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“Desde hoy contamos con una vergüenza menos y una libertad más. Los
dolores que quedan son las libertades que nos faltan. Creemos no
equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando
sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana”.
La palabra dice tanto que solo convoca al mutismo. Solo escucharla como se
escucha a Beethoven.
Esa pasión resucitada por los fervores decimales de la datación histórica que,
apenas pasados eventos y conmemoraciones, se volverán apenas una
pequeña llama cuidada por muy pocos.
Algunas preguntas recorren la mudez del desatino. O del destino, vaya uno a
saber.
¿La Reforma era burguesa? Posiblemente. Muchos aseguraran que sin duda.
¿Y?
¿La Reforma era para la Universidad? Allí se quedó, renga y dolida. Iba más
lejos y sabía que si no salía de la vieja Casa de Altos estudios se volvería una
ilusión primaveral.
¿La Reforma era Doctrina? No. Ni un poquito. Era denuncia y propuesta. Era
señalar y actuar. Pero, ante todo, era iniciar un camino donde la traza era
desconocida y el destino final claro: una sociedad más justa.
La Hora Americana era la sociedad más justa. Los ecos de la helada estepa
rusa y el polvoriento México acunaban la esperanza.
A 100 años de la parición reformista, en una fría tarde cordobesa donde el sol
solo alumbraba, se iniciaba la jornada de cierre de la ¿celebración? de la
reforma.