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Una de las tendencias más claras del arte contemporáneo ha sido su renuncia al objeto por
privilegiar el proceso del cual surge el hecho artístico. Es un terreno donde importan más los
procesos formativos y de constitución que la obra terminada, donde se subraya el polo mental,
donde como ha dicho Duchamp, el arte se concibe no tanto como una cuestión de morfología
como de función, no tanto de apariencia como de operación mental, donde lo que interesan son
los proyectos, los procesos, las relaciones, los juegos mentales, las asociaciones, las
comparaciones, donde se desplaza el énfasis sobre el objeto a favor de la concepción, donde la
ejecución es irrelevante.
Este cambio de énfasis del polo material al mental ha tenido como una de sus principales
damnificadas a la pintura, cada vez menos presente en la escena actual. Sin embargo, mientras la
pintura más se apaga, la sensibilidad contemporánea ha presentado una vigorosa reconexión con
el dibujo. No se trata sólo del dibujo expandido, ese que ha buscado salirse de los soportes y
materiales tradicionales para llegar al diseño, la arquitectura, los comics, la ilustración, el graffitti,
la pintura sobre el cuerpo, el computador, el internet; sino del dibujo esencial, el del lápiz sobre el
papel que hoy después de 500 años se está practicando vigorosamente, sin prejuicios ni pudores
de anacronismo, como si recién se hubiera descubierto
El dibujo como un acto mental y manual, inmediato, formal, sintético, develador, profundo,
esencial, con una materialidad mínima, siempre en proceso, autónomo, subjetivo, radicalmente
bidimensional se ha manifestado con estas características a lo largo del viaje que emprendió desde
los apuntes del maestro italiano Leonardo da Vinci en el siglo XVI hasta las hojas sueltas del
dibujante colombiano contemporáneo José Antonio Suárez. En el interregno se han presentado,
sin embargo, hiatos grandes como el del expresionismo abstracto donde el dibujo pareció agonizar
sólo para resurgir potente en una época poshistórica como la nuestra, afecta precisamente a la
idea, al concepto, a la síntesis, a la desnudez, al develamiento, a los procesos, a lo inacabado.
Para un artista como Bernardo Ortiz este hecho es claro: “Más que establecer un hito que rompe
entre pasado y presente se trata de buscar que en el arte contemporáneo lo que permanecía
oculto tras el objeto, se haga más explícito. A veces son más importantes los procesos que ha
tenido que seguir un artista para producir un resultado. Seguir esos procesos es la obra. Y el
resultado es simplemente una consecuencia. En el arte tradicionalmente el dibujo era como el
estado previo a la obra, a la pintura o a la escultura. De alguna manera esa historia que tiene el
dibujo contiene la idea de proceso. El dibujo no necesita actualizarse mucho en este sentido. El
dibujo tiene como implícita esa noción de proceso”.
Ortiz es sobre todo un dibujante, aunque de ninguna manera figurativo: no representa objetos ni
imágenes conocidas. Su manera de abordar el dibujo es, en todo el sentido de la palabra,
contemporánea. En el arte tradicionalmente el dibujo era el estado previo a la obra, a la pintura o
a la escultura. Cuando estos objetos artísticos aparecían, el dibujo se desvanecía, quedaba en la
trasescena. Pues a Ortiz lo que le interesa es precisamente esa trasescena, lo que hay detrás, las
prácticas, los caminos, los procesos: cómo se llega a un destino, no tanto el destino en sí mismo. Y
el dibujo se presta, como ninguna otra herramienta, para estos efectos. Por eso en lugar de
reproducir miméticamente imágenes del mundo, Ortiz se concentra en los procesos que hacen
posible el dibujo. Por ejemplo, una premisa del dibujo es que es una multiplicidad de puntos,
entonces él la exagera y llega a dibujar una sucesión de 116 puntos en el lapso de 38 días
ininterrumpidos. Lo hizo durante un viaje, en el que como una especie de diario personal trató de
repetir durante todos los días una sucesión idéntica de puntos. Pero, como él mismo lo dice,
“nadie se baña dos veces en el mismo río”. Y, a pesar de las apariencias, ningún dibujo terminó
siendo igual al otro. Cada uno se producía en una ciudad distinta, con un estado de ánimo
diferente, a veces llovía, a veces era verano, el fondo musical cambiaba. Así, esta serie de puntos
se convierte en un documento silencioso del transcurrir del tiempo. Ortiz quiere dejar huellas en
él, marcas, y convierte al papel en el soporte que hace posible dibujar estas cicatrices. “El papel es
la ventana al mundo que me interesa trabajar, en la que transcurre mi universo”, dice.
Los colores
Kandinsky
Se observa pues que en el fondo de cada pequeño problema, y en el del mayor problema de la
pintura, se halla siempre el factor interior. El camino en el que nos movemos actualmente y que
constituye la mayor felicidad de nuestra época, es el del despojo de lo externo para oponerle su
contrario: la necesidad interior. El espíritu, como el cuerpo, se fortalece y desarrolla con el
ejercicio. El cuerpo abandonado se vuelve débil e impotente, y lo mismo le sucede al espíritu. La
intuición innata del artista es un talento evangélico que no debe enterrar. El artista que no hace
uso de sus dotes no es más que un esclavo perezoso.
Por lo tanto es necesario, y en ningún caso nocivo, que el artista conozca el punto de partida de
estos ejercicios, que consiste en la ponderación del valor interior de su material con una balanza
objetiva; es decir, en nuestro caso, en el análisis del color, que tiene que actuar sobre distintas
personas.
Tomamos primero los colores aislados y los dejamos actuar sobre nosotros según un esquema
muy simple y planteando la cuestión de la forma más sencilla posible.
Así pues, cada color posee cuatro tonos clave: I. caliente que puede ser 1) claro o 2) oscuro; II. frío
que puede ser 1) claro o 2) oscuro.
El calor o el frío de un color viene determinado -en líneas generales- por su tendencia hacia el
amarillo o el azul. Esta distinción se realiza en un mismo plano; el color conserva su tono básico,
pero con un mayor o menor acento inmaterial o material. Se trata de un movimiento horizontal
que se dirige hacia el espectador cuando el color es cálido y que se aleja de él cuando es frío.
Los colores que producen el movimiento horizontal de otro color, están determinados a su vez por
ese mismo movimiento, poseyendo además otro simultáneo que los distingue claramente por su
efecto interior. Se constituye así la primera gran antimonia según el valor interior. La tendencia de
un color al frío o al calor tiene una importancia interior enorme.
La otra gran antinomia se basa en la diferencia entre el blanco y el negro, los colores que producen
la otra pareja de tonos clave: la tendencia a la claridad o a la oscuridad.También aquí se produce
un fenómeno de acercamiento o alejamiento respecto del espectador, pero ya no en forma
dinámica sino más bien estática (véase el gráfico I).
Wong