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Homenaje a Juan José Saer

EL ARTE DE
NARRAR
Por Beatriz Sarlo




A 11 años de la muerte del autor, en coincidencia con el


lanzamiento del “Año Saer”, Beatriz Sarlo publica “Zona
Saer”. En este capítulo, la escritora muestra cómo el autor
santafesino se constituye en la ruptura con Jorge Luis Borges.
Cómo polemiza con él, desde la admiración y el
reconocimiento. Adelanto del libro recientemente editado por
la universidad chilena Diego Portales.

Matar a Borges

Saer invitó a Borges a Santa Fe. Raúl Beceyro evoca ese encuentro (único
hasta donde se sabe), que tuvo lugar en 1967 ó 1968:
“Saer, que era asesor en cuestiones culturales del COVEIQ, entidad que
organizaba una rifa destinada a solventar el viaje de estudios de los
egresados de la Facultad de Ingeniería Química, trajo a Borges para que
diera una conferencia en Libretex, una librería que estaba en San Martín al
2100. En esa ocasión, al parecer, Saer y Borges estuvieron conversando
antes y después de la conferencia.

En aquel momento, a pesar de que ya había escrito casi toda su obra,


Borges no tenía ni remotamente el reconocimiento público que tuvo años
después, e incluso entre los intelectuales de izquierda se criticaba a Borges,
a causa de su conservadurismo político. La admiración que Saer (y Gola)
tenían por Borges, era una anomalía para sus amigos de Buenos Aires.
Recuerdo en alguna ocasión a alguno de ellos preguntar, extrañado: ‘¿qué
le veían a Borges en Santa Fe?’.

Traer a Borges a Santa Fe en ese momento era, al mismo tiempo, un acto


de coraje y una declaración de principios. De esa manera Saer contribuía a
hacer de su ciudad un lugar mejor, más hospitalario y más exigente”.[11]

Saer recuerda un breve y borgeano diálogo de ese encuentro. El tema


habría sido Paul Valéry y las reticencias, bajo la forma del elogio,
expresadas por Borges en su nota necrológica sobre Valéry publicada
en Sur:“En Santa Fe, una tarde de 1968, es decir treinta y ocho años
después de las primeras reticencias, durante una caminata (Borges) se
detuvo bruscamente y me lanzó a quemarropa: ‘¿No le parece una grosería
de parte de Valéry llamar ‘Cabeza’ (Teste) a un señor muy inteligente?’. [12]
En Punto de Vista (revista a la que llamó, durante muchos años, el “destino
natural” de algunos de sus textos), Saer publicó un ensayo sobre
Gombrowicz, cuyas inexistentes relaciones con Borges compara con la
desdichada ocasión en que Proust y Joyce se encontraron en una comida,
encuentro en cuyo transcurso (así resume Saer el juicio de Joyce) Proust
parecía interesado solo por las duquesas y Joyce por sus mucamas. No es
necesario aclarar de qué lado caen las simpatías saerianas en esta síntesis
malévola. Pero el ejercicio comparativo pone de manifiesto que Gombrowicz
y Borges le interesan con la misma fuerza, en un paralelo donde Saer
resume las inclinaciones de ambos escritores:

“Hay otro punto inesperado en el que coinciden: la atracción por ‘lo bajo’. El
culto del coraje, la predisposición a entrevistar proxenetas diestros en el uso
del cuchillo y a ver en los diferendos entre matones de comité un
renacimiento de la canción de gesta, equivalen en Borges a la inclinación de
Gombrowicz por la adolescencia oscura y anónima de los barrios pobres de
Buenos Aires, en la que parecía encontrar la expresión viviente de uno de
sus temas fundamentales”.[13]

Leído con cuidado el paralelo está atravesado por una diferencia explicitada
en la ironía con la que Saer caracteriza los “temas” borgeanos y el tono
serio de la frase que describe los de Gombrowicz. Esta diferencia en los
tonos no es una casualidad. Saer encuentra puntos comunes entre Borges y
Gombrowicz: el gusto por la provocación, que es también un gusto saeriano
del que no se priva incluso cuando escribe sobre Borges.

También lo ejerce a destajo en su ensayo “Borges francófobo” (a propósito


de la primera edición de los Textos cautivos, las crónicas publicadas por
Borges en El Hogar en los años treinta). El número de autores de lengua
inglesa considerados por Borges le parece a Saer que alcanza las “fronteras
de la obsecuencia”, coherente con sus ideas políticas ajustadas a las
doctrinas del Foreign Office. Borges prefiere autores de segundo orden; y su
mirada benevolente sobre Pound, Joyce y Eliot no excluye la crítica, ni
alcanza nunca la admiración que Borges siente por (y aquí Saer enumera
con sarcasmo): Ellery Queen, Louis Golding, Countee Cullen, Edna Ferber,
mientras que se ensaña con Breton y desdeña a Baudelaire.

Nora Catelli ha señalado, con razón, que “Saer siempre utilizó seriamente la
tradición literaria”.[14] Podría decirse: a diferencia de Borges.

Entre los borradores, hay una corrección de Saer a Borges, escrita también
en 1990, año de la publicación de “Borges francófobo”, con la sugerencia de
que Borges no se había dado cuenta del sentido de su propio relato “Pierre
Menard escribe el Quijote”. Anota Saer: “Pierre Menard, ante todo una sátira
y el personaje principal una caricatura. B. pensaba que intentar escribir
nuevamente el Quijote no era un acto de heroísmo literario sino un
esnobismo o una estupidez”.[15] Importa poco si Borges pensaba lo que
Saer creyó que pensaba sobre Menard. Quiero decir, importa poco si tiene
razón Borges escritor o su lector Saer. Tampoco importa si Saer se
equivoca al atribuir a Borges un juicio equivocado sobre su personaje. Más
interesante es el hecho de que Saer haya considerado que Borges pasó por
alto el “acto de heroísmo” de Menard, que Saer sí supo reconocer en el
cuento escrito por el escritor que critica.

Saer piensa que Borges redujo a caricatura lo que él, Saer, considera un
acto heroico. Lo critica por una visión mezquina y por su espíritu de sátira.

Obviamente, la frase es contra Borges, no contra el relato que le permite a


Saer disentir fuertemente con su autor. Anotada al pasar, en un Cuaderno,
la frase de Saer merece ser tomada en cuenta. Es una polémica con Borges
que se filtra entre la inevitable admiración y el reconocimiento.

Saer tampoco tiene problemas en afirmar que los cuentos del Informe de
Brodie, excepto el que le da título al libro, no le parecen buenos; y que los
poemas de los setenta no le interesan. La cuestión a resolver es si, antes de
esos últimos libros de Borges, Saer ya temía que su admiración por Borges
fuera un tributo demasiado pesado para su propia literatura. Borges
habilitaba dos movimientos que, claramente, no le interesan a Saer: la
imitación o la exégesis repetitiva. Ya se había cumplido el deseo expresado
por Cortázar: escribir en la lengua de Borges; y el deseo inexpresado pero
que lo magnifica: escribir en una lengua propia, que fuera reconocible como
castellano rioplatense, pero que no cargara con demasiadas marcas
costumbristas (que Borges, a través de sucesivas correcciones, fue
borrando de su propia literatura, tachando algunas veces sus mejores
hallazgos).

Borges era central para los escritores que eran también buenos lectores
(que es el caso de Saer). Por tanto, esa centralidad debía desplazarse para
que esos buenos lectores pudieran realizarse como escritores. Como
sucedió en Francia con Sartre, era preciso matar a Borges (y seguir
leyéndolo).

Ni Juan L. Ortiz ni Antonio Di Benedetto planteaban este problema. Ninguno


de ellos ocupaba el lugar de Borges en la literatura argentina. No era
necesario defenderse de ellos sino defenderlos. En la reedición española
de Zama, por Alfaguara en 1979, la contratapa, firmada por Augusto Roa
Bastos, se refiere a la prisión y la tortura que sufrió Di Benedetto en esos
años. Y señala: “En esta franja siniestra que dejó tras de sí la violencia en la
inmolación colectiva, sus libros dejaron de leerse como otra mutilación
simbólica. Él mismo fue olvidado como tantos otros héroes anónimos de las
letras argentinas.” Muchos años después, Martín Kohan, en su prólogo
a Declinación y Ángel, publicados en Buenos Aires, por Gárgola, en 2006,
vuelve al silencio que rodeó la obra de Di Benedetto, y lo llama “escritor
secreto”, aunque las cosas han ido mejorando y Kohan nombra, en primer
lugar, a Saer, cuya “prédica tempranamente lo señaló como una referencia
medular”. El otro escritor que menciona Kohan es Sergio Chejfec, que
escribe después de la muerte de Di Benedetto. Como en el caso de Juan L.
Ortiz, Di Benedetto, durante décadas fue un escritor cuya originalidad había
que sostener. Requería convicción y olvido de las modas en la difusión de la
literatura. A partir de los años setenta, Borges, además de un escritor
genial, se convirtió en una moda y en un vademécum (una especie de taller
de escritura que, por otra parte, era sencillo leer con los instrumentos de la
teoría de la intertextualidad).

En cambio, aunque tenía quince años más que Saer, Di Benedetto


necesitaba de Saer y sus amigos santafesinos y rosarinos (pienso en Noemí
Ulla) para ser leído. No era una competencia sino un partido que había que
ganar. Martín Kohan señala con razón que Di Benedetto se consolidó a
medida que Saer se consolidaba. Como en el caso de Osvaldo Lamborghini
o de Zelarayán, fueron los jóvenes (Germán García, Luis Gusman) quienes
consagraron a sus precursores. Lo mismo hizo la revista Martín Fierro, en la
década de 1920, con Macedonio Fernández.

El caso Borges es diferente. Cuando Saer empieza a escribir ya Borges era,


para un circuito de entendidos que se ampliaba año a año, el más grande
de la literatura argentina. Borges necesitó del premio Formentor para dar el
salto internacional (anunciado en el número que le dedica la
revista L’Herne y las traducciones de poemas en Les Temps Modernes). A
su gloria occidental contribuyó Foucault y las decenas de reportajes que lo
presentaron como un autor inmensamente citable. Borges se universalizó
en los setenta. Pero, antes, ya era considerado uno de los grandes en el
Río de la Plata. Con ese hombre había que vérselas, sobre todo si se sabe
que es a partir de él y de Joyce, Faulkner y Arlt que se escribieron algunos
relatos de En la zona. Y Saer lo sabe.

Insinuación y juicio

Hay otras dos citas que me gustaría traer a la cuestión Borges y Saer. La
primera está en las “Hojas sueltas” escritas entre finales de los sesenta y los
setenta, sin fecha precisa. En un fragmento sobre Flaubert y el esteticismo,
Saer recuerda la afirmación de Borges de que lo más interesante de
Flaubert es su correspondencia. En este juicio que, sin duda, disminuye a
Flaubert, Saer cree que Borges ha encontrado una justificación:
“Creo que fincar el valor de la obra de Flaubert en su correspondencia, es
aceptar un complot común en la literatura de nuestro tiempo: la de
escritores de talento muy dudoso que justifican su propia obra por medio de
trabajos críticos, manifiestos, explicaciones, prólogos, etc.”.[16]
Borges formaría parte de este complot, lo cual ya sería grave. Pero también
puede interpretarse que Borges es uno de esos escritores. La ambigüedad
de la frase saeriana puede deberse al borrador. Pero un borrador también
es lo que queda de un momento de sinceridad inevitable, que un texto
corregido perfeccionaría y atenuaría. La frase de Saer se abre a dos
interpretaciones de Borges y ninguna de las dos lo favorece. Saer escribe
acá algo que no hará público pero que hoy conocemos.

Algunas líneas más abajo, es Saer quien opina: Flaubert es un “burgués


reticente”, un escritor rentista (es decir no acuciado por la falta de dinero)
que puede elegir lo que quiere decir y lo que va a dejar oculto. En un mismo
párrafo da este giro. Y reconoce “el aporte de Flaubert al progreso de la
narración”, aunque antes que él Balzac ya lo había hecho todo. Casi podría
decirse que el párrafo que anotó y nunca publicó Saer tiene respecto de
Borges y respecto de Flaubert las mismas tensiones irresueltas. Es un texto
de pliegues e insinuaciones, que revela una distancia temprana y, al mismo
tiempo, una doblez.

En 1991, Saer publica El río sin orillas. Borges nuevamente, pero, en este
caso, no hay ambigüedad. Saer apresa a Borges en un doble juicio: primero
sobre su imaginario; luego sobre su política. Borges es un caso donde “por
nostalgia, se ha pasado a la exaltación”. Como miembro de un linaje,
idealiza el pasado de donde proviene. Y, para desautorizar el pasado del
cual Borges sería un nostálgico, Saer cita a Alfred Ebelot, cuando afirma
que los comandantes de frontera (entre los que menciona al Coronel
Borges) responden a los intereses del partido que los había nombrado,
dirigen las elecciones, vigilan opositores y acechan la opinión pública
adversa. De inmediato, pegado a la cita de Ebelot, Saer concluye:

“Si esta promoción al rango épico de un agente electoral es comprensible


por razones de familia, otras estilizaciones de Borges son más
problemáticas… El famoso culto del coraje –leitmotiv deprimente de la
literatura argentina, de los dislates criollistas del tango– es un
prolongamiento xenófobo de una actitud que, ante las transformaciones
sociales producidas por la inmigración, finge atribuir un valor mitológico, con
connotaciones éticas superiores, a la violencia sórdida y banal de la época
patriarcal. Confortablemente instalado en su biblioteca de la calle Maipú, a
pocos pasos del Círculo Militar, al que, dicho sea de paso, de tanto en tanto
iba a dar alguna conferencia, Borges añoraba en tono elegíaco esos duelos
a cuchillo supuestamente caballerescos que representaban para él una
serie de valores que la nueva sociedad había perdido como consecuencia
de la inmigración”.[17]

Saer ya puede decir todo. Especialmente en ese libro atravesado por


ramalazos de cólera que es El río sin orillas. Ya no siente que debe ningún
tributo salvo a sus afectos más profundos, a sus inclinaciones primordiales,
como Juan L. Ortiz. El resto de la literatura es un campo de batalla, donde la
estética, la ideología y la historia tienen todos los derechos.

Notas

[11] R. Beceyro, “Para Juani”, en El poeta y su trabajo, número 20, otoño


2005, p. 16.
[12] 12 “Borges francófobo”, El concepto de ficción, p. 35.
[13] El concepto de ficción, Buenos Aires, Ariel, 1997, p. 29.
[14] N. Catelli, “El presente de la escritura. Sobre ‘La grande’ de Juan José
Saer”, en Punto de Vista, número 84, abril 2006, p. 10.
[15] Papeles de trabajo II. Borradores inéditos, Seix Barral, Buenos Aires,
2013, p. 321.
[16] Papeles de trabajo II. Borradores inéditos, Buenos Aires, Seix Barral,
2013, p. 53.
[17] El río sin orillas, Buenos Aires, Seix Barral, p. 165 y 178.

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VEZNO AUTORES

Beatriz Sarlo
ACADEMICO

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