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27-03-18
Una de las consecuencias de ese sistema comercial era la supremacía económica de los
emisarios locales de la economía metropolitana: el fisco y los comerciantes que aseguraban el
vínculo con la península. Otra era el mantenimiento casi total de los demás sectores de la
economía colonial al margen de la circulación monetaria.
Las ventajas que este sistema aportaba a la metrópoli son evidentes. Más dudoso parece que
pudiese deparar algunas a los sectores a los que la conquista había hecho dominantes en las
colonias. El botín de la conquista no incluía solo metálico, sino también hombres y tierras. Lo
que hizo del área de mesetas y montañas de México a potosí el núcleo de las indias españolas
no fue solo su riqueza minera, sino también la presencia de poblaciones indígenas, a las que su
organización anterior a la conquista hacia utilizables para la economía surgida de esta.
Es que el estímulo brutal del derrumbe no bastaba para provocarlo, era también necesaria la
presencia de mercados capaces de sostener, mediante la expansión del consumo, una
expansión productiva: a diferencia de la comunidad indígena, a la que la conquista ha
impuesto un nuevo señor, la hacienda es una organización orientada hacia consumidores ajena
a ella.
Dentro del orden económico colonial la explotación agrícola forma una suerte de segunda
zona, dependiente de la mercantil y la minera, pero a la vez capaz de desarrollos propios bajo
el signo de una economía de autoconsumo que elabora sus propios y desconcertantes signos
de riqueza.
La función del sector agrícola es, dentro del orden colonial, proporcionar fuerza de trabajo,
alimentos, tejidos y bestias de carga a bajo precio para ciudades y minas.
El pacto colonial, laboriosamente madurado en los siglos xvi y xvii, comienza a transformarse
en el siglo xviii.
Influye en ello, la decisión por parte de la metrópoli de asumir un nuevo papel frente a la
economía colonial, cuya expresión legal son las reformas del sistema comercial introducidas en
1778-82, que establecen el comercio libre entre la península y las indias.
¿Qué implicaban esas reformas? por una parte la admisión de que el tesoro metálico no era
solo el aporte posible de las colonias a la metrópoli, por otra(en medio de un avance de la
economía europea en que España tenía una participación limitada pero real), el
descubrimiento de las posibilidades de las colonias como mercado consumidor. Una y otra
innovación debía afectar el delicado equilibrio interregional de las indias españolas.
En algunos casos, el contacto directo con la península comienza la fragmentación del área
económica hispanoamericana en zonas de monocultivo que terminarían por estar mejor
comunicadas con su metrópoli ultramarina que con cualquier área vecina. Esa fragmentación
es a la larga políticamente peligrosa, sí parece fortificar los vínculos entre Hispanoamérica y su
metrópoli, rompe los que en pasado han unido entre sí a las distintas regiones de las indias
españolas.
El nuevo pacto colonial fracasa sustancialmente porque mediante el, España solo logra
transformarse en onerosa intermediaria entre sus indias y las nuevas metrópolis económicas
de la Europa industrial.
Todavía era la minería la actividad primaria cuyos dominadores alcanzaban a liberarse mejor
de la hegemonía de los comercializadores y a ingresar en un número más importante en las
clases altas del virreinato.
Para la corona cuyo progresismo, está inspirado en parte, en criterios fiscalistas, México capaz
de proporcionar los dos tercios de las rentas extraídas de las indias, es la colonia más
importante. Para la economía metropolitana también: la plata mexicana parece encontrar
como espontáneamente el camino de la metrópoli, sin duda México hace en el imperio
español figura de privilegiado, y la riqueza está concentrada en pocas manos y el 95 % de la
producción toma el camino de Europa, cuyo 50% sin contraprestación alguna y el resto como
consecuencia de un sistema comercial sistemáticamente orientado a favor de los productos
metropolitanos.
Ese edificio colonial que, había durado demasiado, entro en rápido disolución a principios del
siglo xix.
Por lo menos para la américa española, para la cual el problema se presenta con mayor
agudeza, se han subrayado una y otra vez la de la solo parcialmente exitosa reformulación del
pacto colonial, precisamente porque este abría nuevas posibilidades a la economía indiana,
hacía sentir más duramente en las colonias el peso de una metrópoli que entendía reservarse
muy altos lucros por un papel que se resolvía en la intermediación con la nueva Europa
industrial. La lucha por la independencia seria en este aspecto la lucha por un nuevo pacto
colonial que concede a esos productores accesos menos limitados al mercado ultramarino y
una parte menos reducida del precio allí pagado por sus frutos.
Convendría no exagerar las tensiones provocadas por ese intento de reordenación de las
indias. Los conflictos que ellas parecían anticipar solo hubiesen podido madurar en un futuro
remoto: ellas anuncian más bien que una cercana catástrofe, los delicados y lentos reajustes
de una etapa de transición necesariamente larga.
Sin duda desde fines de xviii, esta fe antigua y nueva tenía sus descreídos. En este hecho
indudable se ha hallado más de una vez la explicación para los movimientos sediciosos, que
abundan en la mitad del xviii y en los que se ve los antecedentes inmediatos de la revolución
independiente. (Pero no es evidente esta renovación ideológica) se dan paulatinamente
alzamientos comuneros que ponen de manifiesto la persistencia de debilidades estructurales
cuyas consecuencias iban a advertirse cada vez mejor en la etapa de disolución que se
avecinaba.
Lo nuevo luego de 1776 y 1789 no son las ideas, sino la existencia misma de una américa
republicana y de una Francia revolucionaria. Y el curso de los hechos a partir de allí hace que
esa novedad interese cada vez más de cerca de Latinoamérica,
España muestra cada vez más su debilidad en medio de las luchas gigantescas que el ciclo
revolucionario ha inaugurado. En estas condiciones aun los más fieles servidores de la corona
no pueden dejar de imaginar la posibilidad de que también esa corona, desaparezca. En la
américa española, la crisis de independencia es el desenlace de una degradación del poder
español que comenzada hacia 1795, se hace cada vez más rápida.
Ese poder se hace ahora más lejano. La guerra con gran Bretaña separa progresivamente a
España de sus indias. Hace más difícil mandar allí soldados y gobernantes, hace imposible el
monopolio comercial. Un conjunto de medidas de emergencia autorizan la progresiva apertura
del comercio colonial con otras regiones, a la vez conceden a los colonos libertad para
participar en la ahora más riesgosa navegación sobre las rutas internas del imperio.
Esta nueva política es recibida con entusiasmo en las colonias, todo el frente atlántico del
imperio español aprecia sus ventajas y espera conservarlas en el futuro. Alejadas de la presión
de la metrópoli política y de la económica, esas colonias se sienten enfrentadas con
posibilidades inesperadas.
Como los comerciantes especuladores, también los productores a los que las vicisitudes de la
política metropolitana privan de sus mercados tienden a ver cada vez más el lazo colonial
como una pura desventaja, la libertad que derivaría de una política comercial elaborada por las
colonias mismas. Pasa a ser una aspiración cada vez más viva.
La Europa de las guerras napoleónicas no está dispuesta a asistir a una marginalización de las
indias, que solo le deje abierta, como xvii la puerta al contrabando.
La independencia política no debe ser a la vez económica: debe establecer con las nuevas
metrópolis económicas un lazo que sería ilusión creer que será de igualdad.
En 1806 la capital del virreinato del rio de la plata es conquistada por sorpresa por una fuerza
británica.
El virrey ha huido frente al invasor, es declarado incapaz por la audiencia, lo reemplaza Liniers.
La legalidad no se ha roto, el régimen colonial esta, sin embrago, deshecho en buenos aires:
son las milicias las que hacen la ley, y la audiencia ha tenido que inclinarse ante su voluntad.
Las elites criollas y españolas desconfían unas de otras, ambas proclaman ser las únicas leales
en esa hora de prueba, para los peninsulares, los americanos solo eran la ruina militar de la
España anti napoleónica, para los americanos, los peninsulares se anticipan a esa ruina
preparándose para entregar las indias a una futura España integrada en el sistema francés. Son
en todo caso los peninsulares los que dan el primer golpe a la organización administrativa
colonial.
En el naufragio del orden colonial, los puntos reales de disidencia eran las relaciones futuras
entre la metrópoli y las indias y el lugar de los peninsulares en estas, ya que aún quienes
deseaban mantener el predominio de la España europea y el de sus hijos estaba dispuestos
como sus adversarios a colocarse fuera de un marco político-administrativo cuya ruina era
cada vez menos ocultarle.
Pero de esos dos puntos de disidencia (relaciones con la metrópoli, lugar de los metropolitanos
en las colonias) todo llevaba a cargar el acento sobre el segundo.
en 1810 se dio otra etapa en el que parecía ser irrefrenable derrumbe de la España anti
napoleónica: la perdida de Andalucía reducía el territorio leal a Cádiz y alguna isla de su bahía;
en medio de su derrota, la junta suprema sevillana, depositaria de su soberanía, era disuelta
sangrientamente por la violencia popular, en busca de responsables del desastre: el cuerpo
que surgía en Cádiz para reemplazarla se había designado a sí mismo; era titular
extremadamente discutible de una soberanía ella misma algo problemática.
Dos años de experiencia con un trono vacante y que lo seguiría estando por un futuro
indefinido, los ensayos (de signo peninsular o criolla) por definir de un modo nuevo las
relaciones con la revolucionaria metrópoli, parecían anticipar ahora una respuesta más
matizada.
La caída de Sevilla es seguida en casi todas partes por la revolución colonial, una revolución
que ha aprendido ya a presentarse como pacífica y apoyada en la legitimidad.
Sin duda había razones para que un ideario independentista maduro prefiriese ocultarse a
exhibirse: junto al vigor de la tradición de realismo monárquico entre las masas populares
pesaba la coyuntura internacional que obligaba a contar con la benevolencia inglesa.
Más que las ideas políticas de la antigua España, son sus instituciones jurídicas las que
convocan en su apoyo unos insurgentes que no quieren serlo. El nuevo régimen si no se cansa
de abominar del viejo sistema, aspira a ser el heredero legítimo de este: en los defensores del
antiguo régimen le interesa mostrar también a los rebeldes contra la autoridad legítima.
Y en casi todas partes las nuevas autoridades pueden exhibir signos de esa legitimidad que
tanto les interesa.
Son los cabildos abiertos los que establecen las juntas de gobierno que reemplazan a los
gobernadores designados desde la metrópoli.
La revolución se desarrolla en un escenario muy limitado: las elites criollas de las capitales
toman su venganza por las demasiadas postergaciones que han sufrido, heredadas de sus
adversarios, los funcionarios metropolitanos, si bien saben que una de las razones de su
triunfo es que su condición de americanos les confiere una representatividad que todavía no
les ha sido discutida (la de la entera población indiana), y están dispuestos a abrir a otros
sectores una limitada participación en el poder, institucionalizada en reformas liberales, no
apoyan ni conciben cambios demasiado profundos en las bases reales del poder político.
No parecen advertir hasta qué punto su propia acción ha comenzado a destruir el orden
colonial, del que piensan heredar; no adivinan que sus acciones futuras completaran esta obra
destructiva. Pero ya no pueden detenerse, estos hombres prudentes han emprendido una
aventura en la que las alternativas son la victoria o la muerte.
Hay así una guerra civil que surge en los sectores dirigentes, cada uno de los bandos procurara
como pueda extenderla, buscar, fuera del circulo estrecho en que la lucha se ha
desencadenado, adhesiones que le otorgan supremacía.
De sus ruinas se esperaba que surgiera un orden nuevo, cuyos rasgos esenciales habían sido
previstos desde el comienzo de la lucha por la independencia. Pero este se demoraba en
nacer. La primera explicación, buscaba en la herencia de la guerra la causa de esa
desconcertante demora: concluida la lucha, no desaparecía la gravitación del poder militar, en
el que se veía el responsable de las tendencias centrífugas y la instabilidad política destinadas,
al parecer, a perpetuarse. esta explicación era insuficiente, y tendía a dar una imagen
engañosa del problema: puesto que no se habían producido los cambios esperados, suponía
que la guerra de la independencia había cambiado demasiado poco, que no había provocado
una ruptura suficientemente onda con el antiguo orden.
Sin embargo los cambios ocurridos son impresionantes: no hay sector de la vida
hispanoamericana que no haya sido tocado por la revolución. La más visible de las novedades
es la violencia. En la medida en que la revolución de las elites criollas urbanas no logra éxito
inmediato, debe ampliarse progresivamente, mientras idéntico esfuerzo deben realizar
quienes buscan aplastarla.
La movilización militar implica una previa movilización política, que se hace en condiciones
demasiado angustiosas para disciplinar rigurosamente a los que convoca a la lucha.
Esa violencia llega a dominar la vida cotidiana. Luego de la guerra es necesario difundir las
armas por todas partes para mantener un orden interno tolerable, así la militarización
sobrevive a la lucha.
Los jefes de grupos armados se independizan bien pronto de quienes los han invocado y
organizado. Para conservar su favor, estos deben tenerlos satisfechos: esto significa gastar en
armas lo mejor de las rentas del estado.
Las nuevas republicas llegan a la independencia con demasiados nutridos cuerpos de oficiales y
no siempre se atreven a deshacerse de ellos. Pero para pagarlos tienen que recurrir a más
violencia, como medio de obtener recursos de países a menudo arruinados y con ello
dependen cada vez más del exigente apoyo militar.
Los nuevos estados suelen entonces gastar más de lo que sus recursos permiten y ellos sobre
todo es porque es excepcional que el ejército consuma menos de la mitad de esos gastos. La
imagen de una Hispanoamérica prisionera de los guardianes del orden comienza a difundirse,
aunque no inexacta, requeriría ser matizada.
Solo en parte puede explicarse la hegemonía militar como un proceso que se alimenta a sí
mismo y su perduración como una consecuencia de la imposibilidad de que los inermes
desarmen a los que tiene armas.
Democratización tiene que ver con: que ha cambiado la significación de la esclavitud, si bien
los nuevos estados se muestran remisos a abolirla, la guerra los obliga a manumisiones cada
vez más amplias que tienen por objeto conseguir soldados. La esclavitud domestica pierde
importancia, la agrícola se defiende mejor en las plantaciones que dependen de ella.
Frente al mantenimiento del estatuto legal y real de la población indígena, son los mestizos,
los mulatos libres, en general los legalmente postergadas de las sociedades urbanas o en las
rurales de trabajo libre los que aprovechan mejor la transformación revolucionaria.
Ha variado la relación entre las elites urbanas prerrevolucionarias y los sectores, no solo de
castas (mulatos, mestizos urbanos) sino también de blancos pobres, desde los cuales había
sido muy difícil el acceso a ellas. Ya la guerra, creaba posibilidades nuevas, en las filas realistas
aún más que en las revolucionarias.
Ampliación de los sectores dirigentes a partir de las viejas elites urbanas con otro desarrollo
igualmente inducido por la revolución: la pérdida de poder de estas frente a sectores rurales.
La revolución, porque armaba vastas masas humanas, introducía un nuevo equilibrio de poder
en que la fuerza del número contaba más que antes: necesariamente este debía favorecer a la
rural, en casi todas partes abrumadoramente mayoritarios, y a los dirigentes
prerrevolucionarios de la sociedad rural.
En casi todas partes no había habido movimientos rurales espontáneos, y la jefatura seguía,
por tanto correspondiendo a los propietarios o a sus agentes instalados al frente de las
exportaciones.
La revolución no había pasado por esas tierras sin provocar bajas y nuevos ingresos en el grupo
terrateniente. Es el entero sector terrateniente, al que el orden colonial había mantenido en
posición subordinada, el que asciende en la sociedad posrevolucionaria. La guerra ha
empobrecido a las elites urbanas, devora las fortunas muebles como las privadas, como la de
las instituciones cuya riqueza, en principio colectiva, es gozada sobre todo por los hijos de la
elite urbana.
La guerra consume desenfrenadamente los ganados y los frutos de las tierras que cruza,
cuando se instala en una región puede dejar reducidos a sus habitantes al hambre crónica, que
en algunos casos dura por años luego de la pacificación. Pero deja intacta la tierra, a partir de
la cual las clases terratenientes podrán rehacer su fortuna tanto más fácilmente porque su
peso político se ha hecho mayor.
Pero la revolución no priva solamente a las elites urbanas de un parte, por otra parte muy
desigualmente distribuida, de su riqueza.
Acaso sea más grave que despoje de poder y prestigio al sistema institucional con el que sus
elites se identificaban y que hubiera querido dominar solas, sin tener que compartirlos con los
intrusos peninsulares favorecidos por la corona.
La lucha ha destruido lo que debía ser el premio de los vencedores, las ha privado de modo
más permanente de poder y prestigio, transformándolas en agentes escasamente autónomos
del centro de poder político.
Debilitadas las bases económicas de su poder por el costo dela guerra, despojadas de las bases
institucionales de su prestigio social, las elites urbanas deben aceptar ser integradas en
posición muy subordinada en un nuevo orden político, cuyo núcleo es militar. (Sigue siendo
imprescindible el apoyo del poder político administrativo para alcanzar y conservar la riqueza.
En los sectores rurales, la tierra se obtiene por el favor del poder político. En los urbanos la
continuidad no excluye cambios importantes: si en tiempos coloniales el favor por excelencia
que se buscaba era la posibilidad de comerciar con ultramar, está ya no plantea serios
problemas. En cambio la miseria del estado crea en todas partes una nube de prestamistas a
corto término.
Hasta mediados del siglo, salvo las tierras atlánticas del azúcar, no son los frutos de la
agricultura y la ganadería hispanoamericana los que interesan a los nuevos dueños del
mercado.
Entre 1810-1815 los ingleses buscan a la vez conquistar los mercados y colocar un excedente
industrial cada vez más amplio.
Luego de 1815 la relación así esbozada entra en crisis. Por una parte la depresión
metropolitana obliga a cuidar los precios a que se compran los frutos locales; por otra la
capacidad de consumo hispanoamericana, calculada con exceso de optimismo años pasados,
ha sido colmada. Pero a la vez han aparecido competidores a los nuevos señores del mercado y
frente a la rivalidad norteamericana los ingleses comienzan a advertir que debilidades
escondían bajo sus aparentes cartas de triunfo.
La Hispanoamérica que surge en 1825 no es, igual que la anterior a 1810, en medio de una
expansión del comercio ultramarino ha aprendido a consumir más, en parte porque la
manufactura extranjera la provee mejor que la artesanía local.
Al lado de la conquista del mercado existente, estaba la creación de un mercado nuevo: los
años de oferta superabundante llevaban a ventas de liquidación que si podían arruinar a toda
una oleada de inversores comerciales. Sin duda esa ampliación encontraba un límite en la
escasa capacidad de consumo popular.
El interés principal de los nuevos dueños del mercado, como el de los anteriores, era obtener
metálico y no frutos, ahora la fragmentación del antiguo imperio había separado a zonas
enteras de sus fuentes de metal precioso., aun en zonas que las había conservado, el ritmo de
la exportación, más rápido que el de producción, podía llevar al mismo resultado.
En primer lugar no aspira a una dominación política directa, que implicaría gastos
administrativos y la comprometería en violentas luchas con facciones locales. Se propone dejar
en manos hispanoamericanas, junto con la producción y buena parte del comercio interno, el
costoso honor de gobernar en vastas tierras.
Los esfuerzos británicos por imponer determinadas políticas serán siempre limitadas: a falta de
un rápido éxito suelen ser abandonados, dejando en situación a menudo incomoda a quienes
creyeron contar incondicionalmente con el apoyo de gran Bretaña.
Esto explica que ha hegemonía inglesa haya podido seguir consolidándose cuando algunas de
sus bases comenzaba a flaquear: si a mediados del siglo el comercio y la navegación británicos
siguen ocupando el primer lugar en Latinoamérica, están ya muy lejos de gozar del cuasi
monopolio de los años posteriores a la revolución. Pero, pese a la multiplicación de conflictos
locales, el influjo inglés, que en líneas generales no combate, sino apoya a sectores a los que
las muy variadas voliciones locales han ido dando el predominio, es a la vez favorecido por
estos.
La consolidación comenzó a producirse sobre todo desde que la relación con las zonas
económicas metropolitanas comenzó a cambiar; este cambio es un aspecto del que a partir de
mediados del siglo afecta a la entera economía metropolitana. Gracias a él pudo esta cumplir
las funciones que desde la emancipación se habían esperado vanamente de ella: no solo iba a
proporcionar un mercado para la producción tradicional latinoamericana, ofrecerlo para un
conjunto de producciones nuevas, por añadidura iba a ofrecer capitales que (junto con la
ampliación de los mercados consumidores) eran necesarios para una modernización de la
economía latinoamericana.
A mediados del siglo xix comienza en casi todas partes el asalto a tierras indias, ese proceso
que en algunos casos avanza junto con la expansión de cultivos para el mercado mundial, en
otros casos se da separada de esta. Su primer motor parece ser entonces la mayor agresividad
de sectores a menudo situados a nivel más bajo de los que tradicionalmente dirigentes.
las crisis comerciales (1857-1873) se doblan de crisis financiera junto con la contracción de la
importaciones metropolitanas se da la del crédito y las demás formas de inversión, a esta
nueva dimensión financiera de debe la gravedad de las crisis: hasta 1890 la evolución de los
términos de intercambio favorecían a los productos primarios, y las crisis aceleraban esa
evolución favorable, pero la caída de los precios de esos productos adquiere consecuencias
catastróficas debido a la obligación de pagar deudas en metálico. No importa: las crisis se
superan y el sistema vuelve a funcionar: los estados necesitan ya de el para atender una parte
de sus gastos ordinarios.
Las inversiones por su parte actualizan un esquema de distribución de tareas que viene de
atrás: la comercialización de transporte interoceánico quedan a cargo de sectores extranjeros,
los localmente dominantes se reservan las actividades primarias.
Tras la corrupción, hay una aceptación de la distribución de tareas por parte de las clases altas
locales, que es comprensible: en lo inmediato las inversiones de capitales, beneficiando a
veces desmesuradamente a quienes las hacían, beneficiaba aún más a las clases propietarias
locales, que aumentaban a la vez sus rentas y su capital, multiplicado (sin necesitar una
inversión sustancial) por el proceso de valorización de la tierra.
La fijación de un nuevo pacto colonial que había sido el contenido concreto de la emancipación
de España y Portugal, demorado hasta ahora, va a finalmente producirse. Este nuevo pacto
transforma a Latinoamérica en productor de materias primas para los centros de la economía
industrial, a la vez que de artículos de consumo alimenticio en las áreas metropolitanas, la
hace consumidora de la producción industrial de esas áreas, e insinúa al respecto una
transformación, vinculada en parte con la de la estructura productiva metropolitana: no son ya
solo los artículos de consumo perecedero (textiles) los absolutamente dominantes.
Las nuevas funciones de américa latina en la economía mundial son facilitadas por la adopción
de políticas librecambistas, que viene en rigor de antes pero se afirma ahora en casi todas
partes el libre cambio es un factor e aceleración del proceso que comienza para Latinoamérica
y esa es sin duda la causa última de su popularidad local, que se amplía también gracias a los
nuevos hábitos de consumo de sectores urbanos en expansión , que hace depender de la
importa con a masas humanas cada vez más amplias.
Estos sectores urbanos pueden a menudo impacientarse ante el monopolio político de las
oligarquías exportadoras y en etapas más tardías llegaran a amenazarlo...
Todo este sector nuevo sufre más que los ubicados en sectores sociales más altos con
alternativas de prosperidad y depresión pero debe su existencia misma al nuevo orden
económico y no conoce alternativa válida para él.
Las victimas de ese orden se encuentran sobre todo en sectores rurales. Uno de los elementos
precursores de su aparición fue el comienzo de la expropiación de las comunidades indias, en
las zonas en que estas habían logrado sobrevivir hasta xix. Esa expropiación no lleva
necesariamente a la incorporación de los ex comuneros a nuevas clases de asalariados rurales,
para ello sería necesaria una incorporación plena de las áreas rurales a una economía de
mercado, que está lejos de darse.
El sistema se sostiene en la aceptación solo forzada de la plebe rural, que es la gran derrotada
sin haber casi ofrecido lucha. En casi todas partes los territorios comunitarios y más
generalmente los de agricultura tradicional, ofrecían a la vez tierras y mano de obra para una
explotación ms moderan, y la presión del poder público hacia que esa mano de obra pudiese
muy poco en cuanto a la fijación de su nuevo estatuto. El recurso a la inmigración no siempre
asegura una mejora en la situación del trabajador de la tierra.
Ese crecimiento demográfico comienza a hacerse en casi todas partes muy rápido: aunque más
moderado, se había dado también en la etapa anterior.
El crecimiento del comercio internacional es aún más rápido: en 1880 argentina ha duplicado
las exportaciones del virreinato del rio de la plata.
El aumento se concentra en las zonas marginales del antiguo imperio, no es extraño que se
acompañe de una caída de la importancia relativa de las exportaciones de metales preciosos
de oro y plata. La expansión, es el fruto de un conjunto de booms productivos, algunos de los
cuales son de incidencia solo local, mientras otros afectan a más de una región
latinoamericana.
La construcción de ferrocarriles, si escapa casi a la inversión privada local, tampoco corre por
entero a cargo de la extranjera. En esta etapa el papel de las inversiones públicas es muy
grande: el estado construye la mayor parte de los ferrocarriles peruanos y chilenos y una
porción importante de los argentinos.
El aporte de las inversiones extranjeras es menor de lo que suele suponerse, en parte debido al
bajo rendimiento de las ferroviarias. Otros elementos contrarrestan el estímulo negativo de
este: el tendido de la red asegura un mercado para la industria metalúrgica y las exportaciones
de combustible del país inversor.
Gracias a todo ello, la influencia británica se mantiene dominante, pese a que otros países
aumentan con ritmo más rápido sus relaciones comerciales con Latinoamérica. La tentativa
francesa de afirmar su hegemonía sobre el norte de américa latina se apoya en la efímera
ausencia de usa como factor importante de equilibrio de poderes extraños que gravitan en al.
Pero terminada la guerra civil, usa recupera una política latinoamericana coherente, que con el
tiempo se hará cada vez más decidida.
Pero Inglaterra trata de custodiar (con presiones directas) intereses privados que conocen ya
admirablemente de qué modo es posible asegurarse apoyos locales. Solo cuando (luego de
1929) la decadencia del poder económico de la metrópoli haga imposible mantener la relación
que se consolida en esta etapa, descubrirán argentina o Brasil que han tenido que soportar un
imperialismo británico.
La renuncia a ambos objetivos políticos era una de las razones de fuerza de la potencia
hegemónica; la Inglaterra victoriana, que se presentaba en al despojada de cualquier actitud
misionera, contaba con la adhesión de todos cuanto aceptaban los rasgos esenciales de la
modernización en curso.
En la primera etapa de afirmación de un orden nuevo abundan las luchas, hay sobradas causas
internas para ello y algunas causas exteriores. Aparece Francia, y España. Francia imperial
espera contar con una aliada: la iglesia.
Las ideologías liberales están ganando prestigio creciente y los sectores tradicionalistas están
educados en un regalismo más extremo que en Europa, y donde el clero siempre vivió
sometido a una tutela del poder civil que la revolución hizo sentir de manera nueva
(intensifico) al cargar de sentido político un nexo que antes era sobre todo administrativo.
Pero las iglesias locales habían salido en casi toda partes muy debilitadas de la etapa
revolucionaria, la reconstrucción del organismo eclesiástico se hacía frecuentemente apelando
a sacerdotes europeos. La iglesia muestra una audacia nueva en momentos ñeque la actitud
dominante de al hacia ella es cada vez más reticente.
La nueva iglesia si tiene una organización más vigorosa, no siempre conserva esa adhesión
popular en la que reside lo esencial de su fuerza política.
La iglesia cumple mejor que antes su papel de núcleo de resistencia conservadora y es un nexo
esencial entre esta y las fuerzas políticas y financieras europeas, que contribuyeron a ampliar
el conflicto.
El contacto creciente con la nueva cultura metropolitana era el que comenzaba a mostrar a las
elites criollas que era posible dejar de ser cristiano. Este descubrimiento no fue acompañado
necesariamente de la adopción de un anticlericalismo militante, significo sin embargo una
independencia nueva de los sectores gobernantes frente a la iglesia.
Cada vez menos segura del apoyo del poder político y de las elites sociales e intelectuales, la
iglesia adoptaba una actitud más combativa, pero gracias a ella podía ir descubriendo otros
aspectos negativos de la herencia colonial.
En el orden colonial la iglesia tenía una situación privilegiada, en cuanto (siendo uno de los
elementos esenciales del sistema de gobierno) era el único con el cual los amplios sectores
postergados por ese sistema sentían alguna identificación.
La ampliación de la vida política por participación de los sectores nuevos es muy limitada: en
casi todas partes los que dominan la economía conservan hasta 1880 y aún más allá el poder
político. La renovación política termina entonces por reducirse a un proceso interno a los
sectores dirigentes, ellos mismos escasamente renovados en su reclutamiento.
las resistencias se explican por el modo en que el programa empieza a difundirse: sus
primeros adeptos los gano en sectores muy marginales dentro de las elites urbanas, no tiene
nada de incomprensible entonces que su pretensión de conquistar el poder y dirigir la etapa
que se avecina sea recibida con alarma por los dueños del poder económico y social.