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Sección hispana de
Human Life International
La dignidad de la persona humana se refiere al valor intrínseco y absoluto que posee toda
persona humana. El carácter intrínseco significa que la persona posee este valor por el mero
hecho de ser persona, y no por su raza, estado de salud, lugar de existencia (fuera o dentro del
útero de su madre), posición social o económica, religión, o cualquier otra característica, por
importante que sea. El carácter absoluto significa que el valor que la persona humana posee es
inconmensurable, no se puede medir, es infinito.
Se debe distinguir esta dignidad de la persona humana, que llamamos dignidad ontológica, de la
dignidad moral. La dignidad ontológica, la que estamos explicando aquí, se refiere al valor que
toda persona humana posee en su ser; mientras que la dignidad moral se refiere al valor de la
persona como sujeto moral, es decir, en cuanto a que actúa de una manera correcta, respetando,
viviendo y promoviendo los valores éticos y morales. La Madre Teresa, por ejemplo, tuvo un
valor moral muy superior a Adolfo Hitler, quien fue un tirano y un asesino. La dignidad
ontológica se posee, como ya señalamos, por el mero hecho de ser persona; mientras que la
dignidad moral debe ser adquirida y merecida, por medio de un comportamiento en conformidad
con los valores morales. La dignidad moral, como la moral misma, se funda en el respeto a la
dignidad ontológica de la persona.
La dignidad ontológica de la persona humana es el fundamento de la ley natural (la ley moral
universal) que Dios ha inscrito en la naturaleza humana y en la conciencia y el corazón de cada
persona. Por lo tanto, la información provida que proporcionamos en este curso sirve para
cualquier persona interesada en defender la vida, sea religiosa o no. De todas maneras, es
importante responder a la pregunta de si esa dignidad se puede demostrar desde una perspectiva
humana además de religiosa [1].
La demostración de la dignidad de la persona humana por medio de la razón no es tan fácil, pero
se puede lograr y, de hecho, se ha logrado. El filósofo alemán, Emanuel Kant (1724-1804),
aunque tuvo sus errores, enseñó correctamente que nunca debemos tratar a los demás como
meros medios, sino como fines en ellos mismos. Es decir, la persona humana es un fin en sí
misma y no una cosa o un instrumento para ser usada por
los demás de manera egoísta. Esta intuición filosófica
“El ser humano es resuena en la experiencia de toda persona, pues nadie en el
la única criatura en fondo desea ser usado, sino respetado y amado. Este dato de
la tierra a la que la razón y de la experiencia, sin ser una prueba definitiva,
Dios ha amado por sugiere con fuerza que a ese profundo sentimiento de ser
tratado como persona y no como objeto, corresponde un valor
sí misma” (Concilio real e inalienable de la persona humana como persona, y no
Vaticano II). como otro ser cualquiera.
El hecho de que el cuerpo sea parte intrínseca, y no accidental, de la persona humana, tiene una
importancia capital para la defensa de la vida humana y de la integridad corporal. Si el cuerpo
humano participa de la dignidad, es decir del valor, de la persona humana, entonces de ello se
sigue que el cuerpo debe ser respetado y protegido. El cuerpo tiene, pues, una gran importancia
moral.
En efecto, sería totalmente ilógico afirmar, por un lado, la unidad sustancial entre el cuerpo y el
alma – que es lo que constituye a la persona humana como tal – y luego, por otro lado, negar que
el comienzo de la vida del ser humano como persona se dé en cualquier otro momento posterior
a la concepción, queriendo llegar con ello a la aberrante conclusión de que hasta ese momento
posterior se la puede eliminar.
De ello también se sigue que todo ataque contra la integridad física del embrión y el feto humano
debe ser absolutamente prohibido: el aborto, los experimentos, la clonación, las técnicas como la
fecundación in vitro, la congelación de embriones, el comercio con tejidos fetales, etc. “Puesto
que debe ser tratado como persona desde la concepción, el embrión deberá ser defendido en su
integridad, cuidado y atendido médicamente en la medida de lo posible, como todo otro ser
humano” [7].
La defensa de la vida del ser humano, sobre todo inocente, también debe extenderse a los
incapacitados, los ancianos y los enfermos,
aún en estado comatoso o cercanos a la
muerte. Ello implica el oponerse
firmemente a la eutanasia y al suicido
asistido, que es una forma de eutanasia. La
eutanasia es un crimen, porque es el
homicidio directo de una persona enferma
con el pretexto de eliminarle sus últimos
sufrimientos. “Cualesquiera que sean los
motivos y los medios, la eutanasia directa
consiste en poner fin a la vida de personas
disminuidas, enfermas o moribundas. Es
moralmente inaceptable” [8].
Como el derecho a la vida es un derecho humano fundamental, ese derecho no puede ser
concedido como resultado de la elección de una mayoría, ni tampoco debe ser una concesión del
Estado, sino que este último tiene el grave deber de reconocerlo y tutelarlo. El derecho a la vida,
al igual que otros derechos fundamentales, como el derecho a la libertad, es anterior al Estado y
a la sociedad, porque es inherente, intrínseco, a la persona humana, quien es anterior al Estado.
Este derecho, como los demás derechos fundamentales, es el fundamento de la democracia y no
el resultado de un proceso democrático. No es la democracia la que establece el derecho a la
vida; es el derecho a la vida el que hace posible la democracia. Por eso la Iglesia enseña que:
Ahora bien, es verdad que la vida corporal no es el derecho o el valor más grande que existe.
Hay otros derechos y valores superiores a ella, como el derecho y el deber de tener una vida
espiritual. Pero el derecho a la vida es el fundamento de todos los demás derechos y por eso
debe ser defendido primero que ningún otro. Eso es precisamente lo que la Iglesia, siguiendo la
ley natural, enseña sobre este tema:
“El primer derecho de una persona humana es su vida. Ella tiene otros bienes y algunos de
ellos son más preciosos; pero aquél es el fundamental, condición para todos los demás. Por
esto debe ser protegido más que ningún otro” [10].
No estamos diciendo que los demás derechos o asuntos de la vida de una sociedad no sean
importantes. Estamos hablando de prioridad y no de exclusión. Estamos diciendo que hay una
jerarquía de derechos humanos según su carácter fundamental. Primero está el derecho a la vida,
luego a la libertad, luego a la consecución de la felicidad, etc. Ese orden natural es precisamente
la jerarquía que se enuncia, por ejemplo, en la Declaración de Independencia de EEUU. Sin el
derecho a la vida no pueden darse los demás derechos: a la libertad, a la felicidad, etc.
El libertinaje hace que la democracia degenere en el abuso de los más fuertes contra los más
débiles e indefensos (los niños por nacer, los ancianos, etc.) La democracia deja de serlo, para
convertirse en la dictadura del relativismo, es decir, de una “libertad” sin valores morales,
algunos de los cuales son absolutos, como el respeto que se debe siempre al ser humano
inocente. Los valores morales son los criterios que guían nuestra conducta hacia la solidaridad y
el respeto del prójimo, especialmente del más necesitado y vulnerable.
Por todo ello una democracia justa debe fundarse en unos valores morales universales y no en
una “ética” relativista, donde lo mismo da una cosa que otra según cada individuo decida. Es
necesario, entonces, un gran esfuerzo educativo, para inculcar en todas las personas, sobre todo
los niños y los jóvenes, el conocimiento y el aprecio por las virtudes y los principios morales
objetivos y universales. Es necesario que todos comprendan que estos principios, lejos de ser
arbitrarios o “pasados de moda”, son los que nos guían hacia el respeto y la promoción de la
dignidad de toda persona humana. En una palabra, la verdadera moral, en la cual debe fundarse
la verdadera democracia, consiste en vivir el amor, la solidaridad y la compasión hacia los demás
y en el deseo de establecer una sociedad justa para todos.
Si las personas se niegan a aceptar estos principios universales, nadie estará a salvo de que lo
maten, le roben, le destruyan su familia, etc. La historia es testigo de los más infames atropellos
que los fuertes han cometido contra los indefensos, precisamente por carecer de o no importarle
los principios morales más elementales.
Por ello, las leyes de una sociedad deben fundarse en la ley moral natural, que es objetiva y
universal. El Estado, la sociedad y sus instituciones y leyes deben reconocer, proteger y
promover los valores y derechos fundamentales de las personas. San Juan Pablo II ha subrayado
la importancia de este tema con la siguiente enseñanza:
“En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles mayorías de opinión,
sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto ley natural inscrita en
el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una
trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta
los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se
tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación
empírica de intereses diversos y contrapuestos… Para el futuro de la sociedad y el
desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores
humanos y morales esenciales y originarios, que se derivan de la verdad misma del ser
humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún
individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir,
sino que deben sólo reconocer, respetar y promover” [11].
Notas:
[1]. Véase Romanos 1:20; 2:14-15; Catecismo, nos. 1954-1960.
[2]. Catecismo, nos. 356 y 357.
[3]. Ibíd., nos. 356 y 358.
[4]. Ibíd., no. 358.
[5]. Ibíd., nos. 362 y 363.
[6]. Ibíd., no. 2270.
[7]. Ibíd., no. 2274. Véase también el no. 2275.
[8]. Ibíd., no. 2277. Véanse también los nos. 2276 y 2278-2279.
[9]. Ibíd., no. 2273.
[10]. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto provocado, 18 de
noviembre de 1974, Introducción, no. 11.
[11]. Juan Pablo II, El Evangelio de la Vida, 25 de marzo de 1995, nos. 70 y 71. Para obtener
más información acerca de la ley natural, consúltese Catecismo, nos. 355-369, 1699-1715.
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