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R o bert D . K a p u n
El retorno de la Antigüedad
La política de los guerreros
k
E d icio n es E
El bando que sabe cuándo combatir y
cuándo no hacerlo se alzará con la victoria.
Existen caminos que no hay que transitar,
ejércitos a los que no hay que atacar y ciuda
des amuralladas que no hay que asaltar.
Su n Z i
M a q u ia v é l o
Robert D . K aplan
El retorno de la Antigüedad
La política de los guerreros
A G R A D E C IM IE N T O S ............................................................ 17
P R E F A C IO .................................................................................. 23
I. N O E X IST E U N M U N D O « M O D E R N O » ............... 29
Cuando las crisis futuras lleguen en grandes
oleadas, nuestros líderes comprenderán que el
mundo no es «moderno» ni «postmoderno»,
sino una mera continuación del antiguo: un
mundo que, a pesar de su tecnología, los mejo
res filósofos chinos, griegos y romanos ha
brían comprendido y por el que habrían sabi
do cómo navegar.
III. L A G U E R R A P Ú N IC A D E T IT O L IV IO .................. 61
Aníbal contra Roma, de Tito Livio, ofrece
imágenes ortodoxas de virtud patriótica y en
señanzas inestimables sobre nuestro tiempo.
Tito Livio, el observador objetivo por excelen
cia, propone ideas atemporales acerca de las
pasiones y la motivación humanas y demuestra
que el vigor para enfrentarnos a nuestros ad
versarios debe emanar en el fondo del orgullo
por nuestro pasado y sus logros. «N o importa
—escribe Livio— que califiquen tu prudencia
de timidez, tu sabiduría de pereza, tu estrategia
de debilidad; es preferible que un enemigo sa
bio te tema a que los amigos necios te elogien.»
IV. S U N Z I Y T U C ÍD ID E S .................................................... 75
Es discutible que exista una obra filosófica en
la que el conocimiento y la experiencia estén tan
cáusticamente condensados como en E l arte de
la guerra de Sun Zi. Si la moral de Churchill se
resume en su testarudez y la de Tito Livio en
su virtud patriótica, entonces la moral de Sun
Zi es el honor del guerrero. Un líder virtuoso
es «el que avanza sin pensar en adquirir fama
personal y retrocede a pesar de determinado
castigo». La Historia de la guerra del Pelopo
neso de Tucídides introdujo el pragmatismo en
el discurso político. La idea de que el interés
propio genera esfuerzo y éste posibilidades
convierte su historia de hace 2.400 años en un
arma contra el fatalismo.
V. L A V IR T U D M A Q U IA V É LIC A .................................. 93
Para Maquiavelo, una política se define no por
su excelencia, sino por su resultado: si no es
efectiva, no puede ser virtuosa. Los líderes mo
dernos pueden aprender a obtener resultados
aplicando el concepto de virtud maquiavélica.
«Puesto que uno debe partir de la situación ac
tual —escribe Maquiavelo—, sólo puede traba
jar con el material del que dispone.» Curtido
por su experiencia de gobierno, Maquiavelo
cree en la virtud pagana: despiadada y prag
mática, pero de ningún modo amoral. «Todos
los profetas armados triunfan —escribe—
mientras que los desarmados fracasan.»
IX. E L M U N D O D E A Q U IL E S: SO L D A D O S
A N T IG U O S, G U E R R E R O S M O D E R N O S ........... 177
La guerra será cada vez menos convencional
y declarada, y se dirimirá más dentro de los
estados que entre ellos. Siempre ha habido
guerreros que, en palabras de Homero, «en su
ánimo anhelan el combate», pero el desmoro
namiento de los imperios de la guerra fría y el
trastorno que éste ocasionó —^junto con el
avance de la tecnología y la urbanización de
las zonas más deprimidas— ha provocado la
división de familias y la reanudación de cultos
y vínculos de sangre. La consecuencia es el
nacimiento de una nueva clase de guerrero,
más cruel que nunca y mejor armado. Derro
tar a los guerreros dependerá de la velocidad
de reacción de Estados Unidos, no del dere
cho internacional.
X. L A C H IN A D E L O S R E IN O S G U E R R E R O S Y LA
A U T O R ID A D G L O B A L ............................................. 201
Las ciudades-estado sumerias del tercer mile
nio a.C. en Mesopotamia, el antiguo Imperio
de los Maurya del siglo rv a.C. en la India y el
antiguo Imperio Han del siglo II a.C. en China
son ejemplos de sistemas políticos en los que
territorios diversos y remotos estuvieron vin
culados por medio de alianzas comerciales y
políticas. También hoy, en un progresivo clima
de comercio global, la aparición de algún tipo
de autoridad mundial dispersa es probable
mente inevitable, a menos que se produzca una
gran guerra entre dos o más grandes potencias,
como Estados Unidos y China. Pero incluso
esa unidad tan sutil requerirá el principio orga
nizador de una gran potencia.
X I. T IB E R IO ........................................................................... 221
Los ejemplos del pasado reflejan mejor el ver
dadero valor y la libertad de pensamiento. El
gran liderazgo convivirá siempre con el mis
terio del personaje que lo encarna; no hay
más que considerar el caso del denostado em
perador romano Tiberio. En la primera mitad
de su mandato. Tiberio conservó las institu
ciones y las fronteras imperiales de su prede
cesor, Augusto, estabilizándolas al mismo
tiempo lo suficiente como para se soportaran
los excesos de sucesores como Calígula. Fun
dó pocas ciudades, anexionó pocos territorios
y no atendió los caprichos del pueblo; sin em
bargo, fortaleció los territorios que Roma ya
poseía añadiendo bases militares y combinó
la diplomacia con la amenaza de la fuerza
para preservar una paz que era favorable a
Roma. A diferencia de Churchill o Pericles,
Tiberio no es un modelo inspirador. Pero, en
lo que se refiere a sus puntos fuertes, puede
constituir un modelo excelente.
B IB L IO G R A F ÍA E S C O G I D A ............................................... 229
AGRADECIMIENTOS
— 17 —
Foundation, leyó borradores y aportó ideas y sugeren
cias detalladas sobre lecturas complementarias. Adam
Garfinkle, director de The National Interest, accedió a
publicar un extracto del original antes de su publicación.
Owen Harries, director honorario de The National In
terest, me estimuló en el tema del determinismo. Anasta
sia Bakolas, graduada en relaciones internacionales por la
Universidad de Columbia y lectora de griego antiguo,
hizo lo propio respecto a Tucídides. También recibí ayuda
de Robert Berlin, Eric Cohen, Carl Coon, Corby Kum-
mer, Ernest Latham, Toby Lester, Alan Luxenberg, P alph
Peters, Harvey Sicherman y Nikolai Slywka.
Devon Cross, presidenta del Donor’s Forum on In
ternational Affairs, me proporcionó una ayuda econó
mica fundamental en los principios de mi carrera, que
me permitió escribir mis primeros libros sobre Etiopía y
los Balcanes. Entonces no pude agradecérselo por escri
to y aprovecho ahora la ocasión para hacerlo.
Al igual que con mis anteriores libros, a lo largo de
más de una década, mi agente literario. Cari D. Brandt,
fue un estratega y amigo. Jo y de Menil, mi editora en
Random House, se reveló como una asesora serena y to
lerante además de especialista en libros. Jason Epstein,
de Random House, aportó extensas notas que fueron de
gran ayuda. Marianne Merola, de Brandt & Hochman,
ha coordinado magistralmente las traducciones a len
guas extranjeras de mis libros y artículos durante años.
Lo más importante: este proyecto sencillamente no
habría sido posible sin el generoso apoyo económico de
la New America Foundation en Washington, D .C. Ted
Halstead, su presidente y director ejecutivo, me propor
cionó una base institucional de la que no había disfruta
do anteriormente, al mismo tiempo que me permitió tra
18-
bajar en casa, en el oeste de Massachusetts. Es un joven
visionario, que no se deja intimidar por la controversia.
Doy las gracias también a Steve Clemons, James Fallows,
Hannah Fischer, Jill Gravender, Sherle Schwenninger,
Gordon Silverstein y al resto de la directiva, personal, so
cios e internos de New America.
— 19 —
El verdadero tesoro del hombre es el te
soro de sus errores, apilados piedra sobre
piedra durante miles de años. [...] Romper la
continuidad con el pasado, querer empezar
de nuevo, denigrar al hombre y plagiar al
orangután. Fue un francés, Dupont-White,
quien alrededor de 1860 se atrevió a excla
mar; «L a continuidad es un derecho del
hombre; es un homenaje a todo aquello que
lo distingue de la bestia.»
J o sé O rtega y G a sset,
Historia como sistema, 1941
PREFACIO
— 23 —
sempeñado cargos oficiales. Carezco de todas esas expe
riencias útiles. La perspectiva que ofrezco se basa en un
tipo de formación distinto: el de un cuarto de siglo como
reportero en el extranjero. Fue el impacto de presenciar
directamente guerras, agitación política y pobreza en el
tercer mundo lo que dirigió mi atención hacia ios clási
cos de la filosofía y la política, con la esperanza de en
contrar justificación para los horrores que veían mis
ojos. Los libros que más me atraían eran los que, de una
u otra forma, me ayudaban a comprender mis propias
experiencias sobre el terreno. Los siete años que pasé en
Crecia y los extensos viajes a Sicilia y Túnez me pusie
ron en estrecho contacto con Historia, de la guerra del
Peloponeso, de Tucídides, y con Aníbal contra Roma, de
Tito Livio. Lstos libros me proporcionaron una nueva
perspectiva sobre mi propio tiempo y los lugares en los
que trabajaba.
N o puedo aspirar a igualar la erudición de aquellos
que han dedicado toda su vida al estudio de las grandes
obras. Un profano que se enfrenta a los clásicos podría
compararse con un viajero durante sus primeros días
en un país desconocido: hay cosas que interpretará
erróneamente, pero también detectará otras que los re
sidentes han dejado de observar desde hace tiempo. Sir
Richard Francis Burton, explorador del siglo xix, es
cribe:
— 24 —
mientos. [...] Ei hombre que ha habitado un montón
de años en un lugar ha olvidado todas las sensaciones
con las que lo vio por primera vez, y si escribe sobre
él, io hace para sí y para sus viejos compañeros, no
para el público. El dibujante que actúe como pro
pongo cometerá, sin duda, algún que otro error. [...]
Pero, en general, el gouache será verídico y gráfico.'
— 25 —
pecto a temas de los que uno posee una experiencia pe
riodística de primera mano.
De hecho, en el ensayo que sigue a continuación no
dejo de ser periodista: presento un informe sobre los clá
sicos y las opiniones de estudiosos contemporáneos, in
tegrándolos en un artículo como haría cualquier perio
dista con el material dispar con que cuenta.
N o soy optimista ni idealista. Los estadounidenses
pueden permitirse el optimismo en parte porque sus
instituciones, entre ellas la Constitución, fueron con
cebidas por hombres que pensaban trágicamente. A n
tes de que el primer presidente jurase el cargo ya se
habían establecido las reglas de la censura. James M a
dison escribió en el número 51 de The Federalist que
los hombres están tan lejos de la redención que la úni
ca solución consiste en comparar unas ambiciones con
otras y unos intereses con otros: «Si los hombres fue
sen ángeles, no sería necesario ningún gobierno.» La
separación de poderes estadounindense se basa en ese
severo enfoque de la conducta humana. La Revolución
francesa, por el contrario, comenzó con una fe ilimita
da en el sentido común de las masas —y en la capacidad
de los intelectuales para obtener buenos resultados— y
terminó con la guillotina.
Los fundadores de la nación estadounidense eran pe
simistas constructivos hasta el punto de preocuparse
constantemente por lo que podía torcerse en las rela
ciones humanas. Así como es función del escritor inspi
rar, también puede serlo molestar, decir aquello que su
público potencial preferiría no oír. También la política
exterior suele concebirse a la luz de guiones pesimistas.
Así, mi pesimismo y mi escepticismo pueden estar rela
cionados. Porque las dificultades de los estadistas en el
— 26 —
nuevo siglo no emanarán de las muchas cosas que irán
bien en las relaciones internacionales, y que los huma
nistas celebrarán debidamente, sino de las cuestiones
más oscuras de esta época.
N o obstante, toda discusión acerca del nuevo siglo
debe empezar por el viejo.
— 27 —
NO EXISTE UN MUNDO «MODERNO»
— 29 —
Puede que el siglo xx sea un mal consejero para el
XXI,pero sólo los necios lo dejarían de lado, sobre todo
porque ahora los movimientos populistas impregnan el
mundo, provocando desorden y exigiendo una transfor
mación política y económica. Asia es una causa de preo
cupación específica. India, Pakistán, China y otras po
tencias emergentes laten con nuevas tecnologías, ardor
nacionalista y fuerzas desintegradoras internas. Recor
demos las palabras de Alexander Hamilton:
— 30 —
por mencionar sólo algunos lugares en los que grupos re
ligiosos y étnicos, predominantemente obreros e inspira
dos por la democratización, usan la tecnología de las co
municaciones modernas para causar agitación.
El fervor populista es alimentado por tensiones so
ciales y económicas, a menudo agravadas por el creci
miento demográfico y la escasez de recursos en un pla
neta cada vez más urbanizado. En las próximas décadas,
2.000 o 3.000 millones de personas más vivirán en las
vastas y empobrecidas ciudades del mundo en vías de
desarrollo.
El capitalismo global contribuirá a este peligro,
aplastando tradiciones y engendrando dinámicamente
otras nuevas. Las ventajas del capitalismo no se d i s t r i - ^
buyen de forma equitativa, de suerte que cuanto más
dinámica es la expansión capitalista, más desigual es la
distribución de riqueza que de ella suele derivarse.*
Así, dos clases dinámicas surgirán durante la globaliza
ción: los nuevos ricos emprendedores y, de un modo
más inquietante, el nuevo subproletariado, los miles de
millones de trabajadores pobres, recientemente llega
dos del campo, que habitarán los asentamientos en ex
pansión que rodean las grandes ciudades de África, Eu-
rasia y América del Sur.
i Se calcula que el acceso a Internet a través de orde
nadores y teléfonos móviles aumentará desde el actual
— 31 —
2,5% de la población mundial hasta un 30% en el año
2010; pero del 70% del mundo que seguirá sin estar co
nectado para entonces, aproximadamente la mitad no
habrá hecho nunca una llamada telefónica.* Las dispari
dades serán enormes, mientras que el terrorismo que
emana de tales disparidades gozará de unos recursos tec
nológicos sin precedentes.
La propagación de información no necesariamente
favorecerá la estabilidad. La invención de los tipos mó
viles por parte de Johannes Gutenberg, a mediados del
siglo XV, no sólo condujo a la Reforma sino también a las
guerras religiosas posteriores, por cuanto la repentina
proliferación de textos suscitó controversias doctrínales
y despertó agravios largo tiempo olvidados. La propaga- T/
ción de información en las próximas décadas conducirá
no sólo a nuevos pactos sociales, sino también a nuevas
divisiones a medida que la gente descubra cuestiones
nuevas y complejas sobre las que disentir.
Me fijo en el lado oscuro de cada acontecimiento no
porque el futuro tenga que ser necesariamente malo,
sino porque es así como se han producido siempre las
crisis de la política exterior.
— 32 —
tica lo que ha desencadenado a menudo la violencia que
las sociedades liberales aborrecen. N o hay nada más vo- '•
luble y más necesitado de una dirección disciplinada e
ilustrada que las vastas poblaciones de obreros mal pa
gados, subempleados y deficientemente educados que
están divididos por etnias y creencias.
La pacificación, en particular, resultará cada vez
más difícil. Esto se debe a que las conversaciones de
paz exitosas requieren la centralización del poder. Sólo
los gobernantes fuertes pueden justificar los cambios
de postura históricos necesarios para la paz, a menudo
con la ayuda de medios de comunicación dóciles y una
oposición mínima. Sin las herramientas de la dictadura,
Anuar el-Sadat de Egipto y el rey Hussein de Jordania
no habrían podido firmar la paz con Israel. La demo
cratización es un proceso largo y accidentado: generará
gobernantes débiles y vacilantes antes de generar orga
nizaciones estables. H ay quien dice que sólo cuando el
rmlñdoi^áíube se democratice firmará la paz con Israel;
no necesariamente. La liberalización en lugares como
Egipto y Siria puede desencadenar fuerzas extremistas
que, a corto plazo, desestabilizarán todavía más Orien
te Próximo.
Los políticos occidentales creen que es posible de
rrotar a los dictadores simplemente quitándolos de en
medio. Jacob Burckhardt, historiador suizo del siglo
XIX, escribe: «C om o los malos médicos, pensaban que
curarían la enfermedad eliminando los síntomas y se
imaginaban que, si se daba muerte al tirano, la libertad
rendía por sí sola.»* En los años noventa, los gobiernos
•3 3 —
occidentales exigieron elecciones en todo el mundo en
vías de desarrollo, a menudo en lugares con altos índi
ces de analfabetismo, instituciones frágiles y feroces
disputas étnicas. Los dictadores fueron reemplazados
por primeros ministros electos. Pero dado que los pro
pios dictadores eran manifestaciones de un desarrollo
social y económico deficiente, su destitución permitió
con frecuencia que se perpetuaran los mismos vicios
Sajo el disfraz democrático; como por ejemplo en Pa
kistán y Costa de Marfil, dos grandes estados de van
guardia en el sur de Asia y África occidental, respecti
vamente, donde los líderes electos robaron enormes
sumas y enfrentaron a las distintas etnias entre sí, has
ta que a finales de los noventa los militares de ambos
países dieron sendos golpes de estado, que la pobla
ción local recibió con palpable alivio.* Naturalmente,
el gobierno militar no solucionó nada y la agitación
continuó.
Aun cuando Occidente interviene y se hace cargo de
la administración local, como en Kosovo y Haití, facto
res culturales e históricos insolubles pueden impedir la
estabilidad. El último día del siglo xx, seis meses des
pués de que el presidente estadounidense Bill Clinton y
el primer ministro británico Tony Blair hubiesen de
clarado la victoria en Kosovo, Bernard Kouchner, el ad
ministrador de las Naciones Unidas en aquel país, di
jo que la reconciliación étnica entre serbios cristianos
ortodoxos y albanos musulmanes seguía siendo un ob
jetivo remoto. «N o se puede cambiar la mentalidad y el
corazón de una persona al cabo de siglos de dificulta-
— 34 —
des, luchas y odios en cuestión de semanas o meses. N o
es posible.»*
N o sólo hay que evitar dar por sentados la reconci
liación étnica y el triunfo de la democracia liberal, sino
también el sistema actual de naciones-estado. La época
postcolonial se encuentra sólo en las primeras fases de
desintegración. El residuo de los imperios europeos en
África y el subcontinente asiático todavía proporciona
una división de territorios algo estable. Sólo en zonas
marginales como Somalia y Sierra Leona ese sistema se
ha descompuesto. En la próxima década, puede derrum
barse en sociedades mucho más extensas, populosas y
urbanizadas, como por ejemplo Nigeria y Pakistán, don
de los episodios de intervención serán particularmente
problemáticos.
El espectacular crecimiento de las ciudades en las úl
timas décadas incrementa la posibilidad de que, en el
nuevo siglo, vastas metrópolis, con sus tierras adyacen
tes y poblaciones leales, eclipsen a las naciones en im
portancia política. Estados U nidos es cada vez más un
conglomerado de ciudades-estado que compiten pacífi
camente. Un 85% de los habitantes de Arizona reside en
el gran corredor urbano Tucson-Phoenix, y se calcula
que en 2050 lo hará el 98%.® El noroeste del Pacífico se
está convirtiendo en una sola comunidad urbana situa
da a lo largo de la carretera interestatal 5 desde Eugene
(Oregón) hasta Vancouver (Columbia Británica), lo que
difumina cada vez más la frontera entre Estados Unidos
y Canadá. En otras partes del mundo, un número sig-
— 35 —
nificativo de ciudades-estado emergentes —São Paulo,
Bogotá, M oscú, Kíev, Bakú y Kunming, en el sur de
China—, todas ellas rodeadas por regiones débiles y
anárquicas, pueden ser controladas por oligarcas finan
cieros y militares, algunos de ellos instruidos y otros
criminales. En esos principados neomedievales provis
tos de nuevas tecnologías, el dinero podrá dar la victoria
en las elecciones y los cuerpos militares y de seguridad
influirán en la política en un grado mucho más elevado y
sutil que hoy en día.
En las partes más ricas del mundo, donde existe el
imperio de la ley, no está claro si esas entidades políticas
emergentes necesitarán gobiernos: algunas de ellas po
drán sobrevivir de ágiles sucursales ejecutivas que sumi
nistren unos pocos servicios esenciales al mismo tiempo
que instituciones globales cada vez más robustas asumen
otras responsabilidades burocráticas.
Las ciudades siempre han vivido más allá del bien y
del mal, en esplendor y fealdad, creatividad y terror, con
ideas y dispositivos nuevos: lugares para experimentar
en vez de juzgar. Imagínese las multitudes que vivirán en
ciudades-estado opulentas dentro de unos años: felices
en sus colmenas de hormigón, subsistiendo de cine, tele
visión e Internet, pasando de una moda a la siguiente,
condicionadas por las opiniones de los demás a través de
unos medios electrónicos en continua expansión hasta el
punto de poner en peligro su personalidad, aunque se
empeñen en proclamar lo contrario.’
— 36 —
Sólo las masas islámicas han cuestionado seriamente
el estado moral de las ciudades de nuestro tiempo. El
fundamentalismo islámico presta apoyo moral y psico
lógico a los millones de campesinos que han emigrado a
las ciudades de Oriente Próximo, el sur de Asia e Indo
nesia, en cuyos humildes suburbios ven atacados sus va
lores al mismo tiempo que los abastecimientos de agua y
otros servicios se averian. Así, mientras nuestras elites
hablan sobre la globalización como antiguamente sobre
el marxismo, surge una nueva lucha de clases vinculada a
la religión y las tensiones de la vida urbana en el tercer
mundo.
El siglo XX fue el último de la historia en que la hu
manidad era mayoritariamente rural." Los campos de
batalla del futuro serán terrenos urbanos muy comple
jos. Si los soldados norteamericanos no saben luchar y
matar de cerca, la condición de superpotência de Esta
dos Unidos queda en entredicho.
— 37 —
de Estados Unidos garantiza que esos nuevos adversa
rios no lucharán según los conceptos occidentales de
t justicia: nos atacarán por sorpresa, asimétricamente, en
nuestros puntos más vulnerables, como han hecho a me
nudo en el pasado.
/ / La asimetría concede a terroristas y criminales infor
máticos su fuerza, por cuanto esos adversarios actúan
fuera de las normas y sistemas de valores aceptados in
ternacionalmente en un plano en que la atrocidad es una
forma legítima de guerra.^'Las enormes dimensiones á t / /
las instituciones democráticas estadounindense hacen que
la planificación militar y la obtención de armas resulten
aparatosas y que haya que dar cuenta de ellas públicamen
te. Los futuros adversarios de Estados Unidos no estarán
sometidos a tales restricciones. Sus operaciones serán rá
pidas y sencillas, no dejarán huellas documentales ni se
someterán a supervisión pública; ésa será su ventaja. Los
dictadores insensatos, como Saddam Hussein, que li
bran guerras convencionales contra Estados Unidos son
excepciones históricas: es más probable una versión quí
mica y biológica de Pearl Harbor.
Los grupos terroristas tendrán cada vez más acceso a
las armas biológicas. Aun en el caso de que tales armas
continuasen en manos de los estados, tal vez no bastaría
con la diplomacia para neutralizarlas, por cuanto for
man parte de una revolución tecnológica progresiva e
imparable. De hecho, la aceleración de la tecnología
científica en genética, biología, química, óptica e infor
mática abre nuevos e inmensos horizontes a la produc
ción incontrolada de armas.
— 38 —
H ay que pensar también que nos hallamos al borde
de un nuevo e importante desarrollo en materia de ex
ploración espacial y despliegue de satélites. Según cier
tas estimaciones, un 20% de la economía estadouni
dense podría destinarse a actividades relacionadas con
el espacio en el año 2025, con programadores de soft
ware, ingenieros y otros trabajadores cualificados pro
cedentes de todos los rincones del mundo (sobre todo
del subcontinente indio) que desarrollarían y gestiona
rían esas nuevas tecnologías para multinacionales im
plantadas en Estados U n id o s." La difusión de ese po
der a consejos privados puede desencadenar nuevos
males todavía sin nombre; recuerde que los términos
«fascism o», «totalitarismo» y «nazismo» no fueron de
uso corriente hasta las décadas tercera y cuarta del siglo
pasado.
Por otra parte, ia tecnología podría magnificar el po
der de los propios estados, otro factor temible dada la
experiencia estadounidense de los últimos cien años.
Por ejemplo, un estado malévolo podría emplear nuevas
tecnologías para librar una guerra no declarada contra
Estados Unidos, mediante el uso estratégico de bandas
terroristas y criminales, manipulando al mismo tiempo
un poderoso medio de comunicación global para escon
der sus intenciones.
Por supuesto que las nuevas tecnologías aportarán
un montón de avances beneficiosos, pero ésa es otra ra
zón para que los líderes militares y civiles de Estados
Unidos sean prudentes. El optimismo científico de co
mienzos del siglo XX propició que los europeos no estu-
— 39 —
viesen preparados para las calamidades que pronto les
llegarían. Los nuevos ingenios brindarán nuevas oportu
nidades, como siempre han hecho, a la maldad humana.
A diferencia de una espada o un hacha, que actúa como
una prolongación del brazo humano, la máquina no tie
ne relación alguna con el cuerpo; de este modo se rompe
para siempre el vínculo emocional entre un acto violento
y su autor, lo que amplía considerablemente la esfera de
la perversidad impersonal. Piense en el rifle de asalto,
una máquina que convierte la energía calorífica en ener
gía cinética. Ésa es otra de las enseñanzas del siglo xx:
el vínculo —cuando no estamos alerta— entre acelera
ción tecnológica y barbarie.
Hasta ahora tan sólo he mencionado fuerzas motri
ces: tendencias que ya son visibles (la expansión de po
blaciones, ciudades, capitalismo, tecnología, división de
clases según el nivel de ingresos, etc.). Pero habrá tam
bién golpes de refilón: acontecimientos que nos llegan
por sorpresa, como hizo el sida en los años ochenta."
Las catástrofes naturales, como inundaciones y terremo
tos, que desestabilizan los sistemas políticos frágiles,
pueden constituir uno de esos golpes de refilón; la clo
nación de seres humanos diseñados genéticamente con
fines militares por parte de una potencia en alza como
China puede ser otro. Luego está el calentamiento del
planeta, que podría resultar tanto una fuerza motriz
como un golpe de refilón al precipitar catástrofes natu
rales y reacciones políticas extremistas a ellas.
— 40 —
La palabra «moderno» sugiere un deseo de separar
nuestra vida y nuestro tiempo del pasado." Las ideas, la
política, la arquitectura o la música modernas no impli
can una prolongación del pasado ni una reacción contra
él, sino su rechazo. El término es por tanto una celebra
ción del progreso. N o obstante, cuanto más modernos
seamos nosotros y nuestras tecnologías, más mecaniza
das y abstractas serán nuestras vidas, más probabilidades
habrá de que nuestros instintos se rebelen y más astutos y
taimados nos volveremos, aunque sea de manera sutil.
Las comunicaciones electrónicas, al permitirnos evi
tar los encuentros cara a cara, hacen que resulte más fácil
cometer crueldades, por cuanto accedemos a un campo
abstracto de pura estrategia y engaño que comporta po
cos riesgos psicológicos. Auschwitz fue posible en parte
porque la nueva tecnología industrial distanció a los ge
nocidas alemanes de sus actos. Un ejecutivo de una em
presa líder en Internet me dijo que los juegos de poder
corporativo más brutales — en los que se recortan depar
tamentos enteros al mismo tiempo que se oculta a cada
equipo lo que sucede a los demás— se dan en empresas
en las que las comunicaciones electrónicas han sustitui
do las relaciones cara a cara.
También la meritocracia alimenta la agresividad, por
que concede a millones de personas nuevas oportunidades
de dar salida a sus ambiciones, enzarzándose en una com
petencia desesperada con ios demás. Lo vemos claramente
en el trabajo y en los más altos niveles de los negocios, el
Gobierno y los medios de comunicación. En consecuencia,
— 41 —
esperar que las relaciones futuras entre estados y otros gru
pos políticos serán más armoniosas o más sensatas gracias a
los adelantos tecnológicos parece una postura poco realista.
En aquellas sociedades que no puedan competir tec
nológicamente, existe la posibilidad de que muchos varo
nes jóvenes, en calidad de guerreros, violen y saqueen casi
de un modo ritual, vistiendo insignias tribales en vez de
uniformes, como los paramilitares serbios y albaneses, los
milicianos indonesios, los guerrilleros musulmanes de
Cachemira, los bandidos chechenos y los soldados rusos.
Por supuesto que lugares como Rusia y Serbia pueden re
cuperarse política y económicamente, y que sus jóvenes
pueden llegar a ser trabajadores diligentes. Esos lugares
arruinados no formarán jamás una mayoría de países sino
que seguirán constituyendo una minoría periódicamente
cambiante, suficiente para provocar inestabilidad regional
y crisis constantes que los estadistas deben afrontar.
El tópico mediático de la aldea global confiere presti
gio a los propios medios que lo emplean, como por ejem
plo la C N N . Pero los estadistas deben intentar resolver
verdades difíciles, no tópicos. Conflicto y comunidad son
factores inherentes a la condición humana. En tanto que
el Occidente postindustrial pretende negar la persisten
cia de conflicto, África, Ásia, el subcontinente indio y el
Cáucaso, entre otros lugares, ponen a prueba su supervi
vencia mientras grupos étnicos y religiosos tratan de so
meter a sus rivales y crear sus propios dominios derriban
do las elites existentes."
— 42 —
Creer que existen soluciones a la mayoría de los pro
blemas internacionales es tener un conocimiento super
ficial de la historia. A menudo no hay soluciones, tan
sólo confusión y decisiones insatisfactorias.
Por eso, cuando el general George Marshall —el artí
fice de la victoria militar estadounidense en la Segunda
Guerra Mundial y de la reconstrucción de la Europa de
postguerra— llegó a ser el jefe de la Academia de Infan
tería de Fort Benning (Georgia), en 1927, rechazó el re
glamento y el énfasis que éste ponía en las «soluciones»
y lo sustituyó por «ejercicios realistas» que inculcaran
a los oficiales «iniciativa» y «criterio»." El manual de
los presidentes y secretarios de Estado de mañana de
bería reflejar la sabiduría de Marshall en Fort Benning.
Marshall dudaba.
— 43 —
Éste no es un ensayo sobre qué pensar sino sobre
cómo pensar. N o escribo de política específica sino de
política como una consecuencia de la reflexión, no del
sentimiento. Los políticos experimentados como Mar-
shall no se guiaron por la compasión sino por la nece
sidad y el interés propio. El Plan Marshall no fue un
regalo para Europa sino un esfuerzo para contener la
expansión soviética; cuando la necesidad y el interés
propio se calculan debidamente, la historia califica ese
pensamiento de heroico.
En opinión de Marshall, un oficial elegante y reserva
do a quien muy pocos se atrevían a llamar por su nombre
de pila, el heroísmo era consecuencia del criterio sereno,
que se alcanzaba sobre la base de una información inade
cuada: en un campo de batalla real, la información sobre
el enemigo es siempre incompleta; para cuando se sabe lo
suficiente, ya es demasiado tarde para hacer nada.
Las crisis de la política exterior son como las batallas.
La política interior tiende a basarse en estudios estadísti
cos y negociaciones prolongadas entre los poderes eje
cutivo y legislativo, pero la política exterior depende
con frecuencia de la pura intuición para comprender
los acontecimientos, a menudo rápidos y violentos, que
ocurren en el extranjero, complicados por las diferencias
culturales. En un mundo en que la democracia y la tec
nología avanzan más deprisa que las instituciones nece
sarias para sostenerlas —mientras los propios estados se
desgastan y son transformados por la era de la urbaniza
ción y la información hasta resultar irreconocibles— la
política exterior será el arte, más que la ciencia, de la ges
tión de la crisis permanente.
A medida que las crisis futuras lleguen en oleadas,
nuestros líderes se darán cuenta de que el mundo no es
— 44 —
moderno ni postmoderno, sino simplemente una conti
nuación del antiguo: un mundo que, a pesar de sus tec
nologías, los mejores filósofos chinos, griegos y roma
nos habrían podido comprender. También lo harían
quienes, como el general Marshall, manifiestan la anti
gua tradición del escepticismo y el realismo constructi
vo. Pero escepticismo y realismo son categorías dema
siado amplias como para constituir una guía útil para
estadistas.
A fin de cuentas, Winston Churchill y Neville Cham
berlain fueron realistas y calcularon posibilidades y con
secuencias basándose en la experiencia y los intereses
propios del pasado. El respeto de Churchill por restable
cer el equilibrio de poder europeo a favor de Inglaterra no
requiere mayores comentarios. Pero también los con
temporizadores fueron pragmáticos. El rearme de Ale
mania era normal desde un punto de vista histórico, y a
mediados de los años treinta Hitler podía ser considerado
simplemente como otro dictador despreciable con el que
Occidente tendría que vérselas y no como el maníaco
que se revela en Mi lucha, especialmente cuando, dos dé
cadas antes, 8,5 millones de hombres habían muerto en
una guerra, producto del error de cálculo y la confusión,
que no aportó beneficios demostrables. Al contrario:
produjo un desastre. Por otro lado, Stalin ya se había sig
nificado como un genocida, mientras que Hitler (por lo
menos antes del comienzo de la Segunda Guerra Mun
dial) todavía no. Para los contemporizadores, permitir
una Alemania rearmada para vigilar a la Rusia soviética
parecía una actitud perfectamente razonable.
Pero eso no impidió a Churchill tratar no sólo de con
tener a Hitler sino también, en último término, de ani
quilarlo. Y tampoco le impidió temer más a Alemania que
— 45 —
a la Rusia soviética, aun cuando había sido el propio
Churchill quien, siendo ministro de la Guerra, entre 1919
y 1921, encabezó los esfuerzos occidentales por derribar a
los bolcheviques en la guerra civil que siguió a la Revolu
ción de Octubre. De hecho, Churchill —que buscó una
alianza con Stalin contra Hitler— había sido siempre el
más anticomunista de los contemporizadores.
La cuestión es: ¿por qué fue Churchill realista de un
modo en que no lo fue Chamberlain? ¿Qué parecía sa
ber Churchill, en aquella circunstancia concreta, que
puede guiar a los estadistas en las crisis futuras? Respon
der a estas preguntas constituye el primer paso para
afrontar el mundo que nos aguarda.
-46 —
II
— 47 —
tensidad, que al final se acercaron a su ideal y empezaron
a verse tal corno él los veía...»7
Hay muchas maneras de explicar el poder y la gran
deza de Churchill, pero puede que Berlin haya sido
quien mejor lo hizo cuando escribió: «La categoría do
minante de Churchill, el único principio organizador de
su universo moral e intelectual, es una imaginación his
tórica tan viva y extensa como para encerrar la totalidad
del presente y la totalidad del futuro en el marco de un
pasado rico y multicolor.» Y puesto que «el sentido más
acusado de Churchill es el sentido del pasado», particu
larmente la historia antigua, está también, en palabras de
Berlin, «familiarizado con las tinieblas...».
Churchill vio claramente las intenciones de Hitler
muy pronto, ya que estaba familiarizado con monstruos
hasta un punto que Chamberlain no alcanzaba. El de
Chamberlain era un realismo superficial. Sabía que su
pueblo quería la paz y gastar su dinero en necesidades do
mésticas en vez de en armamento, por lo que le concedió
estas cosas. (Cuando Chamberlain regresó de Munich
después de apaciguar a Hitler, fue aclamado como un
héroe.) Pero Churchill sabía más. Era un hombre con
menos ilusiones, en parte porque había pasado la mayor
parte de su vida —fuera de sus años escolares— leyendo y
escribiendo sobre historia y experimentando directa
mente las guerras coloniales del Reino Unido como sol
dado y periodista.'Por eso, sabía cuán intratables e irra
cionales eran los seres humanos. Como todos los sabios,
— 48 —
pensaba trágicamente: creamos normas morales con el fin
de medir nuestras propias insuficiencias.
Por supuesto, Churchill distaba mucho de ser perfec
to, especialmente en lo que respecta a su política hacia Hit
ler. Y tampoco es que Chamberlain haya sido tan obtuso
como mucha gente cree. De haber resultado los aconteci
mientos sólo un poco distintos, ahora Chamberlain goza
ría de mayor consideración. Es posible que fuera más desa
fortunado que insensato. Armar las defensas británicas a
la vez que se analizaban las intenciones de Hitler, como
hizo Chamberlain, tuvo la virtud de ganar tiempo para el
Reino Unido mientras la opinión pública hacía causa co
mún con el Gobierno para la eventual lucha contra Hitler.
Con todo, hay algo que podemos tildar de churchilliano
que merece la pena estudiar como ideal.
Entre Europa al comienzo de la Segunda Guerra Mun
dial y los agostados desiertos de Sudán a finales del siglo xix
hay una notable distancia. Pero es allí donde se revela el
pensamiento de Churchill sobre cuestiones que afrontamos
hoy en día. Es allí donde iniciamos nuestro viaje para to
mar del pasado las armas que necesitamos para el presente.
3. WinstonS.Churchill;TheRiverWar:AnHistoricalAccountofthe
Re-Conquest o f the Soudan, 2 vols., Longmans, Green, Londres, 1899.
— 49 —
The River War trata de casi dos décadas de la historia
colonial británica, a partir de 1881, cuando Gran Bretaña
intervino militarmente en Egipto para mantener a su go
bernante, Tatvfiq bajá, en el trono después de una revuelta
popular. El bombardeo naval de Alejandría, seguido por
un efectivo desembarco de tropas, había dejado al Reino
Unido la tarea de gobernar Egipto y Sudán, que era una
provincia egipcia. Ese mismo año, la rebelión islámica de
Muhammad Ahmad —llamado el Mahdi, «el Salvador»—
abocó los remotos desiertos de Sudán a un torbellino. El
Reino Unido mandó al general Charles George Gordon,
un condecorado héroe de guerra, a evacuar la guarnición
egipcia en Jartum. Allí las fuerzas del Mahdi rodearon a
Gordon, que resistió un asedio de varios meses hasta que el
primer ministro británico, William Gladstone, envió con
demora una misión de rescate que llegó a la ciudad dos días
después de que Gordon, espada en mano, hubiese muerto
por la acción de guerreros mahdistas. La debacle contribu
yó al hundimiento del gobierno liberal y al comienzo de un
largo período de dominio conservador en el Reino Unido.
Los conservadores iniciaron el proceso de reconquistar Su
dán, que incluía la infiltración de espías, la prolongación
del ferrocarril hacia el sur siguiendo el Nilo y el envío de un
cuerpo expedicionario. Todo ello culminó en la victoria del
general Herbert Kitchener sobre el ejército mahdista en
1898, en Omdurman, en la orilla Izquierda del Nilo, frente
a Jartum. La batalla de Omdurman fue una de las últimas
de su género antes de la época de la guerra industrial; una
sucesión panorámica de cargas de caballería en la que el jo
ven Churchill, oficial del 21.° Regimiento de Lanceros,
tomó parte. Recuerdos dramáticos de juventud como ésos
debieron de conferir a Churchill una visión más amplia del
destino del Reino Unido que el que tuvo Chamberlain.
— 50 —
The River War de Churchill, con sus descripciones
generales de «civilización» y «barbarie», sus juicios in
cómodos sobre las costumbres de otras naciones y pue
blos y sus escenas de guerra gráficas y pintorescas, se lee
como las Historias de Heródoto y a veces incluso como
la Ilíada de Homero. El mismo hombre que salvaría la
civilización occidental cuatro décadas más tarde escri
be sobre «negros del color del carbón» que «mostraban
las virtudes de la barbarie». Describe los árabes como la
«raza más fuerte» que «imponía sus costumbres y su
lengua a los negros. [...] El egipcio era fuerte, paciente,
sano y dócil. El negro era, en todos estos aspectos, in
ferior a él».‘* Sin embargo, para Churchill el gobierno
egipcio «no era amable, sabio ni ventajoso. Su intención
era explotar a la población local», no mejorarla; sustitu
yó «la ruda justicia de la espada» por «las complejida
des de la corrupción y el soborno». La aseveración de
Churchill de que «el suelo fértil y el clima deprimen
te del delta [del N ilo]» no lograron generar «una ra
za guerrera» es el compendio del fatalismo geográfico
—o determinismo, en la terminología de los eruditos—
y por lo tanto lamentable según los criterios de la opi
nión contemporánea.
También está Churchill, el escritor de viajes, descri
biendo el «diáfano» aire del desierto que «relucía y res
plandecía como encima de un horno»; Xasjors (zanjas
pedregosas) «llenas de una extraña hierba de olor dul
zón»; «las bayonetas caladas» con el «acompañamiento
frenético y escalofriante» de los «tambores y pífanos de
los regimientos ingleses». En la batalla de Omdurman
el ejército mahdista, con sus estandartes decorados con
— 51 —
escrituras del Corán, recuerda al joven Churchill las
«antiguas representaciones de los cruzados en el tapiz de
Bayeux».*
Churchill anheló siempre drama y paisaje, elementos
que contribuían a la fuerza de sus discursos en tiempo de
guerra. Es como un geógrafo para el que los seres hu
manos constituyen la fauna inteligente de un territorio.
Explica pacientemente las interrelaciones de precipita
ción, fertilidad del suelo, clima, elefantes, aves, antílopes
y tribus nómadas. Churchill no es racista: le preocupan
más las diferencias culturales que las biológicas. Afirma
que la vasta superficie de Sudán «contiene muchas dife
rencias de clima y situación, y éstas han dado origen a
razas peculiares y diversas de hombres».* Es un enfoque
similar al de Aristóteles, Montesquieu, Gibbon, Toyn
bee y otros grandes filósofos e historiadores.
Lo que salva a The River War de incurrir en el fatalis
mo y limitarse a la mera aventura es que la descripción
ásperamente realista de tribus y desierto hace su con
quista de lo más significativo e inspirador; un paisaje fí
sico y humano intratable se erige en el obstáculo que
los hombres rectos superan. Cuanto más adversas pare
cen ser la historia y la geografía y menos prometedor el
material humano, más prolíficas son las oportunidades
de heroísmo. Porque son los individuos, hombres y
mujeres, además de la geografía, los que determinan
la historia. Como escribe Isaiah Berlin refiriéndose a la
Grecia antigua, la historia es «lo que Alcibíades hizo y
padeció», pese a «todos los esfuerzos de las ciencias so
ciales» por demostrar lo contrario. The River War se ajus-
• 52-
ta a esa definición. Es una narración que hace justicia al
genio personal. Tomemos como ejemplo al general Gor
don, sobre quien Churchill escribe:
— 53 —
Para Churchill, la gloria está arraigada en una mora
lidad de consecuencias, de resultados reales y no de bue
nas intenciones. La empresa militar británica en el valle
del N ilo fue admirable sólo porque fue seguida por «la
maravillosa tarea de generar buen gobierno y prosperi
dad».’ De hecho, los británicos construyeron carreteras
y otras infraestructuras y fomentaron servicios públicos.
En mis múltiples visitas a Sudán en los años ochenta, oí a
sudaneses recordar con orgullo y nostalgia el largo pe
ríodo de dominio británico y la década de independen
cia que siguió, antes de que la agitación, la rebelión y el
fanatismo religioso regresaran por primera vez desde
el mahdismo.
Puede que Churchill se haya mostrado a veces inge
nuo acerca de la influencia duradera del Reino Unido so
bre sus colonias, pero nunca fue cínico. De hecho, en una
época en que el gobierno democrático recién instaurado
en Sierra Leona implora al Reino Unido que no retire sus
comandos, en que la comunidad internacional mantiene
protectorados en Bosnia y Kosovo para impedir un re
surgimiento del genocidio étnico, en que un cuerpo de
ocupación australiano contribuye a salvaguardar los
derechos humanos en Timor Oriental, es difícil condenar
a Churchill por haber apoyado intervenciones colonialis
tas que aportaron estabilidad y una mayor calidad de vida
a los lugareños. Lo cierto es que la retórica de Churchill y
algunas de sus intenciones son asombrosamente pareci
das a las de los intervencionistas morales de hoy en día.
Churchill escribe que el colonialismo británico en el
valle del Nilo era honesto porque pretendía lo siguiente:
— 54 —
... llevar la paz a las tribus en lucha, administrar
justicia donde todo era violencia, quitar las cadenas a
los esclavos, extraer la riqueza del suelo, sembrar las
primeras semillas del comercio y el saber, acrecentar
en pueblos enteros sus aptitudes para el deleite y re
ducir las posibilidades de dolor. ¿Qué idea más her
mosa o qué recompensa más valiosa puede inspirar el
esfuerzo humano? La acción es honrada; el ejercicio,
estimulante, y los resultados suelen ser sumamente
provechosos."
— 55 —
la expedición del general Kitchener." Fue una expedi
ción que el Reino Unido podía permitirse, ya que go
zaba de un período de paz y prosperidad económica. El
Reino Unido se contaba entre las principales naciones
industriales y centros financieros de la época. Y ésa
puede ser la similitud más seductora entre la interven
ción británica en Sudán y la estadounidense en los Bal
canes: en los noventa, Estados Unidos era una nación
en paz que disfrutaba del cómodo predominio hereda
do de su victoria en la guerra fría. Por eso pudo permi
tirse una empresa moral cuyas ventajas estratégicas si
guen siendo objeto de discusión.
A sus veintitantos años, Churchill no se engaña so
bre las realidades locales. Es consciente de los errores de
los aliados del Reino Unido en Egipto, hasta un extremo
al que no llegaron muchos estadounidenses en Vietnam
del Sur en los años sesenta. Explica que la opresión egip
cia, en vez del fanatismo religioso, fue la verdadera causa
de la revuelta mahdista. Los sudaneses, dice, se estaban
«arruinando; sus bienes eran robados; sus mujeres eran
violadas; sus libertades eran reducidas [...]»." Churchill
tampoco es ajeno a los errores de Gordon, por mucho
que admire al general mártir. Compara el misticismo
cristiano y la personalidad inestable de Gordon con el
fanatismo mahdista.
Pero el escepticismo de Churchill jamás conduce a la
desesperación. Apoya la acción militar, con la condición
de que merezca la pena moral y estratégicamente, que
esté dentro de las posibilidades de su país y que no se en
gañe en cuanto a las dificultades: el clima, las enormes
— 56 —
distancias, las facciones guerreras locales j el subdesa
rrollo general de la región.
Churchill volvió a demostrar que era un hombre sin
ilusiones cuando instó a Estados Unidos a retrasar, de
1942 a 1944, una operación a través del canal de la Man
cha contra la Europa ocupada por Alemania; su altísi
mo optimismo, necesario para unir a Inglaterra en los
días sombríos de 1940, se transformó enseguida en caute
la tan pronto como Estados Unidos entró en la guerra.
Cuatro décadas antes, en Sudán, Churchill había escrito
sobre cómo la lenta y metódica concentración contra
los mahdistas a finales de los años ochenta y en los no
venta del siglo XIX garantizó la subsiguiente victoria
británica. Su paciencia y moderación salva la distan
cia entre realismo e idealismo. Puede que el realista
tenga los mismos objetivos que el idealista, pero en
tiende que a veces es necesario posponer la acción para
asegurar el éxito.
— 57 —
Grecia y Rom a." Churchill sabe que si una nación es prós
pera, siempre tiene algo por lo que luchar:
— 58 —
gos asociaban con «virilidad» y el «concepto heroico»."
The River War y los discursos de Churchill durante
la Segunda Guerra Mundial son ejemplos de un tipo
concreto de testarudez: la capacidad de establecer prio
ridades morales. Los contemporizadores consideraban
moralmente repugnante pretender una alianza con Sta
lin o apoyar un golpe militar contra Hitler, puesto que
había accedido al poder democráticamente, a pesar de
los pactos postelectorales entre bastidores. Los con
temporizadores, escribe el profesor Rahe, dieron rienda
suelta a sus sensibilidades morales a un alto precio; «eran
más amables que sensatos. Al negarse a cometer el más mí
nimo pecado, incurrieron en un error mucho más grave».
H oy en día, a diferencia de finales de los treinta, no
afrontamos una amenaza de las dimensiones de Hitler.
El carácter bipolar de la Segunda Guerra Mundial y las
alianzas de la guerra fría han dejado de ser patentes. La
situación de Occidente es más parecida a la de los últi
mos Victorianos, que tuvieron que enfrentarse con peque
ñas guerras sucias en rincones anárquicos del globo como
Sudán.'* ¿Acaso es exagerado imaginar una expedición a
través de extensiones desérticas similares para capturar
otro personaje mesiánico como Osama bin Laden?
The River War muestra el mundo antiguo dentro del
moderno. Demuestra que sólo aceptando la geografía y
el largo registro de la historia es posible superarlos: tales
fuerzas coactivas deben vencerse, no negarse. Así, un en
foque churchilliano de la política exterior empieza con
humildad, viendo cómo las luchas de hoy son asombro
samente parecidas a las de la Antigüedad.
— 59 —
Ili
— 61 —
mejanzas con nuestro tiempo son extrañas, porque las
pasiones y las motivaciones humanas han cambiado
poco en el transcurso de los milenios. L os conoci
mientos sobre la época antigua nos ayudan a compren
der la nuestra; «N ada es grande ni pequeño salvo por
comparación», escribe Jonathan Swift.’ En su obra
maestra Los viajes de Gulliver, los gigantes de Brob-
dingnag permitieron a Gulliver ver mucho más lejos
de la vanidad de su propia civilización, mientras que
los diminutos habitantes de Lilliput —caricaturas de
los hombres modernos— «ven con gran precisión,
pero no muy lejos».*
Escuchando el discurso público en Estados Unidos,
uno podría pensar que la moralidad es enteramente una
invención judeocristiana. Pero éste fue el tema central del
escritor pagano Plutarco en sus perfiles de grandes hom
bres.* Comparando Alcibíades, un político griego, con
Coriolano, un general romano. Plutarco observa que
mantener el poder «mediante el terror, la violencia y la
opresión no es sólo una desgracia sino también una injus
ticia».'' Cuando Séneca arremete contra los líderes que
demuestran ira, es porque muchos de los estados que co
nocía poseían instituciones débiles o inexistentes que no
podían restringir a sus gobernantes, igual que algunos es
tados actuales del mundo en vías de desarrollo.*
— 62 —
Y cuando Cicerón dice, en el siglo l a.C., que «todos
los cimientos de la comunidad humana» están amena
zados por tratar a los extranjeros peor que a los ciuda
danos romanos, ya sienta la base de la sociedad interna
cional.* Los tiempos han cambiado menos de lo que
creemos.
— 63 —
gumentos que convertirían la sustancia de la misma en
una sombra».*
Tito Livio nació en Patavium (Padua) en el año 59 a.C.
y murió en Roma en el 17 d.C. Consagró la mitad de su
vida a escribir una extensa historia de Roma en 142 li
bros, de los que Aníbal contra Roma comprende desde
el 21 hasta el 30.’ Tito Livio no participó en política y
por tanto no tenía de ella un conocimiento de primera
mano. Tampoco estuvo muy implicado en el mundo li
terario de su tiempo, al que pertenecían los poetas H ora
cio y Virgilio. A diferencia de éstos, desconfiaba de la
prosperidad de la época y consideraba su decadencia el
comienzo del declive de Roma. De hecho, mientras que
Horacio realizaba profecías triunfalistas de dominio
mundial y Virgilio adulaba de vez en cuando a Augusto,
Tito Livio advertía de los peligros que acechaban en el
horizonte y que sus conciudadanos romanos preferían
pasar por alto." Tito Livio, el observador objetivo por
excelencia, sigue siendo leído por sus pintorescas des
cripciones de hombres y acontecimientos y sus llamati
vas ideas sobre la naturaleza humana.
Aníbal contra Roma muestra una versión antigua de
patriotismo: el orgullo por el propio país, sus estandartes
e insignias y su pasado. Leyendo a Tito Livio, uno entien
de por qué en Estados Unidos el hecho de exhibir la ban-
8. Véase Tito Livio: The War with Hannibal, libros 21-30 de The
//¿sforyo/Rowje/row/ísFoMndíjñon, Penguin, Nueva York, 1965, p . 182.
9. De los 142 libros, se han perdido todos excepto 35.
• 10. Véase el ensayo de Henry Francis Pelham, catedrático de
O xford y conservador de la Bodleian Library, en la undécima edi
ción de The Encyclopaedia Britannica, Nueva York, 1910-1911. De
los dos, Virgilio era más propenso al triunfalismo que H oracio, quien
de vez en cuando exhibe un agudo sentido de la fragilidad del poder.
—•64 —
dera en el Día de los Caídos y en el 4 de Julio es un acto
virtuoso y por qué el orgullo nacional es un requisito pre
vio para una política exterior churchilliana.
Los distintos libros de Tito Livio proporcionan
imágenes ortodoxas de virtud patriótica y sacrificio ex
tremo. Lucio Junio Bruto, el comandante romano de fi
nales del siglo VI a.C. que derrocó a los reyes etruscos,
preside la ejecución de sus propios hijos por traición.
C ayo Mucio Escévola, otro comandante romano, pone
su mano sobre un brasero para demostrar a los etrus
cos que soportará cualquier dolor para derrotarlos."
Y también está la célebre descripción que Tito Livio
hace de Lucio Quincio Cincinnato, quien, en el año 458
a.C., fue «llamado a dejar su arado» para llevar refuer
zos a un ejército romano asediado." Cincinato fue ele
gido dictador gracias a sus proezas, pero en cuanto ter
minó la crisis militar dimitió de su cargo. En el relato de
Livio, cuando Cincinnato se pone una toga y cruza el Tí-
ber alejándose de su hacienda, sacrifica simbólicamente
su familia para servir a la República, arriesgando su
prosperidad por su p aís." Su regreso posterior a la ha
cienda demuestra que el poder es menos importante
para él que el bienestar de su familia, una vez que la pa
tria ya no está en peligro. Por mucho que Tito Livio
adorne el relato, sus valores son tales que podemos iden
tificarnos con ellos. Com o Alexis de Tocqueville, com-
— 65 —
prende que una república sana se deriva de vínculos cí
vicos y familiares sólidos.
Los errores objetivos de Tito Livio y su visión ro
mántica de la República romana no deberían apartarnos
de sus grandes verdades. Merece la pena reiterar que los
clásicos no se leen por sus detalles objetivos, sino por la
ayuda que nos brindan para pensar en nuestro propio
tiempo. Debemos recuperar el atractivo que los clási
cos tenían para los estudiosos del siglo xix como Chur
chill, quienes los leían no como críticos o verificadores
de la realidad sino por su inspiración, y porque debían
hacerlo.
De hecho, la creencia de Tito Livio en la urbanidad
de Roma es menos romántica de lo que parece. Se basa
en la firme consecución de un gobierno constitucional:
pese a las tensiones bélicas, se celebraban elecciones y
censos anuales, se organizaban levas para el ejército y se
escuchaban imparcialmente las peticiones de exención."
— 66 —
batallas que asolaron la mayor parte de la región medite
rránea. La victoria de Roma en la Segunda Guerra Púnica
la convirtió en potencia universal, lo mismo que sucedió a
Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial.
‘ Tito Livio comienza su relato calificando la Segun
da Guerra Púnica de «la guerra más memorable de la his
to ria»." N o sería ninguna exageración definirla como
una de las mayores guerras de todos los tiempos. La lu-
cha abarcó lo que~enOccidente se consideraba el mun
do conocido.
Se ha acusado a Tito Livio de idealizar a Aníbal, el co
mandante cartaginés. Sin embargo, un lector que se en
frente al texto por primera vez podrá ver algo más; que el
Aníbal de Tito Livio —en su ansia nihilista de violencia
y agitación— presenta elementos de un Hitler de la era
pretecnológica. Incluso para los criterios de su tiempo,
Aníbal era un ser despiadado: confiscaba tierras y que
maba niños vivos sin más razón que el hecho de la con
quista. Aníbal es un líder falsamente heroico; necesita
la guerra para legitimar su dominio y satisfacer su sed
de m uerte." Como Hitler, estaba amargado por la paz
impuesta e injusta de una guerra anterior. Sin embargo,
Aníbal culpa a su gente en lugar de a sí mismo por su de
rrota, dando a entender que los cartagineses no son lo
bastante dignos de él.
15. Tito Livio; The War with H annibal, p. 23. Las palabras de
Tito Livio reproducen las de Tucídides en el primer libro de Histo
ria de la guerra del Peloponeso, donde dice que escribió su libro
porque preveía que sería la guerra más importante de la historia.
16. Véase el apartado sobre H itler en John Keegan: The Mask
o f Command, Viking Penguin, N ueva York, 1987. [Versión en cas
tellano; L a máscara del mando. Ministerio de Defensa, Subdirec-
ción General de Publicaciones, Madrid, 1991.]
— 67 —
Aníbal tuvo la ventaja de atacar a un enemigo moral
mente exhausto tras una guerra anterior. Como sucedió
con el Congreso de Estados Unidos —que permaneció
impasible mientras Hitler violaba el tratado de Versalles,
entraba en Renania y atacaba Polonia— , el Senado de
Roma tuvo muchas dificultades para enfrentarse con la
amenaza de Aníbal después de que violara el tratado que
puso fin a la Primera Guerra Púnica y se apoderara del
territorio romano en España.'* «Los romanos apartaron
la mirada, y luego emprendieron acciones que eran ina
decuadas para su fin», escribe Donald Kagan, catedráti
co en Yale, comparando los orígenes de la Segunda Gue
rra Púnica con los de la Segunda Guerra M undial." La
política contemporizadora estuvo presente en el Senado
romano: aristócratas rooseveitianos advertían de los pe
ligros que Cartago encarnaba, mientras que provincia
nos aislacionistas se resistían a la acción. Cuando Aníbal
presionó sobre Roma después de abandonar España y
cruzar los Alpes para entrar en Italia, el tribuno populis
ta y aislacionista Quinto Bebió Herenio dijo al Senado
que sólo la nobleza quería la guerra. Para cuando el Se
nado se dio cuenta de que debía actuar, el único recurso
que quedaba era la guerra total.
En 216 a.C., con «casi toda Italia invadida» y decenas
de miles de soldados romanos aniquilados por Aníbal en
la batalla de Cannas, en el sureste de Italia, la situación de
— 68 —
Roma parecía la del Reino Unido después de Dunkerque
y antes de la batalla de Inglaterra.” «N o tenía parangón
en la historia [...] aquello que Roma se disponía a afron
tar», escribe Tito Livio con unas palabras que presagian
las de Churchill.” Como la Inglaterra de Churchill, Roma
se negó a pedir la paz y siguió luchando.
La limitada democracia de Roma suponía una des
ventaja a corto plazo. Su constitución otorgaba el man
do militar compartido a dos líderes elegidos para un año,
lo que solía conllevar una estrategia incompetente.^' Por
otra parte, el estado romano no siempre podía obligar a
la población a hacer lo necesario para derrotar a Aníbal.
Las agrias discusiones entre las autoridades y los pue
blos que padecían en toda Italia eran frecuentes. N o
obstante, fue el trato liberal que tuvo Roma con esos
mismos pueblos súbditos —algo nuevo en la historia del
Mediterráneo— lo que en el fondo impidió que se rebe
laran.” A largo plazo, fue la democracia —aunque una
sombra de las democracias occidentales de hoy en día—
lo que hizo de Roma una nación hasta un punto al que
Cartago no pudo llegar. Tito Livio, citando al cónsul ro
mano Varrón, dice que Cartago era una «soldadesca bár
bara», porque sus tropas «no sabían nada de la civiliza
ción de la ley».’"
El ejército cartaginés estaba formado por mercena
rios que hablaban distintas lenguas, con los que Aníbal
sólo podía comunicarse mediante intérpretes. La falta de
— 69 —
un objetivo común contribuyó a la derrota de Cartago.
Irónicamente, los múltiples debates internos de Roma le
conferían una estabilidad latente que anticipaba la aseve
ración de Maquiavélo de que los estados eficaces requie
ren un grado moderado de agitación para favorecer un
dinamismo político sano.
La guerra de Roma contra Aníbal necesitaba el equi
valente romano de la presidencia ejecutiva de Estados
Unidos en la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría. El
Senado romano —una oligarquía prestigiosa— gobernó
como un consejo de guerra supremo, mientras que las
asambleas electas vieron cómo languidecía su poder.** El
Senado reconoció la amenaza cartaginesa a tiempo, pero
empezó con cautela mientras la población romana, anta
ño muy pasiva ante las victorias de Aníbal en España,
ahora clamaba venganza contra él. Tito Livio nos dice que
la «prudente táctica dilatoria» del cónsul Quinto Fabio
Máximo rompió «la terrible continuidad de derrotas ro
manas», lo que hizo temer a Aníbal que Roma había ele
gido por fin un líder militar competente. Pero, dentro de
Roma, las acciones de Fabio Máximo «no recibieron más
que desprecio».** Tito Livio, citando a Fabio Máximo,
dice: «N o importa que califiquen tu prudencia de timi
dez, tu sabiduría de pereza, tu estrategia de debilidad; es
preferible que un enemigo sabio te tema a que los amigos
necios te elogien.»** Así, Tito Livio nos recuerda cómo la
opinión pública —las clamorosas opiniones de los que
nos rodean— puede a menudo equivocarse.
— 70 —
¿Es el Aníbal de Tito Livio real? Incluso los detracto
res de Tito Livio admiten que éste poseía una percepción
extraordinaria de las personalidades y su influencia en los
acontecimientos. Si bien puede haber pecado un poco de
popularizador romántico, es posible que la perspectiva
de Tito Livio ilustre cómo los romanos de la época au
gusta veían su pasado y a sus enemigos. De hecho, de no
haber sido por Tito Livio (y Cicerón), es dudoso que el
republicanismo hubiese sobrevivido como ideal en R o
ma, aunque no fuese restablecido en la práctica.
La diferencia entre la Roma de la época de Tito Livio
y la Roma en tiempos de la Segunda Cuerra Púnica, más
de doscientos años antes, se acerca a la diferencia entre
Estados Unidos durante la guerra fría y en tiempos de la
Segunda Cuerra Mundial. En vida de Tito Livio, Roma
vio el declive de pequeñas haciendas, el traslado de la
población a ciudades y suburbios, la aparición de una
plutocracia en una sociedad más compleja ^ opulenta, y
revueltas contra el aumento de los impuestos y el servi
cio militar, mientras que la Roma de la Segunda Cuerra
Púnica había vividp un período de unidad y patriotismo
relativos contra un poderoso enemigo.
La historia de Tito Livio combina orgullo y nostalgia,
tanto como los libros actuales celebran la generación de la
Segunda Cuerra Mundial, Cuando los enviados de Roma
entran en el Foro para anunciar a un pueblo eufórico y llo
roso que un ejército cartaginés ha sido derrotado cerca
de Sena, en el noreste de Italia, y que el general cartagi
nés Asdrúbal ha muerto, el tiempo se contrae al evocar
otras multitudes concentradas en las esquinas de las calles
para oír las noticias de la rendición alemana y japonesa.
Tito Livio enseña que la energía necesaria para en
frentarnos a nuestros adversarios debe emanar en el fon-
— 71 —
do del orgullo por nuestro pasado y nuestros logros. N o
hay que avergonzarse de ver nuestro pasado con roman
ticismo, sino que es algo que debe cultivarse.
Tito Livio ofrece también otras enseñanzas. Cuando,
después de una derrota militar, Roma opta por un dicta
dor, Tito Livio explica que eso se debe a que «un cuerpo
enfermo es más sensible al dolor que uno sano»; un país
desesperado elegirá una solución extrema después de un
trastorno menor.** La elección del cuasidictador Alberto
Fujimori en Perú, en 1990 —y, más recientemente, del
general Hugo Chávez en Venezuela y del general Pervez
Musharraf en Pakistán— , ilustra esa verdad. Cuando
Cartago infringe un pacto de no agresión con Roma,
Tito Livio observa que las «cuestiones de la ley» carecen
en buena parte de sentido a menos que reflejen el equili
brio de poder sobre el terreno,** un aspecto que el huma
nista francés Raymond Aron también comenta dieci
nueve siglos después:
— 72 —
tallas tan intensas que incluso un terremoto pasa desaperci
bido— demuestran con todo detalle que los horrores de la
guerra no han cambiado.” Después de leer a Tito Livio,
cabe incluso imaginar que Vietnam será recordado dentro
de cien años como un oscuro conflicto fronterizo en los
confines del imperio estadounidense de la guerra fría, uno
que quebró temporalmente el vínculo entre la elite gober
nante y una gran parte de los ciudadanos. O también podría
verse Vietnam como otra Siracusa, la rica ciudad siciliana
que los atenienses trataron de someter durante la guerra del
Peloponeso en una expedición que fracasó estrepitosamen
te porque —como ocurrió con la política estadounidense
en Vietnam a principios de los sesenta— unos líderes insen
satos intentaron conquistar mucho y demasiado lejos.
Tanto la Segunda Guerra Púnica com o la Segunda
Guerra Mundial son episodios de un drama interminable
de hitos trascendentales, cuya trama no se determina nun
ca con antelación y que tenemos la capacidad de alterar
completamente, siempre y cuando creamos en nosotros
mismos como Roma hizo cuando fue desafiada por Aní
bal. Si bien la historia de Tito Livio puede empañar la uni
cidad de nuestras luchas, muestra también cuán heroicas
pueden parecer esas batallas dentro de unos milenios,
cuando las generaciones futuras serán inspiradas por nues
tros triunfos sobre el fascismo y el comunismo tal como
Livio nos inspira a nosotros con su relato de la victoria de
Roma sobre Cartago. Así pensaba Churchill en el pasado,
y así deberían pensar en él también nuestros líderes.
— 73 —
IV
SUN ZI Y TUCÍDIDES
— 75 —
cará a menudo la verdad.* Ronald Reagan fue un hombre
así.* Reagan, como Harry Truman, era más culto de lo
que la mayoría de la gente cree (Truman llevaba consigo
a Plutarco en sus viajes), pero ambos carecían de preten
siones intelectuales y de formación académica y ambos
fueron despreciados por las elites políticas de su tiempo.
Un secretario de Estado o ministro de Asuntos Exte
riores debe convertir los impulsos de un presidente en
una actuación compleja. Esto requiere una formación
intelectual, de la que la literatura es la gran proveedora,
ya que aumenta la propia experiencia con la perspicacia
de las mentes más preclaras. Por ejemplo, Clausewitz,
que definió la guerra y la estrategia para los lectores de
los siglos XIX y XX, se empapó de las obras románticas y
poéticas de Friedrich von Schiller y de la filosofía moral
de Immanuel Kant.*
Si la literatura es el recurso silencioso de los estadis
tas, entonces no existen obras más afines a nuestros
propósitos que los antiguos clásicos sobre guerra y p o
lítica, los cuales proporcionan una distancia emocional
del presente particularmente valiosa en una era mediá-
— 76 —
tica, en que muchos de nosotros nos hemos vuelto ins
trumentos del momento, obsesionados por los últimos
acontecimientos informativos o encuestas de opinión
hasta el extremo de que a veces parece como si el pasado
y todas sus enseñanzas hubiesen dejado de existir.
Cuanto mayor sea el desprecio por la historia, mayo
res serán los errores respectó al futuro. La expectativa de
que una Rusia extensa y multiétnica, que mantuvo poco
contacto con la Ilustración, tendría una transición demo
crática efectiva, comparable a la de la pequeña y monoét-
nica Polonia —que estuvo impregnada de las tradiciones
centroeuropeas—, demostraba una completa ignorancia
de la historia y la geografía rusas; las llamadas a una rápida
transición a la democracia en China pasan por alto tanto
la violencia y la agitación que se desencadenaron cuando
las dinastías precedentes chinas se hundieron como el ac
cidentado historial de la democracia en lugares con insti
tuciones débiles, una clase media minoritaria o inexistente
y divisiones étnicas.
Los clásicos ayudan a compensar esa amnesia histó
rica. Maquiavelo escribe:
— 77 —
/
Siendo aficionado a la verdad, soy admirador de
la Antigüedad.* /
— 78 —
división de los pueblos chinos en distintos grupos y so
beranías condujo —como en el Mediterráneo— a las
guerras, la conquista y la política de poder; de modo que
los antiguos filósofos de China, Crecia y Roma extraje
ron conclusiones similares sobre la naturaleza humana.
Es discutible si existe una obra filosófica en la que el
conocimiento y la experiencia estén tan cáusticamente
condensados como El arte de la guerra de Sun Zi. Si la
/ moral de Churchill se resume en su testarudez y la de
Tito Livio en su virtud patriótica, entonces la moral
de Sun Zi es el honor del guerrero, y el guerrero más ho
norable es tan grande en la esfera política que se evitan
por completo las campañas militares. ^
La vida de Sun Zi no está documentada por ningún
hecho histórico.^ Si bien pudo ser ministro de la corte en
la China del siglo iv a.C., también es posible que no exis
tiera jamás. El arte de la guerra puede representar la sabi
duría acumulada de mucha gente que experimentó el
período caótico de los reinos guerreros anterior a la esta
bilidad relativa del dominio de los Han a finales del siglo
III a.C. Sea como fuere. El arte de la guerra no es tanto un
libro de texto militar como una obra filosófica de un autor
que conoce personalmente la guerra y la detesta, aunque
reconoce su desgraciada necesidad de vez en cuando. y
En las batallas del período de los reinos guerreros
participaron arqueros, carros y soldados de infantería
que formaban filas de cientos de kilómetros a través de
montañas y ciénagas. Combatían en ellas decenas de mi
les de hombres, tanto reclutas como guerreros profesio
nales. El sufrimiento era extraordinario. Así, si algunos
— 79 —
de los consejos de Sun Zi, particularmente lo que dice
respecto a los espías, parecen extremos, es porque sabe
por experiencia que las medidas extremas suelen ser ne
cesarias para alejar la guerra sin deshonrarse.
^ Sun Zi explica que en la guerra la «excelencia supre
ma» consiste en no tener que luchar, por cuanto el co
mienzo de la batalla significa un fracaso político. La gue
rra, como Clausewitz repetiría 2.300 años después, es
una prolongación no deseada pero a veces necesaria de la
política. Sun Zi advierte que el mejor modo de evitar la
guerra —consecuencia violenta del fracaso político— es
pensar estratégicamente. La búsqueda estratégica del in-
terés propio.no es una seudociencia fría y amoral^ sinoel
acto moral de aqueIIoi~qüe~coHocen losTiorrorés de la
batalla y pretenden evitarlos.
On comandante en jefe que «planifique y calcule
como un hombre hambriento» puede evitar la guerra, se
gún Sun Zi. Si el presidente Clinton, por ejemplo, se hu
biera concentrado en Kosovo con la misma intensidad en
los meses anteriores a la guerra aérea de la O TA N , en la
primavera de 1999, que demostró durante la guerra en sí,
habría podido evitar la lucha. Si el presidente George
Bush se hubiera concentrado más eficazmente en Irak en
los meses anteriores a la invasión de Kuwait por parte de
Saddam Hussein en agosto de 1990, tampoco habría teni
do necesidad de recurrir a la guerra.
Coincidiendo con Confucio, Sun Zi afirma que un
verdadero comandante no se deja influir jamás por la
opinión pública, por cuanto la virtud puede ser lo con
trario a la fama o la popularidad.* (Plutarco, que consi
deraba la «popularidad» y la «tiranía» el «mismo defec-
— 80 —
to», insinuo que la una conducía a la otra.’) EI ejemplo
de Sun Zi de un comandante virtuoso es aquel «que
avanza sin pensar en adquirir fama personal y retrocede
a pesar de determinado castigo» si es en beneficio de su
ejército y su pueblo. En los años veinte, mientras re
construía un estado turco sobre las ruinas del Imperio
otomano, Mustafá Kemal Atatürk lanzaba con frecuen
cia su ejército contra fuerzas superiores, con un riesgo
considerable para su integridad física. En los años trein
ta se retiró del territorio rico en petróleo que había con
quistado en Irak por el bien de la estabilidad regional, un
gesto que Sun Zi habría aplaudido.
Sun Zi condena toda suerte de engaño, excepto que
sea necesario para obtener ventaja estratégica con el fin
de evitar la guerra. Puesto que eludir la guerra requiere
premeditación, pone mucho énfasis en los espías: ^
— 81 —
sión de la información secreta, es una sociedad conde
nada a incurrir periódicamente en guerras innecesarias.
Una ironía de la generación posterior a la Segunda Gue
rra Mundial (y de los medios de comunicación, que
refleja sus valores) es que proclama una época de dere
chos humanos al mismo tiempo que denigra la profesión
que históricamente previene las flagrantes violaciones de
los derechos del hombre, y
Sima Qian, el cronista de las dinastías Qin y Han,
que escribió en los siglos i y ii a. C. (doscientos años des
/ pués de Sun Zi), condena también el engaño para evi
tar el derramamiento de sangre. «Las grandes obras no
atienden a escrúpulos insignificantes, la virtud abundan
te no se preocupa por las sutilezas —escribe—. Aquel
que persigue lo pequeño y olvida lo grande sin duda pa- ,
gará por ello más adelante.»" Los espías se asocian por r
necesidad con gente sórdida e inmoral. Si uno quiere in
filtrarse en los cárteles colombianos de la droga, debe te
ner libertad para reclutar secuaces. La gente honrada
simplemente no tendrá credibilidad en esa cultura crimi
nal. La labor de espionaje exige años de esfuerzo, a me
nudo con elevado riesgo personal, para alcanzar el resul
tado más pequeño. Los grandes éxitos se silencian para
proteger a los implicados. La obtención de información
secreta fue un ingrediente básico en la victoria de Occi
dente en la guerra fría. Si los medios de comunicación
denuncian una infracción insignificante al mismo tiem
po que hacen caso omiso del beneficio más grande y ocul
to de nuestras agencias de seguridad nacional violan las
máximas de Sun Zi y Sima Qian.
— 82 —
Sun Zi y Sima Qian escriben como si hubiesen expe
rimentado personalmente grandes sufrimientos físicos y
estuvieran dispuestos a llegar a cualquier extremo para
evitar su repetición. La suya es una moral de trascenden
cia que tiene su eco en los antiguos griegos y romanos,
así como en Maquiavélo y Churchill.
— 83 —
las relaciones políticas en Tracia y Atenas pudo adquirir
un amplio conocimiento de Grecia y estableció contacto
con los hombres que forjaron la historia de su tiempo.
Tucídides estaba en Atenas en 430 a.C., cuando se decla
ró el brote de peste que también él contrajo. Pero sobre
vivió a la enfermedad y, en 424 a.C., fue elegido junto
con otro general, Eucles, para defender Tracia de las
fuerzas espartanas. En noviembre del mismo año Eucles
se hallaba en la ciudad tracia de Anfípolis cuando los in
vasores espartanos lanzaron un ataque por sorpresa en
medio de una tempestad de nieve. El ejército de Tucí
dides se encontraba frente a la isla de Tasos y no pu
do regresar a tiempo de salvar la ciudad. La captura de
Anfípolis conmocionó Atenas. Evidentemente, la cul
pa recayó sobre Tucídides, a quien los atenienses deste
rraron.
Durante las dos décadas siguientes, Tucídides, caído
en desgracia, dividió su tiempo entre su propiedad en
Tracia y sus viajes por el Peloponeso, dominado por Es
parta. Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides,
es la obra no sólo de un historiador militar, sino también
de alguien que ha conocido la enfermedad, la batalla y la
humillación política en primera persona.
Puede que Historia de la guerra del Peloponeso sea la
obra más emblemática sobre la teoría de las relaciones
internacionales de todos los tiempos. Es el primer traba
jo que introduce el pragmatismo general en el discurso
político. Sus enseñanzas han sido elaboradas por autores
como Hobbes, Hamilton, Clausewitz y, en nuestra épo
ca, Hans Morgenthau, George F. Kennan y Henry Kis-
singer. En contraste con Sun Zi y Cicerón, cuyas obras
abundan en máximas, Tucídides es un militar cuya filo
sofía emana naturalmente de su descripción de aconteci-
— 84 —
mientos violentos. Mientras que el foco persistente de
Tucídides en el interés propio puede resultar ofensivo
para algunos, su concepto de que el interés propio da
origen al esfuerzo, y éste a opciones, hace de su historia
de la guerra del Peloponeso, escrita hace 2.400 años, un
correctivo para el fatalismo extremo fundamental del
marxismo y el cristianismo medieval."
La guerra entre Atenas y Lsparta, el tema de Historia
de la guerra del Peloponeso, no fue simplemente un cho
que entre dos ciudades-estado. Atenas y Lsparta mante
nían alianzas con muchas ciudades-estado más peque
ñas, tan complejas y difíciles de administrar como los
dos bloques de la guerra fría. En el Libro Quinto —la
crónica de «la paz que fracasó»— , Tucídides ilustra que
la toma de decisiones en la Antigüedad requería el domi
nio de variables no menos numerosas y complejas que
aquellas con las que se enfrenta un presidente de Estados
Unidos.”
En 421 a.C. Atenas y Esparta firmaron un tratado de
paz. Esparta deseaba una tregua en la guerra contra Ate
nas para ejercer presión militar sobre Argos y sus otros
vecinos del Peloponeso, la región meridional de la Grecia
continental. Pero los aliados de Esparta en Tracia y Calcí-
— 85 —
dica (en el norte de Grecia) se negaron a ser súbditos de
Atenas, que era una de las condiciones del tratado. Entre
tanto, en el Peloponeso, la importante ciudad-estado de
Corinto se alió con Argos para impedir que Esparta do
minara la zona. En el centro del Peloponeso, la ciudad-es
tado de Mantinea, que acababa de conquistar una serie de
ciudades más pequeñas, se unió a Corinto y Argos para
proteger su nuevo pequeño imperio contra Esparta.
Pronto los calcidicos se unieron también a la alianza an
tiespartana. Pero Beocia y Megara, ambas amenazadas
por la Atenas democrática, acudieron en auxilio de Espar
ta. Ésta necesitó la ayuda de Beocia para capturar Panac-
tum, una ciudad próxima a Atenas, que los espartanos
esperaban canjear con los atenienses por Pilos, en el Pelo
poneso. Con el tiempo, accedieron al poder en Atenas y
Esparta otros hombres, que no habían negociado el trata
do de paz y que, por lo tanto, estaban menos comprometi
dos con el mismo. Finalmente, el tratado de Esparta con
Atenas se rompió y las dos potencias reanudaron la guerra.
Si la descripción anterior parece sumamente confusa,
imagínese lo que podría ser tratar de explicar los entresi
jos de las alianzas de la guerra fría a los lectores dentro
de cien años. De hecho, la lentitud y dificultad de los
transportes en la antigua Grecia la hacían, en términos
relativos, tan vasta como el mundo. Así, la descripción
que hace Tucídides de los cálculos desnudos y laberínti
cos de poder e interés constituye una metáfora apropia
da para la política mundial contemporánea.
Atenas y Esparta llegaron a la guerra por culpa de
unos aliados incontrolables; la misma razón por la que
Rusia, Alemania, Francia y el Reino Unido entraron en
guerra en 1914. Si Churchill no hubiese salvado Occi
dente de Hitler, ahora podríamos considerar la Primera
— 86 —
Guerra Mundial como el comienzo de la decadencia oc
cidental, así como la guerra del Peloponeso inició el oca
so irreversible de la Grecia clásica.
El historial militar lleva a Tucídides a la siguiente
conclusión: sea lo que fuere lo que creamos o profese
mos, la conducta humana es guiada por el miedo (pho-
hos), el interés propio (kerdos) y el honor (doxa)X E s
tos aspectos^de^la naturaleza humana provocan guerra
e inestabilidad, que justifican la anthropinon, la «condi
ción humana». Ésta, a su vez, conlleva crisis políticas:
cuando el physis (instinto puro) triunfa sobre las nomoi
(leyes), la política fracasa y es sustituida por la anarquía."
La solución a la anarquía consiste en no negar el miedo, el
interés propio ni el honor, sino dominarlos con el fin de
obtener un resultado moral.
/ El relato de Tucídides del conflicto entre Atenas y la
ciudad de Mitilene —en la isla de Lesbos, en el este del
mar Egeo— es un ejemplo de su idea desprovista de ilu
siones de la conducta humana. X
Mitilene había sido aliada de Atenas en la guerra con
tra Persia. Los habitantes de aquella ciudad habían te
mido siempre a los atenienses, pero temían todavía más
a Persia. Era el interés propio, más que la religión o el
patriotismo, lo que inspiró su alianza con Atenas. De
hecho, de no existir la guerra entre Grecia y Persia, que
requería unidad entre las ciudades-estado griegas, no ha
bría habido paz entre Atenas y Mitilene, o entre Atenas
— 87 —
y Esparta. Tucídides observa que incluso después de la
guerra con Persia, Esparta se abstuvo de emplear la vio
lencia contra Atenas por el respeto que le infundía el
poder naval de ésta. Pero en cuanto la posición militar
ateniense pareció debilitarse, se reanudaron las hostili
dades. Así pues, el concepto de equilibrio de poder acce
dió al pensamiento político a través de Tucídides.
\ En una petición del apoyo de Esparta contra Atenas,
los habitantes de Mitilene apelaban no a los ideales de
los espartanos sino a su propio interés. Argumentaron
que su isla ocupaba una posición estratégica, su flota era
fuerte y podían suministrar a los espartanos información
secreta esencial sobre los atenienses.
El ejemplo más llamativo de Tucídides sobre cómo el
poder y el interés propio motivan nuestros cálculos es
el llamado diálogo de los melios. Melos era una isla neu
tral, situada en el centro del Egeo y militarmente vulne
rable a Atenas. Los atenienses envían un contingente a la
isla y dicen con arrogancia a sus habitantes:
— 89 —
te. Por ejemplo, en los primeros compases de la guerra,
después de oír una oración fúnebre de labios del estadis
ta ateniense Pericles que alaba la virtud, la reacción de
los atenienses de «sálvese quien pueda» ante un brote
de peste revela precisamente su falta de virtud.
La descripción que hace Tucídides de la aceptación
de principios contradictorios y las atrocidades delibera
das demuestra que los males totalitarios del siglo xx son
menos exclusivos de lo que cabría suponer." Porque lo
que nos choca de los nazis es que perpetraron sus críme
nes en una sociedad industrializada y socialmente avan
zada, donde se creían extinguidos los instintos atávicos.
Sin embargo, son precisamente los tabúes impuestos por
la civilización lo que puede hacer que a veces se entienda
el odio como una «renovación de la virilid ad»." Tucí
dides nos enseña que la civilización reprime la barba
rie, pero jamás podra erradicarla.*' A sí, cuanto más
avanzados social y económicamente sean los tiempos,
más necesario es para los líderes conservar el sentido
de falibilidad y vulnerabilidad de sus sociedades: ésa
j es la defensa definitiva contra la catástrofe.
— 90 —
do en los antiguos griegos y chinos, el filósofo francés de
mediados del siglo xx Raymond Aron y su contemporá
neo español José Ortega y Gasset observan que la guerra
es inherente a la división de la humanidad en Estados
y otras agrupaciones.” La soberanía y las alianzas ra
ra vez se producen en el vacío; surgen de las diferencias
con otros. El concepto opuesto a la guerra en chino, an,
si bien se ha traducido tradicionalmente como «paz»,
en realidad significa «estabilidad».” Así, como apunta
Aron, mientras que nuestros ideales han sido general
mente pacíficos, la historia ha sido a menudo violenta.”
Aunque esto debería ser obvio, va repitiéndose dado
el tono triunfalista del discurso público en el período
posterior a la guerra fría. Por alguna razón el hundi
miento de un Estado soviético excesivamente centrali
zado y la retirada del Ejército Rojo de Europa central,
en lugar de interpretarse como el retorno a un modelo
de conflicto más normal, se ha recibido como la prueba
de que la sociedad civil asoma por el horizonte en todo
el globo.
Puesto que la humanidad, como demuestra Tucídi
des, está dividida en grupos que se encuentran en ince
sante oposición entre sí, la característica principal de to
dos los estados es su manejabilidad; rara vez se puede
clasificar a los estados como estrictamente buenos o ma
los. Tienden por el contrario a actuar bien durante un
— 91 —
tiempo y mal durante otro, o bien en un aspecto y mal
en otro, mientras navegan sin fin en busca de provecho.
Es por ello que la expresión «estado granuja», aunque
ocasionalmente apropiado, puede revelar también las
ilusiones idealistas de quien la utiliza, por cuanto juzga
equivocadamente la naturaleza de los propios estados.
Reconociendo que la división entre el bien y el mal
suele ser falsa para los estados, Raymond Aron escribe
(haciéndose de nuevo eco de Tucídides y Sun Zi) que la
crítica del idealismo «no sólo es pragmática sino tam
bién moral», porque «la diplomacia idealista incurre de
masiado a menudo en el fanatismo».** De hecho, la acep
tación de un mundo gobernado por un concepto pagano
de interés propio ejemplificada por Tucídides concede a
la política mayores posibilidades de éxito: reduce las ilu
siones, limitando así el radio de acción del error de cál
culo. El liberalismo basado en la historia reconoce que la
libertad no emana de la reflexión abstracta ni de la mo
ral, sino de las decisiones políticas difíciles que toman
los gobernantes actuando en interés propio. Como seña
la el humanista e historiador danés David Cress, la liber
tad se desarrolló en Occidente principalmente porque
servía al interés del poder.**
— 92 —
V
LA VIRTUD MAQUIAVÉLICA
— 93 —
soldados israelíes que «fuesen a romperles los huesos»,
refiriéndose a los manifestantes palestinos. Otros me
dios menos violentos no habían conseguido calmar a los
manifestantes, mientras que el empleo de munición pro
vocó víctimas palestinas que, a su vez, engendraron nue
vos disturbios. El mundo presionaba a Israel para que
llegara a un arreglo con los palestinos. N o obstante, Ra-
bin optó por «romperles los huesos». Sabía que sólo los
regímenes debilitados y mal dirigidos, como el del difun
to sha de Irán, transigían con la anarquía callejera. Las ac
ciones de Rabin fueron condenadas por los liberales esta
dounidenses. Sin embargo, la posición de Rabin en las
encuestas de opinión israelíes comenzó a subir repentina
mente. En 1992 los electores israelíes de línea dura se pa
saron al moderado partido laborista sólo porque Rabin
encabezaba la lista. Una vez elegido primer ministro, Ra
bin utilizó sus nuevos poderes para firmar la paz con los
palestinos y los jordanos. Isaac Rabin, asesinado por un
activista de extrema derecha en 1995, es ahora un héroe
para los humanistas liberales de todo el mundo.
Los admiradores occidentales de Rabin prefieren olvi
dar su crueldad con los palestinos, pero Maquiavélo habría
entendido que tales tácticas eran esenciales para la «virtud»
de Rabin. En un mundo imperfecto, dice Maquiavélo, los
hombres buenos inclinados a hacer el bien deBensaber ser
malos. Y puesto que todos compartimos el mundo social,
añade, la virtud tiene poco que ver con la perfección indivi
dual y mucho con el resultado político. Así, para Maquia-
velo, una política se define no por su excelencia, sino por su
desSHIaceTsi no es eficaz, no puede^er virtuosa.*
— 94 —
¡I Al igual que Maquiavelo, Churchill, Sun Zi y Tucídi-
/des, también Raymond Aron cree en una moralidad de
' resultados y no de buenas intenciones. Tras la subida de
Hitler al poder, viendo que la política francesa de desar
me y negociación con Alemania no constituía ningún
sustituto de la preparación militar, Aron escribió que
«una buena política se mide por su eficacia», no por su
pureza, lo que prueba el hecho de que las verdades pa
tentes de Maquiavelo se redescubren independiente
mente en todas las épocas.’
Las tácticas severas de Rabin otorgaron a éste credi
bilidad para firmar la paz; así pues, sus tácticas poseían
virtud maquiavélica. Rabin fue sólo tan brutal como las
circunstancias requerían, no más. Luego empleó su
fama de brutalidad en beneficio de sus conciudadanos,
algo que también recomendó Maquiavelo. Rabin no
se ablandó simplemente para evitar la fama de violento
al mismo tiempo que permitía que continuara el de
sorden. También en esto actuó como un verdadero
príncipe.
En cambio, la decisión de la Administración Clinton,
en su primer mandato, de hacer depender la renovación
de la posición comercial de China como una de las na
ciones más favorecidas exclusivamente de una mejora de
la situación de los derechos humanos en aquel país no
fue virtuosa; no porque la política fracasara en su intento
de lograr una mejora de los derechos humanos en China,
sino porque estaba claro desde el principio que fracasa-
— 95 —
ría/ Esa política fue mojigata, emprendida con pocas
esperanzas de conseguir resultados prácticos, meramen
te para demostrar aquello que la Administración estado
unidense entendía como su superioridad moral.
En 1999 las Naciones Unidas sancionaron un refe
réndum sobre la independencia de Timor Oriental, en
posesión de Indonesia, que provocó ataques bien orga
nizados por parte de milicias contrarias a la independen
cia en ios que la capital, Dili, fue incendiada y miles de
personas fueron asesinadas, en muchos casos torturadas
y decapitadas. Esta escalada de terror era fácilmente pre
visible. Meses antes se había advertido reiteradamente a
las Naciones Unidas acerca de lo que ocurriría si se cele
braba un plebiscito sin garantías de seguridad.* Así pues,
en su alarmante falta de previsión, mala planificación y
caótica puesta en práctica, el ejercicio democrático de la
O N U carecía de virtud maquiavélica.
En 1957 el rey Hussein de Jordania disolvió un go
bierno elegido democráticamente que se estaba volvien
do cada vez más radical y prosoviético, e impuso la ley
marcial. Más tarde, en 1970 y de nuevo en los ochenta,
tomó medidas enérgicas contra los palestinos, que habían
tratado de derribar su régimen. Sin embargo, los actos an
tidemocráticos del rey Hussein salvaron su reino de unas
fuerzas que habrían sido más crueles que él mismo. Al
igual que su «hermano de paz» Rabin, el monarca jorda-
— 96 —
no empleó sólo la violencia justa y no más. En consecuen
cia, su violencia fue esencial para su virtud. (
El dictador chileno Augusto Pinochet, por otro lado,
empleó una violencia excesiva y, por lo tanto, carece de
virtud maquiavélica. Maquiavélo no habría aprobado las
acciones de Pinochet, de las Naciones Unidas en Timor
Oriental ni la política inicial de Clinton hacia China; en
cambio, habría levantado, sonriendo, su copa en honor
de Rabin y el rey Hussein en el sosiego de su propiedad
toscana.
Sustituyendo la virtud cristiana por la pagana, Ma-
quiavelo ha explicado mejor que ningún experto de
nuestro tiempo cómo Rabin y Hussein llegaron a ser lo
que fueron. Tampoco hay nada amoral en la virtud pa
gana de Maquiavélo. Isaiah Berlin escribe: «L os valores
de Maquiavélo no son cristianos, pero son valores mo
rales.» Son los valores de la antigua/>o/ís de Aristóteles
y Pericles, los valores que garantizan una comunidad
política estable.*
Tucídides escribe sobre la virtud, lo mismo que mu
chos autores romanos, especialmente Salustio.* Però Ma-
quiavelo abunda en ella. «Virtud», o virtù en el italiano
de Maquiavélo, deriva de vir, la voz latina que significa
«hombre». Para Maquiavélo, «virtud» equivale a «valor»,
«capacidad», «ingenuidad», «determinación», «energía» y
— 97 —
«habilidad»: vigor masculino, pero normalmente en bus
ca del bien general.® La virtud presupone ambición, pero
no sólo en aras del progreso personal.
En el capítulo octavo de Elpríncipe, Maquiavelo men
ciona a Agatocles el Siciliano, que llegó a ser gobernador
de Siracusa a finales del siglo iv a.C., para señalar que «la
suerte o el favor jugaron un papel muy pequeño o nulo»
en el éxito de Agatocles. Más bien fue «superando innu
merables dificultades y peligros» y «ascendió en la milicia
y adquirió poder». Sin embargo, Maquiavelo dice que
«no puede llamarse virtud a matar a los propios conciu
dadanos, traicionar a los propios amigos, ser traidor,
despiadado e irreverente» cuando se carece de un propó
sito elevado, como fue el caso de Agatocles.
La virtud pagana de Maquiavelo es virtud pública,
mientras que la virtud judeocristiana es, las más de las
veces, virtud privada. Un ejemplo célebre de buena vir
tud pública y mala virtud privada podrían ser las elusio-
nes un tanto maliciosas de la verdad por parte del presi
dente Franklin Delano Roosevelt para lograr que un
Congreso aislacionista aprobara en 1941 la Ley de Prés
tamo y Arriendo, que autorizaba el suministro de arma
mento a Inglaterra. «En efecto —escribe el dramatur
go Arthur Miller sobre Roosevelt—, la humanidad está
en deuda con sus mentiras.»’ En sus Discursos sobre
la primera década de Tito Livio, Maquiavelo aprueba
el fraude cuando sea necesario para el bienestar de la
— 98 —
polisT Ésta no es una idea novedosa ni cínica: Sun Zi es
cribe que política y guerra constituyen «el arte del enga
ño», que, si se practica sabiamente, puede conducir a la
victoria y la reducción del número de víctimas." El he
cho de que sea un precepto peligroso y fácil de emplear
mal no lo despoja de aplicaciones positivas.
Por supuesto que la virtud militar de Maquiavélo y
Sun Zi no siempre es conveniente para el liderazgo civil.
Los generales deben usar el engaño; los jueces, no. Me re
fiero únicamente a la política exterior, en la que la violen
cia y la amenaza de su aplicación se emplean sin recurrir a
ningún tribunal. Si bien las instituciones internacionales
se están consolidando, todavía no están lo bastante desa
rrolladas como para cambiar esta cruel realidad.
— 99 —
de los principales diplomáticos de Florencia, lo que le
permitió viajar a la Francia de Luis X II y conocer civiliza
ciones distintas a la suya. Cuando la caída de la dinastía
Borgia sumió el centro de Italia en la confusión, Maquia
velo, en 1505, visitó a los oligarcas más importantes de
Perusa y Siena para tratar de hacerlos aliados de Floren
cia. Al año siguiente presenció directamente el feroz so
metimiento de Perusa y Emilia por el papa guerrero Ju
lio II. Al mismo tiempo que mandaba despachos a Floren
cia sobre los progresos de la campaña de Julio, Maquiave
lo tuvo que visitar los campamentos de soldados florenti
nos y pagar su reclutamiento en la lucha para volver a
tomar Pisa. N o obstante, en cuanto Pisa fue recuperada en
1509, Florencia se vio amenazada por Francia y España.
La carrera política de Maquiavelo terminó abrupta
mente en 1512 con la invasión de Italia por fuerzas espa
ñolas fieles al papa Julio. Enfrentados al saqueo de su ciu
dad, los florentinos se rindieron y su república —^junto
con sus instituciones públicas— fue disuelta. Progresista
por naturaleza, Maquiavelo había reemplazado las fuer
zas mercenarias de la república por milicias de ciudada
nos. Pero las nuevas milicias no consiguieron salvar Flo
rencia y la familia Médicis regresó del exilio como la
oligarquía dominante. Maquiavelo les hizo ofertas de in
mediato, pero fue en vano; los Médicis le destituyeron
de su cargo y lo acusaron de tomar parte en una conspi
ración contra el nuevo régimen.
Tras ser encarcelado y torturado en el potro, M a
quiavelo fue autorizado a retirarse a su granja. Allí, en
1513, se encerraba todas las noches en su despacho y
meditaba sobre la historia de Grecia y Roma antiguas,
comparándola con su considerable experiencia de go
bierno, que, como la de Tucídides, incluyó responsa
— 100 —
bilidades militares, fracaso y humillación pública. La
sabiduría de ambos hombres fue consecuencia de sus
errores, mala suerte y sufrimientos. En el caso de Ma-
quiavelo, el resultado fue E l príncipe, su obra más co
nocida sobre política, publicada en 1532, tras su falleci
miento. Se trataba de una guía para ayudar a Italia y su
querida Florencia a defenderse contra los antagonistas
extranjeros intolerantes. Al enseñar a la reinstalada fa
milia Médicis cómo honrarse a sí mismos y a Florencia,
Maquiavélo escribió movido por la profunda tristeza
por la condición humana, que conocía personalmente:
■101
Italia de principios del Renacimiento, como demuestra
el legado artístico, literario y económico, poseía una cul
tura cívica profundamente arraigada y apoyada por am
plias comunidades culturales. La anárquica situación
que comparten Costa de Marfil, Nigeria, Pakistán, In
donesia y otros lugares en la actualidad puede ser peor,
de modo que los políticos estadounidenses, en vez de
andarse con cumplidos y condenar los elementos franca
mente autocráticos, no tendrán más remedio que traba
jar con el material disponible. En Indonesia, por ejem
plo, obligar a los nuevos gobernantes democráticos a
que segreguen todavía más a los militares —antes inclu
so de consolidar su poder y sus instituciones— proba
blemente conduciría al sangriento hundimiento del país
y no a una democratización más rápida.
Maquiavelo salió a relucir en las conversaciones que
mantuve con líderes políticos y militares en Uganda y
Sudán a mediados de los ochenta, en Sierra Leona a
principios de los noventa y en Pakistán a mediados de
esa misma década. En todos esos lugares —amenazados
por la corrupción, la anarquía y la violencia étnica— el
reto consistía en mantener el orden civil y la integridad
del estado por todos los medios y con todos los aliados
posibles. Si bien el objetivo final era moral, los medios
eran a veces ofensivos. En los casos de Uganda y Pakis
tán, significó golpes de estado. Después de derrocar al
líder electo de Pakistán, Nawaz Sharif, en octubre de
1999, el general Pervez Musharraf llamó al comandante
en jefe de las fuerzas estadounidenses en Oriente Próxi
mo, el general Anthony C. Zinni, y le explicó sus accio
nes con palabras que Maquiavelo bien podría haber em
pleado.
Defendiendo a Maquiavelo, el erudito Jacques Barzun
102-
afirma que si fue realmente un «monstruo moral», enton
ces «una larga lista de pensadores» —entre ellos Aristóte
les, san Agustín, santo Tomás, John Adams, Montes
quieu, Francis Bacon, Spinoza, Coleridge y Shelley, todos
los cuales «han aconsejado, aprobado o tomado prestadas
máximas maquiavélicas»— constituirían «una legión de
inmorales»." N o obstante, el recelo de Maquiavélo ha
convertido su nombre en sinónimo de cinismo y falta
dé é s c r ú j^ os. Es un odio avivado ofigmàriamente por la
C ^ n trai^ o rín a católica, cuyas piedades fueron definidas
por Maquiavélo como máscaras para el interés propio.
Maquiavélo, preeminente entre los humanistas renacen
tistas, puso el énfasis en los hombres en lugar de ponerlo
en Dios. Insistió en la necesidad política y no en la perfec
ción moral para formular su ataque filosófico a la Iglesia.
De este modo abandonó la Edad Media y contribuyó,
junto con otros, a inspirar el Renacimiento reanudando la
vinculación con Tucídides, Tito Livio, Cicerón, Séneca y
otros pensadores clásicos de Occidente."
Maquiavélo examina también los mismos temas que
los escritores de la antigua China. Tanto Sun Zi como los
autores del Xha,n Guoze —los discursos del período de
los reinos guerreros en China— creían, al igual que Ma-
quiavelo, que los hombres son perversos por naturaleza
y requieren formación moral para ser buenos TarñBién
como Maquiavélo subrayan el poder del interés propio
individual para forjar y mejorar el mundq^
Tanto El príncipe como los Discursos sobre la primera
103-
década de Tito Livio están repletos de ideas estimulantes.
Maquiavelo escribe que los invasores extranjeros apoyarán
las minorías locales contra la mayoría con el fin de «debili
tar a los poderosos dentro del propio país», que es como se
comportaron los gobiernos europeos en Oriente Próximo
en el siglo xix y principios del xx cuando armaron a mino
rías étnicas contra los gobernantes otomanos. Escribe so
bre la dificultad de derribar los regímenes existentes por
que los gobernantes, por muy crueles que sean, están
rodeados de hombres leales, que sufrirán si el soberano es
destronado; en este sentido, previó la dificultad de sustituir
dictadores como Saddam Hussein. «Todos los profetas ar
mados triunfan, mientras que los desarmados fracasan», es
cribe, pronosticando el peligro de un Bin Laden. Savonaro
la fue un profeta desarmado que fracasó, mientras que los
papas medievales, junto con Moisés y Mahoma, fueron
profetas armados que triunfaron. Hitler fue otro profeta
armado, y se necesitó un esfuerzo extraordinario para ven
cerle. Sólo cuando Mijaíl Gorbachov dijo claramente que
no defendería los regímenes comunistas en Europa del Este
con la fuerza, el profeta desarmado Vaclav Havel pudo
triunfar.
Sin embargo, es posible que Maquiavelo vaya demasia
do lejos. ¿Acaso no fue él mismo un profeta desarmado que
consiguió influir en los estadistas durante siglos con un
simple hbro? ¿N o fue Jesús un profeta desarmado cuyos
seguidores contribuyeron a hacer caer el Imperio romano?
Uno debe tener siempre presente que las ideas importan,
para bien y para mal, y que reducir el mundo simplemente
a luchas de poder equivale a hacer un uso cínico de Ma
quiavelo. N o obstante, algunos académicos e intelectuales
van demasiado lejos en la dirección opuesta: tratan de redu
cir el mundo simplemente a ideas y descuidan el poder.
— 104 —
Maquiavélo sostiene que los valores —buenos o ma
los— son ineficaces sin armas que los respalden: incluso
una sociedad civil necesita policía y un poder judicial creí
ble para hacer cumplir sus leyes. En con-secuencia, para
los políticos, proyectar el poder es lo primero; los valores
son secundarios. «El poder de hacer daño es poder de ne
gociación. Explotarlo es diplomacia», escribe el experto
en ciencias políticas Thomas Schelling.’* Abraham Lin
coln, el príncipe definitivo, comprendió esto cuando dijo
que la geografía norteamericana se ajustaba a una nación y
no a dos, y que su bando triunfaría siempre y cuando es
tuviera dispuesto a pagar el precio en sangre.’®El príncipe
de Maquiavélo, César Borgia, no consiguió unir Italia
contra el papa Julio, pero Lincoln fue lo bastante despia
dado como para atacar las granjas, casas y fábricas de los
civiles sudistas en la última fase de la guerra de Secesión."
De este modo Lincoln volvió a unir la zona templada de
América del Norte, evitando que cayera en manos de las
potencias europeas y dando lugar a una sociedad de masas
con unas leyes uniformes.
— 105 —
do demasiado a favor de los derechos humanos en Jor
dania, el rey Hussein podría haberse debilitado duran
te sus luchas por la supervivencia en los años setenta
y ochenta. L o mismo puede decirse de Egipto, donde
una política estadounidense completamente dominada
por la inquietud por los derechos humanos debilitaría
al presidente Hosni Mubarak, cuyo sucesor probable
mente mostraría un menor respeto por los derechos de
las personas. El mismo caso se da en Túnez, M arrue
cos, Turquía, Pakistán, la República de Georgia y mu
chos otros países. Si bien regímenes como los de Azer-
baiyán, Uzbekistán y China son opresivos, el vacío de
poder que probablemente los reemplazaría causaría to
davía más sufrimiento.
Para Maquiavelo, la virtud es lo contrario de la recti
tud. Con su machaconería incesante acerca de los valo
res, los republicanos y demócratas de Estados Unidos
parecen menos pragmáticos renacentistas que eclesiásti
cos medievales, porque dividen de manera beata el mun
do entre el bien y el mal.
El comentario de Isaiah Berlin, en el sentido de
que los valores de Maquiavelo son morales pero no
cristianos, plantea la posibilidad de varios sistemas de
valores justos pero de coexistencia incompatible. Por
ejemplo, si Lee Kuan Yew de Singapur hubiese adop
tado la doctrina estadounidense de las libertades indi
viduales, habrían resultado imposible la meritocracia,
la honradez pública y el éxito económico auspiciados
por su autoritarismo moderado. Mientras que Singa
pur ocupa uno de los primeros puestos en los índices
de libertad económica — libertad respecto a la confis
cación de bienes, códigos tributarios caprichosos, le
yes onerosas, etc.— , el estado africano de Benin, una
— 106 —
democracia parlamentaria, se encuentra en el cuarto
inferior de esos índices."
El ideal de Maquiavélo es la «patria bien gobernada»,
no la libertad individual. Es posible que a veces la «patria
bien gobernada» sea incompatible con un medio de comu
nicación agresivo, cuya búsqueda de la «verdad» puede dar
lugar a poco más que informaciones molestas y fuera de
contexto, por lo que el riesgo de denuncia puede persuadir
a los líderes para concebir nuevos métodos de discreción.
Cuanta más «moralidad» exijan los barones de la erudición
en situaciones complejas en el extranjero, donde todas las
opciones son malas o implican un gran riesgo, más virtù
necesitarán nuestros líderes para engañarlos. Así como los
sacerdotes del antiguo Egipto, los oradores de Grecia y
Roma y los teólogos de la Europa medieval socavaron la
autoridad política, también lo hacen los medios de comuni
cación. Si bien el recelo del poder ha sido fundamental en el
credo estadounidense, los presidentes y jefes militares ten
drán que tomarse un respiro en el acoso de los medios de
comunicación para enfrentarse a los retos de la toma de de
cisiones en décimas de segundo en las guerras futuras.
Los ideales de Maquiavélo influyeron en los Padres
Fundadores de Estados Unidos. Ciertamente, los funda
dores norteamericanos tenían más fe en la gente ordina
ria que Maquiavélo. N o obstante, el recuerdo del desas
tre de gobierno parlamentario de Oliver Cromwell en la
Inglaterra de mediados del siglo xvii los hizo sanamente
recelosos de las masas. «Los hombres son ambiciosos,
vengativos y rapaces», escribe Alexander Hamilton, ha
ciéndose eco de Maquiavélo (e, inconscientemente, de
— 107 —
los antiguos chinos)^' Es ,por ello que James Madison
prefería una «república» (en la que los antojos de las ma
sas se filtran a través de «sus representantes y agentes») a
una «democracia» directa, en la que el pueblo «ejerce el
gobierno personalmente».” El núcleo de la sabiduría de
Maquiavelo consiste en que la n ecesid ao ^irn aria y el
interés propiolimpuTsan la política, y queesto puede ser
Bueno en sí mismo, ya que los intereses propios en com-
petencia ponen los cimientos del término medio, mien
tras que los argumentos morales rígidos conducen a la
guerra y el conflicto civil, rara vez las mejores opciones.
^4(4aquiavelo subraya que «todas las cosas de los hom
bres están en m ovim iento y no pueden perm anecer
fijas». Así, la necesidad primaria es irresistible, porque,
como explica Harvey C. Mansfield, catedrático en Har
vard, «un hombre o un país puede permitirse la genero
sidad hoy, pero ¿qué ocurrirá mañana?».” Es posible
que Estados Unidos tenga el poder para intervenir en
Timor Oriental hoy, pero ¿podrá permitirse luchar en el
estrecho de Formosa y la península de Corea mañana?
La respuesta puede ser afirmativa. Si los estadouniden
ses disponen de recursos para detener una tragedia de
derechos humanos a gran escala, es positivo hacerlo, siem
pre y cuando valoren sus posibilidades no sólo para este
día, sino también para el siguiente. En una época de cri
sis constantes, la «previsión inquieta» debe constituir la
columna vertebral dFfo3a política prudente.^*
— 108 —
VI
DESTINO E INTERVENCIÓN
— 109 —
no su causa. Ésta podría tener su origen en la guerra ci
vil yugoslava que se desarrolló durante la Segunda Gue
rra Mundial, o, más probablemente, a principios de los
ochenta, cuando una economía frágil, una estructura de
seguridad en decadencia desde la guerra fría y una insu
rrección étnica albanesa contra los serbios en Kosovo se
combinaron para intensificar el conflicto étnico y propi
ciar condiciones favorables a una mayor violencia.
Condiciones favorables no significa inevitabilidad,
sino simplemente una posibilidad grande si los políticos
no hacen caso de lo evidente. Yugoslavia no era tan in
tratable ni compleja como para que Margaret Thatcher
no hubiese podido evitar que la guerra se propagara a
Bosnia golpeando furiosa la mesa con su bolso en cual
quiera de las reuniones celebradas por la O T A N en 1991
o principios de 1992, de haber sido todavía la primera
ministra británica.
Puesto que la detección temprana es una condición
sine qua non de la prevención de crisis, y dado que cir
cunstancias individuales como el golpe en el seno del
partido conservador que derrocó a Thatcher en 1990 no
se pueden prever, la política exterior ha de ser el arte de
organizar inteligentemente aquella información que sí se
pueda prever, con el fin de establecer un marco de refe
rencia, aunque impreciso, de los acontecimientos futu
ros. Ésa es la enseñanza de la «previsión inquieta» de
Maquiavelo.
Lo que se puede prever es aquello que cambia lenta
mente o no cambia en absoluto; el clima, los recursos bá
sicos, el ritmo de urbanización, las relaciones interétni
cas, el poder de la clase media, etc. Un motivo de que las
Naciones Unidas sigan de cerca los índices de alfabetiza
ción y fertilidad (y luego clasifiquen los países según un
— 110 —
índice de Desarrollo Humano basado en tales factores)
es que son descriptivos del presente e instructivos sobre
el futuro.
La suspensión de la segunda vuelta de las elecciones
argelinas, en enero de 1992, no fue la causa del terrorismo
islámico ni del conflicto civil en Argelia, sino tan sólo su
comienzo, i ^ t re las causas figuran los índices sorpren
dentemente elevados de crecimiento demográtic o y u r-
banización en las décadas anteriores a 1992, de modo que
legiones de varon es) óvenes frustrados y sin empleo
inundaban las ciudades y los suburbios.* También hay
que tener en cuenta la reinvención del islam en un escena
rio urbano moderno e impersonal que lo dota de un rigor
ideológico del que carecía en las zonas rurales. Estas cir
cunstancias podrían haber puesto fácilmente a los políti
cos sobre la pista del conflicto inminente en Argelia.
En 1989, cuando cayó el muro de Berlín, un analista
que confiara únicamente en las pruebas de la historia, la
cultura y la geografía habría podido prever el estado de
los antiguos países miembros del Pacto de Varsovia una
década más tarde. Antes de la Segunda Guerra Mundial y
del aplastamiento de Europa del Este por parte del Ejérci
to Rojo, los territorios católicos y protestantes de Alema
nia del Este, Polonia, Hungría y Checoslovaquia occiden
tal — todos los cuales habían formado parte del Imperio
de los Habsburgo— se habían vanagloriado de poseer una
clase media amplia y enérgica. La producción industrial en
— 111 —
el oeste de Checoslovaquia rivalizaba con la de Inglaterra y
Bélgica. La situación era distinta en las naciones balcánicas
de culto ortodoxo y en Rusia, abrumadas por siglos de ab
solutismo bizantino, otomano y zarista, donde las clases
medias eran puntos diminutos en medio de un vasto cam
pesinado. De esas naciones más pobres, Rusia fue siempre
la más desfavorecida, con un tejido social desgarrado por
más décadas de comunismo que los Balcanes y problemas
más complicados si cabe por el tamaño, la diversidad ét
nica y la proximidad a las regiones menos estables de
Asia. N o es de extrañar que, en el año 2000, el grado
de desarrollo económico en Europa del Este fuese
aproximadamente el mismo que antes de la Segunda
Guerra Mundial, siendo la parte septentrional de la re
gión, el antiguo Imperio de los Habsburgo, la más prós
pera, por delante de los Balcanes y de Rusia, la peor si
tuada. Entre tanto Croacia, obedeciendo el destino de
un territorio fronterizo entre Europa central y los Bal
canes, fue desgarrada por la violencia balcánica en los
años noventa, pero ahora avanza hacia la sociedad civil
más deprisa que sus vecinos meridionales.
Existen algunas excepciones a esta pauta histórica y
cultural; los serbios, que están peor que muchos rusos ur
banos; los católicos de etnia húngara en el norte de Serbia,
que están peor que los rumanos ortodoxos de Bucarest; y,
asombrosamente, Grecia, una nación balcánica y orto
doxa que está situada por delante de Polonia, la Repúbli
ca Checa y Hungría en el índice de Desarrollo Humano
de las Naciones Unidas.’ Pero que Grecia escapara del
— 112 —
comunismo y el subdesarrollo balcánico requirió una
contrainsurrección respaldada por Estados Unidos que
combatió las guerrillas comunistas, seguida por 10.000
millones de dólares en concepto de ayuda de la Doctrina
Truman (en dólares de la década de 1940) para un país con
sólo 7,5 millones de habitantes, y una gran injerencia por
parte de la C IA en la política interior griega durante los
años cincuenta.
Las ventajas de utilizar modelos históricos y cultura
les para vislumbrar el futuro son evidentes, pero tam
bién lo son los inconvenientes. ¿Qué habría ocurrido si
la Administración Truman hubiese abandonado a Gre
cia? A finales de los cuarenta, Grecia se encontraba atra
sada económicamente, sin una clase media tradicional,
desgarrada por las disensiones civiles, no expuesta a la
Ilustración occidental y geográfica y espiritualmente más
próxima a Rusia que a Occidente. La historia y la geogra
fía indicaban que ayudar a Grecia era una causa perdida.
Sin embargo, funcionó. Y por muy cara que resultara la
intervención estadounidense en Grecia fue barata com
parada con el coste en gastos de defensa y sufrimiento
humano porque evitó que Grecia se convirtiera en un sa
télite soviético en 1949.
El desmembramiento de la Unión Soviética es otro
argumento contra lo que Isaiah Berlin descartó como
«inevitabilidad histórica».'* Por muy enfermizo que fue
se el sistema soviético, el espectáculo de un imperio con
tinental desmoronándose rápidamente sobre sus cimien
tos, sin un ejército invasor que lo instigara, tuvo pocos
precedentes en la historia. Fue esta conclusión dramática
— 113 —
e imprevista de la guerra fria lo que incitó a uno de los
colegas de Berlin a declarar: «La “ inevitabilidad” tiene
bastante mala fama.»’
Un argumento conmovedor contra la inevitabilidad
son los Shi ji (Recuerdos históricos o hechos históricos
memorables), de Sima Qian, el Tucídides de la antigua
China, cuya historia de Ias dinastias Qin y Han incluye
muchos pasajes como éste:
— 114 — •
nómicas y otros antecedentes determinan de hecho el
futuro de individuos y naciones— no tendría tan mala
reputación. Las guerras rara vez se han ganado mediante
el fatalismo, y las victorias en el campo de batalla contra
fuerzas muy superiores han cambiado generalmente el
curso de la historia. «Una de las flaquezas perennes de
los seres humanos — escribe el difunto historiador britá
nico Arnold Toynbee— es imputar su fracaso a fuerzas
que escapan por completo a su control.»* Un gran líder
necesita un cierto sentido del idealismo y la posibilidad.
El príncipe de Maquiavélo ha perdurado en parte porque
es una guía instructiva para aquellos que no aceptan el
destino y exigen la máxima astucia para vencer fuerzas
más poderosas.
N o obstante, difícilmente se deriva de ello que los
políticos deban hacer caso omiso de todos los factores,
objetivos y subjetivos, que anuncian las crisis y permiten
tomar medidas para tratar de evitarlas.
— 115 —
la cuestión filosófica más sustancial que se presenta ante
los políticos de hoy en día, porque detrás de los errores
del marxismo y otros desatinos yace el error de leer con
excesivo rigor el pasado.
Si bien el marxismo es el caso clásico de una filosofía
determinista, el determinismo fue también un factor
presente en la política contemporizadora de la Alemania
nazi en los años treinta. La contemporización revelaba el
peligro de una estrecha fijación en el poder — quién lo
ostenta y quién no— que pone a uno en la difícil posi
ción de tomarlo o bien someterse. A saber, el director
favorable a la política contemporizadora de The Times
de Londres, Geoffrey Dawson, planteó que «si los ale
manes son tan poderosos como la gente dice, ¿no debe
ríamos ir con ellos?».’ Chamberlain creía que el rearme
de Hitler era una consecuencia preocupante pero inevi
table de la capacidad industrial de Alemania, su pobla
ción numerosa y dinámica y su posición estratégica en
el corazón de Europa. A sí pues, no se podía detener al
líder nazi.
A diferencia del respetable y honrado Chamberlain,
Churchill era un bebedor y se rodeaba de una «vergon
zosa pandilla de libertinos».” Fue precisamente una
personalidad como ésa, inestable y autoritaria, la que
— 116 —
constituyó un antídoto contra el fatalismo de Cham
berlain. Dada su exuberancia y su sentimentalismo res
pecto al Imperio británico, a Churchill le resultaba ini
maginable un desenlace que el primer ministro inglés
no ayudara a forjar. De este modo captó lo ilógico de la
actitud de Chamberlain hacia Hitler, que anulaba la in
fluencia del propio Chamberlain.
Churchill era un pluralista por naturaleza: alguien
que cree que muchas cosas (particularmente sus propias
acciones) interactúan, y que no hay una sola cosa que
determine verdaderamente el futuro. Como Ronald Rea
gan, otro líder que demostró ser más clarividente que el
mandarinato de Asuntos Exteriores que le desdeñaba,
Churchill estaba dotado de una pasión moral —un odio
puro— que resultó más efectiva que el pragmatismo y
fatalismo de Chamberlain.” El discurso inaugural de
Reagan parece sacado de Churchill: «Yo no creo en un
destino que caerá sobre nosotros hagamos lo que haga
mos. Creo en un destino que caerá sobre nosotros si no
hacemos nada.»
A Reagan pudo parecerle irracional creer en los ochen
ta que la guerra fría era transitoria y que el muro de Berlín
se desmoronaría. A este respecto, Reagan mostró otra
característica del determinismo: la de ser excesivamente
racional, un defecto al que los analistas políticos y otros
expertos son especialmente propensos. Un hombre me
ramente racional no habría desafiado a Hitler como lo
hizo Churchill.
Mientras que Churchill y Reagan representaron la fir
meza estratégica y moral contra unas fuerzas considera-
— 117 —
bles, en 1993 el presidente Clinton pareció encarnar el fa
talismo de los contemporizadores al no intervenir en la
antigua Yugoslavia para detener los crímenes de guerra
cometidos por serbios contra musulmanes en Bosnia.
Algunas de las críticas más acres contra la opción
de Clinton de no intervenir pronto en Bosnia proce
dieron de los admiradores de Isaiah Berlin, cuya de
fensa del derecho de los individuos a actuar contra las
grandes injusticias y las coacciones de la historia, la
cultura y la geografía ocupaba el trasfondo del debate
sobre Bosnia. Tanto Berlin como Churchill aborrecían
el determinismo, aun cuando la descripción geográfica
y cultural que hiciera Churchill en su The River War
esté impregnada de él. Es necesario explicar esta apa
rente contradicción con el fin de diferenciar la previ
sión inquieta, que es sensata, del determinismo, que a
menudo no lo es.
— 118 —
Berlin encarna el escepticismo y la valentía intelectual a
los que todos los estadistas deberían aspirar.
Berlin resumió su ataque contra el determinismo en
una conferencia pronunciada en 1953 y publicada al año
siguiente bajo el título de «Inevitabilidad histórica», en
la que tacha de inmoral y cobarde la creencia de que
enormes fuerzas impersonales como la biología, la geo
grafía, el entorno, las leyes de la economía y las caracte
rísticas étnicas determinan nuestras vidas.’* Berlin criti
ca a Toynbee y Edward Gibbon por ver las «naciones»
y «civilizaciones» como entidades «más concretas» que
los individuos que las personifican, y por ver abstraccio
nes como la «tradición» y la «historia» como «más sa
bias que nosotros». Michael Ignatieff, biógrafo de Ber
lin, escribe: «El núcleo de su concepto moral reside en
una intensa aversión por los intentos de negar a los seres
humanos su derecho a la soberanía moral. Tanto el co
munismo como el fascismo fueron culpables de ello por
el modo en que trataron de adoctrinar a sus adeptos y li
quidar a sus enemigos.»"
119-
cen evidentes, se necesitaba valor para sostenerlos en el
mundo académico en el que Berlin se movía, que se ha
llaba entonces en las fauces del marxismo y otras modas
pasajeras de las ciencias sociales.
H oy en día el marxismo y el fascismo contra los que
Berlin dirige sus ataques han sido vencidos. Pero otras
ideologías deterministas —el islamismo radical y la fe
ciega en la tecnología, por ejemplo— seguirán evolucio
nando, y es por ello que creo que la literatura antitotali
taria de Berlin sobrevivirá mucho tiempo después del si
glo XX. Sin embargo, los retos de la política exterior de
hoy no pueden resolverse sin remitirse hasta cierto pun
to al entorno, la demografía, las circunstancias históricas
y otros factores que Berlin, en su ataque devastador con
tra todas las formas de determinismo, parece a primera
vista rechazar.
Parafraseando al filósofo alemán Immanuel Kant, Ber
lin dice que el determinismo es incompatible con la mora
lidad porque sólo aquellos «que son los verdaderos auto
res de sus actos [...] pueden ser alabados o censurados por
lo que hacen».” N o está diciendo que el entorno, la de
mografía y las circunstancias históricas no importen, ni
que no afecten a la opción individual; dice tan sólo que en
el análisis final, todos nosotros —periodistas, estadistas,
jefes militares étnicos, etc.— debemos asumir la respon
sabilidad moral sobre nuestras acciones, por mucho que
puedan estar influidas por fuerzas externas. Admitiendo
cómo el entorno influye en acciones y deseos, Berlin es
cribe: «Difícilmente se puede esperar que los hombres
que viven en condiciones en las que no hay suficiente co-
— 120 —
mida, calor, abrigo y un grado mínimo de seguridad se
preocupen por la libertad de contrato o de prensa.»’*
— 121 —
un papel mínimo o nulo en sus análisis, mientras que
las enormes fuerzas impersonales como la geografía y
la historia tienen un papel muy destacado. L o s méto
dos de este centro no son únicos en la comunidad mi
litar y los servicios de información estadounidenses.
Basándose en gran medida en orientaciones históri
cas, especialmente una tendencia al conflicto étnico,
la Agencia Central de Inteligencia (C IA ) advirtió del
brote de violencia en Yugoslavia un año antes de que se
produjera. Fue una suposición legítima al servicio de la
previsión inquieta. Cuando Berlin censura el determi
nismo, jamás dice que debamos hacer caso omiso de los
signos inminentes de peligro.
Así, cuando Churchill escribió sobre la incidencia de
la geografía, el clima y la historia sobre los habitantes
africanos y árabes de Sudán no estaba siendo fatalista;
tan sólo comunicaba lo que sabía y había experimenta
do, ilustrando con ello el extraordinario esfuerzo que se
requeriría para cambiar las cosas en aquel país.
Esa franqueza es absolutamente necesaria. Tratar cada
país y cada crisis como una pizarra en blanco, repleta de
posibilidades optimistas, es peligroso; lo que es factible en
un lugar puede no serlo en otro. En este sentido, Ray-
mond Aron escribe acerca de «una ética sensata, arraigada
en la verdad del “ determinismo probabilista”», porque
«la opción humana actúa siempre dentro de ciertas coac
ciones o limitaciones como la herencia del pasado».’®La
— 122 —
palabra clave aquí es «probabilista», es decir, un determi
nismo parcial o vacilante que reconoce diferencias obvias
entre grupos y regiones pero no simplifica excesivamen
te, y que deja la puerta abierta a muchas posibilidades. El
arte de gobernar con valentía nunca hace apuestas teme
rarias basadas en la esperanza; actúa cerca de los lími
tes de lo que parece factible en una situación dada, por
cuanto hasta las situaciones más terribles pueden tener
desenlaces mejores o peores.
■123
La obsesión de Estados Unidos por el desastre de Mú-
nich demuestra lo selectiva que ha sido siempre la política
exterior estadounidense respecto a qué emergencias se
consideran importantes y cuáles no. En 1919 los aliados
occidentales reconocieron la conquista ilegal de la penín
sula china de Shandong por parte de Japón. Volvieron a
mostrarse contemporizadores cuando en 1932 Japón em
prendió la conquista de Manchuria. Esto condujo en 1937
al «saqueo de Nanjing», donde los soldados nipones «ma
taron con sus propias manos» a entre 40.000 y 60.000 civi
les chinos usando bayonetas, ametralladoras y querose
no." N o obstante, en las encendidas discusiones sobre
Bosnia, Ruanda y Timor, fue Munich lo que normalmen
te salió a colación; no Nanjing, aun cuando sigue siendo
una importante cuestión diplomática sin resolver entre
Japón y China. La particularidad de la memoria colectiva
sugiere que los estadounidenses serán igualmente juicio
sos respecto a intervenciones futuras, especialmente da
das las limitaciones de sus recursos políticos y militares y
la enormidad del mundo y sus complejos problemas.
Los norteamericanos intervendrán, y deberían ha
cerlo, cada vez que un interés estratégico irresistible se
cruce con un interés moral, como ocurrió en los años
treinta tanto en Manchuria como en Europa central y,
más recientemente, en Bosnia. Pero, en otros casos, las
decisiones de intervenir se basarán en una variedad de
factores legítimos; la geografía, las pautas históricas y
étnicas, la facilidad de actuación, los puntos de vista de
— 124 —
los aliados y el alcance de la propia determinación, que,
si es suficiente, puede pasar por encima de todos los obs
táculos. La aparición de un verdadero cuerpo policial
mundial aumentará el ámbito de participación, pero no
ad infinitum.
El cristianismo trata de la conquista moral del mundo,
mientras que la tragedia griega trata del choque de ele
mentos inconciliables. Como Maquiavelo manifiesta con
crueldad, pero también con precisión, el progreso suele
derivar del daño ajeno.^° Al decidir dónde intervenir, los
políticos tendrán que poner esas verdades difíciles al ser
vicio de los objetivos de largo alcance de Washington;
la política exterior estadounidense deberá reconocer que,
mientras que la virtud es positiva, una virtud excepcional
puede ser peligrosa.^'
Las personas y su destino importan en todas partes.
A sí pues, cada vez que Estados Unidos generalice al res
pecto y deje de intervenir, será culpable de indiferencia,
ignorancia y cálculo político. Por otro lado, no se puede
hacer como la cañonera humeante que aparece en El co
razón de las tinieblas de Conrad, que disparaba indiscri
minadamente a la oscura inmensidad.^^
— 125 —
VII
_127 —
el final; y tradujo la Odisea y la Ilíada de Homero a los
ochenta y tantos. H ijo de un vicario que le abandonó
cuando tenía cuatro años, fue criado por un tío próspe
ro y estudió en Oxford, donde cursó geografía entre
otras disciplinas. Como tutor de un joven rico, William
Cavendish, Hobbes tuvo el privilegio de viajar por E u
ropa y utilizar una magnífica biblioteca, en la que em
prendió un viaje intelectual que le llevaría a través de los
clásicos griegos y latinos, la historia, las ciencias y las
matemáticas, todo lo cual compiló en una serie de grue
sos tomos de filosofía, principalmente en el Leviatán,
tan controvertido en vida de Hobbes como en la actuali
dad debido a su preferencia por la monarquía sobre la
democracia y su duda de que los seres humanos tengan
la capacidad de opción moral. Hobbes realizó también
una traducción de la Historia de la guerra del Pelopo
neso de Tucídides que sigue leyéndose en la actualidad.
Hobbes fue influido por el descontento que se apo
deró de Inglaterra en los años treinta del siglo xvil, segui
do por las guerras civiles de 1642-1651. Aunque muchos
de sus temas políticos ya se habían articulado antes de la
anarquía de los años cuarenta del siglo xvii, aquellos terri
bles sucesos consolidaron y pulieron sus puntos de vista.
En 1642 las quejas sobre los impuestos, los monopo
lios y el papel del clero condujeron a una guerra entre el
rey Carlos I y el Parlamento. El «nuevo ejército mode
lo» parlamentario avanzó por el suroeste de Inglaterra,
mientras que los escoceses rebeldes invadieron el norte.
La huida de las tropas monárquicas obligó a Carlos a
buscar refugio entre los escoceses, quienes lo entregaron
a sus enemigos parlamentarios. Carlos escapó, iniciando
así otra orgía de batallas ganadas por el nuevo ejército
modelo, que le juzgó y ejecutó en 1649. Luego la lucha
— 128 —
se extendió a Irlanda, donde los católicos y monárquicos
leales a Carlos II —recién coronado en Escocia y con
nuevos aliados escoceses— se rebelaron contra el ejérci
to parlamentario. Aunque el Parlamento sofocó la re
vuelta en Irlanda, no pudo evitar que Carlos II se aden
trara profundamente en Inglaterra. Pero el nuevo rey no
tardó en ser derrotado, lo que puso fin a las guerras civi
les en 1651.
El lord protector de la Commonwealth fue Oliver
Cromwell, un fogoso puritano que más de dos décadas
antes había protagonizado el ataque contra los obispos
de Carlos I que contribuyó al inicio de la guerra civil.
Cromwell creía que los cristianos podían comunicarse
directamente con D ios sin la mediación del clero. Con
su genio organizador, había fundado el nuevo ejército
modelo del Parlamento, que resultó demasiado podero
so incluso para la propia institución parlamentaria, lo
que obligó a algunos de sus miembros a pedir la ayuda
de los escoceses contra él. Fue la escisión entre el Par
lamento y su ejército lo que alentó a los monárquicos a
reanudar la guerra civil, pese a las numerosas bajas.
Después de que su ejército disolviera el Parlamento,
Cromwell se erigió en un verdadero dictador. Trató de
sustituir el Parlamento con un segundo cuerpo legislativo,
que, debido a su radicalismo, recibió el nombre de Asam
blea de los Santos. Fueron los seguidores de Cromwell,
conocidos como «cabezas redondas» —a causa de su pelo
cortado muy corto— quienes profanaron sepulcros con
bajorrelieves e imágenes religiosas, que consideraban ído
los. Cromwell murió de malaria en 1658. En 1661, tras la
restauración del reinado de Carlos II, sus restos embalsa
mados fueron sacados de la abadía de Westminster y vuel
tos a enterrar con los de los criminales en Tyburn.
— 129 —
Si bien Hobbes residió en Paris durante la mayor
parte de ese período, estuvo en compañía de exiliados
monárquicos que habían huido de Inglaterra para salvar
sus vidas. Así, como Tucídides y Maquiavélo, su filoso
fía es indisociable de la agitación política que conoció di
rectamente.
Hobbes basaba su filosofía en acontecimientos histó
ricos y contemporáneos, como hicieran también Tucídi
des y Maquiavélo; en ellos encontraba ejemplos de cómo
los seres humanos se comportaban en función de sus pa
siones. La historia enseñaba a Hobbes que, así como la
vanidad y el exceso de confianza pueden cegar a los
hombres, el miedo puede hacerles ver con claridad y ac
tuar moralmente. Según Hobbes, la virtud está arraigada
en el miedo. Y «la esencia de la virtud — escribe H ob
bes— consiste en ser sociable con los que serán sociables
y temible con los que no lo serán».’
Entre los muchos análisis útiles del pensamiento de
Hobbes, quizás el más claro es The Political Philosophy of
Hobbes: Its Basis and Its Genesis, del experto en ciencias
políticas de la Universidad de Chicago Leo Strauss, publi
cado en 1936.* Para Strauss y otros, Hobbes puede ser el
máximo exponente de pesimista constructivo. Su pers-
— 130 —
pectiva de la naturaleza humana es sumamente .som
bría. Según Hobbes, el altruismo es antinatural, los se
res humanos son rapaces, la lucha del hombre contra
los demás es la condición natural de la humanidad y la
razón suele ser impotente contra la pasión. Este con-
cepto de la naturaleza humana constituye la base para
la separación de poderes perfilada en la Constitución
estadounidense, como corroboran los comentarios de
Hamilton en el sentido de que «las pasiones de los hom-
bres no se someterán a los dictados de la razón sin coac-
T ción» y de M adison respecto a que «la ambición debe
estar hecha para contrarrestar la ambición».’ En un
guiño más general a Hobbes, Hamilton y Madison
subrayaron con firmeza el poder de los motivos irra
cionales sobre los ideales. «A menudo los hombres se
oponen a una cosa simplemente porque no han tenido
parte en su planificación —escribe Hamilton— o por
que puede haber sido planeada por aquellos a los que
tienen aversión.»*
Hobbes escribe que los seres humanos se parecen a
los otros animales en que están constantemente expues
tos a múltiples impresiones, las cuales despiertan en ellos
temores y apetitos sin fin. Puesto que los seres humanos
pueden imaginar el futuro, son menos vulnerables a las
impresiones momentáneas. N o obstante, su capacidad
de pensar en lo que vendrá les produce apetitos y temo
res adicionales, sin precedentes en el reino animal. Así
pues, el hombre es «el animal más astuto, más fuerte y
más peligroso».’
— 131 —
El mayor temor de un hombre, nos dice Hobbes, es a
la muerte violenta: morir a manos de otro hombre. H ob
bes afirma que este miedo «prerracional» constituye la
base de toda la moralidad, por cuanto obliga a los hom
bres a la «concordia» entre sí.* Pero es una moralidad de
necesidad, no de elección. Los seres humanos, con el fin
de protegerse físicamente, no tienen más remedio que
someterse al Gobierno, que Hobbes compara con un
Leviatán: lo que Dios, en el Libro de Job, llama el «rey
de todos los hijos del orgullo».*
Este punto de vista no era del todo original. Aristóte
les, en el siglo iv a.C., había indicado que la ciudad-esta
do nace para la defensa de vidas y propiedades contra los
criminales.* Y en el siglo xiv Ibn Jaldún, político y soció
logo árabe, definió «la autoridad real» como aquella que
ejerce una «influencia represora» sobre otros hombres,
«por cuanto la agresividad y la injusticia forman parte de
la naturaleza animal del hombre».* Lo que Hobbes hizo
fue explicar con más detalle una idea antigua.
Puesto que su propósito inicial es evitar que los
hombres se maten unos a otros, el Leviatán es un mono
polizador de la fuerza. Así, se puede «dar por supuesto»
el despotismo como el estado de cosas natural.’“ Hobbes
prefería la monarquía a otras formas de gobierno porque
reflejaba la jerarquía del mundo natural. Si bien la demo-
— 132 —
cracia y otros tipos avanzados de régimen son «artificia
les», pueden tener éxito, pero requieren un pueblo edu
cado, además de elites con talento, para echar raíces."
«Antes de que los conceptos de justo e injusto pue
dan darse —escribe Hobbes para la posteridad—, debe
existir algún poder coercitivo.»" Porque «allí donde no
ha precedido ningún pacto [...] cada hombre tiene dere
cho a todas las cosas, y, en consecuencia, ninguna acción
puede ser injusta».” En resumen, en el mundo violento
de los hombres un acto es inmoral tan sólo si es punible.
Sin un Leviatán que castigue lo que es incorrecto, no^
puede haber escapatoria del caos del estado natural.
En 1995 y 1996 los habitantes de Freetown, la capital
de Sierra Leona, estuvieron protegidos por la presencia
de mercenarios surafricanos. Cuando éstos se marcha
ron, en 1997, hubo un golpe militar que desencadenó la
anarquía y graves violaciones de derechos humanos. El
Gobierno civil sólo recuperó el poder con la ayuda de
otro grupo de mercenarios, esta vez procedentes del Rei
no Unido.” Cuando éstos se fueron, un ejército de ado
lescentes adictos a las drogas invadió Freetown en di
ciembre de 1998, matando, mutilando y secuestrando a
miles de personas mientras el orden en la capital se rom
pía por completo. D os años más tarde, cuando la misma
turba rodeaba de nuevo Freetown, la comunidad interna
cional envió comandos británicos para proteger la capi
tal. Sierra Leona, sin instituciones eficaces, sin economía
11. Ibidem.
12. Leviathan, capítulo 15.
13. Ibidem.
14. Véase Christina Lam b y Philip Sherwell: «Sandline Boss
Blames Blair for Carnage in Sierra Leone», The Sunday Telegraph
(14-5-2000).
— 133 —
y con multitud de jóvenes armados, era una réplica del es
tado natural.'Lo que necesitaba no eran elecciones, sino
un Leviatán, un régimen lo bastante poderoso como para
monopolizar el uso de la fuerza y proteger a los habitan
tes de la anarquía de las bandas armadas. A sí como un ré
gimen despótico debe preceder a uno liberal, el orden
debe preceder a la democracia, porque el Estado en su
forma original sólo puede emanar del estado natural. N o
servirá de nada celebrar elecciones en Haití o en la Repú
blica Democrática del Congo si no existe un gobierno ca
paz de atajar la violencia.
La libertad sólo es posible una vez establecido el or
den. «Decimos que la naturaleza del hombre es la bús
queda de la libertad —escribe Isaiah Berlin—, aun cuan
do muy pocos hombres en la larga vida de nuestra raza la
han perseguido de veras, y parecen contentarse con ser
gobernados por otros. [...] ¿Por qué se debería clasificar al
hombre sólo en términos de lo que en el mejor de los ca
sos pequeñas minorías de aquí y allá buscaron en su pro
pio beneficio, pero incluso con menos lucha activa?»" El
catedrático de Harvard Samuel P. Huntington, en su obra
clásica E l orden político en las sociedades en cambio, inci
de más directamente en Hobbes: «L a distinción política
más importante entre países concierne no a su forma de
gobierno, sino a su grado de gobierno. Las diferencias en
tre democracia y dictadura son más pequeñas que las di
ferencias entre aquellos países cuya política encarna el
consenso, la comunidad, la legitimidad, la organización,
— 134 —
la eficacia y la estabilidad y aquellos países cuya política
es deficiente en estas cualidades.»”
Hobbes afirma que el miedo a la muerte violenta (no
el miedo al castigo por un crimen cometido) es la base de
la conciencia, y también de la religión. El miedo a la muer
te violenta es un temor intenso y clarividente que permi
te a los hombres comprender plenamente la tragedia de
la vida. Es a partir de esa constatación que los hombres
adoptan las convicciones internas que los llevan a fundar
sociedades civiles, mientras que el miedo al castigo es un
«temor momentáneo que sólo ve el siguiente paso»."
El miedo a la muerte violenta es la piedra angular del
interés propio ilustrado. Al establecer un estado, los
hombres sustituyen el miedo a la muerte violenta —un
temor mutuo que lo impregna todo— por el miedo que
sólo aquellos que infringen la ley deben afrontar.
Los conceptos de Hobbes son difíciles de entender
para la clase media urbana que desde hace ..cmpo ha per
dido el contacto con el estado natural del hombre. Pero,
por muy adelantada cultural y tecnológicamente que sea
una sociedad, seguirá siendo civil sólo mientras pueda
imaginar de algún modo la condición original del hombre.
Por supuesto que las drogas y la biotecnología pue
den transformar la naturaleza humana en nuestro tiem
po, pero sólo pueden hacerlo en las regiones avanzadas
del mundo, donde quienes poseen el control de estos re
cursos emplearán, como siempre, principios nobles en la
búsqueda de su interés propio. Por otra parte, cuanto
mayores sean los progresos en biotecnología, menos te-
— 135 —
meremos la muerte; y, según los cálculos de Hobbes,
más vanidosos y en consecuencia inmorales nos volvere
mos probablemente. Con más desarrollo tecnológico,
nuestras pasiones serán más refinadas y obsesivas, lo que
aumentará nuestra propensión a la crueldad. Cuanto más
creamos que nos hemos alejado del estado natural, más
necesitaremos que Hobbes nos recuerde lo cerca que es
tamos en realidad de él.
— 136 —
NACIÓN sin un g o b i e r n o
n a c i o n a l — escribe Hamilton—
— 137 —
bierno para que controle a los gobernados, y a continua
ción obligarlo a controlarse a sí mismo. La dependencia
del pueblo es, sin duda, el control principal del gobierno;
pero la experiencia ha enseñado a la humanidad la necesi
dad de precauciones auxiliares.»"
Esas precauciones —que Madison denomina «inven
ciones de prudencia»— son los mecanismos de control que
dividen el Gobierno de Estados Unidos en los poderes eje
cutivo, legislativo y judicial, y la rama legislativa se bifurca
a su vez en un Senado y una Cámara de Representantes.**
Pero aun cuando los Padres Fundadores creían me
nos en la monarquía que Hobbes, se concentraron en
el problema de cómo la pasión y el interés propio im
pulsan a los hombres a perjudicar a otros. De ahí la re
flexión esperanzada de Madison de que la futura «Repú
blica de los Estados Unidos» constaría de una sociedad
«dividida en tantas partes, intereses y clases de ciudada
nos que los derechos de los individuos, o de la minoría,
correrían poco peligro frente a las combinaciones intere
sadas de la mayoría». La seguridad, concluye Madison,
sería garantizada por una «multiplicidad de intereses» y
una «multiplicidad de sectas».**
Si bien los Padres Fundadores recorrieron una gran
distancia a partir de Hobbes, jamás se alejaron de su te
sis principal: que el buen gobierno sólo puede surgir de
una comprensión astuta de las pasiones de los hombres.
Como escribe Madison, «se puede esperar tan poco de
una nación de filósofos como de la estirpe filosófica
de reyes anhelada por Platón».**
— 138 —
N o obstante, así como es imposible concebir la Re
volución norteamericana sin la invención de los tipos
móviles por parte de Gutenberg, también es imposible
imaginarla sin la filosofía de Hobbes y Maquiavelo. Fue
Maquiavelo quien identificó la necesidad del hombre de
adquirir provisiones materiales como la base de cual
quier conflicto. Y puesto que el futuro es imprevisible,
un hombre nunca sabe cuánta riqueza material es sufi
ciente; de este modo sigue adquiriendo, lo necesite o no.
Esto llevó a Hobbes a esbozar un órgano imparcial de
supervisión —el Estado— que regulara pacíficamente la
lucha por la posesión.” Hobbes, el primer filósofo que
distinguió completamente el Estado de la sociedad, pre-
vió una autoridad burocrática moderna cuyo objetivo,
según él mismo y los Padres Fundadores, no era nunca
perseguir el bien supremo, sino únicamente el bien co
mún.”
Los Padres Fundadores suscribieron la idea de la vir
tud pagana. Reconociendo que la facción y la lucha son
esenciales para la condición humana, sustituyeron las es
feras de la política de partido y el mercado por campos
de batalla reales.’®Al igual que Esparta, Estados Unidos
sería un «régimen mixto» en el que los distintos poderes
— 139 —
lucharían unos contra otros; pero mientras que Esparta
se consagró a la guerra, Estados Unidos —protegido por
grandes océanos— se dedicaría al comercio pacífico.*’
El buen gobierno —y, asimismo, la buena política ex
terior— dependerá siempre de una comprensión de las
pasiones humanas, que emanan de nuestros miedos ele
mentales. Según Hobbes, la razón y la moralidad son res
puestas lógicas a los distintos obstáculos y peligros que
afrontamos en nuestras vidas. Así, la filosofía (la investi
gación racional) trata de la resolución de fuerzas, y en po
lítica exterior eso conduce a la búsqueda de orden.**
— 140 —
cas de jóvenes serán especialmente comunes en lugares
como Cisjordania, Gaza, Kenia, Zambia, Pakistán, Egip
to, etc. Esto nos lleva a Malthus, el filósofo más relacio
nado con las consecuencias negativas del crecimiento
demográfico. N o s guste o no, las crisis en muchos paí
ses en el futuro previsible serán de signo hobbesiano y
malthusiano.
Hace años, en el cuartel general del Mando Militar
Central (CEN TCO M ) de Estados Unidos en Tampa (Flo
rida), me entrevisté con el comandante en jefe, el general de
la Marina Anthony Zinni. Comentamos las amenazas que
surgían en Oriente Próximo, la zona de responsabilidad del
C EN TCO M , y hablamos sobre los menguantes recursos
hidráulicos, el crecimiento demográfico y el desafío que
esas tendencias planteaban a los distintos regímenes. Los
otros militares y estudiosos presentes no pusieron en duda
la importancia de esas tendencias. A fin de cuentas, muchos
de los escenarios de conflicto en las últimas décadas —In
donesia, Haití, Ruanda, la franja de Gaza, Argelia, Etiopía,
Sierra Leona, Somalia, Cachemira, Islas Salomón, etc.—
presentaban índices anormalmente altos de crecimiento de
mográfico, sobre todo entre los jóvenes, y escasez de recur
sos antes de los brotes de violencia.
Por evidente que esa idea pueda parecer, la debemos a
la obra de Thomas Robert Malthus Primer ensayo sobre
la población. El ensayo de Malthus, publicado en 1798,
era una reacción al optimismo de los pensadores preemi
nentes de la época, de manera destacada William Godwin
en Inglaterra y el marqués de Condorcet en Francia, alen
tados por la proximidad de un nuevo siglo y el ambiente
de cambio y libertad que barría Europa después de la Re
volución francesa (las guerras napoleónicas todavía no se
atisbaban en el horizonte).
- 1 4 1 -—
Godwin creía que los hombres, guiados por la razón,
eran perfectibles, y que su racionalidad les permitiría vivir
pacíficamente en el futuro sin leyes ni instituciones. En
lugar del Estado, proponía comunidades dotadas de auto
gobierno. Condorcet —que recibió con entusiasmo el co
mienzo de la Revolución francesa para morir después en
prisión como una de sus víctimas— creía, como Godwin,
que los seres humanos eran capaces de progresar infinita
mente hacia una perfección absoluta, con la destrucción
de la desigualdad entre naciones y entre clases como con
secuencia.** Malthus replicó que la perfección humana
contradecía las leyes de la naturaleza. Este mismo punto
de vista fue suscrito por Tucídides a principios del si
glo V a.C., Maquiavélo en el siglo xvi, Hobbes en el xvii,
Edmund Burke y los Padres Fundadores de la Constitu
ción americana en el xviii e Isaiah Berlin y Raymond Aron
en el xx. Aun cuando las sociedades ideales imaginadas
por Godwin y Condorcet llegaran a existir, argumentaba
Malthus, la prosperidad, por lo menos al principio, incita
ría a la gente a tener más hijos que vivirían más tiempo, lo
que daría lugar a un crecimiento de población que provo
caría, a su vez, sociedades más complejas, con elites cerra
das y subclases. El ocio, agregó Malthus, causaría tanto
perjuicio como beneficio. En cuanto a la satisfacción hu
mana, escribe: «Las sedas finas y los algodones, los enca
jes y demás lujos ornamentales de un país rico pueden
— 142 —
contribuir de forma muy considerable a aumentar el valor
canjeable de su producción anual; sin embargo, contribu
yen en un grado muy pequeño a aumentar el volumen de
felicidad en la sociedad.»”
Cuando Charles Darwin leyó el ensayo de Malthus en
1838, anunció: «Por fin he encontrado una teoría con la
que trabajar.»” Darwin veía de qué manera la lucha por los
recursos en una población en aumento podía preservar las
variaciones favorables y acabar con las desfavorables, con
duciendo así a la formación de nuevas especies. En 1933
John Maynard Keynes escribió acerca del ensayo de Mal
thus: «Está profundamente arraigado en la tradición de la
ciencia humanística [...], una tradición caracterizada por el
amor a la verdad y una lucidez sumamente noble, por una
cordura prosaica exenta de sentimiento o metafísica, y por
un inmenso desinterés y espíritu público.»”
Sin embargo, la principal teoría de Malthus —que la
población aumenta geométricamente mientras que los
recursos alimenticios sólo lo hacen de forma aritméti
ca— era errónea. Fue Condorcet quien acertó al prede
cir que las herramientas de la revolución industrial con-
— 143 —
tribuirían de un modo significativo al rendimiento agríco
la. Así, Condorcet expuso el defecto fundamental al ren
dimiento de Malthus: que dado que el alimento y la ener
gía requeridas para nuestra supervivencia proceden, en
última instancia, del Sol, y éste tardará miles de millones
de años en apagarse, los métodos que podemos concebir
para aprovechar esa energía son virtualmente ilimitados.**
Con todo, los teóricos sociales pueden ser juzgados
por las preguntas que plantean más que por las que contes
tan. Si bien Condorcet tenía razón, Malthus fue mucho
más allá. Incluso más que Adam Smith en Investigación
sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones;
Malthus introdujo el tema de los ecosistemas en la filosofía
política contemporánea, enriqueciéndola en grado sumo.
Los hombres podemos ser más nobles que los monos,
pero no dejamos de ser seres biológicos. En consecuencia,
Malthus sugirió que nuestros políticos —nuestras relacio
nes sociales— se ven afectados por las condiciones natura
les y las densidades de población de la Tierra.
Malthus, el sexto hijo del adinerado y liberal Daniel
Malthus, nació en 1766 con un labio leporino y paladar
hendido. En Cambridge estudió matemáticas, historia y
filosofía, pero en parte por su defecto de habla decidió
entrar en la Iglesia y llevar una vida un tanto retirada en
el campo. Padre e hijo estaban muy unidos, y el joven
Malthus, un escéptico conservador, mantuvo muchas
discusiones amistosas con su progenitor, influenciado
éste por los ideales utópicos de Jean-Jacques Rousseau y
la Revolución francesa. Aunque no estaba de acuerdo
con su conservador hijo, Daniel Malthus se sintió tan
— 144 —
impresionado por el razonamiento del joven que le con
venció para que plasmara sus pensamientos en papel.
El ensayo que se derivó del orgullo paterno perturbó
intensamente la paz. Malthus, uno de los hombres más
tranquilos y joviales, al que no importunaban nunca las in
terrupciones (especialmente de los niños, a los que dedica
ba toda su atención), fue humillado por la elite literaria de
la época, entre otros por Wordsworth, Coleridge y She-
lley.” Este último calificó a Malthus de «eunuco y tirano»
y «apóstol de los ricos» por su realista declaración, basada
en la observación empírica, de que «no podemos esperar ex
cluir a los ricos y la pobreza de la sociedad».” En Canción
de Navidad, de Dickens, el personaje Ebenezer Scrooge,
que había comentado que los pobres podrían morir y
«reducir el exceso de población», satirizaba a Malthus.*®
Friedrich Engels tachó el ensayo de Malthus de «blasfemia
repugnante contra el hombre y la naturaleza».*’
La teoría geometricoaritmética de Malthus de cómo
la pobreza es consecuencia del exceso de población fue
sólo un ejemplo de su tesis más amplia sobre las relacio
nes entre paz social y provisiones. En 1864 John Stuart
— 145 —
Mili señaló en defensa de Malthus que «hasta el lector
más ingenuo sabe que Malthus no hizo hincapié en este
desafortunado intento de dar precisión numérica a cosas
que no la admiten, y cualquier persona sensata debe
comprender que esto es completamente superfluo en su
razonamiento»/* De hecho, Malthus revisó su ensayo
seis veces, y abandonó su argumento numérico al mismo
tiempo que mantenía la tesis central; que la población se
dilata hasta los límites impuestos por sus medios de sub
sistencia. Y puesto que los aumentos de provisiones
conllevaban incrementos de poblaciones (por lo menos
en las sociedades preindustriales y protoindustriales a
las que Malthus se refiere), esa deducción era razonable.
Allí donde la comida escasea, ya sea por causa de los
precios, la mala distribución, la malversación política o la
sequía, a menudo se han producido conflictos o padecido
enfermedades. En Etiopía y Eritrea, en los años ochenta, vi
personalmente cómo una sequía causada en parte por fac
tores climatológicos y el agotamiento del suelo por una po
blación en aumento intensificaba el conflicto étnico, que, a
su vez, fue manipulado por un régimen etíope asesino. La
gente no exhibe pancartas que rezan; «Ahora que somos
tantos, actuaremos de manera irracional.» Las explosiones
demográficas no provocan agitación por sí mismas, pero
agravan las tensiones étnicas y políticas existentes, como en
Ruanda y en el archipiélago indonesio, por ejemplo.
Malthus escribe que siempre habrá «vicio y miseria»
y que «el mal moral es absolutamente necesario para la
producción de excelencia moral», ya que la moralidad
— 146 —
requiere la elección consciente del bien sobre el mal.
«Según esta idea —sigue diciendo— , el ser que ha visto
mal moral y ha experimentado desaprobación y repug
nancia al respecto, es esencialmente distinto al ser que
sólo ha visto bien.»*’ Sin mal no puede existir virtud. Es
decir, la voluntad de hacer frente al mal con fuerza en los
momentos propicios es el sello de un gran estadista.
Aunque ahora damos por supuestas estas observacio
nes, Malthus sigue provocando resentimiento más que
cualquier otra figura de la Ilustración. Los humanistas le
rechazan debido a su determinismo implícito. Trata la hu
manidad como una especie en vez de un conjunto de indi
viduos obstinados. Luego están los que, como el difunto
economista clásico Julián Simón, entienden que el ingenio
humano resolverá cualquier problema de recursos, ob
viando que ese ingenio suele llegar demasiado tarde para
anticiparse a la agitación política: la Revolución inglesa de
1640, la Revolución francesa de 1789, las revueltas euro
peas de 1848 y numerosas rebeliones en los imperios chi
no y otomano acontecieron sobre un fondo de gran creci
miento demográfico y escasez de alimentos.**
Malthus —el primer filósofo que consideró las repercu
siones políticas del empobrecimiento del suelo, el hambre,
la enfermedad y la calidad de vida entre los desfavoreci
dos— es un agente irritante porque ha definido el debate
más importante de la primera mitad del siglo xxi. A medida
que la población mundial aumente de 6.000 a 10.000 millo
nes de habitantes antes de la estabilización prevista, po-
— 147 —
niendo a prueba el medio ambiente del planeta como nunca
antes —con 1.000 millones de personas acostándose ham
brientas y violencia (política y criminal) crónica en las re
giones pobres del mundo—, el término «malthusiano» se
oirá cada vez con mayor frecuencia en los próximos años.“**
Esta situación no puede sino verse exacerbada por el
calentamiento del planeta, que un equipo de científicos de
las Naciones Unidas cree que provocará grandes inunda
ciones, enfermedades y sequía que interrumpirán la agri
cultura de subsistencia en muchas partes del mundo. El ca
lentamiento del planeta, como fenómeno del mundo físico,
es otro ejemplo del dogma de Malthus en el sentido de que
los ecosistemas tienen una incidencia directa en la política.^*
Aun dejando de lado el calentamiento del planeta, los
políticos deberán enfrentarse al peligro de grandes po
blaciones urbanas, políticamente explosivas, que habi
tarán zonas de inundación y terremotos por primera
vez en la historia, ya sea en el subcontinente indio, en el
delta del Nilo, en los tectónicamente inestables Cáuca-
so, Turquía e Irán, o en China, donde dos tercios de la
población, que generan el 70% de la producción indus
trial, viven por debajo del nivel de inundación de ríos
caudalosos.^* Y a medida que la ciencia aprende a prede-
— 148 —
cir el tiempo y otros fenómenos naturales, los políticos
querrán saber qué deparará el futuro a esas regiones eco
lógica y políticamente frágiles. Esto añadirá otro ele
mento malthusiano a la política exterior.
Si Malthus se equivoca, ¿por qué es necesario demos
trarlo una y otra vez, en cada década y cada siglo? Quizá
porque, hasta cierto punto, existe un miedo corrosivo a
la posibilidad de que tenga razón. La imagen de esa joya
azulada y frágil que flota en el espacio, vista por primera
vez por los astronautas de la nave Apolo en 1969 —y
amenazada por el calentamiento, la contaminación, la
reducción de la capa de ozono, la urbanización irregular,
la escasez de recursos y el crecimiento demográfico— ,
fue la constatación de que, para que nuestro ecosistema
sobreviva y prospere, es preciso observar determinados
límites de crecimiento: unos límites que Malthus fue el
primero en identificar.
■149 —
vili
EL HOLOCAUSTO, EL REALISMO Y KANT
— 151 —
El Holocausto llegó a tener una importancia enorme,
no sólo por su horror intrínseco sino también por las
circunstancias específicas de la vida estadounidense una
vez concluida la Segunda Guerra Mundial. En los años
cincuenta, cuando los judíos se incorporaban rápida
mente a la sociedad estadounidense, las organizaciones
judías norteamericanas rara vez mencionaban el H olo
causto; optaron por formar parte de la corriente general
patriótica en una época en que judíos como Ethel y Julius
Rosenberg desempeñaban un papel destacado en las in
vestigaciones de espionaje de la guerra fría y en que el
antisemitismo todavía abundaba.’ Criado en los años cin
cuenta, el director de cine Steven Spielberg aprendió poco
sobre el Holocausto de una cultura que apreciaba el con
senso y la asimilación. Spielberg declaró que rodar La lis
ta de Schindler fue «una consecuencia de su creciente con
ciencia judía», que no se inició hasta los setenta.^
En realidad fue en los sesenta cuando el Holocausto
empezó a transformarse de una colección de recuer
dos familiares marchitos en un acontecimiento totèmi
co. El éxito de ventas de William L. Shxrer Auge y caída
del I I I Reich en 1960 y el juicio contra Adolf Eichmann
en 1961 pueden haber jugado un papel más discreto en
este proceso que los propios años sesenta, un período de
agitación social que desembocó, ya en los setenta, en
«una época consagrada a la diversidad [...], la explicación
de la etnicidad y la exploración del patrimonio propio»,
— 152 —
en palabras de la estudiosa del Holocausto Hilene Flanz-
baum.* El Holocausto no tardó en convertirse en el rela
to definitorio de una generación de judíos que habían
llegado a formar parte de la corriente general secular es
tadounidense y que, por tanto, requerían un nuevo em
blema de identificación con sus antepasados étnicos en
un momento en que las culturas ortodoxa y yiddish se
habían perdido en gran parte.
El Holocausto influyó en —y fue influido por— el
culto al victimismo que floreció como consecuencia de
los años sesenta, cuando mujeres, negros, indios ameri
canos, armenios y otros colectivos fortalecieron su iden
tidad mediante referencias públicas a la opresión sufrida
en el pasado. Este proceso estaba vinculado a Vietnam,
una guerra en la que las fotografías de víctimas civiles
—la niña que huía del napalm, por ejemplo— «sustitu
yeron las imágenes tradicionales de heroísmo».''
El Holocausto adquirió una mayor significación des
pués del triunfo occidental en la guerra fría, cuando el
desmoronamiento del comunismo atrajo la atención ha
cia los genocidios perpetrados por Stalin y Mao. Luego
llegaron las atrocidades en Bosnia y Ruanda, con sus mis
teriosas similitudes con el Holocausto, especialmente
el mortífero aparato burocrático. La identificación con el
Holocausto nos enseñó aver a las víctimas en aquellos lu
gares no sólo como una masa de cadáveres blancos o ne
gros sino también como individuos, cada cual con una
3. Ibídem, p. 11. Adem ás, N ovick afirma (p. 128) que Shirer
dedica sólo un 2 o 3% de su libro de 1.200 páginas al asesinato de
judíos europeos; así pues, no conviene exagerar la influencia de su
libro en el aumento de la conciencia del H olocausto.
4. Novick, p. 190.
— 153 —
vida concreta. El inimaginable ataque de los nazis contra
los derechos humanos condujo a una preocupación sin
parangón por los derechos del hombre. ^
A Pero fue también la seguridad física y material sin
precedentes puesta de manifiesto por los barrios resi
denciales surgidos en las décadas posteriores a la Segun
da Guerra Mundial lo que proporcionó a muchos es
tadounidenses —sobre todo jóvenes— los medios para
integrarse en el grado supremo de altruismo: el que no se
limita a la propia familia o grupo étnico, sino que se ex
tiende a toda la humanidad.* Quizá por primera vez en
la historia había una generación sin una experiencia di
recta de pobreza, depresión, guerra, invasión y otros ho
rrores que los seres humanos han considerado durante si
glos como elementos corrientes de la vida cotidiana: la
guerra fría, por el hecho de ser fría, era también abstracta;
mientras que en la guerra de Vietnam, en un grado signi
ficativo, combatieron las clases menos favorecidas. A me
dida que se manifestaba la rebelión juvenil de los sesen
ta, ese capullo suburbano engendraba conformidad y un
idealismo enrarecido, un deseo de ir más allá de la política
internacional en lugar de participar en ella, con los insatis
factorios compromisos morales que implicaba.
\ Al final de la guerra fría, muchos creyeron que los es
tadounidenses podrían escapar por fin de la condición
humana con la democracia, el capitalismo de libre mer
cado y un nuevo respeto por los derechos del individuo
la política de fuerza y el interés propio de naciones y
— 154 —
otros grupos.* La caída del muro de Berlín infundió la
esperanza de que toda la humanidad caminaba hacia el
mismo horizonte progresista. Era una intención que
Berlin 7 Raymond Aron —haciéndose eco de Tucídi- .
des, Maquiavelo, Hobbes y los Padres Fundadores de / /
la Constitución americana— tildaron de poco realista,
por cuanto semejante ideal se encuentra fuera de la his
toria, que nunca está exenta de división y conflicto hu-
manos.^
De hecho, la preocupación de la derecha republicana
por los «valores» y la de los liberales por la «interven
ción humanitaria» pueden ser un signo no tanto de una
moralidad superior tras la derrota del comunismo como
del lujo que proporcionan la paz y la prosperidad. En su
aclamada biografía de ficción del emperador Adriano, la
novelista Marguerite Yourcenar especula acerca de que
en el siglo 11 d.C. la mayor libertad de las mujeres roma-
ñas no fue de carácter cívico sino consecuencia de los
buenos tiempos.® Aunque la expansión de la riqueza en
Estados Unidos puede favorecer un mayor altruismo,
la pobreza y la inseguridad —combinadas con el creci
miento demográfico y la urbanización en las regiones
— 155 —
menos desarrolladas del mundo— generarán más cruel
dad, ya que limitarán el altruismo al ámbito de grupos
nacionales y subnacionales.
Debemos tener presente que la nueva era de los dere
chos humanos que los políticos y los medios de comu
nicación han declarado no es del todo nueva ni del to
do real. Ya desde los tiempos de Cicerón, los estadistas
han proclamado principios morales para una «comuni
dad humana» que ningún dictador tiene el derecho de
abolir.’ En 1880 el primer ministro británico, William
Gladstone, afrentado por la deliberada manipulación del
poder por parte de Benjamin Disraeli, afirmó que la de
cencia cristiana y los derechos humanos dirigirían a par
tir de entonces la política exterior. Gladstone habló de
«una nueva ley de las naciones» que protegería «la invio
labilidad de la vida» incluso en «las aldeas de las monta
ñas de Afganistán»." Naturalmente, no iba a ser así. Al
término de la Primera Guerra Mundial el presidente ame
ricano Woodrow Wilson proclamó (en palabras muy si
milares a las de Gladstone) otra era de los derechos hu
manos, que tampoco llegó a materializarse. En 1928
sesenta y dos naciones —entre ellas Japón, Alemania,
Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos— firmaron el
pacto de Briand-Kellogg, que proscribía la guerra, y con
fiaron en la opinión pública para hacerlo cumplir. «Los
críticos que se mofan de ello — escribió el secretario de
Estado estadounidense Henry L. Stimson— no han valo-
— 156 —
rado con precisión la evolución de la opinión pública
desde la Gran G uerra.»" Pero los principios general
mente no se cumplen por sí solos, como Henry Kissin
ger nos recuerda, y no tardó en estallar la Segunda Gue
rra M undial."
Después de la Conferencia de Yalta, el presidente
Roosevelt declaró «el final [...] de la acción unilateral, las
alianzas exclusivas, las esferas de influencia, el equilibrio
de fuerzas y todos los demás recursos que se han proba
do durante siglos, y siempre han fracasado»." En su lu
gar propuso una «organización universal», las Naciones
Unidas.” A las pocas semanas, a principios de 1945, Sta-
lin creó una esfera de influencia que mantendría cautiva
a la Europa central y oriental durante más de cuatro dé
cadas. Consciente del peligro, Churchill trató sin éxito
de convencer a Estados Unidos para que tomara Berlín y
Praga antes de que lo hiciera el Ejército Rojo.
Actualmente, en el espíritu de Gladstone, Wilson,
Stimson y Roosevelt, se ha declarado una nueva era de los
derechos humanos, aun cuando la globalización, con to
das sus virtudes, demuestra también ser una fuerza que
fomenta la urbanización deficiente, la desigualdad econó
mica y una conciencia étnica intensificada, responsables
en algunos casos de instigar el extremismo político y la
consiguiente violación de derechos humanos.
— 157 —
Los valores, aunque sean universales en principio,
requerirán siempre el uso de la fuerza y el interés propio
para su cumplimiento. En los años noventa, el Vaticano,
el Patriarcado Ortodoxo Oriental y las Naciones Uni
das reaccionaron a los crímenes de guerra en los Balca
nes no con una condena inequívoca sino con vacilación,
exactamente como habían reaccionado instituciones
similares a los crímenes de los nazis. Esperar de los se
res humanos y las organizaciones que velen por los inte
reses ajenos antes que por los propios equivale a pedirles
que renuncien a su instinto de conservación. Incluso en
el caso de las agencias de ayuda humanitaria y otras or
ganizaciones no gubernamentales, el interés propio es
prioritario; ejercen presiones para intervenir en zonas
en las que son activas en lugar de otras en las que están
menos presentes. Uno de los motivos por los que los
medios de comunicación prestaron tanta atención a Bos
nia y, comparativamente, poca a las atrocidades étnicas
concurrentes en Abjasia, Osetia del Sur y Nagorno-Ka-
rabaj fue que las agencias de ayuda humanitaria —a ve
ces las mejores fuentes de los medios de comunicación—
eran más activas en los Balcanes que en el Cáucaso. Pues
to que el mundo está lleno de crueldad e incluso nuestras
mejores intenciones son a veces menos de lo que parecen,
las enseñanzas morales del Holocausto —esa «atrocidad
emblemática»— serán difíciles de aplicar a nuestra satis
facción en muchos lugares.
— 158 —
especial para los norteamericanos, y su naturaleza es la
misma que la de los dem ás»." El historiador John Kee-
gan explica que el Reino Unido y Estados Unidos pu
dieron defender la libertad sólo porque el mar los prote
gía «de los enemigos de la libertad sin salida al mar». El
militarismo y pragmatismo de la Europa continental, a
la que los estadounidenses se han sentido siempre supe
riores, es consecuencia de la geografía, no del carácter.
Los estados e imperios en competición lindaban entre sí
en un continente muy poblado. Las naciones europeas
no podían retirarse nunca al otro confín de un océano en
caso de un error de cálculo militar. Así pues, sus políti
cas exteriores no podían fundarse en una moralidad uni
versalista, y se mantuvieron bien armadas unas contra
otras hasta que fueron dominadas por la hegemonía de
Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.
Alexander Hamilton afirma que si Gran Bretaña no hu
biera sido una isla sus efectivos militares habrían sido
tan autoritarios como los de la Europa continental, y
«con toda probabilidad» el Reino Unido habría llegado
a ser «víctima del poder absoluto de un solo hom bre»."
Los vastos océanos han proporcionado a Estados
Unidos la protección necesaria para hacer progresar
los principios universalistas. Sin embargo, en un mundo
cada vez más pequeño, en el que Oriente Próximo y el
Africa subsahariana estarán militarmente tan cerca de
Estados Unidos como Prusia lo estuvo de la Turquía
otomana, el margen para el error de cálculo seguirá re
duciéndose. Así, una variante del pragmatismo europeo
— 159 —
podría infiltrarse entre el público norteamericano y sus
políticos. La moralidad de Wilson es atractiva sólo mien
tras los estadounidenses crean que son invulnerables. La
voluntad pública de abandonar la misión humanitaria en
Somalia en 1993, después de contabilizada una pequeña
cifra de víctimas, y el apoyo público de la guerra aérea en
Kosovo en 1999 pudieron ser presagios de esa tendencia.
El aislacionismo fue siempre indisociable del idealismo
de Estados Unidos, porque, si no podía cambiar el mun
do, por lo menos podía abandonarlo, como hizo des
pués de la Primera Guerra Mundial. Pero a medida que
la tecnología salva las distancias oceánicas, el binomio de
aislacionismo e idealismo empieza a ser reemplazado
por el compromiso activo y el realismo. La prudencia
disciplinará las pasiones de Estados Unidos más incluso
que en el pasado.
— 160 —
glo XVII suplantó gradualmente la arbitrariedad indivi
dual de los señores feudales y proporcionó el contexto
para el comparable pragmatismo de Richelieu en asun
tos exteriores. George Kennan observa que la moralidad
privada no es un criterio para juzgar la conducta de los
estados ni para comparar un estado con otro. «H ay que
dejar predominar otros criterios más tristes, más limita
dos, más prácticos.»" El historiador Arthur Schlesinger
Jr. comenta que, en asuntos exteriores, la moralidad no
reside en «la proclamación de absolutos morales» sino
en «la fidelidad al propio sentido del honor y la decen
cia», y en «la suposición de que las otras naciones p o
seen tradiciones, intereses, valores y derechos propios y
legítim os»."
Las matanzas étnicas en Bosnia y Ruanda ofendieron
el «sentido del honor y la decencia» de los estadouni
denses, Pero su tardía entrada en Bosnia y su falta de in
tervención en Ruanda ilustran la dificultad de aplicar la
moralidad privada a la política exterior. Tanto si se apo
yaba como si no la intervención en esos casos —e inclu
so admitiendo que habría podido hacerse algo más por
poco precio y riesgo, especialmente en Ruanda—, era
legítimo que los políticos se preocuparan por la posi
bilidad de que E stados U nidos se atascara, como en
Vietnam, en los Balcanes y en África centrooriental. En
octubre de 1993, seis meses antes de la crisis en Ruanda,
— 161 —
dieciocho soldados norteamericanos habían resultado
muertos y decenas más heridos en Somalia, durante el
peor combate desde la guerra de Vietnam. De haber ocu
rrido algo parecido en Ruanda, el apetito público de in
tervención armada habría podido disiparse, lo que hu
biera complicado las posteriores actuaciones de 1995 en
Bosnia y de 1999 en Kosovo, y tenido consecuencias ne
gativas en otras partes.
La imposibilidad de resultados perfectos es apuntada
por la ya fallecida historiadora estadounidense Barbara
Tuchman en su análisis de la política contemporizada de
Occidente frente a Japón a principios de los años treinta:
— 162 —
ral del siglo xx reformó su economía pero no su sis
tema autoritario, tanto la Administración de George
Bush como la Administración Clinton en su segundo
mandato no pretendieron imponer a China los valores
morales norteamericanos; más bien los fomentaron in
directamente mediante un aumento del comercio, que
benefició la economía de Estados Unidos y contribuyó
a estabilizar las relaciones entre ambos países. Limitar
(pero en modo alguno eliminar) el énfasis en los dere
chos humanos en la política de Washington en relación
a una gran potencia asiática fue una buena ilustración
del realismo de Kennan, que es moral, aunque no sea
judeocristiano.
En el siglo xxi el realismo es apropiado para un mun- ^
do hobbesiano en el que no existe un Leviatán global
que monopolice el uso de la fuerza con el fin de castigar
la injusticia. Pese a ser la potencia preeminente en el
mundo, Estados Unidos sólo puede castigar la injusticia
de vez en cuando, o de lo contrario se excedería perma
nentemente en sus relaciones con hegemonías regionales
como China, además de intervenir permanentemente en
pequeñas guerras, con lo que su fuerza disminuiría. Lo
mismo puede decirse de la O T A N y otros organismos.
El Tribunal Internacional de La H aya es un intento va
liente de resolver este dilema hobbesiano. Pero el tribu
nal (junto con otras autoridades supranacionales) es sólo
el comienzo de un proceso para crear un Leviatán inter
nacional. El mundo sigue siendo un lugar en el que va
rias fuerzas, que representan distintos valores y grados
de altruismo, compiten entre sí y, a menudo, violenta
mente.
Tanto en la Antigüedad como en el mundo posterior
a la guerra fría subsiste la pregunta principal de las rela-
— 163 —
Clones exteriores; ¿quién puede hacer qué a quién?*’ La
expresión «equilibrio de fuerzas» no es tanto una teo
ría de las relaciones internacionales como una descrip
ción de las mismas.
El presidente Theodore Roosevelt identificó el interés
nacional con el equilibrio de fuerzas. Estableció la Zona
del Canal de Panamá en 1903, un protectorado económico
sobre la República Dominicana en 1905, y ocupó Cuba en
1906 con el fin de fortalecerse en su hemisferio contra el
empuje de la influencia europea en un mundo más interre
lacionado. Después de que Hitler desbaratara el equilibrio
de fuerzas en Europa, Churchill, un anticomunista empe
dernido, buscó una alianza con Stalin para corregir el dese
quilibrio. El presidente Richard Nixon, otro enconado
anticomunista, siguió el ejemplo de Churchill tres déca
das más tarde cuando buscó una alianza con China con
tra la Unión Soviética, con el fin de alterar el equihbrio
mundial de fuerzas a favor de Washington.** En 1995, los
acus o s de p azde Dayton que detuvieron el genocidio en
B o ^ a h a b rían ^ b ’ ímposibles si Estados Unidos no hu
biese restablecido previamente el equilibrio de fuerzas en
la antigua Yugoslavia armando las tropas croatas contra
Serbia. Como se dice en el 2han Gm ze, el compendio de
sabiduría de la China del siglo iii a.C., «si Su Majestad de
sea ser hegemónico debe utilizar el eje del Imperio para
amenazar a Zhu y Zhao. Cuando Zhao sea fuerte, Zhu te
será fiel. Cuando Zhu sea fuerte, Zhao te será fiel. Cuando
ambos se te hayan unido, entonces Qi tendrá miedo».**
— 164 —
Mientras no exista un Leviatán que domine los países
del mundo, las luchas de poder continuarán definiendo
la política internacional y una sociedad civil global se
guirá estando fuera del alcance. Democracia y globaliza
ción son, a lo sumo, soluciones parciales. Históricamen
te, las democracias han sido tan propensas a la guerra
como los demás regímenes.” El difunto humanista de
Oxford Maurice Bowra escribió: «Atenas brinda una re
futación notable del engaño optimista de que las demo
cracias no son belicosas ni ávidas de imperio.»” La cre
ciente interdependencia económica en el comienzo del
siglo XX no evitó la Primera Guerra Mundial, mientras
que Lstados Unidos y la Unión Soviética permanecían
en paz pese a que hubiera poco comercio entre ambas
naciones.” La interdependencia económica engendra
sus propios conflictos, mientras que las nuevas demo
cracias en lugares con instituciones débiles y rivalidades
étnicas suelen ser volubles. Veamos de nuevo la opinión
de Alexander Hamilton, la voz más perspicaz de la Re
volución norteamericana:
— 165 —
( das por la codicia de territorio o dominio? ¿Acaso el
I espíritu del comercio no ha administrado, en muchos
casos, nuevos incentivos para el apetito de lo uno y lo
> otro? Apelemos a la experiencia, la guía menos fali
ble de las opiniones humanas, para que dé respuesta a
estas preguntas7^
— 166 —
cia estratégica en la seguridad europea y el futuro de la
O TA N . La antigua Yugoslavia era mucho más vulnera
ble a la presión militar que otros lugares en conflicto.
Cuando transcendieron los informes sobre las atrocida
des masivas cometidas por tropas rusas contra civiles en
Chechenia, los mismos funcionarios de la Administra
ción Clinton que tan enérgicamente habían presentado
argumentos morales a favor de la intervención en K oso
vo enmudecieron de repente. A diferencia de Serbia, que
podía bombardearse con impunidad, Rusia era una gran
potencia provista de un arsenal nuclear.
En Pakistán vi personalmente cómo el cambio en el
equilibrio interno de fuerzas había mejorado la situación
de los derechos humanos, aun cuando un régimen mili
tar había sustituido a otro democrático en octubre de
1999. I^arachi, una ciudad de 14 millones de habitan
tes que había presenciado miles de muertes a causa de
la violencia entre comunidades, se volvió más pacífica
porque los militares podían desempeñar el papel de Le
viatán de una forma más efectiva que los civiles elegidos
democráticamente. Además, el Gobierno militar era ca
paz de hablar claro contra prácticas tribales tan abomi
nables como las «leyes de blasfemia» y «asesinatos de
honor» de un modo que los primeros ministros demo-
cráttcos, temerosos de los líderes musulmanes radicales,
no podían hacer. Los militares, por lo menos al prin
cipio, no intimidaban a los periodistas hasta el punto
en que lo habían hecho los primeros ministros civiles.
Y podían favorecer la causa de la democracia local por
que tenían una mayor influencia sobre los jefes triba
les que los políticos civiles.
Al final, los militares paquistaníes no lograron fun
dar los cimientos de una sociedad civil, pero estuvieron
— 167 —
en una mejor posición para intentarlo porque el jefe del
golpe, el general Pervez Musharraf, poseía más poder y
«virtud» que sus predecesores civiles. Admirador del
fundador progresista de Turquía, Mustafá Kemal Ata-
türk, el general Musharraf era, al decir de todos, el go
bernante paquistaní más liberal en varias décadas, a pe
sar de no haber sido elegido en las urnas.
N o obstante, si bien las relaciones internacionales
son en el fondo cuestiones de poder, esta constatación es
peligrosa a menos que se utilice para fomentar lo que
Schlesinger denomina «el honor y la decencia», un con
cepto que implica finalmente la síntesis de la virtud^a-
gana y ja ju t^ c ristia n a . Como escribe Jacques Barzun,
'«parece m a la n i^ n a seguir refiriéndose hoy en día a
“nuestro patrimonio judeocristiano” . Habría que añadir
a esta expresión “pagano” o “grecorromano” ».^*
Aunque a lo largo de este ensayo he subrayado la
distinción entre los valores paganos y los judeocristia-
nos, se solapan también de manera considerable, y no
sólo a causa de la filosofía moral de Cicerón v Plutarco.
Algunas versiones del cristianismo son bastante compa
tibles con el realismo de la política exterior. Richelieu y
Bismarck eran partidarios, respectivamente, del pietis
mo católico y luterano, que combina la piedad personal
con un sano recelo de la teología y el racionalismo reli
giosos.” Ambos eran cristianos devotos que creían que
— 168 —
sianos con el fin de garantizar el orden. También san |
Agustín, en L a ciudad de Dios, como explica Garry
Wills, expone un enfoque realista de la sociedad ausen
te en las opiniones liberales tradicionales del mundo.
Mientras que «el liberalismo no puede hacer más que
condenar con frustrada incomprensión» esos vínculos
«irracionales» de tribu y etnicidad, san Agustín conside
ra que, si bien tales vínculos no contribuyen al amor a
Dios y la justicia perfecta, pueden fomentar la cohesión
social, algo que siempre es bueno." Y, por supuesto, en
el siglo XX encontramos a Reinhold Niebuhr, el teólogo
protestante y militante en la guerra fría que abrazó la
doctrina del «realismo cristiano».
Por lo que parece, lo que todos estos hombres busca
ban a tientas era un modo de utilizar la moralidad paga
na pública para hacer progresar —aunque indirectamen
te— la moralidad judeocristiana privada. Expresado en
términos de actualidad, los derechos humanos son fo
mentados finalmente y con la máxima garantía por la pre
servación y el aumento del poder estadounidense.
— 169 —
Hacia la misma época en que Thomas Jefferson re
dactó estas palabras para ,1a Declaración de Indepen
dencia americana, un profesor que ejercía la cátedra de
lógica y metafísica en la Universidad de Königsberg (la
actual Kaliningrado), en Prusia oriental, Immanuel Kant,
empezó a trabajar en una serie de libros que demostraban
que esos derechos eran ciertamente «inalienables» y tan I
básicos para las necesidades de la humanidad como el ali^/\
mentó y el agua.
Kant nació en 1724 en Königsberg y murió en la
misma ciudad en 1804. Procedía de una familia pobre y
devotamente religiosa y asistió a la escuela parroquial,
donde tomó aversión a la religión organizada. Entró en
la Universidad de Königsberg a los dieciséis años. Allí
pasaría toda su vida; como estudiante y graduado en
ciencias naturales, como profesor y, finalmente, co
mo catedrático desde los cuareñta y seis años, cuando
empezó a escribir en serio. Jam ás se casó ni viajó. Pa
ra Kant, la experiencia servía de poco comparada con
la vida intelectual, y su obra es un reflejo de esta prio
ridad.
Kant se aparta de la tradición de Tucídides, Tito L i
vio, Maquiavelo, Hobbes y otros para quienes la histo
ria era la materia prima de la filosofía. Com o Platón,
Kant persigue la sociedad perfecta, aquella basada en la
razón en lugar de la experiencia. Kant no puede ayu
darnos a resolver el mundo tal como es. Pero sí puede
ayudarnos a comprender mejor los valores por los que
luchamos.
Los párrafos de Kant tienen tantos significados que
recuerdan la intensidad de la poesía. La Crítica de la ra
zón pura es su obra más conocida, pero la Fundamenta-
ción de la metafísica de las costumbres, que se derivó de
— 170 —
forma natural de la Critica, resulta más acorde con nues
tro propósito.*'
Mientras que los realistas admiran a Hobbes por su
análisis de la humanidad tal como es, Kant es admirado
porque muestra hasta qué punto la humanidad puede
mejorar. De hecho, su ensayo sobre la «paz perpetua»
propone un astuto mecanismo histórico para garantizar
el progreso moral.** Pero, en realidad, ambos filósofos
no están en desacuerdo. Kant también puede ser un ob
servador perspicaz de la motivación humana. Escribe
que, si bien la moralidad parece ser la causa de nuestras
acciones, «no se puede deducir con certeza que ningún
impulso furtivo de amor propio, bajo la mera apariencia
de» costumbres, no sea la verdadera causa de nuestros
actos, «por cuanto nos agrada presumir atribuyéndonos
falsamente un motivo más noble».** Puesto que «el exa
men de conciencia más intenso» no nos permitirá ver
«más allá» de nuestros motivos y los de los demás, la
prueba de la acción moral sólo puede deducirse median
te la razón, nunca de la mera experiencia.*'* Puesto que
sabe que los cálculos egoístas se ocultan detrás de tan
tos argumentos supuestamente morales, Kant critica el
«moralismo político», que tacha al adversario de inmo
ral simplemente a causa de una diferencia política.**
— 171 —
Al igual que Hobbes, Kant sabe que nuestros miedos
y apetitos nos hacen actuar irracionalmente. Pero luego
pregunta: ¿acaso no hay leyes que indican cómo debe
ríamos actuar?” Para demostrar que tales leyes existen,
se entrega a un razonamiento libre de prejuicios impues
tos por la experiencia.
Kant dice que cuando actuamos como queremos sin
que eso impida que los demás obren del mismo modo, se
trata de una ley universal que ningún gobierno tiene de
recho a negar." Para ilustrar lo que pretende decir, des
cribe una conducta que, aunque justificable, no podría
hacerse universal sin graves contradicciones:
— 172 —
• Por último, consideremos un hombre en circuns
tancias afortunadas que sólo quiere que le dejen en
paz, Y por consiguiente no ayuda ni perjudica a los
urgentemente necesitados. Pero, explica Kant, no
puede desear sin contradicción que todo el mun
do actúe siempre así, porque habrá momentos en
la vida en que necesitará la buena voluntad de los
demás.
— 173 —
sí mismo que hay que tratar bondadosamente? Por su
puesto que no. Kant no niega la existencia del mal; más
bien subraya que, precisamente porque el mundo de la
política es tan confuso, la filosofía moral no puede depen
der de lo que ocurre en él, de lo contrario los hombres no
tendrían ideales. Y sin ideales no habría fundamento para
los derechos humanos resumidos, por ejemplo, en la D e
claración de Independencia de Estados Unidos; derechos
que son indiscutibles porque, como los Padres Fundado
res, deseamos que sean universales sin contradicción.
Aunque distintos sistemas de valores morales pue
den coexistir, Kant demuestra que sigue habiendo prin
cipios universales por los que merece la pena luchar;
algo que sabemos muy bien a causa del Holocausto.
Sin embargo, Kant a diferencia de Hobbes, Maquia-
velo, Tucídides y Sun Zi, aporta pocos consejos prácti
cos para enfrentarse a un mundo dominado por la pa
sión, la irracionalidad y el mal periódico, un mundo en
el que naciones con distintas experiencias históricas,
como Estados Unidos y China, mantienen disputas legí
timas sobre cómo fomentar el bienestar de sus ciudada
nos. Así pues, un estadista debe emplear la sabiduría de
esos otros filósofos para alcanzar los objetivos esboza
dos por Kant.
Kant simboliza una moralidad de intención más que
de consecuencias, una moralidad de justicia abstracta más
que de resultados reales. Le preocupa la bondad o maldad
de una norma, mientras que la política suele tratar de la
bondad o maldad de un acto concreto en una circunstan
cia específica, por cuanto la misma norma podría produ
cir buenos resultados en una situación y malos resultados
en otra. El objeto de Kant es la pura integridad, mientras
que la política se basa en la justificación, ya que si un acto
— 174 —
es justificable por sus probables consecuencias, por muy
sórdidos que sean algunos de los motivos internos que lo
impulsan, sigue existiendo cierta parte de integridad in
herente al proceso de toma de decisiones. Como dice Ma-
quiavelo, en un mundo imperfecto los hombres inclina
dos a hacer el bien —y los que tienen la responsabilidad
del bienestar de otros muchos— deben saber cómo ser
malos de vez en cuando, y saborearlo. Puede que
Franklin D. Roosevelt no hubiera conseguido lo que hizo
de no haber sido tortuoso por naturaleza. El arte de go
bernar exige una moralidad de consecuencia. Un estadis
ta debe ser capaz de pensar en lo impensable. Si tiene que
actuar en un entorno insensato, como la Serbia de Slobo-
dan Milosevic o el Irak de Saddam Hussein, «es una locu
ra inculcar el decoro de la c o r d u r a » E n octubre de 1998,
en Belgrado, Milosevic comentó a Richard Holbrooke
que Estados Unidos no estaba lo bastante loco como para
bombardear Serbia, a lo que Holbrooke replicó que sí, que
quizás estaban lo bastante locos. La aprobación de una lo
cura calculada por parte de Holbrooke significaba una
moralidad de consecuencia. Esa moralidad churchilliana
se siente a gusto sacando el mej or partido de un mal asunto.
Por supuesto que si los estadistas persiguieran só
lo una moralidad de consecuencia se ahogarían en el ci
nismo y el engaño. Deben meditar por lo menos sobre
cómo, en palabras de Kant, «deberían actuar»; porque
en un mundo completamente falto de una moralidad de
intención, muy pocos dirían la verdad o cumplirían sus
— 175 —
promesas.^' Pero el hecho de que haya peligros inheren
tes a una moralidad de consecuencia no implica que ésta
no deba predominar en el arte de gobernar. «El único
patrón de la ventaja — afirma Cicerón— es el bien mo
r a l . P e r o eso sólo es cierto en términos generales.
Aunque la ventaja moral de Occidente sobre el bloque
del Este resultó decisiva en la guerra fría, enfrentado a la
realidad de una agresión soviética se vio obligado a usar
tácticas como el espionaje, el despliegue de armas nu
cleares y el apoyo a regímenes desagradables.
Si bien una política exterior sin intención moral sería
cínica, una política que pretenda dirigir, justificar y ala
bar todas sus acciones con imperativos morales se arries
ga a ser extremista, por cuanto el fanatismo suele ir de la
mano de la incorruptibilidad. Ése es también el proble
ma de la fe. N o es que la religión sea mala, explica Ma-
quiavelo, sino que conduce al extremismo cuando su
desapego del mundo choca demasiado con los asuntos
mundanos. La separación entre la ética privada y la polí
tica, iniciada por Maquiavélo entre otros y completada
por Hobbes, plantó los cimientos de una diplomacia li
bre del absolutismo alejado del mundo de la Iglesia me
dieval. Debemos ir con cuidado para no regresar a ese
absolutismo, ya que si en política existe el progreso, éste
ha sido la evolución desde la virtud religiosa hasta el in
terés propio secular.
— 176 —
IX
— 177 —
razgos unificados del mundo antiguo y de los primeros
tiempos de la modernidad, lo que Sócrates y Maquiavelo
identificaron como una verdad fundamental de todos los
sistemas políticos, sea cual fuere la etiqueta que esos sis
temas reivindiquen para sí.
La escisión entre autoridades civiles y militares no
apareció hasta el siglo xix, con la profesionalización de
los ejércitos europeos modernos. En parte porque la guerra
fría se prolongó tanto tiempo, dio lugar a una institución
militar demasiado vasta y bien informada como para reti
rarse a los márgenes de la política. El presidente de la Jun
ta de Jefes de Estado Mayor es ahora un verdadero miem
bro del Gabinete del presidente de Estados Unidos. Los
comandantes en jefe de las regiones de Oriente Próximo,
Europa, el Pacífico y América son los equivalentes mo
dernos a los procónsules romanos, con unos presupuestos
que duplican los del período de la guerra fría, aun cuan
do los presupuestos del Departamento de Estado y de
otros órganos civiles de política exterior se han reducido.^
Lo que aumentará esta tendencia es la mezcla de los
sistemas militares y civiles de alta tecnología, que deja
cada vez más a los expertos militares a expensas de los
expertos civiles y viceversa. Las guerras cortas y limita
das y las operaciones de rescate en las que participará
Estados Unidos no habrán de ser sancionadas por el
Congreso ni por los ciudadanos; lo mismo puede decirse
de los ataques con derecho preferente contra las redes
— 179 —
utópico. Los límites entre paz y guerra suelen ser confu
sos, y los acuerdos internacionales se respetan sólo si la
fuerza y el interés propio están allí para mantenerlos.'*
En el futuro, no espere que la justicia en tiempo de gue\
rra dependa del derecho internacional; como en la Anti
güedad, esa justicia dependerá del carácter moral de los
propios jefes militares, cuyas funciones serán a menudo
indistinguibles de las de los líderes civiles.
La «antigüedad» de las guerras futuras tiene tres di
mensiones: el carácter del enemigo, los métodos emplea
dos para contenerlo y destruirlo y la identidad de quie
nes tocan los tambores de guerra.
— 181 —
guerreros en las escuelas islámicas de los barrios bajos
de Pakistán: los niños de esos suburbios miserables no
tenían más identidad moral ni patriótica que las que les
inculcaban sus maestros religiosos. Una era de armas quí
micas y biológicas es perfectamente adecuada para el
martirio religioso.
Los guerreros son también ex presidiarios, supuestos
patriotas étnicos y nacionales, oscuros intermediarios de
armamento y drogas impregnados de cinismo y milita
res fracasados, oficiales dados de baja de ejércitos anti
guamente comunistas y del tercer mundo. Las guerras
en los Balcanes y el Cáucaso en los años noventa presen
taron a todos esos tipos resucitados como criminales de
guerra. Ya sea en Rusia, Irak o Serbia, el nacionalismo en
nuestro tiempo es, según el coronel Peters, simplemente
una forma secular de fundamentalismo. Ambos emanan
de una sensación de agravio colectivo y fracaso his
tórico, reales o imaginarios, y predican una edad de oro
perdida. Ambos deshumanizan a sus adversarios y equi
paran compasión con debilidad. Así, aunque existen di
ferencias enormes entre, por ejemplo, un Radovan Ka-
radzic y un Osama bin Laden, ninguno de los dos juega
según las reglas occidentales; ambos son guerreros.
Hitler fue un guerrero, un prototipo de skinhead con
bigote que arrebató el control de un estado industrial
adelantado. Cualquiera que entienda que los incentivos
económicos racionales determinan el futuro de la políti
ca mundial debería leer Mi lucha. Ninguno de los gue
rreros que hemos visto desde la caída del muro de Berlín
ha supuesto una amenaza estratégica comparable. Pero
esto podría cambiar: el desarrollo y la profusión de in
genios nucleares más pequeños de baja tecnología, así
irá los os-
euros «combatientes de la libertad» en amenazas estraté
gicas. Ya no se precisa una economía a gran escala para
fabricar armas de destrucción masiva. Estados Unidos
no puede mantener su monopolio sobre las nuevas tec
nologías militares, muchas de las cuales no son caras y
pueden ser adquiridas por sus adversarios gracias al libre
cambio. Mientras que el combate medio durante la gue
rra de Secesión norteamericana requería 10.000 hombres >
por cada kilómetro cuadrado de frente de batalla, la cifra!
es ahora de 93, y seguirá disminuyendo a medida que la/
guerra sea cada vez menos convencional y dependa me
nos de los soldados.
Las respuestas estadounidenses a los ataques de
esos guerreros son inconcebibles sin el factor sorpresa,
lo cual convierte la consulta democrática en una idea
tardía.
La guerra está sujeta al control democrático sólo
cuando es una condición claramente separada de la paz.
En las confrontaciones de la guerra fría, como Corea y
Vietnam, la opinión pública desempeñó un papel desta
cado, pero un estado prolongado de cuasiconflicto ca
racterizado por incursiones de comandos y ataques elec
trónicos a los sistemas informáticos del enemigo —en
los que la rapidez de la reacción constituye la «variable
mortal»— no será dirigido por la opinión pública en la
misma medida.* U n conflicto semejante presentará gue
rreros en un bando, motivados por el agravio y el sa
queo, y una aristocracia de estadistas, cargos militares y
tecnócratas en el otro, motivados, cabe esperar, por la
virtud antigua.
— 183 —
Por supuesto que Estados Unidos podría afrontar
conflictos armados no sólo con grupos de guerreros, sino
también con grandes potencias como China. Pero en lu
gar de desplegar sus soldados para jugar según las reglas
impuestas por Estados Unidos, el adversario podría op
tar por utilizar virus informáticos o bien dar rienda suel
ta a sus aliados guerreros de Oriente Próximo, apoyados
por su tecnología militar, y negar al mismo tiempo cual
quier relación con esos terroristas apátridas. También
Rusia podría hacer uso estratégico de terroristas y crimi
nales internacionales para combatir en una guerra no
declarada. Precisamente porque Estados Unidos es mi
litarmente superior a cualquier grupo o nación, debería
esperar ser atacada en sus puntos más débiles, fuera de
los límites del derecho internacional.
La vigilancia exige recordar a los troyanos de la Ilíada ,
de Homero. Eran la envidia del mundo: corteses y civili
zados, rodeados de magníficos edificios y tierras de culti
vo, deseosos tan sólo de que los dejaran en paz y conven
cidos de que su prosperidad y éxito podían aportar siempre
una solución. Sin embargo, fueron asediados por unos je
fes piratas de la otra orilla, empujados a la guerra por los
dioses griegos, unos dioses que, con sus intrigas y rabie
tas, son reflejos atemporales de la irracionalidad humana.
«Tres mil años no han cambiado la condición humana
—observa el humanista Bernard Knox—, todavía somos
amantes y víctimas de las ansias de violencia.»^
Escribiendo en 1939, cuando su Francia natal estaba
a punto de ser ocupada por los nazis, la filósofa y activis
ta de la resistencia Simone Weil elogió la Ilíada como el
«espejo más puro» de nuestra experiencia colectiva; de-
— 184 —
mostraba cómo «la fuerza, hoy como en el pasado, ocu
pa el centro de toda la historia humana».'“ /
Estados Unidos es una república pacífica y comercial
que normalmente ha tratado de evitar la guerra. Pero sus
líderes deberían ser capaces de apreciar la descripción
que hace Homero de los defensores de Troya, aguardan
do el amanecer para atacar a los griegos:
— 185 —
haciendo sufrir también a la población civil. Pero ¿es real
mente más honrado matar miles de personas con bombar
deos aéreos que con la espada y el hacha? En Kosovo,
los ataques de la aviación fueron mucho más efectivos
contra objetivos civiles que militares. N o obstante, las
inminentes tecnologías de precisión —que permiten di
rigir proyectiles hacia blancos concretos— harán que los
ataques contra el jefe ofensor sean bastante prácticos. En
el futuro, los satélites podrán rastrear los movimientos
de individuos concretos a través de sus firmas neurobio-
lógicas, como hacen ahora los escáneres TAC a una dis
tancia de varios centímetros. Reinventaremos la guerra
antigua; pronto será posible matar o capturar a los auto
res de grandes crueldades en vez de castigar a sus súb
ditos, que en muchos casos son también sus víctimas.*^
¿Habría sido más humano asesinar a Milosevic y sus
allegados en lugar de bombardear Serbia durante diez
semanas? En el futuro, tales asesinatos serán posibles.
Puesto que muchos de los futuros enemigos de Estados
Unidos probablemente no habitarán en países tan desa
rrollados tecnológicamente como Serbia, puede que no
haya objetivos adecuados para bombardear como plan
tas de aprovechamiento eléctrico y tratamiento de agua.
El único blanco podría ser el propio jefe o guerrero. En
el este de Afganistán, donde se esconde Osama bin La-
den, atacar su «infraestructura» equivale a destruir tan
sólo unas cuantas tiendas de arpillera, teléfonos móviles
y ordenadores, todo lo cual es inmediatamente reempla
zable.”
— 186 —
Puesto que las guerras futuras supondrán ataques de
precisión contra los puestos de mando, alcanzar esos
centros neurálgicos informáticos supondrá a menudo
eliminar el liderazgo político. La lej¡(^contra los asesina
tos que surgió de la experiencia norteamei%ána”^ ^
nam será desechada o bien evitada.*'*
Tanto si las guerras futuras son incruentas como si
no, tendrán un carácter innegablemente antiguo en la
manera de dirigirlas. La de Kosovo, desde el punto de
vista estadounidense, fue una guerra incruenta: miles
de civiles (principalmente albanokosovares) murieron
para que no hubiese bajas de la OTAN. Pero, en el caso de
que se hubiera abatido una docena de aviones de la OTAN,
Clinton habría podido verse obligado a dar la guerra por
concluida. El apetito estadounidense de guerra es pare
cido al de los romanos, cuyas legiones profesionales y
asalariadas no tenían deseo de luchar contra guerreros
ávidos de una muerte gloriosa. Por eso los romanos evi
taban enfrentamientos en campo abierto y preferían ase- j
dios caros y sistemáticos en los que sus bajas se reducían
al mínimo.'* Además, iban protegidos con pesados cas
cos, petos, hombreras y grebas, aun cuando todo esto li
mitaba su agilidad. Estados Unidos no es el primer gran
imperio que menosprecia las bajas.
«Si la acción militar no tiene gastos —plantea Mi-
chael Ignatieff— ¿qué restricciones democráticas queda-
— 187 —
rán al uso de la fuerza?»” Es sólo el espectro de las vícti
mas lo que llama la atención del público, provocando un
debate que tiene significación democrática porque llega
más allá de los medios de comunicación y los ámbitos in
telectuales. Cuando estuve en Nuevo México y Colorado
en el comienzo de la guerra aérea de Kosovo, observé que
en todas partes los televisores sintonizaban programas de
entretenimiento, especialmente retransmisiones deporti
vas, en vez de la continua cobertura de la guerra que reali
zó la C N N . Pensé que Estados Unidos podría bombar
dear cualquier lugar del mundo durante semanas y el
público no se opondría, siempre y cuando no hubiese ba-
íjas norteamericanas y la bolsa no se resintiera.
La mayoría de los líderes del Occidente posterior a la
guerra fría evitarían todas las intervenciones no estratégi
cas, con los riesgos que conllevan, si no fuera por los me
dios de comunicación y los ámbitos intelectuales. Puesto
que los medios de elite están dominados por cosmopoli
tas que habitan el mundo fuera de la nación-estado, tien
den a recalcar los principios morales universales por enci
ma del interés propio nacional. «La mayoría de periodistas
—dice Walter Cronkite— sienten poca devoción por el
orden establecido. Creo que están más inclinados a po
nerse del lado de la humanidad que del lado de la autori
dad y las instituciones.»” En manos de los medios de co
municación, el lenguaje de los derechos humanos —el
grado máximo de altruismo— se convierte en un arma
poderosa que puede llevarnos a guerras en las que quizá
no deberíamos combatir.”
— 188 —
Si los medios de comunicación encuentran una causa
a la que adherirse, pueden formar y sustituir la opinión
pública, como hicieron en el caso de Bosnia y Kosovo,
cuando la prensa fue abrumadoramente intervencionista
mientras que el público, como comprobaron las encues
tas, se mostró poco entusiasta. Los medios de comunica
ción y los ámbitos intelectuales son castas profesionales
que no se distinguen más que las de los oficiales milita
res, médicos, agentes de seguros, etc., ni son más repre
sentativas de la población. Como otros colectivos profe
sionales, a menudo están más influidos entre sí que por
aquellos que no pertenecen a su sector social. Frente a
un público indiferente, esta cuasiaristocracia puede for
mar las opiniones de los líderes occidentales como los
antiguos nobles hacían con sus emperadores. Y será difí
cil resistirse a los argumentos de los medios de comuni
cación. Los argumentos en materia de derechos huma
nos promovidos hasta la saciedad por la prensa tienen
un aire claramente inquisitorial.
Los corresponsales de televisión en el escenario de
catástrofes, como el bombardeo israelí de Beirut en 1982 ,
y la hambruna de Somalia una década más tarde, mani- ,
fiestan una visión apasionada en la que la emoción susti
tuye al análisis: no les importa nada quéTro~séá' eTTío-
rrendo espectáculo que se desarrolla ante sus ojos, y ante
el cual «hay que hacer algo». Los medios de comunica
ción encarnan valores liberales clásicos, que se preocu
pan por los individuos y su bienestar, mientras que la
política exterior suele preocuparse por las relaciones en
tre estados. Así pues, es más probable que los medios de
comunicación sean militaristas en lo que afecta al sufri
miento y los derechos individuales que cuando los inte
reses vitales de un estado se ven amenazados.
— 189 —
Por supuesto, hay veces en que las emociones indis
ciplinadas de corresponsales y activistas por los dere
chos humanos son exactamente aquello que los líderes
necesitan oír, como en Sarajevo en 1992 y 1993. El arte
de gobernar consiste en distinguir entre qué es justo y
qué es meramente mojigato o poco práctico. Un deter
minismo sensato y vacilante requerirá siempre una se
lección.
«El bando que sabe cuándo combatir y cuándo no
hacerlo se alzará con la victoria —afirma Sun Zi— . Exis
ten caminos que no hay que transitar, ejércitos a los que
no hay que atacar y ciudades amuralladas que no hay
que asaltar.»” De hecho, la creciente tendencia a la gue
rra urbana —Tuzla, Mogadiscio, Karachi, Panamá, Bei
rut, Gaza, etc.—, además de las intervenciones en terri
torios anárquicos como Somalia y Sierra Leona, pueden
imponer una crueldad por parte de Estados Unidos que
la propia gente que exige la intervención no puede tole
rar. Como el general ateniense Nicias dijo, advirtiendo
en 415 a.C. contra la intervención en Sicilia:
— 190 —
do el efecto dominó del creciente poder de Siracusa, los
atenienses llegaron a creer que la conquista de la aparta
da Sicilia era crucial para el mantenimiento de su impe
rio. La prosperidad los había hecho arrogantes sobre sus
posibilidades de éxito y demasiado idealistas con respec
to a su causa. Subestimaron el enorme esfuerzo y la bru
talidad que serían necesarios para vencer y la expedición
terminó en tragedia.
La prudencia dicta que tomemos la guerra sin bajas
como un mito, pese a los adelantos tecnológicos como
las balas que incapacitan sin herir. La guerra es incer-
tidumbre, caracterizada por fricción, azar y desorden,
como dice Clausewitz. Según el teniente general de la
Marina estadounidense Paul van Riper, las fuerzas arma
das tendrán que actuar en una gran variedad de escena
rios, «desde desiertos a selvas y zonas urbanas densa
mente pobladas con antagonistas incrustados», entornos
que no conducen a la dominación tecnológica.^' Las mu
niciones dirigidas por sistemas láser y electroópticos no
rastrearán objetivos en una densa masa de árboles ni im
pedirán las víctimas civiles en las ciudades. Aun en el
caso de que funcionen bien, los sensores por ordenador
y los dispositivos de escucha pueden abrumar las or
ganizaciones militares con datos difíciles de asimilar.
A medida que se acumule más información, la diferencia
entre información y conocimiento real podría ampliarse.
El universo profético de Robert McNamara, con sus
medidas cuantitativas y supuestos de la teoría del juego,
nos adentra más profundamente en la ciénaga de Viet
nam. La confianza exclusiva en la tecnología, antaño in-
— 191 —
genua y arrogante, tiene poco en cuenta la historia locai,
las tradiciones, el terreno y otros factores que son esen
ciales para emitir juicios sensatos.
Por suerte para la Administración Clinton, los sofisti
cados serbios de Belgrado no eran norvietnamitas y estu
vieron dispuestos a rendirse una vez que las bombas inte
rrumpieron su abastecimiento de agua. Quizá también
nosotros, los occidentales, admitiríamos la derrota si un
enemigo nos cortara el agua corriente, los teléfonos y el
suministro eléctrico. Sin embargo, no deberíamos esperar
que los guerreros con muy pocos bienes materiales en
juego sean tan vulnerables. Las balas que no matan y las
ondas sónicas que inmovilizan una multitud provocando
una sensación de náuseas y diarrea pueden facilitar la ope
ración de un comando, pero los guerreros interpretarán
esa aversión a la violencia como un signo de debilidad y /
cobrarán mayores ánimos para defender su causa.
«La guerra futura puede resultar más violenta, no
menos —escribe el coronel de la Aviación estadouniden
se Charles Dunlap Jr.—. Un adversario que libre una
guerra neoabsolutista podría recurrir a una serie de ac
ciones horrendas [...] de baja tecnología para compensar
y distraer las fuerzas de alta tecnología de Estados Uni
dos. El enemigo capturará rehenes y esconderá provi
siones vulnerables a los bombardeos de precisión debajo
de escuelas y hospitales. Para tales adversarios, los valo
res morales —el temor a los daños colaterales— repre
sentan la mayor vulnerabilidad de Estados Unidos. La
verdad más sincera y conmovedora de los antiguos es el
— 192 —
enorme abismo que separa la virtud politicomilitar de la
perfección moral del individuo. Es una verdad tal que
puede contribuir a definir el siglo xxi, cuando nos vea
mos obligados a elegir en mitad de una guerra de alta
tecnología entre lo que es acertado y lo que es, desgra
ciadamente, necesario.
Otro problema, según el coronel Dunlap, será la in
voluntaria colusión entre los medios de comunicación
globales y los enemigos de Estados Unidos. Dunlap y
otros analistas de defensa imaginan unos gigantescos
conglomerados mediáticos, «integrados verticalmente»,
con sus propios satélites de vigilancia.
Una empresa, Aerobureau, de McLean (Virginia),
puede desplegar ya una redacción volante: una aeronave
equipada con video, audio y conexiones informáticas
por satélites múltiples, cámaras giroestabilizadas y con
la capacidad de manejar vehículos provistos de cámaras
en tierra por control remoto. Pregunta Dunlap: «¿Qué
necesidad tendrán nuestros enemigos de gastar dinero
en la construcción de extensas competencias de informa
ción secreta? Los medios de comunicación se converti-
l^rán en los “ servicios de inteligencia de los pobres” .»
Los medios de comunicación ya no son simplemente
el cuarto poder, sin el que los otros tres no podrían fun
cionar con honradez y eficacia. Debido a la tecnología y
la consolidación de nuevas organizaciones —similar a la
consolidación de las alianzas entre compañías aéreas y
empresas automovilísticas—, los medios de comunica
ción se están convirtiendo en una potencia mundial por
derecho propio.
El poder de la prensa es deliberado y peligroso por
que influye espectacularmente en la política occidental
al mismo tiempo que no asume responsabilidad alguna
— 193 —
sobre las consecuencias. De hecho, el perfeccionismo
moral de los medios de comunicación sólo es posible
porque es irresponsable políticamente.
Cuando Estados Unidos se convirtió en una nación
independiente, la prensa se propuso que el Cobierno
fuese justo. Alertar al público de los problemas huma
nitarios que acontecen en el extranjero tiene que ver con
esa función, pero no así dirigir la política, sobre todo si
los funcionarios están obligados a actuar con menos al
truismo que los medios de comunicación. La responsa
bilidad principal de un estadista es para con su país,
mientras que los medios de masas piensan en términos
universales. La emotiva cobertura de los acontecimien-
/ tos de Somalia por parte de un medio de comunicación
de alcance mundial presagió una intervención estadou
nidense que, por mal definida, desembocó en el peor
desastre para las tropas estadounidenses desde Vietnam,
un desastre que contribuyó a prevenir a los políticos
contra la intervención en Ruanda. En un mundo de cri
sis constantes, los políticos deben ser muy selectivos
sobre dónde y cuándo creen que merece la pena sumer
girse en la «incertidumbre» del conflicto que describe
Clausewitz.
— 194 —
drá ser cuasiindependiente de la O TA N . Como en H is
toria de la guerra delPeloponeso, un mundo de alianzas
cambiantes volverá a utilizar el lenguaje del equilibrio de
fuerzas.
El concepto de «guerra justa», preconizado por Hugo
Crocio, se hacía eco de san Agustín y los teólogos me
dievales, quienes trataron de definir las circunstancias
bajo las que el cristianismo podía presentar batalla legí
timamente.
La «guerra justa» de Crocio presuponía la existencia
de un Leviatán —el papa o el emperador del Sacro Impe
rio romano— para hacer cumplir un código moráTlr'^ero
ehmñlnuhdo sin un árbitro internacional de la justicia,
las discusiones en torno a la «justicia» o «injusticia» de la
guerra tienen escasa significación fuera de los círculos
intelectuales y jurídicos en los que se dan. Los estados y
otras entidades —ya sea Estados Unidos o los tigres ta
miles— irán a la guerra cuando consideren que obedece
a sus intereses (estratégicos, morales o ambos) y, por
tanto, les traerá sin cuidado que otros consideren su
agresión como injusta. Según las encuestas, más del 90%
de los votantes griegos —ciudadanos de una democracia
adscrita a la O T A N — calificó la campaña aérea contra
Serbia de injusta. Pero los estadounidenses no hicieron
caso de la interpretación de guerra justa por parte de la
opinión pública griega e hicieron lo que creían que era
necesario. La población griega esgrimía lo que conside
raba un argumento moral para justificar un interés na
cional: los serbios eran cristianos ortodoxos y aliados
históricos de los griegos. Sin embargo, eso es lo que ha
cen todas las naciones en tiempo de guerra; no es patri
monio exclusivo de Grecia.
H o Chi Minh mató por lo menos a 10.000 de sus
— 195 —
propios civiles antes de la entrada de las tropas nortea
mericanas en Vietnam. ¿H izo eso que la intervención
estadounidense en Vietnam fuese justa? Tal vez, pero
aun así fue un error. La guerra con México fue proba
blemente injusta, por cuanto fue motivada por pura
agresión territorial, pero a Estados Unidos le mereció
— 196 —
dial desde tiempos inmemoriales. Aún hoy, potencias
económicas civiles como Alemania y Japón y estados-
nicho como Kuwait, rico en petróleo, y Singapur, un
tigre del comercio, tienen funciones específicas en un or
den mundial occidental, en el que Estados Unidos pro
porciona seguridad militar. ^
En lugares donde predomina el imperio de la ley, se
espera que uno reciba insultos sin recurrir a la violencia.
Pero en una sociedad sin leyes, el consentimiento a reci
bir injurias indica debilidad, y ésta puede invitar al ata
que. U n mundo sin unJUgyiatán es algo parecido: un lí
der deTa alianza debe desempeñar el papel de cacique
bárbaro. En teoría, el derecho internacional dirige la po- y C
litica mundial; en la práctica, las relaciones entre grandes
potencias son reguladas por una especie de código de
honor. Lind señala que «el concepto de Jruschov de “co
existencia pacífica” y competencia del tercer mundo, y la
instalación de un teléfono rojo, fueron establecidos para
ritualizar la lucha por el poder, no para acabar con ella». ^
Tales convenciones, prosigue, «podrían compararse con
las complicadas reglas que rodean el duelo aristocráti
co». Es posible que este código no sea judeocristiano,
pero no por ello deja de ser moral. Incluso en un territo
rio anárquico, una reacción desmesurada —matar a mi
les de civiles en Beirut con el fin de proteger su frontera
septentrional, como hizo Israel en 1982— puede ser en
tendida como violencia libertina, y por tanto como falta
de legitimidad. En todas las épocas, una reputación de
fuerza debe ser equilibrada por otra de compasión. Un
cacique bárbaro puede tener que defender de vez en
cuando a clientes inmorales (como el apoyo estadouni
dense a algunos dictadores durante la guerra fría), pe
ro si lo hace con tanta frecuencia como para excluir to-
- 197-
do lo demás, su jefatura puede desprestigiarse y con
siguientemente ser derrocada. U n futuro en el que los
jefes rivales se arriesgan al asesinato como nunca antes
—con ataques sorpresa contra centros de mando infor
máticos— es perfectamente propicio para un código de
honor.
Los sistemas en los que dos grandes potencias se en
frentan entre sí en una lucha ritualizada, como en la gue
rra fría, tienden a ser más estables que el actual, en el que
hay muchas fuerzas secundarias sin que la principal sea
un Leviatán.^* En la Europa anterior al siglo xx, cuando
un estado se volvía demasiado poderoso, a menudo los
demás se unían para equilibrarlo. Pero existe también la
tendencia opuesta: que los estados débiles apacigüen una
potencia emergente, como cuando muchos estados del
tercer mundo se alinearon con la Unión Soviética en el
apogeo de su fuerza en los años sesenta y setenta. Esto es
lo que ocurre ahora, a medida que el mundo ex comu
nista y los países en vías de desarrollo tratan de imitar el
modelo norteamericano de capitalismo democrático. Sin
embargo, no debemos olvidar nunca que ese desarro
llo positivo se basa en el poder de Estados Unidos co
mo cacique. Rumania y Bulgaria copiaron el fascismo
cuando la Alemania nazi estaba en ascenso. Ahora que
lo está Estados Unidos, copian su democracia. Si los
norteamericanos son débiles militarmente —si no son
capaces de enfrentarse con el nuevo desafío de los gue
rreros—, sus valores políticos pueden eclipsarse en el
mundo entero.
Bernard Knox escribe que, según los antiguos griegos,
— 198 —
el pasado y el presente, puesto que son visibles, «están de
lante de nosotros», mientras que el futuro, «invisible, está
detrás de nosotros».^^ El futuro de la guerra ya está detrás |
de nosotros, en los tiempos antiguos. Y también lo está,/
como veremos, el futuro de la autoridad global. /
25. Véase Knox: Backing into the Future: The Classical Tradi
tion and Its Renewal, N orton, Nueva York, 1994, pp. 11-12.
— 199 —
X
— 201 —
mientos, haciendo que vean lo conocido bajo un prisma
desconocido. Puesto que todas esas teorías —optimistas
y pesimistas— captan alguna tendencia importante en
un mundo que va en distintas direcciones a un tiempo,
pueden sintetizarse en una visión global que, pese a to
da su complejidad y sus contradicciones, tiene un tema
concreto. Un ejemplo de un mundo igualmente comple
jo y contradictorio, pero sin embargo comprensible, se
encuentra en el libro VIII de Historia de la guerra del
Peloponeso.
- 202-
contra Atenas. Entretanto, Esparta y Persia firmaron un
tratado que ayudó a los espartanos a conquistar nuevas
islas. Pero, al mismo tiempo, Persia también negociaba
con Atenas. En su propio territorio, Atenas estaba divi
dida entre fuerzas prodemocráticas y prooligárquicas,
estas últimas favorables a Esparta. Los aliados de Espar
ta, los persas, estaban divididos también a causa de la
rivalidad entre sus dos comandantes supremos: Farna-
bazo, en el norte del Egeo, y Tisafernes, en el sur. Pero la
rivalidad entre los dos comandantes persas causó a Per
sia menos daño que el que la división política en Atenas
infligió a esta ciudad-estado.
Aunque Tucídides no termina el relato, un tema te
nue y disperso empieza a emerger de esta complejidad
oscilante: el vano triunfo de Esparta, que no puede man
tener su hegemonía recién adquirida sobre el archipiéla
go griego sin la ayuda de Persia. Así, Esparta acaba por
custodiar el flanco occidental del frágil y caótico Impe
rio persa.''
Un tema igualmente tenue y disperso resulta de com
binar todas las teorías posteriores a la guerra fría. Vea
mos un planteamiento.
— 203 —
ma de regímenes híbridos. México celebra unas eleccio
nes efectivas, pero tiene dificultades para construir insti-
1 tuciones como la policía y tribunales de fiar; la conse
— 204 —
nes.* Lugares corno el gran Beirut, el gran São Paulo y
Bangalore, en la India, son ciudades-estado muy acti
vas, pero afectadas por legiones de pobres. A medida
que el poder de las sociedades y de los habitantes de los
suburbios aumenta, el del estado tradicional disminu
ye. Pero en Rusia, China, India, Pakistán y otros luga
res, el estado resiste con políticas irresponsables y pro
gramas de armamento.
En Estados Unidos, la cuestión más conflictiva no es
una caída económica al cabo de unos años de prosperidad
sin precedentes, sino las tensiones con México que la pros
peridad y la democracia provocan. México es cada vez más
democrática, pero sigue siendo anárquica y está afectada
por la pobreza. Debido a la democracia de México, Estados
Unidos está obligado a tratarlo como un igual, aun cuando
el gobierno mexicano electo, aguijoneado por presiones
populistas, formula exigencias que Washington no puede
satisfacer. Estas dos sociedades enormemente desiguales se
integran a una velocidad suicida; la consecuencia es una agi
tación social a ambos lados de la frontera, positiva a largo
plazo pero caracterizada por crisis a corto plazo. Los trau
mas de un mundo unificador, bueno y malo, creativo y des
tructivo —incluidos la democratización y los choques de
civilizaciones— son encauzados a través de la tumultuo
sa consolidación histórica de México y Estados Unidos.
En el África subsahariana, así como en algunas partes
de Oriente Próximo y el sur de Asia —con los índices de
crecimiento demográfico más espectaculares del mun
do hasta 2050— , los conflictos violentos forjan los acon
tecimientos tal como lo hicieron en Europa en el si-
— 205 —
glo XX.* N o obstante, la enorme anarquía del mundo en
vías de desarrollo presiona a las elites globales para que
— 206 —
comerciales y políticas, como para regular su conducta y
tener en cuenta modelos morales similares.* En lugar de
una raison d ’état había una raison de système equivalen
te: la creencia de que hacer funcionar el sistema consti-
\ tuia la moralidad más elevada, porque la alternativa era
el caos. El miedo a la muerte violenta, como Hobbes ex
plicaría más tarde, hacía que los hombres cedieran parte
de su libertad a cambio del orden, lo que conducía a un
imperialismo a menudo débil y sombrío.
El antiguo Sumer, a diferencia del Egipto faraónico,
no era un solo imperio, sino la unión de por lo menos
doce ciudades amuralladas e independientes del sur de
Mesopotamia, cerca del golfo Pérsico: Ur, Kisch, Uruk,
Nippur, Lagash, etc., cada úna con su propia personali
dad, vida comercial, dios dominante e intereses estraté
gicos. N o obstante, todas estaban unidas por una cultura
y una lengua comunes. Surgieron disputas inevitables
por el territorio, el agua y la regulación del comercio. La
solución no fue el absolutismo, como en Egipto, ni la in
dependencia total que caracterizó las relaciones entre los
sumerios y sus vecinos, sino un sistema que podría cali
ficarse de hegemonía. Una ciudad-estado, en virtud de
su poder, mediaba en las disputas entre las demás, hasta
que su poder era eclipsado por una de sus vecinas, que
entonces la sucedía com o hegemónica. Entre 2800 y
2500 a.C. las ciudades-estado de Kisch, Uruk, U r y La
gash rivalizaron por la supremacía. Aunque con el tiem
po la competencia debilitó Sumer (que más tarde sería
— 207 —
conquistado por los vecinos Elam y Acad), fue, sin em
bargo, un sistema viable que preservó la unidad a la vez
que permitía a cada ciudad-estado un grado sustancial
de soberanía.
La India del siglo iv a.C., en cambio, era un mosaico
de comunidades más complejo. Muchas de ellas, si bien
independientes, estaban unidas por un hinduismo común
y restringidas por una red de normas que habían surgido
de sus mutuos contactos comerciales y políticos. Puesto
que la supervivencia de cada ciudad-estado dependía de
sus relaciones con los estados circundantes, también aquí
la raison de systéme constituía la máxima moralidad polí
tica. Obviamente, los estados más fuertes trataban de do
minar a los más débiles, pero, aunque lo consiguieran, no
se entrometían en el comercio cotidiano ni las costumbres
de sus súbditos. Sin embargo, a diferencia de Sumer, no
había hegemom'a y, por lo tanto, la política era más caóti
ca. Esta situación cambió cuando Chandragupta Maurya
fundó, en el año 321 a.C., un imperio centrado en el no
reste de la India, que se extendería por la mayor parte del
subcontinente asiático y dependería de las estratagemas
imperiales de Grecia y Persia.
El principal consejero de Chandragupta era Kautal-
ya, el autor de un clásico de la política, el Arthasastra
{Libro del Estado). La obra de Kautalya ha sido compa
rada con El príncipe de Maquiavelo debido a su visión
penetrante, aunque implacable, de la naturaleza humana.
Como Maquiavelo, Kautalya explica cómo un príncipe,
al que llama «el conquistador», puede fundar un impe
rio explotando las relaciones entre varias ciudades-esta
do. Afirma que cualquier ciudad-estado que linde con la
propia debería considerarse como enemiga, ya que ten
drá que someterse en el transcurso de la construcción de
— 208 —
un imperio. Pero una ciudad-estado alejada que limite
con un enemigo debe considerarse como amiga, porque
puede utilizarse contra el enemigo sin amenazar la segu
ridad propia. Este mismo concepto hizo que Nixon y
Kissinger vieran la China de Mao como amiga a princi
pios de los setenta, por cuanto lindaba con el enemigo,
la Unión Soviética, y estaba amenazada por ésta.^ El
consejo de Kautalya es virtuoso porque, según dice, el
objetivo de la conquista es la felicidad de todas las ciu
dades-estado mediante la creación de estabilidad. Los
territorios conquistados, escribe, deberían ser gober
nados como lo fueron en el pasado, debería preservarse
su forma de vida y, en vez de exigirles tributos, habría
que devolver los impuestos a los conquistados como
recompensa por su sometimiento.
El imperio fundado por Chandragupta, con la ayuda
de Kautalya, garantizó la seguridad sobre una región ex
traordinariamente extensa en la que floreció el comer
cio. Era una región que, debido a la lentitud de los viajes
por tierra y mar, equivalía, como la Grecia de la guerra
del Peloponeso, a todo el mundo actual.
Pero el caso más curioso de un sistema antiguo de
autoridad que permitía a los territorios que abarcaba ser
independientes e interdependientes al mismo tiempo es
China. Mientras que Grecia, Sumer, la India y otras ci
vilizaciones de Oriente Próximo estuvieron todas ellas
influenciadas y se vieron afectadas por otros imperios
(particularmente Persia), China era un universo en sí
mismo con sus vecinos primitivos y nómadas girando en
su órbita.
De finales del siglo xii a principios del siglo viii a.C.,
— 209 —
la China central fue un sistema feudal vagamente gober
nado por la casa real de los Zhou, establecida a orillas del
río Wei. El señor feudal de la dinastía Zhou dominaba in
directamente hasta 1.770 feudos, cada uno de ellos gober
nado por un comandante de guarnición o un miembro de
la extensa familia real. En 770 a.C. la capital de los Zhou,
debilitada por las luchas de poder, fue saqueada por los
bárbaros. El sistema feudal sobrevivió, aunque los feudos
se independizaron progresivamente.
De forma gradual surgieron diversos estados fuertes,
especialmente Chu, en el sur, y Jin, en el noroeste. Algo
más débiles que éstos, pero lo bastante fuertes como
para dirigir sus propios imperios a pequeña escala, ^ran
Qin y Qi, en el este. De este modo, en el siglo vi a.C. im
peraba un equilibrio de fuerzas entre Chu, Jin, Qin y Qi.
Había también una liga antihegemónica de estados para
contener la creciente influencia de Chu, y potencias me
dias como Zheng.^ Ésta, con un gobierno vigilante y un
ejército fuerte, cambió de alianzas catorce veces entre
Chu y la liga contraria a Chu con el fin de mejorar su si
tuación. N o obstante, puesto que cada potencia requería
alianzas con las otras, surgió una especie de sistema que
fomentó la integración militar y política de China. Con
tribuyeron a este proceso el comercio, el crecimiento de
las ciudades y la sustitución de las estructuras feudales
por una burocracia hasta cierto punto tipificada.
En el siglo v a.C. Chu fue desafiado de nuevo, esta
vez por sus vecinos del sur, Wu y Yue, que salió victorio
so. Entretanto, las grandes potencias de Jin, Qin y Qi se
debilitaron debido a luchas internas de poder. La com-
— 210 —
plejidad de la politica china se incrementò todavía más.
Al cabo de medio siglo de confusión, surgieron siete po
tencias mayores y seis menores. El único reino antiguo
que sobrevivió a la sacudida fue Chu, que, aun siendo
una potencia meridional, había asimilado la cultura sep
tentrional de sus rivales, una parte del proceso de inte
gración que recorría China pese a las fracturas políticas.
Siguió a continuación (del 475 al 221 a.C.) otro ciclo
de luchas de poder conocido como el Zhang guo, el pe
ríodo de los reinos guerreros. Fue una falta de armonía
progresiva; muchos de los patrones culturales y estruc
turas burocráticas que caracterizarían China durante los
dos milenios siguientes se desarrollaron durante el pe
ríodo de los reinos guerreros. Aquella época generó asi
mismo una excelente filosofía, como la de Sun Zi, autor
de El arte de la guerra, y la de Xun Zi, un pensador con
fuciano cuya máxima más célebre es: «La naturaleza del
hombre es el mal; su bondad sólo se adquiere por medio
)
de instrucción.» Es algo que Hobbes o Hamilton ha
brían podido escribir.
La consolidación cultural y burocrática de China du
rante el período de los reinos guerreros propició que el
número de grandes potencias disminuyera de siete a tres
a mediados del siglo iii a.C. Estaban Chu en el sur, Qin
en el oeste y Qi en el este, las dos últimas resurgiendo de
largos períodos de luchas internas. En el año 223 a.C.
Qin había sometido a sus dos rivales y fundado el pri
mer imperio unificado en la historia china. En 206 a.C.
una rebelión reemplazó la efímera dinastía Qin por la de
los Han, que duraría más de cuatrocientos años: el pri
mer gran imperio panchino.
El Imperio Han no fue una dictadura impuesta exclusi
vamente desde una capital imperial. Más bien representaba
— 211 —
una grandiosa armonía de distintos pueblos y sistemas:
monarquías, jefaturas militares, etc. A pesar de todas sus
luchas de poder, los estados guerreros individuales habían
evolucionado a lo largo de siglos de consolidación cultural
y burocrática hasta convertirse en los distintos elementos
de un sistema más grande que ellos mismos. Si se contem
pla la antigua China como un microcosmos del mundo en
tero, entonces el siglo XXI puede vivir el equivalente
aproximado del Imperio Han de los primeros tiempos: un
sistema global emergente de los grandes conflictos y la
anarquía del período de los reinos guerreros.
En The Evolution o f International Soríety, Adam
Watson, ex diplomático británico, observa sabiamente
que la integración política en la antigua Grecia, Sumer, la
India y China requirió siempre supuestos culturales co
munes para moldear normas e instituciones.* Si bien el
mundo actual es culturalmente diverso, se está forjando
una cultura cosmopolita singular, propia de la clase me
dia alta. A medida que esta nouvelle cuisine cultural se
propague, también lo harán las instituciones internacio
nales. Así como los estados modernos se presentan en la
actualidad con una clase media industrial, la expansión
de esa nueva clase alta global marcará finalmente la tras
cendencia de los propios estados.
Y así como los estados más poderosos del siglo xx te
nían su propia economía para abastecer las necesidades
de su población, las necesidades sumamente específicas
de los nuevos cosmopolitas globales requerirán una eco
nomía de escala mundial en la que estados y regiones po
drán especializarse en una u otra línea de producción.
De este modo, la humanidad podría cerrar una grieta en
8. Watson, p. 121.
— 212 —
el ciclo histórico al reinstaurar a escala planetaria los an- /
tiguos sistemas de Grecia, Sumer, la India y China,
N o estoy diciendo, con el debido respeto a Marx, que
la historia siga una dirección rígida; tampoco digo que la
historia no sea más que una condenada cosa detrás de
otra. Simplemente sugiero, como hizo Montesquieu en
el siglo XVIII, que las cosas parecen moverse en una cier
ta, aunque imprecisa, dirección hacia una «moralidad in
ternacional mínima», y que se pueden discernir algunas
pautas generales.’
— 213 —
de una moralidad universal por el bien de un interés
propio nacional.
Pero la probabilidad de la convergencia política glo
bal dice poco de su utilidad. La Unión Europea (UE) es
un sistema. Pero todavía no está claro si la U E será efec
tiva o simplemente fomentará un insulso despotism o
burocrático que se convertirá en el caldo de cultivo de
reacciones nacionalistas peligrosas. En el siglo iii a.C. el
emperador de Qin unificó China por primera vez en la
historia, pero su adopción del legalismo —una doctri
na que defiende una reglamentación burocrática inflexi-
i ble— condujo al hundimiento de la dinastía en menos
de dos décadas. En cambio, la dinastía Han que la suce
dió duró más de cuatrocientos años, porque combinó lo
mejor del legalismo con el confucianismo, que enseñaba
tradición y moderación. Sea una Unión Europea inspi
radora o bien despótica y cobarde, sea la unidad median
te el legalismo opresivo de los emperadores Qin o bien
mediante el confucianismo más progresista de los empe
radores Han, si un sistema global refleja los valores de
las democracias occidentales o no, eso marca la diferen-
li eia en el mundo.
Recuerde que la unidad que Crecia alcanzó al fi
nalizar la guerra del Peloponeso no necesariamente
( hizo progresar la civilización, por cuanto significó la
derrota de la democracia ateniense a manos de Espar
ta y su aliada. Persia. Pero el sometimiento de los rei
nos guerreros al sistema de valores confuciano de los
emperadores Han fue una buena cosa; su equivalente
global sólo puede ser alcanzado ahora p or E stados
Unidos.
El difunto filósofo político inglés E. H. Carr escribe:
«Internacionalizar la autoridad en un sentido real signi-
— 214 —
fica internacionalizar el poder.»” El poder no se fabrica
de la nada. La creación de las Naciones Unidas en 1945
no hizo poderosa esta institución, ni siquiera útil. Pese a
encontrarse en la sexta década de su existencia, la O N U
es eficaz sólo hasta el punto en que tiene la aprobación
tácita de una gran potencia, sobre todo de Estados Uni
dos. Cuando la O N U actúa realmente sola es porque
ninguna gran potencia considera de su interés intervenir
en el asunto. Asimismo, la exaltada nueva condición de
las instituciones internacionales — el tribunal de críme
nes de guerra de La Haya, por ejemplo— sería imposible
de no haber sido por la victoria militar y política de los
aliados occidentales en la guerra fría, que liberó los orga
nismos internacionales de la influencia soviética. Las
instituciones globales como el tribunal de crímenes de
guerra son una consecuencia del poder occidental, no un
sustituto del mismo.
«Históricamente — escribe Carr— todos los enfo
ques en el pasado de una sociedad mundial han sido
el producto del dominio de una sola potencia.»” N o
hay síntomas de que esto haya cambiado. La globali
zación significa la difusión de las estratagemas comer
ciales de Estados Unidos, adaptadas por cada cultura a
sus propias necesidades; unas buenas, otras malas. El
predominio de este modelo —junto con el de la demo
cracia, los tribunales de crímenes de guerra y organi
— 215 —
zaciones de pacificación eficaces— requirió una lucha
de varias décadas contra la Unión Soviética que con
llevó operaciones secretas de gran alcance y sistemas
de armamento nuclear que no siempre podían expli
carse o justificarse en términos de una moralidad uni
versal.
Y para que el poder de Estados Unidos perdure, de
berá ser mejorado por un nivel de altruismo más pri
mitivo que el de la sociedad universal que pretende
fomentar. El patriotismo estadounidense—el homenaje
a la bandera, las celebraciones del 14 de Julio, etc.— debe
sobrevivir lo bastante como para proporcionar el arma
zón militar de una civilización global emergente que,
con el tiempo, podría volver obsoleto ese patriotismo.
Una mayor libertad individual y más democracia pue
den ser las consecuencias de una sociedad universal cuya
creación no sea posiblemente del todo democrática. Al
fin y ai cabo, más de doscientos estados y cientos de
fuerzas influyentes no estatales suponen una plétora de
intereses restringidos que no hará progresar ningún in
terés más amplio sin el mecanismo organizador de una
gran autoridad."
Pero, ¡ay!, el premio de los estadounidenses por ga
nar la guerra fría no es solamente la oportunidad de am
pliar la O TA N , o de celebrar elecciones democráticas
en lugares que jamás las habían conocido, sino algo mu
cho más grande: los norteamericanos, y nadie más que
ellos, redactarán los términos de la sociedad internacio
nal. Com o Joseph Conrad dijo a un amigo durante la
Primera Guerra Mundial, los estadounidenses no lu
chan específicamente por la democracia parlamentaria,
— 216 —
sino «por la libertad de pensamiento y el progreso en la
forma que sea».'*
Quizá la constatación más sublime de Churchill ha
ya sido que el Reino Unido se acercaba al ocaso y otra
potencia naciente y más fuerte, que compartía sus valo
res, estaba destinada a ocupar su lugar: Estados Unidos.
Churchill vio en Franklin Roosevelt lo que Chamber
lain no supo ver: al gran político con el que vencería a
Hitler, y que permitiría luego al Reino Unido retirarse
elegantemente de la historia. Pero Estados Unidos no
puede permitirse ese lujo. N o se divisa en el horizonte
una fuerza creíble con el poder y los valores de la nación
norteamericana. Es posible que las Naciones Unidas o
una combinación de organizaciones internacionales se
conviertan algún día en esa fuerza. Pero no es seguro, ni
mucho menos. En su ensayo sobre la «paz perpetua»,
Kant imagina una unión de naciones amantes de la liber
tad, no una organización universal. Así pues, Estados
Unidos tiene ante sí las décadas más importantes de su
política exterior.
— 217 —
les de Occidente. Pese a las tradiciones antiimperialistas
de Estados Unidos, y pese al hecho de que el discurso
público ha deslegitimado el imperialismo, una realidad
imperial predomina ya en la política exterior norteame
ricana. ¿Qué son las misiones de la O T A N en Bosnia y
Kosovo sino protectorados imperiales, con los que los
romanos y los Habsburgos estaban tan familiarizados?
El molesto derechista Patrick Buchanan se equivoca al
decir que Estados Unidos es una república, no un impe
rio; no cabe duda que es ambas cosas.
La debilidad y la flexibilidad propias de ese imperio
no tradicional dirigido por Estados Unidos constitui
rán su fortaleza. U n nuevo imperio no declarado, que
se ahorrará los ceremoniales autoengañosos de las N a
ciones Unidas, de ahí su poder. Joseph Nye Jr., decano
de la Kennedy School de Harvard, habla de una hege
monía norteamericana «blanda». Sun Zi afirma que la
posición estratégica más fuerte es «informe»; es una po
sición que los enemigos no pueden atacar porque existe
en todas partes y en ninguna.” Un imperio estadouni
dense debe ser así. Debe funcionar como «un gobier
no en marcha», como el ejército democrático griego de
Jenofonte, que cruzó los confines más remotos del caó
tico Imperio persa en el año 401 a.C. con sus tropas dis
cutiendo libremente sobre.cada paso que se daba.”
Ningún otro cuerpo militar imperial ha sido tan ma
nifiestamente multiétnico, vinculado por los valores de
— 218 —
una Constitución en vez de por lazos de sangre. Entre
los alimentos precocinados que consumen las tropas de
las fuerzas especiales de Estados Unidos hay paquetes
que contienen halal, adecuado para las restricciones die
téticas de los musulmanes, y comida kosher para los ju
díos. En el momento de escribir estas líneas, el jefe del
Ejército de Estados Unidos —uno de los miembros de la
Junta de Jefes del Estado Mayor— es el general Eric
Shinseki, un estadounidense de origen japonés cuya
familia vivió en un campo de internamiento durante la
Segunda Guerra Mundial.
Pero extender este imperio multiétnico sólo puede
hacerse ágilmente; una sola guerra con una pérdida im
portante de vidas estadounidenses (por ejemplo, en el
estrecho de Formosa) podría echar a perder el apetito de
internacionalismo de la opinión pública. El triunfalismo
no tiene cabida en la política exterior de Estados Uni
dos; sus ideales deberán hacerse menos rígidos y más va
riados si se quiere que satisfagan las necesidades de los
rincones más lejanos del planeta. «La democracia es con
traria a la movilización imperial», advierte el ex conseje
ro en seguridad nacional Zbigniew Brzezinski, debido
a la abnegación económica y el sacrificio humano que
esa movilización acarrea.'^ De hecho, la fuerza restricti
va de su propia democracia hace difícil para los nor
teamericanos exigir y orquestar auténticas transiciones
democráticas en todas partes. Sólo con cautela y previ
sión inquieta podrá Estados Unidos crear un sistema in
ternacional seguro.
— 219 —
XI
TIBERIO
— 221 —
guíente sobre el difamado emperador romano del siglo l
d.C. Tiberio:
— 222 —
rial a la personalidad, como designar un mes con el nom
bre del emperador. La mala reputación que se le atribuye
se deriva principalmente de la segunda parte de su man
dato, cuando delegó poder en la guardia pretoriana y
«adoptó, bajo la influencia de sus temores, una buena dis
posición a derramar sangre».* Desde el año 23 d.C. hasta
su muerte, en el 37 d.C., Tiberio se convirtió en la peor
clase de tirano y construyó una serie de mazmorras y cá
maras de tortura alrededor de su complejo de villas en la
isla de Capri, donde vivía rodeado por un séquito de
guardias y aduladores. Su crueldad era obscena. N o obs
tante, es posible que fuese en parte consecuencia de una
enfermedad mental. Es sólo la primera parte de su man
dato, del 14 al 23 d.C,, que se puede poner como ejemplo
de liderazgo competente. Desgraciadamente, no había
ningún mecanismo para una transmisión pacífica de po
der después de sus nueve años como emperador.
Con todo. Tiberio preservó las instituciones y las
fronteras imperiales de su predecesor, Augusto, y las dejó
lo suficientemente estables como para que soportaran los
excesos de sus sucesores, como Calígula: «Su postura era
la de un realista, incluso un pesimista, sin ilusiones res
pecto al destino humano, la naturaleza humana y la polí
tica», escribe la historiadora contemporánea Barbara
Levick, de Oxford.* Tiberio construyó pocas ciudades,
anexionó pocos territorios y no atendió a los caprichos
populares; más bien fortaleció los territorios que Roma
ya poseía agregando bases militares y combinó la diplo-
— 223 —
macia con la amenaza de la fuerza para preservar una paz
que favorecía al Imperio.* «Es en su áspero enfoque de la
naturaleza humana donde la veneración de Tiberio por
la ley tiene sus orígenes», escribe Levick. Tiberio se per
cató de que, en las circunstancias de Roma, el Senado
sólo podía ser protegido mediante el abrumador poder
militar del emperador. Por supuesto, fue la tensión del
poder absoluto lo que finalmente le desquició y justificó
sus múltiples errores y crueldades.’
A diferencia de Churchill o Pericles, Tiberio no es
un modelo inspirador, pero puede que merezca la pena
examinar sus puntos fuertes. En opinión de muchos his
toriadores, fue gracias a Tiberio que Roma sobrevivió
tanto tiempo en Occidente. Los líderes estadounidense
del futuro podrían hacerlo peor como para ser elogiados
por su tenacidad, su inteligencia penetrante y su capaci
dad de llevar la prosperidad a partes remotas del mundo
bajo la blanda influencia imperial de Estados Unidos.
Cuanto más efectiva sea su política exterior, más venta
ja tendrá Estados Unidos en el mundo. Así, lo más pro
bable es que los historiadores futuros consideren los E s
tados Unidos del siglo XXI como un imperio además de
una república, por muy distinto que sea de Roma y de
cualquier otro imperio de la historia. Porque, a medida
que transcurran décadas y siglos, y Estados Unidos haya
tenido cien presidentes, O incluso ciento cincuenta, en
lugar de cuarenta y tres, y éstos figuren en largas listas
como los gobernantes de los imperios pasados —roma
no, bizantino, otomano—, la comparación con la Anti-
— 224 —
güedad aumentará en vez de disminuir. Roma, en con
creto, es un modelo de potencia hegemónica porque uti
liza varios medios para fomentar una pizca de orden en
un mundo desordenado; la razón por la que Maquiavélo,
Montesquieu y Gibbon le dedicaron tanta atención.* Oli
ver Wendell Holmes denominó a sus compatriotas esta
dounidense «los romanos del mundo moderno».
Es evidente que uno puede escribir infinitamente so
bre las diferencias entre el siglo i y el xxi d.C., pero tanto
entonces como ahora no existe un mejor atributo para
un gobernante que la humildad basada en una valora
ción precisa de sus propios límites, de la que emana la
astucia más aguda. Franklirt Roosevelt acercó firme y
furtivamente Estados Unidos a la guerra contra Hitler
al mismo tiempo que la negaba porque sabía que un
Congreso republicano aislacionista no le apoyaría. Del
mismo modo, las campañas de Tiberio en Germania y
Bohemia en los años 5 al 10 d.C. le convirtieron en el
principal artífice del sistema imperial romano en Euro
pa; no obstante, cuando llegó a ser emperador, su políti
ca respecto a esa región fronteriza estuvo marcada por la
prudencia. En el 28 d.C., después de que una precipitada
ofensiva romana contra los bárbaros en la baja Germa
nia ocasionara numerosas bajas en el ejército de Roma,
Tiberio las ocultó deliberadamente para evitar la presión
popular para vengarlas: la mayor fortaleza de Tiberio era
su percepción de las debilidades de Roma.* Bajo su man-
— 225 —
dato, «las funciones de las fuerzas romanas en las fronte
ras se limitaban a la observación de los pueblos del otro
lado mientras éstos se aniquilaban unos a otros». Para
Roma, esa «inactividad magistral logró una tranquilidad
que duraría un largo período».® Evidentemente, Estados
Unidos no puede permanecer inactivo del mismo modo.
Sin embargo, cuanto más prudente sea, más efectivo será.
En los albores del siglo xxi, los medios de comuni
cación globales demuestran escasa solidaridad por los
retos y las tremendas ironías a los que se enfrentan aque
llos que ejercen el poder; cultivan la virtud más pruden
te de solidarizarse sólo con los que no tienen poder. N o
obstante, los presidentes más ilustres de Norteamérica
sabían que el uso sensato de la fuerza era la guía más
segura hacia el progreso. En el salón Roosevelt del ala
oeste de la Casa Blanca, donde se celebran importantes
reuniones del Estado Mayor, hay un relieve de Teddy
Roosevelt con estas palabras del vigésimo sexto presi
dente de Estados Unidos —palabras que habrían podi
do escribir Maquiavelo, Tucídides o Churchill— : «La
lucha enérgica por el derecho más noble que se permite
el mundo.» Junto a ese relieve, dentro de una vitrina co
locada en la repisa de un pequeño hogar del salón, está el
premio Nobel de la Paz que Roosevelt ganó en 1906 por
mediar en el final de la guerra ruso-japonesa. Roosevelt
se había alegrado de la destrucción de la flota rusa a ma
nos de Japón, por cuanto temía la influencia de Rusia en
Europa. Pero prefería Rusia debilitada en lugar de des
truida, con el fin de contener a Japón. Ése fue el motivo
que propició su mediación. La política de la fuerza al
— 226 —
servicio de la virtud patriótica —un principio tan anti
guo como las grandes civilizaciones clásicas de China y
el Mediterráneo— es lo que el premio N obel de la Paz
de la Casa Blanca venera en realidad. La política norte
americana durante la guerra fría fue hasta tal punto una
variante de ese concepto que no estará nunca anticuada.
Estados Unidos no es nada sin su democracia; es la
patria de la libertad en vez de la sangre. Pero para sem
brar sensatamente sus semillas democráticas en un mun
do más extenso, que es más próximo y peligroso que
nunca, se verá obligado a aplicar ideales que, aunque no
sean necesariamente democráticos, son honestos. Cuan
to más respetemos las realidades del pasado, más nos
alejaremos de él.
— 227 —
BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA
— 229 —
B u r c k h a r d t , Jacob: The Civilization o f the Renaissance
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