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Palma, critico literario, filólogo

e historiador

Cuando Palma publicó sus primeros artículos de critica li-

teraria, bien acercade escritores coloniales o de contemporáneos


suyos, produjo sensación. Nunca, hasta entonces, se había lle-
vado a cabo labor tamaña entre nosotros. Los ensayos anterio-
res a él, fueron muy poca cosa. Y así es como la de Palma pare-
ció una obra gigantesca y abrumadora. Hoy, en cambio, después
de las sesudas páginas de Menéndez y Pelayo y de la tarea aplas-
tante de José Toribio Medina, ¡cuan deslucidos nos parecen los
estudios de don Ricardo ! Cómo exagera, y cuántas omisiones co-
¡

mete en lo que atañe a nuestra literatura virreinal por la que


sintiera tanto desdén! Tan es así que, haciendo un balance del
entusiasmo de antaño y la frialdad de hogaño ante los juicios
críticos de Palma, preciso es decir que su gran mérito consiste
en haber sido el precursor, el Bautista de la crítica literaria en
el Perú.
Entre los que se empeñaron en la fatigosa tarea de excavar
en nuestras letras, en esta verdadera obra de arqueología litera-
ria, Palma es de los meons perezosos. Pero, si, en su época, ganó

tantos admiradores, menester es no olvidar que, también, fué


contemporáneo suyo el erudito argentino don Juan María Gu-
tiérrez, autor de páginas admirables sobre Caviedes, las poetisas,
Peralta, Barco Centenera y muchos otros literatos de la Colo-
nia; y, si, al lado de los juicios críticos de Lavalle, Mendiburu
o Polo, los de don Ricardo son formidables aciertos, no es la
misma su situación ante Gutiérrez, quien sabía penetrar en el
fondo de las obras, que estudiaba con verdadero ahinco y, más
que con ahinco, con amor.
Palma hizo un enorme servicio a las letras nacionales, pu-
blicando las poesías de don Juan del Valle Caviedes, acerca del
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cual escribió breves líneas, y las actas de las sesiones de la aca-


demia de Castell-dos-Ríus, constelación de vaciedades y despro-
pósitos (Documentos Literarios" de Odriozola, Lima, 1873, to-
mo V; "Flor de academias", Lima, 1899). En el Prólogo de "Flor
de Academias" formuló su opinión acerca de las letras coloniales,
completando y, en cierto modo, rectiñcando los juicios que ha-
bía expresado doce años antes, en el Discurso pronunciado en la
inauguración de la Academia correspondiente de la Lengua.
("El Ateneo", 1887, tomo IV, p. 133). Había cometido, enton-
ces, varios errores, como decir que el caudal literario del siglo
XVI fué escaso "por no decir nulo", lo cual es inexacto, ya que
en la segunda mitad de dicha centuria hubo una gran cantidad
de escritores, muchas de cuyas obras se han perdido; pero, no
ha sido tanta la pérdida como para formular semejante asevera-
ción. Enumeraba, asi mismo, como coetáneos, a Centenera (1535-
1605?) y a Ojeda (i57i?-i6i5) junto al Conde de la Granja (1636-
^717)5 y llamaba "Polo Antartico" al "Parnaso Antartico" de
Diego Mexia de Fernangil. No ocurre lo mismo en su prólogo
a "Flor de Academias". Se echa de ver, al punto, que Palma ha
estudiado mucho, y, aunque poco avanza sobre lo que acababa de
decir Menéndez y Pelayo, su prólogo es un ameno resumen de
las letras coloniales. Peca, sin embargo, de injusto al negar la
feminidad de Amarilis. Palma era demasiado imaginativo y ca-
recía de facultad analítica. Por eso, al no creer en que era mujer
el anónimo del "Discurso en loor de la poesía" —
a quien antoja-

dizamente bautizó con el nombre de Clarinda hizo extensiva
su negación a Amarilis, tan tierna, tan sincera y tan mujer.
Los artículos críticos de Palma sobre El Ciego de la Mer-
ced, Barco Centenera y Terralla son de los más verídicos que
salieron de su pluma; e igualmente meritorios son los que de-
dicó a "Los plañideros del siglo pasado", a los vítores, y a las
improvisaciones del jaranista padre Chueca infatigable en eso
de bailar zamacuecas y marineras y en rasguear la guitarra. Al-
guna que otra inexactitud bibliográfica hay en el estudio sobre
los plañideros, y en el de Terralla omite una obra inédita del
travieso versificador andaluz, obra que don Ricardo debió cono-
cer en los largos años que desempeñó la dirección de nuestra Bi-
blioteca. Conozco, además, el insignificante prefacio que puso a
les Memorias de Llano Zapata (Lima, 1904), y algunos juicios
autógrafos que Palma estampó en muchos libros coloniales, por
ejemplo, aquel en que considera a "Armas Antárticas", inédito
también, como algo digno de olvido e inferior a "Lima Funda-
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tía", cosa muy discutible, pues, salvo los poemas de fray Juan
de Ayllón y de Rodrigo de Valdez, nada hay más soporífico en la
literatura .del Virreynato que la "Lima Fundada" de Peralta.
Escribió, también, un prólogo para "Artículos, poesías y co-
medias" de Segura, (Lima, 1885), haciendo reminiscencia de su
juventud de bohemio y aplaudiendo la comicidad y el criollismo
de nuestro Bretón de los Herreros. En "La bohemia de mi tiem-
po" (Lima, 1886), don Ricardo hizo el elogio de su generación.
En ella no hubo mediocres, a juzgar por lo que dice Palma. En-
cariñado con su mocedad, para todos los que, entonces, fueron
sus compañeros de aventuras tiene un elogio fervoroso. Me ha-
ce recordar este libro el Canto de Calíope de Cervantes, donde
»1 que menos rivaliza con Homero. Tiene, sin embargo, algunos

aciertos. Cuando dice de Salaverry que era detestable como au-


tor dramático y que "el último de sus dramas es siempre peor
q^e el anterior", no hace sino sentar una gran verdad. Exacta,
también, su opinión sobre Althaus: fué el más académico de los
poetas de la época. Cuanto a González Prada, que acababa de
romper su mutismo y había pronunciado su célebre discurso en
el Ateneo, don Ricardo decía de él que era un "joven literato

llamado a conquistarse gran renombre" jY tanto! Como que Pra-


da ha llegado a ser un símbolo de lucha y rebeldía, una bandera
de combate en la isla de San Balandrán, donde los hombres tie-
nen en las venas agua, en vez de sangre, y huyen de las palabras
deñnitivas como los demonios de las leyendas sagradas ante los
exorcismos de los santos.
Hay qui««es piensan que no se puede citar el nombre de
Prada al lado del de Palma; pero yo me complazco en establecer,
nó el paralelo, que eso es imposible, sino la divergencia. Por
ejemplo, cuando habló de Castelar, don Ricardo, después de alu-
dir a la proverbial castidad del gran orador y de hacer elogios
de su verbo, sostuvo que, como político, era don Emilio "una
ilustre calamidad" y que moriría de fraile. Prada nó. Prada ha-
ce más. Prada no entiende de términos medios. O el elogio o la
diatriba. A Castelar le toca la diatriba, y hay que oír a Prada:
Castelar "habla como los otros digieren .... su elocuencia se pa-
;

rece a la de Mirabeau como la espuma del champagne al hervide-


ro de un mar en tempestad ; . . es tambor mayor del siglo
el

XIX;. todo en él prueba la


. . atrofia de los órganos viriles o la
perversión del instinto genésico." Cuando trata de Valera, Pal-
ma con notable injusticia lo considera superior a Pereda, el pai-
sajista más grande que haya tenido España, y a Galdós, el más
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eminente novelista de la Península. Y Prada, en cambio


Oídlo: "al leerle ( a Valera), nos acordamos de los viejos ver-
des, que tienen unas cuantas mechas de pelo, las dejan crecer,
las dan mil vueltas, las pegan con goma y piensan haber oculta-
do la calva". Y he aquí a lo que yo quería llegar. Palma y Prada
no se excluyen: se integran. No se debe decir que éste es menos
peruano que aquél. Ambos son igualmente peruanos. Se trata,
solamente, de limeñismo. Palma, a fuer de buen limeño, es bur-
lón y mordaz; Prada es la fuerza, el insulto leal. La gracia de
don Ricardo está al alcance de todos. La fuerza de Prada es in-
comprensible en una tierra de anémicos. Lo que en el uno es
sonrisa, en el otro es rugido. Cuando aquél tiende la mano cor-
dialmente, éste pega un zarpazo.
Así es Palma. En sus juicios literarios pone demasiada in-
dulgencia, y sólo de este modo se explica que elogie un estilo
farragoso y propicio a caídas y tropiezos como es el del general
don Manuel de Mendiburu. El ídolo de su juventud fué Zorri-
lla, y no son pocas las alabanzas que le dedica en "Recuerdos de

España", libro en el cual encomia, además, al prodigioso don


Marcelino Menéndez y Pelayo, a Campoamor, a Núñez de Arce,

a la Pardo Bazán y contra el desdén de don José Joaquín Al-

vez Pacheco, el inolvidable personaje de Queiroz a Cánovas del
Castillo.
Elogia en demasía. De la poetisa ecuatoriana Dolores Vein-
temilla se ocupó en un artículo sensiblero, trascribiendo muchos
párrafos de Blest y Gana e innumerables versos de la poetisa. A
Pastor Obligado, a Mitre, a Zorrilla de San Martín y a cien es-
critores más les dedicó artículos encomiásticos. Sobre el loco
Quiroz escribió una semblanza, y loó a la señora Matto de Tur-
ner, a Constantino Carrasco y, en una palabra, a todos los con-
temporáneos de los que tuvo que hablar. Empero, cuando Cho-
cano publicó Azahares (1896), Palma tuvo un reparo que oponer-
le. — —
"Prefiero le dijo en usted el poeta objetivo, trascendental,
razonador, filosóñco, que se inspira en ideales que a la humani-
dad toda interesan, el poeta del Sermón de la montaña, por
ejemplo, deslumbrador, varonil, impetuoso, al poeta de las veleida-
dades y af eminamientos amorosos". Y tuvo razón. El Chocráneo de
entonces, melenudo y teatral, escribía muy malos versos, dignos
de la prisión en que le encerró el gobierno de Cáceres el año
94. Sólo que Palma se equivocó al predecir al bardo que su por-
venir estaba en la poesía trascendental, razonadora y filosófica;
debió decir, simplemente, en la poesía civil.
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Como bibliógrafo no descolló, tampoco, Palma. Ahí está la


severa rectificación que el erudito español don Francisco Rodrí-
guez Marín hace a "El Quijote en América" de don Ricardo
(vide: Rodríguez Marín, "El Quijote y don Quijote en Améri-
ca", Madrid, igii); y aún no habrán olvidado muchos, la polé-
mica entre Palma y el marqués de Laurencin, a propósito de La
Ovandina.
Es inútil insistir en otros aspectos de la crítica de Palma.
Basta apuntar que su característica con los contemporáneos, era
la extremada indulgencia y, con los escritores coloniales, e! des-
dén más profundo. El mismo escribió que, en achaques litera-
rios, su espíritu "estaba más dispuesto a la benevolencia que a
la censura amarga". Pero, esto no rezó con los literatos de la
Colonia.
No obstante su edad y su condición de académico, don Ri-
cardo no fué hostil al modernismo. Ya en "Recuerdos de Espa-
ña" decía: "Si todos los jóvenes de la nueva escuela se llamaran
Salvador Rueda, Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera o Ju-
lián del Casal, sin duda que rompería yo, sin escrúpulo, un par
de guantes aplaudiéndolos". Alabó a Lugones en un artículo de-
dicado a Alberto Navarro Viola y, en carta dirigida a Zorrilla
de San Martín, estampaba estas palabras: "cuando leo poetas co-
mo Eduardo de la Barra, Rubén Darío, Guillermo Prieto, Rafael
Pombo o Rafael Obligado, poetas con fisonomía propia, digá-
moslo así, se fortifica mi fé en que el dominio del porvenir lite-
rp.rio está reservado para nuestra joven América". No era otra,

en definitiva, la idea de González Prada y de los más recalci-


trantes anticlasicistas. Palma, sin el vigor ni la voz atronadora
de Prada, insinuaba la necesidad del modernismo y de crear el
americanismo literario. Hizo más. Siendo académico presentó
una larga lista de palabras usadas en América, para que fuesen
incorporadas al léxico de la Academia. Pesaba demasiado la ti-
ranía de los señores puristas; sólo que en nuestro continente
hablábamos y seguimos hablando como mejor nos viene en ga-
na, sin dársenos una ardite la opinión de la Academia.
Palma filólogo, continuó la obra de Juan de Arona, y fué
verdaderamente revolucionario. A Prada le obsesionó la misma
idea. Más la diferencia entre ambos está en que el uno proponía
palabras nuevas y el otro quería, no sólo traer nuevos vocablos,
sino reformar los existentes y renovar la sintaxis misma; mien-
tras don Manuel anhelaba que la revolución viniese de afuera y
derrumbara la Academia, don Ricardo creía que en el mismo se-
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no de ésta podía comenzar la reforma, para extenderse después.


A Prada lo cegaba su furia destructora. Palma no podía librarse
de muchos prejuicios, y por eso iba tan lento.
Esta labor de filólogo hállase condensada en "Neologismos
y Americanismos", (Lima, 1895), en "Papeletas Lexicográñcas"
(Lima, 1903) y en algunos artículos como Gazapos oficiales y
otros. Profusa colección de americanismos son estas obras; co-
lección de palabras nuestras que nadie podrá olvidar,
mal que les pese a los señores académicos que, poco a poco, han
ido incluyendo en el léxico algunos de los vocablos propuestos
por Palma, muchos de los cuales habían sido enumerados ya
por Juan de Arona en su "Diccionario de peruanismos'*, (1883).
Recuerdo en este momento, unas pocas palabras de las muchas
que mencionó Palma: aporrear, candelejón, empavar, mangan-
zón, resondrar, presupuestar, tambarria, mataperro, pajarero, el

giro "salir a espetaperros", y el indestructible verbo disforzarse


(considerado antes por Juan de Arona), que, como dice don Ri-
cardo, "morirá con la última limeña disforzada", vale decir:
con la última limeña.

la obra novadora de Palma filólogo,


Preciso es no olvidar
porque da medida de su carácter y rati^ca el concepto
la

revolucionario que los americanos tenemos del lenguaje. O


se aceptan nuestros giros o, de una vez, daremos las espaldas
a la Academia, cortando esa especie de cordón umbilical que nos
mantiene unidos a España. Fombona ha dicho muy bien que nos
toca a nosotros, los americanos, desandar el camino de Colón y
llevar a la Península nuestra cultura, nuestro entusiasmo y
nuestra fe.

La tradición malogró a Palma para la historia. Cuando qui-


so escribir historia, escribió tradición. Verdad que él mismo lo
ha dicho: "el tradicionista tiene que ser poeta y soñador; el

historiador es el hombredel raciocinio y de las prosaicas reali-


dades". Debió escribir nuestra historia, pero medió la tradición.
Hermanando ambas pudo iniciar la novela histórica en el Perú.
¿No ha dicho él que en el incendio de Miraf lores se quemó el
manuscrito de una novela suya, titulada "Los Marañones"?

El gracejo y la poesía lo echaron a perder para la historia.


Sus errores provienen de esa ligereza para juzgar los hechos, de
su incapacidad para compulsar datos, de su viva imaginación.
Me hace recordar una frase de Anatole France: cuando Palma
. .

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no tiene sino una fuente a que acudir, dice la verdad; cuando


son varias las que tiene que compulsar, comienza la mentira.
Sus Anales de la Inquisición de Lima (1863), como mate-
rial para un estudio más amplio, serían muy apreciables, si no
estuvieran salpicados de tantos chistes, que llevan la descon-
fianza al ánimo del lector, y si Medina no hubiera publicado su
monumental obra "Historia del Santo Oficio de la Inquisición
en Lima" (Santiago de Chile, 1887, 2 volúmenes)

Acierta, en cambio, en su con el jesuíta Cappa


polémica
que, tan despechugado como era, probar que los con-
quería
quistadores fueron muy clementes porque engendraron hijos en
las pobres indias. Si a la violación y al estupro se les llama bon-
¡

dad, los compañeros de Pizarro fueron santos! Lo malo es que


Cappa ha hecho escuela; y en un Boletín de la Unión de Labor
Nacionalista, celebrando la fiesta de la Raza del año 1917, se re-
petir su argumento.
Como meras curiosidades, puede citarse los ?Ttírulos de Pal-
ma sobre las corridas de toros y las peleas de gallos, sus anota-
ciones a los "Apuntes históricos" de Mendiburu (Lima, 1902) y
a los Anales del Cuzco. Sus "Siluetas" de los conquistadores
son pobrísimos ensayos de biografía, con escaso fundamento
histórico y hechos a base de mucha fantasía y de ninguna inves-
tigación. Donde, sí, acierta Palma es en las tradiciones sobre
el Demonio de los Andes. Falsas o nó, ellas caracterizan admira-

blemente al feroz Carvajal y, a mi juicio, son esas páginas de


tradición más verdaderas que la propia historia. También, re-
cuerdo el prólogo que don Ricardo puso a "Reminiscencias his-
tóricas del Ecuador" por Benjamín Lama (1894), en el cual ma-
nifestaba su antibolivarismo
Después de los Anales de la Inquisición, el estudio histó-
rico de más aliento emprendido por Palma es el titulado "Bolí-
var, Monteagudo y Sánchez Carrión". En él, mejor que en nin-
gunr otra parte, se muestra los defectos de Palma para historiar.
Su odio al Libertador lo ciega hasta extrem,os deplorables; y, a
fuerza de fantasía, pretende desentrañar el misterio de la muer-
te de Sánchez Carrión. Nada más lógico y, a la vez. más injusto
que su odiosidad contra Bolívar. El Libertador fué, sin duda al-
guna, un genio, un verdadero genio con todas las cualidades y
los defectos de tal. Sólo que al Perú le tocó la mayor parte de
éstos, los defectos, y muy poca de aquéllas. Esa fué nuestra
desgracia: Bolivia y Guayaquil lo testimonian.
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Creo inútil insistir más sobre Palma historiador. Lo único


que precisa fíjar es que sus cualidades de tradicionista, lo echa-
ron a perder como historiógrafo. Y, sin embargo, ¡qué libros
habrá que despierten más vivamente la afición por la historia
patria que las Tradiciones de don Ricardo!
La vida de Lima no podía ser descrita por la grave Clio. Pa-
ra contar las mil y una incidencias de la existencia capitalina,
para hablar de las tapadas y relatar las pendencias de frailes, pa-
ra murmurar de los amoríos de los virreyes y de las calaveradas
de los marquesitos engreídos, no era admisible la voz de Clío.
Sólo en la tradición cabe nuestra historia, llena de travesuras,
sensual y jaranera, bajo las apariencias de religiosidad.
La historia de Lima está en las Tradiciones. Palma era el

símbolo de nuestra ciudad; era una Encar-


tradición viviente.
naba el espíritu travieso de los limeños "mazamorreros", de los
limeños de pura cepa, noveleros y juguetones, siempre dispues-
tos para la broma y, también, para el perdón. Su muerte nos ha
asombrado por eso, porque lo creíamos inmortal. Con él hemos
perdido nuestra última reliquia: se ha quedado sin alma nuestra
vieja ciudad.

LUIS ALBERTO SÁNCHEZ.

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