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ALGUNAS CONSECUENCIAS DE LA ESCOLARIZACIÓN

MASIVA *

Las políticas educativas deben necesariamente articularse con


las económicas y las sociales para poder lograr un acceso más
igualitario al conocimiento. La escolarización masiva sola no
alcanza.

por EMILIO TENTI FANFANI

Durante los últimos quince años aumentó considerablemente la cantidad de inscriptos en la


enseñanza de nivel medio, en toda América Latina. El viejo colegio secundario se masificó
en un contexto social donde también se expandieron diversas formas de exclusión social.
En estas circunstancias, las discusiones sobre política educativa están plagadas de sentido
común interesado. Muchos “expertos” y funcionarios de los ministerios de educación de
América Latina han llegado a preguntarse si los pobres “pueden aprender”. Así formulada,
esta pregunta puede tener cualquier respuesta, lo cual es una prueba de que se trata de una
falsa pregunta o una pregunta mal formulada. En las notas que siguen proponemos algunas
reflexiones acerca de las condiciones y consecuencias de la masificación de la escolaridad
en la educación secundaria.

Los pobres no son todos iguales

En primer lugar, ¿a qué nos referimos cuando hablamos genéricamente de “los pobres”?
¿Acaso todos son iguales? Cuando se dice que una gran proporción de alumnos de la
enseñanza media del Gran Buenos Aires viven en hogares con ingresos por debajo de la
línea de la pobreza, ¿se dice algo más que una verdad aritmética? Es obvio que no basta
esta característica general común para definir las condiciones sociales del aprendizaje.
Además del ingreso per cápita, una familia tiene otras cualidades importantes: por ejemplo,
un nivel educativo determinado, una trayectoria, un tipo de vínculo entre sus miembros, un
capital acumulado –ahorros, bienes, propiedades–, una cultura, una conexión con las
creencias religiosas, una determinada red de relaciones sociales (amistades, parentesco,
etc.), una localización geográfica, un tipo de vivienda. Todas estas cualidades o “variables”
no son “secundarias” a la hora de determinar qué capacidad tiene una familia de invertir en
educación. Esto lo saben bien los maestros, que por su función social tienen más elementos
para distinguir tipos de pobreza que los sociólogos que hacen estudios macrosociales.

Los docentes saben mejor que nadie que una misma circunstancia adversa (por ejemplo, el
desempleo y la caída de los ingresos) incide de distintas maneras sobre las actitudes,
comportamientos y respuestas de las familias en relación con sus hijos y su desempeño en
la escuela. La disminución de los ingresos, de hecho, no necesariamente tiene que tener
consecuencias en la experiencia escolar de los hijos. Obviamen-te el tiempo que se
prolongue la situación de escasez material puede determinar diferentes respuestas. No es lo
mismo ser un desempleado reciente o intermitente que ser un desocupado crónico y de
larga data. No es lo mismo ser un desempleado pobre en relaciones que un desempleado
rico en capital social y por lo tanto con apoyo familiar. Lejos de ser insignificantes, estos
matices son los que marcan la diferencia en materia de comportamientos y modos de
transitar las situaciones de crisis y dificultad.

Ahora bien, lo cierto es que los pobres de América Latina están cada vez en peores
condiciones para acompañar y sostener la escolaridad y el aprendizaje de sus hijos. A su
vez, el sistema educativo, pese a los programas compensatorios (comedor escolar,
programas de becas, etc.), poco puede hacer para contrarrestar la pobreza de las familias.
Cuando se evalúa la calidad de la educación, se observa una constante sociológica: los más
ricos en capital (económico, cultural, social) tienen mejores oportunidades de aprender y
desarrollar conocimientos valiosos en los diferentes ámbitos de la vida. ¿Esto quiere decir
que la escuela es impotente para romper el círculo vicioso de la pobreza? Ni tanto ni tan
poco. Una fórmula simple puede servir para responder a la cuestión: sin la escuela no se
puede, pero la escuela sola no puede.

Sin la escuela no se puede

Es cada vez más evidente que en las condiciones actuales del desarrollo social no se puede
construir una sociedad más justa e integrada sin la escuela. En efecto, resulta para todos
claro que la riqueza de las sociedades y el bienestar de las personas dependen de la calidad
y cantidad de conocimientos que hayan logrado incorporar y desarrollar. El conocimiento
es un capital cada vez más estratégico para producir y reproducir la riqueza. Pero, si es un
capital, ¿por qué extraña razón tendría una distribución más igualitaria que, por ejemplo, la
tierra, los activos, el dinero? Algunos creen que es un recurso que está igualmente
disponible para todos, pero esto es una ilusión. Es cierto que los medios masivos de
comunicación e información –Internet, por ejemplo– ponen al alcance de la mano más
productos culturales (obras de arte, textos, fórmulas) que cuando libros, cuadros, etc.,
estaban concentrados en determinados lugares físicos y lejos del alcance de las mayorías.
Hoy pareciera ser que todo el saber acumulado por las disciplinas está disponible para
quien pueda pagar el costo de unas horas de Internet. Pero para hacer uso de Internet (lo
mismo que para leer un libro) no basta tener acceso a la red, hay que saber qué es lo que se
quiere, hay que saber entender y dar sentido a la información, en síntesis, hay que tener
conocimiento. Este requiere aprendizaje, lo cual es un trabajo muy complejo y exige de una
combinación de condiciones y recursos que no están igualmente disponibles para todos. Por
otro lado, el aprendizaje estratégico que les permite a los sujetos aprender durante toda la
vida, requiere el auxilio de una institución especializada: la escuela. Por eso, para mejorar
la distribución del conocimiento, la escuela es necesaria.

Pero la escuela sola no puede

El aprendizaje es el resultado de un proceso para el que es preciso contar con determinadas


condiciones sociales que la escuela sola no puede garantizar. Si se quiere construir una
sociedad más igualitaria, no basta contar con una política educativa adecuada, sino que es
preciso articularla con políticas económicas y sociales. En ese sentido, la interdependencia
entre el desarrollo educativo, el desarrollo social y el desarrollo económico de nuestras
sociedades nos obliga a replantear la visión clásica de las políticas públicas.

Ahora bien, toda reforma educativa, por buena que sea su intención, fracasará ante los
límites que la exclusión social pone a cualquier intento de democratizar el ingreso y el
aprendizaje en las instituciones escolares. Solo una estrategia integral (¿por qué no volver a
la idea de “plan estratégico de desarrollo integral”, con las necesarias adecuaciones a los
tiempos actuales?) puede contribuir a que la sociedad sea más rica, más igualitaria y
también más libre.

Sin ella, seguirá reproduciéndose el estéril y paralizante ciclo de voluntarismo educativo-


decepción-retorno del pesimismo pedagógico. Por eso, no basta con insistir en colocar el
tema del conocimiento en el centro de las políticas sociales, sino que es necesario también
procurar que ocupe un lugar prioritario en cualquier estrategia realista de desarrollo
económico nacional.

El drama de la exclusión cultural

Por último, es necesario tener en cuenta que estar excluido de la cultura no es lo mismo que
estar excluido de los bienes materiales. En la sociedad argentina actual, pese a las carencias
y desigualdades de conocimiento y de aprendizaje, son pocos los que demandan y están en
condiciones de “exigir” “Matemáticas” o “Lenguaje” (menos aún, “Física” o “Química”).
Ha habido movimientos sociales a nivel nacional y también local que pedían al Estado la
fundación de escuelas o la ampliación del número de “bancos” escolares. Pero no es lo
mismo la demanda de escolaridad que la demanda de conocimiento. Nuestras sociedades
han sido mucho más eficientes en extender la escolarización que en desarrollar
conocimientos socialmente valiosos en todas las personas. Vale la pena recordar que es más
fácil construir escuelas en todo el territorio nacional que desarrollar el aprendizaje en las
personas. Lo primero exige voluntad política y recursos. Lo segundo, ni siquiera sabemos
muy bien cómo hacerlo, y además requiere de recursos humanos, institucionales,
pedagógicos, etc., que es preciso desarrollar y no simplemente “invertir”.
Lo cierto es que no existe propiamente hablando una demanda “natural” de conocimiento, o
bien existe de un modo muy desigual. En realidad estamos en presencia de una paradoja:
los que más capital cultural tienen son los que más demandan y exigen. En el extremo, los
más desposeídos de cultura son quienes están en peores condiciones de demandarla. Y esto
también refuerza el círculo vicioso de las desigualdades. Creer que se puede romper este
círculo apelando a una política educativa “centrada en la demanda” (política que supone
que esta demanda existe y es un “dato” y que únicamente hay que proveerle información
para que se movilice) es una ilusión. Solo la voluntad colectiva de construir una sociedad
más justa puede sostener políticas de igualdad. En este sentido, la escuela pública es uno de
los últimos resabios del Estado Benefactor. Su presencia masiva en el territorio la convierte
en una poderosa herramienta de política pública y, como tal, es un bastión de los valores
colectivos que es preciso no solo defender, sino incluso fortalecer y expandir. Más que
subordinar la oferta a una demanda (inexistente o defectuosa), es preciso partir de la
política. Es necesario redefinir el sentido mismo de la obligatoriedad escolar establecida
por nuestros padres fundadores (que eran liberales, pero de ninguna manera partidarios del
espontaneísmo ingenuo). Lo que debiera ser “socialmente obligatorio” es el conocimiento y
no la escolarización. Y hoy nuestras sociedades pueden definir en forma democrática cuáles
son los conocimientos fundamentales que es preciso desarrollar en las nuevas generaciones
para garantizar su inserción. •

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