
reunirán, a comienzos de 1931, para formar Esquerra Re
publicana de Catalunya; ése sí será un partido «de masas»,
con una estructura de abajo arriba, sus «casals» en las
diferentes localidades, el apoyo de organizaciones como la
Unión de Rabassaires, el Centro de Dependientes, etc. (un
poco a la manera de las Trade-TJnions en el Laborismo bri
tánico). Partido, sobre todo, de clases medias, comercian
tes, campesinos, intelectuales, empleados, que llegará a te
ner clientela electoral mayoritaria (favorecido esto por el
abstencionismo electoral de los anarco-sindicalistas). De los
grupos señalados saldrán hombres de esos medios sociales :
Companys (abogado de sindicatos y de los «rabassaires»),
Aguadé (médico), Lluhí, Tarradellas, etc., que constituirán
su élite de dirección.
En el País Vasco, el partido nacionalista había atrave
133
sado todas las tormentas y llega a 1930 con sus «cuadros»
incólumes y una Innegable influencia en distintos medios:
«casheros», comerciantes, un sector obrero influenciado por
los «Solidarios Vascos», industriales de tipo medio y aun
algunos grandes empresarios de las élites del poder eco
nómico: a este particular, el caso de Ramón de la Sota es
el más significativo.
Este complejo panorama de partidos y grupos políticos,
unos verdaderamente estructurados, otros en proceso de
formación, otros por fin minúsculos embriones, represen
taba, sin duda, una potencialidad latente digna de ser te
nida en cuenta: el antiguo consenso sobre el Poder se que
braba más y más.

Grupos de presión
No habría mucho que añadir al capítulo precedente si
no fuera por la conveniencia de señalar la multiplicación
de acciones de estos grupos. La intervención creciente del
Poder en el dominio económico excitaba sin duda las pre
siones de los grupos. Además, la creación de organismos
de intervención económica (Comité regulador de la indus
tria algodonera, Consejo nacional arrocero, Consejo resi
nero, Comisión mixta del nitrógeno, etc., etc.), con la par
ticipación de las más importantes empresas, facilitaba la
acción de los grupos de presión 5 bis.
5 m» El preámbulo del Decreto-Ley de 8 de mayo de 1924 es
altamente significativo de la función que se asignaba ya al Es
tado en orden a la economía :
«En las bases del Real Decreto que se propone a Vuestra
Majestad está expuesto cuanto de intervención protectora pue
de desarrollar el Estado en servicio de la economía de un país.
Exenciones o reducciones tributarias, protección arancelaria,
ventajas de tarifación especial en los transportes terrestres y
marítimos, pedidos del Estado, conciertos con entidades indus
triales para la construcción y habilitación de grandes instalacio
nes adscritas a los servicios de defensa nacional y del régimen
ferroviario, auxilio de crédito, garantías financieras, colabora
ciones para vencer las dificultades de la exportación : todo lo
que con el poder económico es posible hacer para ayudar al
desenvolvimiento industrial del país.»
Hubiera sido más preciso decir «todo lo que con el poder po
lítico es posible hacer para ayudar al desenvolvimiento del poder
133
Mucho se ha hablado sobre presiones e influencias en la
política de concesiones económicas realizada aquellos años.
Sin entrar en tan resbaladizo asunto, cabe, en cambio, citar
otros hechos, cuya legalidad no se pone en tela de juicio,
pero que no expresan menos la importancia de esos gru
pos. Nadie ignora, por ejemplo, que el grupo financiero-
industrial Urquijo fue el que «pilotó» a Lewis J. Proctor,
delegado de la International Telephon and Telegraph Cor
poration para obtener en 1924 el monopolio de la Telefó
nica, en la cual, aunque de capital extranjero, participa
ron eminentes miembros de ese grupo (el marqués, por
ejemplo). La operación se completó con la creación de la
«Standard» en 1926.
Mucho se discutió la concesión del monopolio de venta
de tabaco en Ceuta y Melilla a favor de una compañía del
grupo March, pero precisamente este grupo entró luego
en conflicto con el Estado, a propósito de la craeción del
Monopolio de Petróleos.
Como ya habíamos apuntado, las compañías navieras lo
graron en 1924 una subvención de 26 millones de pesetas,
a repartir entre ellas según criterios que, por cierto, dieron
lugar a níás de una áspera polémica.
En cuanto a los de la Unión Carbonera, no cesaron de
quejarse. En 1927 consiguieron que se aumentase la jornada
de trabajo de los mineros (de siete a ocho horas diarias).
Reunióse un Congreso sindical minero, que decidió ir a la
huelga—como así se hizo—para conseguir que los salarios
permaneciesen invariables, así como las primas a los des
tajistas (entonces se era más sincero y no se decía «primas
a la productividad»). Consiguieron que no se rebajasen ni
unos ni otras, pero trabajaron la hora más. Y los prome
dios de salarios en el fondo de la mina—de fuente del Mi
nisterio de Trabajo—no acusan aumento alguno en el sala
rio por día de aquellos tiempos, a pesar del aumento de la
jornada.
La protección económica otorgada por el Poder a em
presas como la Sociedad de Canalización y Fuerza del

económico». Pero hay que hacer honor al carácter premonitorio


de este preámbulo, que explica, más que un rimero de escritos
políticos, las razones que pudieron tener las élites del poder eco
nómico para dar «luz verde» al poder ejercido por el presidente
y ministro único del Directorio.
134
Guadalquivir (los Benjumea, Ussía, etc.), los gastos para
intentar sostener la Transatlántica (Comillas, Gamazo, Ur-
quijo, etc.) reflejaban una indudable acción de grupos de
presión.
La presión, por lo general, orientada a conseguir una
acción del Poder, persigue a veces una omisión; tal fue el
caso de la multiplicidad de presiones para impedir que
prosperase—y se impidió—la reforma tributaria proyectada
por Calvo Sotelo. El Círculo de la Unión Mercantil reve
laba en sus conclusiones de 1926 el criterio de las fuerzas
que agrupaba: «La mala política económica anterior al Di
rectorio se ha acentuado con éste y con el Gobierno actual,
dando lugar al aumento del coste de la vida.» El despropó
sito no podía ser mayor, dicho en 1926, en pleno boom, y si
los precios habían subido, con relación al «bache» de 1922,
aún estaban por debajo de 1920 y el aumento de ingresos
era correlativo, por lo menos hasta entonces.
Nada cabe añadir sobre los sindicatos, que en 1930 llega
ron a ser los grupos humanos mejor organizados del país.
En cambio, puede señalarse como grupo de presión la apa
rición de la Federación Universitaria Escolar, que tanta
influencia ejerció en los acontecimientos habidos entre
1928 y 1931.
Ya en 1931, la formación de la entidad llamada Agrupa
ción al Servicio de la República, nos plantea la necesidad
de definirla como grupo de presión «vocacional». Su mani
fiesto de fundación, publicado en El Sol, autodefine la
Agrupación: «No se trata de formar un partido político...
Nos proponemos suscitar una amplísima agrupación al ser
vicio de la República...» «Con este organismo de avanzada,
bien disciplinado y extendido sobre toda España, actuare
mos apasionadamente sobre el resto del cuerpo nacional...»
Es, pues, evidente, el plan de grupo de presión, con fines
políticos, con designio de actuar a todos los niveles («des
de la capital hasta la aldea y el caserío») y el propósito,
probablemente utópico, de canalizar a los profesionales del
intelecto, sin tener en cuenta otras motivaciones (sociales,
ideológicas, religiosas, etc.) de su comportamiento. La
Agrupación intentaba plasmar orgánicamente las ideas «eli
tistas» de Ortega y Gasset; se quería institucionalizar una
élite de orientación, para dictar consejos al Estado.

135
Elites de orientación
El tema enlaza con la última parte del párrafo anterior.
El «elitismo» aparece con toda su fuerza en España al ter
minar el tercer decenio del siglo. La rebellón de las masas,
que se ha ido publicando en El Sol en forma de folletón,
desde 1926, aparece en 1930 en forma de libro. El magiste
rio de Ortega se extiende cada día más, en cátedra y fuera
de ella, en la prensa, en Revista de Occidente, en los libros...
Se trata de la influencia de una personalidad, no de un
grupo; pero precisamente su doctrina «elitista» repercuti
rá en las conciencias de tantos jóvenes intelectuales for
jados en su magisterio, marcando huella indeleble en la
obra de más de una generación. Paradójicamente, es la
toma de posición activa de Ortega en las contiendas po
líticas de España, al ñlo de los años treinta, lo que contri
buyó poderosamente a acrecentar su influencia. Y es que
no hay que confundir la participación activa en la vida pú
blica (en el gran asunto de las relaciones entre Poder, so
ciedad y persona) en una coyuntura tan específica como
la que se produce a partir de 1929 con esta o aquella idea
sobre las relaciones entre el intelectual y la sociedad. El
protagonismo popular a partir de aquellas fechas incide,
sin duda alguna, en la dedicación más o menos importan
te de muchos intelectuales a la cosa pública; sin embargo,
la mayoría de ellos se habían rebelado contra los prota
gonistas de ayer sin comprender a los protagonistas del
mañana. En esa situación, la doctrina sobre el papel rector
de las élites venían como traje a medida a muchos profe
sionales del intelecto (a riesgo de que el traje se quedase
corto y estrecho algo más tarde). No obstante, la dedica
ción política se traduce en bastantes de ellos por su inte
gración dentro de los grupos que aspiran al ejercicio del
poder: Jiménez de Asúa, Negrín y tantos más, en el socia
lista; Sánchez-Albornoz, Honorato de Castro, Rioja, Mar
tín Echevarría, en el ya citado de Acción Republicana.
Otros conservaron su independencia y se limitaron a adhe
siones de orden general (ejemplo de primer orden, el de
Antonio Machado, que no fue más allá de una efímera
adhesión a la agrupación al servicio de la República; su
actitud inequívoca y rotundamente «anti-elitista» no se ex
presó jamás a través de formaciones políticas determina
das).
136
Pero la gran divisoria no era la de pertenecer o no a un
grupo político; la diferencia esencial para la historia de la
cultura española (y que escapa al objeto de este trabajo)
era entre la concepción que sostenía que el sistema de
ideas en vigor, las soluciones propuestas, etc., eran asunto
de una minoría selecta, y la concepción del primado de
los hombres sencillos como propulsores de la historia.
(Anotemos, aunque sólo sea de paso, que sin un esfuerzo
de comprensión del mecanismo dialéctico élite-base social
se llega, tarde o temprano, a un callejón sin salida.)
Limitándonos a los hechos escuetos, no es posible igno
rar la influencia que ejercieron en las postrimerías del
tercer decenio personalidades tan robustas como las de
Unamuno, Marañón..., como un Valle-Inclán, antaño tra-
dicionalista y ahora despiadado crítico de valores e ins
tituciones tradicionales, tanto en sus «esperpentos» como
en sus novelas—no menos «esperpénticas»—del Ruedo Ibé
rico.
Al acabar este decenio el Ateneo, presidido por Marañón,
luego por Azaña y siempre con Luis de Tapia regentando
la secretaría (de 1924 a 1931), entró en primera fila de la
acción política. De hecho fue un grupo organizado que se
utilizó incluso por los poderes de hecho que entonces sur
gieron, como lugar de reunión, centro de reclutamiento, etc.

Las decisiones
El Poder se expresa, como sabemos, por decisiones; la
naturaleza de éstas revelan la naturaleza de aquél. ¿Cuáles
son las decisiones esenciales del Poder en el período 1923-
1930?
En primer lugar, y por primera vez, puede hablarse de
una política económica. El Estatuto Ferroviario de 1924
inaugura la época de las inversiones públicas. De hecho,
las empresas privadas del ferrocarril (en las que partici
paban la banca, la nobleza con el duque del Infantado a la
cabeza, las «grandes familias» y no pocas «familias polí
ticas» de la Restauración) se convertían en empresas mix
tas, con las ventajas estatales, pero sin ninguno de los
inconvenientes. Pero más que el hecho en si interesa dejar
constancia del principio de participación estatal en unión
de empresas de tendencia monopolista. Estas inversiones,
137
las de los monopolios oficiales (hay que registrar la im
portancia del monopolio de petróleos), las de obras públi
cas, las de las exposiciones de Barcelona y Sevilla, etc.,
acarrearon cuantiosas emisiones de la Deuda pública.
La protección decidida del Poder a las grandes empresas
se manifestó igualmente por las subvenciones ya mencio
nadas a las compañías navieras. Un Decreto-ley de 1924
amplió la ley de Protección Industrial de 1917 y concedió
una serie de exenciones para importación de maquinaria.
Los aranceles elevaron todavía más sus barreras protec
cionistas por sucesivas reformas de 1926, 1927 y 1928, per
mitiendo, entre otras cosas, una desarrollo artificial de la
siderurgia en poder de un puñado de empresas (y fami
lias).
En los últimos años de este período, cuando quebró el
valor de la moneda, se crearon el Centro Regulador de
Operaciones de Cambio (1929) y el Centro de Contratación
de Moneda (1930), cuyo valor de antecedente es mayor que
el que tuvo de eficacia momentánea, asaz menguada.
Ya hemos mencionado diversos otorgamientos de primas,
favores, subvenciones, etc.; lo que Fernández Almagro ca
lificaba de «política costosísima y mucho menos justifica
da (que las Confederaciones Hidrográficas) de avales, an
ticipos, concesiones y beneficios de toda clase...»6.
En suma, lo que interesa retener es que el Poder ya no
se limita a mantener, con su fuerza coactiva y moral, un
orden establecido y legitimado de relaciones de produc
ción, sino que entra en la fase activa de cooperar mediante
inversiones, subvenciones, ayudas administrativas, grandes
pedidos (baste pensar en las construcciones navales, telé
fonos, ferrocarriles, etc.), con las grandes empresas que
concentran bajo su poder las industrias y servicios clave.
De esa manera, el Poder reviste un matiz social (en el sen
tido científico de adscripción a una clase o capa social, no
en el sentido vulgar, que confunde social y laboral o del
trabajo) todavía más preciso y desde luego más a tono con
las concentraciones oligárquicas por el vértice de los tiem
pos modernos que el Poder «defensor de la propiedad»
de los tiempos de Cánovas.
La caracterización social del Poder por omisión y simple
mantenimiento de la estructura establecida se manifiesta
8 Fernández Almagro : Op. cit., p. 496.
138
por lo que podríamos llamar su vertiente agraria. Es, des
de luego, fenómeno digno de reflexión que la innegable
industrialización del período 1923-1930 no encuentre una
línea paralela en el orden agrario (en 1930 todavía la po
blación activa agrícola era el 45,51 por 100 del total, la
industrial el 26,51 por 100 y la de servicios el 27,98 por
100). El campo español continuó como un siglo atrás. Y si
la U. G. T. conservó sus organizaciones en las ciudades,
las «sociedades» de los obreros agrícolas andaluces y ex
tremeños tuvieron su vida y actividades suspendidas du
rante la mayor parte de este período. Que la cuestión agra
ria en las zonas latifundistas siguiera siendo, como en
tiempos de González Bravo, un «problema de Guardia Ci
vil» es algo que da a reflexionar sobre la naturaleza del
Poder. Sin duda alguna, las organizaciones rurales de la
Unión Patriótica y los «delegados gubernativos» contribu
yeron mucho a esta especie de impermeabilidad agraria a
los tiempos modernos. En cuanto a las zonas de minifun
dio y de arriendo, calcúlese en qué situación estarían cuan
do, según los datos fiscales de 1929, había 1.026.412 peque
ños propietarios y labradores arrendatarios que ganaban
menos de una peseta diaria en las zonas catastradas (un
probable margen de fraude fiscal no desnaturaliza lo irri
sorio de los ingresos).
Es también muy significativa la frustración de la refor
ma fiscal proyectada por Calvo Sotelo (como consecuencia
de un «Indice» general de iniciativas formulado por Primo
de Rivera), de la que ya hemos hecho mención.
Esta reforma se proponía una relativa unificación de
impuestos, la creación de un gravamen de consumos de
lujo, un impuesto complementario sobre las ganancias y
un aumento de gravámenes para los propietarios rústicos
en razón directa al mal aprovechamiento de la tierra. Era
más de lo que estaban dispuestos a soportar los eventua
les «perjudicados», que en breves meses bloquearon con
sus presiones el proyecto, el cual pasó al capítulo de bue
nas intenciones abandonadas.
El Poder se ponía, en cambio, a tono con los tiempos
modernos por su propensión a intervenir directamente en
la vida política por el juego de organizaciones aparente
mente independientes, pero teleguiadas: ése fue el caso
de la Unión Patriótica. Hay, empero, el intento de «ma
nipular» la opinión, que se observa también en la creación
139
de un periódico oficioso (La Nación) y, en sentido res
trictivo, en el mantenimiento de la censura de prensa
(pero no de libros) durante todo el tiempo que duró el
gobierno de Primo de Rivera.
El intervencionismo, que traslucía una tendencia (no
cumplida) de imitar o adaptar experiencias del fascismo
italiano, se manifiesta también por la creación de los co
mités paritarios y, sobre todo, la creación, por Decreto-ley
de 26 de noviembre de 1926, de la Organización Corpora
tiva Nacional, con una Comisión interina de corporaciones
que funcionó en el Ministerio de Trabajo. Pero no dejaba
de ser paradójico que en aquellos organismos estuviesen
los representantes de la U. G. T.: Largo Caballero y Sabor
rit como titulares y Trifón Gómez y Manuel Cordero como
suplentes. Han transcurrido más de cuarenta años y aún
resulta difícil un diagnóstico sobre aquel hecho. Probable
mente el Poder intentó siempre contemporizar con la Or
ganización Sindical, que le parecía mas estructurada y
representativa, tal vez con la esperanza de poder integrar
la más tarde en unos planes constituyentes que nunca pa
saron del estado de anteproyecto.
Obsérvese que la adhesión no era obligatoria, hasta el
punto de que en Cataluña nunca tuvieron vida las cor
poraciones.
En fin, cuando el Poder intentó «volver a 1923» se vol
vió también al uso de la manipulación electoral (innece
saria durante seis años y medio por haber adoptado el
método más expeditivo de suprimir toda participación del
Poder por la vía de elección de representantes, con lo
cual los ciudadanos se transformaban en subditos). Y no
deja de tener su punta de picante la ingenuidad de los pla
nes de «organización de las elecciones y relaciones del
Ministerio con los candidatos» de Montes Jovellar, subse
cretario de Gobernación del Gobierno Berenguer, encar
gado como experto de tarea tan tradicional7.
Este señor da por segura la elección de 111 conserva
dores (de ellos, 18 de La Cierva), 70 liberales (divididos en

7 Montes Jovellar participó en el fallido intento de crear un


partido denominado Centro Constitucional, que se perfiló er>
cierta comida en el Ritz de Madrid, que congregó a Gabriel
Maura, Cambó. Ventosa, Goicoechea, el marqués de Pigueroa,
Silió y el propio Montes Jovellar, el 3 de marzo de 1931.
140
las tres ramas de 1923) y... ocho republicanos o socialistas.
Esto prueba que si la intención de manipular era la misma,
el poder de manipular se había reducido al mínimo.
En cuanto al marqués de Hoyos, último ministro de la
Gobernación de la monarquía, tomó ya el 10 de marzo,
según nos cuenta en sus interesantes Memorias8, disposi
ciones pre-electorales : un telegrama circular cifrado diri
gido a los gobernadores civiles, que decía así: «Próximas
elecciones municipales interesa conocer si cuentan capital
y principales ciudades esa provincia con elementos que
aseguren mayoría monárquica dentro aplicación respetuo
sa ley Stop Deberá V. E. procurar con gestiones privadas
concordia fuerzas políticas tal clase para que triunfo mo
nárquico dé sensación verdadera opinión pública Stop In
útil encarecer V. E. ponga tales gestiones discreción suma
y tacto exquisito para que no puedan enturbiarlas motiva-
damente ninguna denuncia Stop Tenga corriente situación
política general en orden a ese telegrama Stop Le saludo
Stop.»
Hagamos constar que este ejemplo no tiene nada de
insólito en el ejercicio del Poder de cualquier país del
mundo en que se celebren elecciones. Su importancia es
genérica y no específica. Quienes están en el Poder no
son nunca imparciales ni pueden serlo; esa «imparciali
dad» es una ficción jurídica—e ideológica—creada por los
teóricos liberales de la Teoría general del Estado en el
siglo pasado. Como rasgo genérico es de primer interés
para nuestro propósito de relacionar la acción de unas
élites y la utilización que hacen del Poder.
En cuanto a las decisiones cotidianas de los más impor
tantes órganos decisorios, hay para los años 1930-31 una
fuente excepcional de primera mano: los tres libros de
Memorias del general Mola9.

LOS CONFLICTOS DE PODER


Hemos visto que, en 1923, el Directorio aparece como un
poder de hecho, pero que se transforma fácilmente en Po-
8 Op. cit.
• Emilio Mola: Lo que yo supe...; Tempestad, calma, intriga,
crisis ; El derrumbamiento de la monarquía. Todos en «Obras
completas». Valladolid, 1940, pp. 223-923.
141
der, utilizando lo que quedaba de legitimidad de la Coro
na (la legitimidad «pactada» en 1876 había sido rota), el
dominio de los instrumentos de mando y el consentimien
to tácito de la población, que implicaba, al menos, el re
conocimiento de su autoridad.
Sin embargo, jamás en nuestra historia contemporánea
el Poder se iba a encontrar tan frecuentemente en colisión
con otras estructuras de poder, con organización y autori
dad internas para ser verdaderos poderes de hecho y con
una «alternativa de legitimidad» para expresar la ruptura
del consenso.
La quiebra de esa aceptación, de esa creencia común en
la idoneidad y en los fines del Poder mostrará sus prime
ras fisuras al nivel de los estratos intelectuales, de algunos
militares, de pequeñas élites desplazadas del ejercicio del
Poder. Su «techo» ideológico será durante varios años la
acusación de ruptura de legitimidad constitucional. Esta
idea es la que inspira el intento conspirativo de 1926 y,
más tarde, el pronunciamiento que debía combinarse con
acciones populares (anacrónica repetitción de septiembre
de 1868 y, por ello, fallida) de enero de 1929. Una y otra
vez lo que piden los insurgentes es la celebración de Cor
tes Constituyentes. Según ellos, el país vive en una situa
ción de hecho, el Poder no está institucionalizado; partien
do de la idea de legitimidad de raíz popular sostienen,
consecuentes con ellos mismos, que hay que volver a cons
truir la casa por los cimientos. Esta tesis fue brillante
mente expuesta por Bergamín al defender a Sánchez-Guerra
en 1929. Y por el propio procesado, al decir ante sus jue
ces: «Yo vine a Valencia no con propósito de delinquir,
sino todo lo contrario; vine para cumplir con mi juramen
to hecho dentro y fuera del palacio real y firme con mis
convicciones... para hacer guardar la Constitución...» Claro
que ahí había una contradicción, puesto que la tesis de los
conspiradores no era simplemente la ilegitimidad del Go
bierno, sino la caducidad de la Constitución de 1876.
De 1926 a 1929 no faltaron las situaciones conflictivas :
con los artilleros (problema interno de los instrumentos
del Poder), con los estudiantes... En esos casos los contra
poderes (B) no tuvieron la suficiente fuerza para dismi
nuir visiblemente la expresión lineal del Poder en conflic-•
to : A—B daba aún un valor muy próximo a A. Pero lenta
mente la erosión actuaba sobre el consenso, que acabaría:
143
por romperse; y es que la ruptura del consenso no impli
ca forzosa e inmediatamente su cristalización en forma de
poderes de hecho, sobre todo en períodos de ejercicio auto
ritario del Poder. Esos poderes de hecho no existieron, en
puridad, ni en 1926 ni en enero de 1929. Resulta paradójico,
pero no es por ello menos cierto, que en 1929 la organiza
ción estudiantil, en el ámbito relativamente limitado de
sus funciones, era mucho más poder de hecho, capaz de
imponer sus decisiones, que los grupos de conspiradores.
Las decisiones que se cumplen por un grupo humano fren
te a las del Poder, en 1929, son las de los órganos de la
entidad estudiantil. Y es más, se suele olvidar que el Poder
cedió en la cuestión tan debatida del artículo 53 del Esta
tuto Universitario, que fue derogado por Real Decreto de
21 de septiembre de 1929.
Pero la reforma de Poder estaba minada, como hemos
tenido ocasión de recordar, por las mismas élites de los
grupos sociales más importantes, que tomaron siempre
las grandes decisiones para los destinos del país. Lo que
ocurrió en enero de 1930 no fue un conflicto de poderes,
sino un simple relevo del equipo que ejercía la función
cotidiana del Poder. La institución monárquica facilitó la
preparación y el desarrollo de esa operación. Lo que ocu
rrió es que el gobierno de Primo de Rivera prácticamente
no era ya Poder desde el momento en que los capitanes
generales ratificaban su fidelidad a la Corona, pero no al
gobierno de la Dictadura (y ya hemos dicho que al obrar
así los mandos militares no hacían sino reflejar un estado
de conciencia de ciertas élites); no era ya Poder cuando
los ministros socialmente más representativos se aparta
ban del Gobierno. Y al no ser Poder—en sentido táctico, y
en verdad que otro no había—le era imposible refrenar
la acción de un contrapoder que pudiera alzarse en Cádiz
ni mantener su orden frente a la decisión de la organiza
ción estudiantil, por ejemplo. Y no podía esperar nada de
una estructura de poder como la del P. S. O. E.-U. G. T.,
que cinco meses antes había refrendado su adhesión a la
idea de legitimidad democrática y republicana.
Vino entonces la reorganización del Poder, enarbolando
de nuevo la legitimidad existente hasta septiembre de 1923.
«Aquí no ha pasado nada; estamos en 1923», dijo el conde
de Bugallal, primate conservador, de quien se dice era
143
numen inspirador del general Berenguer en asuntos de téc
nica política.
El año 1930 es el de la ruptura evidente del consenso de
los españoles sobre la legitimidad del Poder. Cualquier
texto medianamente objetivo de Historia da cumplida in
formación sobre los hechos. A nosotros nos interesa ob
servar cómo esa ruptura se traduce en la aparición de
verdaderos poderes de hecho: partidos, sindicatos y, fun
damentalmente, un poder de hecho que se reclama ya de
otra legitimidad, que se estructura coaligando las estruc
turas de poder más o menos dispersas, que establece sus
servicios, sus comunicaciones y, mediante el contacto con
militares, hasta un ligero esbozo de instrumentos coactivos
de poder. Nos referimos al Comité que surge tras la re
unión celebrada en agosto de 1930, que acuerda lo que ha
pasado a la historia con el nombre de «Pacto de San Se
bastián», y tras las gestiones del Comité allí designado,
con las fuerzas organizadas socialistas y anarco-sindica
listas.
A la reunión celebrada en el Círculo Republicano de la
capital donostiarra, bajo la presidencia de Fernando Sa-
siaín, asistieron los siguientes grupos, representados por las
personas que se indican: Alianza Republicana: Alejandro
Lerroux10. Acción Republicana: Manuel Azaña. Partido re
publicano radical-socialista: M. Domingo, A. de Albornoz y
A. Galarza. Organización Republicana Gallega Autónoma:
Santiago Casares. Acció Catalana: M. Carrasco Formiguera.
Acció Republicana de Catalunya: Matías Mallol. Derecha
Liberal Republicana : Niceto Alcalá Zamora y Miguel Maura
Gamazo. Invitados a título personal: Eduardo Ortega y
Gasset, Felipe Sánchez Román, Indalecio Prieto y Fernan
do de los Ríos. También estaba invitado el doctor Grego
rio Marañón, que, ausente del país, envió su adhesión por
carta.
De esa reunión nace un Comité ejecutivo con poderes
de decisión, que es el primer paso de un contragobierno
larvado. Lo formaban Alcalá Zamora, Maura, Azaña, Do
mingo, Albornoz, De los Rios y Prieto. Los catalanes for
maron su propio Comité.

10 En realidad la tal alianza no existía más que en el papel


y Lerroux se conducía como representante de su partido: el
radical.
144
Tras largas negociaciones, que no son del caso detallar 11.
el Comité consiguió, en el mes de octubre, las adhesiones
del partido socialista y de la C. N. T., la primera impli
cando la participación de tres ministros en el contragobier
no (futuro Gobierno provisional).
A partir de aquel momento hay un poder de hecho, en
cuyo órgano supremo de decisión participan miembros de
las élites políticas y sociales que hemos tenido ocasión de
conocer, la mayoría de profesiones intelectuales y vincu
lados a una base social de clases medias, un sector de pro
pietarios, un sector representativo de los trabajadores.
Parece evidente hoy que, con independencia de aquel
poder de hecho, existieron algunos otros, sobre todo el
constituido por un centro revolucionario de la C. N. T. re
lacionado con un grupo de militares.
Ese Comité o contragobierno decide pasar a la ruptura
del orden establecido, la expresión de ruptura del consen
so, con objeto de conquistar el Poder. Su manifiesto de di
ciembre de 1930 es una declaración de asunción de «las
funciones del Poder público con carácter de Gobierno pro
visional», de establecimiento de «la República sobre la
base de la soberanía nacional y representada por una
asamblea constituyente».
Pero falla el poder de hecho. Fallan sus mecanismos in
ternos; se toman decisiones contradictorias en escalones
inferiores de su estructura, que llevan al pronunciamiento
anticipado de Jaca. Se desarticula el centro decisorio. Obe
decen, sin embargo, algunos de los grupos militares adhe
ridos a la legitimidad del contragobierno; no obedecen al
gunos miembros de la élite socialista-U. G. T., que parali
zan las transmisiones en el interior de su potente estruc
tura madrileña; obedecen otros, y la ruptura del consenso
se revela netamente en una huelga general que dura cus
tro días, paralizando por completo una docena de provin
cias y más de treinta ciudades de importancia. El Poder
tiene que utilizar hasta el último de sus recursos coactivos
y, a la postre, domina la situación.
Pero a partir de diciembre de 1930 el conflicto de pode-
i1 véase sobre el particular Miguel Maura: Asi cayó Alfon
so XIII (citamos por la primera edición, Méjico, 1962), pp. 95-104;
A. Sasorit: Julián Besteiro, Méjico, 1961, pp. 266-270; f Largo
Caballero: Mis recuerdos, Méjico, 1954, pp. 107-110.
10 145
res es permanente y se presenta bajo los más múltiples
aspectos. Como suele ocurrir, al chocar el Poder cotidia
namente con los poderes de hecho, que representan un sec
tor importante del país, se va resquebrajando interiormen
te. He aquí algo más difícil de explicar matemáticamente;
el poder de hecho del adversario incide no sólo en el dis
positivo de fuerzas del Poder, sino en la conciencia de los
hombres que lo ejercen o poseen o que están cerca de él.
El fenómeno se produce, sobre todo, en el primer trimes
tre de 1931.
Sin embargo, las élites hacen todo género de esfuerzos
para conservar el Poder en la forma de conservar el ré
gimen monárquico: sus mejores representantes colaboran
en el Gobierno; hacen sacrificios en la lucha por manipu
lar la opinión12; otrogan su consentimiento en el Consejo
Superior Bancario para una dudosa operación de emprés
tito con la Banca Morgan, el National City de New York
y la Banque de Paris et des Pays-Bas; crean «centros de
reacción ciudadana», hacen todo...
Dos hechos son más fuertes que esa voluntad de salvar
la continuidad monárquica: la ruptura del consenso nacio
nal por la presencia de nuevos valores socio-políticos en
la conciencia de un sector creciente de la población; la
descomposición del mecanismo del Poder, de sus resortes,
de sus instrumentos coercitivos y administrativos. Sin duda,
los dos fenómenos guardaban entre sí una relación dialéc
tica.
Y un fenómeno ideológico a destacar: dentro de la pug
na decisiva entre dos legitimidades crece y se desarrolla
una idea sobre la «regla de juego». La idea es, ni más ni
menos, que la de la legitimidad de fuente popular; monár-
13 Gamazo hizo un notorio esfuerzo comprando, en unión
de otras personas, el diario El Sol, lo que cuenta el marqués de
Hoyos llamando a la operación «rescate por elementos afectos al
régimen». Marqués de Hoyos : Mi testimonio, Madrid, 1962, p. 65.
El autor reproduce en nota, pág. 205, la carta que le dirigió
(24 de marzo de 1931) el entonces subsecretario de Economía,
J. F. Lequerica : «Mi querido amigo : Me comunican en este mo
mento, por teléfono, que el asunto de El Sol está arreglado con
ürgoiti. Quedaron las condiciones terminantemente convenidas
esta tarde, y se hará el pago dentro de la semana próxima. Acep
to las propuestas de nuestros amigos. Creo que debemos felici
tarnos.»
146
quicos y republicanos, salvo raras excepciones de extrema
derecha y extrema izquierda, acaban por aceptar que la
fuente de la legitimidad del Poder no ha de ser otra que
la decisión de la voluntad nacional a través del sufragio
universal (¿...? las mujeres no votan; tampoco votaban en
tonces en Francia), igual, directo y secreto. Esta acepta
ción implícita (y a veces explícita) realzó la importancia
de una consulta electoral, la del 12 de abril, que según la
letra de su convocatoria no iba más allá de la elección de
regidores municipales. Todo estaba en juego y nadie se
engañaba.
Pero el Poder apenas podía ya hacer ejecutar sus deci
siones: los miembros del contragobierno, que habían sido
detenidos y procesados, eran prácticamente absueltos por
el Consejo Supremo de Guerra y Marina. Al obrar así se
asentía a la argumentación jurídica de la defensa, expuesta
por Ossorio y Gallardo y seguida por los demás letrados
defensores: «ilegitimidad del Poder desde septiembre de
1923; no es posible alzarse contra lo inexistente, y el Poder
legítimo no existe desde aquella fecha. Si se condena a
estos hombres se reconoce la legitimidad del Poder desde
septiembre de 1923».
Y lo más extraordinario es que nadie quería reconocer
aquella legitimidad.
El «Poder puede», por definición etimológica. ¿Qué podía
el Poder? El general Mola lo dejó escrito: «Salvo muy
contados funcionarios, que ponían en el desempeño de su
cometido interés, inteligencia y entusiasmo, los demás se
limitaban a cubrir el expediente. Día tras días las calles
de las principales ciudades del país estaban invadidas por
decenas de millares de manifestantes.
Así llegaron el 12 y el 14 de abril. Dispénsanos de rela
tar sus pormenores la existencia de bastantes obras que
constituyen fuentes de primera mano 13. Limitémonos, pues,
a dar constancia del conflicto de poderes, que era ya un
conflicto de legitimidades. Desde la mañana del 14 de abril
(con la República ya proclamada en Eibar ante la pasivi-

13 Véase principalmente Miguel Maura, op. cit. ; marqués de


Hoyos, op. cit.; Emilio Mola, op. cit.; conde de Romanones:
Reflemones y recuerdos (Historia de cuatro días), Madrid, 1940;
Dámaso Berenguer: De la Dictadura a la República, Madrid,
1946.
147
dad de la Guardia Civil), el centro físico de los órganos
de decisión, el Ministerio de la Gobernación, se hallaba
tan sólo ocupado por el subsecretario, con un retén de
fuerza pública que no está dispuesto a cargar sobre los
manifestantes que invaden la Puerta del Sol. Un Gobierno
se reúne en el palacio real; otro Gobierno en ciernes está
reunido en el otro extremo de Madrid, en la calle Prínci
pe de Vergara. Este poder de hecho, que enarbola un con
cepto de legitimidad refrendado por la mayoría de cua
renta y una capitales de provincia y otros grandes núcleos
de población, recibe el acatamiento del mando de la Guar
dia Civil, y a las tres de la tarde tiene prácticamente en
sus manos las redes telegráficas del país y las emisoras de
radio (Mola recuerda que en Unión Radio, de Madrid, no
hacían ya caso de sus prohibiciones); desde la una de la
tarde el Poder ha desaparecido en Barcelona, sustituido por
un poder de hecho; los órganos a escala provincial y local
se van desintegrando en el transcurso de la jornada, mien
tras cientos de miles (sin exagerar, millones) de españoles
ocupaban calles y plazas. El rey, independientemente de
su Gobierno, intenta una transacción a través de Gabriel
Maura, que fracasa.
Había algo esencial: la idea de que la fuente de legiti
midad residía en la voluntad nacional había ahincado en
la inmensa mayoría de las conciencias. Nadie ignora que
un factor decisivo en el desarrollo de los acontecimientos
fue el telegrama-circular que Berenguer envió a los capita
nes generales de las regiones militares, antes de acostarse,
en la madrugada del 13 de abril. Este telegrama, además
de ratificar «la derrota de las candidaturas monárquicas
en las principales capitales» y de dar las instrucciones de
rigor en cuanto a mantenimiento de la disciplina y el orden
público, terminaba diciendo: «Ello (el cumplimiento de las
instrucciones) será garantía de que los destinos de la Pa
tria han de seguir, sin trastornos que la dañen intensamen
te, el curso lógico que les imponga la suprema voluntad
nacional.»
Y ocurre algo que pudiera parecer insólito : Alfonso XIII
en persona, aun sin renunciar a ese fragmento de legitimi
dad histórica o tradicional («No renuncio a ninguno de mis
derechos porque más que míos son depósito acumulado por
la Historia...»), se pliega a la legitimidad suprema de fuen
te popular: «Espero a conocer la auténtica y adecuada
148
expresión de la conciencia colectiva, y mientras habla la
nación suspendo deliberadamente el ejercicio del poder
real y me aparto de España, reconociéndola así como úni
ca señora de sus destinos.»
En cada instante de este conflicto se conjugan el cambio
esencial en la correlación de fuerzas de hecho y la vigen
cia, reconocida expresa o tácitamente, de la soberanía na
cional 14.
Verdad es que una exigua parte de la élite del Poder en
crisis no reconoce esa legitimidad y propone a última hora
el empleo de unos métodos de violencia de más que dudosa
eficacia (se trata, principalmente, según las fuentes cono
cidas, de La Cierva y del general Cavalcanti). Otros, como
el marqués de Hoyos, sin aceptar que los resultados elec
torales cambien los principios de legitimidad (el marqués,
confundiendo legitimidad y legalidad, afirma que el cam
bio de Poder fue ilegal, ignorando que como cada Poder
dicta su propia legalidad, un cambio auténtico de Poder
por vía legal en el sentido formal del término es aconte
cimiento insólito en la Historia), se plegaron a las circuns
tancias partiendo de que el titulado Poder había perdido
ya sus instrumentos de coerción 1S.
Se ha hablado mucho de la actitud decisiva del jefe de
la Guardia Civil. No está de más recordar la del jefe supe-

14 Es difícil distinguir aquí si en cada caso se trataba de la


idea de soberanía nacional o soberanía popular, distingo sutil,
aunque nada despreciable, pero que no pensamos fuese hecho
por la mayoría de quienes vivieron aquella coyuntura histórica.
De hecho se presentaba como un reconocimiento de la potestad
soberana popular.
15 «Efectivamente, la respuesta del general Sanjurjo puso de
manifiesto la opinión de un general que en aquel momento re
presentaba uno de los primeros prestigios del Ejército y que
figuraba entre los que no se habian alzado contra la Monarquía
con las armas en la mano. Era una opinión de mayor eficacia,
de momento, que la de los 91.898 electores que, en Madrid, habían
expresado su estado de ánimo votando la candidatura republi
cano-socialista.»
Reproducimos estas líneas al solo efecto de que el lector pue
da juzgar, con el mejor conocimiento, de la escala de valores
socio-políticos de un eminente miembro de las élites del poder
económico y del linaje de la sangre.
149
rior de Policía de Madrid, coronel Aranguren, que mantu
vo a sus fuerzas en actitud de neutralidad. El general
Mola, en sus Memorias, critica esa pasividad y la del te
niente general Flores («con Aranguren no se podía con
tar»). No obstante, aún la Guardia Civil utilizó las armas
de fuego contra los manifestantes en la noche del 13 al 14
de abril, entre Recoletos y Cibeles.
En resumen: por vez primera en nuestro estudio nos en
contramos con el fenómeno de que A (Poder) tiene menor
fuerza que B (poder de hecho), por donde A < B = — Q.
Q tiene una valor negativo. El Poder ha dejado de serlo.
No nos cansaremos empero de repetir que las formula
ciones matemáticas y gráficas expresan muy imperfecta
mente los hechos a estudiar por ciencias humanas, como
son la Politocología, la Sociología y la Historia.
En el caso que nos ocupa fallaron las tres condiciones
o facetas del poder expuestas por Herman Heller: el po
der de la organización, que se redujo al mínimo y llegó a
la ineficacia; el poder era la organización y el poder sobre
la organización (de las élites que habían tenido siempre la
fuerza determinante). La crisis de cada uno no puede ex
plicarse sin la crisis de los demás, y el conjunto de ellas
sin la referencia a un cambio esencial en la escala de va
lores políticos del grupo humano. Esta, a su vez, requiere
un estudio de su «subsuelo» socio-económico y de su «te
cho» ideológico, que escapa al objeto de nuestro trabajo.
Para volver a la penetrante interrogación tripartita de
Jiménez de Parga podríamos decir que la crisis comenzó
al plantearse la cuestión de cómo manda el régimen (en
tiempos de la Dictadura), que había de llevar rápidamente
a la de «quién manda» (a partir, sobre todo, de 1929-1930).
Quedaba la cuestión del para qué manda, que es difícil
saber en qué medida influyó en el cambio de 1931, aunque
ya se la plantease el sector más radicalizado de la opinión.
Iba a producirse un relevo de élites en los órganos del
ejercicio del Poder. Pero pasados los primeros momentos
ninguna de las élites actuantes renunciaría a desempeñar
un papel de primer plano. Un haz de problemas llegaría
como de la mano de la nueva situación, ¿para qué manda
rían las nuevas élites, con qué carga social? ¿Vinculadas a
sus bases sociales de origen o con receptividad al poder
que otras élites, desde fuera, ejerciesen sobre el Estado
150
que ahora ocupaban? ¿Cómo reaccionarían las élites del
poder económico que durante tanto tiempo compaginaron
esa potestad con el ejercicio del poder político? ¿Cuál se
ría la dinámica de los grupos de presión?
Estas y otras muchas cuestiones abríanse en expectante
abanico de posibilidades.

151
r
IV. PRIMERA ETAPA DE LA REPUBLICA
(1931-1933)

A partir de la noche del 14 al 15 de abril, el Gobierno


provisional de la República dispuso, al menos por el mo
mento, de las palancas del mando: «cuarto de los teléfo
nos» de Gobernación, fuerzas de orden público, Ejército,
correos y telégrafos, ramas principales de la Administra
ción, etc., et., y un apoyo de la población manifestado os
tensiblemente, sirviendo para ello una red de estructuras
de poder diferentes del Estado, así como sus élites: parti
dos representados en el Gobierno provisional, sindicatos
de la U. G. T. con sus Casas del Pueblo, Federación Uni
versitaria Escolar, etc.
Al nivel local y provincial se instalaban personas que
se adherían a la legitimidad de la nueva situación. No obs
tante, pronto veremos cómo el cambio de poderes en Bar
celona iba a acarrear, desde aquellus días", un primer con
flicto ó fricción de poderes.
La Gaceta de Madrid de 15 de abril de 1931 publicaba
un conjunto de Decretos. El primero no lleva la firma del
Gobierno, sino la del «Comité político de la República».
En él fundamentan sus autores una nueva legitimidad ba
sada en la voluntad popular y en la ausencia de resisten
cia de otros poderes,, lo cual se sitúa como premisa o ci-
niiento de la nueva legalidad expresada por los Decretos
que siguen, ya firmados por el Gobierno. Termina desig
nando a Alcalá Zamora para la presidencia del Gobierno
provisional.
Un Decreto firmado por el presidente y todos los minis
153
tros presentes (Lerroux, De los Ríos, Azaña, Casares, Mau
ra, Albornoz y Largo Caballero) establece un «estatuto
jurídico» del Gobierno provisional como órgano supremo
de carácter transitorio. Tiende, pues, a limitar jurídica
mente los plenos poderes que ejerce: su responsabilidad
queda sometida a la sanción de las futuras Cortes Cons
tituyentes (a la que corresponde «la función soberana y
creadora»), somete a «juicio de responsabilidad los actos
de gestión y autoridad pendientes al ser disuelto el Par
lamento en 1923, así como los ulteriores...», manifiesta la
decisión de respetar la libertad de creencias y cultos, y
su criterio de ensanchar los derechos ciudadanos y de
reconocer «la personalidad sindical y corporativa, base del
nuevo Derecho social». Por último, garantiza la propiedad
privada, que «no podrá ser expropiada sino por causa de
utilidad pública y previa la indemnización correspondien
te», anunciando ya que «el Derecho agrario debe respon
der a la función social de la tierra». Un último párrafo, de
carácter restrictivo, evocaba la posibilidad de someter los
derechos ciudadanos «a un régimen de fiscalización guber
nativa».
La facilidad con que los órganos estatales pasaron de
unas manos a otras y el consentimiento evidente, por ra
zones diversas, de la mayoría de la población, parecían
tender a uria regularidad en el ejercicio del Poder. Sin
embargo, ese Poder se encontró en parte controvertido
desde el primer día por la proclamación de «la República
catalana como Estado integrante de la Federación Ibéri
ca» que había hecho Francisco Maciá el mismo 14 de abril.
La situación era paradójica porque al mismo tiempo esta
ban ya en funciones un gobernador civil y un gobernador
militar, órganos de ejecución del Poder central. Fue ne
cesario un viaje a Barcelona, primero de dos ministros,
luego del presidente del Gobierno provisional, para dejar
en suspenso la ordenación definitiva del régimen de .auiíh.
nomía de Cataluña, en espera de las decisiones de las fu
turas Cortes Constituyentes. Pero ya la Generalidad de
Cataluña estaba constituida como poder de hecho, y con
ese poder negocia el Poder central. Un Decreto de éste, de
9 de mayo de 1931, al regular un régimen provisional, re^'
conocía de iure la existencia de la Generalidad.
En orden a los órganos de expresión de la opinión pú
blica, caba señalar el consentimiento hacia la nueva si
154
tuación dado por el importante diario El Debate: «La Re
pública es la forma de Gobierno establecida en España.
En consecuencia, nuestro deber es acatarla. Hace pocos
meses publicamos un artículo en el cual razonábamos
el deber de someterse a los poderes «de hecho», y apoyá
bamos nuestra tesis en textos inequívocos del inmortal
León XIII.»
Por el contrario, ABC identificaba el poder de hecho
con la ilegitimidad; sin embargo, también admitía que
unas próximas Cortes Constituyentes pudiesen legitimar
la obra del Gobierno.
Si tenemos en cuenta que las élites que se expresaban
por cada uno de esos dos diarios distaban mucho entre sí,
la diferencia de matices vale la pena de ser señalada1.
De hecho, si nos referimos a la clasificación de Hermán
Heller, al terminar el mes de abril de 1931 parecía esta
blecido el poder del Estado y el poder en el Estado (a
reserva de una solución institucional del caso de Catalu
ña). Menos claro aparecía el tercer aspecto: poder sobre
el Estado.
Las cosas iban a cambiar con relativa rapidez: la reor
ganización y actividad de grupos monárquicos, el malestar
que en muchos militares causaron las reformas por De
creto de Azaña, la perturbación de la quema de conventos
(clásico reflejo—¿o maniobra?—anticlerical que, como siem
pre, proporciona al conservatismo uno de sus más sóli
dos argumentos), la huelga revolucionaria de Sevilla y el
género violento de la prolongada huelga de teléfonos—di
rigida por la C. N. T.—, mostraron pronto las fracciones
marginales a derecha e izquierda que no se integraban en
la legitimidad del nuevo Poder.

Cortes y Constitución
Dado el carácter excepcional de este período, conviene
hacer un previo y somero examen del que fue organismo
constituyente, de su composición y del texto constitucio
nal de él, que nos facilite el conocimiento de la situación
1 Sobre la representatividad social de estos diarios, es intere
sante el criterio de A. Ramos Oliveira: Historia de España,
tomo III, pp. 33-35 Méjico, 1954.
155
de las élites y de los vínculos que tuvieren con sus respec
tivas bases sociales.
El artículo 2 del Decreto de convocatoria (3 de junio
de 1931) declaraba que las Cortes tendrían «el más amplio
poder constituyente y legislativo». En espera de la nueva
Constitución tendrían también la facultad de «nombrar y
separar libremente la persona que haya de ejercer, con la
jefatura provisional del Estado, la presidencia del poder
ejecutivo». El preámbulo del Decreto de convocatoria pre
cisaba igualmente que las Cortes tendrían la tarea de ela
borar el Estatuto de Cataluña.
Los monárquicos decidieron no presentar candidaturas.
Era, pues, un primer gesto de disentimiento de la nueva
legitimidad2. En cambio, los tradicionalistas presentaron
sus candidaturas, así como numerosos sectores de la dere
cha. El Debate estimaba que «la abstención y la violencia»
eran los mayores peligros para «los elementos de orden».
Naturalmente, en un período constituyente la idea del
orden que se identificaría con el nuevo Poder tenía forzo
samente que ser algo fluida.
En las elecciones del 28 de junio de 1931 se expresaron
4.348.691 sufragios, lo que representó el 29,86 por 100 de
abstenciones. El número de abstenciones era inferior al
de las elecciones municipales del 12 de abril (33 por 100)
Su clasificación regional nos permite aventurar la impor
tancia que en el abstencionismo tuvo el anarco-sindicalis
mo: Málaga (capital), 52,84 por 100 de abstenciones; Sevilla
(capital), 42,03; Barcelona (capital), 37,90. En cambio, cir
cunscripciones de tónica netamente moderada y conserva
dora dieron altos porcentajes de participación electoral:
Palencia, 87,93 por 100; Soria, 87,31; Segovia, 86,71; Avila,
85,61; Navarra, 83,52; Guipúzcoa, 85,55; Solamanca, 79,55,
etc., etc. En Madrid las abstenciones fueron más numero
sas que el 12 de abril (32,03 por 100 contra 31 por 100) 3.
Las elecciones, después de la convalidación de actas, die
ron por resultado la siguiente composición del Parlamento

2 Sólo el conde de Romanones se presentó a las elecciones


como monárquico y fue elegido por Guadalajara.
3 Véase Anuario Estadístico de España, 1932-1933, p. 551 y ss.
Madrid, 1934. Jean Becarud: La deuxiéme république espagno-
le. Pondation Nationale des Sciences Politiques. París, 1962, pá
ginas 36-44 y mapas fuera de texto núms. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 8.
¿56
por familias políticas: Socialistas, 116 diputados; radicales.
90; radicales-socialistas, 56; Esquerra catalana, 36; Acción
Republicana, 26; Derecha Liberal Republicana, 22; Autono
mistas gallegos, 15; Agrupación al Servicio de la Repúbli
ca, 16; agrarios, 26; grupo vasco-navarro (tradicionalistas
y nacionalistas vascos), 14; «Lliga», 3; liberal-demócratas (de
Melquíades Alvarez), 4; monárquicos, 1; republicanos fe
derales y diversos de extrema izquierda, 14.
Las Cortes fueron presididas por un socialista de la ten
dencia moderada de su partido: Julián Besteiro. También
fue socialista el presidente de la Comisión redactora de la
Constitución, Luis Jiménez de Asúa. Ambos eran catedrá
ticos de la Universidad Central.
La Comisión de Constitución presentó su proyecto en la
sesión plenaria del 27 de julio (las Cortes habían abierto
sus sesiones el 14 del mismo mes), y el debate sobre la
totalidad duró hasta el 9 de septiembre. Desde el primer
momento los dos temas que más apasionaron a la asam
blea fueron el de las autonomías regionales y el de las
relaciones de la Iglesia y el Estado.
La discusión del articulado comenzó el 16 de septiembre
y la Constitución fue votada definitivamente el 9 de diciem
bre por 368 votos a favor—más 17 adhesiones a posteriori—
y ninguno en contra. Los diputados de derecha y cinco de
extrema izquierda. estuvieron ausentes. El mínimo reque
rido para vaHflar la votación era de 236 votos.
~ETestudio de aquellas deliberaciones escapa por completo
a nuestro tema; no, en cambio, señalar la primera escisión
que se produjo en el bloque gubernamental, al_vo£arse._LQS
artículos 26 y 27 del proyecto de Constitución, en los que
se preveía fundamentalmente la supresión del presupuesto
de culto y clero, la sujeción de las congregaciones religiosas
a una ley especial, la prohibición para dichas congregacio
nes de ejercer la enseñanza, así como la disolución de
aquellas que estatutariamente, además de los tres votos ca
nónicos, impusieren otro especial de obediencia a autoridad
distinta de la del Estado (lo que suponía el propósito de
disolver la Compañía de Jesús), la incapacidad de adquirir
y conservar bienes de que eran objeto las órdenes religiosas,
su sumisión a las leyes tributarias, así como declaraciones
generales sobre la libertad de conciencia y de cultos, y la
secularización de cementerios. Sin entrar en lo anecdótico
de aquel apasionado debate, digamos que las Cortes apro
157
baron el artículo 24 (que llevó el número de artículo 2fr en
el texto definitivo) por 178 votos contra 59„ en la madrugada
del" 13 de octubre. A mediodía, Alcalá Zamora y Maura aban
donaron el Gobierno. Durante horas no hubo otro poder que
el de las Cortes; su presidente abrió las consultas; el resulta
do fue una reorganización del Gobierno provisional: Azaña
se convertía eft presidente, acumulando la cartera de Guerra;
tJasares pasaba a Gobernación y entraba Giral como minis
tro de Marina. 42 diputados católicos anunciaron que aban
donaban el Parlamente y Gil Robles anunció que levaj&ajáa
la bandera de la revisión constitucional, criterio que fue
criticado en la prensa por Maura, a pesar de haber votado
también contra el artículo en cuestión.
De hecho, se había producido^ 1° una fractura en el blo
que gubernamental' y en sus bases sociales;< 2.° la norma_
superior de Derecho era ya puesta en tela dé juicio, antes
lie ser promulgada, por un sector de representantes de la
opinión. En suma, se había dado un paso hacia la ruptura del
consenso' aparentemente mantenido desde el 12 de abril.
Naturalmente, la postura de pedir la revisión constitucional
no significaba una negativa de la legitimidad republicana,
puesto que se limitaba a la revisión dentro de la legalidad
constituida, cuyos principios sobre el origen, carácter y
funciones del Poder se seguían aceptando. Pero la fisura,
como fenómeno sociológico, se había producido.
También escapa a nuestro objeto el estudio del texto
constitucional de 1931 4, del que sólo retendremos lo que
pueda interesarnos para él. El artículo 1* decía: «España
es una república democrática de trabajadores de toda clase,
que se organiza en régimen de Libertad y Justicia.»
«Los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo.»
«La República constituye un Estada integral- compatible
con la autonomía de los Municipios y de las Regiones.»
«La bandera de la República española es roja, amarilla y
morada.»
Se expresaban así las ideas clásicas de la democracia
liberal sobre el Poder en los primeros párrafos, en el
segundo de los cuales va implícita la idea de representación.

4 Véase A. Posada : La nouvelle Constitution espagnole. París,


1932. N. Pérez Serrano : La Constitución Española. Anteceden
tes. Texto. Comentarios. Madrid, 1932. L. Jiménez Asúa : La Cons
titución de la democracia española. Buenos Aires, 1946.
158
Sin embargo, podía prestarse a equívocos la expresión
«trabajadores de toda clase», ya que en buen castellano el
término clase expresa lo mismo la idea de clase social que
la de grupo o categoría de personas con algunos rasgos
comunes. Pero la astucia de expresarse en singular cam
biaba el sentido gramatical y le quitaba virulencia social;
dicha fórmula fue el resultado de un compromiso, que se
logró mediante nueva votación tras las intervenciones de
Alcalá Zamora y de José Ortega y Gasset5.
A pesar, de ello quedaba que la comunidad estaría inte
grada por personas que ejerciesen un trabajo o actividad
cualquiera de manera habitual. De haberse aplicado a la
letra hubiera privado de derechos cívicos a cierto número
de personas.
El párrafo segundo del mismo artículo amortiguaba los
equívocos, al reproducir la doctrina clásica de la soberanía
popular y concebir el pueblo en su más vasto sentido. Par
tiendo de ahí, la legitimidad del «pacto del monarca y la
representación nacional» de 1876, dejaba paso a la doctrina
de la legitimidad democrática sirviendo de sustentáculo a
la legalidad del Estado.
El tercer párrafo abordaba ya el problema de las autono
mías, al sugerir la fórmula de «Estado integral». La idea
había estado ya expresada en el anteproyecto de Constitu
ción (que luego fue desechado) de la Comisión Jurídica
Asesora, presidida por Ossorio y Gallardo.

Los Gobiernos y las élites

Fue designado presidente de la República Alcalá Zamora,


pero las funciones de jefe del Estado, en el régimen de tipo

5 La minoría socialista había propuesto decir «España es


una república de trabajadores» y estaba apoyada por los ra
dical-socialistas. Se llegó a votar y la propuesta fue aprobada
por 172 votos a favor (socialistas, radical-socialistas y Esquerra
catalana) y 152 votos en contra. Como dato curioso, anotemos
que Unamuno votó en favor y Ortega en contra. Entonces, los
radicales abandonaron el salón de sesiones. Intervinieron Alca
lá Zamora y Ortega y, luego, Araquistain, en nombre de los so
cialistas se avino a un compromiso, sugiriendo la redacción que
fue definitivamente votada.
159
parlamentario instituido por la Constitución, daban escaso
margen a la acción del jefe del Estado.
jCl_prjmer Gobierno que se formé .después de promulgarse
la Constitución, y que se presentó a las Cortes js]LH'~de
diciembre de 1931, tenía ya un neto carácter, de izquierda6.
En efecto, el partido radical se negó a colaborar en él. Por
su composición, y teniendo én cuenta los orígenes sociales
y datos de profesión de los ministros, era un Gobierno ^e
miembros de las clases medias y de la clase obrera.
""EsTacH" comprobar—y debemos hacer constar que ello
no implica juicio alguno de valor, ni en un sentido ni en
otro—que desde los primeros tiempos de este Gobierno se
multiplicaron los casos de ruptura ,flgi . eonsensqOas mlno-
.rías que niegan la legitimidad, tanto en la extrema izquierda
como en la extrema derecha, actúan ya mediante poderes,
de hecho por vías de acción yioíensa.
A pesar de esa relativa inestabilidad, el gobierno Azaña,
reorganizado en julio de 1933 7, se mantuvo constitucio-
nalmente en el Poder hasta el i de septiembre de 1933. Pue
sustituido por un Gobierno Lerroux8, que, puesto en mi
noría por las Cortes, fue a su vez sustituido por un Go-

6 El Gobierno quedó así formado : Presidencia y Guerra, Aza


ña ; Estado, Zulueta ; Gobernación, Casares ; Justicia, Albornoz ;
Hacienda, Carner ; Obras Públicas, Prieto ; Marina, Giral ; Agri
cultura, Industria y Comercio, Domingo; Instrucción Pública,
De los Ríos; Trabajo, Largo Caballero.
7 En la reorganización gubernamental de junio de 1933 deja
ron de pertenecer al Gobierno Zulueta y Carner ; Viñuales tomó
la cartera de Hacienda, de los Ríos pasó a la de Estado y Fran
cisco Barnés entró como ministro de Instrucción Pública. Agri
cultura, Industria y Comercio se escindió en dos ministerios,
ocupándose de Industria y Comercio el federal Prancy Roca.
' El primer Gobierno Lerroux estaba así formado: Presiden
cia, Lerroux (radical) ; Estado, Sánchez-Albornoz (Acción re
publicana) ; Gobernación, Martínez Barrio (radical) ; Hacienda,
A. Lara (radical) ; Justicia, Botella Asensi (izquierda radical-
socialista ; Guerra, Rocha (radical) ; Marina, Iranzo (indepen
diente) ; Obras Públicas, Guerra del Río (radical) ; Agricultura,
Peced (radical-socialista); Industria y Comercio, Paratcha (au
tonomista gallego); Instrucción Pública, Domingo Barnés (ra
dical-socialista); Trabajo, Samper (radical); Comunicaciones,
Santaló (Esquerra). Sánchez-Albornoz, ausente del país, no llegó
a tomar posesión de su cargo, pero tuvo la misma cartera en el
siguiente Gobierno, presidido por Martínez Barrio.
160
biemo_ Martínez ,Barrio, .con. disolución del Parlamento y
convocatoria de elecciones para el l?_de noviembre dé 1933
~T3rTpuridad, estos gobiernos no operaron grandes trans
formaciones en los órganos del Estado : administración, tri
bunales, diplomacia, fuerzas de seguridad... Intentaron
reformas en el Ejército con nulos resultados. El personal
de la Administración siguió siendo el mismo salvo excepcio
nes fuertemente minoritarias. Quiere decirse con ello que
si en ocasiones el Poder tomó medidas contra funcionarios
(por ejemplo: el caso de ciertos magistrados en 1932) como
fenómeno sociológico de masa, hay que concluir que el
personal de la Administración siguió siendo el mismo. El
hecho tendría más adelante su importancia para ciertas
cuestiones de poder en el Estado y para facilitar la acción
de algunas élites sobre el Estado.
Las élites gobernantes fueron, por su origen y su medio
social, muy distintas de las que ejercieron el Poder en el
régimen precedente, pero—conviene insistir en ello—ese Po
der fue ejercido a través de un aparato administrativo que
apenas había cambiado.
¿Quiénes fueron los ministros del período 1931-1933?
Se pueden considerar tres etapas:
a) Gobierno provisional presidido por Alcalá Zamora
(abril-octubre 1931).
b) Gobierno provisional presidido por Azaña (octubre-
diciembre 1931).
c) Los dos gobiernos presididos por Azaña (diciembre
1931-septiembre 1933).
En todo caso, aunque responden a una situación de tran
sición, los gobiernos Lerroux y Martínez Barrio de septiem
bre a diciembre de 1933.
En el primer Gobierno provisional, la coalición política
estaba doblada por una coalición de orígenes sociales muy
heterogéneos, la misma del «Pacto de San Sebastián», que
yahemos reseñado. En otros capítulos hemos insertado a
las familias Alcalá Zamora y Maura en ciertas élites del
país, si bien añadiendo que su participación en dicha coali
ción no era, ciertamente, muy representativa de las élites
a que pertenecían. No obstante, y empleando una termino
logía poco científica, por su falta de precisión, cabe decir
que estos dos gobernantes habían sido como una especie
de «garantía» para el «burgués medio», para el propietario
que temía ver subvertida la «legitimidad social» de siempre.
11 161
Cuando Alcalá Zamora y Maura abandonan el Gobierno,
quedan todavía dos eminentes radicales: Lerroux y Mar
tínez Barrio. Hecho curioso: son los únicos miembros del
Gobierno, en unión de los socialistas Prieto y Largo Caba
llero, que no tienen formación universitaria9. Pero a des
pecho de su origen modesto, se trata de políticos de ofi
cio, vinculados a los más diversos medios, rodeados de
abogados, de comerciantes, de periodistas..., que consti
tuían los «cuadros» del partido radical. Merecería una mo
nografía la implantación del «radicalismo» en ciertos me
dios, casi como un nuevo caciquismo en potencia, pero
también urbano. Lerroux mismo, era el hombre que tenía
relaciones de amistad con generales—con el general San-
jurjo, entre otros—, con financieros, que llegó a mantener
un contacto incluso con el nuncio, semanas antes de des
aparecer la Monarquía...
Pero cuando en diciembre de 1931 Azaña forma su nuevo
Gobierno, un sector de la burguesía deja de considerarse
representado en él, ya que la presencia de los radicales
representaba, con razón o sin ella, una especie de burlaaero
o barrera frente a posibles trastornos de la estructura
social.
Azaña, Giral, Casares, Nicoláu d'Olwer, Alvaro de Albor
noz, Marcelino Domingo, Barnés, Zulueta... son todos ellos
intelectuales, procedentes de las clases medias, de la peque
ña burguesía urbana. Hay, sin duda, matices: Giral es
catedrático de universidad, y Marcelino Domingo, diputado
quince años atrás, trabaja modestamente como periodista;
un Casares ha conocido una juventud fácil y tiene algunos
bienes; lo mismo le ocurre a Azaña, personalidad mucho
más compleja, en la que concurren su rebeldía contra la
enseñanza de los Padres Agustinos de El Escorial, su prác
tica política en el partido reformista, sus actividades en el
Ateneo y su puesto oscuro en la función pública, combina
dos a sus cualidades de escritor de primer orden 10.
Un Barnés, como un de los Ríos (a pesar de militar éste
en el socialismo) son más representativos de la élite de la
Institución Libre de Enseñanza. Se trata, sin embargo, de
« es verdad que Lerroux obtuvo, en la segunda mitad de su
vida, un título de licenciado en Derecho de la Universidad de
La Laguna, pero nada permite conceptuarlo de intelectual.
10 Sobre el particular, es indispensable consultar el trabajo
ya citado de Juan Marichal.
isa
matices. Todos han frecuentado el Ateneo, las redacciones
de los periódicos izquierdistas, todos han colaborado en las
actividades de los grupos republicanos durante la Dictadura,
y todos están inspirados, directa o indirectamente, unos con
adiciones modernas y otros no, en la literatura política de
la revolución francesa.
Los ministros de Hacienda, son figuras más particulares.
El catalán Jaime Carner será el único verdadero hombre
de negocios de estos gobiernos. Su sucesor, Agustín Viñua-
les, catedrático de Hacienda, está unido por evidentes
lazos a ciertos medios financieros; es incluso miembro de
algún consejo de administración.
Fernando de los Ríos ha empezado su vida política—como
Azaña, como Zulueta—en el reformismo de Melquíades Al-
varez. Es, sobre todo, un hombre de formación universi
taria.
Largo Caballero es el tipo neto de élite de dirección
obrera y sindical, cuya trayectoria hemos venido siguiendo.
Su compañero de partido, Indalecio Prieto, cuya presencia
en períodos anteriores ya hemos anotado, ha tenido tam
bién una juventud difícil, trabajando como taquígrafo y
empleado de compañías privadas. Muy pronto se ha con
vertido en parlamentario notorio, director de El Liberal
de Bilbao, amigo de importantes burgueses republicanos
como Horacio Echevarrieta. A diferencia de los otros líde
res socialistas, ha participado en todas las conspiraciones
contra la Dictadura. Es ya un hombre de las «élites polí
ticas», más que de la élite social de su partido.
A este Gobierno se le apodó «de intelectuales». Los mi
nistros de los dos Gobiernos de Azaña se descomponían prc-
fesionalmente así: ocho abogados (dos de ellos catedráti
cos), otro catedrático de universidad, uno de segunda ense
ñanza, un maestro de primera enseñanza, un periodista
(Prieto) y un sindicalista de origen obrero (Largo Caba
llero). La mayoría de ellos habían ejercido el periodismo
como segunda profesión (sin hablar del nivel de Azaña como
escritor).
El tono cambia un poco en los Gobiernos Lerroux y Mar
tínez Barrio; se trata de Gobiernos de coalición en los que
los abogados originarios de las clases medias se encuentran
también en mayoría, donde también hay profesores de se
gunda enseñanza (Domingo Barnés, Santaló). Pero algunos
de esos abogados (piénsese, por ejemplo, en los radicales
163
Lara y Guerra del Río) están relacionados por su trabajo
profesional con círculos de la burguesía media. Se ve en
ellos a candidatos de aquellos otros abogados de bufete
famoso que llegaron a entroncarse en la alta burguesía
en la segunda mitad del siglo xix. No hay comparación
posible entre ellos y un abogado de sindicatos, como Com-
panys, un licenciado en Derecho, como Albornoz, etc.
En estos últimos Gobiernos aparecen también algunos
amigos políticos de Alcalá Zamora, que son propietarios
a la vez que titulados universitarios: Pita Romero, Cirilo
del Río... Hay, por último, una personalidad acusada de las
élites del poder económico: Rico Avello, al que ya en 1922
se le ve representando en negociaciones a los patronos hu
lleros de Asturias.
No es menos sugestivo el examen de algunos altos cargos
de la época. El primer director general de Seguridad de la
República fue Carlos Blanco, antiguo magistrado, pertene
ciente al cuerpo jurídico de la Armada, que había sido mo
nárquico hasta afiliarse a la derecha liberal republicana
semanas antes del cambio de régimen. Miguel Maura dice
de él : «Era contertulio del conde de Romanones, amigo per
sonal del general Berenguer y frecuentaba cuantos corros
políticos subsistían en Madrid de la vieja política»11.
Mola ha contado que García Prieto lo propuso para el
mismo cargo—que ya había ejercido en tiempos de la Mo
narquía constitucional—al formarse el Gobierno Aznar12.
Resulta obvio recordar que el general Sanjurjo continuó
de director general de la Guardia Civil, hasta enero de 1932.
Los gobernadores civiles fueron escogidos entre los pro
puestos por los partidos republicanos, por el ministro de
la Gobernación y por su subsecretario—también conserva
dor—Ossorio y Florit. En realidad, como el mismo Maura
comenta, gobernadores y autoridades no aportaron el me
nor cambio en las provincias 13.
En fin, alto cargo tan importante como el subsecretario
de Estado—director, de hecho, de las relaciones extranjeras
al nivel cotidianor—fue ocupado por persona indicada por
Lerroux, Francisco Agramonte, cuyas concepciones modera
das no dejaban lugar a duda, respaldadas por el hecho de
haber ejercido, muy pocos años antes, importantes puestos
11 Miguel Maura: Op. cit., p. 242.
15 Emilio Mola: Op. cit., p. 677.
" M. Maura: Op. cit., p. 272.
184
de representación diplomática (en la embajada de Buenos
Aires, por ejemplo).
En resumen, durante los primeros meses de Estado repu
blicano, cobraba nueva fuerza el agudo planteamiento de
Max Weber: «La cuestión es siempre ésta: ¿quién domina
el aparato burocrático existente?»14.
Si adoptásemos la definición del Poder como «conjunto
de instituciones relativas a la autoridad, es decir, a la domi
nación de ciertos hombres sobre otros»15, se nos plan
tearían serias dudas sobre la naturaleza del Poder en la
España de 1931. La más superficial observación podía com
probar un desfasamiento, por ejemplo, entre el sistema de
valores dominantes en las Cortes Constituyentes y el de
la mayor parte de las personas encargadas de ejecutar deci
siones, o de tomarlas en el ámbito de su competencia, en
los escalones medio e inferior del Poder.
Una nueva élite—o varias, aliadas momentáneamente—
accedían a los órganos supremos de decisión, pero la casi
totalidad del mecanismo del Poder seguía encarnado en
personas sometidas a la influencia socio-ideológica de otras
élites, las que mandaron en períodos anteriores; y seguía
teniendo gran receptividad para reflejar las posibles pre
siones que sobre ese mecanismo se ejerciesen desde fuera
del Estado.
Las Cortes, que, teóricamente al menos, tuvieron el su
premo poder hasta diciembre de 1931, fueron, por el con
trario, muy diferentes a todas las anteriores. Por vez pri
mera, la mayoría de los diputados pertenecían a las clases
medias y el número de intelectuales era mayor que nunca
(intelectuales, no en el sentido de poseer diplomas univer
sitarios, cosa al alcance de cualquier hijo de terrateniente
español al alborear el siglo, sino de ejercer verdaderamente
una profesión intelectual). Había 50 profesores, 123 aboga
dos, 30 periodistas (como profesión principal), 41 médicos,
6 farmacéuticos y 8 sacerdotes. Además había 31 obreros,
18 hombres de negocios, un joyero, etc.
Como rasgos peculiares, vale anotar la presencia _de la
éhte._.que llamaríamos «de onenTacíón Jntelectuál» : Ortega
y Gasset,~Perez de Ayála, Sánchez-Román, en el grupo «Al
Servicio de la República»; Unamuno, como republicano inde
pendiente; De los Ríos y Jiménez de Asúa entre los socia-
11 Max Weber: Op. (At., tomo I, p. 178.
ls Maurice Duverger: Sociologie politique. París, 1966, p. 21.
165
listas; el sabio historiador Sánchez-Albornoz en «Acción Re
publicana»; Salvador de Madariaga y el doctor Novoa San
tos en los autonomistas gallegos, etc.
Hecho curioso: la mayoría de los intelectuales modera
dos de «Al Servicio de la República», y también Unamuno,
fueron incluidos en las candidaturas socialistas y votados
por los socialistas, lo que no deja de ser reflejo de la in
fluencia de esa élite en el movimiento obrero (élite cuya
base social no era obrera, ni sus ideas coincidían con el
marxismo del P. S. O. E., todo lo cual constituye un fenó
meno de influencias muy digno de ser tenido en cuenta). No
deja de tener conexión con ese problema otro hecho inte
resante de señalar: sólo_ una . minoría dentro ..{Ja_lSL repxe;
sentación parlamentaría socialista tenía socic-profesional-
frrenterórigen obrero.
Lo antedicho no impide que en grupos minoritarios tam
bién estuviesen allí representadas las más tradicionales
élites que ya nos son conocidas: la del poder económico,
las antiguas «familias políticas»: el conde de Romanones,
Ventosa, March, Alba; miembros de las familias Urquijo,
Ibarra, etc. Propietarios agrarios como Lamamié de Clairac,
hombres de cátedra, pero pertenecientes a varios consejos
de administración y muy relacionados con esos medios,
como Royo Villanova, etc.
Sin embargo, incurriríamos en la miopía del más tosco
«sociologismo» si quisiéramos diagnosticar el poder de estas
o aquellas élites y de sus respectivas bases sociales, tan
sólo por su inserción en las estructuras del Gobierno, la
legislación y la administración. Vale recordar, aunque no
corresponda a nuestro estudio, que el encuadramiento en
partidos y grupos políticos, las relaciones sociales y per
sonales, los contactos con grupos de presión, etc., tallaban
en múltiples facetas el espíritu de quienes debían tomar las
decisiones fundamentales.
Naturalmente, institución tan importante como el Ejér
cito siguió siendo decisiva, aunque la dificultad déTñañejar
datos objetivos («asépticos», si se prefiere la expresión) nos
incite al grado máximo de sobriedad. Muchos jefes milita
res tomaron el retiro ofrecido por los decretos de Azaña,
pero otros quedaron en servicio activo. Los efectivos del
Ejército fueron reducidos a ocho divisiones, se suprimieron
los grados de capitón general y teniente general, así como
el Consejo Supremo de Guerra y Marina. Las capitanías
163
generales—división administrativa militar por regiones—
fueron cambiadas por comandancias generales. Se suprimió
la Academia General Militar. Estas y otras reformas, así
como el reingreso en el Ejército de algunos expulsados por
los tribunales de honor, que eran verdaderamente indesea
bles, contribuyeron a aumentar un malestar que también
procedía de una inevitable diferencia entre la escala de
valores de la mayoría de los militares y la que parecía
prevalecer en los órganos legislativo y ejecutivo. En ciertos
puestos de mando hubo cambios que favorecieron a jefes
militares que habían participado en las conspiraciones con
tra la Dictadura y contra la Monarquía. No obstante, la
composición del Ejército, en cuanto a los datos socioló
gicos de sus miembros, los medios que frecuentaban, etc.,
no experimentó sensibles variaciones.
La Iglesia debía encontrarse en una situación muy par
ticular, a causa del doble shock de su separación del Estado
y de una legislación netamente anti-eclesiástica. Ello debía
conducir al hecho de que buena parte de la misma desempe
ñase la función de grupo de presión, con objeto de oponerse
—por vías pacíficas—a la llamada legislación laica. J5u i'n-
fluencia se ejercía a niveles muy diversos, desde los par
lamentarios católicos hasta la acción de párrocos rurales.
Sin que tengamos que entrar aquí en el examen de un caso
psicológico-personal, hay que reseñar el hecho de que el
propio jefe del Estado era católico practicante.
Los prelados españoles redactaron una Pastoral, el 20 de
diciembre de 1931 (dada a la publicidad el 1." de enero de
1932) desaprobando los textos constitucionales referentes
a la Iglesia y la religión: «Queda, pues, manifestado el
juicio que nos merece la nueva situación legal creada a la
Iglesia en España, y a la cual no podemos prestar nuestra
conformidad por lesiva de los derechos de la Religión...»
No obstante, no rompía, por el momento, el consenso, pues
to que aconsejaba «el acatamiento y obediencia debidos al
Poder constituido, aun en los días en que sus depositarios
y representantes abusen del mismo en contra de ella (de la
Iglesia)».
La Pastoral establecía, pues, una diferencia entre Poder
constituido y legislación. Oponiéndose a ésta (y en algunos
casos con instrucciones muy concretas), no se oponía a la
legitimidad de aquél.
Tras la promulgación de la Ley de Congregaciones Reli
167
glosas, sejpublicó otra Carta Pastoral firmada por siete
arzobispos, el patfTárcáTdé las indias y dos obispos, preci
sando que lo hacían «en nombre y representación de todas
las provincias eclesiásticas».
Esta Pastoral da un paso más en la negativa a aceptar
una legislación que se estima lesiva para la Iglesia. Por
ejemplo, se prescribe en ella: «Deben los padres de familia
mandar sus hijos únicamente a las escuelas católicas; "que
da" prohibida severamente la asistencia a escuelas acató
licas» (es decir, a las escuelas públicas del Estado). El tono
áspero de esta Pastoral, verdadero ncahier de doléances»,
no constituye todavía una negativa de la legitimidad, pero
refleja una degradación de las relaciones con el Estado;
además, en la más estricta objetividad sociológica, se está
obligado a dar constancia de la capital acción de la jerar
quía en funciones de importante grupo de presión. Resulta
obvio que el relajamiento efectivo que produce en los víncu
los entre el Poder e importantes grupos humanos, debería
coadyuvar—independientemente de que fuese o no el pro
pósito de los prelados—a la fragilidad del consenso.

LOS GRUPOS POLÍTICOS


Poco cabe añadir a lo dicho sobre los partidos cuyos
miembros ocuparon el Poder. El partido socialista siguió
siendo el único «de masas». Llegó a tener 80.000 afiliados,
bajando luego a 60.000, además de una fuerte Federación de
Juventudes. Continuó su hegemonía sobre la U. G. T., cuyos
afiliados pronto pasaron del millón. Verdadera estructura
de poder, el partido socialista veía, sin embargo, frenada
su eficacia interna (el poder en la organización) por Ja
existencia de tres fracciones bien definidas: derecha, cen:
tro e izquierda.
El partido radical extendió su influencia hacia sectores
socialmente «acomodados»; ya hemos señalado la tendencia
de su élite a integrarse en una nueva «familia política».
Muy significativa es la entrada de Santiago Alba en el par
tido radical, en septiembre de 1933.
Los restantes partidos republicanos carecían de solidez
y de verdadera organización. Buena prueba de ello fue el
derrumbamiento del partido radical-socialista cuando las
elecciones de 1933. El partido de Acción Republicana, grupo
168
de profesores e Intelectuales, no se transforma en verdadero
partido político hasta 1934, al fundirse con parte de los
antiguos miembros y organizaciones del radical-socialista.
La «Esquerra de Catalunya» sí era un partido de fuertes
bases sociales, por razones que ya hemos apuntado.
La novedad mayor es la aparición de un partido, también
de «masa», de la derecha: Acción Popular, que, tras la
fusión con la Derecha Regional Valenciana, da lugar, en
marzo de 1933, a la creación de la Confederación Española
de Derechas Autónomas (C. E. D. A.), en cuya proyección
no faltan las entonces actuales inspiraciones del Centro
Católico Alemán, dirigido por Brüning (que precisamente
se autodisuelve aquel mismo año) y del canciller austríaco
Dollfuss. Sociológicamente, la C. E. D. A. tiene hondas raíces
en los medios agrarios de las dos Castillas, neta influencia
en la Confederación Católica de Sindicatos Agrarios, en el
diario El Debate, contactos beneficiosos con organizaciones
del apostolado seglar 16. Es una sólida estructura de poder
Sus élites son relativamente heterogéneas, pues conviven en
ese medio propietarios agrarios de importancia, empresa
rios de primer orden, profesores, etc., sin hablar de la inne
gable influencia de algunos eclesiásticos. La C. E. D. A. se
presenta como un grupo importante que, a través de una
serié de decisiones, se adhiere a la legitimidad (cosa que po
rten en duda sus adversarios) postulando una revisión cons
titucional dentro del marco legal. Se presenta, en aparien
cia, como defensora a ultranza de la legitimidad social tradi
cional, lo cual era factible, puesto que la Constitución era
ambigua sobre el particular, limitándose a preceptos gene
rales comúnmente admitidos en el intervencionismo econó
mico-social del siglo 17.
El grupo agrario no pasó de ser un conjunto de parla
mentarios y de comités, actuando con frecuencia al uní
sono de la C. E. D. A., pero integrándose antes en los Go-

" Véase sobre este particular el criterio autorizado de monse


ñor Pierre Jobit : L'Eglise d'Espagne aprés le Concite. París, 1965,
páginas 53-63.
" El artículo 44 establecía el principio de que «la riqueza del
país, sea quien fuere su dueño, está subordinada a los intereses
de la economía nacional» y entreabría la posibilidad de la socia
lización medíante indemnización y de la explotación y coordi
nación de empresas por el Estado.
169
biernos. Lo mismo puede decirse del partido liberal-demó
crata, supervivencia del reformista de Melquíades Alvarez.
La Lliga, que aceptó el hecho de la nueva legitimidad, fue
cada vez más expresión de una élite del poder económico;
y el Partido Nacionalista Vasco se estructuró con mas vigor
catalizando diversas fuerzas partidarias de la autonomía
vasca y de una revisión de la legislación antieclesiástica.
La Comunión Tradicionalista (cuyo grupo parlamentario
estaba unido en las Cortes Constituyentes al de los nacio
nalistas vascos, por razones de orden reglamentario, sobre
todo), no admitió jamás la legitimidad republicana. Es,
además, un «partido de masa» en Navarra, a través de
su organización de estudiantes, etc.
En fin, a partir de aquellos años puede hablarse de un
partido comunista como estructura de poder; el cambio de
dirección que se opera en 1932 confirma la presencia de
las élites de dirección, procedentes de Sevilla y Vizcaya,
que hemos mencionado en el capítulo precedente.
En diciembre de 1931 nacen las Juntas de Ofensiva Na
cional Sindicalistas (J. O. N. S.), cuyo origen puede verse
en el grupo editor de La Conquista del Estado, sobre todo
de Juan Aparicio, Ramiro Ledesma Ramos y Ernesto Gi
ménez-Caballero, y en el núcleo de Valladolid, dirigido por
Onésimo Redondo. Estos grupos sólo tuvieron, al comien
zo, importancia entre los medios estudiantiles y en Va
lladolid. En octubre de 1933, la creación de Falange Espa
ñola por José Antonio Primo de Rivera da una importan
cia y alcance muy superiores a lo que pronto se fundirá
en un solo grupo : Falange Española y de las J. O. N. S. 18.
Queda el anarquismo, evidente estructura de poder, trans
formado más de una vez en aquellos años en poder de
hecho, pero que seguía proclamándose no-político. La F. A. I.
obtuvo la hegemonía dentro de la C. N. T., tras de expulsar
de su seno, en septiembre de 1932, a los sindicatos llamados
«treintistas», que seguían la orientación de Peiró.
En cuanto a los monárquicos, durantes dos años actuaron
activamente, pero a base de círculos, comités, etc., de gru
pos restringidos de «notables», compuestos siempre por
miembros de las élites del poder económico y del linaje
noble. En 1933 constituyeron el partido «Renovación Espa-

u La abundante bibliografía existente sobre el tema nos dis


pensa de mayores detalles.
170
ñola», dirigido por Goicoechea, cuya personalidad nos es ya
conocida por los capítulos precedentes 18 bis.
En suma, y pasados los primeros momentos, Jas élites
tomaban en mano la dirección de estas o aquellas estruc
turas de poder, para perseguir sus respectivos objetivos,
bien dentro de la legitimidad, bien buscando la ruptura del
consenso en busca de una «alternativa de legitimidad».

Grupos de presión
Muy poco cabe añadir al panorama de los capítulos pre
cedentes. La presión se ejerce de muy diferentes maneras,
según quiénes sean los que ejercen el Poder y según la ma
nera cómo lo ejerzan, pero los grupos persisten natural
mente en sus objetivos. El bloque patronal, los sindicatos
U. G. T. y C. N. T., etc. Ahora bien, los patronos presionaban
ahora desde fuera, por así decirlo, o sobre parlamentarios
y altos funcionarios más o menos afines; la U. G. T. presio
naba desde dentro y evitaba las huelgas dentro de lo que
le era posible a su dirección, mientras que, por el contrario,
la C. N. T. y los comunistas procuraban acentuar la presión
huelguística... Y así sucesivamente.
Hay ejemplos netos de actuación de antiguos grupos de
presión, como el Instituto Agrícola San Isidro, de los propie
tarios catalanes, actuando conjuntamente con la C. E.D. A.
Aunque las élites empresariales no estaban dentro del
Poder, la fragilidad de éste permitía y estimulaba las acti
vidades de aquéllas a través de sus grupos de presión. Cite
mos, por ejemplo, la obtención de una subvención anual
de 1.600.000 pesetas para los patronos de la industria textil,
por el Comité Industrial Algodonero de Barcelona; la con
tinua acción de los grupos hulleros; las presiones ejercidas
18 bis Según Santiago Galindo Herrero, cuyo libro Historia
de los partidos monárquicos bajo la segunda República (Madrid,
1954), es de consulta esencial para este tema, hay un «período de
reagrupación» de fuerzas monárquicas, que se sitúa entre abril
de 1931 y agosto de 1932. La presencia en Renovación Española,
ya en el segundo período, de personalidades de las élites clási
cas, define bien su significación. Del libro citado y del de An
tonio Lizarza Iribarren : Memorias de la Conspiración (Pamplo
na, 1953), se desprende la existencia desde 1931 de embriones de
poderes de hecho, que no aceptaron nunca la legitimidad ins
taurada entonces.
171
y las campañas de prensa de las compafüjasje^roviar^s. . .
EST9337ÍO que noy parece normal "bajo el nombre de «co
mercio con el Este» no se realizó por las presiones de la
Unión Nacional de Exportación Agrícola (que exigía vender
sus productos), los industriales del Norte (que querían que
se vendiese su material ferroviario), los hulleros (que no
aceptaban la importación de antracistas) J9. La decisión ne
gativa fue, en realidad, la resultante de las líneas de fuerza
de todos esos grupos de presión.
El grupo de presión papelero acrecentó, si cabe, su acción.
Así, cuando en 1933 otro grupo de empresa, el de «Prensa
Española», consiguió importar papel para sus periódicos, el
grupo de la «Papelera Española» ordenó parar en seco la
producción de la «Papelera del Oarso», que le pertenecía,
para amenazar al Gobierno con una crisis del papel si per
mitía las importaciones hechas por el grupo de «Prensa
Española».
Caso notorio fue también el de la «Unión de Viticultores
y de Cultivadores de Caña de Azúcar», que consiguió impe
dir, en 1932, el voto de una proposición de ley encaminada
a autorizar las importaciones de azúcar para las industrias
conserveras.
Y no hablemos de viticultores y bodegueros, que llegaron
a organizar entre los diputados un grupo de partidarios del
«Estatuto del Vino».
.Seria inacabable la lista de ejemplos de ..actividad deJLos.
jjrupos de presión frente a un Poder indiscutiblemente frá
gil, con instrumentos a su disposición todavía más frágiles.
Naturalmente que, mientras hubo ministros socialistas, e»
el Poder, también los~sindicatos U. G. T. ejercieron su pre
sión desde dentro,' pero no para subvertir las relaciones de
producción, la legitimidad social (puesto que los socia
listas colaboraban eon un Gobierno al que llamaban «bur
gués», no con su programa, sino para ser «gerentes», como
hubiera dicho León Blum, del sistema establecido). La pre
sión se ejercía para obtener ventajas en los jurados mixtos,
contratos de trabajo, gestiones municipales, etc. Cabe señalar
en ese momento una acción de presión recíproca: las orga
nizaciones U. G. T. de base presionaban sobre sus «cuadros»
que ocupaban puestos de responsabilidad en el Estado, y
" J. A. de Oropesa : Las relaciones comerciales entre Espa
ña y Rusia, «Blanco y Negro», Madrid, 22 de octubre de
1933.
na
éstos, a su vez, y los organismos de dirección, recomendaban
y presionaban sobre sus afiliados para frenarlos y que no
les causasen mayores complicaciones20. Utilizando nues
tros esquemas lineales pueden trazarse varias líneas de
. fuerza que actúan sobre los órganos de decisión del £oder :
una fuerza a), que viene de las organizaciones sindicales
de base; otra b), que viene de los grupos políticos más
moderados que colaboraban con los socialistas en el Go
bierno y en la mayoría parlamentaria; una tercera c), de
los consejos técnicos de los funciones, etc., y una d), de los
grupos de presión socialmente opuestos, a través de amena
zas, campañas de prensa, despidos o suspensiones de pro
ducción, exportación de capitales, etc. Es obvio que la fuer
za a) era tan sólo un componente del complejo de fuerzas
que determinaban la resultante.
En cambio, desde que los socialistas dejaron de participar
en el Poder, la UGT se convirtió en un grupo de acción de
acentuada violencia.
Cabría hablar de otros grupos de presión, como la franc-
masonería,
□nería, entre los grupos llamados vocacionales. Nadie
ignora que mandos militares muy importantes, designados
por el Poder republicano en 1931, pertenecían a la franc-
así como numerosos ministros y ;
Por desgracia, las pasiones de unos y otros han enturbiado
el tema, hasta el punto de no poder operar con datos obje
tivos y con la necesaria pluralidad de fuentes, como puede
hacerse, por ejemplo, para el período 1815-1833. Por otra
parte, surge en el investigador la duda sobre la cohesión
de dicha entidad, al comprobar que a ella pertenecían hom
bres políticos cuyas decisiones de poder son radicalmente
diferentes y hasta contradictorias. Para limitarnos al pe
ríodo que nos ocupa, podemos señalar esas divergencias,
por ejemplo, entre un Azaña o De los Ríos y un Lerroux
o un Hidalgo o un general López Ochoa. Hay una hipótesis
de trabajo a hacer sobre la influencia de la franc-masonería
en los órganos de Poder de 1931 a 1933, pero repetimos
nuestra incapacidad para salvar su alcance.
La cuestión de las élites de orientación durante este pe
ríodo merecía un estudio detallado que no tenemos tiempo
de abordar aquí ahora y que remitimos para otra ocasión.
so En 1932, J. de Asúa se queja de que «la burguesía... incum
ple las leyes del Ministerio de Trabajo... y el socialismo calla
o aconseja calma a sus huestes doloridas». Op. cit, p. 93.
173
Pensamos que lo más fundamental es la diferencia entre
élites «elitistas» y élites vocacionalmente vinculadas a bases
sociales.
Verdad es que un examen analítico nos obliga a ser más
prolijos: por ejemplo, es imposible ignorar la acción de una
élite que se expresa a través del movimiento y de las pu
blicaciones de Acción Española. Ramiro de Maeztu, Víctor
Pradera, José María Pemán, Saínz Rodríguez y muchos más
reelaboran doctrinas de «restauración social», que servirán
de cimiento a la «legitimidad de alternativa», de carácter
tradicional, «basada en la autoridad del pasado», según el
clásico tríptico de Max Weber.
Habría que examinar igualmente la dispersión del grupo
«Al Servicio de la República», quedando la figura señera
de Ortega, impregnada de fuerte criticismo, cada día con
mayor irradiación en los medios intelectuales, pero con
menor en el mecanismo de la política, donde seguramente
echó de menos el vigor de una burguesía moderna a la que
hubiera podido servir de mentor. Unamuno, más crítico
todavía, desfasado de la conflictiva contemporánea, irradió
mucho menos que en los años treinta. Sánchez-Román, otro
posible «consejero del Príncipe» de una clase empresarial
moderna, se encontró aislado en el estrecho círculo que
dio vida a un Partido Republicano Nacional.
La indiscutible virulencia del choque social en aquellos
años desconcertó, en parte, la acción de esas élites, así como
la de aquella que procedía de la Institución Libre de Ense
ñanza, que un estudio detenido podría dividir en varias
ramas 21. El sistema de ideas y valores de estas élites no en
contraba adecuación en la realidad cambiante y agitada de
la sociedad.
La presencia de minorías intelectuales que se integra, a
veces sólo por su obra y a veces por ella y su protagonismo
político, en el plano más vasto de la conciencia multitudina
ria, es probablemente un hecho importante, aunque no
exento de precedentes (Galdós, Clarín, etc.). Sería imposi
ble silenciar la aparición en la prensa diaria, a partir de
1934, del Juan de Mairena, de Machado; el alcance de la
obra de Lorca, no sólo en sus grandes tragedias Bodas de
sangre y Yerma, sino en su enlace con las bases sociales
mediante las puestas en escena de ciertos clásicos por La
21 Mencionemos, no obstante, la continuidad de la labor peda
gógica, por ejemplo, de un Castillejo o de un Jiménez Frau.
174
Barraca; el giro de la obra poética de Alberti a partir de
1933... A partir de ahí se están gestando las élites que no
I querrán ser élites, sino sencillamente vanguardias (la van
guardia otea, avizora, previene, despeja el camino, aguanta
las primeras escaramuzas, toma incluso decisiones en su
pequeño radio de acción, pero no tiene el supremo poder
decisorio).
Habría que mencionar las publicaciones de élites de orien
tación. A Revista de Occidente, y Acción Española hay que
sumar Cruz y Raya, dirigida por Bergamín (hijo); Leviatán,
dirigida por Araquistain; Octubre^ dirigida por Alberti...

Las decisiones socioeconómicas del Poder

Es indudable que la naturaleza del Poder, a pesar de su


fragilidad y limitaciones señaladas, se reflejará en algunas
decisiones. La más notoria es la ley de bases de reforma
agraria, votada por las Cortes el 9 de septiembre de 1932.
La reforma agraria se refería aja expropiación de latifun
dios y su distribución entre familias campesinas^ jpara ex
plotarlas ya por el régimen individual o por el cooperativo
o colectivo. Esta decisión quebrantaba duramente el poder
económico de una élite esencial, que hacía tiempo, más
que élite, era una oligarquía: la de los grandes propietarios
de predios rústicos. Una enmienda votada en el clima pa
sional que siguió a los acontecimientos del 10 de agosto
expropiaba las tierras de los grandes de España, sector par
ticular (una élite de linaje e influencia social dentro de una
élite más vasta de poder económico).
. Sin embargo, la aplicación de la ley por el Instituto de
Reforma Agraria creado a dicho efecto fue tan lenta que
no puede decirse que conmoviese los grandes lineamientos
de las relaciones de producción en el campo. El 31 de di
ciembre de 1934 (ocho meses más allá del término crono
lógico de nuestro estudio), el Instituto había asentado
12.260 familias campesinas en 117.837 hectáreas. Baste pen
sar que un experto de primer orden, el ingeniero agrónomo
Pascual Carrión, había estimado en seis millones de hec
táreas, a distribuir entre 933.000 familias, las transferencias
de propiedad necesarias para proceder a una efectiva trans
175
formación de las estructuras agrarias22. La «restauración
social» de 1935 frenó más la obra del Instituto de Reforma
Agraria.
"Xa" Ley de Jurados Mixtos estableciendo el arbitraje obli
gatorio en los conflictos de trabajo, por medio de organis
mos donde estaban representados los obreros, los patronos
y el Estado, no tenía nada de revolucionaria, no implicaba
la menor transferencia ni de relaciones de producción ni
de poder en el seno de la empresa. Tal vez hubiera tenido
esta segunda significación un proyecto de ley de «control
sindical obrero», que elaboró Largo Caballero, pero que
nunca pasó de la fase de examen por la comisión parla
mentaria correspondiente.
Las decisiones de orden económico y financiero no tras
pasaron tampoco las fronteras de la ortodoxia habitual de
la época en los países de Europa occidental. Una nueva ley
de ordenación bancaria, muy criticada por los sectores mo
derados e incluso del centro, no fue más allá de crear tres
puestos más de representantes del Estado en el consejo
de un banco que seguía siendo privado (de las minorías
oligárquicas que sabemos) y un servicio de control de con
tabilidad de la banca a cargo de funcionarios del Ministe
rio de Hacienda. La única reforma de orden fiscal fue la
creación de un impuesto sobre las rentas superiores a
100.000 pesetas por año, cuyo porcentaje impositivo osci
laba del 1 por 100 al 4 por 100. Azaña dijo que «un im
puesto tan importante debe tener un principio modesto».
Continuó el proteccionismo arancelario de costumbre, y,
como en la mayor parte de los Estados de todo el mundo
durante la crisis económica de entonces, se instituyó el ré
gimen de contingentes para las importaciones. Se crearon
numerosos organismos para la protección de precios, el
consorcio de productores y comerciantes de vinos, la co
misión mixta del aceite, el comité para las exportaciones
de arroz, el comité industrial de la seda, etc.
Sin embargo, no cabe ignorar que las más importantes
élites económicas se sintieron amenazaHtas" ó dañadas en
sus derechos, y a menudo reaccionaron en consecuencia-
Probablemente es éste un caso que no puede explicarse tan
sólo por factores sociológicos, sino por los ideológicos.
" Pascual Cahrión : Los latifundios en España. Madrid, 1932,
páginas 388-393.
176
En suma, los órganos decisorios del Poder se orientaron
hacia él 'mantenimiento del orden, aunque no puede decirse
que esas decisiones lograran siempre efecto, La existencia
dé poderes de hecho diferentes del Poder creó una suce
sión de situaciones conflictivas.
""Dicho queda lo referente a decisiones que debían engen
drar problemas con la Iglesia. Más afortunadas fueron las
referentes a la creación de escuelas y otros aspectos de la
enseñanza.
Aunque este período está todavía demasiado próximo a
nosotros para permitirnos un examen completo de su feno
menología socio-política, no parece aventurado avanzar que
el Poder operó en detrimento de la élite aristocrática y de
un sector de la del poder económico, pero sin rozar la tras
mutación estructural. Produjo serias. fricciones con otras
élites institucionales. En fin, el hecho clave es que las éli
tes que podríamos llamar tradicionales conservaron su po
der económico y, en general, su influencia social, pero no
tuvieron participación en el Poder. A nadie escapa que este
hecho, de por sí, entraña una situación conflictiva y que, a
la larga, es susceptible de producir una ruptura del con
senso sobre la legitimidad. Se trata, probablemente, de una
ley tendencial sociológica, que se aplica al estudiar el mo
delo estructural que hemos escogido, como puede aplicarse
en otros modelos en que se dé una dinámica análoga de las
estructuras y de sus «techos» ideológicos.

El Poder y los poderes autónomos regionales


Fuerza es examinar la problemática específica que iba a
originar el hecho de las autonomías regionales. Problema
era que databa de largo tiempo, y si no lo hemos mencio
nado en los hechos de los decenios anteriores es porque no
llegó a cristalizar en instituciones susceptibles de crear
situaciones conflictivas (la Mancomunidad de Cataluña no
puede decirse, en puridad, que fuese un poder).
Hemos visto la fórmula de «Estado integral» que adop
taron las Cortes Constituyentes. Más en detalle, los artícu
los 8 a 11 de la Constitución abrían el camino a las auto
nomías regionales y establecían las bases para la elabora
ción de Estatutos de régimen autónomo y distribución de
competencias entre el Estado y la región.
12 177
Se trataba, en verdad, de una transferencia de poderes
limitada a ciertas materias,, puesto que la validez de lalríbr-
ma fundamental de la región—el Estatuto—dependía de
su aprobación por el órgano legislativo, representante del
cuerpo electoral de todo el país. Sin embargo, al sentarse
las bases de una articulación del Poder, se creaba una si
tuación de facto, que, en la práctica, no podría por menos
de ofrecer una problemática en orden al ejercicio de hecho
del Poder: esfera de decisiones por los Gobiernos autóno
mos y por las administraciones regionales, mando de las
fuerzas de seguridad, etc.
El profesor Burdeau ha dicho a propósito de la autono
mía en la Constitución de 1931 y del Estatuto de Cataluña:
«Desde el punto de vista jurídico, ese Estatuto ofrece la
originalidad de no ser ni una ley constitucional, puesto
que no emana del órgano constitucional español; ni una
ley ordinaria, porque el Parlamento no podía crear un Es
tatuto sin la adhesión de la región23. Es, pues, un acto sui
géneris que podría situarse en los orígenes del regionalis
mo político, a la mitad del camino entre el federalismo y
la descentralización administrativa.» Más adelante insiste
en que «ni las facultades ni las competencias procedían de
un Poder que fuera propio de la región. Las competencias,
incluso legislativas..., eran objeto de una delegación de la
potestad estatal única...»
Juan Ferrando Badía24, siguiendo el criterio de Ambro-
sini, estima que «no se trata de descentralización de trans
ferencia o de delegación de poderes por parte del Estado
a las regiones; es más bien reconocimiento de unos pode
res o derechos de carácter «natural» ínsitos en las regio
nes». Se trata, como puede verse, de una tesis diferente a
la de Burdeau. Sin entrar en el debate, nos parece que
convendría distinguir entre el hecho socio-histórico y su
estructuración jurídico-política-delegación, articulación o po
der «natural», en la práctica hay un ejercicio del Poder,
que arrastra una problemática análoga, si no exactamente
igual, a la del Poder central que venimos teniendo en
cuenta.
" O. Burdeau: Traité de science politique, t. n «IVEtat»,
París, 1949, p. 347.
34 Juan Ferrando Badía: El Estado regional como realidad
judídica independiente, «Revista de Estudios Políticos». Ma
drid, núms. 129-130, mayo-agosto, 1963, pp. 75-119.
178
Además del Estatuto de Cataluña, norma fundamental de
«la delegación de poder» o «reconocimiento de poder», vo
tado el 9 de septiembre de 1932, hubo el llamado Estatuto
interno (26 de mayo de 1933), que emanaba de la Generalidad,
en el que se estructuran los órganos del Poder autónomo
y su funcionamiento. El artículo 1° decía que la Generali
dad estaba compuesta por su presidente, por el Parlamento
catalán y por el Consejo ejecutivo o Gobierno autónomo.
Este mismo artículo afirmaba el principio de la legitimidad
democrática al decir: «El Poder en Cataluña emana del
pueblo, que lo ejerce por intermedio de los órganos de la
Generalidad» 25.
En el período que estudiamos no hubo Estatuto vasco,
pero sí varias asambleas de representantes de los munici
pios vascos. Una de ellas, celebrada en Vitoria el 6 de agos
to de 1933, aprobó un proyecto de Estatuto, que, sometido
a plebiscito en noviembre del mismo año, fue aprobado
por 459.225 votos a favor y 14.196 en contra.

LOS CONFLICTOS DE PODER Y LA RUPTURA DEL CONSENSO


Ya lo hemos señalado y una simple ojeada a la historia
de aquellos años lo confirma; 4©1 tronco de la población del
Estado se desgajan pronto, por ambos extremos, unos sec
tores que recusan la legitimidad existente y que pasan a
lá&' vías de hecho, produciendo así varias manifestaciones
de ruptura violenta del consenso. El alzamiento anarquista
de la cuenca del Alto Llobregat en enero de 1932; él alza
miento de Madrid y Sevilla del 10 de agosto del mismo año,
dé signo diametralmente opuesto; el nuevo levantamiento
É.JL~I*& N. T. de enero de 1933 (en Cataluña, Levante y
Andalucía occidental), y otro más todavía en diciembre .de
1933—que tuvo importancia en Aragón, zona de la Rioja y
varios pueblos de Extremadura—, puntúan de manera trá
gica los casos de ruptura violenta.
Se trata, en todos los casos, de verdaderos poderes de
hecho, que se enfrentan al Poder. Tienen su organización,
su disciplina, sus fuerzas de choque, sus comunicaciones y
enlaces. En muchas localidades hay, aunque por breve
35 Véase también sobre este tema : Henri Barratl : L'autono-
mie régionale en Espagne. Lyon, 1933. Tesis de doctorado en
la Facultad de Derecho de Aix.
179
tiempo, la instauración de esos poderes de hecho como
poderes dominantes o poder a secas, si se quiere, aunque
ni los de un sector ni los del otro llegan, en puridad, a ha
cerse obedecer por las poblaciones respectivas.
En el caso de la organización anarco-sindicalista puede
decirse que se abrió un abismo entre tal organización y el
Poder institucionalizado. Con grupos de acción, adminis
tración interna, autoridad de sus dirigentes sobre los afi
liados que obedecían incluso con riesgo de su vida, era un
poder larvado frente al Poder. Cabe señalar la gran dife
rencia entre esta oposición y la que se ofrece a partir de
1934 entre el Poder y las estructuras P. S. O. E.-U. G. T.,
porque éstas, como ya veremos, no recusan la legitimidad
esencial. El poder de hecho anarquista estaba en manos
de una élite que se había apoderado de la organización sin
dical: los dirigentes estrictamente anarquistas, como Gar
cía Oliver, Durruti, Ascaso, etc. Al margen había quedado
Peiró y más todavía Pestaña, que fundó un partido, el sin
dicalista, que encontró escasa audiencia.
En cuanto al movimiento esencialmente monárquico de
agosto de 1932, tenía rasgos comunes a los pronunciamien
tos del siglo pasado y resucitaba así la vieja cuestión de la
participación de militares y el Poder dentro del Estado.
Entre sus élites dirigentes se destacaban numerosos gene
rales, ya en activo, ya acogidos a la ley del retiro (Sanjurjo,
director general de Carabineros, Villegas, Orgaz, Barrera,
Cavalcanti, Fernández Pérez, González Carrasco, Goded...),
y ciertos miembros de las élites del poder económico y, so
bre todo, del linaje de sangre. Es impresionante el número
de títulos de nobleza que se encontraba entre los 196 en
cartados de agosto de 1932.
Desde el punto de vista de la ciencia política interesa
reflexionar sobre el llamamiento del general Sanjurjo en
Sevilla, ya que en él lo que se afirmaba era la ilegitimidad
de las Cortes, declarándose dispuestos a tomar el Poder en
nombre de una Junta provisional, que duraría el tiempo
necesario «para restablecer la disciplina, postulado esen
cial previo para la legitimidad de cualquier Parlamento
que la nación elija». Y terminaba con el grito de «¡Viva
España y viva la soberanía nacional!» Examinando la letra
de los textos, parece diferir ese concepto de la legitimidad,
del que sostenían los alzados en Madrid, al parecer mucho
más tradicional. No deja de ser curioso o paradójico que
180
el primer párrafo del citado documento fuese exactamente
el mismo que el del manifiesto del Comité revolucionario
en diciembre de 1930 (que había sido redactado por
Lerroux).
Si las rupturas fueron las más arriba señaladas, las situa
ciones conflictivas fueron harto más numerosas. En cuan
to al problema del poder en el Estado, llegó a ser endémi
co. Por razones que sería difícil exponer en el contexto de
lo dicho, los órganos de decisión suprema no lograban
siempre la eficiencia de sus decisiones, que incluso eran
contrarrestadas a niveles intermedios del aparato admi
nistrativo y de los instrumentos de coerción. Tema es éste
que, bien trabajado con documentación y testimonios, po
dría incluso ser objeto de una tesis doctoral. Sin entrar
en él, una reflexión elemental no deja de imponerse. Quie
nes tenían institucionalmente el poder de mando tuvieron
que servirse de una burocracia ya existente. Es más, el re
clutamiento de nuevos «cuadros» para la administración
siguió haciéndose en los mismos medios sociales de siem
pre. En efecto, el personal técnico y con mayores faculta
des de decisión o de asesoramiento de toda la administra
ción debía estar integrado por quienes poseían títulos uni
versitarios; y, en una escala menor, por quienes eran titu
lados de enseñanzas de tipo medio. Sabido es que los
artículos de la Constitución de 1931 sobre el acceso a todos
los grados de enseñanza con independencia de los factores
económicos y sociales quedaron en el limbo de las buenas
intenciones.
Todo esto plantea con singular fuerza, al examinar aque
lla época, la pregunta de ¿quién tenía el Poder? ¿Quién po
día imponer las decisiones? ¿A qué intereses correspondie
ron las grandes decisiones en el orden nacional?
Una respuesta de cierta precisión exigiría un cómputo
casi matemático que ahora no estamos en condiciones de
hacer. Quede, no obstante, el fenómeno netamente percep
tible de un desfase entre las élites que ocupaban los pues
tos-vértice de ejercicio del Poder (el Poder como institu
ción) y las fuerzas que determinaban las grandes decisiones
(el Poder como dinámica de fuerzas sociales).

181
V. HACIA LA REPUBLICA MODERADA

Premeditadamente hemos puesto la pancarta que anuncia


stop en las cercanías de carreteras de tráfico agitado, al
cumplirse el primer tercio de nuestro siglo. Una estima
ción aproximada lo sitúa hacia el 1° de mayo de 1934. Por
eso, las modificaciones que se operan en el sistema estruc
tural del Poder, las élites y sus bases, se refieren tan sólo,
en este capitulo, al breve período que transcurre entre no
viembre de 1933 y la fecha antedicha; responde, pues, a la
idea de hacia la República moderada, la cual tuvo verda
dera vigencia a partir de octubre de 1934. Corresponde a lo
que el profesor Carlos Seco llama «etapa rectificadora (del
segundo bienio republicano) a cargo de Gobiernos radi
cales» l.
Reanudemos, pues, el hilo de nuestro relato. El 19 de no
viembre tuvieron lugar las elecciones legislativas. En ellas,
por primera vez en España, tuvieron derecho al sufragio
todas las mujeres a partir de veintitrés años de edad.
Una coalición electoral de derechas reunió a la C. E. D. A.,
1 Carlos Seco establece cuatro etapas del segundo bienio re
publicano: a) rectificadora, a cargo de Gobiernos radicales; b)
estallido revolucionario (la CEDA ha entrado en el poder) y
liquidación de sus consecuencias ; c) reajuste de programas, y d)
crisis de octubre de 1935, escándalos que liquidan la República
de derechas.
Véanse sus dos estudios de introducción a las Acotaciones de
un oyente, de W. Fernández Flórez, Madrid, 1962, a los que
hay que referirse varias veces en este capitulo.
183
agrarios, monárquicos y tradicionalistas. Sus slogans elec
torales más importantes fueron: «revisión de la legislación
laica y socializante», «defensa de los intereses económicos
del país» y «amnistía». La carga sociológica de tal progra
ma no tiene necesidad de ser demostrada; las élites de esos
grupos parecían dominadas por el reflejo de «volver hacia
atrás» estructuralmente, o, con más precisión, de «no ir
hacia delante», puesto que no era posible hablar, en puri
dad, de socialización como hecho, sino a lo sumo como ten
dencia; en cambio, la legislación antieclesiástica había he
rido muchos sentimientos, reacción que se podía canalizar
por las élites mencionadas, para amalgamar la oposición
al anticlericalismo y la defensa de unos intereses que no
siempre eran los de millones de católicos españoles.
Por su parte, la izquierda se presentó en orden disperso
a la contienda electoral. Hubo algunas excepciones: la coa
lición republicano-socialista en Bilbao (candidatura de Azaña
y Prieto) y una prefiguración de Frente Popular en Málaga.
La C. N. T. predicó la abstención y la «revolución social»
por "vía violenta, a cuyo ensayo procedió días después de-las
elecciones, como ya hemos mencionado. .
Los radicales tuvieron amplio margen de maniobra y
presentaron, bien candidaturas homogéneas o bien alianzas
con la derecha, según las regiones.
Los republicanos de izquierda que, como hemos visto, no
eran verdaderos partidos modernos, actuaron cada uno por
su cuenta.
En cuanto a los socialistas, «desbordados por su izquier
da», como suele decirse en la jerga política, por la presión
de la C. N. T. y por un partido comunista que se desarro
llaba, fueron a las elecciones con slogans de gran radi
calismo.
Hubo 8.711.136 sufragios expresados, lo que representaba
una participación electoral de 67,46 por 100, algo menor que
la de junio de 1931.
La multiplicidad de coaliciones por provincias hace difí
cil una estimación detallada de los votos por grupos polí
ticos. La más aproximada podría ser ésta:
Bloque de derechas: 3.255.000.
Centro (radicales, «Lliga», nacionalistas vascos, republica
nos conservadores): 1.600.000.
Socialistas: 1.800.000.
Candidaturas de conjunción republicano-socialista : 700.000.
184
Republicanos de izquierda: 650.000.
Comunistas: 400.000.
Las provincias de mayor abstencionismo fueron aquellas
en que la C. N. T. ejercía mayor influencia: Cádiz (62,73
por 100), Sevilla (50,16 por 100), Málaga (49,37 por 100), Bar
celona (39,85 por 100). Hubo también muchas abstenciones
en Huesca (48,53 por 100), Zamora (45,11 por 100) y Ponte
vedra (44,50 por 100).
En cambio, la participación electoral fue muy elevada en
Asturias (99,99 por 100), Navarra (80,54 por 100), Valencia y
su provincia (77,95 por 100), Salamanca (77,24 por 100), Gui
púzcoa (78,87 por 100), Bilbao (78,18 por 100) y Avila (75,1
por 100).
En Madrid votó el 72,02 por 100 del censo; las mayorías
las obtuvieron los socialistas, con 177.000 votos, y las mino
rías, a corta distancia, la coalición de derechas, con
170.000 2.
Se observa fácilmente el equilibrio de fuerzas existente
en el país, tanto si se tienen en cuenta los votantes, como
el total de votos y abstenciones. Un breve examen de geo
grafía electoral nos ayuda a situar las bases sociales de los
grupos en presencia:
Las derechas triunfaron netamente en Valladolid, Paten
cia, Zamora, Salamanca, Guadalajara, Toledo, Cuenca, Cá-
ceres, Navarra, Baleares...
Los socialistas obtenían las mayorías en Madrid, Asturias,
Badajoz, Jaén, Granada y Huelva. En Bilbao, en candida
tura común con los republicanos.
Los radicales ensancharon sus bases electorales tradicio
nales en Valencia, así como en Badajoz y en diversas zonas
de Andalucía y Galicia. La «Esquerra» mantuvo posiciones, a
pesar de una total recuperación de la «Lliga». Los restantes
partidos republicanos de izquierda se habían literalmente
hundido.
El Parlamento (para cuya composición hay que tener en
cuenta que el sistema electoral era una mezcla de mayori-
tario y proporcional) quedó compuesto—el 8 de diciembre—
de la manera siguiente:
C. E. D. A., 115 diputados; agrarios, 36; tradicionalistas,
20; monárquicos, 16; independientes de derecha, 15; nacio
nalista español, 1. Total de la derecha, 203.
2 Todas las cifras electorales están tomadas del Anuario Es
tadístico de España, Madrid, 1934.
1W
«Lliga», 24; nacionalistas vascos, 14; radicales, 102; republi
canos conservadores (Maura), 18; liberal-demócratos, 9; pro
gresistas (Alcalá Zamora), 3. Total del centro, 170.
Socialistas, 60; «Esquerra», 19; acción republicana, 51; ra
dical-socialistas, 7; autonomistas gallegos, 6; federal, 1;
comunista, 1. Total de la izquierda, 99.
El cambio producido en el Parlamento era mucho más
acusado que el de la opinión del país. Sin embargo, convie
ne recordar con Seco Serrano3 que la elección refleja una
«disconformidad con la interpretación republicana del pri
mer benio, pero dista mucho todavía de suponer un repu
dio del Régimen». En efecto, de los diputados citados sólo
los 26 tradicionalistas y de Renovación (T. Y. R. E.) y una
minoría de «cedistas» que es difícil precisar, recusaban la
legitimidad republicana.
Para el objeto principal de nuestro estudio interesa ob
servar cómo de nuevo ocuparon un sector importante del
Parlamento las élites clásicas. Sin hacer una exposición ex
haustiva, algunos ejemplos relevantes ayudarán a la mejor
comprensión de este fenómeno: presencia en los escaños
de Goicoechea, conde de Guadalhorce, conde de Rodezno,
conde de Romanones, marqués de la Eliseda, Ignacio Vi-
Ualonga, Honorio Riesgo, José Félix Lequerica, Mariano
Matesanz (de la dirección de la Confederación Patronal),
marqués de Velasco, Royo Villanova, Cándido Casanueva,
etcétera. Puede decirse que raro era el Consejo de adminis
tración importante que no estaba, de hecho, representado
en el hemiciclo, sin hablar, naturalmente, de los numerosos
portavoces de los grandes propietarios de predios rústicos.
La elección de Calvo Sotelo (que ocupa su puesto tras la
amnistía de 1934) y de José Antonio Primo de Rivera, tiene
preferentemente un alcance político de orden más com
plejo, que no puede identificarse con el de la élite prece
dente. Pero a ella sí que pertenecían también Santiago
Alba (que se afilia al partido radical y es nombrado presi
dente de las Cortes), Portela Valladares (consejero del Ban
co Central, accionista de Minas del Rif y de otras empresas),
Alvarez Valdés, Cambó, Ventosa...
Las élites del poder económico habían entrado de nuevo
por la puerta grande. Convelías representantes de Tas" añTF

" Op. cit., p. 299.


188
gua§ «familias políticas» y de las que aspirabajpja^exlojés-
tas, entre los radicales).
En estas nuevas Cortes los diputados obreros, profesores
y periodistas estaban en neta minoría.
En semejante Cámara el centro era árbitro de la situa
ción. En aquella coyuntura era impensable su alianza con
la izquierda. Debía, pues, llegar a un entendimiento con
la derecha. Pero durante varios meses esta última no tuvo
participación directa en el ejercicio del Poder, como no se
llamase tal a la presencia de un ministro de la minoría
agraria. Y no es que el Gobierno no hiciese la política de
«rectificación» que procedía de las «líneas de fuerza» del
sector de conservación social; es que los equívocos sobre
la adhesión de la C. E. D. A. a la legitimidad acarrearon
los equívocos sobre la composición gubernamental»4.
El 18 de diciembre las Cortes votaban la confianza al si
guiente Gobierno: Presidencia, Alejandro Lerroux (radical);
Interior, Manuel Rico Avello (independiente); Justicia, Ra
món Alvarez Valdés (liberal-demócrata de Melquíades Alva-
rez); Guerra, Martínez Barrio (radical); Marina, José Ro
cha (radical); Hacienda, Antonio Lara (radical); Obras Pú
blicas, Rafael Guerra del Río (radical); Industria y Comer
cio, Ricardo Samper (radical); Agricultura, Cirilo del Río
(progresista de Alcalá Zamora); Instrucción Pública, José
Pareja (radical); Estado, Pita Romero (amigo personal de
Alcalá Zamora); Trabajo, José Estadella (radical); Comu
nicaciones, José María Cid (agrario).
Patronos, abogados de comerciantes y de hombres de ne
gocios, propietarios del campo..., he aquí la tónica del equi-
gcTque empuñaba las palancas del Poder. Sabemos la alta
posición de Rico Avello en los círculos del poder económi
co; en cuanto a Alvarez Valdés, era el secretario general
del Banco Hispano Americano, y Cid (mediante el cual
los grupos de derecha entraban como de puntillas en los
órganos del Poder), un tradicional representante de los

* Carlos Seco Serrano dice—op. cit., p. 311— : «Más de una


vez las Juventudes de Acción Popular revistieron sus manifes
taciones de ritos y símbolos fascistas en torno al «Jefe» ; inne
cesarios alardes que en nada favorecían el propósito estricta
mente legalista de aquél, que habían de suscitar recelos, no sólo
en el sector de las izquierdas, sino en el ánimo del propio pre
sidente de la República.»
187
medios agrarios castellanos. El propio Samper era abogado
importante en Valencia.
En enero presentó su dimisión Rico Avello, desgastado
por la doble prueba de las elecciones y la insurrección
anarquista. Martínez Barrio ocupó el puesto, y entró en
Guerra el notario radical Diego Hidalgo. Pero Martínez
Barrio y Lara no tardaron en desplazarse hacia la oposi
ción de izquierda; su dimisión, así como la de Alvarez Val-
dés, malparado tras un debate parlamentario que llevó con
escasa habilidad 5, dio lugar a la reorganización del Gobier
no: en Gobernación entró el abogado radical Rafael Sala-
zar Alonso; en Hacienda, el veterano del mismo partido,
Manuel Marraco, conocido en los medios patronales de Za
ragoza. Salvador de Madariaga, a quien no hay necesidad
de presentar, tomaba la cartera de Justicia.
Un conflicto con el Presidente de la República (que se
oponía a que los militares monárquicos que habían sido
amnistiados volviesen al servicio activo) dio lugar a una
crisis de Gobierno. Fue otro radical, el abogado valenciano
Ricardo Samper, quien presidió el Gobierno que obtuvo la
confianza de las Cortes el 28 de abril y que debía durar
hasta el mes de octubre del mismo año. Estaba así forma
do: Presidencia, Samper; Estado, Pita Romero; Goberna
ción, Salazar Alonso (impuesto por Lerroux a Samper, se
gún ha escrito el primero); Guerra, D. Hidalgo; Marina, Ro
cha; Justicia, Vicente Cantos; Hacienda, Marraco; Industria
y Comercio, Iranzo; Trabajo, Estadella; Instrucción Públi
ca, P. Villalobos (liberal-demócrata); Comunicaciones, Cid.
Nada había cambiado en sustancia. Durante casi diez me
ses el ejercicio homogéneo del Poder, aparentemente en
manos del grupo radical y de alguna que otra representa
ción, era, no obstante, la resultante de un equilibrio inesta
ble de fuerzas y presiones, entre las cuales tenía el prima
do el poderoso grupo de la C. E. D. A., tanto por su fuer
za parlamentaria como por las relaciones de su élite y su
acción a diversos niveles del país. No se puede decir que

5 Alvarez Valdés dimitió tras una intervención parlamentaria


desafortunada, provocada por una interpelación de Prieto, en
la que destacaba como entre los beneficiarios de la proyectada
amnistía (en la parte de delitos de evasión de capitales) figuraba
don L. G., segundo accionista, según el interpelante, del Ban
co Hispano-Americano y colega del ministro en el Consejo de
Administración de dicha entidad bancaria.
188
se haya tomado en esos diez meses ninguna decisión de
alcance nacional al margen de la C. E. D. A. (salvo el com
promiso con el Gobierno de la Generalidad, en el mes de
septiembre, que fue una de las causas de la crisis); por
consiguiente, las élites de la C. E. D. A., las fuerzas socia
les que se expresaban a través de ella, participaban ya en
el Poder. La C. E. D. A. pedía,Jfi¿ftj&PQ¿er, que, en efecto,
noi tenia; ~pgiu lampocó" estaba al margen -del Poder.
En realidad, desde 1934 se operaron cambios en los di
versos niveles de las estructuras que ejecutan, interpretan
y actualizan las decisiones del Poder que deciden en ciertos
ámbitos; cambios que, desde luego, fueron de mucho ma
yor alcance a partir de octubre de 1934. La designación
de altos cargos permitió el regreso a la hegemonía de las
élites tradicionales; tras la ley de amnistía volvieron a sus
puestos los raros funcionarios sancionados, así como los
militares en análoga situación*.

Evolución de partidos, grupos, etc.


No habría mucho que añadir al artículo precedente so
bre la evolución de los partidos en este breve período de
seis meses si no fuera por la divisoria más neta ahora
entre los que aceptaban la legitimidad, se integraban en el
consenso y los que, al negar rotundamente aquélla, prepa
raban la rotura de éste. Aumentan, en efecto, los grupos
políticos que niegan la legitimidad .y, por consiguiente, el
consenso se va haciendo problemático. Tradicionalismo y
monarquismo de renovación combinan su acción parlamen
taria con la preparación, incluso técnica, de una ruptura
revolucionaria del consenso7. La Junta Suprema Carlista,
instalada en San Juan de Luz, era ya el embrión de un
poder de hecho. Es igualmente de toda evidencia que la
joven Falange Española y de las J. O. N. S. respondía a
unas concepciones que la llevaban a postular otro sistema
de legitimidad.

" Casos tan notorios como el del comisario Martin Bágue-


nas, reintegrado a las órdenes directas del Jefe del Gobierno,
están explicados por éste (Lerroux) en su libro La pequeña his
toria, Madrid, 1963, pp. 368-370.
7 Entre las fuentes más conocidas, opp. cits. de Lizarza (p. 24) y
de Galindo Herrero (p. 142).
189
Pero el caso más importante en aquella coyuntura era,
sin duda alguna, el de la C. E. D. A., que desde el 8 de di
ciembre de 1933 se había convertido en el grupo más im
portante de la mayoría parlamentaria, apoyando con sus
vóíos""a"los gobiernos radicales. El voto favorable de la
C. E. D. A. al Gobierno, en diciembre de 1933, fue explica
do así por su jefe, José María Gil Robles: «No habíamos
tenido parte alguna en el advenimiento de la República;
sinceramente hay que reconocer que lo habíamos visto ve
nir con dolor y temor, pero una vez establecido como si
tuación de hecho, nuestra posición no podía ser más que
una: acatamiento leal al Poder público, dándole todas las
facilidades que fueran precisas para que cumpliera su mi
sión fundamental.» Este punto de vista era una adapta
ción a lo político del expresado por la jerarquía eclesiás
tica (sobre todo en la pastoral de diciembre de 1931). Esta
doctrina había sido recogida en un editorial de El Debate
(15 de diciembre) bajo el título de «Los católicos y la Re
pública», y en otro del 17 del mismo mes : «Tras la doctri
na, la conducta». El primero terminaba así: «En resumen,
y por emplear las mismas palabras del Papa en la Dilectis-
sima Nobis, siempre que queden a salvo los derechos de
Dios y de la conciencia cristiana, los católicos españoles,
en cuanto tales, no pueden encontrar dificultad, puesto que
el Papa no la encuentra, en avenirse con las instituciones
republicanas.» Y en el segundo: «... la C. E. D. A. ha naci
do para defender a la religión, a la propiedad y a la fa
milia contra ese enemigo formidable (la masonería y el
socialismo). Y eso es lo que España le pide que defienda
y salve. ¿Con qué régimen? ¡Con el que sea! ¡Con el que
se dio España por acciones de unos y omisiones de otros!
¡Con el establecido, en fin!»
No se ponía, pues, en cuestión el consenso en cuanto al
régimen, a base de mantener y defender la «legitimidad
social» de siempre y las relaciones entre el Poder y la Igle
sia más o menos como se mantuvieron durante el régimen
constitucional de 1876 y su sucedáneo de 1923. No obstan
te, la mayor parte de los grupos que habían arrastrado el
consenso de 1931 (incluso los conservadores de los grupos
de Maura y Sánchez Román) seguían con desconfianza esta
evolución. Para comprender mejor los matices del proble
ma hay que hacer un esfuerzo de «recreación» del clima
de la época: subida de Hitler al Poder y «noche de los cu
190
chillos largos» (30 de junio de 1930), lucha armada de los
socialistas austríacos contra Dollfuss (febrero de 1934) y
evolución hacia la derecha del régimen de éste; tensión
creciente en Francia (acontecimientos de febrero de 1934);
autodisolución del Centro Católico alemán en el verano de
1933, etc.
En el mismo seno del partido radical se operaban serios
antagonismos: la salida de Martínez Barrio y Lara (que
daría lugar a la creación del partido Unión Republicana)
arrastraba 25 diputados, que pasaban a integrar la oposi
ción parlamentaria de izquierda. En cambio, otros prohom
bres del partido, como el ministro de la Gobernación, Ra
fael Salazar Alonso, se expresaban en términos iguales o
más duros que los portavoces de la C. E. D. A.: «Lo que
pasa en España, en definitiva—decía en el verano de 1934—,
es que se busca a nuestro país como campo de experimen
tación de las doctrinas y procedimientos que ya están en
fracaso en todo el mundo. El no-Estado contra el Estado.
Es el deseo de cumplir los oráculos de Marx cuando ha
blaba de evitar que se repitiera la derrota de la Comuna...
Tiene la República necesidad de un gran esfuerzo para
montar un Estado con eficacia. Cuando los ciudadanos re
ciban la sensación de que su derecho está amparado no
surgirá en ellos el afán de organizarse para defenderse.»
Reflejaba aquí el ministro la realidad española de la época
con una proliferación inquietante de «poderes de hecho»,
con sus órganos de ejecución y de coacción, revestidos de
las diversas etiquetas que las necesidades políticas de unos
y otros aconsejaban más oportunas.
No deja de ser digna de estudio, por su complejidad, la
actitud del partido socialista respecto a la legitimidad y el
consenso. Verdadero «poder de hecho», sólidamente apo
yado en los sindicatos U. G. T., prepara una acción violenta
desde el comienzo de 1934, provocando el apartamiento de
la élite moderada de la dirección de la U. G. T. (Besteiro,
Saborit, Trifón Gómez). Se produce entonces una situación
paradójica, si la enfocamos en las categorías de la ciencia
política. Van a la ruptura revolucionaria del consenso, en
nombre de la legitimidad del régimen de la Constitución,
pero contra la legalidad, contra el propio mecanismo cons
titucional. Se trata, sin duda, de una posición subjetiva;
pero toda legitimidad se funda en la adhesión subjetiva a
una escala de valores socio-políticos que se creen repre
191
sentados o no por el Poder. La tesis de los insurrectos en
potencia es que el mecanismo constitucional, la legalidad,
implicaba un seguro paso hacia formas de gobierno auto
ritarias, radicalmente opuestas a la legitimidad. Podríamos
decir que se argumentaba así, a base de la Constitución
real frente a la Constitución escrita o formal. Cuestión por
demás susceptible de poner en tela de juicio, como puede
colegirse. La paradoja era sublevarse en defensa de la
Constitución de 1931 contra la legalidad puesta en marcha
de esa misma Constitución. Se nos dirá, y con harta razón,
que no todos los miembros de la élite socialista compar
tían ese esquema jurídicc-político, y aún menos los escalo
nes intermedios de su «estructura de poder». Es el caso
que en el programa que elaboraron los socialistas para
caso de triunfar en la revolución no había nada que im
plicase ruptura de la norma constitucional de 1931; pero,
cuando se produjo esa revolución en Asturias, los documen
tos del Comité revolucionario, la creación de una «guardia
roja» en la zona de Mieres, etc., suponían la ruptura total
del orden constitucional y la irrupción de la «legitimidad
de clase».
El caso de la Esquerra de Cataluña, es también harto
complejo. Partido en el Poder autónomo, es gubernamen
tal en Cataluña y de oposición en el plano nacional de Es
paña y en el Parlamento central. Esta doble vertiente re
flejaba la evidente contradicción que había en 1934 entre
el Poder central y el poder autónomo de Cataluña, que
halló su expresión en la querella sobre la ley de Cultivos
votada por el Parlamento catalán.
La paradoja de todos estos grupos (que forman la opo
sición en los años 1934-1935), sin que jamás propusieran la
revisión de la Constitución (lo que sí propuso el Gobierno
en 1935), consistía en que representaban la adhesión a la
legitimidad de fondo, pero recusando circunstancialmente
«la regla de juego», la legitimidad de forma.

Decisiones y conflictos
El exponente del esfuerzo conjugado de participación en
el Poder e influencia de los sectores con poder económico
en el sector primario (agricultura), es el Decreto de 11 de
febrero de 1934, por el que 28.000 agricultores eran desahu
ciados de tierras dedicadas a cultivos intensivos. La apli
19a
cación de esta Ley creaba un serio problema, sobre todo
en Andalucía. Otro Decreto, promulgado cinco días más
tarde, suspendía la revisión iniciada de rentas a pagar por
los arrendatarios rústicos. De hecho—y a veces de dere
cho—, quienes tenían el poder económico en el campo ejer
cían el poder a secas; los órganos del Poder a ese nivel se
guían un reflejo tradicional de estar al servicio de las re
laciones de producción jurídicamente protegidas. Vinieron
entonces los bajos salarios, aquella situación que hizo es
cribir al vizconde de Eza8—refiriéndose precisamente a
1934—que había 150.000 familias campesinas en la miseria.
No se respetaban los salarios mínimos agrícolas de 5,50 pe
setas, se suprimían empleos eventuales, etc. Dos años más
tarde el jefe de la C. E. D. A. decía sobre el particular:
«Fueron muchos los patronos y terratenientes que cuando
llegaron las derechas al Poder revelaron un suicida egoís
mo, disminuyendo los salarios, elevando las rentas, tratan
do de llevar a cabo expoliaciones injustas y olvidando las
desgraciadas experiencias de los años 1931 a 1933.» Desde un
punto de vista estrictamente sociológico, eso no era más
que la respuesta a la cuestión clásica ¿quién tiene el Poder?
Pero esas decisiones chocaron numerosas veces con el
poder de hecho de los sindicatos de la Federación Española
de Trabajadores de la Tierra (U. G. T.), que contaba con
varios cientos de miles de afiliados. El conflicto dio lugar
a una prueba de fuerza: la huelga de campesinos en el mes
de junio.
Una decisión de consecuencias en cuanto implicaba la
reintegración en la estructura administrativa del Poder y
en sus instrumentos de coerción a personas a quienes se
había considerado discrepantes de la legitimidad de 1931
fue la ley de Amnistía, votada el 21 de abril. Su promulga
ción dio lugar a una fricción entre el jefe del Estado y el
jefe del Gobierno, publicándose con una nota sin refrendo
ministerial, en que el presidente de la República exponía
su punto de vista (interpretación laxa del art. 83 de la
Constitución, pero sin ninguna fuerza de obligar, según el
artículo 84). Dicho roce provocó la crisis, solventada por la
formación del Gobierno Samper.
La ley de Amnistía tenía indudable alcance en relación
8 En su libro Agrarismo (1936), citado en Oerald Brenan,
The Spanlsh Ldbyrinth, Cambridge (tercera edición, 1960), pá
ginas 275 y 296.
13 193
con las élites, porque se refería a numerosos miembros del
estamento noble, sancionados en el verano de 1932, y a
otros de la élite económica incursos en actos considerados
como delitos financieros, tales como la evasión de capitales.
En fin, y en el estricto sentido de punto de referencia
sobre la proyección de líneas de fuerza desde el Poder, es
preciso reseñar la ley de 15 de marzo de 1934 aumentando
en mil plazas (y diez de tenientes) las plantillas del Cuer
po de Seguridad, Secciones de Vanguardia (comúnmente
llamado de Asalto) y en mil doscientas las plazas de segun
da de infantería del Cuerpo de la Guardia Civil.
Un serio conflicto entre el Poder central y el poder au
tónomo de Cataluña se inició con motivo—o pretexto—del
voto de la ley de Cultivos por el Parlamento catalán, que
convertía la rábassa morta en censo enfitéutico, daba al
arrendatario el derecho a comprar la tierra después de
dieciocho años de cultivarla (así como los de tanteo y re
tracto) y creaba un tribunal arbitral paritario de propieta
rios y cultivadores. En Cataluña la «Esquerra» había ganado
las elecciones municipales, y tras la muerte de Maciá (di
ciembre de 1933) había sido elegido Companys presidente
de la Generalidad. Este partido estaba en el Poder (gobier
no autónomo), y su sector más intransigente—«Estat Cata-
lá»—tenía el mando de los servicios de orden público y hasta
una fuerza «paralela» los escamots (dentro de Cataluña
estaba en conflicto permanente con el «poder de hecho»
en potencia, que representaba la C. N. T. bajo la élite de
dirección anarquista).
Las fuerzas del poder económico de Cataluña (a través
de la «Lliga») y los grupos de presión, como el Instituto
Agrícola de San Isidro, pidieron al Poder central que en
tablase ante el Tribunal de Garantías Constitucionales re
curso de inconstitucionalidad contra dicha Ley. Así lo hizo
el Gobierno Samper, como uno de sus primeros actos, ini
ciándose un largo período de conflicto y negociaciones que
escapa cronológicamente a nuestro trabajo. El asunto des
bordaba las fronteras de un pleito de Derecho constitucio
nal para penetrar en el volcánico territorio de los grandes
enfrentamientos políticos del país.
Un cronista nada partidario de la Generalidad, Fernán
dez Flórez, decía sin embargo : «La primera verdad en este
asunto es que, otorgada la autonomía a una región, no es
posible negarle el derecho a legislar sobre sus problemas
194
peculiares, específicos, que son el acento de su carácter y
que tienen una fuerza esencial poderosa, como la de aque
lla que se refiere a la propiedad de la tierra.» vy-W**"^1
En el marco estrictamente catalán el problema podía
ser planteado así; los propietarios no participaban en el
poder político de la región, pero, en cambio, tenían la po
sibilidad de ejercer una presión sobre el Poder central,
cosa que hicieron. <£ 't -.Vv
Üna constelación de poderes de hecho dominaba el ho
rizonte nacional: a la concentración de las Juventudes de
Acción Popular aclamando a su jefe (Gil Robles) en la
lonja de El Escorial respondían los sindicatos madrileños
con la huelga general. El verdad, el consenso era cada día
más frágil y la incertidumbre sobre la C. E. D. A. no ha
cía sino aumentar esa fragilidad. En efecto, no era tampor
co la menor paradoja que, mientras ese partido apoyaba
al Gobierno y pedía el Poder por la vía constitucional, el
presidente de sus Juventudes visitase a Alfonso XIII. Sin
duda, era un grupo político muy heteróclito. Comentando el
hecho, ha escrito José Plá: «En su mismo partido el se
ñor Gil Robles se encuentra sometido a postulaciones con
tradictorias. El grupo valenciano, representado esencialmen
te por don Luis Lucia, es de un republicanismo que no
puede discutirse. El grupo que podríamos llamar aragonés
—para subrayarlo con una denominación geográfica—, y
uno de cuyos más destacados representantes es don Ra
món Serrano Súñer, parece tener de la situación política
una visión de onda mucho más larga, mucho menos some
tida a las necesidades de la política inmediata. La unidad
de la C. E. D. A. es, pues, muy precaria, siempre que no
se trata de salir del paso, con la concesión caritativa de
un voto de confianza»9. Sin embargo, entonces como siem
pre existía en cada grupo estructurado el problema de las
élites. Y la función de las élites se define por el carácter
de sus decisiones.
Es, pues, empresa ardua, una definición exacta de quién
tenía el Poder en aquellos primeros meses de 1934, cuando
expiraba el primer tercio de nuestro siglo. La situación de
los mismos órganos del Poder era extremadamente fluida y
el consenso nacional parecía fraccionarse en múltiples sec
tores o pedazos. Apuntaba el alba de los poderes de hecho.
• José Plá : Historia de la Segunda República, tomo III, Bar
celona, 1941, p. 180.
\ 195
VI. UNAS CONCLUSIONES QUE
NO LO SON

En buen cartesianismo, la escalada a la cima del último


capítulo supone que el autor, vuelto hacia el sendero reco
rrido, se pone los dedos en el entrecejo a manera de visera
y otea las trochas, barrancos, mesetas y peñascales que
atravesó, para obtener eso que se llama una conclusión.
Con perdón del cartesianismo, renunciamos a este rito in
telectual en aquello que las conclusiones tienen de esta
blecer verdades definitivamente adquiridas, conceptos «ce
rrados», que no admiten apertura, continuación ni enmien
da. Conclusiones, sí, en cuanto intentamos desprender de
lo estudiado algunas regularidades, algunas interacciones
y conexiones de sentido que, en no pocos casos, son sim
ples hipótesis de trabajo, susceptibles de ser sometidas
con mayor rigor y riqueza de elementos a esa prueba del
fuego que son los hechos en su realidad esencial. Más que
mirar hacia atrás nos encontramos en una especie de mo
desta altiplanicie desde la que se columbran inmensas cor
dilleras a cuyas cimas habrá que acceder mediante la pa
ciente labor de todos. Terminamos, pues, bajo el signo de
la apertura, con la convicción de que el desarrollo de las
ciencias humanas y sociales es tarea infinita de ir dome
ñando nuevos territorios y apropiándose nuevas porciúncu-
las de verdad.
Hemos laborado sobre unos modelos precisos, que se
pueden aplicar o no a otras situaciones, susceptibles todos
de perfeccionamiento. C. Wrigth Mills dijo en su obra pós-
tuma que «un modelo es un inventario más o menos sis
197
temático de los elementos que debemos tomar en conside
ración si queremos comprender una cosa. No es verdade
ro ni falso, sino útil y adecuado a varios niveles». Claro
que un modelo es útil en cuanto sirve para captar e inter
pretar la realidad. La empresa no deja de tener sus quie
bras, porque, como dice Jean Pouillon, «un modelo no es
una estructura, sino una simplificación de lo real que se
intenta para someterlo a las variaciones que permitirán
leer más fácilmente esa estructura»1.
Hemos, pues, intentado trabajar con unos modelos sim-
plificadores de lo esencial del Poder, de los poderes eco
nómicos, de hecho, etc., hincados en su realidad estructu
ral; de las élites o grupos minoritarios en sus relaciones
con las bases sociales y con el Poder. Ello implicaba la
toma en consideración de estructuras tales como Gobierno,
Administración, Ejército, Iglesia, partidos, grupos de pre
sión, clases y subclases sociales, etc., etc. Y decimos «es
tructuras» en cuanto hemos pretendido estudiar las partes
de un todo (la sociedad con su emanación del Poder) como
sistema de relaciones de dichas partes entre sí2.
El sistema no ha sido completo porque imperativos de
espacio y tiempo nos han vedado explicitar los sistemas de
relación con las estructuras económicas, por una lado, y
los sistemas de valores, por otro; es decir, con el subsuelo
y techo «últimos», esquematizados tan sólo en sus cone
xiones.
Tampoco se nos oculta que la representación gráfica o
la formulación matemática a veces intentadas, si bien tie
nen la virtud de la simplificación, adolecen en cambio de
tosquedad para representar e interpretar hechos de los
cuales son protagonistas los hombres. Como dice muy
oportunamente el economista Maurice Godelier, «si se apli-
1 Les Temps Modernes, noviembre, 1966, p. 781.
2 Ello no Implica adhesión—ni oposición sistemática—al es-
tructuralismo, hoy tan de moda. Cuando las aguas «estructura-
listas» vuelvan a su cauce y se sedimente lo que de sólido tra
jo el aluvión de la riada, quedará una importante aportación
a las ciencias sociales. Hoy se meten muchas y muy diversas co
sas en el saco del estructuralismo—en ocasiones hasta antagóni
cas—que corre el peligro de convertirse en una ideología de «re
pliegue social». Preferimos atenernos a lo que recientemente dijo
uno de sus más eminentes representantes, el profesor Claude
Lévi-Strauss : «El estructuralismo no es una doctrina filosófica,
sino un método.»
198
can las matemáticas a un campo de problemas para el que
son todavía demasiado débiles, se corre el riesgo de crear
saberes ilusorios, fantasmas de conocimiento»3. Quede,
pues, bien sentado que las simplificaciones de este orden
intentadas tienen el valor de ensayo y se han utilizado en
los casos aparentemente menos complejos.
Se observará que nuestro estudio de estructuras no hace
desaparecer el factor hombre ni el factor subjetividad (a
no confundir con lo subjetivo individual). Es evidente que
si suprimiésemos esos elementos haríamos desaparecer,
por ejemplo, el concepto de legitimidad y se llegaría a
una confusión grosera entre Poder y simple dominación.
Sólo gracias a la subjetividad del grupo social puede tam
bién distinguirse la autoridad (que implica, por lo menos,
el hábito inconsciente—como dice Weber—de aceptar el
mandato del Poder o el reconocimiento de la eficacia u
otras razones de éste, aunque no se adhiera a su escala de
valores), y la dominación, en la que no se resiste al poder
de hecho por imposibilidad material o por intimidación.
Es imposible olvidar que todo Poder se ejercita con una
intencionalidad axiológica, con una referencia de valores.
Ocioso es recordar a donde lleva la desaparición de los va
lores en el horizonte doctrinal de Karl Schmitt y cuan
«ideológicas» son las doctrinas de la «crisis de las ideolo
gías» y del «tecnocratismo», que, a fin de cuentas, no hacen
sino suprimir unos valores para instaurar otros.

en «las conclusiones que no lo son», es decir, algunos he


chos dotados de regularidad y algunas reflexiones que pa
recen desentrañarse de nuestro trabajo. Teniendo en cuen
ta aquello de que «la ciencia sería superflua si la aparien
cia y la esencia de las cosas se identificasen», si algo lle
gáramos a sacar en limpio del objeto estudiado, sería su
estructura real interna, que suele ocultarse bajo la cáscara
de la estructura superficial aparente: lo real esencial más
allá de lo real inesencial.
El Poder es ejercido aparentemente por un grupo de
hombres (o por un solo hombre en casos excepcionales) a
base de una legitimidad (democrática, carismática, tradi
cional, pactada, etc.) y, en la casi totalidad de sociedades
contemporáneas, de una normatividad. El Poder es ejerci-

3 Les Temps Modernes, núm. cit., p. 857.


199
do, por ejemplo, en nombre de la voluntad nacional o de
la voluntad popular o de una misión histórica o providen
cial; ese Poder es compartido a veces, limitado, dividido,
etc. Esto se dice, se escribe en Constituciones, libros, artícu
los de prensa, penetra en los hábitos mentales de una so
ciedad, etc., etc.
La primera cuestión es que el Poder, en todos los casos,
está ejercido por un grupo de personas; la segunda cues
tión es que no es lojnismo ejercer, el Poder que tenen^l
Poder, como no es lo mismo ejercer la gerencia de una
compañía mediante retribución que dominar el consejo de
administración por mayoría de acciones; la tercera cues
tión es que si el Poder se expresa y concreta por decisio
nes que se imponen a los demás, esas decisiones son siem
pre la resultante de un complejo de líneas de fuerza, aun
en los casos en que la facultad de decidir esté menos re
partida, y que al estudiar esas líneas surge la diferencia
entre poder e influencia. La cuarta cuestión es que el con
cepto de «grupo de hombres» que ejerce el Poder es un
concepto vacío; esos hombres representan una relación en
tre el Poder y otras estructuras; vemos fácilmente cómo
esos hombres pertenecen siémpre a una élite. Pero ¿a qué
élite? Aquí surge una nueva gama de problemas a desen
trañar: en apariencia muchos de ellos pertenecen a la éli
te de un partido político, o son simplemente personas de
renombre, o militares, etc. El estudio de las relaciones es
tructurales de partidos, grupos de presión, clases sociales
y sus respectivas élites nos demuestra—y hemos tenido
ocasión de verlo—que su pertenencia a una élite aparente
es inesencial, es adjetiva, escondiendo su pertenencia a una
élite esencial. Para poner un ejemplo muy conocido, lo
esencial del conde de Romanones no es que perteneciera
a la élite del partido liberal. Hay élites visibles y élites ocul
tas. Se conoce muy bien a los políticos que firman de
cretos, hablan en el Parlamento, hacen declaraciones en
la prensa o en mítines; pero se conoce mucho menos a
quienes deciden o influyen en la decisión sobre qué se va
a invertir, qué tipo de descuento tendrá el dinero, qué
aranceles se votarán, etc., etc. (o, como hemos visto, si
habrá o no papel y qué precio tendrán los periódicos y
los libros). Hay además élites aparentes cuya esencialidad
está oculta. Por ejemplo, la Agrupación al Servicio de la
República no agotaba su esencia en el grupo de intelec
200
tuales que la componía, sino en sus raíces ideológicas que
se pueden estudiar por la clase social, el medio humano y
profesional, la educación e ideas recibidas, etc., que se
identifican fácilmente con las ideas sobre el Estado y la
sociedad de cierta burguesía en el primer tercio de nues
tro siglo. Un caso más fácil, por lo tosco, es el de profe
sionales originarios de la clase media (profesores, aboga
dos, etc.), que se integran en élites cuya función nada tiene
que ver con esa clase (dirección de partidos o de grupos
de presión de clases superiores o de asalariados).
El estudio de las relaciones entre las estructuras socia
les nos muestra que cada élite tiene su base social, así
como cada grupo social tiene su élite. En el primer caso,
si un grupo humano postula como élite sin base social,
tiene una vida breve y se desintegra (en realidad, la citada
Agrupación al Servicio de la República tenía una base so
cial—indirecta—muy endeble; el grupo generacional llama
do del 98 no llegó a ser una élite por eso, aunque sus hom
bres, andando el tiempo, se integraron en diversas élites).
Una élite que se desconecta de su base social está ante la
disyuntiva siguiente: a; Se convierte en oligarquía cuando
tiene el poder o influencia en el poder o participación en el
mismo; usufructúa poder o influencia con exclusión de los
demás y en beneficio de sus propios intereses (puede ser
una oligarquía económica, de linaje, de profesionalización
política e incluso la llamada «tecnocrática», b) Si la élite no
tiene vinculación alguna con el poder, al perder la vincula
ción con su base se convierte en un grupo sin efectividad
socio-histórica.
En el segundo caso la élite se presenta como necesidad
funcional de cada grupo social que vaya más allá de una
reunión momentánea; es un imperativo de división del
trabajo y especialización (la misma burocracia no deja
de ser una élite en relación a la sociedad). Cuando una
élite se consolida, la experiencia nos dice que recluta sus
miembros por cooptación. No hemos encontrado un solo
ejemplo contrario, salvo en los casos de total subversión
—en el sentido doctrinal del término—en que se reempla
zan los valores vigentes (por ejemplo, al final de los años
treinta hay un desplazamiento total de élites en la C. N. T.;
un estudio en profundidad de esos cambios totales nos lle
varía probablemente a la convicción de que se han cam
biado también las bases sociales de Ja estructura en cues
20!
tión; se trata probablemente de un cambio de fuerzas en
la contradicción dominante en el interior de una estruc
tura).
Los ejemplos de relación aparente y relación real pueden
multiplicarse: un grupo de presión o una entidad política
puede presentarse como defensor de la propiedad agraria,
pero sus relaciones de influencia, sus líneas de fuerza ha
cia el Poder, pueden revelar que defiende los intereses de
una superclase de propietarios; otro dice defender los pre
cios de tal producto industrial o agrícola, pero sus pro
pios miembros crean una situación de concurrencia des
igual en el mercado que margina y daña a las pequeñas
empresas del sector, y así sucesivamente.
Precisamente el estudio de los grupos de presión nos
hace distinguir entre aquellos que están sólo integrados
por una élite (por ejemplo: los grandes empresarios de la
siderurgia o del carbón, con lo cual ya deja de ser élite para
transformarse en oligarquía) y aquellos que representan
todo un grupo profesional o una clase (sindicatos).
En fin, a trueque de parecer que se dice una simpleza,
conviene recordar que la clásica distinción entre Constitu
ción real y Constitución formal o escrita no es sino un
ejemplo neto de diferencia entre la realidad esencial y la
realidad inesencial, relaciones aparentes y relaciones rea
les. Esa diferencia se da ya en tiempos de la Constitución
de 1876 y se vuelve a dar en la de 1931.
El estudio del consenso como base de las relaciones en
tre la comunidad y el Poder (aparentemente emanado de
ella o consentido por ella) nos llevaría igualmente a con
siderar la heterogeneidad social e ideológica de esa co
munidad (que se suele presentar acentuando la vinculación
de las estructuras que la forman, pero no las disociaciones
y contradicciones). La comunidad no se relaciona como un
todo con el Poder, sino a través de sus múltiples estruc
turas, con frecuencia antagónicas (clases, capas, formacio
nes diversas, partidos o formaciones análogas sin ese nom
bre, grupos de presión y élites de ese complejo). A través
de sus élites algunas de esas estructuras influyen sobre
las restantes por los canales del Poder y otras por los ca
nales de los poderes de hecho: la propaganda (desde la
manipulación a la persuasión), la intimidación (y el em
pleo de la fuerza si el caso llega), las costumbres y hábitos
mentales, toda clase de representaciones, conceptos e imá
202
genes que constituyen una «conciencia social» (condiciona
da por la manera de estar inserto y de vivir en sociedad)
son otras tantas fuerzas que actúan para formar el con
senso o para romperlo, para sostener una legitimidad o
para crear una «alternativa de legitimidad». El proceso de
formación de esa franja superestructural es una tarea del
conocimiento científico en la que apenas se ha hecho más
que trazar los lineamientos generales.
Por lo pronto, el examen de los hechos nos ha demos
trado la existencia de dos tipos de legitimidad (y no nos
referimos ahora a la diferencia entre legitimidad sobre el
fondo y legitimidad sobre la forma o lo medios): la que
se refiere a la fuente del Poder, del derecho a mandar y
decidir, y aquella que se refiere a la ordenación jurídica
de las estructuras sociales, que implica el concepto de lo
que el Poder entiende por orden social. Vimos formulada
esta legitimidad con notoria claridad por Cánovas del Cas
tillo. Más adelante, la necesidad de obtener siempre el
consenso ha hecho que no se exponga con tanta crudeza.
Sin embargo, cada decisión del Poder revela cuál es la le
gitimidad vigente. Así ocurre, por ejemplo, que el cambio
de legitimidad de 1923 no acarreó ningún cambio de esta
segunda legitimidad; tampoco el de 1931 (nos referimos al
Poder y no a poderes de hecho localizados), y tan sólo la
Constitución abrió un estrecho portillo hacia otro tipo de
legitimidad social.
Los límites históricos de nuestro trabajo no nos han per
mitido llegar al fenómeno de identificación casi total entre
Poder político y poder económico que se da en muchas
sociedades contemporáneas. Contra lo que se suele decir,
no se trata, en esos casos, de que la economía se pone al
servicio del Poder, sino todo lo contrario; los instrumen
tos del Poder al servicio de la economía, o más exactamen
te, de quienes monopolizan la propiedad de los medios de
producción. En el «Estado desbordado» de que habla el
decano Vedel, aparecen, junto a los órganos clásicos de de
cisión (normación, mantenimiento del orden, administra
ción de justicia, defensa, relaciones exteriores, hacienda, a
los que poco a poco se fueron agregando servicios como
la enseñanza, las comunicaciones, etc.), otros de radical no
vedad, cada día más vastos: de planificación o programa
ción, de emisión y crédito, de empresas estatales y mixtas,
de comercio exterior, de información, de transportes, de
203
urbanismo, etc., además de los organismos estatales o pa
raestatales de asistencia y seguridad social, de investiga
ción científica, de prensa, radio, televisión, etc., etc. Podría
decirse que si el Estado parece desbordado el Poder pare
ce desbordar.
Hemos tenido ocasión de anotar interesantes anteceden
tes de este progreso, sobre todo a partir de 1923. Por otra
parte, el modelo hispano nos ha ofrecido desde un tiempo
relativamente remoto la práctica, cada día más desarrolla
da, de la independencia táctica del órgano impropiamente
llamado ejecutivo y de la administración en relación a los
órganos colegiados llamados representativos, creando así
una más de las múltiples ficciones del Poder.
Igualmente hemos tenido ocasión de encontrar ejemplos
de un núcleo de poder distinto del institucionalmente nor
mado (es más, según esa norma, sujeto a aplicar e inter-
pletar en todo caso las decisiones de los órganos supre
mos) que toma decisiones capaces de tener consecuencias
fundamentales para toda la comunidad (casos de órganos
de nivel intermedio en la Cataluña de los años 1918-1922,
operaciones en Marruecos en 1921, por no citar sino ejem
plos obvios). Sin embargo, no hay ejemplos en nuestro
estudio de lo que vulgarmente suele llamarse «un Estado
en el Estado» (caso del C. I. A. norteamericano, apresamien
to del avión de Ben Bella, etc.). Está por hacerse un estu
dio riguroso de esos «órganos ocultos del Poder», de sus
relaciones estructurales, su eventual ideología (o desideolo-
gización), etc. Y todavía más imperativa parece una praxis
innovadora susceptible de incidir sobre las relaciones au
ténticas—no las aparentes—entre la sociedad, sus diferen
tes formaciones y el Poder4.
La relación aparencial entre sociedad y Poder, en la ma
yoría de los Estados contemporáneos, supone que éste de
pende de aquélla, de la colectividad que existe en el mar
co normativo y físico del Estado. Una vez más entran en
liza las mixtificaciones (aplicar el mismo concepto a dos
objetos reales diferentes es la vía más común de la mixti-
* Obsérvese que en esta expresión decimos «formaciones socia
les» y no estructuras, para evitar el peligro de olvidar que, en
definitiva, el hombre existe y decide. Llegará el día en que, pasa
da la confusión actual, se disipe el equívoco: la evidente realidad
estructural no impide que, dentro de sus condicionamientos, el
hombre tenga la facultad de elegir y decidir.
204
ficación), porque no es lo mismo que el Poder emane del
pueblo, que resida en el pueblo, y aún menos—cosa impo
sible—que lo ejerza el pueblo. Lo que se ha llamado «Estado
burocrático-representativo» es para algunos «un sistema
que, por un lado, hace de la Administración pública y del
ejecutivo una fuerza prácticamente independiente en rela
ción a las asambleas electivas y que escapa al control de
éstas, y que, por otro lado, no establece entre las asam
bleas y las masas representadas una relación de carácter
orgánico y permanente que evite que la institución repre
sentativa se reduzca a una delegación de poder hecha a las
asambleas y, en definitiva, al aparato burocrático y guber
namental» 5.
Lo hemos visto. El Poder lo ejercen esos órganos y, en
realidad, las élites—o las oligarquías, si el caso llega—que
los encarnan. Y aun cuando hemos descubierto esta pri
mera esencialidad, nos queda por excavar en otra capa
geológica para llegar a otra realidad esencial soterrada: la
relación de las élites que ejercen el Poder con aquellas
otras que o bien toman por sí mismas las grandes decisio
nes o bien influyen en las que toman los órganos del Po
der. ¡Qué lejos y qué borrosa queda la relación aparencial
de las Constituciones escritas o de tanta trasnochada de
claración de principios, verdaderas antiguallas en relación
al nivel actual de las ciencias sociales y humanas!
Al llegar a este punto quisiéramos mencionar lo que a
nuestro modesto entender constituye una de las claves de
comprensión de nuestra historia: la evolución de las éli
tes, agrupadas por familias y por conexiones de familias,
en esa combinación estamental y de clase, que es un rasgo
esencial de nuestra historia en la segunda mitad del si
glo xrx y primer cuarto del xx. He aquí un dato esencial
para conocer la realidad del Poder que, desde luego, en un
estudio imprescindible de historia totalizada se inserta en
esa gran contradicción entre las estructuras de una Espa
ña arcaica y las que reciben el impacto socio-económico
—y demográfico y espiritual—de las inexorables transforma
ciones de un mundo en marcha. Nuestros instrumentos de
trabajo han sido forzosamente limitados; pretendemos, no
obstante, que pueden tener la validez de su planteamiento.
El estudio de las bases sociales de esas élites familiares
0 Peetro Ingrao: La crisis de las instituciones representati
vas, Roma, 1963.
305
en el contexto del desarrollo de las fuerzas de produc
ción, de la cristalización de las relaciones de producción,
de las formas específicas que adquiere en España la trans
formación tecnológica y económica entre los dos siglos
(energía eléctrica, grandes plantas, exigencia de grandes
inversiones, sociedades anónimas, interferencias recípro
cas de bancos e industria, aglomeraciones industriales-urba
nas, agudización del abismo entre campos y ciudades, etc.),
y por otro lado, en el contexto de las relaciones de Poder,
se nos presenta como inexcusable introducción al ulterior
«devenir» de la historia de España.
Si las ciencias humanas y sociales han de incidir en la
práctica social y no reducirse a simple entretenimiento
especulativo, cabe vislumbrar su tarea para suprimir la
dicotomía entre relaciones aparenciales y relaciones esen
ciales del Poder. Si (por tomar uno de los ejemplos posi
bles) el consenso se inclina a la legitimidad de raíz demo
crática la cuestión residirá en la participación real de la
comunidad en las decisiones del Poder. Pero no es posible
que esta participación se realice más que por tres conduc
tos: la adopción colectiva de grandes decisiones, caso ex
tremadamente raro; el control de las decisiones de los ór
ganos del Poder; la iniciativa de abajo a arriba. Un meca
nismo de intercambio entre representantes y representa
dos, la participación de extensos núcleos de éstos en las
plurifacéticas tareas de los órganos de gestión (la gama
es extensísima y va desde la enseñanza hasta la urbaniza
ción, pasando por las instituciones de crédito, los órganos
de decisión de las empresas nacionalizadas o mixtas al
nivel mismo de decidir la inversión y el empleo de los ex
cedentes, las instituciones paraestatales de asistencia y se
guridad social, etc., etc.), la vertebración y articulación
del Poder en sus distintos niveles territoriales y la parti
cipación activa de los grupos humanos llamados «organis
mos sociales intermedios». Se trata, en suma, de posibili
tar la participación de la colectividad (mediante control,
iniciativa o cogestión) en todos los niveles del Poder, tanto
para tomar las decisiones como para actualizarlas, concre
tarlas y darles efectividad. Si Montesquieu, que es un ade
lantado de la sociología política, sugirió un mecanismo de
controles, que fue largo tiempo aplicado con mayor o me
nor perfección, ese mecanismo se ha revelado ya como
206
simple relación aparencial; la hora ha llegado, no de rom
per el equilibrio, sino de sustituirlo por otro mecanismo
de controles y contrapesos literalmente ceñido (collé diría
mos en francés) a la realidad estructural.
Sabemos bien que precisamente en nombre del progreso
científico (cibernética, teoría de la información) se dice
que la colectividad no podrá desempeñar ninguna función
activa en la adopción de las decisiones. No compartimos
ese punto de vista. Sobre dicho asunto coloquiaban hace
poco más de un año un sociólogo—Joffre Dumazedier—y
un profesor de economía—Jean Bernard—. Decía el prime
ro: «¿Cómo van a cambiar las relaciones entre poder téc
nico y poder político, y que significará la participación de
las masas, en una sociedad enteramente racionalizada, elec-
tronizada?» A lo que Jean Bernard respondió: «Es proba
ble que se llegue al momento en que máquinas electróni
cas preparen, previamente al debate, los elementos mismos
de éste... Pero discusión y decisión subsistirán, en un pla
no más elevado. Parametrar un modelo supone que se
tienen ideas sobre los valores que pueden tomar los pará
metros y sobre su significación económica y política; es
coger y decidir entre varios «óptima» en presencia no es
cosa que pueda confiarse a un modelo: la decisión sigue
siendo un gesto político.» El acto decisorio seguirá siendo
atributo esencial del hombre, porque no hay decisión sin
referencia a una escala concreta de valores. El gran peli
gro que se vislumbra es que las élites del Poder monopo
licen los instrumentos de «investigación operacional», crean
do con tal fin una «ideología anti-ideológica» de mitifica-
ción de la ciencia y de la técnica. Jean-Luc Godard nos
ofreció una anticipación de esa aberrante situación en su
film «Alphaville».
Nuestro tema se agota, por el momento, aquí. Las con
clusiones, como ha podido verse, son, más que otra cosa,
hipótesis de trabajo. Trabajo imprescindible a que cada
español, dentro de sus posibilidades y «circunstancia» per
sonal, debe sentirse urgentemente convocado. Porque la
comprensión de nuestra realidad histórica y sociológica no
es tarea de élites, sino de hombres a secas. Que «por mucho
que valga un hombre—decía y repetía don Antonio Macha
do—nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre».

207
INDICE

Págs.
Introducción 7
¿Qué entendemos por Poder? 8
Grupos de presión 16
I. El poder y las élites en la Monarquía parlamentaria. 21
Primer período: 1901-1916 21
Conflictos y decisiones 56
II. El Poder y las élites en la Monarquía parlamentaria. 71
Segundo período: 1916-1923 71
Los Gobiernos 73
El Parlamento 74
Modificaciones en las élites 78
Los partidos políticos 84
La Iglesia 90
Protagonismo castrense 90
Grupos de presión 97
Elites de orientación 100
Las decisiones 104
Conflictos de Poder 108
III. De la Dictadura a la República (1923-1931) 115
Los Gobiernos 118
Las élites y el Poder 120
Administración y Ejército 123
Los partidos 126
Grupos de presión 133
Elites de orientación 136
Las decisiones 137
Los conflictos de Poder 141
209
Págs.
IV. Primera etapa ra la República (1931-1933) 153
Cortes y Constitución 155
Los Gobiernos y las élites 159
Los grupos políticos 168
Grupos de presión 171
Las decisiones socioeconómicas del Poder 175
El Poder y los poderes autónomos regionales ... 177
Los conflictos de Poder y la ruptura del con
senso 179
V. Hacia la República moderada 183
Evolución de partidos, grupos, etc 189
Decisiones y conflictos 192
VI. Unas conclusiones que no lo son 197

210
Acabóse de imprimir este libro
HISTORIA Y REALIDAD DEL PODER
(El Poder y las «élites» en el primer
tercio de la España del siglo xx),
de Manuel Tuñón de Lara,
en los talleres Artes Gráficas Benzal,
de Madrid, el día 28 de junio de 1967.

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