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Tras los pasos de Elisabeth Kubler-Ross.

Una nueva visión del duelo.


Luciérnaga

Esta obra en forma de libro, que acaba de llegar a tus manos querido amigo, tiene
oculta entre sus páginas una gran enseñanza. Es la consecuencia de uno de los primeros
libros que Luciérnaga tradujo y edita en lengua castellana.

La obra de Elisabeth Kübler Ross fue uno de los motivos principales para la creación
de esta Editorial. Nos parece «de vital importancia" que la experiencia narrada en ella se
pudiera conocer, comprender y divulgar en los pasos no solo de otra lengua sino de otra
base, educación espiritual y cultura.

Ahora vas a conocer uno de los resultados surgidos a raíz de aquella iniciativa.

Esta parte de nosotros llamada alma, no sólo es eterna sino universal, por ello os
ofrecemos el testimonio de algunas personas en la seguridad de que es universal la reacción
que provoca el trabajo sobre la pérdida que Elisabeth Kübler-Ross nos propuso.

Sirva este libro como homenaje a esta gran mujer que vive hoy retirada en Arizona. Un
incendio la dejó sin casa y sin pertenencias pero, estoy segura de que siente en su interior el
amor y el agradecimiento de tantísimas personas que desde todo el mundo han podido
afrontar la muerte de un ser querido con una nueva visión: “como una aurora”.

Doy desde aquí las gracias a todos los que han hecho posible que ésta humilde
luciérnaga aportara esa enseñanza al mundo hispano.

La editora

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Prólogo

Si quieres estar pleno,


déjate estar vacío.
Si quieres renacer,
déjate morir.

¿Que cómo se del mundo?


Por lo que está dentro de mí.
LAO TSE

Hace unos días un amigo me comentaba que sabía de alguien que quería escribir un
libro acerca de los casos clínicos con que algunos terapeutas ilustran sus libros. Nos
cuentan, por lo general, resultados que pueden parecernos maravillosos, difíciles de creer y,
por lo visto, esta buena persona se sentía en la obligación de aclararnos exactamente que
tan ciertos u objetivos se podrán considerar esos supuestos logros.
El libro que tenemos en las manos no esta escrito por ningún psicólogo, no tiene, de
hecho, un autor y no lo ha redactado un escritor. Se trata de la obra de hombres y mujeres
como nosotros pero con la característica de ser, además, usuarios, clientes o pacientes, no
de un terapeuta, sino de si mismos. Son personas rotas, vencidas por el dolor, el inmenso
dolor de perder a un ser querido, que tuvieron la cordura de buscarse entre ellos y pedirse y
darse ayuda. Son un testimonio claro e inequívoco de lo que nos puede aportar el que
realmente nos escuchemos los unos a los otros. Son un ejemplo, en este caso indiscutible
precisamente por subjetivo, de los beneficios tan extraordinarios que conlleva compartir.
Abrirnos al dolor no es fácil; no sólo no se nos ha enseñado, sino que podríamos decir
que se nos ha prohibido. El dolor, y muy especialmente el dolor que despierta en nuestra
consciencia la sola idea de la muerte, es aún, mayoritariamente, un tema tabú. Nadie nos
dice que tenga sentido ocuparse de ese tema. Nadie nos sugiere, por ejemplo, que, antes de
que la muerte nos obligue a ello, es importante detenerse a reflexionar acerca del sentido de
la vida, reconocer su impermanencia y finitud.
Y de ahí la importancia de este libro; los padres, madres, esposos/as y familiares que
lo escriben, sus historias, sus vidas, su dolor y sus transformaciones son testimonios de lo
que nos puede enseñar abrirse al dolor; testimonios vivos de que el dolor, cordialmente
compartido, nos enriquece y nos humaniza: nos hace crecer. Pero abrirse al dolor, repito, no
es fácil. Se requiere humildad, un coraje extraordinario y una especial lucidez y, sobre todo,
se requiere de otro. De otro ser humano que pueda escuchar, comprender, compartir,
simpatizar con nuestro duelo. Y eso puede ser lo más difícil. Los otros, por lo general, no
están preparados para ello; pueden estar dispuestos, y bien dispuestos, pero si no han
pasado por la misma experiencia y la han superado, difícilmente podrán prestarnos el

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espacio, el tiempo, la paciencia y el amor que una persona en duelo necesita. Sólo si se ha
alcanzado el extraordinariamente difícil logro de aceptar, comprender ¡agradecer!-la muerte
de un ser amado, se puede realmente sostener y guiar a otro a lo largo de ese durísimo
sendero de crecimiento.
De lo que un grupo de personas han aprendido, de cómo juntos han crecido
compartiendo sus duelos, nos da cuenta este pequeño libro. Damos las gracias a su valor,
a su lucidez, al amor que los inspira a coger la pluma, sin ser del oficio, y contarnos sus
procesos. Les damos las gracias por ofrecer a nuestro corazón, endurecido por sus propios
duelos, la conmovedora experiencia que ellos han vivido, y lo que están haciendo con
-gracias a- ella. Todos podremos aprender algo. Sus palabras, en' definitiva, dan cuerpo a
nuestros más queridos anhelos, a esas cosas que a veces leemos por ahí y que suelen
resultar <<sospechosas» a los oídos laicos y desconfiados: el dolor puede transformarse
en amor. Difícil de creerlo, claro. Más difícil aún conseguirlo, cierto. Pero las voces que aquí
se expresan nos lo dicen muy claro: se puede. Se puede elaborar <<felizmente» un duelo.
Se puede ir al fondo de esa herida insoportable y aceptar la muerte, la muerte de la propia
identidad de madre, de esposo, de hermana o amante, se puede transformar la ira y el dolor
en luz y amor, en claridad y en paciencia, en alegría y gratitud.
Claro está que la historia no acaba ahí. Claro está que esas vidas, como todas,
siguen su curso y los problemas y las dificultades también continuarán. Por extraordinarios
que sean los logros, los cambios que a raíz de un proceso terapéutico alcancemos, la vida
sigue su curso y las ocasiones de aprender y crecer no cesan ni con la muerte. Pero eso es
algo que no todos podemos creer, es algo que algunas personas sienten, experimentan; lo
saben con absoluta certeza en el fondo de su corazón y, a veces, nos lo cuentan. Podríamos
pensar, como ellos mismos lo habrían hecho antes de sus experiencias, que se han vuelto
locos, que el dolor les ha hecho perder la razón. ¡Qué espacio tan pequeñito le concedemos
a la razón! Todo lo que supone una sensibilidad más fina, una consciencia más amplia, una
mayor comprensión, lo rechazamos en nombre de una racionalidad encorsetada que se
niega a aceptar la muerte de sus propias limitaciones, el derrumbe de las barreras que la
defienden de saberse torpe, ignorante e ineficaz a la hora de vérselas con el dolor, con el
amor, con la muerte.
Ken Wilber lo explica muy bien. La evolución del ser humano, y muy especialmente su
crecimiento espiritual, no es irracional, sino todo lo contrario. Supone un ir más allá de la
razón, pero ir más allá de la razón no es saltarse la razón a la torera, sino transcenderla.
Transcender supone incluir e integrar, englobar y reubicar en su lugar pertinente. La razón
está para lo razonable y el dolor, el amor y la muerte son algo más que razonables, son, o
pueden ser, experiencias transcendentales que nos abren el corazón y la consciencia, que
nos llevan a experimentar una realidad tanto más amplia, tanto más rica, tanto más dulce de
lo que la razón pueda jamás imaginar.
La esfera psíquica del desarrollo de la consciencia está al alcance de quienes
abandonan sus prejuicios, sus razones, sus apegos, temores y expectativas y se
abren simplemente, por ejemplo, a sus propios sueños. Ahí el inconsciente les puede
hablar. Quedan, claro, otras esferas por alcanzar; estadios superiores de desarrollo y
crecimiento aguardan a las almas valerosas que, guiadas por su dolor, por su amor a un ser
perdido, han transcendido ciertas limitaciones y tienen buena constancia del regalo
inesperado y <<milagroso» que la aceptación de la muerte nos puede ofrecer: otra vida, otra
forma de entender las cosas, otra manera de escuchar, de amar, de cuidar y servir a los

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otros. Otra comprensión de lo que es la vida y la muerte: otra consciencia. Una
consciencia un poquito más amplia, más rica, más dulce; en definitiva, más humana.
Pero lo cierto, como Wilber apunta, repitiendo lo que han dicho siempre las grandes
tradiciones espirituales a lo largo de la historia, es que el sendero de la evolución de la
consciencia humana va aún más lejos. Profundizando en sí misma puede transcender los
estadios psíquicos para abrirse a los estadios sutiles donde, otra vez, a medida que
dejamos ir y renunciamos al mí y lo mío y morimos al yo que nos creemos ser, podemos
realizar plenamente nuestro ser humano y nuestro verdadero Ser.

MAGDA CATALA
Barcelona, 1999
MI EXPERIENCIA CON JOSÉ

Hasta 1988 mi vida estaba centrada en atender a mi marido, a mis hijos y a mi


trabajo. He sido siempre una luchadora y, al mismo tiempo, una gran amante de esta vida
que hemos elegido vivir, ya que vale la pena pase lo que pase.
Estamos en un planeta precioso lleno de sabiduría, que podemos encontrar y
disfrutar si somos capaces de ello. La oportunidad que tenemos de estar en él no la
podemos ni despreciar ni desperdiciar.
El verano de 1988 fue un año clave para nuestra familia. Tuve la oportunidad de
descubrir mi verdadero yo y poner en práctica todo aquello en lo que creía.
José, el hombre a quien más quiero y con quien me casé, perdió la vida mientras
estábamos disfrutando de un precioso día de mar junto a nuestra hija Inés. Ella tenía
catorce años y vio que lo que más quería en el mundo se hundía en el agua ante su
impotencia para evitarlo, a pesar de su gran esfuerzo.
A partir de aquel momento todo cambió en nuestro hogar, y ya nadie pudo ser lo que
había sido antes.
Los acontecimientos marcan totalmente la vida de las personas y éste tan fuerte que
sufrimos nos transformó y nos transforma aún a cada uno de nosotros de una manera
distinta.
He tenido la suerte de tener cuatro hijos y poderles enseñar lo que es la vida y el valor
que tiene cada minuto que pasa. Poder disfrutar y compartir nuestras experiencias,
poderlos amar y sentirme amada, sentir su dolor y sus alegrías, y ver que de un manotazo
sus vidas cambiaban, para descubrir una existencia nueva y encontrar, día tras día, con
grandes esfuerzos y fuertes miedos, una nueva verdad y un camino abierto a esta
realidad que nos ha tocado vivir.
Cada uno de ellos ha vivido su duelo de una forma totalmente distinta. Cada uno de
ellos aprende con el paso de los años a vivir sin su padre y sin los ideales que él
representaba. Existe también el aprendizaje que significa amar sin obtener nada a cambio.
Pedir perdón por todo aquello que hizo a cada hijo y éste no entendió, por todo lo que le
quería dar y no dio, por tanto como le había amado y no se lo había manifestado.
Me encontré de golpe en un camino solitario y duro, escabroso, oscuro, doloroso
y terriblemente largo. Cuando el médico me dijo que mi marido estaba muerto a pesar de
todos los esfuerzos que hicieron para devolverlo a la vida, me encontré 'sola en el hospital,
en un pasillo largo y frío que me conduciría a la sala de espera, para allí reunirme con mis
familiares. Era tan largo y tan frío aquel 14 de agosto como la vida que me tocaba vivir en el
futuro. Me parecía imposible llegar al final ya que no tenía fuerzas suficientes para

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atravesarlo; por un momento pensé que si era capaz de recorrer ese trecho también podría
vivir lo que la vida me reservara a partir de aquel momento. ¡Y lo conseguí así como he
conseguido lo que me propuse en aquel entonces: estoy viva y soy feliz!
Aquella misma noche, tumbada sobre la cama sin poder dormir, asustada al
comprobar cómo se trastocaba mi vida, me vi como una hormiguita que andaba por un
camino haciendo el mismo trayecto que las demás hormigas que iban y venían. Hasta
aquel día yo había caminado contenta y tranquila, esperanzada, llevando en las patitas de
delante la comida para mis seres queridos. Con ilusión, con ganas de darles lo mejor de
mí, con dificultades en el trayecto, pero siempre sabiendo que sería capaz de superar la
piedrecita que como un collado aparecía delante de mí. Más adelante, me asusté por lo
que me tocaba llevar, ya que el fardo era muy pesado; pero, poco a poco, con mucha
paciencia, y dándome muchos ánimos, la hormiguita podía con su carga, y se sentía de
nuevo feliz por haber sido capaz de seguir viva.
También yo tenía la opción de ser como aquella otra hormiguita que había en nuestra
fila delante de mí: andaba renqueante, sin aliento, dolorida y sin fuerza para seguir; al no
poder con su carga, se dejaba morir. Vi otra hormiguita que andaba contenta y tranquila
pensando que a ella nunca le pasaría nada, que la vida la había bendecido; más adelante, vi
que se encontraba ante una adversidad, sucumbía y se ahogaba. Luego, poco a, poco, la vi
salir adelante sin comprender la razón de su sufrimiento. '
Esta visión de la vida fue tan real que me ayudó a comprender que en mi mano
estaba utilizar la esperanza y la fe para sobrevivir o, por el contrario, caer en la
desesperación o la muerte.
De mí dependía mi vida y de nadie más. Yo era dueña de la situación, podía morir
o vivir.
Había vivido con José veinticuatro años y siempre nos habíamos ayudado y apoyado
para salir a flote de las dificultades, siempre con ternura y amor.
Ya no tenía a mi querida pareja de baile con quien tanto me gustaba bailar al compás
de la música. Cuando yo estaba cansada del ritmo trepidante del rock and roll, él lo notaba
y dejaba, sin perder el paso, que yo respirara y descansara sin que nadie lo, notara, y que
la música ,nos envolviera para poder coger fuerzas con el siguiente compás.
Ya no podría bailar con él nunca más. Ya no podría nunca más sentir sus manos
fuertes y seguras aguantar el peso de mi cuerpo llevado por el son de la música.
El día que me di cuenta de que ya no volvería a bailar con él fue tan triste y doloroso
como el que se da de bruces contra una pared, y por más que se dé golpes nunca podrá
tener aquello que añora. Fue un shock tan fuerte que de repente me encontré en un vacío
total.
¿Cómo podría vivir sin el ser a quien estaba tan profundamente unida?¿Cómo
podría resistir este desgarro?¿ Cómo podría llenar este vacío que la vida me había
impuesto?
El baile y sobre todo el rock and roll, me unía a él de forma muy especial. Me
transportaba a la plenitud y comunicación de nuestras almas. En aquel momento no había
nada entre nosotros que nos separara. Sólo existía nuestro verdadero Amor. Se
difuminaban mi ego, mi personalidad, todo, hasta las personas que charlaban, las parejas
que bailaban, la sala, los focos a media luz, y nos quedábamos Él y Yo. En estos momentos
algo, más allá de nosotros como personas, se encontraba y se unía con una fuerza y un
amor que traspasaba la realidad. Ya no estábamos en este mundo. Allí no cabían los celos,

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la envidia, las riñas... Si nos habíamos enfadado por alguna razón, el baile me llevaba de
golpe a la unión total y a sentir que, ante todo, nos unía algo tan especial que no había
motivo de enfado. Por encima de la pareja que formábamos, había algo tan intangible
pero tan verdadero, que lo más lógico era rendirse a ese Amor y no a las rencillas del día a
día.
Y eso tan especial, eso que sólo yo podía sentir entre sus brazos, nunca más lo
podría sentir, nunca, nunca más. ¿Cómo podía calmar ese dolor y esa añoranza? No podía
abandonarme en otros brazos masculinos porque en ellos no encontraría nada, no podía
refugiarme en mis hijos porque trabajo tenían ellos para tener que soportar a una madre
exigente que les pedía un amor que no les pertenecía. Poco a poco me fui dando cuenta
de que, gracias a este dolor, podía, y aún puedo sentir, el Amor que hay entre él y yo, esté
o no esté en mi hogar. Si no fuera capaz de sentir, no sería capaz de amar, porque el dolor
me lleva al amor y cuanto más capaz sea de sentir lo que sentía más se transforma en algo
que nada ni nadie nos puede arrebatar. Es sólo nuestro, aunque la distancia nos separe, ya
que es sólo una distancia producto de nuestra capacidad terrenal.
Es penetrar en un espacio al que si soy capaz de internarme en profundidad y no
escapar del dolor que siento, poco a poco se transforma hasta poder entrar en
comunicación directa con Él y con todo lo que nos ha creado. Es una sensación de íntima y
profunda felicidad.
Hay muchos momentos en la vida de una pareja en que se siente una unión total,
pero a mí la unión que más me llenaba -sin haber sexualidad de por medio, ni puesta de
sol, ni cualquier otro estado de gozo-, era la de cuando bailábamos, y realmente no es que
tenga mucho sentido, pero mi realidad era ésa y por eso la he querido plasmar.
Poco a poco con el paso del tiempo, me di cuenta de que no sólo puedo bailar en una
pista de baile o en el salón de mi casa: la vida es un baile lleno de ardor e ilusión, que puedo
retomar cuando quiera y como quiera.
Y eso es lo que procuro hacer para que todo a mi alrededor baile al son de la música
que él me enseñó a amar.
Un día este baile puso en mis manos el libro La muerte: un amanecer de la doctora
Elisabeth Kübler-Ross. Me lo regaló mi hermana Manu al verme tan triste transcurridos unos
meses desde la muerte de mi marido, me dijo que me ayudaría y me relajaría. Y así fue.
Leyendo sus páginas comprendí que podría quizá realizar aquello que tanto me
hubiera gustado hacer: ayudar a las personas que sufren. En mi juventud me sentí incapaz
de hacerlo ya que no me gusta poner inyecciones, ni emplear el bisturí. Pensé que podía
ayudar haciendo compañía a un enfermo. No sólo puede ayudar un médico, como yo había
creído en mi época de estudiante.
Intenté prepararme leyendo libros sobre acompañamiento a los enfermos
terminales, yendo a cursos, etc… hasta que pude estar al lado de la doctora Kübler-Ross,
cuando vino a Barcelona para presentar su obra Los niños y la muerte en 1992. Ella me dio
el empujón para que empezara sin demora, ya que me dijo: «Hay mucho trabajo y no hay
tiempo que perder.>, .
Empecé a ir a geriátricos, y a hospitales, a hacer compañía a enfermos terminales y
también contestaba las cartas de quienes habían leído los libros de la doctora Elisabeth
Kübler-Ross y escribían a Ediciones Luciérnaga.
Y así fue cómo se inició el Grupo de Duelo.

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EL GRUPO DE APOYO ELISABETH KüBLER-ROSS

Por la tarde, al finalizar el trabajo, nos reuníamos en el despacho de Ediciones


Luciérnaga, el primer viernes de cada mes. Acudían allí también al concluir su jornada
laboral, voluntarios, médicos, enfermeras y personas que querían trabajar el tema de la
muerte y matrimonios que habían sufrido una pérdida. Estas reuniones las promovimos tanto
por el dolor que contenían las cartas que recibíamos, como por las ganas que había de
aprender de las enseñanzas de la doctora.
Llegó un matrimonio joven que había perdido un hijito de cuatro años. El sufrimiento
era enorme, aun después de transcurrido un año. La reacción de todos
los asistentes fue de escucha total, dejándoles el espacio necesario para que el padre
pudiera expresar, su dolor, su rabia y su desesperación. La madre no podía ni hablar, sólo
lloraba y lloraba en silencio.
Al término de su exposición, estábamos totalmente impactados. Sentir lo que era para
ellos la ausencia de su niño querido, el desgarramiento de sus sentimientos y la falta de
escucha, que habían tenido para la expresión de su dolor, hizo que les invitáramos a que
asistieran a la siguiente reunión. Les prometimos que organizaríamos una reunión sólo con
personas que hubiesen sufrido una pérdida parecida, para así sentirse más comprendidos y
para que pudieran compartir su dolor.
Buscamos a un psicólogo que estuviera familiarizado con grupos de apoyo, y al no
encontrarlo y ver que el mes pasaba y el día de la reunión se acercaba, formamos el grupo
de autoayuda. El trabajo que se hizo aquella tarde había sido de «limpieza» de su dolor y se
pudieron marchar mucho más relajados y en paz.
La diferencia básica que existe entre nuestro grupo de duelo y cualquier terapia es que
no hay un terapeuta y varios pacientes, sino que todos son a la vez terapeutas y pacientes,
ya que la escucha respetuosa del dolor del prójimo permite transcender el dolor. El grupo es
consciente del beneficio que supone la escucha.
Se da a cada uno la oportunidad de crear su nueva vida, poco a poco y a su ritmo. El
único sistema conocido es dejar salir el dolor limpiándolo a través de la expresión:

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hablando, llorando toda la angustia, tristeza, depresión, soledad, culpabilidad y demás
sentimientos que surgen de la pérdida; así pueden transformarse si los dejamos salir.
Elevarse por encima de la tentación de sentir lástima de uno mismo, de repetirse «por
qué me ha tenido que pasar a mí>> <<por qué y por qué» una y mil veces y reunir las
fuerzas para poder crear nuevamente otra forma de vida distinta a la que estaba
acostumbrado, hace que la persona se dé cuenta de que él es partícipe de su propia
existencia.
Ser capaz de observar los acontecimientos que están sucediendo, pasar del por qué
al para qué, y ver que este <<para qué» es un maestro, es esencial para aprender lo que la
vida le está enseñando a través de sus propias experiencias. Da una amplitud tan grande
que ayuda y sugiere que ocurra lo que ocurra en la vida, por doloroso que sea, siempre es
un cambio necesario y que, a la larga, contribuye a que se pueda alcanzar un bienestar total
si la persona hace un duelo beneficioso.
Esto no quiere decir que las crisis y los cambios no sean dolorosos, ni que el trauma y
la pérdida sean fáciles de sanar.
Hay personas que creen que la vida es fruto del azar, que todo está predestinado y
que después de la vida no hay nada más. En el momento de la tragedia, es muy fuerte el
esfuerzo que han de hacer para poder entender lo ocurrido, ya que su filosofía de la vida les
lleva al caos y a la desesperación por no encontrar sentido a esta tragedia.
Otros, se han preparado a lo largo de su existencia y consideran que aprender es
algo intrínseco a toda experiencia y que la vida no es un hecho casual del Universo. Si se
ha dado importancia no sólo al cuerpo físico, sino que se ha dejado expresar y sentir al
cuerpo emocional, y al cuerpo espiritual y se ha permitido que se desarrollen sin anularlos,
se podrá entender que el desafío que la vida les ha presentado con sufrimiento, esperado o
inesperado, deben asumirlo poco a poco hasta transformarlo -gracias a la sabiduría que
han ido adquiriendo- para encontrar así el propósito de su nueva vida.
Hay gente que cree en Dios, pero no necesariamente está de acuerdo en que se haya
marchado su ser querido. Cree que se le ha castigado o que Dios es injusto. Un número
incontable de personas están profundamente apegadas a la creencia de que la vida es una
creación espiritual y que Dios siempre está dirigiendo la evolución de la experiencia humana,
por lo que si lo que nos sucede es bueno, me lo merezco y si es malo o me castiga, no me lo
merezco. Siempre han tenido una gran religiosidad, pero en el momento del fallecimiento, no
les sirve. Ya no creen que su ser querido esté en el cielo como antes creían y se les había
explicado; necesitan saber que su hijo, esposo... está bien. Toda su espiritualidad religiosa se
viene abajo sin poder andar con la muleta que para otros les es necesaria. Estas
personas tienen que empezar de cero, pero si tienen el valor de escuchar a su corazón y sus
sentimientos y dejan de lado sus antiguas creencias, podrán, poco a poco, hacer su duelo.
Sus cimientos serán fuertes y poderosos y ya nada les hará tambalear como les ha
sucedido en el momento de la pérdida.
A lo largo de estos años he aprendido que todo apego a un tesoro, hijo, hija,
cónyuge, pareja, padres, etc., tiene un precio por mantenerlo, valorado en sufrimiento. Es un
consumo de energía desmedido y egoísta. Llegará un día, quizá cuando la balanza del
amor pese más que la del apego y dolor, en que podremos despertar nuestras almas y
dejar de soñar buscando afuera para poder al fin mirar hacia dentro, y así sentir en
nuestro interior: quienes somos, adónde vamos, qué hacemos y por qué existimos.

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La muerte de un ser querido nos lleva al «despertar del alma». Es un despertar
primario, duro, doloroso, agobiante, insufrible, pero digno de ser vivido desde lo más
profundo de nuestro ser.
Podemos dejarlo a un lado. Nos aterra y nos confunde y por ello lo camuflamos
diciéndonos <<yo tengo que salir adelante», <<trabajaré mucho y así no sentiré»,«yo soy
fuerte y no lloro», «aquí no ha pasado nada>>, etc., y perdernos entonces la oportunidad
que nos hemos dado, de sufrir lo insufrible, de llorar lo no llorado, de sentir lo que nunca
habíamos sentido, para luego poder llegar a entender el porqué de lo que está sucediendo,
por qué me ha sucedido a mí.
No entendemos lo que nos sucede. No queremos sufrir, estamos hartos, ya no
podemos más. El dolor nos ahoga, el pecho nos duele, el corazón se despedaza; pero si
uno puede vivirlo, si nos permitimos llorar, si somos capaces de sentir tanto dolor, si nos
adentramos en él, si lo sentimos y no caemos en la depresión, resurgiremos a una nueva
etapa de nuestra vida. Una etapa de paz, sabiduría, iluminación y aceptación de todo lo
que nos pasa. Entonces comprenderemos que todo acto de dejar partir, de desapego, nos
lleva otra vez a este camino que hemos conocido en el dolor, pero que nos ha llevado a la
esperanza y al amor hacia el que ha partido, hacia nosotros y, en consecuencia, hacia los
demás.
Cuando uno dice «no puedo más, necesito ayuda, auxilio, por favor, dadme una
mano, no puedo salir del pozo en donde estoy>>, y se hace con la esperanza de ser
escuchado, surge aquel que puede ayudarnos,. un amigo que nos dice justo lo que me va
bien, una pastilla que hace efecto, un familiar, un médico, un grupo de ayuda, un libro...
Todo es bueno y necesario y nadie puede decir: esto es lo único que alivia. A cada
uno le ayuda algo y todo sirve para salir de este pozo de desolación y desesperación. Pero
hay un momento en que lo más fácil, y esto sí es otro peligro tan real como el que pasa hoja
y dice aquí no ha pasado nada, es deprimirse.
La depresión llega, si no es una enfermedad, cuando ya no hay voluntad de seguir adelante.
Lleva implícita la voluntad de no aceptación de uno mismo, de no querer afrontar la
realidad de la pérdida, del enfado y rabia que hay dentro, la voluntad del orgullo y soberbia
de uno mismo y que uno no quiere doblegar, ni afrontar, la carga de la culpabilidad y del
victimismo.
La abertura del cuerpo espiritual es lo que nos conecta con nuestro amor perdido a
través de los sueños, de la intuición de las conexiones o sensaciones que se tienen con el
que ha partido. Esta fuerza que surge inesperadamente, aun en medio del dolor más
profundo es la que ayuda a la persona a poder respirar durante un tiempo y poder aunar
fuerzas para el próximo bajón y así, poco a poco, darse la oportunidad de sentir todo lo que
la separación produce, ir entendiendo y comprendiendo el porqué de lo acaecido.
Lo que he aprendido viernes tras viernes junto a tanto dolor creo que es
imposible de expresar, y por eso te dejo, mi querido lector, que encuentres en las páginas
siguientes todo aquello que tengo en mi corazón. Está escrito por algunas de las personas
que me han hecho tanto bien y deseo que sea un regalo, igual que ha sido para mí a lo
largo de todos estos años.
En estas páginas encontrarás mucho dolor, pero también podrás disfrutar de unos
sentimientos puros y transformados, porque cada uno de ellos ha sido capaz de sentir y
escuchar a su corazón, y así llegar a cambiar la oscuridad y la soledad por luz y alegría.

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ADELA TORRAS SOLER
Presidenta de la Asociación
AVES Grupo de Duelo
Noviembre 1999

1. LA TONIA

El 23 de agosto de 1994, en el día de su santo, mi esposa murió de cáncer. Se


llamaba Rosa Antonia, pero familiarmente era «la Tonia». Hacía doce años que
estábamos juntos y tuvimos una hija, que en el momento de su partida tenía siete años.
Ahora tiene trece y se está convirtiendo en una mujercita. En la relación hubo
momentos buenos, no tan buenos y otros francamente malos. Éramos una familia de clase
media con las aspiraciones que tiene la mayoría: intentar vivir lo mejor posible sin hacer
daño a nadie, ahorrar para comprar una casa de campo, disfrutar de la naturaleza y de unas
buenas vacaciones, procurar dar la mejor educación a nuestra hija... Aunque bautizados
dentro del catolicismo, no éramos practicantes -no estábamos casados por la Iglesia-,
creíamos en algo más pero no sabíamos concretarlo (a la Tonia le apasionaba la ciencia y
conocer el origen del Universo); tampoco nos preocupamos demasiado en hablar del más
allá. Teníamos un profundo respeto por la figura de Jesús y nos recogíamos cuando
entrábamos en una iglesia. La Tonia era una persona alegre, jovial, muy amante de su
familia y con un corazón de oro que no podía soportar las injusticias, sobre todo cuando se
trataba de niños.
Durante la guerra de Bosnia, ya enferma, lo pasó muy mal, y a instancia suya
colaboramos activamente en la recogida de ropa y comida.
En agosto de 1990 fue operada de cáncer de mama y se le extirpó el pecho
derecho. Fue muy duro para ella y para toda la familia. No aceptaba verse así y durante los
primeros meses evitaba que pudiera verla amputada. Le aplicaron un tratamiento de
quimioterapia, que dijeron que era de tipo preventivo, ya que seguramente las células
cancerosas no habían pasado a otras partes del cuerpo formando metástasis. Se le cayó el

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pelo y sintió que su feminidad había quedado profundamente afectada. Las pruebas iban
bien, hasta que trece meses más tarde se palpó la axila derecha y descubrió otro bulto. El
mundo se le vino -se nos vino- abajo. Recuerdo vivamente aquel día, aquel grito dado
desde dentro de la ducha. Vuelta a empezar, nueva operación y nuevo tratamiento de
quimioterapia, esta vez más agresivo, así como otro de cobaltoterapia. A nuestra hija le
teníamos que decir que su mamá estaba enferma pero que se curaría, pero en su fuero
interno vivía también todo el dolor, la crispación y las contradicciones que nos embargaban
a ambos. Todo se nos hacía cuesta arriba y salimos adelante como pudimos. Al cabo de
unos meses, otra operación, las visitas a una clínica de Montpellier (Francia), y enfrentarse a
la realidad de que se trataba de un mal crónico que iría desarrollándose. Los problemas del
mundo nos seguían asaltando: comprar el piso, la hipoteca, el trabajo, la tensión ... Nos
costaba aceptar que no podríamos ir a donde quisiéramos, que tenía que limitar su
actividad física. No nos habíamos aún enfrentado fríamente a la idea de la muerte; ella,
sobre todo, confiaba en la ciencia. El mal se extendió a los huesos, sufría y se consumía.
Hacíamos de tripas corazón y procurábamos no llorar el uno delante del otro,
manifestar nuestra impotencia, nuestra ira por no poder disfrutar plenamente de la vida tal
y como la concebíamos.
Durante el último año, pero sobre todo durante los últimos ocho meses, la llamaba a
menudo una tía que vivía en los Estados Unidos y que estaba casada con un pastor
evangélico. Le envió una Biblia y subrayó pasajes de la misma. <<Pedid y se os dará»,
entre muchos otros. Le hablaba de Dios y de su bondad, ella que también estaba
enferma... Era un bálsamo en sus heridas y le reconfortaba hablar con ella. El mal seguía
avanzando y, a partir de abril, a raíz de los reiterados tratamientos de quimioterapia, su
organismo sufrió un descenso general de defensas; su ánimo resultó afectado. En mayo
fuimos a visitar las reliquias de Santa Rita en Barcelona, patrona de los imposibles. Oramos
habiendo olvidado orar, formulamos peticiones, nos cayeron lágrimas y salimos de la
iglesia con el corazón tranquilo. En junio intenté sacarla de casa y la llevé en dos o tres
ocasiones a un centro de meditación budista para que aprendiéramos a calmar las
emociones; salíamos del lugar relajados y en paz.
Respecto a mí había tenido que ir dejándolo todo, y me costaba renunciar a mis
parcelas privadas. Con una vida sexual prácticamente inexistente, con problemas en el
trabajo, el peso de la casa..., llevaba una gran tensión en el cuerpo y la mente que sólo la
salida de los sábados o domingos por la mañana para practicar pesca submarina podían
calmar. Me relajaba la tensión, y el médico me había aconsejado que pasara lo que pasara
no lo dejara, ya que así podría incluso tranquilizar a mi esposa; ella me incitaba a continuar
practicando este deporte. Tonia no lo sabía, pero durante el mes de junio el médico me dijo
que aún podría vivir siete u ocho meses más. Yo la veía consumida, caminando por casa
agarrándose la cadera sin poder calmarle aquel dolor, desesperándome por ello.
Opté por dejar de ir a pescar, aunque me tranquilizase un poco, porque quería pasar
el mayor tiempo posible con ella. Y fue una de las decisiones más acertadas de mi vida. Era
como si el Señor me hubiera ido sacando todos los placeres y me diera una opción ante el
último que me quedaba: renuncié a él, en cierta manera era el último gran eslabón que me
ataba a mi egoísmo, aunque por aquel entonces no lo sabía. Dejó de existir el yo para existir
sólo el ella. Nunca en mí había habido antes tanta ternura, tanto amor, tanto calor en la
mirada, en la voz, en las caricias que a partir de entonces hice a mi esposa. Se estableció
entre los dos una comunicación muy especial, de alma a alma, que iba mucho más allá de

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las palabras; nuestros pensamientos se conectaban, antes de que uno de nosotros abriera
la boca el otro ya le contestaba. Semanas antes de su muerte ella me dijo: <<Yo ya no vivo
de las medicinas, ahora tan sólo vivo de amor.>> Nunca antes me habían dicho palabras
más hermosas. Nos abrazamos tiernamente, ya que ella tenía dolorido todo el cuerpo, y nos
pusimos a llorar. A partir de entonces cada vez que teníamos necesidad llorábamos juntos.
Se había acabado hacerse el fuerte. La mirada y el amor de Dios había eclosionado
en nuestros corazones, pero aún no sabíamos que era Él.
La tía de los Estados Unidos envió a una persona a casa para hablar de Dios, quien a
su vez vino con una doctora en medicina, católica practicante, y que hacía años había
sufrido un accidente, permaneciendo en coma durante unas horas; durante el mismo su
alma tuvo una experiencia con una luz blanca y pura que la envolvió y que le dio todo su
amor, revivió en ella toda su vida y luego una voz que surgía de la misma luz le dijo que
volvería a este mundo ya que su vida tenía un objetivo; ahora trabaja con gente
médicamente desahuciada. Le contó su experiencia y habló largamente a solas con mi
esposa; al salir me dijo: <<te aseguro que Dios está con ella». Recuerdo con claridad el
día en que esta doctora entró en casa porque todo su ser emanaba armonía, paz y amor, y
nosotros, que estábamos sensibilizados en extremo, sentimos una gran fuerza de luz que
nos atraía hacia ella.
Unos diez días más tarde a mi esposa le costaba respirar (le había pasado el mal a los
pulmones aunque no lo sabíamos) y opté por llevarla al hospital, donde quedó ingresada un
jueves para no salir con vida. Los médicos le inyectaron morfina para evitar los dolores y le
pusieron una máscara de oxígeno para que pudiera respirar mejor, pero no sabían
decirnos cuánto duraría, tal vez algunas semanas. Moriría el martes siguiente, 23 de
agosto, día de su santo. Ya lo habían sido los meses anteriores, pero sobre todo esos últimos
días fueron de una intensidad amorosa que no puedo describir, de derretirme al mirarla, al
cogerla, al acariciarla, al hablarle... Percibía su alma en carne viva que me decía a cada
instante: <<te amo».
El sábado, como consecuencia de la morfina, parecía otra y alumbramos alguna
esperanza, ya que una Oncóloga del hospital nos dijo que se podía intentar algún
tratamiento alternativo. Recuerdo aquel sábado, era durante la hora de la comida del
mediodía, y estábamos en la habitación mi esposa, su madre y yo. Llamaron a la habitación y
entró un sacerdote de una parroquia cercana que también se ocupaba de la labor pastoral
en el hospital. <Hola, ¡buenos días!"nos dijo con voz dulce y cara de niño. Se repitió en mi
esposa y en mí la misma sensación que tuvimos días antes, al estar ante la doctora que
había venido a casa a contarnos su experiencia y a reconfortamos espiritualmente. Abrimos
nuestro corazón. Aquel sábado no tocaba, pero había optado por hacer una visita a aquella
planta para hablar con los enfermos y, si alguno lo pedía, interceder al Padre mediante el
sacramento de la Unción a los enfermos. Se quedó un tiempo a solas con mi esposa,
dándole el auxilio espiritual y el consuelo que tanto necesitaba, confesándola tras
innumerables años, y después a su madre y a mí (tal vez yo llevaba veinte años sin hacerlo).
Con lágrimas en los ojos, le dijimos que cuando saliéramos de ésta él bautizaría a
nuestra hija y nos casaría, todo en la misma ceremonia. Esto último no pudo ser, pero unos
meses más tarde fue él quien bautizó a nuestra hija. Aquel encuentro nos llenó de una
gran paz.
El domingo, recaída; aunque consciente, volvió a empeorar. El sacerdote al que he
hecho referencia le dio la comunión. Una vez en la boca, a mi esposa le costaba mucho

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tragar. Él le dijo que no se preocupara si no podía, que la sacara y que ya se la tragaría él,
con los mismos efectos, que para el Señor lo que importaba era la intención. Ella no quiso, y
lo siguió intentando hasta que lo consiguió. Pasó el día semiinconsciente.
La última vez que vi a mi esposa abrir los ojos fue el lunes 22 de agosto por la
mañana cuando, a requerimiento mío, vino nuevamente a visitarla la doctora cristiana de la
cual ya he hablado. Ésta le tomó la mano izquierda entre las suyas y mi esposa abrió los
ojos y le sonrió. Fue la última vez que los abrió conscientemente. Nos quedamos los tres un
largo rato solos tomando a mi esposa de una mano, a ambos lados de la cama. Cristo
estaba allí con ella y la invitaba a partir, y la voluntad de ella ya aceptaba la muerte pero
sufría sobre todo por dejar solos a su esposo y a su hija; la respuesta que recibió fue que
desde donde iba nos podría ayudar, y le mostró una luz brillante, acogedora, amorosa, que
la envolvió y entonces su voluntad lo aceptó.
Al día siguiente por la mañana fui a ver al oncólogo que la asistía normalmente y me
quitó toda esperanza; «tiene tumores por todo el cuerpo y seguramente en el cerebro, es
extremadamente doloroso para ella cualquier movimiento, tiene los huesos destrozados por
dentro». Por la tarde fui a mi casa a comer y a descansar tres o cuatro horas, con
somníferos, porque me era imposible dormir de otro modo. Acabada la comida, llamé a la
doctora católica; no la encontré pero sí a su madre. Creyente y practicante como era la
mujer, le pedí que rogara a Dios que si su intención no era dejarla con nosotros al menos se
la llevara de una vez para que dejara de sufrir. Ella me contestó que yo tenía también acceso
directo a Dios y que era yo quien debía realizar la petición.
Me fui a la habitación y arrodillado recé fragmentos de oraciones que aún recordaba;
le dije a Dios que le ofrecía todo el sufrimiento de mi vida, las humillaciones, las soledades;
le ofrecí que tomara mi vida a cambio de la suya, diciéndole también que nuestra hija la
necesitaba más a ella que a mí, y que ella era mejor madre que yo padre. Le pedí que si ésa
no era su voluntad al menos se la llevara ya para que dejara de sufrir. Lloré
desconsoladamente y con el corazón roto. Luego, me tomé un somnífero y me eché en la
cama. No habían pasado tres minutos cuando sonó el teléfono. Era un hermano de mi
mujer, que nos llamaba para hacernos saber que los médicos habían dicho que la Tonia
estaba agonizando, y que duraría poco tiempo. Vomité el somnífero y fuimos al hospital.
Cuando entré en la habitación me dijeron que hacía dos minutos que el corazón le
había dejado de latir. Estaba allí tendida, y se la
veía en paz, con una sonrisa en los labios. La besé. Tuve el convencimiento profundo de que
Dios me había escuchado y había hecho lo que espiritualmente mejor convenía. También
que antes de su muerte había bendecido nuestra unión
nos había casado por la Iglesia en persona.
Lo que siguió fue muy, muy duro, mucho más que lo que habíamos pasado hasta
entonces. En nuestro sentir, al menos hasta aquel momento, la habíamos tenido con
nosotros. A partir de entonces ya no estaría. Tuve que decírselo a mi hija, un par de días
después del entierro. Hacía dos semanas que se encontraba en casa de sus tíos, en la
costa. Sabía que su madre estaba enferma, pero no la habíamos preparado para nada más
grave porque incluso nosotros no queríamos aceptar la evidencia. No sé ni cómo pude
hacerlo, pero lo cierto es que se lo dije después de rogar a Dios a fin de que me diera la
fuerza necesaria. A pesar del dolor, en aquella conversación noté una paz interior que no
era mía. Me sentí reconfortado.

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¡Qué sensación tan extraña la de las primeras semanas! Sentíamos tristeza, dolor...
pero nuestras emociones estaban como entumecidas, como si estuvieran bajo el efecto de
la anestesia. Todavía no nos hacíamos a la idea de su muerte. Parecía como si al volver a
casa la tuviéramos que encontrar allí, con su sonrisa... y pienso que en el fondo una parte
nuestra tenía aún aquella esperanza. Fue en estas primeras semanas cuando tuve dos
vivencias, dos encuentros muy particulares. Diréis que no fueron más que sueños y
productos de mi mente emocionalmente dolorida, y racionalmente no os faltará razón. Pero
sé lo que es soñar y aquello era una sensación muy diferente. Las dos sucedieron poco
antes de levantarme por la mañana. En la primera, estaba echado en la cama, vuelto hacia la
derecha, y pegada a mi espalda, abrazándome, estaba Tonia. Sentía su cuerpo, su calor, su
ternura. Yo me sentía bien, amado, tranquilo... Le pregunté <<cómo te va Tonia, qué tal se
está allá arriba», y ella respondió, con mucha dulzura: «bien, muy bien, pero os encuentro a
faltar>>. La segunda pasó alguna semana más tarde, en el mismo sitio. Esta vez era yo
quien la abrazaba. Me preguntó, con toda la naturalidad del mundo: <<¿iremos a casa de tus
padres este fin de semana?» (mis padres viven fuera de Barcelona). «¿Crees que es
aconsejable que vayamos, ya te encontrarás bien en tu estado ?»,le respondí yo, pensando
que aún se encontraba enferma y que no le iría bien desplazarse. Entonces ella se echó a
reír, con grandes carcajadas, al tiempo que contestaba <<¿que no ves que ya no estoy
enferma, que no tengo las limitaciones del cuerpo y puedo ir a donde quiera?».
Más adelante ya explicaré alguna otra experiencia que de alguna manera me puso
en contacto con esa otra realidad, como si de una puerta entreabierta se tratara, como un
toque de atención a nuestra persona.
<<Eh, seguimos existiendo, no lo olvidéis; este mundo tan sólo es de paso, como un puente,
¡no edifiquéis vuestra casa en él!»
Después de aquellas primeras semanas el shock inicial, y en cierta manera la
insensibilidad que podía comportar, desapareció y sólo quedó la cruda realidad: nunca más
encontraríamos su cuerpo, su persona, tal y como la conocíamos, al cruzar la puerta. El
dolor, la tristeza y la desesperación se despertaron en toda su crudeza. Tenían vida dentro de
mí, en mi estómago, en mis pulmones, en la manera de respirar, en cada una de las células
del cuerpo... Criar a mi hija que acababa de cumplir los ocho años -cómo hacerlo con aquella
soledad, aquellas pocas ganas de vivir que tenía yo-, llevar adelante la casa, el trabajo,
tantas cosas, algunas pequeñas pero que parecían grandes, grandes... Sobre todo los dos
primeros años, tenía momentos de un agotamiento extremo y de un insomnio persistente.
No sé cómo no caí en una profunda depresión. Ni ahora mismo me lo explico al revivirlo.
Pienso: «Si fuera ahora no lo resistiría.» ¿Qué me sostuvo?
Había días, momentos, de un llorar contenido, de un hacerte el fuerte debido a la
mucha responsabilidad que llevas encima y no debes fallar, otros de pollito sin fuerzas que
se abandona sollozando, echado en el suelo; también un llorar lleno de ira, de rabia por unas
vidas no vividas, de pedir responsabilidad al Creador por aquella ausencia, con puñetazos
contra las paredes, contra el cojín, contra la cama... Al mismo tiempo había momentos de
una paz profunda, a veces en oración, que había reiniciado, otros en la contemplación de
las maravillas de la naturaleza, del Universo... A menudo sentía una sensación de unidad
con todo esto. Yo formaba parte de las cosas que veía y ellas de mí, formábamos parte del
mismo espíritu, de una inmensa red que todo lo unía. Cuando la sentía, era una sensación
maravillosa. Pienso que mi sensibilidad estaba a flor de piel, y sintonizaba
inconscientemente el dial de mi alma en una frecuencia diferente a la de la conciencia

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ordinaria, de vigilia. En medio del dolor, e íntimamente ligado a él, se producía un despertar
espiritual.
Nació en mí un gran deseo de saber cosas, de interesarme por el más allá, de leer
libros que hablasen de él, de captar el sentido de la existencia. Hubo unas lecturas que me
ayudaron mucho. La primera fue el libro de Raymond Moody Vida después de la vida, el cual
relata y estudia la experiencia de centenares de personas que estuvieron en el portal de
la muerte y lo que vivieron en el más allá, libro ya clásico y popular sobre el tema.
Basándose en el libro, salió al mercado un vídeo con el mismo título, donde siete personas
relatan su vivencia; lo tendría que ver todo el mundo.
Un día me hablaron del libro de Elisabeth Kübler-Ross La muerte: un amanecer, y lo
conseguí rápidamente. La doctora Kübler-Ross ha dedicado una parte importante de su vida
a trabajar con moribundos, y es esa experiencia casi empírica la que la ha llevado, como se
indica en el libro, «a confirmar la existencia de una vida más allá de la muerte. Sólo se trata
del paso hacia otro estado de consciencia en el cual se continúa existiendo,
comprendiendo, y en el que el espíritu tiene la posibilidad de continuar con su crecimiento».
Su experiencia me llegó al alma de una manera muy directa. Leí el libro en un día, y
mientras lo hacía me sentía reconfortado, aligerado, esperanzado... En cierta manera
necesitaba que intelectual y testimonialmente me dijeran lo que yo ya sentía en el fondo de
mi corazón: que existía una Vida más allá de la vida en la que los seres amados se
reencuentran, y en la que la muerte tan sólo es la puerta para acceder a ella.
Gracias a este libro y a la referencia que hace en él la doctora Kübler-Ross, tuve la
oportunidad de leer otro: El hombre en busca de sentido, del psicólogo austriaco Viktor E.
Frankl, que me ayudó mucho a convivir con mi dolor. Guardé en el corazón unas frases del
prologo: <<la última de las libertades humanas es la capacidad de elegir la actitud personal
ante un conjunto de circunstancias». Ante un sufrimiento que no hemos elegido, nos queda
la elección personal de ser dignos de él. En cierta manera sintetiza su mensaje, e intenté
que éste fuera uno de los ejes de mi vivir diario. Hay también otros libros, de algunos ya
hablaré más adelante.
En el libro de la doctora Kübler-Ross se mencionaba a un grupo de apoyo y les
escribí. Me contestaron, y debió de ser durante el mes de enero o febrero de 1995 cuando
asistí a la primera reunión en el lugar donde se reunían por aquel entonces, en una sala de
la Casa Elizalde, que les cedía el Ayuntamiento. El Grupo de Apoyo estaba dividido en dos
secciones, Una estaba compuesta por voluntarios que hacían el acompañamiento de
personas moribundas que lo pedían, siguiendo las directrices de la doctora Kübler-Ross; la
otra era la encargada de llevar el Grupo de Duelo y su función era trabajar conjuntamente el
dolor que ocasionaba la pérdida de un ser amado, el apoyo mutuo, el seguimiento de los
unos por los otros en el respeto al dolor ajeno... Fue con esta última con la que nos
reunimos. Recuerdo muy bien aquel primer día y el amoroso acogimiento de las personas
que se hallaban presentes. Aquella tarde fuimos dos los que acudimos por vez primera:
Carmen, una señora de setenta años toda ternura y yo. Los dos habíamos perdido a
nuestras respectivas parejas y por las mismas fechas.
Como se acostumbraba a hacer cada vez que acudía una persona nueva, expusimos
nuestra vivencia, pusimos sobre la mesa nuestra alma herida, nuestra tristeza, nuestra
desesperación... pero también toda nuestra ternura. La gente que nos escuchó sabía
hacerlo porque había pasado o estaba pasando lo mismo que nosotros. Había una corriente
de empatía que me facilitó mucho poder exponer mi vivencia, mi testimonio de dolor pero

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también de amor. Personalmente no me costó nada abrirme, seguramente porque no eludía
hablar del tema y me iba bien hacerlo. Cada persona es diferente, va a personalidades y
caracteres. Aquel día también tuvimos la suerte de contar entre nosotros con una persona
que años atrás tuvo una experiencia espiritual fuera del cuerpo a raíz de un problema
cardiaco, y que venía a contárnosla, a compartirla con nosotros. Fue una experiencia
llena de esperanza, que relativizaba el sentido del dolor que a menudo damos a la existencia
humana. A mí me ayudó mucho.
Los meses siguientes, y casi durante un año, fui asistiendo a las dos reuniones
mensuales que por aquel entonces había establecidas. Fue un período muy enriquecedor,
tanto a nivel humano como espiritual. Había días de todo, a menudo dependía de cómo
habías pasado la semana para hablar más o menos. Primero, se acostumbraba a ofrecer la
palabra a aquellas personas nuevas, a fin de familiarizarnos con su vivencia y poder así
acogerla. Después hablábamos todos un poco, a veces siguiendo un turno, otras
espontáneamente, Exponíamos cómo lo habíamos pasado desde el último encuentro, las
reacciones, las emociones que se originaban en nuestro interior... Escuchar al otro te
ayudaba a entender las tuyas propias.
Había días en que eras incapaz de hablar de otra cosa que no fuera de tu dolor, y
otros en que te encontrabas más fuerte para poder dar así un apoyo más activo. Se
estableció una verdadera familiaridad y compañerismo entre las personas que acudíamos
regularmente. Eso solo ya era un elemento de sanación, un bálsamo en nuestras heridas,
También trabajábamos los diferentes aspectos del duelo, de la pérdida, del dolor, las fases
y las actitudes que se iban produciendo en el interior del alma, y su reflejo en la vida
cotidiana, en las relaciones con la familia, los amigos... Nos facilitaba entender el proceso
que íbamos viviendo y eso nos daba armas para aceptarlo y hacerlo en cierta manera
menos doloroso.
Fue una persona del grupo de acompañamiento a los moribundos quien me regaló
un libro, Vivir cuando un ser querido ha muerto, de un rabino llamado Earl A. Grollman.
Diferente a los demás, éste relata en forma de pensamientos más bien cortos pero incisivos
las diferentes reacciones y etapas vivenciales en una situación de pérdida. Está hecho
desde el interior de la persona que lo está viviendo, y es un fiel reflejo. En él se reseña un
poema de Thomas C. Han; como él, rogué a Dios que me diera valor, serenidad y sabiduría:

Dios mío,
dame el valor para cambiar
las cosas que puedo cambiar,
la serenidad para aceptar
las cosas que no puedo cambiar
y la sabiduría para distinguir
las unas de las otras.

Es un buen libro para regalar a alguien que está pasando por estas circunstancias.
En las conversaciones con la gente del grupo también compartíamos experiencias, algunas
en forma de sueños, otras en forma de percepciones, o bien de casualidades -que dirían

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algunos-difíciles de catalogar en nuestra mentalidad racional, pero que nos permitían
darnos cuenta de la existencia de otra realidad que iba más allá de los sentidos ordinarios.
A modo de ejemplo quisiera, de entre muchas otras que os podría explicar, relatar dos
experiencias que viví durante el verano de 1995.
La primera tuvo lugar a finales de junio. Una amiga de la familia, cristiana practicante,
me paró un día por la calle y me sugirió que fuera al Santuario de la Virgen de Lourdes, con
el Tren de la Esperanza, viaje que cada año organiza el obispado de Girona. El Tren de la
Esperanza está formado por enfermos y peregrinos. También puedes hacer de
brancardier (nombre que reciben los servidores) y de enfermera, que están a cargo de los
enfermos. La idea me rondaba por la cabeza, no había estado nunca, y aquella sugerencia
acabó de decidirme. Algo dentro de mí me lo pedía. Nos apuntamos tanto mi hermano como
yo: iríamos como brancardiers. El viaje de ida y vuelta, y la estancia en general, por sí
mismo ya fue una vivencia humana y espiritual: estar al lado de los enfermos, palpar su fe a
pesar de saber que seguramente volverían con las mismas dolencias, la hermandad
especial y desinteresada que se establecía entre los peregrinos... Era como entrar en otro
mundo, en otra escala de valores, otra manera de percibir las cosas... El mundo seguía
siendo el mismo; lo que cambiaba era la perspectiva, la manera de ver las cosas.
Como os decía, llegamos a Lourdes. Allí se nos encargó una tarea, de las más
sencillas: ayudaríamos a los enfermos del hospital en unas horas determinadas, al levantarse
y al acostarse. Al día siguiente de nuestra llegada se nos hizo saber en una reunión que
faltaban voluntarios para <<las piscinas»; de hecho, el trabajo más duro. Me ofrecí, y
empecé al día siguiente.
Para aquellos que no sepan cómo funcionan <<las piscinas>>, os diré que más que
piscinas son habitaciones con bañeras grandes individuales, alimentadas por la fresca agua
de la cueva de las apariciones. En la, entrada de cada una de ellas, separado por una
cortina, se encuentra el vestíbulo, separado a su vez también por otras cortinas del pasillo,
donde se espera la gente. Las personas, enfermos o no, que quieren bañarse en las aguas
de Lourdes, han de entrar en el vestíbulo, donde uno o dos brancardiers (o enfermeras,
si son mujeres) les invitan a desvestirse y les ayudan si es preciso. Una vez sin ropa, y
cuando ha salido de la piscina la persona que tenían delante, el siguiente entra en la
habitación, donde se saca la ropa interior que les queda y donde dos brancardiers le ciñen
una toalla a la cintura. Otros dos brancardiers le ayudan a bajar los escalones, sujetándolo y
sumergiéndolo completamente dentro del agua después de una oración comunitaria a la
Virgen de Lourdes.
Llevaba yo un buen rato dentro de la habitación de la piscina, atendiendo a la gente
que accedía a la misma, cuando entró un hombre ya mayor, debía tener unos ochenta años;
tenía todo el pelo blanco y una expresión serena y amorosa en el rostro, sus movimientos
eran lentos y pesados... Le ceñimos la toalla en la cintura y seguidamente se inició el ritual;
al terminar, salió al vestíbulo.
En aquel momento hubo un cambio entre los brancardiers, de manera que los dos
que estaban en el vestíbulo pasaron dentro, ocupando nuestro lugar, y dos de los que nos
encontrábamos en la habitación ocupamos el suyo, de manera que volví a encontrarme con
aquel anciano. Éste ya había empezado a ponerse su ropa. Ahora se encontraba sentado
en una banqueta y observé que tenía dificultades en secar sus pies con la toalla, no llegaba
y su equilibrio era precario.

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De una manera instintiva me dirigí hacia él, y diciéndole con señas que ya lo hacía
yo -desconocía cuál era su idioma-, le tomé la toalla y le sequé los pies con toda la
delicadeza de que fui capaz. Después le puse los zapatos y se los até. Recuerdo que lo
hice sintiendo una ternura inmensa, con un amor profundo que me salía del fondo del alma.
Cuando nos levantamos quedamos frente a frente, nos miramos y nos fundimos en un
abrazo. En aquellos momentos amaba profundamente a aquel anciano, de quien no sabía
nada y a quien nunca más he vuelto a ver; era un amor que iba más allá del que yo como
hombre soy capaz de dar.
Fue uno de aquellos momentos que se recuerda de por vida, muy especial para mí.
Después el hombre se alejó con su bastón. Verdaderamente es duro el trabajo en las
piscinas, pero no físicamente. Aquellos cuerpos destrozados por un accidente, castigados
por la enfermedad y el paso de los años... Cuando los enfermos y el resto de la gente se
sumergía en el agua, en cierta manera también nosotros nos sumergíamos en su dolor, en
su tristeza, en su fe y en sus esperanzas, como si hubiera una línea de trazos invisibles a los
ojos físicos que nos ligaba los unos a los otros, que nos comunicaba, que nos hacía estar
en comunión... y experimentar el sentido del verdadero amor. Fue una experiencia dolorosa
pero al mismo tiempo transformadora, enriquecedora.
Aquella noche me tumbé pronto en la cama, no más tarde de las diez. Estaba solo
en la habitación, mi hermano había ido a dar una vuelta con otros peregrinos por el pueblo
de Lourdes. Me sentía cansado y no tardé en dormirme. No sé qué hora debería ser; me
despertó una voz femenina. Me llamaba por mi nombre. Me incorporé inmediatamente,
saltando de la cama. Al pie de ésta y a unos tres metros de donde yo estaba, había una
mujer ya anciana, con el pelo blanco y recogido hacia atrás en un moño. Iba vestida de
negro, y era más bien delgada y pequeña. A pesar de la oscuridad que me envolvía, la veía
con mucha claridad, toda ella irradiaba luz. Recuerdo que pensé: «pero ¿quién es?>>, al
tiempo que tomaba conciencia de mi propio cuerpo. Sentía como si todo mi ser fuera una
vibración constante, un hormigueo, una especie de zumbido de abejas, que saliendo del
interior me atravesara a bocanadas en todas las direcciones, que se ensanchaba y se
encogía alternativamente. Era una sensación extraña, una mezcla de plenitud, de alegría, de
excitación, de potencia, y de amor... y muchas cosas más que no sabría definir. Como una
bocanada de aire limpio, fresco y tonificante que inundara todo mi ser.
Estuve un rato sintiéndome, porque no recuerdo haberme mirado el cuerpo, tan sólo
aquel hormigueo formidable. Volví a mirar hacia la mujer como queriendo obtener una
respuesta. Entonces oí que me decía «mira», claramente, pero sin observar que articulara
palabra. Me lo transmitía con el pensamiento y yo la oí con la misma claridad que si me
estuviera hablando, mejor aún. Una vez lo hubo dicho, desapareció la oscuridad que iba más
allá de la luz que irradiaba la mujer y tuve una vivencia, presencié un espect áculo que nunca
olvidaré. A mi alrededor, centellas, pulsaciones de luz de diferentes colores aparecían y
desaparecían, iban y venían en todas las direcciones siguiendo las trayectorias más
diversas, giraban sobre sí mismas, como un inmenso espectáculo pirotécnico con vida
propia. Era una explosión de vida y color: ahora formaban el arco iris, después parecían
responder a un movimiento ondulante, como en un juego, como en una danza... Y lo más
curioso era que no tan sólo era espectador, sino que también formaba parte, estaba dentro;
las pulsaciones de luz me atravesaban y no me hacían nada. Era una maravilla,
indescriptible.

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No sé cuánto tiempo duró, si tan sólo unos minutos o mucho más. En aquel estado la
noción de tiempo era muy diferente a la que tenemos en la conciencia de vigilia. De repente,
la vivencia de luz se apagó, y estuve unos instantes observando la oscuridad. La vibración
que sentía en el cuerpo disminuyó paulatinamente hasta hacerse casi imperceptible. Me
eché en la cama. Estaba contento y al mismo tiempo sorprendido, como si no me acabara de
creer que había vivido una vivencia maravillosa.
Luego encendí la luz: la habitación seguía ahí, con sus paredes y sus muebles, y no
había ninguna mujer ni pulsaciones de luz juguetonas. Instintivamente, pasé la mano
derecha por la sábana. Tengo costumbre de remeter los laterales por debajo del colchón
para no destaparme por las noches. Sentí y vi que continuaba estándolo lo que
significaba que mi cuerpo no se había levantado de la cama. La deducción resultante era
evidente: mi alma, o como lo queráis nombrar, lo que queda cuando desaparecemos en el
plano físico, había salido de éste y había tenido la vivencia. Fuera como fuera, no la había
buscado ni provocado. Me dormí pensando quién debería ser aquella anciana encantadora.
Por la mañana me desperté con la sensación de estar aún en las nubes, una sensación de
ingravidez... Mi hermano estaba en la cama de al lado. Me vestí y me fui al santuario.
Durante todo el trayecto iba cavilando y rememorando lo que me había sucedido
durante la noche. Ya dentro, al llegar al paseo rodeado de una inmensa arboleda, visualicé
interiormente a la mujer. Me acababa de preguntar otra vez quién debería ser. En mi interior
respondió una voz femenina, clara y amorosa: <<Soy la esposa de aquel anciano a quien
ayer diste todo tu amor.» Entendí íntimamente que aquella vivencia había sido su manera
de darme las gracias y que ella ya había dejado este mundo. Simplemente, desde el plano
de existencia donde se hallaba, sintonizó, facilitó a mi alma la posibilidad de elevarse por
unos instantes a otra realidad, que no por invisible a nuestros ojos, es menos real: la
realidad del Reino del Amor. Me pregunté el porqué del color negro, y si ella, en su vida
mortal, lo acostumbraba a llevar, pero creo que relacionar este color con la viudedad era su
manera de indicarme que se daba esa situación, aunque para nosotros el viudo fuera su
marido. Me habría gustado encontrar a aquel anciano y confirmarlo, pero con el gentío que
había y sin ningún dato no lo tenía nada fácil y ni lo intenté.
Respecto a la segunda experiencia, durante el verano, la Tonia, Mireia y yo
acostumbrábamos a pasar las vacaciones en Olot, donde alquilábamos un apartamento. El
año en que ella murió, en agosto de 1994, evidentemente no fuimos. Durante el mes de
febrero de 1995 llamé para apalabrado y me dijeron que ya estaban todos alquilados. Nos
quedamos, pues, Mireia y yo, sin nuestro lugar acostumbrado. Pasaron los meses y
seguíamos sin saber qué haríamos en nuestras vacaciones, ni si llegaríamos a ir a algún
sitio. A mí me daba igual, si bien creía que era conveniente que saliéramos unos días.
A mi hija le encantan los delfines y a través de Olga y Melcior, que tienen una parada
de venta de pescado en el mercado y un corazón muy grande, nos enteramos de que en
Port Lligat había una cala cercada donde tenían delfines. Un veterinario amante de estos
animales daba clases allí y permitía que los niños pudieran bañarse con ellos un rato, con
fines terapéuticos. Decidí que ése sería uno de nuestros destinos durante las vacaciones.
Durante el mes de julio fuimos allí a pasar unos días. El lugar es precioso y Mireia
pudo cumplir su sueño de bañarse un rato con los delfines.
Uno de los días decidí llevarla al Parque Acuático de Roses a fin de que se divirtiera
un poco. Salimos por la mañana. No sé si conocéis el camino de Cadaqués a Roses. Para
los que no lo hayáis transitado nunca, imaginad una carretera más bien estrecha y llena de

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curvas rozando un escarpado a la izquierda, y también el mar en la lejanía. Al poco rato de
estar conduciendo me invadió una gran tristeza acompañada de llanto contenido <<No hace
ni un año estábamos los tres y ahora tansólo nosotros dos», pensaba. Casi no podía
responder a las preguntas que me formulaba mi hija desde el asiento trasero.
Luego ocurrió. No sé si os ha sucedido, pero a mí unas cuantas veces. ¿No os
habéis nunca vuelto, respondiendo a un impulso no racional, a la derecha, a la izquierda,
atrás o hacia arriba... y habéis observado a alguien que os estaba mirando fijamente de una
manera inconsciente, casi energética, lo hemos captado y nuestro ser responde. No es que
pensemos «mira, me están observando, ahora me giro y miro quién es>>, sino que es una
reacción automática. Pues entonces me pasó a mí. Fue al tomar una curva a la derecha.
Adentrada unos metros dentro de la montaña había una pared natural donde había una
inscripción, hecha con un aerosol de pintura. Había girado la cabeza casi noventa grados. El
corazón me dio un vuelco al leerla, y suerte tuvimos del ángel de la guarda ya que el lugar
era peligroso. Decía así: MIQUEL, T'ESTIMO (MIGUEL, TE AMO). Yo me llamo Miquel,
¿sabéis? Imaginad por un momento que os hubiera ocurrido a vosotros. Las pulsaciones
se me aceleraron y la tristeza dio lugar a un gozo cómplice.
Al cabo de poco rato ya estaba pensando que todo habían sido alucinaciones mías,
pero no, a la vuelta localicé la inscripción y estaba allí: MIQUEL, T'ESTIMO. No había
traído la cámara, <<lástima», pensé. Como me dijo tiempo después una monja conocida,
<<me habían guiñado un ojo» desde arriba. Intenté racionalizarlo. <<Una casualidad como
tantas, no pienses más en ello», me repetía. Pero después la parte menos rígida de mí,
más fresca, añadía: <<Que no te das cuenta que tú no habías de pasar las vacaciones allí,
que es como si te hubieran llevado, que no ves que han reclamado tu atención al tomar la
curva, haciendo que girases la cabeza, que no ves que has encontrado esa inscripción en el
momento en que más lo necesitabas, cuando estabas llorando, pensando en ella, que no
ves... Esta vez, mi parte analítica y racional fue ampliamente superada y tuvo que reconocer
la evidencia.
Posteriormente tuve la suerte de leer la obra del psicólogo suizo Karl J. Jung y me
aclaró algunas cosas. Amigo y seguidor de Freud, de quien se separó posteriormente, Jung,
a lo largo de su vida, tuvo unas experiencias espirituales de primera mano. Se trata de un
hombre que ha dado una dimensión espiritual y transpersonal a la psicología. Suya es la
noción del <<inconsciente colectivo», según la cual el inconsciente no se limita a los
contenidos derivados de la historia individual, sino que existe también un inconsciente
colectivo que contiene todos los recuerdos y la herencia cultural de toda la humanidad; en
palabras de otro autor, «nuestro inconsciente supera nuestra propia persona y nos hace
participar en todo lo que está o ha estado vivo». O sea que, de una manera u otra, todos y
todo está ligado, entrelazado. De esto los grandes místicos saben un rato.
También es suya la Teoría de la Sincronicidad, un principio que describe coincidencias
significativas que relacionan a individuos y situaciones que se manifiestan en lugares
separados o alejados en el tiempo. Jung creía en la existencia de unas formas diferentes
del espacio y del tiempo, más allá de nuestro mundo físico. Las coincidencias podrían estar
relacionadas entre sí de acuerdo con modalidades desconocidas. Las «casualidades»,
pues, no existirían y no serían más que mensajes cargados de sentido.

Volviendo al Grupo de Duelo, puedo decir que fue uno de los puntales que me
ayudaron en gran manera a sostenerme. El contacto, la relación con la gente que siente lo

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que tú estás sintiendo, el afecto desinteresado y sin juicio que se te ofrece, son un bálsamo
que ayuda a mitigar el dolor. He aprendido que no estamos solos en este mundo, que todos
formamos parte de una inmensa familia y lo que le pasa a uno, de una manera u otra,
aunque imperceptiblemente, nos afecta a todos.
A lo largo de estos años también he hecho algunas terapias corporales que me han
servido mucho, como la reflexoterapia podal, masajes a fin de reequilibrar el cuerpo...
también flores de Bach. Durante el primer año también asistí a un centro budista para
aprender meditación; posteriormente hice yoga, que en tanto que disciplina física y al
mismo tiempo espiritual me ha ayudado en gran manera. Agradezco y valoro de una
manera muy especial el trabajo llevado a cabo por la directora del centro Sadhui Yamuna
Puri, que más que una profesora es como una madre por la labor de acompañamiento y
acogida que desarrolla.
A destacar la acogida y el apoyo familiar, tanto respecto a la mía como a la de Tonia.
Han sido momentos duros para todos. Les estoy muy agradecido. De una manera especial
a mi hija Mireia, que ahora tiene trece años. No me puedo ni imaginar cómo sería haber
pasado por todo ello sin tenerla a mi lado. Sólo Dios sabe cómo debe haber sufrido
interiormente esta criatura. A pesar de los momentos difíciles, ha sido de un gran consuelo y
ayuda, y juntos hemos aprendido muchas cosas. En muchos aspectos, ella ha sido también
una maestra para mí, como aquel día-tenía 8 años-en que, al darle las buenas noches junto
a su cama, me dijo:

-Déjame la puerta de la habitación abierta. ¿Habrá alguna luz encendida?


-La de la habitación de los papás; ya la verás –le contesté.
- ¿Cómo es que en la otra casa dejabais la luz del pasillo encendida? -volvió a preguntar ella.
-Para que no tuvieras miedo y te sintieras acompañada -le respondí.
Y ella, tan claro como lo veía, me dijo:
-¡Por eso Dios es luz!
¿No os parece maravilloso? O como aquella otra, dos años más tarde, cuando la dejé
un día en casa de los abuelos, y al despedirnos me dice: «Dame un beso de aquellos que
dan vida.» Lo que ella quería era un abrazo muy fuerte. ¡Aquel día lo tuvo más fuerte que
nunca! En su inocencia, interiormente, porque esto le salió de lo más hondo del alma, ya
sabía lo que era esencial, lo que todo ser humano precisa para vivir. Porque hay abrazos
que dan vida y otros no.
Otro de los puntales -el principal visto desde la perspectiva del tiempo- ha sido la fe,
volver a mis creencias cristianas, vivirlas desde otra perspectiva más profunda, recuperar
la oración personal restableciendo así una relación rota con Dios... Porque orar, más allá
de las fórmulas preestablecidas, no es más que mantener un diálogo personal con el
Creador. Durante todo este tiempo me he sentido, y me siento, sostenido por la comunidad
de la que formo parte, humana y espiritualmente, con sus oraciones. Ellos me han
enseñado a alabar al Creador. Porque alabanza también quiere decir agradecimiento,
agradecimiento que sale de las profundidades del alma; y cuando te vuelves agradecido
por lo que recibes, todo te parece nuevo cada día. Un árbol, una persona, un gesto, una
palabra... los percibes con otros ojos y te hablan de otra manera. Quisiera mencionar un
libro, el último, que os recomiendo de todo corazón. Es El poder de la alabanza, del pastor
Merlin R. Carothers. En él se revela la actitud de agradecer a Dios «todo» a pesar de las
circunstancias. Ya sé que dicho así no parece fácil... hasta que dejas que brote... En la carta

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primera a los Tesalonicenses, capítulos 16-18 podemos leer: «Estad siempre gozosos. Orad
sin cesar. Dad gracias en todo, porque ésta es la voluntad de Dios para con vosotros en
Cristo Jesús.,
¿Qué sentido tiene el sufrimiento?, se interroga mucha gente con un dejo de
amargura. Estoy completamente de acuerdo con la opinión de la doctora Kübler-Ross a
propósito del mismo: <<El sentido del sufrimiento es éste: todo sufrimiento genera
crecimiento. Uno crece cuando no esconde la cabeza debajo del ala, sino que acepta el
sufrimiento intentando comprenderlo no como una maldición o un castigo, sino como un
regalo con una finalidad determinada.» Hemos de tomar consciencia de que nuestra vida en
la tierra representa un suspiro en comparación a la eternidad y que, vistas las cosas desde
otra perspectiva, todo se relativiza. Fue Einstein quien dijo para nosotros, físicos
convencidos, la distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión, por persistente
que ésta sea».
Cuando estemos en «el otro lado», esta forma de vida en otra frecuencia, este nuevo
estado de consciencia», seguro que obtendremos más respuestas a nuestras preguntas, y
tal vez exclamaremos al tiempo que nos echamos a reír: «¡Caramba, era así de sencillo!» Y
seguro que habremos aprendido algo de nuestro paso por la vida. Personalmente puedo
decir que mi dolor me ha ayudado a despertar. Junto a mis espinas ha ido floreciendo
otra perspectiva, un cambio de prioridades, he aprendido a valorar más las cosas,
maravillándome de la profusión de vida que hay a nuestro alrededor y qu e tan a
menudo ignoramos. En el fondo del corazón siento y quiero sentir alegría y no
amargura... a pesar de los malos momentos. Ojalá que ella estuviera ahora conmigo,
pero tengo la certeza de que se encuentra bien y que nos volveremos a reunir en una
comunión, en una alabanza de amor que abrazará toda la humanidad.
No quisiera acabar sin mencionar un bello poema que por sí mismo es un faro
espiritual, una declaración de amor que sigue el estilo de las palabras de Jesucristo «amarás
a Dios sobre todas las cosas y a los demás como a ti mismo», y que se encuentra en el
prólogo del libro La muerte, un amanecer:

Busqué a mi alma; a mi alma no la pude ver.


Busqué a mi Dios; mi Dios me eludió.
Busqué a mi hermano y encontré a los tres.

El rompecabezas, al fin, se ha completado.

MIQUEL LÓPEZ RIBAS


Diciembre 1998 - mayo 1999

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2. ANDRÉS

Desde mi corazón herido mortalmente una Navidad, con la traumática partida al cielo
de mi hijo, no he sabido valorar la vida como lo hago hoy. Y se lo debo todo, creo yo, al
esfuerzo de saber qué es la vida.
Si la vida fuera simplemente unos años más o menos felices, unos años vividos sin
tener conciencia del potencial que somos, la vida sólo sería cuatro letras sin sentido. El
significado que yo le he querido dar a mi yo interior, llamado <<pequeño cielo», es
interpretar que vivir es dar alas al amor. Este amor incondicional que estoy aprendiendo a
dar sin pedir nada a cambio. Este amor que he recibido de personas que nunca hubiera
conocido si Andrés no hubiera muerto, este amor que, como amigo silencioso, impregna
cada célula de mi ser, para convertirse en el único alimento que me mueve a vivir. Cuando
este AMOR, escrito con mayúsculas, anide en mí, entonces sabré que Andrés, mi hijo, no
murió inútilmente.
Quisiera que volvieran a mí aquellos años pasados para vivir de nuevo con la
pequeña gran familia que Andrés, mi marido y yo quisimos formar. Yo estaba en tercer curso
de Ayudante Técnico Sanitario cuando unos amigos me lo presentaron. Nunca creí que algún
día formaríamos una pareja. Como todas o casi todas las mujeres deseaba encontrar al
hombre ideal y Andrés, entonces, no era exactamente mi príncipe azul. Todo ocurrió como
si estuviera predestinado. No sé exactamente cuándo ni cómo, solo sé que al año
decidimos casarnos. Parecía que alguien moviera las fichas, que alguien, suavemente nos
unía cada día más, como si quisiera que Andrés fuera el padre de mis hijos. Nos casamos el
16 de marzo de 1973.
Hoy, en 1998, veinticinco años después, me considero la esposa enamorada y
querida que entonces no podía ni imaginar. No sabía que el amor sereno e inmenso que
Andrés me daba a manos llenas, desde el primer momento, podría llenar toda una vida.
Y así, con este gran amor, nacieron Andrés, el 11 de enero de 1974, y Javier, el 28 de
septiembre de 1978. Con ellos supe que aquello era todo cuanto quería y necesitaba.
Pasaron los años, uno tras otro, sin darme cuenta del regalo tan maravilloso que
era y es ser madre. Andrés, mi hijo, era para mi la mañana, y Javier, la noche. Cuando me
comentaban la suerte que era tenerlo todo con Andrés, yo siempre les decía que sí, que
Andrés era mi hijo casi perfecto, pero Javier era mi otro cielo. Cada uno de ellos me ha
aportado lo que al otro le faltaba. Por eso el día era completo, poseía la mañana y la noche
en mi vida.
Andrés tenía diecinueve años cuando, cerca ya de Navidad, quiso la carretera
arrebatármelo de un zarpazo, sin darme la oportunidad de despedirnos. Desde entonces,
hace ya algunas Navidades, mi vida parece la sombra de lo que fue. Tenía entonces
cuarenta y cinco años, y quise morir. El dolor por la pérdida de un hijo era y es inimaginable.
Yo, que como muchas enfermeras había estado al lado de moribundos, de familiares, sobre
todo padres de aquel hijo que les decÍa adiós, desde una cama de hospital, pasaba a
engrosar la lista de padres que perdían un hijo.
Cuando miro hacia atrás, todavía las lágrimas siguen el surco que otras lágrimas
derramadas por el dolor no han borrado, pues siguen guardadas en mi recuerdo, lágrimas
que han ido barriendo el dolor, la tristeza y la añoranza que aún anida en mi alma.

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Cuando Andrés voló al cielo, yo caí al fondo de un mundo que no deseaba ver, ni
oír; a un mundo que empecé a odiar. Un mundo que me enseñaba unas armas que yo no
conocía, aun teniéndolas cerca, y entonces deseé que este mundo se fundiera, y yo con él.
No merecía vivir. Me sentí la madre más desgraciada, la madre desnuda que nada tenía,
pues con mi hijo se me había ido la vida.
Miré mi alrededor tanto como pude. Vi a mi marido y a Javier rotos por el dolor. Ellos
también querían morir, ¿qué esperaba Dios para llamarnos? Le dije: «Tú sabes que sin
Andrés no sabemos vivir, no queremos vivir, ven a buscarnos.» Pero Dios desoyó mis
súplicas. Eso creía yo entonces.
He olvidado todo lo referente al primer mes después de su muerte. Supongo que
toda la medicación que me daban la tomaba sin rechistar. Además, deseaba que llegara la
noche para que la pastilla hiciera su efecto y pudiera dormir. Al amanecer el nuevo día, era
cuando de nuevo la mente se ponía a martillear. Era como un casete insoportable, que
empezaba y terminaba repitiendo el nombre de Andrés. Me taladraba en cantidad y
calidad. Hubiera querido tener los mandos del emisor para que me diera una pequeña pausa
y poder respirar. Pero era un casete sin mandos. Era insoportable. El dolor, el vacío y su
ausencia estaban presentes en mí y con cada suspiro yo exclamaba: "¡Dios mío, no puedo
más!>>
Mientras tanto, mi casa, el hogar que Andrés y yo habíamos formado, se desplomó.
Aquellos cimientos, aquellos pilares puestos a conciencia, aquel vestíbulo que acogió a
una pareja feliz, todo aquello, se había derruido. Un huracán llamado MUERTE terminó
con todo mi hogar. El dolor empezó entonces a incrementarse. Me faltaba mi hijo Andrés y
todo lo demás –mi casa, mi estabilidad emocional, mis ilusiones, mi futuro-, aquel mundo
era «una mierda».
«¡Dios mío!», grité. Pero Él se volvió sordo. Me ahogaba, no podía respirar:¿ qué hacer?
De nuevo venía la noche y otro comprimido hacía su efecto. Entonces pensaba antes de
dormir: «¡qué le costaría a Dios cerrarme los ojos y despertarme junto a Andrés!». Pero,
como un soplo, otra noche más. Y un nuevo día venía a decirme que estaba ahí. Así
pasaron dos meses, presa de dolor, de miedo a vivir y viendo a mi alrededor cómo toda mi
vida se hacía añicos.
Un buen día, la aseguradora contraria, la del camión homicida -así entonces lo
llamaba-, me telefoneó. Simplemente lo hacía para preguntar si había dado parte a mi
agente de seguros. ¡Querían saber quién pagaba los desperfectos del camión! Me quedé
helada. No supe qué contestar. Seguramente me limité
a darle el teléfono de mi marido. Me derrumbé. Me preguntaba qué alma tendría aquel
hombre que me llamó. ¿Sabía que había telefoneado al domicilio de una familia destrozada
por el dolor?
Poco a poco entendí que la vida seguía, tanto si me gustaba como si no. Y ellos, la
gran aseguradora contraria, no paró a preguntarse si podía dañar o no a una madre más de
lo que le había dañado ya la muerte de su hijo. Pero, qué importaba un dolor más, si más no
cabía en mi alma. «Dios no quiera -pensé entonces-. que al conductor del camión o a algún
agente de aquella compañía le sucediera algo tan brutal, como es sobrevivir a un hijo.» No
lo deseo hoy a nadie. Y si alguna vez durante estos años pasados he deseado que parte de
nuestra sociedad pasara por mi estado durante sólo veinticuatro horas era y es
simplemente para que aprendan a respetar mi dolor, aun después de que pasen mil años.

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Un buen día tomé un libro que mis hermanos me habían regalado. El libro se llama
La muerte: un amanecer, de Elisabeth Kübler-Ross. Fue entonces cuando una pequeña
luz se encendió dentro de mí. La idea de buscar una respuesta a la muerte tan temprana ya
debía estar relatada en algún libro. Pero no era así. Es un buen libro, cuya lectura,
teorías y hechos, unos más que otros, me despertaron la curiosidad, pero no aminoraron mi
dolor.
De repente cogí el teléfono. Alguien en el 01O debía saber quién podía ayudarme.
Encontré un pequeño grupo de padres que, como yo, necesitaban unirse para compartir y
recordar a esos seres tan especiales a los que seguimos queriendo. Allí y con ellos empecé
a reflexionar y a caminar por un mundo que debía aceptar.
Todos los que intentaron ayudarme hasta entonces fallaron estrepitosamente en el
intento. Sólo hablaban de tiempo, del tiempo que, según ellos, lo curaba todo.
¡Qué respuesta más estúpida! No se me ocurriría a mí decir que el tiempo es un
remedio para el dolor y todo lo puede. Yo creo que decir algo así ofende y a la vez nos
separa del que nos lo dice. El tiempo nunca será el mismo para quien sufre la pérdida de un
hijo. El tiempo, para nosotros, es el enemigo número uno, junto a la muerte. Con ella
tenemos suficiente, es ella la que cada día nos dice: <<Lola, un día más.» Y yo le
contestaba: «Un día menos para volver a abrazar a Andrés.» Así que, como de sobras
sabemos que la vida sigue, el tiempo nos molesta y el futuro también.
El tiempo es para mí un montón de minutos, horas y días de los que no quiero
depender más. Si el tiempo no existiera, si viviéramos siempre en presente, sé que no
sufriría. Por que sé que, cuando así lo haga, vivo y viviré, siento y sentiré todo cuanto hoy
poseo. Valorar lo que tengo hoy es otra de mis metas, porque sólo así entenderé que no
puedo vivir del pasado, pues cuando me retrotraigo a tiempos pasados, mi añoranza se
acrecenta y duele, duele tanto que me hunde en unas profundidades de las que, hoy por
hoy, me cuesta salir.
Quiero vivir el presente, porque soñar con mi futuro es de nuevo columpiarme en algo
que me traicionó. Construí con mi marido y mis hijos un gran castillo, cuya torre más alta
casi alcanzaba el cielo. Y, cuando creí que iba a tocarlo, se derrumbó, murió Andrés y me
quedé flotando y a la deriva en el foso del castillo. Por eso el tiempo es para mí simplemente
una palabra que hoy me hace daño.
Quiero vivir el presente y valorar lo que tengo. Sé que tengo mucho. Soy afortunada
por todo cuanto he vivido junto a los míos y, sobre todo hoy, aunque me falte Andrés, mi
<<pequeño gran hombre>>, físicamente vivo junto a él. Porque si él fue un «pequeño cielo»,
si Andrés fue una chispa del cielo donde hoy habita, sé que yo, aunque viva en un disfraz,
tengo también dentro de mí otra chispa de cielo, y ésta quiso, hace ya mucho tiempo,
unirse con él. Sólo cuando me uno con él, en un plano muy sutil (que sólo el amor puede
hacer posible), me siento viva de nuevo para emprender este largo o corto camino, no lo
sé. Pero sí sé y quiero llenarlo de un andar seguro, como el que Andrés hizo.
Ahora, cuando quiero recordar todo aquello que me ha ayudado a caminar, creo que
soy afortunada. Mi hijo Andrés llevaba junto a su documentación, el día del accidente, un
escrito en el que decía: «Encuentra un camino hacia mi corazón y yo siempre estaré
contigo, y cuando tus pasos sean débiles para oírlos, yo los oiré.» Con el paso del
tiempo, se ha cumplido esa promesa. Uno de estos regalos me vino en forma de sueño.
Habían pasado sólo tres meses desde su marcha. En aquellos momentos la cama y los

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comprimidos eran el único refugio donde la muerte dejaba de taladrarme. Deseaba dormir, y
el sueño era la única tecla que tenía para dar descanso a la mente. Eran unas horas en las
que podía huir de este mundo que me rodeaba. Sé que fue un sueño. Unos dirán que fue la
fiebre, otros que deliraba, otros querrán interpretarlo, otros... No me importa.
Todos son poseedores de su verdad y como tal he aprendido a respetar todas las
opiniones. Pero la sabiduría de aquel primer sueño que, a mis cuarenta y cinco años pude
vivir, recordar y querer, es todo un regalo, un guiño del cielo.
Cada noche, antes de quedarme dormida, pedía que aquella fuera la última. Era un
vivir donde nada tenía sentido. Entonces era incapaz de vivir para Javier y mi marido. Era
incapaz de amarlos porque yo no me amaba. Quizá era una egoísta de cara a la
sociedad, pero yo puedo decir que era un sentir sin sentir, un vivir sin querer vivir, un llanto,
un ahogo, un infierno. Si existe el infierno, yo lo he vivido. Sólo Andrés era mi meta, quería
verlo, quería abrazarlo, quería descansar de aquella angustia y de una tristeza que cubría
toda mi piel. No había lugar para la razón; todo era extraño, todo era un mal sueño.

Un día me quedé dormida. De pronto, una voz me despertó y abrí los ojos. La
habitación estaba llena de luz, una luz inmensa y viva. Una luz con sabiduría, una luz
amorosa, acogedora y una voz conocida. <<¡Lola, tu hora ha llegado!» Yo le contesté:
<<¡Dios mío, vamos!» Por segunda vez me dijo: <<Lola, tu hora ha llegado!» «¡Sí, quiero
irme, vamos, por favor!» Por tercera vez la misma llamada, y yo contesté y le di la misma
respuesta: <<¡Sí, quiero irme!» Al instante y ante tal respuesta, una mano dulce me invitó a
girar la cara hacia la derecha. Entonces contemplé a mi marido dormido. Como en una
película me dieron la oportunidad de verle como en una radiografía, vi cuánto me
necesitaba. Giré la cara a la izquierda y vi a Javier dormido. Al momento, mi alma, mi ser
interno, mi corazón, mi trocito de cielo, no importa qué, comprendió el esta do de ánimo de mi
hijo pequeño y lo importante que yo era para su crecimiento, para ese caminar duro que se le
pedía en plena adolescencia. Dirigiéndome hacia la luz, aquella presencia, aquella voz, y
con los ojos llenos de lágrimas le dije: <<¡Dile a Andrés que me espere, ahora ellos me
necesitan más!>> Me desperté llorando desconsoladamente, porque un sueño me había
dado la oportunidad de decidir, y decidí quedarme para vivir aquello que hacía unas horas
odiaba: ¡LA VIDA!
Con el paso del tiempo, sé que fue un guiño del cielo. Si deseaba morir como yo lo
deseaba, sólo alguien como Andrés, mi hijo, me podía convencer para elegir con tanto
acierto un sueño.
Él sabía con su ejemplo de vida que esta vida es un tránsito más o menos duro, pero
con la seguridad que él tenía en su cielo y en el Amigo que, según él, habitaba allá. Con
esta fe que hizo de él un ser especial, un hijo excepcional, cariñoso y bueno, conquistó el
corazón de una madre que continúa amándole en la distancia. Desde entonces para mí han
sido cinco años de lucha, de trabajo, de hundirme en algunos momentos en la tristeza y de
alcanzar, en otros, su cielo.
Como he dicho, hace cinco largos -y a la vez cortos-años de la muerte de mi hijo
Andrés. Largos para la sociedad a la que generalmente oculto mis sentimientos, y cortos,
porque cuando alguien quiere tanto como yo a un hijo, vivo, todos los días, a pesar de su
muerte, sus abrazos, sus besos, sus ojos donde su alma encontraba unas ventanas donde

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asomarse, una media sonrisa que era y es la seguridad de que nada es eterno aquí, pero sí
en el cielo que él tanto amaba, y cantidad de recuerdos, sentimientos y amor que llenaban y
llenan mi vida en el silencio, en la soledad y en el voluntariado.
El tiempo ¿qué es? Os puedo decir que en un principio fue, junto a la mente, mi
desesperación. Hoy entiendo y empiezo a valorar que si este tiempo no hubiera existido,
todo lo que he descubierto de bueno en el corazón de tantas madres como he conocido me
lo hubiera perdido. ¡Cuánto amor habita fuera de la propia familia! ¡Cuánto hay que
aprender! ¡Cuánto tengo que trabajar! ¡Cuánto tengo que hacer para merecer estar junto a
mi hijo! Ahora soy voluntaria en el <<Teléfono del Duelo», en Barcelona. Un voluntariado no
fácil, donde las puertas se abren para acoger ese dolor desconocido y presente en
nuestras vidas, cuya definición es siempre corta para expresar tantos sentimientos. Este
dolor sólo compartido con un corazón al que la muerte enseñó a amar, sin juzgar, sin
aconsejar y dejando salir todo aquello que se encuentra agazapado en cada célula de
nuestro ser.
¡Tiempo, viejo enemigo! Hasta te he tenido que amar para sobrevivir y darte razón
de ser en este mundo, porque sin ti no hubiera formado una familia, y que cuando el amor
impregne todas mis células, gracias a ti y gracias a quienes tanto me han dado -unos a mi
lado y otros desde el respetuoso silencio-, y me han ayudado sin darse cuenta, no habría
descubierto la posibilidad de aprobar esta asignatura llamada AMOR que Andrés, mi hijo,
aprobó con sólo diecinueve años.

ANDRÉS

Cuando de nuevo amanece y abro los ojos,

TE ECHO DE MENOS,
Cuando estoy ocupada con mis quehaceres diarios,

TE ECHO DE MENOS,
Cuando acudo a mis oraciones
para parar el dolor de tu ausencia,

TE ECHO DE MENOS,

Cuando tengo la suerte de pisar nuestros bosques,


admirar nuestro cielo azul,
y ver brotar vida cada primavera,

TE ECHO DE MENOS.
Dame Andrés, desde tu cielo,
tu fuerza y tus ganas de vivir,
para que cuando volvamos a abrazarnos,
te pueda entregar un cesto de rosas,
no de tristezas.

ANDRÉS, CIELO, SIEMPRE TE QUERRÉ.

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Y AUNQUE TE ECHE DE MENOS,
ENSÉÑAME A AMAR ESTA TIERRA
CON UNA SONRISA Y UN AMÉN,

Mª. DOLORES ESTIVILL

3. SERGIO

El 22 de octubre de 1987, Sergio se fue a clase de kárate como cada jueves, le


encantaba. Llegó al vestuario más tarde que de costumbre, allí le esperaba otro chico de su
misma edad. Le atacó con un cuchillo de cocina, elevándoselo en la espalda. Sergio murió
en cuestión de mInutos.

Aquel día yo había ido con mi hija Silvia, que entonces tenía cinco años, a visitar a mi
abuela, ya que hacía un mes que había fallecido mi abuelo. Al llegar a casa nos
encontramos a la policía en el rellano de la escalera.
Es muy curioso, siempre supe y había visualizado que un día llamarían a la puerta de casa y
me encontraría con una pareja de policías que me comunicarían algo, aunque no sabía
el qué. También recuerdo vivir con una angustia constante, como esperando algo pero sin
saber qué. El día que murió Sergio, aquella angustia desapareció y supe perfectamente
que, en mi interior, siempre había sabido que un día se iría.
Esto me ha hecho sentir muy culpable, me pareció durante mucho tiempo, que el hecho de
haber presentido la muerte de mi hijo significaba que era yo quien había provocado su
muerte.

Mi gran desespero era que le habían quitado la vida a mi hijo, lo único que me repetía
era: <<Pobrecito, le han quitado su vida, no le han dejado vivir como a todos los niños y
nunca podrá volver a hacer nada de lo que le gustaba.»
En aquellos momentos no podía ver a ningún chico de su edad, sólo deseaba y he deseado
durante mucho tiempo que todos los padres pasasen, aunque fuese durante unos instantes,
por el dolor que yo estaba pasando, para que supiesen cómo me sentía. Era un sentimiento
de incomprensión, indiferencia y abandono por parte de los demás.
A los pocos días del entierro de Sergio, supongo que en estado de shock, recuerdo que me
dije: <<Todo tiene que continuar igual, aquí no ha pasado nada.» A partir de ese momento
me negué la realidad.
Me propuse no hacer nada que no me apeteciera, con lo cual entré en una dinámica
de apatía total, aunque aparentemente no se notaba. Cualquier pequeño trabajo u
obligación me representaba un esfuerzo terrible y me ponía de muy mal humor. Esta
situación todavía me dura ahora, aunque cada vez con menos intensidad.

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Los primeros consejos que recibí fueron: no pienses, no llores, eres muy joven y tienes que
continuar, tienes que ser fuerte. He cumplido todas, estas pautas sin darme cuenta del daño
que me producían.
He somatizado todo tipo de enfermedades, problemas digestivos, ahogos, abscesos
que se me agudizan entre los meses de octubre a enero, ya que coinciden con el aniversario
de su muerte, su santo, Navidades y el 3 de enero, su cumpleaños.
Tres años después de su muerte me separé, quedándose mi hija conmigo. Por ella
he tenido que estar de buen humor y evitar llorar.
Esta situación me produjo agotamiento físico, quería que el tiempo pasara muy rápido,
quería quemar etapas para llegar al final. Realmente no sé a qué final.· Tenía la sensación
de estar siempre en el agua, sacando la cabeza, sobreviviendo, luchando por nada en
concreto.
(Nota: Esta sensación la he dejado de tener al trabajar el duelo, sea a partir de los
cuatro o cinco meses. En estos momentos ya no la tengo.)
La gente que me rodea opina de que soy muy fuerte; siempre mantengo las formas,
supongo que es lo que se espera de mí, es una manera de no incomodar a nadie.
Van pasando los años y me convenzo de que he superado perfectamente la muerte
de mi hijo; pero no, a través de las cosas cotidianas me doy cuenta de que no estoy contenta
con mi forma de vivir y sentir la vida, no soy yo quien maneja mi vida, la que lleva las riendas,
sino que es la vida la que me maneja a mí. Voy de un lado para otro sin una visión clara de
nada, como un barco a la deriva.
Una vez consciente de mi estado, decido buscar ayuda externa y es aquí cuando me
doy cuenta de que he pasado once años de mi vida bloqueada, con un dolor inmenso en mi
interior y sin haber sabido manifestar ningún sentimiento; me he rodeado de corazas; soy
impenetrable. Aparentemente no me afecta nada, ni siquiera soy capaz de sentir alegría.
Mi idea de la felicidad es simplemente la ausencia de dolor.
A partir de este momento, y a través de una amiga,conozco el Centro de Duelo.

DUELO

El primer día que acudí al Centro y me explicaron lo que era el duelo, me quedé
horrorizada al ver que no sabía nada acerca de este proceso, ni de qué se había de pasar.
Era un lenguaje totalmente desconocido para mí.
Nadie nos habla de la muerte y menos si ésta se trata de la de un hijo, no entra dentro
de nuestra educación.
Ese día hicieron darme cuenta de que era incapaz de pronunciar el nombre de mi hijo.
Me costó un buen rato poder nombrarlo, no recordaba ninguna vivencia con él, era como si
hubiese borrado los doce años que pasamos juntos. Lloré como nunca había llorado, era
desgarrador.
Esa noche tuve mi primer sueño.
En el sueño yo me sentía muy preocupada y angustiada, él aparecía muy sonriente,
sentado en una butaca de mimbre, reclinado hacia un lado y apoyado en uno de los brazos
de la misma, era una postura muy característica suya, y me dijo: <<No te preocupes, yo te

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ayudaré.» En aquel momento me desperté, tuve una sensación de paz muy fuerte y un total
convencimiento de que me ayudaría. Estoy convencida de que no fue un sueño.
Después de mi primer día, decido ir a las sesiones semanales que se organizan.
Al principio iba con mucha serenidad, ya que para mí habían pasado once años y me
sentía <<muy fuerte>> en comparación con el resto de las familias que acudían y hacía muy
pocas semanas o meses que habían perdido a su ser querido.
Pensé que con mi «larga experiencia de once años» podría explicar que todo vuelve
a la normalidad.
¡Pero cuál fue mi sorpresa! Conforme pasan las semanas, escuchando las vivencias,
sueños y sentimientos de los demás vuelvo a notar el dolor y la rabia que sentí al principio,
después de la muerte de Sergio y que no me permití tenerlos ni expresarlos. Ahora no los
reprimo, intento vivirlos porque sé positivamente que aceptándolos podré encontrarme mejor.
Tengo el apoyo de mi hija que me ha sido de gran ayuda a partir del momento en que he
empezado a trabajar el duelo y a hablar con ella del tema. A través de ella he vivido alguna
experiencia en la que he constatado que Sergio está aquí con nosotras y que lo que me dijo
en el sueño es verdad.
En estos momentos recuerdo muy pocas cosas, pero por lo menos puedo empezar
a hablar de él con más naturalidad, lo llevo mucho más presente. He empezado a vivir, a
disfrutar de las pequeñas cosas cotidianas.
El sentimiento de rabia que tenía por la incomprensión de familiares y amigos ha
desaparecido. He llegado a entender que nadie puede llegar a sentir lo mismo que uno, si
no ha pasado por una experiencia igual, por lo tanto no tienen ninguna culpa de haber
actuado como lo hicieron. Entonces, ¿por qué tengo que seguir enfadada con ellos? Eso
me ha hecho poder perdonar a todas las personas que, según creía, no me comprendieron
como hubiese querido y, por consiguiente, me ha desaparecido el enfado y la rabia. Me
siento aliviada.
Una de las cosas que me ha ayudado mucho ha sido la propuesta por parte del
Centro de colaborar en este libro, ya que he tenido que recordar vivencias de estos once
años y que me han sido muy desagradables de revivir. Cuando empecé tuve mucha
ansiedad, taquicardias y lloré mucho, pero conforme he ido escribiendo, corrigiendo y
poniendo en orden mis vivencias, me he dado cuenta de que poco a poco he recordado a mi
hijo con serenidad.
Pienso continuar yendo a las sesiones de duelo, me siento acompañada, aprendo
cada día de los demás. No tengo prisa por acabar el duelo, no acaba nunca, para mí es
la aceptación del cada día, unos días son mejores y otros no tanto, pero esto no tiene
importancia, ya que soy consciente de la realidad con la que tengo que vivir y cada día la
voy aceptando.
Así como al principio me encontraba muy mal, en estos momentos empiezo a tener
alegría en mi interior.

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MARIA LUISA RODRIGUEZ BOSCH
Barcelona, 13 de marzo de 1999

Silvia, mi hija menor, me entrega este poema, lo ha escrito como consecuencia de nuestras
charlas. Anteriormente nunca me había manifestado ningún sentimiento respecto a su
hermano.

DESPEDIDA

Este Soneto a Ti va dirigido.


Tú que a tan lejano lugar partiste.
Espero que sea como creíste
y algún día me expliques cómo ha ido.

Deseo que donde estés me entiendas,


pues sólo pretendo de ti despedirme
ya que contigo nunca pude irme
aunque quizá no lo lamentas.

Muchos tristes años sin ti han pasado.


Sin embargo, a nuestro lado has estado.
Muchas vidas se han perdido.
Pero sé que ahora están contigo.

Te agradezco la ayuda que nos has dado


porque sin ti no lo hubiéramos superado.
Ya para acabar me despido con una sonrisa

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deseando que te llegue con la Amada brisa.

SILVIA

4.- IGOR E IVÁN

26 de abril de 1999

Queremos dedicar este trabajo a Iván, Igor, Joan, Dani, Noemi, Caries, Eric, Ana, Laura, y
tantos otros niños que nos han precedido en este viaje hacia la Luz.

Somos Francisco y Núria y queremos compartir con vosotros la dolorosa experiencia


vivida de haber perdido a nuestros hijos Iván e Igor, de cuatro y cinco años, respectivamente,
en un accidente fortuito.
Inimaginables son los sentimientos que han brotado en nuestro interior a partir de
aquel hecho, y las palabras, ;las benditas palabras mediante las cuales intentamos
comunicar lo que sentimos, se vuelven pequeñas, débiles y minusválidas en su intento de
transmitir nuestra vivencia.
No obstante, recurrimos en su auxilio para intentar que nuestro dolor se transforme en
un claro mensaje de luz, comprensión y amor a muchos corazones.
El 31 de agosto de 1998 amaneció como un día más de los tantos de mi rutinaria vida.
Jamás hubiese imaginado que precisamente aquel día fuese el escogido por la existencia
para llevarse a mis hijos de mi lado.
Aquella mañana Núria, mi compañera, se despidió de los niños al igual que siempre,
rodeando sus pequeños cuerpos con un fuerte abrazo y sellando sus mejillas con un tibio
beso.
«Hasta la tarde», fueron sus palabras al marcharse camino de su trabajo.
Yo, por mi parte, intentando ayudarla en las labores de casa, decidí ir a comprar una
plancha en unos grandes almacenes que están situados en Sant Boi de Llobregat.

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Tomé la furgoneta como tantas otras veces y en compañía de mis hijos me dirigí
hacia allí. Los críos se recostaron en la parte posterior del coche y se durmieron
plácidamente.
Al llegar al párking de aquel establecimiento y al verlos dormir tan profundamente,
sentí pena de despertarlos, por lo que decidí ir con rapidez en busca de la plancha para
Núria. Y fue entonces cuando las cosas sucedieron precipitadamente, como suele suceder
casi todo lo que no esperamos.
Al cabo de unos instantes de estar dentro de la tienda comencé a sentir voces que
gritaban: « Humo, humo, mucho humo.» Sin pensar en nada me asomé tímidamente casi
por inercia a la puerta cuando de pronto observé que ¡era mi coche el que estaba ardiendo!
Corrí desesperado hacia la furgoneta e intenté abrir las puertas delanteras. Al hacerlo, una
gran estela de negro humo me cegó, pues estaban ardiendo los asientos. Inmediatamente
abrí la puerta posterior de la furgoneta y a tientas, debido a la espesa humareda que salía,
tanteando a ciegas, intenté encontrar a los chavales.
Mis manos se encontraron con el cuerpo de Iván al que tuve que soltar, pues mi rostro, al
igual que mis manos y mis brazos, comenzó a arder debido a las voraces llamas que salían
del interior del coche.
Inmediatamente caí al suelo sin sentido debido a la asfixia producida por el denso
humo...
De pronto, me encontré a mí mismo a escasos metros de altura flotando por encima
de la furgoneta. Desde esa extraña perspectiva observaba todo lo que sucedía en ese
momento. Me encontraba sumergido en una profunda sensación de paz, como si lo que
estuviese contemplando fuese una simple película en la cual. yo era un mero actor.
En esos instantes no sufría en absoluto, no sentía angustia, desesperación ni temor
alguno. No existía en mi consciencia en esos momentos vínculo humano alguno que me
hiciera sufrir, no sentía que Igor e Iván fuesen mis hijos o yo su padre. Una extraña y densa
paz me envolvía haciéndome perder mi <<humana»
condición de sufrimiento por llamarlo de alguna manera.
Vi llegar a numerosos policías y a los bomberos. Observaba correr a la gente en
busca de un extintor. Recuerdo cómo cogían mi cuerpo y lo desplazaban hacia una esquina
alejándolo de la furgoneta. En esos momentos comencé a sentir mi rostro y mis brazos
ardiendo envueltos en un intenso dolor que me desgarraba.
Posteriormente, Núria me explicó al leer el parte médico que en aquellos momentos
yo había dejado de existir, y que gracias a haberme practicado el boca a boca y a haberme
suministrado oxígeno los bomberos, había vuelto a vivir.
Aún resuenan en mi mente las palabras de la policía en aquellos momentos:
<<Tranquilo, tranquilo, tranquilo...>>-
Recuerdo claramente cómo yo balbuceaba desesperadamente: <<Mis hijos están
dentro, mis hijos están dentro.»
La policía, me repetía: <<Tranquilo, tranquilo.» En medio de mi desesperación yo
gritaba:
-Sé que Iván está muerto, pero ¿dónde está Igor?
-No te preocupes, no te preocupes, tranquilo, no sabemos si está muerto, ya lo sacaremos y
lo llevaremos al hospital.

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Al cabo de unos momentos recuerdo que llegaron las ambulancias y observé cómo
los médicos entraban en la furgoneta. Recuerdo cómo sacaron a Igor y lo introdujeron dentro
de una ambulancia, pero ésta no marchó. Presentí que también había fallecido.
La ambulancia que me transportaba se dirigió hacia el Hospital de Sant Boi, mientras
que la ambulancia que transportaba a Igor se dirigió hacia el hospital de niños de San Juan
de Dios.
(Quiero recalcar mi profundo agradecimiento hacia la Policía municipal de Sant Boí por
su gran humanidad hacia mí en esos momentos de desesperación.)
Al llegar al hospital recuerdo que me inyectaron en tres ocasiones. Me vendaron los
dos brazos, pues tenía quemaduras hasta la altura de los codos. A partir de esos momentos
comencé a sentirme muy mal.
En el hospital la Policía municipal me preguntó a quién quería que llamase de mi
familia.
En mi interior yo pensé: <<A mi mujer no porque ¿cómo le explico que he sido yo el
responsable de la muerte de los niños?»
Entonces pedí a la policía que llamasen a mi madre, que le comentasen que sufrí un
accidente pero que no le dijesen toda la verdad pues temía que no lo pudiese resistir.
También recuerdo que pedí que llamasen a Jorge, mi jefe, y que le contaran la verdad y que
le pidiesen que, por favor, viniese.
Al cabo de media hora llegó Jorge y le expliqué lo sucedido.
Recuerdo también que en medio de mi diálogo continuamente preguntaba a la policía,
que también estaba presente allí, cómo se encontraba Igor. Me decían que no me
preocupase, que lo estaban cuidando y que estaba en buenas manos. Transcurrido un rato
recuerdo que llamaron del hospital del Valle Hebrón para preguntar si había allí algún
familiar de Igor y que por favor se presentase inmediatamente.
Al llegar al citado hospital un médico joven me preguntó si yo era el padre de Igor. Al
responderle que sí me dijo: <<Siéntese, por favor.» Le respondí que no, que no lo deseaba.
-Mire, tenemos dos malas noticias para darle.
-Fueron sus palabras.
Yo le comenté:
-¡Sí, ya lo sé, Iván ha muerto!
Él asintió en silencio. Luego me comentó:
-Pero aún hay otra peor, Igor tiene quemaduras en el95% de su cuerpo.
Yo inmediatamente le pregunté si sufría, a lo cual él me respondió claramente:
- En absoluto, no sufre en absoluto.
A continuación me explicó que, si Igor sobrevivía, solamente conservaría intacta una
mano, pues el resto de su cuerpo estaba totalmente afectado por el fuego.
Le rogué que por favor que Igor no sufriese y que si tenía que marcharse (morir) que
se marchase, pero que no sufriera. A lo cual me respondió que no sufría en absoluto.
Al cabo de un rato llegó mi madre y al conocer la noticia en su totalidad casi se
desmaya. Le pedí que por favor fuese a buscar a Núria a su trabajo. Mientras mi madre iba
en busca de mi compañera, llamamos a su lugar de trabajo y explicamos lo sucedido a la
persona responsable, pidiéndole que por favor no le comentase nada de lo que les había
sucedido a los niños, pero que por favor intentasen suministrarle algún calmante.
Núria, al llegar al hospital y verme con las manos quemadas me comentó: <<No te
preocupes, coge a los niños y vámonos.»

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Yo le dije: <<¡Núria, los niños no están, se han marchado! Ella se derrumbó.
En ese momento comenzaron a llegar familiares de todas partes, recibí la llamada de
mi padre y su afecto. Al cabo de un rato se presentó allí, pues él residía en Madrid.
También llamamos al padre de Núria que estaba en Palencia. Un poco más tarde, bajamos
al hall del hospital y, mientras nuestros ojos se elevaban al unísono buscando el sitio más
alto del edificio para lanzarnos al vacío, comentamos nuestra intención de marcharnos con
ellos.
En un instante pensé: <<Ahora no, ya lo decidiremos. >>
Al igual que dos sonámbulos, nos llevaron a casa de mi madre para que nos
ducháramos y nos cambiáramos de ropa. Más tarde cuando regresamos al hospital, nos
comunicaron que Igor había fallecido; se había marchado.
La poca esperanza que aún habitaba en nuestro interior, se derrumbó sin piedad
sobre nuestras espaldas.
Al cabo de un rato llegó un tío de Núria a quien yo no había conocido hasta entonces,
su nombre es Carlos. De aspecto campechano y nobles rasgos, recuerdo claramente las
palabras que pronunció: «Esto es la vida, todo pasa y un día todos nos encontraremos.» Su
mensaje fue esperanzador y real.
Luego marchamos a casa de mi hermana y en nuestra soledad, antes de dormir,
Núria me comentó:
<<Francisco, ¿nos tomamos todas las pastillas y nos dormimos para estar con ellos?>> A lo
cual yo le contesté: <<¡No! Qué pensará mi hermana, con todo lo que nos está ayudando, si
encima le hacemos esto.»
Al otro día comenzó el calvario de los papeles, la prensa, las declaraciones, las
autopsias, la gente, la policía... el bullicio, la soledad, la desesperación, el vacío, la terrible
angustia que nos ahogaba. Yo no sabía a ciencia cierta si todo lo que estaba sucediendo era
real o por el contrario formaba parte de un macabro argumento de alguna película.
Estaba totalmente vapuleado y no recuerdo con precisión todos los detalles.
Recuerdo que cuando fui al Hospital Clínico para gestionar la documentación del
sepelio me encontré a toda la familia de Núria que había llegado de Palencia.
Con Carmen, la hermana de Núria yo no mantenía relación alguna, es más, tenía una
mala relación. En esos momentos dentro de mí surgió EL PERDÓN. Recuerdo claramente e
inclusive percibo esa sensación de calor en mi pecho que surgió con aquel sentimiento. Fue
allí también donde entre toda la documentación me dieron un folleto del Grupo de Duelo.
Tras el sepelio fuimos a casa de mi hermana Olga. Recuerdo que pasé casi toda la
primera semana durmiendo prácticamente todo el día, sin tomar medicación alguna. Ahora
me doy cuenta de que la naturaleza en su afán de evitar el dolor me sumergía en lo profundo
del sueño.
Mi madre fue a casa y recogió la ropa de los niños y la donó a Cáritas. Los juguetes
ha sido lo único que hemos guardado, pues cada uno de ellos lleva impresas las vibraciones
de cada momento de sus vidas terrenas.
En el transcurso de los días el shock fue disminuyendo por momentos y entonces era
cuando realmente descendía a los infiernos de la cruda realidad.
Recuerdo que al llegar a casa muchos días colocaba en la mesa cuatro platos y cuatro
vasos, no podía creer que la realidad era distinta.
Una sensación de ahogo y vacío oprimía mi pecho, una parte de mi ser no estaba,
había desaparecido, me sentía terriblemente mutilado.

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Comenzó a aflorar la imperiosa necesidad de tocar a mis hijos, era una desesperación
darme cuenta que mis manos necesitaban aferrarse a ellos y no podía hacerlo.
De pronto comenzó a aflorar un sentimiento de culpabilidad por no poder haber hecho
más por ellos el día del accidente.
Núria me decía: «Mañana vendrán se han ido de excursión...»
Luego la rabia se apoderó de mi ser y me preguntaba: ¿Por qué a mí me había
sucedido esto y a otros no le sucedía nada? ¿Qué había hecho de malo en mi vida, si
solamente había trabajado para merecer esto? ¿Por qué no pude sacarlos del coche
ardiendo? ¿Por qué.;. por que... por que....) A
continuación de los incontestables «por qués» que afloraban a mis labios, surgían también
las crueles dudas que me martirizaban:¿ Y si hubiese hecho esto?
¿Y si hubiese hecho esto otro?
Los diálogos eran entre los mismos personajes: «porqués», <<y si... >>, «y si no... »
Al cabo de unos días tomé consciencia de que todos estos interrogantes no servían para
nada, simplemente eran una forma de torturarme y de no aceptar el hecho. Entonces dejé de
preguntarme por qué, y si hubiese, o si no hubiese. Borré estos conceptos de mi mente.
Al cabo de quince días aproximadamente soñé con el coche incendiado, tal como me venía
sucediendo todas las noches, pero esta vez fue diferente. Desde dentro del coche asomó
Igor con su rostro sucio de carbonilla. Yo lo llamé y le dije:<<Ven aquí que voy a limpiarte la
cara.»
A lo cuál él me respondió: «Papá yo estoy bien, el que tiene que estar bien eres tú."
Núria, por su parte, soñaba todos lo días que los niños le pedían leche, agua, etc. Cuando le
relaté lo que Igor me había dicho en el sueño, no volvió a soñar con ellos de la misma forma,
o sea pidiéndole cosas.
A los pocos días regresamos a nuestra casa y solamente pudimos permanecer en ella
dos horas. Nos tuvimos que marchar porque no resistíamos el silencio y el vacío. Luego,
poco a poco, fuimos aumentando el tiempo de permanencia en casa hasta que nos dimos
cuenta de que podíamos quedarnos a dormir una noche en nuestra casa.
El primer fin de semana fue muy duro, al mediodía nos marchamos fuera porque no
resistíamos estar en casa, sobre todo por el silencio, ese silencio que delataba la ausencia
de gritos y risas de nuestros pequeños.
El Ayuntamiento de Parets nos había prometido que nos ayudaría a superar lo
insuperable. Fuimos a visitar a la asistenta social y nos manifestó que el alcalde le había
dado instrucciones para ayudarnos en lo que nos hiciese menester.
Nos ofrecieron solicitar una paga entre otras cosas, pero lo que realmente
necesitábamos era ayuda psicológica para poder sobrevivir a aquellas circunstancias.
Tras quince días de búsqueda de algún profesional que pudiese atendernos, nos
remitieron a la doctora Pilar Soriano, a la cual le estamos profundamente agradecidos.
En ese ínterin de visitar a la doctora Soriano, comentamos con Núria el hecho de asistir
al Grupo de Duelo. Surgieron en nuestro interior numerosas aprensiones pues nadie nos
había explicado cómo era el grupo ni en qué consistía. Nos imaginamos que podía ser una
secta o algo por el estilo.
Hablamos por teléfono con la señora Adela Torras y nos manifestó que nos
presentáramos el viernes al grupo. Con Núria nos miramos y pensamos que por
probar no perdíamos nada, y que en el peor de los casos si no nos gustaba, nos
marcharíamos.

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En esos días yo recibí el alta médica y Núria también volvió a trabajar aunque en otro
sitio diferente.
Para mí fue realmente muy duro volver a trabajar y enfrentarme con la gente. Todos
me daban el pésame y la verdad, era muy duro. Por supuesto las bien intencionadas
aunque desastrosas frases de que <<el tiempo todo lo cura» o «ya tendrás más hijos» etc.,
etc:., fueron las señales que hicieron darme cuenta de la inconsciencia con que se transita
por esta vida.
Quiero expresar profundamente a Jorge y a Montse todo lo que me han ayudado en
esos momentos.
No recuerdo exactamente el día, tampoco sé con precisión a raíz de qué
circunstancia, pero recuerdo que en esos días un sentimiento de PERDÓN hacia mí mismo
anegó mi ser. Comprendí que realmente no pude hacer nada por evitar lo que había
sucedido. Me sentí que las dos pesadas mochilas que llevaba a mis espaldas, una por cada
uno de mis hijos, se volvían más livianas, y que todo el odio y resentimiento que acarreaba
lo estaba transformando en AMOR.
Llegó el viernes y asistimos al Grupo de Duelo. Nos entrevistamos con Adela, nos
explicó cómo funcionaba el grupo y nos sentamos en una sala. junto a Josep y Susana, que
también era el primer día que asístían, y también con Enric, Ángela, Juan y Rosa María.
Entonces fue cuando nos percatamos de que no éramos sólo nosotros los dolientes,
que también había más personas que se sentían vacías, hundidas en el dolor y la
desesperación.
Me he dado cuenta de que en los primeros momentos el gran dolor radica en la
desesperación de no poder tocar a nuestros seres amados y en la incertidumbre de no saber
dónde se encuentran.
Y o opté por una postura de enfrentarme a la situación de dolor que estaba padeciendo.
El solo hecho de ver un retrato de ellos me producía un intenso dolor en mi pecho. Al
siguiente fin de semana tomé el álbum de fotos y pasé casi todo el día contemplándolo.
Luego me di cuenta de que al haberme enfrentado a lo que por naturaleza rehuía (escapar
del dolor), ahora éste se había mitigado y disminuido en intensidad.
Reflexioné en mi interior al comprobar que el resultado de mi actitud positiva podía
aplicarlo también a mis sentimientos de dolor y no solamente a los que se producían por un
hecho exterior como el contemplar las fotografías. Entonces visualicé el día en que por
primera vez les ensené a montar en bicicleta. Al comienzo, sentí nuevamente un agudo dolor
y un brusco rechazo hacia aquel recuerdo, pero, inmediatamente después, éste se
transformó en un recuerdo bueno, natural, humano, lleno de ternura y AMOR.
Gracias al comentario de Juan en el grupo, comprendí que mi actitud de liberar a Igor
para que se marchase en paz en el hospital y no haber dado paso a un egoísta y
desesperado aferramiento humano sin tener en cuenta su estado, fue verdaderamente un
regalo de AMOR hacia él y tal vez, por qué no, la prueba de que la dignidad del hombre
reside más allá de su corazón y de su mente.
Unas semanas más tarde de aquel primer encuentro con el Grupo de Duelo, Núria
comenzó a tener innumerables <<sueños» o «encuentros» (así los llamo porque no
encuentro el vocablo adecuado).
Una tarde estando sentada Núria en el sofá, sintió la presencia de Igor a su lado,
vestido con la camiseta deportiva que más le agradaba. Inmediatamente las palabras de
Igor resonaron en la mente de Núria: «Mamá: he venido a ayudarte porque tú estás mal,

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estás preocupada por nosotros por si estamos solos. Mira, yo me he ido porque Iván estaba
solo y me llamaba, pero en el hospital no me dejaban ir. ¿Quieres que lo llame? Mira, aquí
está.»
Inmediatamente vi sonriente a Iván junto a Igor. De pronto, el piso se vio inundado de
un fuerte olor a colonia (de la que usaban los niños). Yo fui al lavabo a comprobar si el bote
de la colonia se había roto, pero no, estaba en su lugar. :
A todo esto las visitas con la doctora Pilar y los encuentros con el Grupo de Duelo se
iban sucediendo regularmente.
Todas las semanas esperaba con ansiedad la llegada del viernes para asistir al
encuentro con mis «amigos del alma» para compartir mi dolor y mis sentimientos al igual
que ellos conmigo.
El 25 de noviembre fue el cumpleaños de Igor y el dinero que íbamos a gastar en su
regalo lo transformamos en algo para nuestros semejantes. Comento este hecho por el
motivo de que siempre será su cumpleaños ese día, y que creo que no se debe suprimir
nada de lo que forma parte de la realidad, pues, en caso de hacerlo, es morir
deliberadamente por temor.
A todo esto las Navidades se fueron acercando. Yo, por mi parte, comencé a
prepararme interiormente con el mismo procedimiento que había hecho con anterioridad.
Visualicé los regalos, las luces, la familia, la gente, todo lo que por esas fechas cambia
nuestra vida diaria.
El día 22 de diciembre Núria dejó de trabajar, la llama de vida en su interior fue
apagándose rápidamente hasta que el día 24, sumida en una profunda depresión, decidió
quitarse su vida (física).
Me pidió que fuese a hacer unas compras al supermercado más próximo, entonces
encerró al gato en una habitación y, saliendo a la terraza, colocó un taburete sobre el cual se
encaramó. Entonces, con un pie apoyado en la barandilla y otro en el taburete, decidió
lanzarse al vacío desde el cuarto piso donde vivíamos. Fue en ese momento cuando resonó
la voz de Igor en su mente: «Mamá, piénsalo bien, porque si lo haces, nunca más... nunca
más... nunca más... ETERNAMENTE nos volveremos a encontrar.»
Cuando llegué a casa Núria, desencajada, me explicó lo que le había sucedido, el taburete
aún continuaba en la terraza y el gato encerrado...
Luego Pilar la ayudó a sobrellevar aquellas fechas y salir del bache en que había
caído.
Quiero comentar que en numerosas ocasiones en que nos encontrábamos mal,
deprimidos, doloridos, angustiados, siempre nos hemos encontrado con alguna cosa (un
juguete, un cromo, etc., etc.) que fortuitamente aparecía ante nuestros ojos y revertía toda
la sensación de angustia que sentíamos. Es como si ese objeto estuviese cargado de una
inmensa energía que nos inundaba de paz.
Pasados los meses me he dado cuenta de que mi vida anterior a la marcha de Iván e
Igor era semejante a la obra de un actor que, inmerso en la rutina, representaba el mismo
papel.
Después de la partida de mis hijos, me he percatado de la grandeza de la VIDA que
fluye a través de mí y de mis semejantes. He descubierto el Sol, la Luna, los árboles, el
viento, etc.
Desde que sucedió el accidente yo permanecí ausente de mí mismo hasta que tomé
consciencia de ello al percatarme de lo transcendente de esta existencia. Ahora subo al

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escenario como cualquiera de los que me rodean, pero lo hago sabiendo que estoy
desempeñando un papel, simplemente, sabiendo que mientras tanto la VIDA rodea con sus
brazos a mis hijos, a los seres que se han marchado y a los que de momento nos ha tocado
continuar por aquí.
He descubierto que el infierno existe tan sólo en los escondites de mi mente, que
yace oculto bajo las piedras de los porqués, de las dudas y de los temores o demonios.
Y que el paraíso no se halla en los confines de las nubes, sino simplemente aquí, delante de
mis ojos y en medio de mi corazón. Y que tan sólo necesito detenerme un instante para
sentir la belleza trascendente de esta vida.
Y que el dolor se transforma en AMOR cuando dejamos de lamentarnos simplemente
por nosotros mismos.
Actualmente han transcurrido ocho meses desde aquel díaen que Igor e Iván han
traspasado la puerta de la Vida.
Estoy en paz conmigo mismo, disfruto del día a día que me ha tocado e intento
recorrer mi camino existencial con dignidad.
En realidad puedo manifestar que he aprendido a dar Gracias continuamente. He
pedido perdón, he perdonado y me he perdonado a mí mismo.
Comprendí la diferencia que existe entre Querer y Amar sin condiciones. El querer
humano, egoísta y posesivo que da a cambio de recibir y el Amor sublime, puro y
transcendente que surge más allá de nuestra consciencia.
He aprendido a decir Adiós, a dejar continuar su camino a quienes he querido tanto y
ahora AMO.

FRANCISCO HEREDIA
NÚRIA ACINAS

5. DAVID

Vivo en el vientre de mi madre, me encuentro tan bien... noto un dulce balanceo y


oigo que me habla, me dice cosas tan bonitas..., me dice que sin conocerme ya me quiere,
también me pregunta si seré niño o niña, me esfuerzo en gritarle que soy un niño, pero ella
no me oye, así que no me queda otra solución que, para hacerme notar, de vez en cuando le
doy pequeños golpes con mis pies y codos.
¿Cómo será mi madre? Yo también me lo pregunto y deseo verla. No oigo que mi
padre me hable, pero a menudo percibo su poderosa mano que se apoya en el vientre de
mamá con el deseo de notar mis movimientos.
El 1 de agosto de 1969 es el día que mis padres y yo nos vemo s; por primera vez.
Mamá tiene una larga melena rubia, parece muy joven, me mira con ternura y sus brazo s;
me acogen con infinito amor. Varias veces durante el día y la noche tenemos un vínculo

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muy especial ella y yo que aprovechamos para ser el uno del otro sin que nadie pueda
separarnos, es el momento en que ella acerca mi pequeña cabeza a su pecho y siento que
mi madre es mía y de nadie más.
Mi padre es alto, delgado, moreno y también muy joven. Me habla con cariño, me
gusta cuando me toma con una de sus manos y yo tan pequeño me acurruco en ella.
Mi infancia transcurre con normalidad, aunque empiezo a notar que papá cada vez es más
duro conmigo, mientras que de mi madre siempre recibo lo que espero de ella: amor,
ternura, disciplina y caricias. Ella trabaja y yo me paso todo el día en la guardería y más tarde
en la escuela; sé que ella sufre por no poder estar más horas junto a mí, pero empiezo a
percatarme de que no puede dejar de trabajar porque entre mis padres · hay problemas y
cuando tengo doce años «explota la bomba»: se separan. Me quedo con mamá y es ella
quien me saca adelante, se preocupa de que no me falte nada y tenga una buena
educación, por lo que llego a considerarme un niño feliz, niño que va convirtiéndose en
adolescente.
Mi madre y yo formamos una piña, a pesar de que tenemos nuestras diferencias. Ella
es estricta y a veces intransigente, y yo joven, con ganas de divertirme y llegar tarde a
casa como mis amigos. Bueno, pero no pasa de aquí y nos continuamos queriendo como
madre e hijo que somos.
Percibo que ella siempre tiene miedo de que me suceda algo malo, y creo que es por eso
que nunca ha consentido en un capricho mío que era el de tener una moto. A veces le decía
que me podía matar yendo en coche (¡y así fue!). Otras veces noto que me abraza muy
fuerte como si tuviese que ser la última vez que pudiese hacerlo. Si hubiéramos sabido lo
que nos esperaba, nos hubiéramos horrorizado.

En 1990 muere mi padre a causa de una grave enfermedad. Mi madre y yo quedamos


afligidos, ella porque había mantenido una buena relación con él, y yo porque me quedaba
sin padre.
Mi madre empieza a mantener una nueva relación con alguien que ya conocía desde
los quince años. Estoy contento porque veo que tiene una nueva ilusión afectiva. Miguel es
una buena persona y quiere a mamá, para mí es suficiente. Él es divorciado y tiene dos
hijas de su anterior matrimonio: Verónica y Yolanda, que tendrán un lugar importante en el
corazón de mamá.
Acabo de cumplir veintidós años. Estoy en Mallorca trabajando en verano para hacer
prácticas de mis estudios de Turismo. El día que me fui a Mallorca me despedí de mamá en
la esquina de la calle donde ella trabajaba (paradójicamente era la calle Mallorca...).
Recuerdo la tristeza en sus ojos y su mano que se iba moviendo diciéndome adiós,
como si fuese un adiós para siempre -yo todavía no sabía que sería así-, y Miguel siguió con
el coche en dirección al aeropuerto.
En la madrugada del 24 de agosto me marché para siempre, sin volver a ver a mi
madre nunca más.
Entonces tampoco supe por qué marchaba, pero ahora sí lo sé: todo cuanto tenía
que hacer terrenalmente ya lo había hecho. Ahora mi función es ayudar y guiar a la que
siempre lo dio todo por mí.
S é que fue muy duro para mi madre, sé que ella no quería vivir sin mí, le pareció que la
vida se le terminaba, pero yo tenía que esperar que pasase este proceso de dolor y duelo
para demostrarle que ahora estoy con ella más que nunca y soy feliz, porque finalmente ella

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ya lo ha descubierto. Volvemos a ser el uno del otro como cuando yo estaba dentro de su
vientre y, como ahora, tampoco nos veíamos.
Ahora mi madre está casada con Miguel. Sé que no está sola y que él la cuida, y
sobre todo sé que, a pesar de no estar yo con ellos corporalmente, mamá es feliz. Es lo que
yo quería y lo he conseguido.
Al principio de haberme ido, mi madre quería encontrar a alguien con quien hablar de
mí, con Miguel no podía: fue él quien tuvo que soportar todo el trámite de mi muerte,
incluyendo mi identificación tanto en Mallorca, lugar de donde salí, como en Barcelona,
cuando llegué transcurridos ocho días; por tanto, quedó muy afectado y le costaba hablar
de mí. Contrariamente, mamá necesitaba hablar. Tardé tres años en poder facilitarle con
quién hacerlo. Yo y otros amigos que ahora tengo también con madres, padres y otros seres
queridos desesperados por nuestras pérdidas, pudimos abrir un sendero para el inicio de un
«grupo>> donde establecer contactos entre ellos y poder compartir su dolor. Nuestra misión
era poder conseguir que nuestros padres, hermanos, maridos, esposas... pudiesen llegar a
entender que nosotros no los hemos dejado y que ahora estamos para siempre con ellos.
Nos cuesta que lleguen hasta ahí, pero muchos de ellos . finalmente lo han conseguido y
nosotros estamos contentos.
Ahora mi madre habla muchas veces conmigo y yo, en la manera que puedo, le
contesto y la ayudo; sé que ella me entiende. Transcurridos siete años desde nuestra
separación, aprecio que lleva mi ausencia con dignidad y fortaleza.
Mamá, ¿te acuerdas que no podías pasar por delante de la escuela de <<La Pedrera»,
donde yo había estudiado, y por donde tú tenías que pasar diariamente llorando, y me
decías que no podías resistirlo? Ya lo viste: se cerró. Yo no quería que llorases.
Mamá, ¿te acuerdas de aquel jefe que tenías en el trabajo y que te hacía la vida imposible a
ti y a los demás compañeros porque no era como tenía que ser?
Pues dejaste de tenerlo. Yo no quería que sufrieses más.
Mamá, ¿te acuerdas que te costaba estar en el piso de Vilassar de Mar donde vivíamos,
porque yo ya no estaba? Pues os salió la ocasión para que tú y Miguel pudieseis cambiar
de piso sin vosotros buscarlo. Yo no quería que sintieras mi ausencia.
Mamá, ¿te acuerdas de aquel día que te encontraste dos billete:; de mil pesetas,
primero uno y luego el otro en dos lugares diferentes? Tenía ganas de jugar contigo.
Mamá, yo también quiero darte las gracias por todo cuanto me dedicas continuamente, como
fue la poesía que me escribiste el día que Miguel y tú os casasteis, y que Verónica leyó de
una manera tan entrañable a todos los invitados. En aquellos versos transmitías todo
cuanto yo pretendo que sientas.

SI TÚ NO ESTUVIERAS ...

Estás, ¿verdad que estás?


No podría ser de otra manera.

No sentiríamos lo que sentimos,


Si tú no estuvieras.

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Lloraríamos tu ausencia
Si tú no estuvieras,
y no lloramos.

Somos felices y no lo seríamos,


Si tú no estuvieras.

Tu aliento de felicidad
al oído de tu madre
no lo sentiríamos si tú no estuvieras.

Pero ¿estamos dudando?


Te estamos viendo,
y sabemos
que sí que estás.

Y hablando de bodas, hace muy pocos días se casó Verónica,¡cómo disfruté al verlos!
Mamá no te entristeciste pensando que hubiese podido ser mi boda y, si lo pensaste, en
ningún momento lo demostraste, fuiste fuerte: verdaderamente estabas casando a una hija.
Dile a Verónica que estuve a su lado. Parece que se habla también de la boda de
Yolanda para el próximo año, dile que también estaré con ella. No las olvido nunca.
Mamá, me gusta que me des besos en las fotos que tienes expuestas en casa,
recuerdo cuando me los dabas cuando estábamos juntos.
También me gusta que tú y Miguel mantengáis una buena relación con quienes fueron
mis mejores amigos y río con vosotros cuando José Antonio, mi inseparable amigo, va a
vuestra casa los jueves y recordáis las travesuras que los dos hacíamos. Gracias por querer
a Joana y a su familia; un tiempo de mi vida fui feliz con ella.
Estoy contento de que todos vuestros amigos estén a vuestro lado.
Te doy las gracias, mamá, por esas lágrimas que ahora cada vez son más espaciadas,
porque me llegan con todo el amor que sientes por mí y yo las tomo con todo el deseo de
tener algo tuyo.
Mamá, mi vida entre vosotros duró veintidós años, no podía durar más. Había llegado
el momento de empezar otra misión que tenía que cumplir.
Mamá, te estoy mandando un beso, no lo sueltes.

DAVID

ELSA BOSCH SANTAMARíA


6. JULI

Antes de la pérdida yo era alguien que, cuando se ponía a pensar qué era lo más
importante que había hecho en la vida, lo único que se le venía a la mente era:
mis cinco hijos.

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Cuando tenía problemas de cierta consideración, me tranquilizaba pensando <<tienes
cinco hijos, todos sanos y a tu lado; lo demás son tonterías».
Después de, la muerte de Juli hay un trozo de mí que está roto y frecuentemente
pienso: <<Te ha tocado, y ahora qué?>>
Además del intenso dolor me invade la incertidumbre de qué clase de vida seré capaz
de llevar ahora.
Acudí al Centro aconsejada por mi marido, a quien le atrajo un artículo del periódico.
Juli es el nombre de mi hija. Tenía trece años y murió en un estúpido accidente
mientras esperaba que el semáforo se pusiera verde para cruzar la calle. Un coche,
inexplicablemente, subió a la acera y la atropelló. Murió en el acto.
Han transcurrido un año y cinco meses desde su muerte.
Las circunstancias actuales de mi vida no me permiten hacer lo que se llama <<un
proceso de duelo», ya que tengo cuatro hijos más, trabajo fuera de mi casa las ocho horas
convencionales. Nuestras familias (de mi marido y mía) están muy lejos, no tengo suficiente
dinero para buscar ayuda externa en los trabajos de la casa y en este momento mi marido y
yo estamos viviendo separados. Todo esto me impide meditar, llorar, estar sola. Los viernes,
en el Centro, me reencuentro con mi hija y dejo salir mi dolor sin reparos.
He tenido muchas vivencias y regalos de mi hija que me han ayudado.
Ya el día de su muerte, mi mayor obsesión era que al morir de aquella forma tan
violenta y repentina, mi hija estuviera sumida en la oscuridad sin «comprender» del todo qué
le había sucedido, dónde estaba, y repetía constantemente: <<Juli, amor, hazme saber de ti
cuando estés en la Luz.» Aquella misma noche –Juli murió a las 8.30 h de la mañana- tuve
mi primer <<me dio sueño» en el que sonaba el teléfono y una de mis hijas me decía <<es
para ti mamá>>, y cuando tomé el teléfono me invadió una luz intensa y cálida.
Enseguida supe que Juli me decía que estaba en la Luz.
La segunda noche después de su muerte, le pedí con desesperación que me
permitiera besarla una vez más, y a los pocos segundos sentí su beso y una especie de
viento que se alejaba.
Tengo una compañera de trabajo que es un poco «especial» con el tema de los
espíritus y un día me dijo: <<Tu hija me dice que mires en tal sitio» (mi compañera no conoce
mi casa y me describió el lugar a la perfección). Esa tarde, al llegar a casa, fui enseguida a
abrir el cajón que me indicaba y encontré, un botón de plástico con forma de corazón.
Durante el primer año he tenido muchas experiencias de <<medio sueño» como yo las llamo,
ya que no estoy totalmente dormida, donde Juli me ha ido mostrando cómo estaba cada vez
que yo se lo pedía, al borde de la desesperación. Así, la vi pasar de un estado muy triste,
con unos ojos sin brillo y la piel muy fría, a mejorar poco a poco, hasta el último día en
que la vi sonriente, el rostro con color, los ojos brillantes y, por primera vez, era ella quien me
abrazaba, y pude sentir su piel tibia. El sitio era soleado, cálido y muy tranquilo.
El Centro, como ya he dicho antes, me da la oportunidad de pensar libremente en mi
hija ya sea con alegría o tristeza. También he encontrado el cariño y comprensión (muchas
veces casi sin hablar) de gente que apenas me conoce. Me alegro con los progresos de los
demás, me animo con sus experiencias y me siento muy bien cuando creo que puedo
aportarles algo.

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MARÍA ELENA MAS
7 de mayo de 1999

7. MARIONA

44
Normales sí, éramos una familia como tantas hay en el mundo. Un matrimonio que
iba bien y lo tenía todo planificado. Queríamos tener dos niñas que se llevasen muy poca
edad. Serían un par de años duros pero después podríamos ir con ellas a cualquier sitio.
Además, ellas no sólo serían hermanas sino también compañeras inseparables de juegos.
Así fue; en dieciséis meses tuvimos dos hijas preciosas. Mariona, la mayor, la hija que
todo el mundo desea tener: limpia, pulcra, sin problemas en la escuela, obediente y muy
responsable. Roser, la pequeña, todo lo contrarío: la cara siempre sucia, despeinada,
alocada, eso sí, todo lo que tiene de desastre lo tiene de cariñosa.
Físicamente son tan diferentes que mucha gente se extraña de que sean hermanas.
Cuando vamos a la escuela, a pasear o adonde sea, siempre las llevo cogidas una de cada
mano y oímos los mismos comentarios: ¿las dos son hijas tuyas?, no se parecen en nada,
una siempre tan niña con sus vestiditos y la otra siempre con chándal. Pero no, no son
diferentes. Siempre juegan juntas, hacen las mismas actividades y no hay quien pueda con
ellas porque siempre van a la una.
Aparte del aspecto físico y el carácter, Mariona obediente y Roser siempre a la suya,
hay otra cosa que las diferéncia no sé qué tiene la cabeza de Mariona que todo el mundo se
la ha de tocar. Vamos andando y la gente (sobre todo la de más edad) le pasa la mano por
la cabeza. Esto me da mucha rabia y me enfado, pero ella dice que no le molesta, que no
me enfade. No puedo entender por qué lo hacen.
Hay dos personas que les han encontrado más diferencias. Yo no les hago mucho
caso. Tere, la maestra de parvulario de Mariona, una vez me comentó que Mariona
estaba radiante de felicidad, que se veían salir chispas de su cuerpo, y si yo no se las había
visto nunca. Realmente pensé que estaba mal de la cabeza. Mariona es una niña feliz,
respondí yo, pero ella insistió.. en que la niña irradiaba felicidad y que toda ella estaba
envuelta en destellos de luz.
Núria, la monitora del centro recreativo, asegura que Mariona es una niña especial;
según ella, transmite paz y tranquilidad a todos los que la rodean. Por supuesto, también
pensé que exageraba.
Hay una cosa que me preocupa de estos comentarios y de otros semejantes. Siempre
he pensado que con el carácter que tiene Mariona no sabrá salir adelante en esta vida, es
demasiado buena; en cambio; Roser, con su genio, sabrá abrirse paso.
Así ha ido transcurriendo nuestra vida -somos gente normal-, todo bien planificado y un par
de hijas encantadoras, a pesar de las discusiones típicas entre hermanas y las sonrisas
reconciliadoras.

Llegó el verano de 1997 y todo iba sobre ruedas. Mariona acababa de cumplir seis
años y Roser pronto cumpliría los cinco. Tan sólo un pequeño problema. Al cambiar Mariona
de etapa escolar, empezaría el primer curso de primaria y ya no coincidirían los horarios. Ya
no harían juntas inglés, piscina, irían al mismo patio o al grupo de excursionismo. Esto nos
preocupaba porque estaban muy unidas. Teníamos que hacerles entender que ya no
estarían tanto tiempo juntas.
El 12 de agosto nuestra pandilla, padres e hijos, decidimos dar un paseo en bicicleta.
Mariona puede ir, es responsable y muy prudente. Roser, no, aún no domina demasiado la
bicicleta y es bastante alocada. Se ha enfadado mucho, pero es muy peligroso para ella;
además, así se dará cuenta de que a partir de ahora no pueden hacer las mismas cosas. Se
fueron de excursión todos los amigos, Mariona y su padre. Yo me quedé con Roser. No sé

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por qué cuando se fueron no me quedé tranquila. Con la pequeña los fui a buscar. A medio
camino vi que todos iban de pie agarrados a sus bicicletas. Pero no estaban todos, faltaban
Mariona, su padre, un amigo y una bicicleta, la suya. En aquel momento supe que había
muerto. No hizo falta que nadie me lo dijera, sus caras hablaban por sí solas.
Me llevaron al hospital de Vic, donde la UCI móvil ya había trasladado el cuerpo de
Mariona y a su padre.
Un médico nos hizo entrar en una sala y no hizo falta que nos dijera nada. Ya lo
sabíamos. Yo lo único que quería era verla. Estaba en una habitación fría, estirada en una
litera, una sábana le tapaba el cuerpo dejando tan sólo su cara. al descubierto. La tenía llena
de heridas, pero en esa habitación se respiraba paz y tranquilidad. Realmente parecía que
dormía. Estuvimos un rato con ella y le dijimos que había de realizar un largo viaje, que no se
preocupara por nosotros, que siempre la querríamos y que fuera feliz.
Al salir de la habitación el médico nos dio los papeles para ir a la funeraria y nos habló
de la autopsia, fue entonces cuando me di cuenta de lo sucedido. Sí, estaba muerta, y eso
significaba que no la volvería a ver jamás y eso me desesperó mucho. Jamás es mucho
tiempo. Estábamos a mediados de agosto, toda la familia de vacaciones y en una ciudad
que no conocíamos. Aun no sé cómo, solos y con la ayuda de mi hermana, organizamos su
despedida.
Estaba preciosa, le maquillaron todas las heridas para que no se le notase nada y le
pusieron una túnica blanca. Nunca la había visto tan preciosa. Cuando llegó la familia fue
horrible, todos lloraban delante de su cuerpo y me enfadé. No quería que Mariona nos viera
de esa manera, ella que siempre tenía una sonrisa para todo el mundo. Era su última fiesta y
quería que la gente se sintiera orgullosa de ella. Yo no sé si ella nos veía, lo único que sabía
es que no podíamos estropearle su despedida. Por lo tanto me pasé todo el rato consolando
a la gente, cuando creía que eran ellos quienes me tenían que consolar a mí.
Lo peor fue tener que decírselo a Roser, aunque no hacía falta, ella también lo sabía.
Los días siguientes fueron una tortura. El corazón se me rompía de aquella manera que tan
sólo saben las personas que han sufrido una pérdida. La gente trata de animarte y tú sólo
deseas que te dejen tranquila. Te dicen que no llores, cuando no puedes hacer nada por
evitarlo. Y después sólo te falta oír las historias que se inventa la gente sobre la muerte de tu
hija; hay versiones para todos los gustos.
Llegó el primer día de curso y Roser tenía que ir a la escuela. Fue un infierno. Los
niños no paraban de hacerle preguntas que ella, a duras penas, sabía o quería responder.
Yo iba aguantando las muestras de pésame de maestros y padres, además de los sabio s
consejos que te dan aquellos que no han pasado por la misma situación. Y vi a los niños de
primero. Estaban todos, todos menos Mariona, ¿por qué?, no paraba de hacerme esta
pregunta.
La verdad es que durante los tres primeros meses no sabíamos por dónde
navegábamos. No comíamos,no nos cuidábamos y en casa todo era silencio, cómo
encontraba y encuentro a faltar las peleas y sonrisas que se oían desde la habitación de las
niñas. Ninguno de los tres decía nada, cada uno llevaba su dolor escondido sin compartirlo,
no nos queríamos herir los unos a los otros. Era demasiado doloroso hablar del tema.
No recuerdo muy bien cómo, pero un día Tere y Laura, la que había sido maestra de
Mariona y la tutora de Roser, quisieron hablar con su padre y conmigo. Nos comentaron que
habían visitado a una psicóloga especializada en los temas de la muerte y el duelo, que les
había dado unas pautas para tratar a Roser y que nos recomendaban ir a un grupo de

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duelo. Una secta pensé yo, ¿cómo es posible que haya gente que se reúna para hablar de
sus difuntos?
La situación cada día era más insoportable, ni las pastillas que nos daban servían para
nada. Mi máxima preocupación era saber si Mariona se encontraba bien, si sufría mucho.
¿Cómo es que se fue sin decirme adiós? Podía haberse esperado a que yo llegara al
hospital para poderle decir el último «te quiero mucho». Yo tan sólo pedía que nos
devolviesen a Mariona. Ella tenía que vivir y yo morir. Al fin y al cabo yo ya había vivido
bastante si lo comparaba con los seis años, un mes y once días de Mariona. Además, ¿qué
sentido tenía la vida si con ella desapareció todo?
Cuando nos dimos cuenta de que ni tan siquiera teníamos el más mínimo interés por
lo que hacía Roser, optamos por el último recurso que nos quedaba: ir al
Grupo de Duelo. Quizás aquella gente tan rara nos podría ayudar, por lo menos habían
pasado por la misma situación que nosotros.
No era ninguna secta, eran personas como nosotros, todos sentían la pérdida de un
hijo o de una persona querida. Todos hablábamos el mismo idioma, el del dolor. Poder
compartir la rabia que tenemos contra las personas que te quieren ayudar y que sólo te
molestan, los comentarios que hace la gente, decir que la vida es injusta y que tienes ganas
de morirte sin que nadie ponga mala cara es todo un consuelo.
Recuerdo el día que hablé por primera vez. Tan sólo decía que cambiaría mi vida por
la de Mariona. Alguien me dijo que si deseaba lo mejor para mi hija,
¿cómo podía decir que yo quería morirme y dejarle a ella todo el dolor que yo sentía? Esto
me hizo pensar mucho, por nada del mundo quisiera que Mariona pasase por la desesperada
situación en que yo me encontraba.
Había cosas que yo no entendía. De vez en cuando alguien decía que había visto a su
hijo en otra dimensión o que le enviaba mensajes a través de los sueños. Por lo tanto sabían
que sus hijos eran felices y ellos tenían ganas de volver a vivir. No podía oír aquellos
disparates, esa gente ya no sabía qué hacer para soportar la muerte de sus hijos. Se habían
vuelto locos.
Siete meses después de la muerte de Mariona recibí una llamada. Era mi abuela. Mi
abuelo había entrado en coma y estaba muy grave. Me apresuré a visitarlo, no quería que
se fuese como mi hija, sin decirle adiós.
La UVI impresiona. Estaba acostado en la cama, conectado a un montón de aparatos.
Le tomé la mano y le dije: <<Abuelo, te quiero mucho.» Eso le hizo reaccionar y se movió
como si le hubieran asustado. Tres veces fui a visitarlo aquel día y siempre pasaba lo mismo,
aunque decían que no sentía ni se daba cuenta de nada.
Aquella noche dormí, los que sufrimos el duelo sabemos que esto es una buena
noticia. Alguien me despertó, me agarró del cuello y me dijo: «Mira incrédula, mira cómo tu
hija se encuentra bien.» No se dónde me llevó pero vi una mano que intentaba alcanzar
alguna cosa. Mi curiosidad hizo que siguiera aquella mano y vi que era Mariona. Me alegré
muchísimo de verla, pero de repente me di cuenta de que podía volver a caer al intentar
llegar a todavía no se qué. Entonces vi a un señor un poco estrafalario (vestido con traje sin
corbata y una boina en la cabeza) que la tomaba de la mano y me decía: <<No sufras, no
la dejaré caer.>> No sé quién era pero me quedé tranquila. Pero ¿qué intentaba alcanzar
Mariona? No, no podía ser, intentaba alcanzar a mi abuelo. No acababa de conseguirlo, de
repente, no sé cómo mi abuelo estaba entre aquella gente. Le vi la cara llena de felicidad.
Saludaba a todo el mundo.

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«Hombre, Jaime, cuánto tiempo sin vernos», dijo. Yo no entendía nada. En un
momento dado la cara de mi abuelo se iluminó al ver a una señora, increíble, era su madre.
Mientras tanto yo veía cómo Mariona jugaba y reía, pero de repente dijo: <<Vete, aún
no te puedes quedar>>; todos decían lo mismo. Mi abuelo se decepcionó, pidió quedarse,
era feliz. No le dejaron estar más rato entre ellos.
No sólo se decepcionó mi abuelo, yo también. Me desperté con una sensación nueva.
Estaba llena de felicidad, nunca me había sentido de igual manera
Por la mañana pedí a mi madre que preguntara al médico si había ocurrido algo a las
dos y veinte de la madrugada, la hora en que yo me desperté. Me preguntó el porqué y yo
insistí en que preguntara al médico y luego ya hablaríamos. Así lo hizo y me dijo que a esa
hora le suministraron un calmante porque estaba muy alterado. Entonces yo le hablé de lo
que me había sucedido aquella noche. Mi sorpresa fue grande cuando me d1jo que aquel
hombre estrambótico era mi otro abuelo. El abuelo que murió cuando yo tenía cuatro años y
que no recordaba, ni tan siquiera he visto nunca una fotografía de él. El tal Jaime era un
amigo de mi abuelo que hacía unos treinta años que había muerto, yo tampoco le conocía.
Pero lo más sorprendente que me dijo es que a mi hermana le había sucedido lo
mismo que a mí. Enseguida la telefoneé y me aseguró que ella tampoco soñaba, estaba allí.
Aquel mismo día nos dijeron que si mi abuelo no abría los ojos en veinticuatro horas lo
desconectarían. Enseguida fui a verlo y le dije: <<Abuelo todo depende de usted, si quiere
quedarse aquí ha de abrir los ojos, si quiere marcharse tan sólo le pido un favor, busque a
Mariona y déle un beso muy fuerte de mi parte y dígale que la quiero mucho.»
Esa noche despertó del coma. Estábamos mi madre y yo presentes. Se levantó muy
excitado y echó a mi madre. Tan sólo quería hablar conmigo. Cuando nos quedamos solos
empezó a dar besos al aire y a decirme que la había visto que me daba un beso muy fuerte y
que ella también me quería mucho. En aquellos momentos lloré como nunca, estaba muy
feliz. Pero no pudimos hablar más porque los dos estábamos muy nerviosos y la enfermera
me hizo salir de la habitación.
A la mañana siguiente volví a verlo y le pedí que me lo volviera a explicar, esta vez con
más detalle, ya que le habían sacado los tubos y podía hablar un poco más. Para mí fue todo
un regalo. No tan sólo yo la vi, sino que mi abuelo pudo abrazarla por mí. Otra vez me
echaron de la habitación porque mi abuelo volvió a excitarse mucho.
Quería y necesitaba desesperadamente volver a hablar con mi abuelo, así que volví a
visitarlo por la tarde. Cuando hablé de nuevo sobre el tema me dijo que no recordaba nada.
Era mentira, sus ojos le delataban. No podía ser que todo lo que me había explicado ahora
no existiese. No quise insistir para no ponerle nervioso, pero cuando me marchaba dijo:
<<Te quiero mucho, pero ya no podemos hablar más de esto, la gente pensará que estoy
loco.» Me confirmó que lo recordaba todo, pero tenía miedo.
A partir de esta experiencia estoy mucho más tranquila, ahora sé con certeza que
Mariona se encuentra bien y que algún día volveré a verla. También me pregunto si aquella
gente que le tocaba la cabeza veía esas chispas o paz que decían que transmitía. Y ahora
me doy cuenta de lo equivocada que estaba al pensar que no saldría adelante en esta vida.
Realmente los años que ha vivido lo ha hecho con plena felicidad y sabiendo aprovechar
cada momento. Aun así no dejo de pensar que a mí me han hecho una mala jugada. Ya la
podían haber dejado unos cuantos años más a mi lado.
Además, creo que es muy injusto para Roser. Al fin y al cabo yo tengo otra hija, ella en
cambio sólo tenía una hermana.

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Sé que muchos pensarán que me he vuelto loca, pero no me preocupa, yo antes
pensaba lo mismo. Pero al igual que yo, tarde o temprano se darán cuenta de que todo lo
que explicamos es cierto y será entonces cuando conocerán el amor incondicional.
Ahora creo que la muerte de Mariona es lo de menos. Sé que ella se encuentra bien y
es feliz. Los que no estamos bien somos los que nos hemos quedado aquí.
La muerte de Mariona no ha significado sólo su desaparición física, sino que con ella
se han muerto todas las ilusiones. Ya no estoy ilusionada con el trabajo, mi marido va a lo
suyo, ni tampoco sé lo que hará Roser cuando sea mayor. Sé que también puede irse en
cualquier momento, pero no me da miedo, sé que estará con su hermana, que es lo que
más desea.
Se ha acabado ser tan racional, ya no tiene sentido hacer planes para el futuro. En
una décima de segundo puede cambiar todo, como sucedió aquel maldito 12 de agosto.
Ahora sólo vivimos el día a día. Levantarse por la mañana y empezar un nuevo día es todo
un reto. La gente cree que como ya ha pasado un año está todo superado. Pero ellos no se
han parado a pensar que a una hija no se la puede olvidar nunca, que la tienes en mente en
cada momento. No es verdad que el tiempo lo cure todo, lo que nos enseña es a saber
disimular nuestra tristeza y a poner buena cara delante de la gente. No queremos que nos
traten como víctimas, tan sólo pedimos un poco de respeto.
Un respeto que desaparece a medida que transcurre el tiempo. Los que uno pensaba
que eran amigos de toda la vida son los primeros que no quieren saber nada de tu dolor.
Pronto dejan de llamar, eso sí, por Navidad siempre envían una felicitación deseándote unas
Felices Fiestas; realmente no se han parado ni cinco minutos a pensar lo que escriben o a
quién escriben. Por el contrario, cuando menos te lo esperas aparece alguien que te sabe
escuchar. No hablo de ningún psicólogo, sino de una amiga. Una persona que, antes del
accidente, tan sólo era una madre más de la escuela y ahora se ha convertido en Teresa,
una amiga de verdad, a la que puedes llamar en cualquier momento y no se enfada si 1e
interrumpes la telenovela del mediodía.
Que al principio cuando lloraba no decía “no lo hagas”, sino: “Desahógate que no pasa
nada.” Que siempre tiene un momento para escucharte.
Conoces realmente a la gente. La que te rehúsa y la que, sin saberlo o sin esperar
nada a cambio, te echa una mano. Nosotros, mi marido y yo, no hubiéramos salido hacia
delante si viésemos a Roser todo el día triste. Parecía que a ella no le sucedía nada, o eso
es lo que nosotros creíamos. Pero no es verdad. Hemos tenido la suerte de encontrar dos
maestras, Tere y Laura, que la han ayudado en todo momento. Roser ha elaborado su duelo
dentro de la escuela porque no quería herirnos o vernos tristes. Siempre estaremos
agradecidos a estas maestras por su apoyo, ya que sin ellas saberlo incluso le han hecho de
madre cuando yo no sabía por dónde navegaba. Ahora, como nos ve más tranquilos, nos
pregunta el porqué de la vida y de la muerte.
Hasta ahora sólo aspiraba a morir cuanto antes mejor, eso sí, mientras no llegase el
momento quería vivir, no sobrevivir, con la mayor calidad posible. Ahora, dieciocho meses
después, veo a los niños de la clase de Mariona y ya no me pregunto por qué no está ella. Al
contrario, me gusta verlos reír y sobre todo crecer, ella s1empre será pequeña.
En estos momentos miro a mi estrellita (Mariona) y le pido que espere un poco más
en venirnos a buscar. Quiero vivir cada momento y volver a disfrutar rodeada del amor de los
míos.

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Mariona,tengo muchas ganas de verte, te encuentro mucho a faltar, pero aún tengo
que hacer cosas aquí. Tengo ganas de volver a reír, de ser feliz; además, no puedo marchar
sin que Roser acabe de entender tu muerte.
Te quiero muchísimo.

MONTSERRAT SOLER
8. IVÁN

Soy una esposa y madre de cincuenta años.


En el año 1970 formé mi propia familia; en 1971 nació nuestro primer hijo, Alberto, y
en noviembre de 1974 llegó Iván nuestro segundo hijo, buscado y muy deseado, éramos una
familia feliz.
La vida trascurría con normalidad, yo(sólo) ejercía de ama de casa y sobre todo de
mamá; pasada la primera etapa de la infancia de mis hijos, monté mi propio negocio, todo
seguía bien entre la familia y mi trabajo, habían días rutinarios -los niños con sus estudios,
etc.-y muchos más con un montón de proyectos e ilusiones por cumplir.
En noviembre de 1991, nos dejó Iván, fue un impacto enorme, lo peor que nos podía
pasar, la prueba más dura y difícil que hubiese podido imaginar, a partir de entonces
nuestras vidas -pero sobre todo la mía- dieron un giro de 180 grados.
Todo fue como un despertar, como una lucecita que iluminó mi interior tomando
conciencia, de tantas y tantas cosas de la vida.
Ahora me doy cuenta de que fue el punto de partida para: estudiar y poner en práctica
todo aquello que desde siempre me había interesado, por lo que decidí cerrar mi negocio.
Actualmente ejerzo de terapeuta, ayudando a otras personas que han perdido seres
queridos, trabajo como conductora de grupos de crecimiento personal, todo ello me ayuda
en mi propio proceso y evolución, y en el que cada día me siento en gratitud con la vida.
Cuando estaba embarazada de Iván, esperaba el día de su nacimiento y, a pesar de
que era un hijo buscado y deseado, me preguntaba si lo amaría tanto como a su hermano,
que tenía dos añitos. Después pude comprobar que en realidad ya lo amaba tanto como a
Alberto. Sin dejar de querer ni una pizca al hijo mayor, siento que una madre tiene capacidad
para dar Amor a un segundo hijo y a cuantos vengan.
Por eso, cuando Iván se marchó, volví a preguntarme qué hubiera sentido si en lugar
de uno hubiera sido el otro, y la respuesta en mi interior es que el Amor que siento, aunque
ellos son distintos, es absolutamente igual y de la misma intensidad, todo y que entre Iván y
yo hay una complicidad que ha existido siempre.
Hemos estado muy unidos, me he sentido comprendida, querida y apoyada desde
siempre. Aunque era muy niño, con este hijo, el segundo y el más pequeño de los dos, he
sentido a lo largo de mi vida sensaciones y percepciones muy fuertes que no supe interpretar
hasta después de su marcha.
Por ejemplo, cuando decidió venir a este mundo, y antes de que se necesitaran los
días oportunos para que se confirmaran las pruebas del embarazo, supe que Iván formaba
parte de mí. Igual ocurrió cuando decidió partir de este mundo. Lo percibí dos meses antes.
Nació en un mes de noviembre y se marchó también en noviembre, después de estar
diecisiete años con nosotros. El verano de ese mismo año yo estaba muy mal y no sabía qué
tenía ni qué me pasaba. Debía estar feliz, pues Iván había vuelto a casa después de un año

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de estudios en los Estados Unidos; sin embargo, en septiembre y octubre, cada vez con más
intensidad, sentía una inquietud y una ansiedad que no podía controlar, y una sensación
cada vez más apremiante de que se me agotaba el tiempo, que se acababa, pero que no
sabía interpretar. Recuerdo que tenía una pulsera de perlas cultivadas, que llevaba puesta, y
cuál sería mi estado que fueron perdiendo brillo, hasta volverse oscuras, casi negras, hasta
que se murieron. Creo que fue una prueba de cómo me sentía.
A los pocos días, un 12 de noviembre, a los diecisiete años, tras un accidente de
carretera, nos dejaba Iván, rotos, destrozados y sin comprender nada, con un hueco enorme
en mi vida. Ha sido tan inmenso el dolor que no es comparable con nada. He sentido un
dolor tan profundo, que ha llegado al fondo de mi alma. Exactamente, mi alma ha estado
enferma con un dolor tan intenso que hubiera sido capaz de morir de dolor, de no haber sido
por su ayuda, pues cada noche en mis oraciones pedía alguna respuesta o prueba.
Por fin, en una ocasión, entre sueños, vino a mí. Estaba guapísimo, irradiaba una
sensación de paz, luz y Amor. Con estas palabras exactas y una sonrisa se marchó: <<Mami,
lo siento, no pude avisaros, pero me tuve que marchar.» En otro sueño me recomendó que
buscara El Libro de Ami y lo regalara a todos sus amigos, y así lo hice aún lo sigo regalando.
Los sueños se han ido sucediendo de cuando en cuando,y actualmente puedo decir,
después de siete años que hay un gran alivio en mi alma y en mi corazón, pues siento un
Amor y una paz que me la envía Iván.
No tengo la menor duda de que así es. Todo este tiempo me ha servido para aprender,
crecer y evolucionar interiormente, he comprendido y tomado conciencia de la vida, las
relaciones y muchas cosas más.
Recuerdo muy claramente el día que se marchó a estudiar -a Iván no le gustaban
nada las despedidas-, lo mal que lo pasamos, los ojos llenos de lágrimas, pero sin dejar caer
ni una sola gota; él fuerte, maduro y muy responsable, pero también él sentía el dolor de la
separación, de los seres que más amaba. Aquello fue sólo el principio de lo que nos
quedaba por vivir.
A su vuelta, después de casi un año, la alegría fue inmensa, lo sentí cambiado,
sereno, con una mirada muy dulce, más responsable aún. A los pocos días de haber llegado,
me entregó dos cuadernos, y me dijo: <<Mami, aquí tienes mi Diario. Es algo privado, pero
puedes leerlo, confío en ti, como tú confías en mí.» Se lo agradecí, no por el contenido, sino
por el gesto, pues me reafirmaba la confianza mutua que nos profesábamos. La verdad es
que ese Diario es un tesoro para mí, con una gran riqueza de vocabulario y expresión.
¡Cómo le ha servido la experiencia que ha vivido entre los quince y dieciséis años!, ha
sabido interpretar con acierto su crecimiento interior y comprensión de la vida.
Comenta cómo con su profesor de metafísica habían tenido charlas muy profundas, y
los dos coincidían en la convicción de que existe Vida después de la Vida, pues así él lo
sentía desde muy pequeño. Decía hablar con Dios todas las noches aunque El no le
contestaba.
lván ha sido un gran Maestro para mí desde que nació. Pero no me di cuenta y no
tomé consciencia de ello hasta que se marchó a estudiar fuera de España, a los quince años
de edad.
En la correspondencia que manteníamos, recuerdo una de sus cartas, cuando hacía
un par de meses que estaba en los Estados Unidos, me decía: «Mami, guarda todas mis
cartas, yo guardaré las tuyas, porque no sé si te has dado cuenta: ¿Por qué hemos
necesitado tanta distancia para manifestarnos desde el corazón, y compartir tantas cosas,

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que juntos no hicimos, y estaba cerrado a expresar? Me he dado cuenta de la familia tan
maravillosa que tengo, y la mejor madre que cualquier hijo pueda desear.. Gracias, Mami.»
Ha sido una lección constante, sabia, morosa continúa siéndolo a través de los sueños, las
percepciones y sensaciones. A otro nivel siento a Iván más cerca que nunca, sé que lo he
perdido físicamente, pero su energía y la fuerza del Amor están en mi corazón, pues lo
siento con muchísima fuerza. Sé con certeza que está ayudándome en mi propósito, pues
vino y me eligió como madre para ayudarme a superar la prueba de transcender y convertir
el dolor en Amor.
lván ha sido un gran regalo en mi vida, agradezco a Dios los hijos que me ha enviado,
mi agradecimiento por elegirme como madre. Agradezco el tiempo que estuvo entre
nosotros, agradezco su ayuda y su presencia.
Iván, gracias por tu entrega, gracias por tu Amor, gracias por tu Luz. Gracias por
SER.
Uno de los poemas que me envió cuando vivía en California decía lo siguiente:

Rara vez os digo lo que significáis para mí.


Habéis estado ahí para mí, tantas veces, de tantas formas.
He confiado tan a menudo en vuestro consejo, en vuestro
paciente entendimiento y vuestra cariñosa comprensión.
Me habéis dado tanto para hacer mi vida feliz.
Y espero que sepáis lo mucho que siempre os querré.

Feliz día de San Valentín.

MAGDA SAÉZ
Mayo,1999

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9. SERGIO

Me llamo Joana, y tengo treinta y tres años, aunque esto no tiene importancia. La
edad cronológica carece de sentido porque no depende de los años vividos sino de la
intensidad de éstos, y los míos son muy intensos, por eso siento que tengo muchos más.
Yo nunca me quitaría años pues los que tengo me los he ganado a pulso, y con mucho
esfuerzo, sobre todo los últimos cinco años. De repente, mi vida dio un cambio radical -o
quizá sería mejor decir se destruyó- y a partir de aquí sólo había dos caminos: dejarla
destruida o volverla a reconstruir. Elegí la segunda opción. Y con mucho, mucho esfuerzo
empecé mi trabajo de construcción y en ello estoy. Claro que ya no era la misma de antes, no
podía serlo y hubo que buscar otra que me fuese válida para estas circunstancias tan
diferentes en las que me encontraba ahora, para mis nuevas inquietudes, para esa nueva
situación a la que me veía abocada sin remedio.
Claro que yo conté con ayuda para plantearme esta primera pregunta de qué camino
elegir y ésa fue la valiosa ayuda de «mi grupo», de un grupo de madres como yo con las que
encontré un espejo donde mirarme y al que me quería parecer. Tenían mi mismo dolor y
hablaban y sentían cosas bonitas. Yo también quería sentirlas, sentirlas como fuese, ¿y qué
había que hacer? Dejar a un lado esa ira, esa rabia que me invadía, rabia contra todo y
contra todos, necesitaba un culpable para castigarlo, para hacerle daño y no encontraba, a
nadie. ¿Y qué hacía yo con esas ganas de golpear? Recuerdo que conducía el coche y
deseaba que alguien me diera la oportunidad de tener un altercado y poder bajarme del
automóvil y empezar a liarme a puñetazos. Pero, cosas del destino, nadie se cruzó en mi
camino para golpearle, pero sí lo hicieron muchas personas para ayudarme, para
escucharme, para respetarme cuando no podía hacer otra cosa que no fuera llorar.
Nunca he salido de ninguna de las reuniones del Centro a las que he asistido sin algo
importante, por pequeño que fuese, para hacerme pensar, razonar y plantearme cosas que
me han sido de una gran ayuda.
Sé que mi nueva vida (hoy la llamo así, mal que me pese) no hubiese sido la misma
sin este grupo y gracias a ello, cuando consigues dejar a un lado el odio y la ira, es cuando
empiezas a tener esas pequeñas o grandes cosas que te llenan el corazón y te ayudan a
seguir adelante, de una forma diferente porque tú eres distinta y tus necesidades también lo
son, así como tus prioridades y tu forma de ver y entender la vida.
Cuando tenía veintiocho años perdí lo más importante de mi vida, mi hijo, mi primer y
deseado hijo, después de dos años de esperarlo, de buscarlo, llegó él para colmar mis
ilusiones y para hacerme madre. Algo tan deseado por mí. Me volqué en él y en su

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compañía, dejando el trabajo para compartir con él cada instante y pensando que así sería
siempre, pero siempre no existe, al menos aquí. Y se fue a los dos años, cuando
esperábamos un nuevo hijo y hacía planes para mis hijos para cuando viniese ese nuevo
hermano, y de un día para otro, me quedé sola y la vida se paralizó o, mejor dicho, me
paralicé yo y mi corazón. Explicar lo que se siente me es difícil, es la destrucción total, otra
madre que lo haya pasado lo puede entender, pues sino es inimaginable semejante dolor.
El corazón, deja de tener sentimientos y crees que jamás volverás a sentir cariño, alegría.
Las sensaciones han desaparecido porque el dolor es demasiado fuerte para poder sentir
nada.
Decidí no luchar y dejar esta vida, pero me perseguía y no me dejaba ir y yo ya no la
quería, en esta nueva situación ya no me era válida. Empecé a oír cosas como <<se
puede sentir>>, <<nos ayudan», <<forma parte de nosotros» o <<están en nuestro
corazón».
Al principio estas palabras y otras me quedaban muy grandes, pero poco a poco han
ido formando parte de mí, algunas han costado mucho, pero con ayuda han llegado. Con la
ayuda de la tierra y también con la ayuda del cielo.
Cuando peor estaba, en algunas situaciones en las que me veía dentro de un pozo
muy oscuro, recibía un mensaje del cielo y eso me ayudaba a seguir. Se puede creer o no
pero lo importante no es si es real esta experiencia, si nos es válida y ayuda a la persona que
lo recibe, que en definitiva es para quien van dirigidas. Yo sé que no están inventadas por mí,
ni por mi subconsciente, han sido reales y muy valiosas. Por eso han de ser compartidas,
siempre habrá alguien a quien les agrade escucharlas y les sirva, aunque sea de una
pequeña ayuda, y eso ya es suficiente. También me ayudo y me ayuda a mí escuchar las
experiencias de otras madres.
Había oído hablar de la experiencia del túnel, y todo ese tipo de cosas que antes no
me preocupaban y estaban ahí a un lado, y empezaron a tener sentido para mí.
Ahora tenía a alguien muy importante en otra parte y si ése era el camino a seguir para ir
con él, ése es el camino que he de hacer yo. Pero no podía provocar semejante situación,
estaba embarazada y se volvió a malograr el embarazo y yo seguí aquí. <<Bueno -pensé-,
cuando lo tenga ya marcharé.» En ese momento el abuelo paterno tenía que someterse a
una operación importante de corazón, yo sabía que si salía de la operación podría haber
tenido una experiencia del túnel o de las llamadas casi muerte. No sabía cómo hacer para
que me la explicara cuando fui a verle al hospital, pues yo nunca había hablado con él ni
siquiera de religión, ni sabía si él había oído hablar de este tipo de experiencias, así que le
dije:
<<¿Qué siente cuando le ponen la anestesia, se enteró de alguna cosa o sintió algo?»
Estaban también en la habitación su mujer y su hijo y él me dijo: <<Sí, pesadillas y cosas
raras.» Yo sabía que no lo quería contar y decidí esperar el momento de encontrarnos a
solas. Él empezó a decir que sabía que yo tendría un niño, que lo había soñado. Yo me
encontraba embarazada de poco tiempo y nuestra conversación quedó pendiente hasta
varios meses después. Una vez recién nacido mi hijo vino a casa solo, y yo aproveché la
ocasión para preguntarle:
-Le quiero hacer una pregunta -le dije-. Si quiere me contesta y sino no lo haga.
-Sí, dime -me dijo él.
-Cuando le operaron, ¿tuvo usted un sueño especial con mi hijo?
Él se puso a llorar y me dijo que sí, que no lo pensaba contar a nadie, para que no

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dijeran: <<Este viejo está perdiendo la cabeza», pero era algo muy importante para él, y esa
experiencia era suya.
Eso no era un sueño, era más bien como cuando estás con un pie aquí y otro allí. Mi
hijo vino a buscarlo y le dijo: <<Ven yayo.» Le dio la mano, y lo llevó a un sitio muy bonito,
con mucha luz, donde había más niños. Una vez allí le presentó a su hermano, que en
aquel momento aún no había nacido, y le dijo: «Yayo éste es mi hermano, ¿a que es
guapo?» <<Sí, rey, tan guapo como tú>•, le contestó. <<Y vi al bebé tal como es ahora»,
me contestó él señalando a mi hijo recién nacido.
Cuando nació mi segundo hijo, me encontraba sumida en una profunda tristeza y
dolor, alegre de tener este hijo deseado, pero desesperada por la ausencia de mi primer
hijo. Deseaba marchar con él y no podía sino llorar cada día. Durante el embarazo el bebé
se movía mucho y a veces tenía miedo de que saliese un niño triste debido a mi estado,
pero cuando lloraba me acariciaba la barriga y le decía: <<Lo siento hijo, esto no va contigo,
pero no puedo más.» En esos momentos de desespero y llanto el bebé no se movía, a pesar
de que era muy activo, era como decir: <<Vale no me afectará, te dejo tu momento.» No
nació un niño triste sino alegre, sensible y maravilloso, que me hizo volver a la vida.
Una noche estaba intranquilo y lo puse sobre mi pecho, estaba pensando y me
sentía abatida; entonces noté cómo salía de mi cuerpo. Empecé a avanzar de una forma
suave y vi un túnel y una luz muy bonita; entonces, pensé si es allí donde está mi hijo («qué
bien que está») y quise ir hacia el túnel. Sabía que al llegar a él éste me arrastraría y así
fue. Entonces dije: «Quiero ir con mi hijo', y fui impulsada o llevada como por el viento. De
pronto me paré, no tomé consciencia de que me detenía pero sí que luego seguía hacia
delante.
Una voz me dijo: <<Si te vas no volverás.» <<Me da igual, quiero ir con mi hijo.» Lo
dije con total convicción y abandonándome por seguir; en ese momento continué avanzando,
pero mi bebé se movió sobre mi cuerpo y vi y noté una luz que era yo. Entraba de nuevo en
mi cuerpo a través de mi abdomen. Entonces mi bebé me dijo con el pensamiento: «Tú te
puedes ir cuando quieras, pero yo ahora te necesito.» Esta experiencia fue muy importante
para mí y muy tranquilizadora, entendí que yo podía marcharme cuando quisiera, pero tenía
cosas que hacer aun aquí y una de ellas era cuidar de mi bebé.
El convencimiento de que no siempre estaré aquí, que es un paso, y que éste ha de
ser lo más enriquecedor posible, me liberó en gran parte de un gran peso, pero también me
entró la prisa por aprender.
Aunque tengamos prisa por aprender, aunque deseemos experiencias, éstas no
vienen cuando uno quiere, pero sí cuando las necesitas y yo no me quería perder ninguna,
por eso intentaba estar siempre muy atenta incluso a los pequeños detalles.
Como un día que íbamos a dar un paseo, mis hermanas iban cada una con un
cochecito, y yo me quedé unos pasos atrás poniendo bien el de mi hijo, entonces vi que mis
dos sobrinos mayores corrían cada uno hacia el cochecito de sus madres. A mí me embargó
una gran tristeza y pensé: «A mi cochecito no se coge nadie; no tengo a mi hijo aquí.» De
repente, las dos niños se pararon en seco, dieron media vuelta y vinieron a cogerse al mío
sin decir nada. Yo con el pensamiento le dije: «Gracias, hijo, porque esto es cosa tuya.»
Empecé a leer libros o mejor sería decir devorar, pues buscaba respuestas siempre a
mis preguntas; una noche leía un libro sobre niños que, estando al borde de la muerte,
volvían y les explicaban a sus madres que habían visto la luz o que volvían porque las
querían mucho. Sentí mucha pena. Cené el libro y me puse a llorar pensando: "Es que crees

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que no te quiero lo suficiente para que te ¿quedes? pero yo te quiero mucho. O ¿es que tú
no me quieres a mí?», y con estos pensamientos y un gran dolor me quedé abatida y
dormida. Noté cómo salía de mi cuerpo y subía muy alto y arriba sentí la presencia de mi
hijo. Me abrazó y sin palabras me dijo: <<Te quiero mucho>>, y ese amor lo sentí en lo más
profundo de mi corazón.
Otra noche leía un libro sobre ángeles de la guarda. En algún párrafo del mismo me
quedé un poco bloqueada y enfadada y, mirando un vaso situado sobre la mesa, pensé:
<<Pues si Dios existe que mueva ese vaso, porque yo no siento las cosas que dice el libro
sobre ángeles de la guarda que se comunican con nosotros a través de cosas y detalles.»
Pero despierta, inmediatamente me di una pequeña reprimenda y me dije: <<Tú ya sabes
que las cosas no funcionan de esta manera; no seas así.» Cerré el libro y, como era verano,
salí un rato al jardín a que me diese el aire y a despejarme un poco; entonces, miré al cielo y
pensé: <<¿Yo tengo ángel de la guarda?» Inmediatamente vi una luz que se encendía y
apagaba como una estrella, pero que cruzaba el firmamento. Me emocioné y pensé: <<¡Es
mi ángel de la guarda!» Rápidamente volvió mi raciocinio y me dije: <<Eso es un avión, no
quieras inventarte las cosas, pero, si no lo es y es mi ángel de la guarda que vuelva a
pasar>, y volvió a pasar aún más grande y haciendo el mismo recorrido. Me, puse a llorar y
le di las gracias a mi ángel de la guarda por hacerme sentir y ver que estaba conmigo, y se
lo dije llorando. <<Ahora volverás a pasar una tercera vez para mí», y volvió a pasar. Sé que
no podían ser aviones por la forma de la luz y por hacer el mismo recorrido con un intervalo
de un segundo y porque yo así lo sentía.
Una noche tuve un sueño que para mí más que un sueño fue una vivencia. Los
sueños los puedes recordar, pero las vivencias a través de los sueños los sientes.
Ésa es para mí la diferencia. En ese sueño vi un gran libro y pensé: «Siempre he
querido estudiar, pero me parece tan difícil que no he podido ni intentarlo» porque no me veía
capaz; entonces, mirando ese gran libro que tenía delante de mí, sentí una gran alegría y
emoción, y muy contenta me dije: <<Mira, ya estás acabando un curso superior y no sólo he
podido sino que ha sido sin darme cuenta,» Poco a poco y disfrutando, vi que llevaba la
mitad del libro y no sentí ningún temor por lo que faltaba. Me vi con fuerzas y ganas para
hacerlo de una forma tranquila. Levanté los ojos y vi sentado detrás del libro a mi maestro y
entendí que era el libro de mi vida que el estaba allí para ayudarme, y yo la había retomado
sin darme cuenta, creciendo poco a poco, y sentí que nunca volvería a tener miedo de
pasar una hoja hacia delante.

JOANA

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10. MIRIAM

En mi exposición menciono varias veces el pueblo de Sant Pere de Vilamajor, esta


pequeña población del Montseny era, a pesar de haber nacido en Barcelona, la que llevaba
realmente mi hija Miriam en el corazón, de donde ella se sentía, guardaba sus mejores
recuerdos y vivencias, y de donde una noche se fue con dos chicos más: su amiga Raquel y
su amigo Pep.
En estos momentos estoy sentada en el jardín de la casa de mis suegros. Un jardín
en el que he vivido veintiséis veranos de mi vida, en el que he visto crecer y jugar a mis tres
hijos. Porque yo estoy casada desde hace veintiséis años y he tenido tres maravillosos hijos,
un hijo que ahora tiene veinticinco años y dos hijas: Miriam, que es el motivo de este
escrito, y que ahora contaría con veinte años, e Irene, de once.
En estos años de matrimonio hemos tenido una vida feliz con momentos mejores y
peores, como todo el mundo, con las luchas normales de trabajo, educación de los hijos y
relación de pareja, pero siempre hemos sido una familia unida, lo compartíamos todo y
nuestra casa era bulliciosa y alegre.
A mis hijos siempre quise darles una formación intelectual lo más completa posible y,
en lo moral, quise que fueran personas libres y sensibles, con sentimientos nobles y riqueza
de espíritu. Mi hija Miriam que, como he dicho antes, es el motivo de este escrito, era una
chica de dieciocho años, guapísima y alegre, con muchos amigos a los que adoraba y de los
que era amiga incondicional. Miriam era muy generosa, por este motivo disentíamos muchas
veces, porque no tenía nada suyo, su ropa siempre la tenía repartida entre sus amigas y eso
a mí me daba mucha rabia.
Siempre estaba dispuesta a ayudar a los amigos, con su compañía, su amistad y sus
consejos, que no sé de dónde los sacaba, puesto que su vida había sido una vida normal y
tranquila, pero ella siempre tenía unas palabras de cariño y consuelo para quien las
necesitaba. Creo que las características que describirían mejor a Miriam serían: su

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naturalidad, sencillez, generosidad y la más importante de todas, sabía amar de verdad a
los demás y eso era como un imán para los que tuvimos la suerte de conocerla.
Físicamente era preciosa, con unos espectaculares ojos y una sonrisa maravillosa y
alegre; en casa nos daba a todos lo que ella creía que necesitábamos, sentía locura por su
hermano, eran grandes amigos y siempre se defendían el uno al otro; su padre, por su
carácter tranquilo y bonachón, era para ella el osito de peluche, se sentaba a su lado en el
sofá, y como mi marido es gordito, le decía: «Mi gordito, cuánto te quiero.>> A mí me veía
como a la fuerte de la familia, y no me mimaba tanto, pero se sentía muy orgullosa de mí, y
me admiraba y me quería con locura. Respecto a Irene, que es una niña muy absorbente
conmigo, siempre me decía que no la mimara tanto, que eso no sería bueno para ella el día
de mañana. En el fondo, aunque no lo demostraba, me quería un poco más para ella, pero
cuando ella era responsable de su hermana la cuidaba y protegía al máximo.
Los amigos de mi hija son unos chicos y chicas sanos y sin problemas. Miriam
siempre me decía que las personas son todas iguales, que sólo se diferencian en lo que son
por dentro, pero que no cuenta el estatus social en este sentido, como así fue.
A grandes rasgos, así era mi hija Miriam. Toda una vida de luchas y alegrías se nos
frustró el día 21 de diciembre de 1997, un día en que todo parecía que estaba en su sitio. Yo
me sentía especialmente feliz, en el trabajo todo iba bien y mi preocupación de los últimos
meses era, sin saber exactamente por qué y sin ningún motivo real, Miriam. Como he dicho
antes, Miriam era una chica de dieciocho años, en plena adolescencia, alegre y vital,
rodeada de amigos a los que quería con locura. Unos chicos y chicas normales sin más
problemas que los de su edad, sanos y felices. Pero yo tenía muchos miedos con respecto a
ella. Miriam me decía: «no entiendo por qué te preocupas tanto por mí, si yo soy
buenísima, no hago nada malo, pero si a todas las madres les gustaría tener una hija como
yo, y tú no estás contenta». Yo sentía que se me escapaba, que no podía retenerla a mi lado.
Las madres de las amigas de Miriam -me lo han dicho ellas-, cuando sus hijas salían con ella
estaban tranquilas, sabían o creían que nada malo les podía pasar; confiaban en ella. Todas
la mimaban y querían muy especialmente.
Como iba diciendo, el 20 de diciembre, sábado, Miriam estaba en Sant Pere, donde se
encontraba desde el viernes. Durante esa semana, Miriam había ido a comprar regalos de
Navidad para sus primos, Sergi y Albert, con una gran ilusión. El jueves me dijo: «Mamá,
¿por qué no vamos a mirar ropa?» Yo quería que ella se comprara un conjunto para
Nochevieja, pero ella me llevó a su tienda preferida, y empezó a mirar vestidos para mí, hizo
que me probara varios, y me decía que estaba guapísima que sería la más guapa de todas
las madres. Yo insistía en que miráramos cosas para ella, pero ella sólo estaba pendiente de
mí. Cuando volvíamos a casa, me iba diciendo: <<Tú, mamá, hazme caso siempre a mí, yo
sé mucho.» Me sentía tan feliz al lado de mi hija... como si fuera mi mejor amiga. El viernes
antes de subir a Sant Pere estábamos en casa, y al pasar por delante de su habitación, vi
que estaba sacando toda la ropa de su armario y colocándolo todo en orden. Eso era una de
las cosas en que yo siempre estaba insistiéndole: «Miriam tienes que ordenar el armario, no
me gusta que lo tengas tan desordenado» y cosas así...
Esa semana hizo todo lo que yo quería de ella: que estuviera conmigo, que ordenara
sus cosas, las pequeñas cosas que yo quería corregir o que me diera, me las dio. Fue como
una despedida. Volviendo al sábado día 20, yo había trabajado todo el día y me fui con una
amiga ya tarde, íbamos a Sant Pere, donde esa noche se hacía un sorteo de Navidad, y mi
marido y mi hija Irene ya estaban allí. Al pasar por delante de Can Noguera, el bar del

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pueblo, que es el centro de reunión de sus amigos y de la gran mayoría de chicos y chicas
del pueblo, le dije a mi amiga «déjame aquí que quiero ir a ver a Miriam». Tenía muchas
ganas de verla. Al entrar me dijeron sus amigos que un grupo había ido a ver al Ba rÇa que
jugaba contra el Atlético de Madrid. Nos fuimos al local donde estaban todos reunidos. Irene
estaba con todos sus amiguitos y nosotros con los nuestros. Al poco rato llegó Miriam,
contentísima, vino enseguida a verme, me dio dos besos y me estuvo explicando lo bien que
se lo había pasado en el fútbol. Se sentó junto a sus amigos; todo era perfecto. Esa noche
nos tocó el bingo y la línea, varios regalos y todos estábamos supercontentos. Yo miraba
hacia donde estaba mi hija Irene, con sus amiguitas, y a mi hija Miriam , a quien iba haciendo
señas para que no se mordiera las uñas, y era feliz. Cuando acabó el bingo, me acerqué a
Miriam y le dije, entre otras cosas que no recuerdo: “Miriam ¿qué hacéis ahora?” Y me dijo
con un gesto de baile, «nos vamos de fiestuqui." Cuando mi hija salía, yo siempre le hacía un
montón de recomendaciones, sobre todo que no llegara tarde, porque otras cosas no me
preocupaban. Sabía que iba muy protegida por sus amigos y no me angustiaba ni la bebida
ni cosas como ésas, sabía lo responsable que era. Yo siempre decía que lo único que le
podía pasar a Miriam, saliendo de noche, sería tener un accidente. Por eso ella me decía:
«Mamá si llego más tarde es porque vendré con los chicos que beben menos y son más
prudentes conduciendo.» Esa realmente es la opinión de todos respecto al chico que
conducía la noche que tuvieron el accidente. Como decía, yo siempre le hacía estas
recomendaciones. Pero esa noche no sé por qué, me imagino porque todo iba tan bien, no
cabía en mi mente nada malo. No recuerdo haber insistido al respecto como otras veces.
Se fueron, y nosotros también nos fuimos a casa. Yo estaba muy cansada. Me acosté
y, a diferencia de otras noches, que me levantaba y miraba si había llegado, me quedé
dormida, me despertó mi marido a las ocho de la mañana para decirme que Miriam había
tenido un accidente. No sabíamos nada, pero yo sí supe que Miriam estaba en casa de otra
manera. Me puse a llorar y en contra de mi forma de actuar, llamé llorando a mi madre y a
mi hermana y les dije que Miriam había tenido un accidente, aún no sé cómo hice aquello, a
mí no me gusta preocupar a los demás; presentía lo peor.
El camino hacia Granollers fue una contradicción, todo el viaje quería y no quería
llegar. Cuando llegamos nos hicieron esperar unos minutos, luego vino una doctora, me dijo
que me sentara; yo ya lo sabía, me dijo que mi hija había muerto, todos lloraban y gritaban
pero yo sólo dije que cómo podía decirme algo así, no lloraba, no lo queríá admitir, lo
rechazaba; me preguntaron si quería verla y les dije que no. ¿Cómo podía ver a mi hija
muerta? Pero al momento cambié de opinión. Estaba como dormida, preciosa, no tenía ni un
rasguño, le hablé como cuando vino al mundo. Puse mis labios en los suyos durante largo
rato y le di todo el amor de mi corazón. Me hicieron salir, pero al rato les pedí que, por favor,
me la dejaran volver a ver. Me senté a su lado y le canté una nana.
A partir de ahí creo que entré en un estado de shock. Cómo podría expresar mi dolor,
mi angustia, no tengo palabras. Rezaba y me consolaba, yo sentía a Miriam a mi lado, olía
su olor con una intensidad que nunca antes había olido. Recuerdo una noche que me
desperté; mejor dicho, me despertó su presencia. Mi hija estaba allí, estaba en casa y yo lo
sentía. Le dije varias veces: «Miriam estás aquí, estás aquí, mi amor> Yo hablaba con
ella, le explicaba lo que le había pasado, le decía que no se preocupara por nosotros, que
estaríamos bien, que lo superaríamos, que ella tenía que seguir su camino y que sobre todo
yo quería que fuera feliz. Le daba desde lo más profundo de mi corazón un amor tan
inmenso que, en algunos momentos, me sentía fundida con ella, al mismo tiempo que le

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enviaba mi amor yo recibía el suyo. Sé que esto puede parecer -o igual lo era- producto de
mi mente o de mi estado emocional, pero realmente yo sentía que estábamos más unidas
que nunca, y que nos ayudábamos mutuamente, ahora casi podría decir que, durante ese
tiempo, que fue de un inmenso dolor, disfruté de un privilegio que quizá no todo el mundo ha
tenido. Había algo de mí, yo diré mi alma, que estaba fundida con la de mi hija. Fue
maravilloso.
Durante este tiempo, que fue aproximadamente un año, viví una serie de casualidades
o regalos que me ayudaron mucho. El 25 de enero es el cumpleaños de mi hijo -hacía un
mes que mi hija había muerto-. En la casa que teníamos he sentido tantas veces su
presencia y su olor de una forma tan real que nadie podría entenderlo. Esa casa tenía unas
vistas preciosas al Montseny y mi hijo le había dicho a Miriam, en varias ocasiones: «Te
imaginas este paisaje completamente nevado, me encantaría verlo así.» Cuando Miriam
murió, hacía más de quince años que no nevaba en Sant Pere. El día del cumpleaños de mi
hijo invité a mis suegros y a mi madre a comer, estábamos muy tristes. La mañana era fría
y nublada pero nadie había pensado que pudiera nevar. Cuando mi hijo se levantó, miré
por la ventana y dije a mi madre: «Mira, caen gotas, parece que va a llover.>> Empezó a
nevar tan copiosamente que todo quedó blanco, completamente blanco.
Mi hijo salió fuera y no dijo nada, sólo paseaba por el jardín que en poco tiempo había
quedado completamente blanco. Yo estaba en la cocina, se acercó mi hijoy me dijo: <<¿Has
visto el regalo de cumpleaños que me ha hecho Miriam ?»Me quedé parada, yo no había
pensado en eso, y conociendo a mi hijo, mucho más, pues es una persona superracional,
muy realista. Después me dijo que se había quedado afuera tanto rato porque había un
pajarito que lo seguía allí adonde él iba. Estuvo nevando toda la tarde, y cuando mi hijo y su
novia se fueron, sobre las seis de la tarde, le dije a mi madre que dejaría de nevar. Y así fue.
Tengo tantas casualidades que podría contar de este tiempo...
Una noche en que me encontraba en un estado de amor y perfecta comunión con
Miriam, antes de dormirme, le pedí a la madre Teresa de Calcuta, con toda mi devoción, que
cuidara y protegiera a mi hija y a los otros dos chicos que se fueron con ella, no sé en qué
fase del sueño estaba, es más, no sabía si estaba dormída o despierta pero no estaba
soñando. Me había acostado en la cama, yo me miraba y me veía acostada, veía la ropa de
la cama, todo, era consciente de dónde estaba. De pronto empecé a oír sus voces, cantando
un cántico que definiría como celestial. Yo decía: son ellos; lesoía a los tres, pero
enseguida me decía que no podían ser ellos, pero los oía claramente y los presentía. Eran
ellos. Según los iba escuchando, me invadía una sensación de felicidad infinita, como nunca
antes había sentido. Yo estaba ahí oyéndolos cantar y Miriam me dijo sin pala? bras que
lo que yo estaba sintiendo -esa gran felici? dad-era lo que ella sentía. No sé lo que fue,
pero yo los oí y no fue un sueño. Cuando me desperté por la mañana me sentía otra
persona, ya no tenía angustia y sentía una gran paz interior.
Otro día en que tenía hora con el psicólogo y me sentía especialmente angustiada, al
llegar me dijeron que no era aquel el consultorio y que tenía que ir a otro centro; ese día no
me podrían visitar. Yo estaba muy mal y necesitaba hablar con alguien que me ayudara. Al
salir a la calle, me agarré a una farola y me puse a llamar a Miriam. Me sentía totalmente
desesperada y sola. Se paró una señora, me preguntó qué me pasaba y se lo dije. Me dijo
que ella también había perdido a un sobrino de esa edad, y que en el edificio que había al
lado sabía que había una chica que había perdido a su hijo y que iría a ver si la localizaba.
Esta chica resultó ser una compañera del Centro de Duelo al que voy. Ella había perdido a

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su hijo Andrés, también de la misma edad de Miriam, hacía dos años y había trabajado
mucho para encontrar la paz, y la aceptación de su pérdida. Bajó y estuvo conmigo casi dos
horas, hablándome y dándome consuelo. Barcelona es muy grande y creo que es otra
casualidad que la persona que se paró para interesarse por mí hubiera perdido a un sobrino,
y que conociera a esa otra chica que tanto consuelo me dio, y que yo me parara delante de
su casa.
Nosotros tenemos una empresa familiar, y hacemos nuestros propios productos. Uno
de ellos tiene una acogida muy buena en el mercado, pero cuando quisimos registrar la
marca nos fue rechazada porque había otras empresas con nombres similares que se
oponían. Desde esta gestión nuestra para patentar el nombre habían pasado unos tres años,
y el despacho de abogados que nos lo había tramitado, el mejor de Barcelona especialista
en marcas y patentes, nos había dicho que seguir insistiendo era perder tiempo y mucho
dinero, sin garantías de conseguir nada. El asunto quedó así, en punto muerto.
El problema era que los productos seguían introduciéndose en el mercado con esa marca
que no era nuestra y cualquiera podía plagiar los productos con el mismo nombre. Tuvimos
una reunión de trabajo y yo sólo dije que todo iba muy bien en cuanto a ventas, pero que si
no teníamos registrada la marca no teníamos nada. Al día siguiente de esta reunión nos llegó
una carta del Registro de Marcas y Patentes, en la que se nos comunicaba que el día 21 de
enero, el día en que se cumplía un mes de la muerte de Miriam, nos habían concedido el
registro de la marca. Llamamos al despacho de abogados para saber si ellos habían hecho
una gestión sin nosotros saberlo y nos dijeron que no, y que esto era algo muy extraño que
no solía pasar.
Podría seguir, porque mi hija me ha estado ayudando, creo que hasta que supo que
podía seguir sola, aunque siempre siento su protección. La pérdida de mi hija ha sido y es
una experiencia muy dura, pero también muy enriquecedora; me ha enseñado tanto, que
tendría que vivir muchos años para aprender lo que he aprendido en veinte meses.

A los quince días de morir mi hija, mi hijo me trajo un libro: La muerte: un amanecer, y
una dirección, la del Centro de Duelo. Allí encontré comprensión para mi dolor y amor en
unas personas que no saben ellas mismas cuánto me dieron. Durante este tiempo he
conocido a gente maravillosa. A veces -puede parecer incomprensible-, me siento afortunada
pues mi hija está conmigo para siempre, y yo soy más humana, tolerante, comprensiva y
sabia que antes.

Gracias Miriam.

PAULA

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Barcelona,
17 de septiembre de 1999

11. JORDI

¡Jordi, cuánto te añoro!


Me han pedido que cuente mi vivencia. Una vivencia que me dejó casi sin vida.
Tu suicidio, Jordi.
Y, ahora, pasados tres años, estoy aquí en un punto de mi vida que me está
resultando muy duro.
Duro porque no te tengo cerca para poder abrazarte.
Duro porque si «papi» estuviera a mi lado, seríamos dos para soportar este dolor y duro
porque a tu hermano también le cuesta subir la montaña de la vida y esto me entristece.
Sí, hace ya tres años que decidiste irte porque no podías más. Tu dolor era enorme.
Lo sé porque tu sufrimiento lo sentía en mi propia carne. Por eso te entiendo y no te culpo.
Jordi, porque quiero lo mejor para ti. Y sé que ahora estás muy bien. Así lo siento. No puede
ser de otra forma.
A pesar de que ahora derramo lágrimas de añoranza por no poderte abrazar, como me
dejaste hacerlo la última noche. Desde que te fuiste he aprendido a escuchar a mi corazón y
él me dice que, aunque no te vea, tú estás aquí. De lo contrario, ¿quién me ayudaría tanto?
Si no fuera por esa fuerza que tú me das, ¿qué sería de mí?

62
Porque, escucha, Jordi: tú ya sabes que aquí abajo la vida es muy dura. Y tú te has
ido y yo me he quedado para andar este camino en el que hay de todo: alegría, sufrimiento,
esperanza... Si me he quedado, será por alguna razón. Las cosas no suceden por
casualidad. ¿Será para amarme a mí misma? ¿Para amar a los otros? ¿Para ayudarles?
Quizá sí. ¡Pero es tan duro sin ti!
La montaña, a veces, es muy empinada.
Lo que sí sé, Jordi, es que cada día te quiero más. Y que este amor es sin
condiciones.
Yo, antes de que te fueras, era una mujer, madre de familia que trabajaba, llevaba la
casa, tenía dos hijos y un marido al que quería y todavía quiero, a pesar de que seguimos
distintos caminos. En nuestra casa, no se puede decir que viviéramos en un globo de color
de rosa. Éramos como tantas familias que van tirando. Los últimos años fueron muy tristes
debido a tu enfermedad que costaba de entender, incluso a los de casa. Sólo yo tuve la
suerte de poder comprenderte <<Un 80 u 85%>>, como tú decías, y eso me dio la
oportunidad de estar cerca de ti.
Tengo muchos recuerdos. Los más bonitos se remontan a cuando erais pequeños.
Aquellas Navidades con las que tanto disfrutabais. La masía, las salidas con toda la familia,
el cámping, los viajes... Tú ya eras un niño tímido y siempre querías estar con los de casa,
sobre todo conmigo. El otro día leí unas cartitas de cuando tenías seis o siete añitos que
conservo de cuando ibais de colonias lo que, por cierto, no te gustaba nada. La frase que
más sale es: <<mami, te echo de menos».
¡Qué mal lo pasabas! Nosotros te obligábamos a ir porque creíamos que era lo mejor
para ti. Ahora, lo entiendes, ¿verdad?
Jordi, he aprendido que, lo que de verdad cuenta es la intención con que se hacen las
cosas. Por eso, no nos hemos de sentir culpables de las cosas que hemos hecho de buena
fe, aunque el resultado no haya sido el deseado.
Hay recuerdos que me hacen sonreír.
Cuando Álex y tú tuvisteis la paciencia de enseñarme a ir en bicicleta en el cámping de
Pals. Se os veía realmente felices porque finalmente había aprendido a hacerlo.
Aquellos domingos por la tarde en los que yo planchaba y los dos veíamos Magnum y
nos reíamos de Higgins, ¿te acuerdas? ¡Y tantas otras cosas! Sí, todo fue muy bonito, hasta
la adolescencia. Conforme crecías, el horizonte se oscurecía.
La adolescencia, la edad que pasa por ser la más bonita y a la vez la más difícil. Para
ti no fue nada bonita.
No pudiste vivir la alegría de la amistad, las excursiones con los amigos, el temblor del
amor. Lo intentaste Jordi, pero no pudiste. ¡Eso sí que me duele! Que no fueras feliz: a la
edad en que la sangre hierve.
Yo intentaba hacerte salir. Íbamos al cine. Recuerdo el día que fuimos a ver
Braveheart y cómo corríamos porque llegábamos tarde. Corríamos como dos locos riendo
por la calle. Te gustó mucho aquella película. La compré, ¿sabes?
¿Y cuando íbamos a Sant Feliu? Paseábamos, hablábamos ... Tú decías que
conmigo te encontrabas bien.
Y cuando trepabas por las rocas como si desafiaras el peligro y yo me ponía a
temblar y tú decías: <<No pasa nada mami, tranquila.»
Ya te rondaba la idea de acabar con tu sufrimiento,¿verdad?

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Compartimos muchas cosas, buenas y menos buenas. Como aquella tarde saliendo
del Hospital del Mar, caía una lluvia fina y tú y yo llorábamos perdidos en nuestra tristeza.
¿Era el preludio de lo que no esperaba?
Lo que también me hace sonreír es cuando recuerdo tus explicaciones, sentados los
dos en nuestro banco de la Rambla de Cataluña, sobre la evolución de las razas del norte de
Europa que tan bien conocías. O bien dónde estaba situada una isla preciosa perdida en, el
mundo.
Tú lo sabias porque la historia y 1a geografía te gustaban mucho, y no te hartabas de
explicármelo. Y si veías que yo me cansaba me decías: <<Mami, no quiero que me
escuches por compromiso.» Y tú sólo con mirarme lo descubrías. Ahora veo aquel banco
vacío y siento tristeza, pero es una tristeza que me dura. poco, ya que inmediatamente te
siento conmigo.
Que tú pudieras ir a Escocia y de ese modo hacer realidad un sueño que tenías
desde hacía tiempo, me da paz y satisfacción. ¿Por qué te gustaban tanto aquellas tierras?
¡Cuándo mejor lo paso es cuándo sueño contigo!
Ahora hace tiempo que no tengo esa suerte. ¡Me despierto tan feliz si he estado
contigo! Me gustaría que me dijeras alguna cosa, pero siempre que he soñado contigo me
sonreías y para mí es como un regalo. Entiendo que tú eres feliz. Estás en el Cielo.
Lo más bonito fue la noche de Reyes, cuando soñé que volvías a nacer. ¡Y fue tan
real! Noté el dolor del esfuerzo del parto, el momento en que saliste y cuando te tenía en mis
brazos, una alegría inmensa. ¿Quiere esto decir que has nacido de nuevo?
Fue otro regalo para mí aquel día de verano en Tremp, por la noche, cerca del campo
y mirando las estrellas. Le pedí a Dios que me diera una prueba de que existía algo más
después de esta vida, que hay un Cielo donde tú estás y le pedí que me dejara ver una
estrella fugaz. Aquella noche no vi ninguna. Pero a los dos días hubo una lluvia de estrellas y
pude ver cuatro.
¿Casualidad? Para mí, no. Para mí es un regalo.
Después, en el mismo momento en que me dejaste, sentí que tu existencia no se
acababa allí, sino que continuabas en otro lugar. Y a partir de aquí vuelvo a decirte que la
fuerza que tú me das no me ha dejado y parece que me voy marcando un camino. Un
camino que me ha llevado al Centro, que me ha ayudado a conocer a personas que están
pasando por el mismo dolor que yo y que esto hace que me sienta comprendida, querida y
aceptada. Personas que, a pesar de todo, queremos ir hacia delante y VIVIR. Sí, Jordi, yo
quiero un día vivir (con todas las letras) para ti. Para ti y para Álex. Quiero ser mejor para
vosotros y para mí. Siento en mi corazón que esto es lo que quieres. Tú, corazón mío, no
pudiste (Dios sabrá el porqué) pero yo podré por ti. No es fácil. Pero pienso que el amor que
nos une me ayudará. Lo deseo de todo corazón.

Te quiero, Jordi.

64
CONCHITA ARENAS

12. ESTHER

En homenaje a nuestra querida hija

Yo era una madre alegre a la que cualquier cosa hacía ilusión. Vivía por y para mis
hijos, que eran mi mayor alegría. Quería verlos felices, realizados, que tuvieran proyectos
propios de la juventud, que estuvieran bien de, salud y, como todas las madres, poderlos ver
madurar.
Desde pequeña, mi hija Esther sufría una alergia, aunque nunca le di tanta
importancia como para llegar a imaginar que ésta sería la causa de su muerte.

65
Esther llevaba cuatro años y medio casada, y había tenido una hija, Judith mi nieta, de
mes y medio de edad. El día de Reyes nos reunimos toda la familia, estábamos contentos, y
ningún pensamiento negativo cruzó por nuestras mentes mientras comíamos, nada nos hizo
pensar que algo fatídico iba a ocurrir. Esther era alérgica a cierto tipo de fruta y, a los postres;
tuvo un edema de glotis y, de repente y sin darnos cuenta, se fue de nuestro lado para
siempre.
A partir de aquel momento nuestra vida cambió. Se derrumbaron todos nuestros
sueños e ilusiones. Tras la muerte de nuestra hija nada fue igual; aunque a pesar de todo,
tuvimos la suerte de tener junto a nosotros a nuestra nieta, a quien cuidamos como si se
tratara de nuestro mayor tesoro, como si se tratara de nuestra propia hija.
Han pasado los años y aún no puedo hacerme a la idea de su pérdida. Me cuesta
seguir adelante, aunque lo hago, por mi familia, sé que me necesita, pero la vida ya no es lo
mismo sin mi querida hija Esther. La encuentro a faltar cada día, necesito oír su voz,
escuchar su risa. No sólo éramos madre e hija, también éramos amigas que compartían
momentos tristes y felices.
Me dio treinta y un años de su vida maravi1losos, fui la madre más feliz del mundo al
tenerla cerca de mí. Ahora debo contentarme con soñar con ella. Uno de los sueños más
bonitos que he tenido a sido aquel en que mi hija aparecía vestida de blanco, estaba
resplandeciente y maravillosa, rodeada de una luz indescriptible.

En enero de 1998 conocí el Centro donde trabajaba el Grupo de Duelo. En él he


podido compartir con otros padres las mismas ansiedades y, como ellos, espero siempre la
llegada del viernes, el día en que nos reunimos para poder expresar nuestro dolor y
sufrimiento. Al compartir lo que siento con otras personas que han pasado por la misma
experiencia, me siento comprendida y sé que no estoy sola, que hay otros que sufren igual
que yo.
La vida nos ha cambiado, pero debemos seguir luchando, por nuestros hijos, para que
se sientan orgullosos de nosotros y vean que no nos hemos quedado atrás, que miramos el
futuro de otra manera, aunque esperamos reunirnos con ellos muy pronto.
A lo largo de estos años los valores de mi vida son otros, he cambiado. Ya no doy
tanta importancia a algunas cosas y siento que las personas son superficiales.
Lamentablemente, es triste que tenga que ocurrir la peor desgracia para una madre para que
nos demos cuenta de que la vida es algo muy valioso, y que es mucho más profunda y
sencilla de lo que acostumbramos a creer.

Mª. ROSA RIVERA


SOLEDADES COMPARTIDAS

-¡Hola! ¿Me recuerdas?


-Sí, claro.
-¿Sabes quién soy?... ¿Me reconoces?
-¡Cómo no voy a reconocerte! Eres la Muerte.
- Pensé,que no querrías ni siquiera mirarme.
- No entiendo porqué creías eso, muerte, no tengo motivo alguno para ello.

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- Juan, me sorprende tu actitud. ¡Estoy tan habituada a que la mayoría de los seres
humanos me teman y me aborrezcan, sobre todo, si irrumpo en sus vidas de forma
inesperada!
-¡Me haces sonreír, Muerte! Parece que tu relación con los seres humanos está
limitando tu comprensión y no te das cuenta de ello. Mira Muerte, yo siempre he percibido tu
presencia y, es más, en numerosas ocasiones he alertado a mis hermanos para que no
perdieran consciencia de su finita e inevitable realidad terrestre.
-Sinceramente, me extraña tu «asombrosa" (diría yo) comprensión. Pero dime Juan;
¿No formas parte tú también de su especie?
-¡Ay, Muerte! Creo que también has perdido parte de tu memoria y tu sano juicio.
¡Claro que formo parte de su especie! Eso es indudable.
»Pero también, Muerte, hay algo de lo que soy plenamente consciente, y es que mi
existencia en este plano es una efímera ilusión que por necesidad de La Obra se vuelve
aparentemente real.
»Tan real es mi existencia, Muerte, como este maravilloso, frágil y perfecto cuerpo que
me permite merodear por este presente y compartir esta dimensión junto a mis semejantes.
»Tan genuina es también mi apariencia, muerte, como la prodigiosa mente que me
relaciona con esta existencia terrena, y tan asombrosamente evidente como el incansable
corazón que late en mi pecho y que enriquece y amplía mi capacidad de sentir.
»Pero mi Esencia, Muerte, mi Esencia inmanente e inmaculada, permanece
expectante, más allá de todo.
-¿Sabes, Juan?, algunas veces, cuando dialogo contigo, tengo una extraña
sensación, como si te compadecieras de mí.
-No, Muerte, yo no me compadezco de ti, no te confundas, simplemente percibo tu
soledad y la incomprensión que gira a tu alrededor. Y, además, Muerte, aunque fuese cierto
lo que tú dices y realmente me compadeciera de ti: ¿Por qué motivo no podría hacerlo?
¿No estás ligada a esta Tierra al igual que yo?¿ Acaso no formamos parte de la misma
Esencia? Además, ¿quién soy yo para juzgarte?
-Me asombra que pienses de este modo, Juan. La mayoría de los seres humanos no
piensa ni sienten como tú.
-Comprendo perfectamente que no puedan hacerlo, Muerte.
-¿Cuál es el secreto que te ha llevado a pensar de este modo?
-No existe tal secreto, Muerte, se trata simplemente de detenerse por un instante y
observar. Observar el Ciclo Eterno que se repite constantemente. Es muy sencillo, nada hay
de misterioso en ello.
-Pero si es tan sencillo como tú dices, ¿por qué entonces la gente no se detiene,
aunque sólo sea un momento?
-¡Ay, Muerte! ¡Qué ingenua eres! No te das cuenta de que es el Temor lo que no les
permite detenerse.
-¿A que temor te refieres, Juan? ¿Al temor de perder lo que creen que son
suspertenencias? Si es eso lo que temen, realmente me dejas desconcertada.
-Muerte, tal vez para ti todo resulte más sencillo, porque tú nada necesitas para sentir
que existes, pero no todos pueden apreciar lo mismo que tú.
»El temor de "no ser" alguien o algo en esta vida es lo que lleva a los seres humanos
a intentar acumular durante toda su existencia infinidad de cosas, tanto materiales como
intangibles, pero cosas, Muerte, efímeras al fin, por su simple condición de ser acumulables.

67
»Y por lo general, Muerte, todo lo que atesoran se transforma con el tiempo en un
pesado y tirano yugo que doblega cruelmente sus fatigadas espaldas. Si te fijas bien, Muerte,
verás que muchos de mis hermanos llevan impreso en sus rostros indelebles cicatrices de
vetustas ilusiones e indomables frustraciones.
-Juan, me gustaría hablar sobre tu hijo, dime: ¿No sientes rabia porque haya venido a
buscarlo tan pronto? ¿No sientes dolor? ¿No me odias como todos? ¿No crees que he sido
injusta?
-Muerte, te creía más sabia, pero cuanto más me preguntas, más me decepcionas,
hasta me pareces humana. Mira, déjame decirte una cosa.
“Yo no siento que tú me hayas quitado a mi hijo, él no era de mi propiedad.
Simplemente era una hoja más del Gran Árbol que todos conformamos.
»Es cierto que el había brotado de mi ser, eso no te lo discuto. También es verdad que
había florecido en los poros de mi piel y que me llenaba de sentimientos buenos y de tibia
ternura, pero también hay algo que debes saber y que es indiscutible, y es el hecho de que el
mismo Aliento que lo hizo nacer y crecer a él y que a mí me sustenta no es exclusivo de mi
persona; por lo tanto, Muerte, no he sido yo su gestor ni su dueño, he sido simplemente el
elemento mediante el cual se ha expresado la Vida.
»Dime Muerte: ¿Tú crees que puedo presumir de que algo realmente puede ser de mi
propiedad? ¿Existe alguna cosa o alguien que pueda hacerme sentir que yo soy su dueño?
¿Y no soy acaso sólo una simple hoja, de una pequeña rama del Gran Árbol y que un día
cualquiera también caeré? ¿Y no será el vacío que provoque mi caída, el que permita que el
Gran Árbol vuelva a florecer? Y mi desintegración en la Tierra, ¿no será el elemento que
posibilite mi regreso hacia la Sabia que alimenta al Gran Árbol? Por lo tanto, ¿no te parece
absurdo que a causa de mi egoísmo intente detener las estaciones, calmar al viento y
desviar al Sol de su camino?
»Y, además, Muerte: ¿Quién soy yo para intentar detener este Ciclo Eterno en el cual
existo? ,
»Muerte, quiero confesarte un secreto, algo que he descubierto hurgando en el vacío
de mi mente. ¿Tú qué crees que es el dolor para los seres humanos, Muerte? ¿Te lo has
preguntado alguna vez? Su dolor, Muerte, es simplemente la resistencia que ofrecen hacia lo
que Es, hacia la "Realidad". ¿Puedes comprenderlo?
-¡Claro que puedo comprenderlo, Juan! Continuamente lo observo en sus rostros
cuando vengo a recogerlos. ¿Sabes, Juan?, ha habido ocasiones en que inclusive he llegado
a sentir pena por algunos de ellos al ver cómo sufrían al desprenderse de lo que creían era
suyo.
-Ya lo decía yo, Muerte. ¡Eres más humana de lo que pareces!
-Oye, ¿te importaría salir de este lugar, Juan? ¿Por qué no vamos a caminar un
poco?
-¡Sí! Vamos, aquí hay mucho bullicio.

Lentamente nos adentramos en un largo callejón de monótonas y grises baldosas. El


aire estaba frío y la noche, silenciosa y majestuosa, se aproximaba lentamente intentando
disimular su crepuscular presencia.

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A lo lejos en el horizonte, algunas nubes presagiaban la llegada de una silenciosa y
húmeda paz...
De inmediato, el cielo comenzó a desprender intermitentemente un ligero resplandor
metalizado que ponía al descubierto la rigidez de sus nebulosos y tormentosos gestos.
Mientras tanto, Muerte, presumida y despreocupada, caminaba sin inmutarse por ello.
Caminamos varias travesías sin dirigirnos palabra alguna, todo giraba en perfecta armonía...
La Existencia Infinita plasmada en lo concretó y lo abstracto se volvía Una.
La Noche y el Sagrado Silencio...
La Inevitable Quietud y el Vacío...
La Paz... la Bendita Paz... Sin dueño alguno, sin nombre propio...
Detrás de nosotros y a una mínima distancia, nuestras pisadas, haciendo caso omiso
de nuestras presencias, intentaban desvelar nuestros sentimientos al igual que si se tratase
de una gran exclusiva de color rosa.
De vez en cuando, el viento apoyaba sus frías manos en mi rostro crispando mi
sonrojada piel. Mi alíento tibio y pausado se elevaba tímidamente al son de mis pasos,
transformándose en un cristalino vapor.
En la lejanía del horizonte la luna trepaba vigorosamente por la empinada cuesta del
firmamento, huyendo de las voraces fauces de las olas que amenazaban con enturbiar su
halógeno y acuático resplandor.
Lentamente la Eternidad comenzó a teñir el firmamento... a detener el Tiempo... a
empañar mis ojos... a aflorar en mi Esencia...
Mi mente poco a poco fue acallándose y comencé a descender por un profundo
laberinto de silencio en el que mi consistencia mental empezó a diluirse rápidamente sin
dolor alguno.
A mi lado, Muerte continuaba su andar de forma pausada, aunque un tanto distante.
Al paso de la luz de las farolas comencé a reparar en el rostro de mi compañera y
descubrí una extraña belleza que nunca antes había vislumbrado. ¡No! No era tan horrenda,
ni tan cruel como me la habían descrito.
De pronto, un fugaz rayo de luna se precipitó iluminando su secreto rostro. Nuestras
miradas tropezaron cármicamente en el instante en que nuestros pasos acallaron
obedientemente sus prisas…
Entonces, su voz, de forma pausada y telepática, invadió mi mente:
-Juan, dime: ¿qué es lo que buscas en mí?
Un amoroso y oportuno silencio selló mis labios resguardándome de que inadecuadas
e impulsivas palabras pudiesen romper el encanto de aquella amorosa pregunta anegada de
sentimientos.
Al cabo de unos instantes y tras un forzado y medítado esfuerzo, musité:
-Muerte, No busco Nada en Ti, absolutamente Nada...
-Entonces, ¿por qué te acercas a mí cuando todo el mundo intenta ignorarme?.
Mis ojos, chivatos de mis sentimientos, empañaron su mirada ante el asomo de las
generosas lágrimas que precipitadamente habían llegado desde lo más hondo de mi Ser.
-Muerte, ¡Tú eres la que me da la Vida!... ¿Acaso no lo comprendes? ¡Cómo voy a
despreciarte!... Sin ti... nada sería.
Su rostro se volvió tenso intentando detener un rebelde sentimiento femenino que
luchaba por expresarse. Sonrojada, alzó lentamente la mirada y, después de una breve e
incierta pausa, murmuró:

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-No deberías estar aquí, Juan. ¿Lo sabes?
-No, no lo sé -respondí en voz baja-. Pero... ¿por qué me dices eso Muerte?
Su semblante cambió repentinamente de aspecto en el mismo instante en que un
tenue resplandor comenzó a cubrir sus cabellos. Su imagen comenzó a desdibujarse por
momentos en el espacio; su voz, un tanto impersonal, volvió a irrumpir en mi mente:
-Mira Juan: yo no puedo ser tu amiga. Tú habitas en estos momentos en el mundo de
las formas y, como tal, éste tiene sus limitaciones y tú debes asumirlas. Sinceramente, creo
que será muy difícil y doloroso permanecer en esta Tierra, si transciendes ciertas Leyes que
rigen el género humano. Recuerda que Todo forma parte del Sagrado Plan. Y, además Juan,
aunque parezca tonta y superficial la pregunta, dime: ¿Qué pensarán de ti los que te rodean
si comentas nuestro encuentro?
Un incierto y leal temor se apoderó de mi pecho ante las amenazantes palabras que
intentaban hacer peligrar nuestra relación.
-No lo sé, Muerte, pero ¿sabes? ¡No me importa en absoluto lo que piensen! ¿Acaso
no eres real? ¿Por qué motivo debo negarte?
>>Muerte, sinceramente te agradezco tus sentimientos, pero intentaré expresarte
claramente lo que siento, si es que encuentro las palabras adecuadas para ello.
“Tú, en estos momentos, existes en mi consciencia y has cobrado forma y vida,
porque yo te veo y me relaciono contigo a través de una imagen animada de delgados
huesos y forma de hombre. Pero supongo que sabrás, Muerte, que tú eres un "divino"
espejismo que existe solamente para el reino humano, y te digo esto, Muerte, porque
cuando recobro atisbos de mi Memoria Transcendente y me diluyo en el Infinito perdiendo mi
consciencia humana, Tú, al igual que cualquier otro ser de esta Tierra, también mueres, y lo
más curioso es que ni siquiera dejas señal alguna de haber existido.
»Por,todo ello, Muerte, no debes preocuparte por mí, más aún te digo, creo que no
tardará mucho en llegar el día en que mis hermanos puedan recónocer lo que hoy intento
transmitirte.
El firmamento, silencioso y leal testigo de nuestras confesiones, desgarraba su etérea
piel al paso de cada uno de los hirientes relámpagos que recorrían su ennegrecido cuerpo.
Sorpresivamente, instantes después un desalmado rayo abrió una profunda herida en sus
entrañas, al tiempo que un inmenso estruendo se escuchó en sus confines...
La Vida engalanada de silenciosa Eternidad asomó a su rostro, detrás de un
impresionante velo de cristalinas gotas de lluvia...
En los contornos de mi Alma, y de forma misteriosa, aparecieron grabadas las
siguientes palabras:
«Recuerda Juan: "Mientras exista un resquicio de consciencia humana, jamás se
percibe el final del camino”
Lentamente comencé a recobrar la consciencia de mis pisadas, envuelto en una
bendita y humilde sensación de pequeñez...
Mi cuerpo ligeramente dolorido recobraba su existencia en medio de la noche,
torpemente mis labios balbuceaban la Sagrada Palabra:
Gracias... Vida... Gracias...
JUAN VLADIMIR
ROSA Ma. Vidal
Febrero, 1999

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