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INTRODUCCIÓN[*]

No hay pesimistas; hay solo realistas y mentirosos

Paul Virilio

Hubo una época en que era común pensar la violencia como un conjunto de
hostilidades entre fuerzas simétricas y comparables. Hubo una época en que la
filosofía occidental y disciplinas como la sociología, la antropología y la
psicología creían poder agotar la explicación de la violencia a partir de factores
naturales, biológicos, sociales o políticos. Hubo una época en que la bibliografía
especializada sobre el tema se dividía entre los que imaginaban una forma
específica de violencia que aboliese definitivamente todas las otras y los que
combatían el recurso a la violencia como una tentación a la cual jamás se
debería ceder. Hubo una época en que se intentó remitir la violencia a un
conjunto unificado de causas. Hubo una época en que las dos posiciones
extremas sobre la violencia eran representadas por pensadores que la
rechazaban en nombre de la tolerancia universal y de la ética (Hannah Arendt)
y por aquellos que la justificaban como un derecho inalienable de los oprimidos
(Frantz Fanon). Hubo una época en que las cosas estaban mucho más claras en
ese frente.

Ya en Thomas Hobbes, con la noción de un estado de guerra como figura


originaria que posibilita toda Historia, el problema de la violencia ocupaba una
posición clave en el pensamiento occidental. El Leviatán de Hobbes, más de dos
siglos anterior a la genealogía nietzscheana, piensa la violencia como la
suspensión de toda moral y de toda justicia.[1]Recientemente, la llegada de los
EUA a la autoconciencia de potencial víctima de la violencia pública y televisada
colocó bajo escrutinio los paradigmas desde los que se pensó el tema durante
décadas. Se revivieron varios debates sobre violencia legal o ilegal, legítima o
no, simbólica o real, justa o injusta, en general con posiciones más
atrincheradas que nunca. Discusiones que diez años atrás habrían sido
impensables –por ejemplo, sobre la deseabilidad de la tortura como método de
interrogatorio– pasaron a ser regularmente transmitidas por los medios
estadounidenses e incluso europeos o, peor, resueltas con la premisa de un
monopolio de algunos países sobre el uso legítimo de la violencia. La "guerra
contra el terrorismo" (un uso notablemente abusivo e impreciso, obsérvese, del
concepto de guerra) revivió viejas cuestiones acerca del estatuto de la
violencia: ¿es una constante antropológica, un verdadero universal humano, o
podría imaginarse un estado de cosas desprovisto de violencia? ¿No podría ese
impulso utópico a la no violencia correr el riesgo de justificar los actos más
atroces? Si así fuese, ¿cómo diferenciar las formas de violencia aceptables de
las inaceptables? ¿Acaso la distinción misma seguiría siendo válida? ¿Podríamos
distinguir varios tipos de violencia sin justificar o perdonar alguna de ellas?
¿Será que el pensamiento debería rehusarse a vindicar cualquier forma de
violencia, siempre y necesariamente? ¿Quién establecerá esa frontera?
¿Basándose en qué? Este libro se dedica a analizar un conjunto de obras
literarias, musicales y filosóficas que se plantean algunas de esas preguntas.

Entre las reflexiones modernas sobre la violencia, cabe un papel influyente al


tratado del estratega militar Carl von Clausewitz, Sobre la guerra (1832). Junto
al legendario Arte de la guerra, escrito por Sun Tzu en el siglo IV a.C., el tratado
de Clausewitz es reconocido por la derecha y por la izquierda como uno de los
grandes libros sobre el tema. Es verdad que hay una abundante bibliografía
sobre las dimensiones táctica, tecnológica, política, jurídica y cultural de la
guerra o sobre guerras específicas. Pero el libro de Clausewitz se destaca por
una complejidad inédita. Además de la ciencia militar y del pensamiento
político, el autor recurre al léxico de la física moderna, en la medida que ve la
guerra no como una forma de violencia que "estalla en una única descarga"[2],
sino como un "conflicto de fuerzas sueltas que no obedecen a ninguna ley más
allá de la de la propia".[3] Aparece también el discurso de la filosofía pos-
kantiana, en la extensa tematización del problema de los "fines y medios" en la
guerra[4]. Clausewitz revisa incluso el emergente discurso de la filología,
orientado a explicar las transformaciones históricas del término "arte de la
guerra".[5]El tratado de Clausewitz representa un verdadero panorama
discursivo de principios del siglo XIX en Europa. Su saber enciclopédico se
desparrama obsesivamente a lo largo de los 125 capítulos, agrupados dentro de
ocho "libros" y acechados por el argumento clausewitziano de que el tratado
estaba inconcluso.

Como Ser y tiempo, de Martin Heidegger, y El hombre sin atributos, de Robert


Musil, un siglo posteriores, Sobre la guerra pertenece a aquella clase de libros
cuyo estatuto inconcluso está integrado en el propio texto, como posibilidad
repetidamente anunciada o como principio organizador central.[6] En el caso
del tratado de Clausewitz, parece difícil creer que el autor se haya olvidado de
algo. Codificador de la logística de la guerra, Clausewitz aún es ampliamente
leído en academias militares, aunque la ciencia militar haya vuelto posibles
formas de destrucción impensables en su época. Al postular la guerra como el
máximo uso de la fuerza física con vistas a la sujeción total del enemigo,
Clausewitz fue la culminación de una tradición instrumental que proponía que la
guerra podría, sí, ser objeto de conocimiento científico.

Signatario del famoso dicho de que "la guerra es la continuación de la política


por otros medios"[7], Clausewitz permanecería como referencia fundamental
para la reflexión sobre un tipo particular de violencia, aquella perpetrada por
facciones belicosas en lucha. Uno de los desafíos que acosa al pensamiento
contemporáneo es comprender el embate entre fuerzas que ya no se ajustan a
los agentes políticos clásicos que Clausewitz tenía en mente. Buena parte del
malestar con el tema proviene del hecho que presenciamos hoy formas de
violencia que no siguen el paradigma napoleónico-clausewitziano basado en
dos lados simétricos y comparables. Podríamos decir, inclusive, que el modelo
de Clausewitz, elaborado a partir de guerras europeas modernas entre Estados-
nación, representa una forma de violencia hoy definitivamente abolida. De las
guerras interétnicas africanas a la "guerra" del Imperio contra el "terrorismo",
de la yihad islámica a la narcoguerra global (para mencionar cuatro paradigmas
contemporáneos), las guerras actuales claramente siguen patrones distintos a
los de la guerra moderna, europea, territorial, napoleónica. En todo caso,
Clausewitz sigue siendo fundamental para la comprensión de la pragmática de
la guerra, aunque las tácticas y estrategias hayan cambiado radicalmente
desde su época.

Evidentemente, cuando se trata de plantear cuestiones éticas acerca de la


violencia, hay que recurrir a otra bibliografía. Clausewitz enfáticamente plantea
la guerra como un terreno donde toda la ética se disuelve y toda consideración
ética es no solo innecesaria sino también peligrosa. Su filosofía está saturada
por la voluntad de poder propia de toda guerra. Para Clausewitz, la guerra sería
el momento de completa interrupción de la preocupación ética en la política, la
culminación de la política en un juego brutal de fuerzas. Puede haber una
pragmática de la guerra, pero jamás puede existir –excepto debido a una brutal
irresponsabilidad– una ética de la guerra. Como Paul Virilio después explicaría,
"ir a los extremos es uno de los conceptos de Clausewitz. Él designa la relación
entre guerra y política,... la tendencia de la guerra de ir más allá de todo
límite".[8] A pesar de que es posible ver a Clausewitz como un teórico
hobbesiano del enfrentamiento entre fuerzas desprovistas de cualquier traba, el
estratega prusiano es cuidadoso al distinguir entre la suspensión de la ética
durante la guerra y el momento ético absolutamente necesario antes de la
guerra, durante su preparación o justificación. Desde el punto de vista
clausewitziano, por ejemplo, nadie debería declarar la guerra basado en una
mentira o en una falsa acusación. A pesar de que la guerra suspende la ética,
de ello no se sigue que ésta sea dispensable al momento de ir a la guerra.
El pensamiento del siglo XX sobre la violencia bélica fue, en cierta forma, una
sucesión de variaciones paródicas sobre la comprensión clausewitziana de la
guerra como continuación de la política por otros medios. El seminario
conducido por Michel Foucault en 1976, "Defender la sociedad", propuso una
inversión del famoso dicho de Clausewitz. Se debería ahora, dice Foucault,
entender la propia política como continuación de la guerra por otros medios.
Mientras que Clausewitz mapea la guerra como conflicto que excede, que no
puede ser contenido por la política "normal", y que por ende lleva a la política a
un desborde de violencia, Foucault se propone pensar la guerra como modelo
de la propia política, de la actividad política en sí. La gran inversión de Foucault
consiste en que, al revés de pensar el poder dentro de la tradición republicana
de la soberanía que va de Maquiavelo a Carl Schmitt (e incluye, claro, a Hobbes,
Locke y Rousseau), él repiensa la propia política de forma clausewitziana, o sea,
como acto de guerra. La reescritura de Foucault del axioma de Clausewitz sería,
por ende, un gesto de llevar la lógica clausewitziana a su límite máximo,
haciéndola englobar la totalidad de la política misma. Pocas inversiones
paródicas de un axioma son tan emblemáticas de una época como esta de
Foucault sobre Clausewitz: la política es una continuación de la guerra por otros
medios, no al revés.

Menos de diez años después de la crítica foucaultiana de la soberanía, aquel


que es tal vez el gran pensador de la guerra en nuestros tiempos, Paul Virilio,
comentaba, sobre la Guerra Fría y la escalada nuclear: "la Paz Total de la
disuasión es la Guerra Total por otros medios".[9] Años antes, Emmanuel
Lévinas había tomado distancia definitiva de las "modernas teorías del contrato
y de su postulado de una guerra originaria de todos contra todos".[10] Lévinas
propondría una meditación en la cual, sorprendente y valientemente, la paz, no
la guerra, sería el estado originario. Eso llevaría a Jacques Derrida a afirmar
que, para Lévinas, la guerra era la continuación de la paz por otros medios. Al
enfrentarse con la tarea de encontrar una metáfora de la violencia sexual y de
la desigualdad entre los géneros, la feminista austríaca Elfriede Jelinek
argumentó que "el amor institucionalizado y el matrimonio eran la verdadera
continuación de la guerra por otros medios en nuestro tiempo".
[11] Dependiendo del giro dado por cada pensador contemporáneo a la frase de
Clausewitz, se podría determinar el lugar de ese pensador en las polémicas más
importantes del siglo. El dicho de Clausewitz abastece una especie de sintaxis
vacía de la era moderna.

Foucault, por ejemplo, invierte la frase de Clausewitz, sugiriendo que la guerra


satura el campo de la experiencia a tal punto que ella se torna paradigma de
toda actividad política. Al sustraer el énfasis de las categorías históricas en
favor de las geográficas, Foucault ya no comprende la violencia desde aquel
evento eminentemente temporal, hegeliano, que llamamos revolución (que
siempre tiene lugar como un momento en una progresión de cambio en la
historia), sino a partir de aquel acontecimiento mucho más geográfico que
conocemos como guerra. El resultado es la notable crítica foucaultiana del
paradigma de la soberanía dominante en un amplio espectro de teorías políticas
occidentales. Foucault argumentaría que las relaciones de poder, múltiples y
móviles, ya no podían ser captadas por las teorías jurídicas, contractuales de la
soberanía. Solo la comprensión de las relaciones políticas a partir del paradigma
de la violencia podría ofrecer un marco para la representación de las varias
formas de acción propias de la disputa política. En otras palabras, para
Foucault, la política es el terreno de la "sanción y de la reconducción del
desequilibrio de fuerzas manifiesto en la guerra".[12] El acontecimiento
primario, fundamental, es la guerra; la política sería simplemente la
legitimación y la consolidación de la jerarquía impuesta a partir de ella. La
inversión foucaultiana de Clausewitz estaría, por ende, claramente inspirada en
la Genealogía de la moral nietzscheana.[13]

Menos de dos décadas después de la publicación del tratado de Clausewitz, el


anarquismo y el marxismo comenzarían a redefinir la comprensión de la
violencia, tomando como paradigma ya no la guerra entre naciones y ejércitos,
sino la violencia entre clases sociales. Incluso, aludiendo al modelo de la batalla
napoleónica, el anarco-sindicalismo radical de Proudhon concibió el
levantamiento obrero como "total aniquilación del enemigo", un objetivo en pos
del cual todas las formas de violencia serían, en principio, justificadas.
Apuntando a la violencia diaria, institucionalizada, a la que la clase trabajadora
es sometida, la teoría de la historia de Karl Marx se basaba en un gesto doble.
Por un lado, mostraba la violencia sobre la cual se fundó el orden capitalista (los
horrores de la acumulación y expropiación originarias, debidamente
reproducidos en el presente por atrocidades reales y simbólicas). Por otro lado,
ofrecía la justificación para la violencia revolucionaria en el futuro. Marx partía
de la premisa de que la violencia revolucionaria sería la única manifestación
particular del universal "violencia" que podría abolir el concepto de una vez por
todas, al abolir la realidad que él designa. Uno de los axiomas del marxismo
sería que la violencia revolucionaria trae consigo, por definición, la promesa del
fin de la violencia en cuanto tal. Esa es la base ética de la vindicación de la
violencia en el marxismo, más allá de las brutales manipulaciones de ese
axioma en los regímenes políticos del socialismo real. Si, para Marx, la teoría de
la historia sería la justificación fundamental para un recurso revolucionario a la
violencia, Engels, en el Anti-Dühring, agregó su propia vindicación –
considerablemente más mecánica– de la violencia como motor de la evolución
histórica. El razonamiento de Engels avanza por analogías con las ciencias
naturales darwinianas, que en el texto de Marx aparecen en forma mucho más
ocasional y cuidadosa.

Por oposición a las explicaciones de la violencia como expresión de una


agresión irracional o natural, para Marx la abolición de la explotación de clase
anunciaría el fin de toda violencia tal como la historia humana la conoció. Hoy,
más de un siglo después de la Comuna de París y ya pasado el nonagésimo
aniversario de la primera revolución socialista exitosa, la perspectiva de un fin
utópico de la violencia parece más distante que nunca. Pero también es cierto
que el texto de Marx sigue siendo una fuente clave para entender por qué la
historia tomó ese curso. La obra de Marx tiene la particularidad de contener
páginas que defienden la tesis de que ninguna transformación ocurrirá sin
violencia y también páginas que advierten que un recurso fácil y voluntarista a
la violencia es dañino y no resultará en nada. En todo caso, el pensamiento
sobre la violencia jamás fue el mismo desde Marx, en la medida que el
establece una sospecha permanente: ¿cuál violencia? ¿Actuando en nombre de
qué intereses? ¿Se trata de una violencia cómplice de los horrores de la
acumulación originaria, la expropiación y la esclavización de un vasto número
de seres humanos para el privilegio de unos pocos (diariamente reproducida, a
su vez, en atrocidades reales y simbólicas)? ¿O se trata de un anuncio de la
violencia redentora, revolucionaria, que traería consigo la promesa de un fin de
la violencia como tal?

La estabilidad de la teoría marxiana de la revolución depende, naturalmente, de


la premisa de que siempre es posible distinguir la violencia de la acumulación
originaria de la violencia redentora y promisoria de la revolución. Hoy, muchos
ya nos convencemos de que esas dos formas de violencia no son fácilmente
separables, aun en la especulación teórica. Por eso el éxito de la vindicación
marxiana de la violencia es proporcional a la separabilidad entre opresores y
oprimidos. Cuanto más dicotómicamente dividida esté una sociedad, más
posibilidades tendrá la vindicación de la violencia en términos marxistas de ser
oída y apoyada. De ahí el hecho de que las ricas sociedades euro-americanas
del Atlántico Norte, al conseguir crear sólidas y amplias clases medias, también
consiguieron impedir, a partir de los años 1920 y con algunas excepciones
(como 1968), la irrupción de movimientos revolucionarios dentro de sus
fronteras. No solo el trabajo barato, sino también la atrocidad ha sido
progresivamente "tercerizada" y enviada a la periferia del capitalismo.
En varios momentos de la historia, Lenin, Trotski, Mao y otros marxistas
presentaron justificaciones explícitas de la violencia o llamados a un uso bien
orientado de ella. Pero ningún pensador marxista está tan asociado a la
vindicación de la acción violenta como Frantz Fanon. El encuentro histórico
entre la teoría marxista y la descolonización en África terminó produciendo una
de las reflexiones más incisivas sobre la violencia. Para Fanon, el mundo colonial
es un "mundo partido en dos", en el cual la línea divisoria entre los campos es
vigilada por "cuarteles y reparticiones policiales".[14] En las sociedades
coloniales, sin el sostén del que gozan las naciones noratlánticas gracias a sus
ricas y grandes clases medias, se hace visible la cruda violencia diaria sobre la
que el capitalismo se sostiene. Para Fanon, la violencia colonial sería el nombre
de la manifestación particular que nos hace ver el carácter verdaderamente
universal del concepto. En las situaciones coloniales, el sistema y sus víctimas
coinciden en la percepción de que la violencia es inevitable y necesaria. El
sistema colonial sabe que debe utilizarla diaria e implacablemente para
sustentarse. Los oprimidos saben que ninguna liberación será dada por gracia,
que ellos deberán luchar por ella con todas sus armas. En el mundo colonial
entendemos que la violencia es ubicua. En su naturaleza atroz, el colonialismo
nos hace ver que la violencia no acontece únicamente en el mundo colonial.
Para Fanon, el colonialismo sería, entonces, aquella manifestación particular
que hace visible la universalidad del concepto.

Las atrocidades suceden en las colonias con una intensidad desconocida en el


Primer Mundo no por una diferencia moral o cultural entre los dos espacios, sino
porque la violencia escandalosa del colonialismo ayuda a invisibilizar la
violencia política y económica institucionalizada en las metrópolis. Anclado en
Marx, Frantz Fanon fue un pensador que insistió en la dialéctica global de la
violencia. La teoría poscolonial develaría las muchas formas en que el relato de
la modernidad occidental fue necesariamente ciego a sus condiciones de
posibilidad.[15] Los condenados de la tierra, de Fanon, inauguró la comprensión
de que habría un lugar de enunciación único, una voz propia del sujeto colonial,
vinculada al desenmascaramiento de la naturaleza dialécticamente global de la
violencia. Basándose en su experiencia como psiquiatra en Argelia, Fanon
desmanteló los estereotipos sobre la violencia nativa al explicarla

no como características fisiológicas, como en las teorías de los deterministas


biológicos, ni como diferencias culturales, como en las teorías de los
antropólogos, ni tampoco como fallas morales, como en los alegatos de los
misioneros, sino como consecuencias políticas y psicológicas de un sistema
colonial que alienaba al nativo.[16]

Para Fanon, mientras haya capitalismo, la violencia no solo será ubicua sino que
también, por definición, estará anclada en formas coloniales o neocoloniales de
explotación. Aunque nunca teorizada explícitamente como tal, la resolución de
la dialéctica fanoniana de la violencia exigía una revolución permanente,
parecida a aquella pensada por Trotski. En la obra de Fanon, la destrucción
violenta de las estructuras coloniales y neocoloniales no es, desde el punto de
vista del oprimido, una elección. Para el nativo, destruir violentamente el
colonialismo no sería un hecho contingente o lateral, sino el proceso mismo a
través del que accedería a la subjetividad. Sin esa violencia, no hay sujeto de la
descolonización. Para Fanon, “el colono ya le mostró [al nativo] cuál debe ser su
camino si desea liberarse”.[17] La versión fanoniana de la dialéctica del amo y
el esclavo promete el fin de toda esclavitud. Al plantear que la violencia es una
realidad histórica inevitable del capitalismo colonialista, Fanon también la
celebra como una forma de despertar la conciencia del pueblo, parte integral
del proceso de superación de la opresión. La violencia es global, ubicua, pero
siempre prometida, futura, redentora. Para Fanon, la violencia es el fundamento
de todo bien y de todo mal, pero ella misma se encuentra más allá del bien y
del mal.
Si el telón de fondo de la reflexión de Fanon era la descolonización, para
Hannah Arendt fue el Holocausto. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial
hasta su muerte, en 1975, Arendt se planteó la tarea de cuestionar a aquellos
que, según ella, “glorificaban” la violencia. Uno de los resultados de ese
esfuerzo fue el opúsculo Sobre la violencia, la tentativa más aterrada de la
filosofía occidental de extraer sentido de los actos violentos de 1968.
Escribiendo para “la primera generación crecida bajo la sombra de la bomba
atómica”, [18] Arendt reaccionó furiosamente ante el impacto del libro de
Fanon. Ella reaccionaba también a un contexto político en el que el pensador
europeo más importante del momento, Jean Paul Sartre, insistía que “fusilar a
un europeo es matar dos pájaros de un tiro”, ya que “quedan un hombre
muerto y un hombre libre”.[19] En su crítica de Sartre y de Fanon, Arendt los
acusaría de no ser fieles a Marx al apelar a la violencia en su nombre.

Experta en Nietzsche y, naturalmente, en su profesor Heidegger, Arendt veía la


irrupción de la violencia como producto de un fracaso del poder real. “Me inclino
a pensar que mucho de la actual glorificación de la violencia es causada por
una severa frustración de la facultad de acción en el mundo moderno”.[20] Para
Arendt, la violencia sería una compensación sustitutiva ante la falta de poder.
Proporcionales al declive del poder del sujeto, las justificaciones para la
violencia representaban, para Arendt, una capitulación basada en una traición a
la idea original de Marx. Era un poco extraño, por cierto, ver a una discípula
europea de Heidegger censurando a un marxista africano por traicionar a Marx
al apelar a la violencia revolucionaria, o por no leer a Marx lo suficientemente
bien en el curso de una lucha contra el colonialismo. En todo caso, Arendt
polemizaba con las apropiaciones de Marx hechas por Sartre y Fanon y producía
lecturas bastante problemáticas del mundo a su alrededor, como cuando
argumentó que solo las naciones más débiles, sin bombas nucleares, “podrían
darse el lujo” de ir a la guerra.[21] Aquí, claramente ella hizo la previsión
errada, como los cuarenta años siguientes demostrarían. Sin comprender muy
bien la dinámica de la Guerra Fría, Arendt seguía pensando los conflictos según
el modelo napoleónico que había culminado con la Segunda Guerra Mundial.
Fue incapaz de ver lo que muchas guerras post 1945 ya anunciaban, a saber, el
cambio del paradigma de las hostilidades simétricas entre ejércitos
comparables hacia un nuevo modelo, o de la secuencia sistemática de ataques
de las naciones poderosas sobre enemigos más débiles. En su ansia por
combatir el fanonismo tercermundista, tal vez Arendt haya exagerado el axioma
de que “el Tercer Mundo no es una realidad, sino una ideología” [22] –
especialmente si consideramos que ella no era exactamente una conocedora de
las realidades del Tercer Mundo. Desde la publicación del opúsculo de Arendt, la
desigualdad entre las naciones solo creció, probando que la primera generación
de los teóricos africanos de la descolonización había mostrado las tendencias
reales. Actualmente, el texto de Arendt se deja leer más como testimonio de un
universalismo pacifista ya enterrado que como fuente de posibles alternativas
para pensar la cuestión de la violencia. La creencia universalista en la
comparabilidad de las diferentes formas de violencia, por ejemplo en las
insistentes condenas de Arendt al racismo “blanco o negro” (como si el racismo
fuese un fenómeno que afecta simétricamente a blancos y negros), tiende hoy
a parecernos una justificación ingenua o malintencionada de la violencia de los
más poderosos, no un antídoto efectivo contra la violencia en sí.

El arquitecto y urbanista francés Paul Virilio repensó con brillantemente algunas


de las formulaciones de Clausewitz. Englobando los estudios urbanísticos, la
crítica de arte, la teoría política y los estudios sobre cine, Virilio es el signatario
de una reflexión radical sobre el estatuto de la violencia en la era electrónica.
Para Virilio, todo el urbanismo puede ser dividido en dos grandes escuelas, la
que sostiene que las ciudades surgieron a partir del comercio y la que
argumenta que las ciudades surgieron a partir de la guerra.[23] Virilio no se
limita a alinearse con la segunda corriente. También hace de la guerra el
paradigma fundamental para la comprensión de nuestra sociedad dromológica,
organizada en torno a la velocidad. Desde comienzos de los años 1980, la
investigación de Virilio ha anticipado características que después se tornarían
dominantes en la práctica bélica. Durante casi treinta años, Virilio ha
comentado, de forma lúcida, cuestiones como la nueva centralidad de la
electrónica y de las telecomunicaciones para la guerra, la consolidación de la
velocidad, de la instantaneidad y de la virtualidad como atributos clave de la
máquina de guerra, el declive del paradigma de guerra entre Estados, la
emergencia de las guerras sin fin y asimétricas que vemos hoy, el colapso de la
distinción entre guerra y vigilancia policial (permitiendo a las naciones fuertes
hacer la guerra, repetidamente, en nombre de la mantención de la ley), el
debilitamiento sistemático de los foros legales internacionales y la globalización
de las guerras contra enemigos virtuales o invisibles. Todos esos trazos de la
tecnología contemporánea de la guerra fueron analizados y con frecuencia
previstos en la obra de Paul Virilio. He ahí un pensador que, de forma rigurosa y
siguiendo protocolos estrictos de investigación académica, nos colocó ante la
pesadilla de que “en breve, la guerra será librada por contestadoras
automáticas”.[24]

Hace más de veinte años, Virilio ya notaba que uno de los nuevos paradigmas
de la guerra era la delincuencia interestatal. Se volverá cada vez más difícil,
argumentaba Virilio, hacer una separación entre los actos de guerra y la
delincuencia organizada. El ataque de paracaidistas israelíes al aeropuerto de
Beirut en 1969 inauguraba un modelo en que “el Estado se fortalece contra el
terrorismo individual… desarrollando su propia forma de terrorismo”.[25] Las
formas interestatales de delincuencia –algunas de las cuales son merecedoras
del rótulo de “incursiones”, otras de “ataques inteligentes” con algunos “daños
colaterales”– ya se habían tornado suficientemente criminales como para ser
condenadas por casi toda la comunidad de naciones. Aun así, ellas persisten sin
ser incomodadas por cualquier tribunal. Sin duda, la profunda crisis de la
legalidad internacional está relacionada con lo que naciones como los EUA o
Israel han sido capaces de imponer en décadas recientes. La disolución de la
línea que separa la vigilancia policial de la acción militar, permitiendo a las
naciones fuertes hacer la guerra en nombre de la mantención de la ley, coincide
con el momento en que la guerra abandona el paradigma clausewitziano de las
fuerzas simétricas y toma la forma prevista por Virilio, “la infinita diseminación
de crímenes de Estado, de actos de guerra sin guerra”.[26] La proliferación de
la “guerra sin guerra”, o sea, las metódicas agresiones internacionales sin
reconocimiento oficial como actos de guerra, fue una de las previsiones más
agudas de Virilio. Ya en la década de 1980, él insistía en que la guerra se había
vuelto continua, infinita. Ahora ella prescindía de declaraciones de cualquier
tipo. La doctrina Bush de los ataques preventivos confirmaría las previsiones
más orwellianas de Virilio, llevando la guerra a la era de los complejos militares,
mediáticos y de entretenimiento de alcance global y catastrófico.

Virilio es, entonces, el teórico que se encarga de pensar el declive de las


guerras modernas, simétricas y territoriales. Para Virilio, ese modelo,
napoleónico-clausewitziano, comienza a desmoronarse con la bomba atómica,
que inaugura una época en la cual ya no quedan diferencias sustanciales entre
tiempo de paz y tiempo de guerra. La filosofía de la disuasión, dominante
durante la Guerra Fría, satura el tiempo de paz con la guerra, a tal punto que la
propia paz se transforma en continuación de la guerra por otros medios. Más
allá de la tachadura de la línea divisoria entre paz y guerra, la bomba atómica
asesta un golpe letal a un concepto específicamente moderno, el de la guerra
justa, idea que aun subsistía hasta el esfuerzo antifascista de la Segunda
Guerra Mundial. Cuando, hasta 1945, la noción de guerra justa aún mantenía su
prestigio, otorgando una legitimidad considerable a los aliados, la bomba
atómica introdujo la noción de una guerra más allá de la política, una guerra
que sería, para todos los efectos, pura tecnología: “antes del poder nuclear, la
‘guerra justa’ tenía sentido. Ella tenía sentido en la política. La guerra
tecnológica, por otro lado, es pura devastación”.[27] En ese aspecto, Virilio
hacía eco del físico soviético Andrei Sakharov, que argumentó que una guerra
nuclear, al contrario de las guerras que Clausewitz tenía en mente, nunca
podría ser una continuación de la política. Era, simplemente, suicidio universal.
[28]Si, para Fanon, la guerra de descolonización se situaría más allá de la moral,
para Virilio la guerra contemporánea es la esfera de la pura velocidad
tecnológica, localizada más allá de cualquier política. En un comentario al
trabajo de Michel Foucault, Virilio insiste en que “antes del poder-saber, hay
poder-movimiento”.[29] O sea, el dato decisivo no sería la articulación del poder
con las varias formas de saber, sino la articulación del poder con el movimiento
y la velocidad.

De acuerdo con Virilio, la historia de la guerra engloba tres períodos principales:


la táctica (que coincide con el nomadismo), la estrategia (que coincide con la
aparición de la política en la democracia griega) y la economía de guerra, que
emerge en torno a 1870. Investigador meticuloso de la tecnología de la guerra,
Virilio viene sacando algunas conclusiones de la observación de todas las
principales guerras de las últimas décadas: Vietnam, Irán-Irak,
OTAN versusYugoslavia, las Guerras del Golfo I y II y la ocupación de Palestina.
Sobre los bombardeos de la OTAN contra Yugoslavia, Virilio notó, en un análisis
impecable, que ellos inauguraban la emergencia de un paradigma de
intervención marcado por el consenso silencioso, una herramienta para
invisibilizar al enemigo. Kosovo habría representado, para Virilio, la
consolidación de una característica particular de la guerra contemporánea, a
saber, la ausencia de contacto entre los soldados enemigos.[30] Al contrario de
conflictos modernos en los que era concebible que los combatientes cambiasen
de lado al convencerse de que la causa del enemigo era justa (como, por
ejemplo, en la Revolución Rusa, en que muchos soldados zaristas se unieron al
ejercito bolchevique durante la insurrección), la guerra tecnológica torna al
enemigo invisible como ser humano, hace de él algo localizable solamente
como blanco. O sea, el campo de batalla desaparece y el enemigo ya no es
alguien con quien uno tenga la posibilidad de intercambiar nada:
“acontecimiento sin precedentes, durante el conflicto de Kosovo, los dos
adversarios oficialmente declarados no debían encontrarse en ningún lugar,
marcándose así la desaparición del campo de batalla real”.[31] En la tecnología
contemporánea de la guerra, Virilio encuentra la confirmación del carácter
esencialmente dromológico de nuestros tiempos, o sea, la primacía de la
velocidad. Una pragmática de la guerra hoy sería, entonces, nada más que una
fenomenología de la velocidad electrónica, si acaso esa fórmula no fuese un
oxímoron en sí, dada la lentitud propia del pensamiento fenomenológico. En la
tradición de investigación que sigue a Virilio, vemos que la historia de las
máquinas de guerra en la segunda mitad del siglo XX no fue sino la historia del
intento de producir, tecnológicamente, la guerra instantánea.

Pocos meses antes del 11 de septiembre de 2001, James Der Derian concluía un
libro sobre el concepto de “guerra virtuosa”, fruto de una investigación que lo
llevó a Kosovo, Bosnia, Irak y a varios cuarteles del Ejército norteamericano. Der
Derian es el responsable de la teoría de una nueva red bélica “militar-industrial-
mediática de entretenimiento”. La expresión “guerra virtuosa” alude aquí tanto
a la virtualidad, a la inmaterialidad de las nuevas formas de destrucción, como
al hecho de que esas nuevas tecnologías de la muerte operan a través de un
recurso al concepto moral de virtud. En ese juego entre lo virtual y lo virtuoso,
Der Derian da un paso más allá del filósofo de la desaparición y enfant
terribleJean Baudrillard. Mientras que en Baudrillard queda la sensación de que
hay una celebración de los nuevos simulacros por sobre la vieja y cansada
realidad empírica (esta última tal vez abolida de una vez por todas), Der Derian
prefiere preguntarse si las nuevas formas simuladas ya no tendrían el poder de
producir la misma realidad que supuestamente habían venido a sustituir y
abolir: “¿es posible que las nuevas simulaciones –digamos, digitalmente
mejoradas– puedan preceder y engendrar la nueva realidad de guerra que ellas
fueron destinadas a preparar y modelar? Para invocar a Clausewitz: ¿podrían los
efectos estratégicos de los medios digitales predeterminar las intenciones de la
política?”.[32] En vez de una celebración de los simulacros, tenemos aquí una
investigación más seria sobre la forma en que la simulación estaría, ella misma,
produciendo una experiencia distinta de lo real.

Una voluminosa literatura sigue abordando las transformaciones jurídicas,


políticas y tecnológicas de la guerra, así como el terrorífico desarrollo de
sistemas cada vez más precisos de control y vigilancia. Esa bibliografía incluye
desde la investigación de John Arquilla y David Ronfeldt, patrocinada por el
Departamento de Estado norteamericano, sobre las nuevas formas de
ciberguerra y terrorismo electrónico, hasta las extensas meditaciones filosóficas
y antropológicas de Hent de Vries acerca de las relaciones entre violencia y
religión. Desde un punto de vista latino y panamericano, George Yúdice
demostró cómo la cultura se tornó un recurso movilizable para una serie de
proyectos, desde los usos manipuladores y patrióticos en los EUA post 11 de
septiembre, hasta los proyectos contra-hegemónicos que criticaban la
manipulación mediática que siguió al lanzamiento de la “guerra contra el
terrorismo”.[33]

Figuras de la violencia entra en diálogo con el impacto de esa bibliografía en la


filosofía, la teoría literaria y la crítica musical, proponiendo estrategias para
pensar algunas de las aporías de la reflexión contemporánea sobre la violencia.
La primera parte del libro contiene dos capítulos teóricos y se dedica a algunas
de esas aporías. El Capítulo 1, “De Platón a Pinochet: tortura, confesión y la
historia de la verdad”, tematiza la practica ubicua de la tortura. En vez de
focalizar la facticidad histórica, las estadísticas sociológicas o los principios
morales, escogí estudiar la tecnología de la tortura en sus relaciones con la
diferencia sexual, la narrativa, la voz y el concepto mismo de verdad [alethēia]
en la filosofía. El mapa de entrada a esos temas me fue dado por un libro
revolucionario titulado Tortura y verdad, de la helenista Page Dubois, que
explora la complicidad mutua entre la sanción jurídica de la tortura sobre los
esclavos en la democracia griega y la emergencia del concepto propiamente
filosófico, griego, de verdad. Dubois hereda la premisa foucaultiana de un
reforzamiento mutuo entre los regímenes a través de los cuales se define la
verdad y los regímenes por medio de los cuales se reproduce el poder. La
autora también opera con el presupuesto benjaminiano de que lo que llamamos
cultura es inseparable de la reproducción diaria de las peores formas de
barbarie. La investigación histórica de Dubois pasa por Platón, Demóstenes,
Esquilo, Licurgo y otros, englobando diferentes géneros y períodos de la Grecia
antigua. El libro mapea la trayectoria del esclavo dentro del sistema jurídico
griego como aquel que puede ser torturado –y, más importante, como aquel
que necesariamente dirá la verdad cuando sea torturado. Los primeros
tribunales de la democracia, demuestra Dubois, vinculaban la tortura de
esclavos a la emergencia de la verdad. Esa investigación tiene importantes
consecuencias para la comprensión de las relaciones entre democracia, filosofía
y atrocidad.

El pensamiento griego, pese a los mejores esfuerzos de Aristóteles, no consigue


fundamentar ontológicamente la diferencia entre el esclavo y el hombre libre. A
fin de cuentas, éste puede transformarse en aquél al ser, por ejemplo,
capturado en la guerra. La práctica de la tortura habría cumplido entonces un
papel en la confección misma de la precaria estabilidad de esa distinción entre
esclavo y hombre libre. La tortura habría sido pieza central en la elaboración de
lo que la filosofía y la jurisprudencia vendrían a entender como verdad. La
metáfora sexualizada de la extracción, de la penetración, del movimiento que
arranca algo con violencia de un receptáculo, habría informado la propia
emergencia del concepto jurídico y filosófico de verdad [alethēia]. El capítulo 1
desarrolla algunas de las consecuencias de ese hallazgo con un análisis de La
muerte y la doncella, el film de Roman Polanski basado en la obra teatral de
Ariel Dorfman: una representación masculinizante del impacto de la tortura
sobre la mujer. Desde ahí paso a un debate con algunos tratamientos
psicoanalíticos de la relación entre trauma y narrativa. Fundamental para ese
capítulo es el diálogo crítico con la fenomenología del dolor desarrollada por
Elaine Scarry en The Body in Pain, libro que describe la tortura como la
destrucción de una domesticidad y una civilización preexistentes. Tomo aquí
cierta distancia de la tradición liberal, arendtiana de reflexión sobre la violencia,
escuela cuya cima crítico-literaria es precisamente el libro de Scarry. Por
oposición a ella, insisto en el vínculo entre la reflexión benjaminiana sobre la
violencia –que se funda en el axioma de la inseparabilidad entre cultura y
barbarie– y la comprensión foucaultiana de la política como guerra móvil (y no
como contrato de soberanía). Me quedo, por tanto, con Dubois contra Scarry: la
alta cultura y sus instituciones jurídicas y filosóficas siempre fueron, desde el
comienzo, cómplices en la imposición calculada y organizada del sufrimiento
humano.Figuras de la violencia pasa entonces a sugerir algunas vías de
reflexión que serían coherentes con la radicalidad de ese hallazgo. (…)
CAPÍTULO 1

De Platón a Pinochet. Tortura, confesión y la historia de la verdad

Desde la publicación original de este libro, en 2004, algunas tendencias


manifiestas ya al comienzo de la llamada “guerra contra el terrorismo” solo se
han exacerbado, con el resurgimiento de debates que creíamos ya enterrados
en las democracias occidentales. Uno de ellos es la escandalosa discusión –
tanto más escandalosa cuando se la plantea “razonablemente” en los medios
escritos y televisivos– sobre la legitimidad, legalidad o deseabilidad de la
tortura como método de interrogatorio. Como quedará demostrado en lo que
sigue, la tortura nunca fue ajena a lo que llamamos democracia. Ella fue, en
realidad, un elemento central en el establecimiento de la primera democracia,
en Grecia, y en las empresas coloniales y neocoloniales de Occidente. La
revelación asombrosa de los últimos años no es, por ende, que la democracia
occidental y la institución de la tortura no son necesariamente antónimas. La
sorpresa es que la tortura, escondida y negada, se haya convertido, a lo largo
de la última década, en una práctica descarada y justificada abiertamente. La
tortura es hoy una de nuestras categorías verdaderamente universales, de Irak
a Tel Aviv o Moscú.

A pesar de ser preferentemente utilizadas en situaciones coloniales o


neocoloniales, las formas crueles de castigo también aparecen, a lo largo de la
historia moderna, en el llamado mundo desarrollado. Es incluso en las naciones
hegemónicas que frecuentemente se cree que la tortura es monopolio de
regímenes “terroristas” o “criminales” –para luego, en un segundo momento de
la dialéctica de la mala fe, sea vista como una aberración presente en la Cuba
de 1985 pero no en la Guatemala de 1985, en la Camboya de 1980 pero no en
el Timor del Este en 1980, en el Irak de 2000, pero no en el Irak de 1983, en los
Estados árabes “terroristas” pero no en Israel. El quinto artículo de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos –“Nadie será sometido a
tortura, ni a trato o castigo cruel, inhumano o degradante”– sigue siendo
universalmente ridiculizado. Incontables seres humanos siguen siendo víctimas
de tortura en todo el mundo. La diferencia entre Estados que practican la
tortura (y que deberían ser llamados “dictaduras” o “tiranías”) y Estados en los
que esa práctica no tiene lugar (y que serían merecedores del epíteto de
“democracia”) es una distinción que viene desmoronándose con rapidez en los
últimos tiempos, incluso como fantasía ideológica plausible en la cual creer. La
imposición deliberada del sufrimiento físico o psicológico por un agente que
actúa en nombre de la ley es hoy una práctica en acelerado proceso de
globalización.

La primera historia académica de la tortura fue escrita por un caballero inglés


que la explicó como manifestación de una “pulsión primitiva” de infligir dolor. A
History of Torture, de G. R. Scott, publicada en 1940, incluye en su relato a las
“razas primitivas y salvajes”, las sociedades asiáticas y Europa, desde la
Antigüedad al comienzo de los tiempos modernos. Sir Scott escribió en un
momento histórico en que, a pesar de la Primera Guerra Mundial, aún era
posible creer que las civilizaciones abandonan esas prácticas en la medida que
se vuelven más ilustradas. Como nota el antropólogo Talal Asad en su crítica, la
descripción que hace Scott del encuentro entre las “razas salvajes” y los
euroamericanos modernos presupone que la “tortura sería algo que aquellos
practican sobre éstos”.[34] De ahí el hecho de que no mencione, por ejemplo,
las atrocidades practicadas contra los pueblos nativos americanos. El cientista
político iraní Darius Rejali haría luego algunas correcciones importantes. En
su Torture and Modernity, Rejali demuestra que la tortura está lejos de ser un
resabio bárbaro en la civilización contemporánea, algo que sería abolido cuando
todos seamos modernos, liberales e ilustrados. La tortura, argumenta Rejali, fue
parte integral del Estado disciplinar, una tecnología particularmente moderna.
Según Michel Foucault, en Vigilar y castigar, la historia del castigo evolucionó
de un momento premoderno, de exhibición pública de la violencia (para
espectadores que la presenciaban como un espectáculo de sufrimiento) a un
momento moderno, en que el condenado pasa a ser confinado, escondido en
celdas de prisión. En la época premoderna, el prisionero era un “pregonero de
su propia condena”, es decir, “un suplicio con resultado satisfactorio justifica la
justicia, en la medida que publica la verdad del delito en el cuerpo mismo del
supliciado”.[35] El castigo premoderno era antes que nada una performance. La
tortura clásica, para Foucault, era “el mecanismo reglamentado de una prueba:
un reto físico que ha de decidir en cuanto a la verdad; si el paciente es culpable,
los sufrimientos que se le imponen no son injustos; pero ellos serán también
signos de su expiación si fuese inocente”.[36] El espectáculo del patíbulo
combinaba castigo e investigación. Al reproducir el crimen sobre el cuerpo
visible, exhibido, del sujeto condenado, la tortura clásica no habría seguido una
economía del ejemplo. La tortura pretendía “hacer sensible a todos, sobre el
cuerpo del criminal, la presencia desenfrenada del soberano”.[37]

Solo con las tecnologías modernas de castigo se empezó a suponer que la


imposición del dolor era una fuerza moral y pedagógica. La modernidad
mantiene la ecuación entre la verdad y el castigo, pero retira la imposición del
sufrimiento de la esfera pública. Mientras la era premoderna instaura “el
suplicio como momento de verdad”,[38] las tecnologías modernas de tortura
hacen de la inscripción punitiva una información que puede ahora ser apropiada
y monopolizada por el Estado, con frecuencia como justificación del propio acto
de tortura. En los castigos anteriores al siglo XVIII, la reinscripción del crimen en
el cuerpo del condenado intentaba reactivar el poder, más que restablecer la
justicia. “Si el suplicio se halla tan fuertemente incrustado en la práctica jurídica
se debe a que es revelador de la verdad y realizador del poder”.[39] El
soberano, presente físicamente con frecuencia en los suplicios públicos, presidía
la re-escenificación del crimen, la anulación del acto a través de su doble en la
representación. Para Foucault, el siglo XIX posteriormente colocaría “la mayor
distancia posible entre la búsqueda ‘serena’ de la verdad y la violencia que no
se puede borrar por completo del castigo”.[40] Al contrario del teatro público,
que activaba el poder del soberano sobre el cuerpo del criminal como una
especie de venganza por el crimen, los aparatos modernos de castigo
desarrollan una dimensión pedagógica. Ellos apuntan “no a la ofensa pasada,
sino al desorden futuro”,[41] ya que el castigo moderno procura obtener “sus
efectos más intensos de aquellos que no han cometido la falta”.[42] El castigo
moderno encuentra su razón de ser en el quiebre de toda futura resistencia: así
como la tortura clásica, la práctica penal moderna inscribe el castigo en el
cuerpo del condenado. La diferencia es que, a pesar de permanecer como una
prerrogativa estatal, es invariablemente llevada a cabo entre cuatro paredes.
Escondida de la polis, ella interpela, no obstante, a un tercero, un sujeto
ausente sobre el cual se supone que sus efectos deben dejarse sentir, como
aviso o lección moral.

Una rápida lectura de los informes de Amnistía Internacional demuestra una


cruda reincidencia en el modo de operación de los aparatos modernos de
tortura: su exhibición ante el sujeto torturado. La tortura descansa en
autorrepresentaciones que no son subsecuentes al acto del verdugo, sino sus
momentos constitutivos. La técnica de la tortura invariablemente incluye su
propio doble en la esfera de los signos, su propia réplica. De la contemplación
forzada de la maquinaria de tortura en la Grecia de la Junta Militar (1967-1971)
al insistente sonido de las cerraduras anunciando la llegada del torturador en el
País Vasco, de las histéricas verbalizaciones a la exhibición de seres queridos
ante los torturados en el Cono Sur de América Latina, el suplemento de
crueldad es invariablemente un componente constitutivo del propio terror. O
sea, la naturaleza de esa crueldad es ser excesiva. La tortura existe solamente
en el exceso, siendo esta la razón por la que todo intento de “medir” diferentes
grados de tortura serán, por definición, inaceptables y obscenos.
Los sobrevivientes con frecuencia se refieren al dolor de la anticipación como
una de las peores formas de sufrimiento. La tecnología moderna de la tortura se
dio cuenta muy temprano de que una manipulación calculada de esa
representación lograba producir colaboradores. En las sociedades disciplinarias
contemporáneas, la tortura difícilmente es anunciada en cuanto ocurre, lo que
solo magnifica el poder del torturador dentro de la celda. En la lucha contra la
tortura, se trata sobre todo de ganar una batalla en la esfera pública. Al menos
así ha sido desde la transición descrita por Foucault, del patíbulo patrocinado
por el Estado a la cámara de tortura patrocinada por el Estado.

Presentada como una serie de cinco conferencias en Río de Janeiro en 1973, en


el auge del régimen militar, “La verdad y las formas jurídicas” es un texto clave
en la trayectoria de Foucault. Consolidando el giro del autor desde un trabajo
más descriptivo y arqueológico en los años 1960 hacia la empresa más
politizada y genealógica que le seguiría –así como el giro de sectores de la
academia brasileña del estructuralismo al post-estructuralismo–, “La verdad y
las formas jurídicas” es, sobre todo, un relato acerca de dos formas de contar la
verdad.[43] El texto propone una cronología de cómo habría ocurrido la
transición entre esos dos modos. Para Foucault, la verdad fue concebida
primero como prueba a ser superada, juego, disputa. No tenía sentido, por
ende, determinar la verdad oponiendo la representación a la realidad
preexistente, en la medida que la verdad era un juego de fuerzas. El paradigma
privilegiado de esa comprensión de la verdad como juego de fuerzas fue la
épica homérica, en la cual “la responsabilidad de decidir –no quién decía la
verdad, sino quién estaba en lo correcto– era confiada a la lucha, al desafío, al
riesgo que cada uno correría”.[44] Por otro lado, la tragedia sofocleana
anticipaba un paradigma que después se volvería dominante, es decir, la
comprensión de la verdad como un develamiento que extrae, trae a la luz algo
escondido. Al mapear ese segundo momento de la historia de la verdad, ahora
entendida como extracción de un núcleo hasta entonces oculto, el trabajo de
Foucault abre amplias vías de investigación: ¿cómo la verdad, entendida desde
la metáfora de la extracción, habría sido cómplice con la historia del castigo en
las sociedades disciplinarias, modernas? ¿La imagen de la verdad extraída no
habrá conferido a la tortura moderna su fantasía, su justificación por
excelencia? ¿No se podría postular, por tanto, que la tortura es un capítulo
central en la historia de la verdad? Las metáforas construidas alrededor de los
actos de extraer, arrancar y penetrar ¿no nos dirían bastante sobre las
relaciones entre filosofía, jurisprudencia y diferencia sexual?

En diálogo con Foucault, la obra de Elaine Scarry, The body in Pain: The Making
and Unmaking of the World (1985), fue la contribución definitiva de la teoría
literaria a la fenomenología del dolor. Tomando como punto de partida una
observación (cuestionable) de Virginia Woolf, de que raramente leemos acerca
del dolor físico en la literatura, de que la ficción parece no tener mecanismos
para representar el dolor extremo, Scarry aborda el problema de la violencia en
la Biblia, que identifica con la repetida acción de la voz de Dios sobre el cuerpo
de los hombres. Uno de los atributos esenciales de Dios sería la ausencia de
cuerpo. Incluso cuando Dios se hace presente, por ejemplo, en un arbusto en
llamas (en Deuteronomio 4:12), es esencial en él el atributo de encarnarse en
una voz. Ser humano implica, por otro lado, poseer un cuerpo en el cual se
imprime la voz divina. En la lectura de Scarry, la Biblia retrata “la realidad
experienciable del cuerpo (...) como atributo de su referente metafísico”.[45] La
verdad metafísica impresa por la palabra divina hace del cuerpo poco más que
un vehículo. Por el dolor se imprime la creencia en la carne humana. La lectura
de Scarry posibilita una conclusión psicoanalítica alineada con la relectura
lacaniana de Freud: la función del dolor en la Biblia es crear el lazo que ata al
sujeto a su creencia. El sujeto es “amarrado” a su creencia en el momento en
que se ofrece como cuerpo sobre el que la voz divina inmaterial imprimirá, con
dolor, la verdad del verbo. La impresión de la voz de Dios en la carne sería, así,
la imagen bíblica de la entrada en la Ley. La creencia que ata al sujeto a la Ley
no es un hecho espontáneo, sino el resultado de un proceso de imposición
sistemática de dolor.

No habría en la Biblia, según la lectura de Scarry, ninguna separación clara


entre la creación divina y el dolor o, como la autora prefiere, entre crear y herir.
“Fuera del cuerpo humano, Dios carece de realidad material, con excepción de
las incontables armas en cuyo incorpóreo e invisible lado vive”.[46] La realidad
trascendente de la voz de Dios se hace presente como dolor infligido en el
cuerpo: “Dios normalmente se permite materializarse en dos lugares, en los
cuerpos de hombres y mujeres o en un arma”.[47] El arma que hiere el cuerpo
es uno de los emblemas privilegiados a través de los que Dios se manifiesta en
el texto bíblico. Su poder infinito depende de que se mantenga en una esfera
verbal incorpórea. El mandamiento que prohíbe la representación de Dios, que
impide que se le confiera un cuerpo o un nombre, sería entonces coherente con
Su existencia como pura voz.

Para Scarry, el paradigma voz-cuerpo también reaparece en la moderna


tecnología de la tortura. “La estructura de la tortura es (...) la transformación
del cuerpo en voz”.[48] La magnificación del cuerpo para el sujeto torturado,
causada por la experiencia del dolor extremo, lo convierte en sujeto desprovisto
de mundo, de voz y de subjetividad. “La transformación del cuerpo en voz”
sería la operación llevada a cabo por el torturador. Al monopolizar la voz, hace
que el cuerpo desaparezca. De acuerdo con el axioma de Scarry, el torturador
no tiene cuerpo, solo voz. Con el sujeto torturado acontece lo contrario, él se
convierte en un cuerpo: “la propia voz del torturador, la exigencia o la pregunta
misma es, obviamente, cualquiera sea su contenido, un acto de herir”.
[49] Según el odioso cálculo de la tortura, la herida intenta producir en el sujeto
una separación, una alienación de su cuerpo, haciendo de él un traidor o un
colaborador. De ahí que, en la concepción restauradora de Scarry, la
recuperación de la voz se torne clave en la batalla para arrancar a la tortura su
legitimidad, hacer visible su horror.

Lo notable aquí es que, en los orígenes mismos de la civilización judeocristiana,


Scarry encuentra la sujeción característica del acto de tortura, la imposición del
dolor realizada por una voz sobre un cuerpo. Aunque no saca esa conclusión –y
tal vez no la suscriba conscientemente–, Scarry refrenda las tesis de Nietzsche y
Benjamin acerca de la completa imbricación entre las altas y venerables
instituciones de la civilización occidental y la barbarie despreciable de las
cámaras de tortura. A pesar de la creencia tal vez ingenua de Scarry de que la
tortura “destruye” el mundo (como si ese mundo ya existiese, constituido
previamente al dolor), su análisis de la Biblia muestra que las formas en que la
civilización judeocristiana imaginó el acceso del sujeto a la creencia no difieren
mucho de las variantes más metódicas y crueles del castigo.

Bien se sabe que la tortura acontece no porque la victima tenga alguna


información que pueda ser útil al torturador. En la tecnología moderna del
castigo, la pregunta es siempre un componente del propio dolor. Es una ilusión
creer que el interrogatorio ocurre por alguna razón pragmática, como la
revelación de una información. El interrogatorio no es algo tal que su fin, una
vez resuelto satisfactoriamente para el torturador, implique el fin de la tortura.
Es decir, la pregunta no se justifica porque produzca verdad, sino porque
produce dolor –y ahí reside, dígase de paso, toda su verdad. Ella quiere llevar al
sujeto torturado a la autoincriminación, con frecuencia a la traición de un ser
amado. Se trata del tipo de acontecimiento que lo encerrará en un círculo
infinito de culpa. Esa producción forzada de enunciados en el sujeto torturado
constituye el acto de tortura en sí mismo. Como indica el abundante corpus de
testimonios, es falsa la idea de que la tortura ocurra porque podría ser útil a la
recolección de información por parte del Estado.

Scarry lo sabe, pero insiste en relatar el acto de tortura a través de una


fenomenología que describe el “deshacerse” [unmaking] del mundo, señalando
que la realidad del sujeto torturado pierde su carácter funcional: “un
refrigerador ya no es un refrigerador, una silla no es ya una silla”. Aunque se
reconozca que la tortura retira ese contenido pragmático de los objetos, sería
arriesgado postular eso como el equivalente de una “suspensión de la
civilización”, hipostasiando a esta última como algo necesariamente opuesto a
tal práctica. Postular la atrocidad como suspensión de la civilización es política y
teóricamente arriesgado, pues permanece la pregunta sobre cuál sería ese
territorio en el que la civilización residiría a priori, no contaminada aun por la
atrocidad.

The Body in Pain, de Scarry, es un libro fundamental sobre los efectos


devastadores de la tortura en el lenguaje y en el mundo. Hay que tomar
distancia, no obstante, de su comprensión de términos como “mundo”,
“lenguaje”, “representación” y “cuerpo” como contenidos ya constituidos de
antemano y solo subsecuentemente amenazados y destruidos por la tortura. Al
presuponer que hay una civilización ya ordenada y solo después destruida por
la tortura, Scarry impide que se cuestione, por ejemplo, la complicidad o la
conexión entre ambos términos. ¿Y si nuestra civilización no fuese tan ajena a la
tortura? ¿Qué ocurre con la dicotomía? Para Scarry, la civilización existe porque
es lo opuesto de la atrocidad. Como alternativa a la tesis de Scarry, este libro
sigue a pensadoras como Page DuBois en el argumento de que la tortura
siempre entró en la constitución de lo que se comprende antropológicamente
como “civilización”, políticamente como “democracia” y filosófica y
jurídicamente como “verdad”. Son conceptos que arrastran una deuda con la
historia de las tecnologías de dolor.

La diferencia que establezco aquí con Scarry se hace visible en la lectura que
ella ofrece de la alegoría kafkiana de la tortura moderna, el relato “En la colonia
penitenciaria”. Para Scarry, cuentos como el de Kafka “registran el hecho de
que el deshacerse [unmaking] de la civilización inevitablemente exige un
retorno a y una mutilación de lo doméstico, que es el fundamento de todo hacer
[making]”.[50] Para Scarry, la construcción del aparato de tortura en el cuento
de Kafka implicaría una destrucción de la domesticidad. Pero eso parece ser
exactamente lo que la historia de Kafka no está diciendo. Leído con atención, el
cuento sugiere exactamente lo opuesto, o sea, que la tecnología moderna de la
tortura no consiste en el simple perfeccionamiento técnico del aparato, sino
también en su conversión en aparato que puede ser poseído, convertido en
instrumento doméstico, privado, que no necesita ser cooptado o incorporado a
ninguna inteligencia estatal. Si hay algo que el relato de Kafka deja claro –por
más enigmático que puede ser en otros aspectos–, es que el aparato pertenece
al oficial, es su proyecto personal, independientemente de cualquier aprobación
colectiva en la polis.

La tortura en Kafka no es algo que viene a destruir una domesticidad no


corrompida, un “hacer” hipostasiado y preexistente. Es algo constitutivo de la
domesticidad en cuanto tal. “En la colonia penitenciaria” no retrata una familia
feliz existiendo previamente al arribo de la atrocidad. En el cuento de Kafka, la
tortura no viene a interrumpir la existencia de la civilización, sino que hace y
rehace la civilización a su imagen y semejanza. Como el oficial orgullosamente
muestra, la maquinaria de la tortura es la culminación de la civilización como
tal. Se trata de una conclusión importante políticamente, que impide que
tengamos cualquier ilusión respecto de la supuesta separación entre, por un
lado, una “civilización” ilustrada que preservaría la “domesticidad” y permitiría
la “construcción” del mundo y, por otro, una tecnología de tortura
supuestamente destructiva de tal civilización. Como demuestra una copiosa
bibliografía, ninguna de las diversas instituciones de nuestra democracia surgió
sin que se derramase una cantidad considerable de sangre.

Oponerse a la idea de un “deshacerse del mundo por la tortura” no es


meramente entrar en una disputa filosófica sin relación con la dura verdad del
horror real. Se trata de un debate político que lleva no solo a una comprensión
distinta de la modernidad, sino también a un acercamiento terapéutico distinto
con las víctimas. Hipostasiar un sujeto y una civilización construidos de
antemano, supuestamente expresándose en una voz luego destruida por la
tortura, solo puede llevar a una práctica terapéutica nostálgica y derrotista,
acechada por la imposible restauración de la subjetividad pretraumática. En lo
que sigue, discuto algunas de esas consecuencias terapéuticas a través de un
diálogo con textos de Slavoj Žižek y con la adaptación al cine hecha por Roman
Polanski de la obra teatral de Ariel Dorfman, La muerte y la doncella. Por el
momento, detallo un poco más mi desacuerdo con Scarry respecto a las
relaciones de la tortura con la “civilización” por medio de un diálogo con la
helenista norteamericana Page DuBois, que demostró cómo la emergencia
misma de la filosofía y la jurisprudencia occidentales está directamente
implicada en la tecnología de la tortura.

LA TORTURA Y LOS ORÍGENES DE LA FILOSOFÍA

Torture and Truth es un libro revolucionario de Page DuBois sobre el papel de la


práctica judicial de la tortura en la producción de la noción filosófica clásica de
verdad, así como en la construcción de la oposición binaria entre esclavo y
ciudadano libre. El libro parte de una premisa enraizada en la insistencia
benjaminiana en la imposibilidad de separar la cultura de la barbarie: “la
llamada alta cultura –prácticas y discursos filosóficos, forenses y civiles– ha ido
de la mano, desde el comienzo, desde la Antigüedad clásica, con la inflicción
deliberada de sufrimiento humano”.[51] DuBois pasa entonces a mapear el
proceso por el cual, en la polis ateniense, el cuerpo del esclavo es jurídicamente
convertido en objeto de tortura y, al mismo tiempo, en canal privilegiado de la
verdad. La información histórica relevante aquí es la práctica de los tribunales
atenienses de considerar que el hombre libre no podía ser torturado, pero el
esclavo sí. En realidad, no solo era común torturar esclavos, argumenta DuBois,
sino que se presuponía que el esclavo produciría la verdad al ser torturado.

La palabra que designa “tortura” en griego, basanos, evoluciona desde un


sentido primitivo como “piedra de toque con que se comprueba el oro” hacia un
sentido más amplio como “prueba que define si algo es genuino o real”. Con el
tiempo, el vocablo habría pasado a significar “interrogatorio por medio de
tortura” y el propio acto de torturar en sí. En una reconstrucción cuidadosa,
DuBois examina los contextos en que basanos aparece en la épica homérica, en
poetas aristocráticos como Teognis y Píndaro, en trágicos como Sófocles y
Esquilo, en la sátira de Aristófanes, en la historiografía de Herodoto, en los
discursos de Demóstenes, Licurgo y Antífona y en las obras filosóficas de Platón
y Aristóteles. Es en Sófocles que DuBois observa la transición del sentido
de basanos de “prueba” a “tortura”.[52] En una serie de textos literarios,
filosóficos o forenses posteriores, DuBois demuestra no solo que la tortura era
ampliamente practicada en la democracia ateniense, sino también que fue un
componente fundamental de cómo la verdad sería concebida y de cómo la
diferencia entre ciudadano y esclavo se establecería. La investigación de
DuBois nos ofrece, entonces, un capítulo clave del proyecto nietzscheano de
reconstitución de lo que fue la historia de la verdad en Occidente (una historia
que, por definición, tendrá que poner en jaque el proceso mismo por el cual se
habrían constituido y nombrado las fronteras de lo que se entiende por
“Occidente”).

En la democracia griega, el testimonio jurídico del esclavo era asimilado a la


verdad si, y solamente si, tal testimonio era extraído bajo tortura. En la medida
que el esclavo era “una propiedad valiosa, que puede resultar dañada por la
tortura”,[53] era la prerrogativa de su dueño ofrecerlo para el basanos. Esa
práctica no podía ser aplicada a los ciudadanos, a los hombres libres. La tortura
operó, entonces, para fijar y controlar la propia inestabilidad de la dicotomía
entre ciudadano y esclavo: “el discurso sobre el uso de la tortura en la antigua
ley ateniense (...) revela tanto una necesidad como una ansiedad: la necesidad
de establecer una frontera clara entre el siervo y el libre, y la ansiedad ante la
imposibilidad de sostener la diferencia”.[54] El pensamiento griego nunca
consiguió naturalizar la separación entre hombres libres y esclavos, ya que los
libres de hoy pueden convertirse en los esclavos de mañana, por ejemplo, a
través de la derrota en una guerra. Incapaz de fundamentar biológica u
ontológicamente el hecho social de la esclavitud, el pensamiento griego nunca
pudo remitirlo a una esencia predeterminada, a pesar de los mejores esfuerzos
de Aristóteles, que naufragan en el intento de explicar por qué los esclavos
están desprovistos de razón. Si hay una diferencia natural entre el ciudadano y
el esclavo, ¿cómo es posible que los libres puedan tornarse esclavos al ser
derrotados en el campo de batalla? ¿Cómo justificar ontológicamente la
estructura política que permite la sistemática imposición del dolor sobre ciertos
seres humanos y no sobre otros?

El Libro III de la Política de Aristóteles encara la más indigna de las tareas,


definir lo que, a fin de cuentas, es un ciudadano y lo que lo diferenciaría del no
ciudadano. Derrida y los principales pensadores influidos por él no dedicaron
atención deconstructiva a la ontologización de la ciudadanía en la Política (el
interés de Derrida en Aristóteles se centró principalmente en cuestiones
relacionadas con la amistad), pero la apertura del Libro III clama por una lectura
deconstructiva:

Los residentes extranjeros [metoikoi]... no participan sino imperfectamente de


la ciudadanía, y los llamamos ciudadanos solo en un sentido restringido, como
podríamos aplicar el término a niños que son demasiado jóvenes para estar
inscritos o a ancianos ya eximidos de las funciones estatales. Sobre ellos,
decimos simplemente que no son ciudadanos, pero añadiríamos, en un caso,
que no tienen suficiente edad, y en el otro, que ya pasaron de la edad, o algo
semejante; la expresión exacta es insustancial, ya que está claro lo que
queremos decir.[55]

Metoikoi es el nominativo masculino plural derivado del verbo metoikos, que


significa “cambiar de residencia, emigrar y establecerse en otro lugar”. Cuanto
más cree Aristóteles que la expresión exacta es “insustancial” y que “lo que
queremos decir está claro”, más opaca y confusa se vuelve la frontera. Su
intento de separar al “ciudadano” del “residente extranjero” es curiosamente
reproducido en la versión inglesa hecha por Benjamin Jowett, que
traduce metoikoi como resident alien. El contexto de la elección léxica de Jowett
es la traducción de Aristóteles preparada bajo la coordinación de W. D. Ross
para la editorial de Oxford en 1941. Nótese que resident alien como traducción
de metoikoi es ya una curiosa elección, marcada por las políticas de inmigración
angloamericanas del siglo XX. Antes de continuar la digresión acerca de las
traducciones de Aristóteles en la era de los Servicios de Inmigración y
Naturalización, obsérvese el intento aristotélico de naturalizar la fisura entre el
ciudadano y el no ciudadano. Después de comparar a los metoikoi con los niños
y los ancianos, Aristóteles continúa:

Dificultades semejantes pueden ser planteadas y resueltas sobre los


ciudadanos desposeídos y los exiliados. Pero lo que estamos tratando de definir
es al ciudadano en el sentido más estricto, contra el cual ninguna excepción
puede hacerse, y su característica especial es que participa de la
administración de justicia.[56]

No es necesario haber leído las obras completas de Derrida para saber que
cuando Aristóteles acaba excluyendo a las mujeres, los niños, los esclavos, los
ancianos, los residentes extranjeros, los exiliados, los desposeídos y otros no
ciudadanos, nos queda una categoría al borde del derrumbe. No se trata de
que, poco a poco, después de eliminar a todos, ya no quede nadie.[57] Siempre
alguien calificará como “ciudadano”, aunque las bases ontológicas para la
calificación sean inestables. El dominio de los hombres adultos, atenienses,
hablantes de griego y dueños de propiedades muestra que la ontología puede
estar coja, pero eso no le impide operar políticamente para favorecer a los más
poderosos. Mientras tanto, es difícil huir de la conclusión de que aquello que
Aristóteles llama “ciudadano” es un lugar virtualmente vacío que queda una vez
eliminados todos los no ciudadanos. El horror de la no ciudadanía es también un
vacío voluptuoso que amenaza con tragar a todos los ciudadanos, ya sea
porque pueden envejecer, o perder sus propiedades, o ser exiliados o conocer la
derrota en la guerra. ¿Cómo distinguir al ciudadano del no ciudadano si el
destino de aquellos es reunirse con éstos cuando envejezcan, se exilien o
pierdan una guerra? ¿Cuál es el grado de estabilidad que la categoría de
ciudadano habría tenido en la polis griega?

La hipótesis fascinante del análisis de DuBois es que la práctica de la tortura


jugó un papel en la estabilización del binarismo entre esclavo y ciudadano. El
esclavo es aquel que puede ser torturado. ¿Y por qué es torturado? Porque de la
tortura [basanos] emerge la verdad [alethēia]. Más allá de los tropiezos de
Aristóteles en el intento de ontologizar la ciudadanía, fue Demóstenes quien
articuló más claramente la justificación de la tortura en la Grecia antigua, con el
argumento de que “nunca se ha probado que alguna afirmación hecha como
resultado de la tortura fuera falsa”.[58] El absurdo del argumento, que invierte
la carga de la prueba y transforma un vínculo contingente en un vínculo
esencial, probablemente no escapó a la aguda inteligencia de Demóstenes. Pero
la inteligencia frecuentemente acepta ceder el asiento en estas situaciones. La
deseabilidad y la necesidad de la tortura sobre los esclavos no parece haber
sido, para el pensamiento griego, algo que necesitase defensa explícita.
Pertenecían a la esfera de lo que se presupone de antemano. Para Licurgo, la
ecuación entre la práctica de la tortura y la revelación de la verdad (cuando, y
solamente cuando, el testigo fuese un esclavo) tampoco exigía una defensa
retórica. En su único discurso preservado, Licurgo nos dice que, para probar la
culpa de Leócrates en un juicio, le ofreció dejar que la prueba dependiera de la
tortura de sus propios esclavos. El hecho de que el acusado hubiese rechazado
la propuesta probaba su culpa sin ninguna duda, ya que “naturalmente [kata
physin] cuando torturados, ellos [los esclavos] habrían contado toda la verdad
[pasan tên alêtheian] sobre los crímenes”.[59] Los hechos de que se deba
torturar a los esclavos y de que la verdad sería revelada en el proceso no
estuvieron, por ende, jamás en cuestión.

La hipótesis de DuBois es que el establecimiento del cuerpo del esclavo como


cuerpo que puede ser torturado (y que será necesariamente veraz al someterlo
a tortura) fue clave en la constitución misma del concepto de alethēia. Si
recordamos “La verdad y las formas jurídicas”, de Michel Foucault, dos
concepciones de verdad entraron en conflicto en el pensamiento griego. Por un
lado, hay una concepción más antigua de verdad como producto de una lucha,
una batalla, una prueba a través de la cual algo emerge. Por otro lado, hay una
concepción de verdad como esencia enterrada y escondida, aguardando a ser
develada y traída a la luz, extraída de una interioridad desconocida que el
conocimiento intentaría penetrar. Esta última es la concepción sexualizada de
verdad que prevalecería en última instancia. El proceso de extracción de la
verdad arrastra una deuda con la tortura ejercida sobre el cuerpo del esclavo.
La sanción jurídica de la tortura otorga a la filosofía la metáfora que organiza su
concepto central, la verdad.

El basanos disuelve la resistencia, trae a la luz, saca a la visibilidad. La metáfora


que describe la tortura replica el movimiento del filósofo que arranca la verdad
de su condición velada. Es en El sofista, de Platón, donde mejor se deja ver el
lazo entre la extorsión por la que el filósofo trae a la luz la verdad,
arrancándosela al sofista, que permanece inconsciente, cegado, y el proceso
característico de la producción jurídica de la verdad a través del cuerpo del
esclavo: “La mejor manera de obtener una confesión de la verdad sería someter
el propio enunciado a un leve grado de tortura [basanistheis]”.[60] Queda clara
la relación entre el suplicio sufrido por el esclavo en el tribunal y aquel impuesto
al sofista: “como el esclavo, el sofista solo revela la verdad bajo violento
interrogatorio y presión”.[61]DuBois sugiere que se podría mapear, en el
pensamiento griego, una concepción antidemocrática de verdad como aquello
que hay que develar a través del cuerpo del otro. El proceso descrito por Platón
evoca directamente al basanos en su contexto legal. Se impone, entonces, la
pregunta: ¿hasta qué punto la concepción misma de verdad instalada en la
filosofía occidental se retrotrae a ese procedimiento que victima el cuerpo
bastardo del sofista? La metáfora platónica transforma al sofista en un cuerpo
que debe someterse a un sufrimiento, un suplicio impuesto por el logos. La
lógica y la dialéctica son artes de tortura, están implicadas en ella y así fueron
teorizadas, en el momento mismo de su constitución y sistematización, en el
texto platónico. La cacería del sofista inaugura una larga tradición de
metaforización de la verdad como encarcelamiento en la filosofía occidental. Se
trata de un tropo que retornaría, por ejemplo, en la lucha épica de Descartes
por imponer una derrota humillante a la duda.[62]

No escapó a la atención de las académicas feministas que la violencia por la


que emerge el concepto de verdad lleva marcas de género. El pensamiento
griego estableció extensos vínculos entre la verdad y “lo escondido, lo secreto,
la potencialidad femenina, la interioridad tentadora encerrada en un cuerpo
humano, los vínculos tanto con el tesoro como con la muerte, con los misterios
del otro”.[63] La mujer y el esclavo son receptáculos de la verdad que no
tienen, por sí mismos, acceso a ella como sujetos. Su función es facilitar su
acceso al hombre libre, al ciudadano. La verdad es, por tanto, constituida a
través de la abyección de esos receptáculos. La confección del concepto de
verdad habría sido contemporánea a la sexualización de las metáforas basadas
en el acto de traer a la luz algo dormido en una interioridad. La extracción de la
verdad sería, entonces, un tropo sexualizado por excelencia, que funda la
comprensión de Occidente de la diferencia sexual. Los polos masculino y
femenino serán dialécticamente constituidos en un proceso violento y
asimétrico, en el que lo femenino es el espacio circunscrito como interioridad y
penetrado por lo masculino. La tarea viril del filósofo sería arrancar la verdad
desde un receptáculo, traerla a la luz en un proceso de extracción.

Advertir la naturaleza sexualizada de la metáfora, no obstante, aún no es


suficiente cuando se trata de someter a ambos polos a una genealogía crítica.
Hay una clara diferencia en el tratamiento de esta metáfora en las obras de
pensadoras normalmente agrupadas bajo el engañoso rótulo de "feminismo
francés". En La revolución del lenguaje poético, Julia Kristevaacepta de
antemano la escisión entre racionalidad (entendida como la esfera masculina
de lo simbólico) y la diferenciación corpórea de la khora (entendida como la
esfera femenina de lo semiótico). Kristeva parte de ahí para idealizar a esta
última como fuente de una “subversión” que, en la práctica, mantiene intacto el
binarismo platónico. La “transgresión” de Kristeva no va muy lejos, ya que se
fundamenta en una mera inversión de las marcas positivas y negativas
conferidas a cada polo por el platonismo. Al contrario del privilegio occidental
de la racionalidad, Kristeva nos ofrece el elogio de la khora corpórea, un
supuesto rechazo de la jaula de la racionalidad masculina en pos de los
espacios más libres y femeninos del lenguaje poético. La asociación de cada
uno de los dos términos con sus atributos sigue sin cuestionarse. En la escena
radical, experimental, maoísta y post-estructuralista de la Francia de comienzos
de los años 1970, La revolución del lenguaje poético de Kristeva mantuvo el
edificio platónico intacto. Mucho menos fechado, me parece, es el feminismo
genealógico de la psicoanalista Luce Irigaray.

En Espéculo de la otra mujer y Este sexo que no es uno, encontramos un


pensamiento más sofisticado. La compleja tarea que se impone Irigaray es
mapear el proceso mismo por el que se constituyó el binarismo a través de una
abyección de lo femenino. La propia emergencia de la escisión entre cuerpo y
mente, para Irigaray, es una operación que lleva marcas de género, en la que lo
femenino sería menospreciado y silenciado. Al contrario de Kristeva, que acepta
el binarismo mientras los juicios de valor sean invertidos, Irigaray argumenta
que los propios atributos a los que nos acostumbramos a asociar lo femenino
son producto de la exclusión violenta que funda la filosofía occidental. En
Irigaray, no hay una khora a la cual se podría escoger retornar. La tarea de la
crítica no es, como en Kristeva, el regreso a una femineidad pura e
incontaminada, sino una demostración genealógica de cómo lo masculino y lo
femenino son conceptos que emergen al interior de una violenta operación de
sujeción. Alineada con pensadores que, por ejemplo, argumentaron que no hay
concepto de “raza” que exista independientemente de la historia del racismo,
Irigaray muestra que la propia categoría de “mujer” debe ser entendida como
un capítulo en la historia del sexismo. Veamos el funcionamiento de ese
binarismo en un film particularmente relevante, La muerte y la doncella, de
Roman Polanski y Ariel Dorfman.

LA HOLLYWOODIZACIÓN DE LA TORTURA

La adaptación cinematográfica hecha por Roman Polanski de la obra teatral de


Ariel Dorfman, La muerte y la doncella, es una instancia de lo que Michel
Foucault denominó el “paradigma jurídico-discursivo” de la modernidad, que
sería para él una episteme caracterizada por la convergencia entre confesión y
verdad. Situado en un país sudamericano postdictatorial, el film de Polanski
presupone la identificación entre verdad y confesión, al anunciar y retratar una
escena en que lo verdadero solo puede emerger bajo la forma de lo confesado.
Para Foucault, la subsunción de la verdad en el acto confesional es parte del
paradigma que obliga a los sujetos a hablar en primera persona, relatar la
experiencia, “expresarse”. La figura del interrogatorio es clave aquí. Al basarse
en la comprensión de la verdad como interioridad escondida, la práctica del
interrogatorio sería, para Foucault, una de las instancias fundamentales en la
constitución del sujeto. Como vimos arriba, tanto la metáfora de la verdad como
aquello-que-está-cubierto-y-escondido, como la escena de la confesión, llevan
una fuerte marca de género. Volvemos, así, al problema de las relaciones entre
tortura, confesión y diferencia sexual.

La instalación de la tensión dramática en el film ocurre en una escena de


restitución provocada por azar: Gerardo Escobar (Stuart Wilson), importante
abogado y líder de la nueva comisión gubernamental sobre las violaciones a los
derechos humanos durante la reciente dictadura, es el marido de la ex-
prisionera política y torturada Paulina Lorca (Sigourney Weaver). Escobar recibe
un amable aventón por parte de Roberto Miranda (Ben Kingsley) hasta su casa,
en una noche de fuerte lluvia en que su neumático se había pinchado. Roberto
es ex-torturador y ahora un bonachón, amigable punto de apoyo en medio de la
tempestad. La voz de Miranda es reconocida por Paulina como la voz del médico
que la había violado durante las sesiones de tortura que sufrió durante la
dictadura. Toda la acción del film se desarrolla dentro de la casa de Paulina y
Gerardo, entre ambos y el ex-torturador Roberto Miranda o, más precisamente,
entre Paulina y los dos hombres. La resolución final ocurre al borde de un
precipicio, en una de las únicas escenas exteriores del film. Pese a las
apariencias, no se trata aquí de un triángulo.

Para comenzar, vemos el interior de un teatro donde se toca el cuarteto de


Schubert que da título a la pieza y al film. En el público, y revelados en tomas
que se alternan con los planos de media distancia sobre los músicos, están
Paulina y su marido. El cuerpo y las reacciones faciales de aquella se muestran
ya visiblemente más relevantes para el film que las de éste, diferencia
denotada en el close-up sobre su mano tomando la de él, y después en el close-
up de los rostros, el de él tratando impotentemente de descifrar la tensión
emocional latente en el de ella (impotencia replicada hasta lo inverosímil
durante toda la obra). El plano encuadra a Paulina frontalmente, elección que
no deja de ser curiosa, si se la coloca en contrapunto con el final de la diégesis
fílmica, cuando otro close-up encuadra la escena de confesión del torturador
ante el precipicio. Ya se ve que las coincidencias formales nunca son
coincidencias, ni mucho menos meramente formales. La que acabamos de
señalar indica la ecuación que realiza el film entre la confesión de la torturada y
la del torturador o, mejor dicho, la validación de la confesión de aquella en la
confesión de éste.

A la imagen de la tempestad que indica el comienzo del tiempo diegético se


superpone una frase: “un país en América del Sur, después de la caída de la
dictadura”. En ese procedimiento más o menos típico del cine, me llamó la
atención el uso incongruente de los artículos definido e indefinido: si estamos
en un país de América del Sur, no localizado, ¿cómo puede la referencia
a un momento de la historia de ese país indefinido ser hecha con el artículo
definido? ¿Qué significa la dictadura si estamos en un país de América del Sur?
Aunque ese indefinido país solo hubiese tenido una dictadura, la misma
estructura del enunciado ¿no exigiría el uso del artículo indefinido? La
interrogante formal nos lleva a una observación política: solamente en un país
sudamericano la referencia a la dictadura puede ser hecha así, sin calificativos.
Brasileños, argentinos, peruanos o ecuatorianos conocieron más de una
dictadura. Solo en un país sudamericano esa referencia se puede mantener en
la singularidad absoluta del artículo definido. Ese dato no es de poca
importancia para el film, ya que todo el éxito o el fracaso de la obra de
Polanski/Dorfman se remite a la manera en que sintomatiza (y traiciona) la
experiencia que el artículo indefinido al mismo tiempo alude y esconde, o sea,
la experiencia chilena. Ese acto de alusión y elisión es la espina dorsal de toda
la retórica del film.

La alusión al trauma de Paulina, tematizado en la apertura del film y


metaforizado por el cuarteto de Schubert, regresa en la escena siguiente, que
muestra la llegada de Gerardo a la casa. Ocurre después del anuncio que
Paulina oyó en la radio, de que su marido aceptó la posición de líder de la
comisión sobre violaciones a los derechos humanos en la dictadura, a lo que
Paulina se opone, en una imagen marcada por la escenificación de la histeria.
Gerardo es llevado a casa por Roberto Miranda, quien lo encuentra con un
neumático pinchado en la carretera. Cuando a lo lejos se vislumbran los faroles
de un auto, Paulina comienza desesperadamente a cerrar todas las puertas,
apagar luces y velas y preparar el revolver guardado en un cajón. En esto, la
Paulina de Dorfman/Polanski replica el cliché estadounidense de la figura de
clase media alta que defiende “su propiedad” contra la invasión de un
“delincuente” humano o sobrenatural. La propiedad es una mansión suburbana
en el mejor estilo norteamericano, localizada junto a carreteras que recortan un
escenario natural más imaginable en Illinois o Iowa que en Chile. La reacción del
personaje, de defensa de la propiedad, tampoco recuerda lo que sería verosímil
en una activista latinoamericana, incluso en una ex-militante ahora casada con
un ministro. La falsa alarma de Paulina se repite algunos minutos después,
cuando Miranda vuelve para devolver el neumático pinchado de Gerardo. En la
secuencia, vemos una alternancia de los dos ambientes, la sala donde los dos
hombres razonables conversan sobre el futuro del país (ambiente iluminado) y
el cuarto oscuro donde la loca frenéticamente prepara sus ropas para lo que se
anuncia como una fuga, y que termina siendo la preparación del robo
enloquecido del auto de Miranda, seguido por su lanzamiento al precipicio, en
otra escena completamente inverosímil histórica y diegéticamente.

Las reacciones de Paulina van articulando un patrón, según el cual la


“obsesión” del personaje femenino resulta incomprensible para sí misma, pero
visible para los personajes masculinos y para el espectador implícito, que
también es masculino. Vemos la “locura” de una mujer preparando un revolver
ante la aproximación de un auto; la observamos tirando a la basura la comida
del marido porque éste le anunció que aceptó un cargo; después la observamos
lanzando al abismo el automóvil que lo había aventado a él. Para resumir la
posición del personaje femenino, diríamos que Polanski/Dorfman la sitúan en el
lugar de la histérica: aquella que sintomatiza la verdad, pero es incapaz de
articular esa verdad, de decirla. Tal reducción de lo femenino a una experiencia
fetichizada e histerizada es curiosa, porque el film pretende, muy claramente,
hacer un gesto al feminismo. Para eso, se reserva la confirmación
melodramática del final, que Paulina tenía razón al identificar la voz de Miranda.
Esa confirmación, no obstante, solo es dada con la confesión del torturador, y
solo es validada en tanto que enunciada por su boca –única salida para un film
que construye su tensión alrededor de una confirmación de la experiencia
femenina que solo el torturador puede ofrecer.

Se trata aquí de la ecuación mapeada por Foucault como propia del paradigma
jurídico-discursivo de la verdad, o sea, la ecuación entre lo confesado y lo
verdadero. El film no solo presupone esa ecuación; también traslada su
resolución hacia la confesión del torturador, localizada al final como clave de
pseudosuspenso construido a expensas de la estereotipia del personaje
femenino. A lo largo del film, la experiencia histerizada de Paulina no logra
convencer al espectador virtual de la culpabilidad de Miranda. En realidad, la
presunción de que esa culpa no está resuelta es la única invitación que nos
hace el film para que lo sigamos viendo. El espectador imaginado por el film
sería, entonces, una especie de réplica de Gerardo, el liberal idiotizado e
ingenuo, incapaz de aprehender la verdad gritada por la histérica. El
pseudofeminismo de la resolución es coherente, entonces, con el retrato
caricaturesco, patético del marido, incapaz de ver lo obvio, de creer en la mujer
que soportó la tortura por él. Se trata de un personaje que llega a convertirse
en líder de una comisión postdictatorial de derechos humanos, pero
curiosamente ignora lo que sabe cualquier latinoamericano mínimamente
informado, o sea, que la tortura sobre las mujeres en las dictaduras recientes
invariablemente incluía la violación y la violencia sexual. En otras palabras, para
intentar ser feminista, el filme de Polanski/Dorfman imagina una pareja
compuesta por una histérica y un idiota. El único personaje no patológico, el
único que razona y es verosímil, es el propio torturador. La obra que pretende
ser una validación de la experiencia de la torturada acaba siendo una sórdida
psicología del torturador, coronada con la imagen del “padre de familia normal”
asistiendo a un concierto con la esposa y los hijos, en la odiosa toma que cierra
la obra.

La inverosímil idiotización del marido y la degradación del personaje femenino


contrastan con el clima cinematográfico de producción de verdad que rodea la
confesión del torturador al final, después de una hora y media de coartadas y
mentiras enunciadas “convincentemente” por él, a fin de crear suspenso. Ese
clima de producción de verdad es creado por una serie de clichés
cinematográficos que valorizan la confesión del torturador, incluyendo su
localización al final de la obra, otorgándole la responsabilidad de resolver la
tensión dramática. El close-up sobre Ben Kingsley, con su rostro “humanizado”,
emocionado, bajo la lluvia, la música muzak de fondo, la revelación de sus
sentimientos (“me gustaba, me sentía poderoso”), en fin, todo el aparato
melodramático, “produce la verdad” del discurso, forzándonos, como
espectadores, a leer su confesión como verdadera, y así implícitamente a
igualar lo confesado y lo verdadero. La ecuación entre confesión y verdad no es,
evidentemente, exclusiva del film de Polanski/Dorfman. En realidad, esa
ecuación sería, según Foucault, aquello que caracteriza la episteme moderna
como tal. Lo que es singular aquí es la literalidad de la escenificación de la
fantasía del torturador en el momento mismo en que el film pretende dar voz a
la torturada. Pocas veces la ecuación entre confesión y verdad tomó una forma
tan obscena.

TORTURA, TRAUMA Y NARRATIVA


¿Pueden la literatura o el cine decir algo relevante para el estudio del trauma?
Después de leer informes sobre derechos humanos, documentos de Amnistía
Internacional y estudios históricos sobre los orígenes y la evolución de la tortura
en Occidente, ¿qué hace el crítico cultural o literario? ¿Por qué estudiar
representaciones de la tortura si la realidad del tormento cruel en el mundo
siempre nos deja aquel amargo sabor de impotencia? ¿Es legítimo discutir la
tortura desde el punto de vista de la filosofía, la literatura, el cine? ¿Es válido
hablar de un “lenguaje” de la tortura? Esta sección final discute algunos de
estos problemas a partir de un diálogo con el campo de estudios del trauma.

Uno de los componentes fundamentales de la tortura es la producción de


enunciados por parte del sujeto torturado, su transformación en portavoz de los
enunciados del torturador. La tecnología de la tortura es la producción calculada
de un efecto. Como quedó demostrado al comienzo del capítulo, la delación
extraída bajo tortura raramente tiene algún uso pragmático, informativo para el
torturador. Invariablemente, el objetivo es generar un efecto de autodesprecio,
vergüenza, traición y derrota. La producción forzada de enunciados durante el
acto de tortura puede llevar a un trauma que hunde al sujeto en el absoluto
silencio. El torturador te obliga a hablar para que después calles por completo,
para que no quieras hablar nunca más. La tortura produce discurso para
producir silencio. Produce lenguaje para fabricar la ausencia de lenguaje. El
torturador sabe que mientras el sujeto no relate su experiencia, la tiranía se
perpetúa.

El dilema del sujeto torturado es, por tanto, de representabilidad. ¿Cómo hablar
de lo indecible? ¿Cómo relatar aquello que, por definición, pertenece a la esfera
de lo inenarrable? El peor insulto a la experiencia de las víctimas es lo que el
cineasta Claude Lanzmann, director de Shoah (1985), llamó una vez la
“obscenidad de la comprensión”, es decir, aquella pretensión fácil de
“entender” lo que la víctima vivió.[64] Nada insulta más a esa experiencia que
la premisa de que el trauma es fácilmente representable y comprensible. Ante
la falacia de la transparencia, el sujeto traumatizado frecuentemente insiste en
la intraducibilidad de la experiencia. Cathy Caruth, una de las voces más lúcidas
en el campo de los estudios del trauma, afirma:

Sanarse –sea con drogas o narrando la historia de uno, o ambos– parece


implicar, para muchos sobrevivientes, el abandono de una realidad importante
o la disolución de una verdad especial en los términos confortantes de la
terapia. De hecho, en los primeros escritos de Freud sobre el trauma, la
posibilidad de integrar el hecho perdido en una serie de recuerdos asociativos,
como parte de la cura, fue vista precisamente como un modo de permitir que el
hecho fuese olvidado.[65]

El objetivo de la rememoración terapéutica es, en última instancia, la


producción de olvido. La anticipación de ese momento produce una profunda
sospecha en el sujeto traumatizado. “Olvido” debe ser entendido aquí en
términos lingüísticos: una experiencia es “integrada” y “olvidada” cuando se
encuentra una metáfora capaz de traducirla. Ningún trabajo genuino de
superación del trauma tiene lugar sin esa metaforización, sin la confección de
una narrativa en la cual se inserte la experiencia traumática. Pero la propia
inserción puede ser percibida por el sujeto como una traición a la intratabilidad
de la experiencia. He ahí, entonces, el aparente callejón sin salida en que se
encuentra el sujeto sobreviviente. Él experimenta a priori cualquier cura como
una traición. Deshacer esa experiencia apriorística sin traicionar la verdad
implicada en ella, he ahí el paciente, largo trabajo del psicoanálisis del trauma.

El sobreviviente está atado a una lucha por resistirse a la metáfora y preservar


el nombre propio que designa la experiencia traumática. El nombre de la
atrocidad –Shoah, Apartheid, Nakba– es siempre un nombre propio, escrito en
mayúscula y por definición intraducible. La naturaleza del nombre propio de
resistir y oponerse a cualquier conversión en sustantivo común indica que una
batalla tiene lugar al interior del lenguaje. El sobreviviente, en el intento de
preservar la singularidad de la memoria traumática, se aferrará a esa
resistencia ante la metaforización característica de los nombres propios, lo que
no puede sino entrar en conflicto con la vocación gregaria del signo lingüístico,
cuya esencia misma es representar. En otras palabras, lo que Roland Barthes
una vez llamó la “naturaleza gregaria del signo” inevitablemente amenazará a
los nombres propios con la posibilidad de su conversión en sustantivos
comunes. El sujeto del trauma desesperadamente resistirá a esa gregaridad, en
la medida que nada puede ser más insultante para, digamos, un sobreviviente
de la Shoah que ver la palabra “holocausto” escrita con letra minúscula y
diccionarizada como sinónimo, o metáfora, de la “atrocidad” en general.

Por ende, hay una batalla campal aconteciendo en el lenguaje, entre, por un
lado, la gregaridad inherente al signo lingüístico, que nos forzaría a leer en la
palabra “Apartheid” nada más que una metáfora del racismo y, por otro lado, el
sobreviviente, que insiste en conservar “Apartheid” como nombre propio que
designa una experiencia intraducible. Por un lado, está el movimiento que
empuja el nombre propio en la dirección de la sustantivación común,
diccionarizable. Por otro, está la contracorriente de resistencia a la
metaforicidad, la fuerza entrópica que empuja el nombre hacia la conversación
de su naturaleza como nombre propio. La “resistencia al lenguaje” con
frecuencia observada en los testimonios de sobrevivientes no es una simple
resistencia a todo lenguaje, sino una estrategia por la cual el nombre propio
libra una guerra contra el poder gregario del signo, contra la fácil disolución de
la experiencia en la metáfora, contra el efecto tranquilizador de los diccionarios.
Para el sobreviviente, la guerra contra la metaforización es de una urgencia
particular y da origen a esa sensación de impotencia tan propia de las
memorias de los sobrevivientes. El sujeto traumatizado percibe que la
experiencia enturbió el lenguaje irreversiblemente, haciendo de la narrativa una
empresa imposible. El esfuerzo terapéutico tendrá que trabajar contra la
percepción de que la limpieza del lenguaje está comprometida, que toda
narrativa es una posible traición. Esa sospecha fue articulada por Slavoj Žižek:

El objetivo del psicoanálisis, en última instancia, no es que el analizado


organice su confusa experiencia de vida en (otra) narrativa coherente, con
todos los traumas adecuadamente integrados; es que la narrativización misma
tenga que ser vista con sospecha, como un síntoma, dado que la narrativa
como tal emerge para resolver un antagonismo fundamental, al reordenar sus
términos en una sucesión temporal[66]

Žižek puede tener razón, pero para las víctimas de atrocidades como la tortura,
la narrativización es un momento terapéutico indispensable. Incluso cuando la
narrativa encubre una verdad traumática, cuando mantiene al sujeto ciego ante
el trauma o incapaz de nombrarlo, el hecho mismo de que los contornos de una
historia se constituyan muestra al sujeto que la batalla no está perdida, que le
es prometido en un futuro el lugar de enfrentamiento con el trauma.

Es bienvenida la insistencia de Žižek en la crítica a la narrativización como algo


que puede ser parte del peor tipo de edificio ideológico. Los lectores de Walter
Benjamin reconocerán, junto a Žižek, que la narrativa encadenada, secuencial,
lineal, con frecuencia enmascara mucho más de lo que revela. Para Žižek, el
caso típico es el del obsesivo, cuya máscara denegadora consiste precisamente
en el hecho de estar

activo todo el tiempo, contando historias, presentando síntomas, etc., para que
las cosas sigan igual, para que nada realmente cambie, para que el analista
permanezca inmóvil y no intervenga efectivamente –lo que más teme es el
momento de silencio que revelará el completo vacío de su actividad incesante.
[67]
El argumento de Žižek es que la narrativización, en el neurótico, sería un acto
de denegación, de producción de una fantasía ideológica. Žižek está menos
interesado en el argumento terapéutico que en atacar teóricamente una
vertiente significativa del pensamiento contemporáneo que intentaría organizar
los antagonismos y rupturas en una historia que enmascara su propia
incapacidad de lidiar con el núcleo traumático, Real. El blanco de Žižek sería,
entonces, la sutura fácil propuesta por algunas interpretaciones
contemporáneas del psicoanálisis, centradas en el problema de la
narrativización. Los estudiosos del trauma concuerdan, pero se mantienen un
paso atrás.

Žižek puede tener razón al afirmar que hilar historias es ya una forma de no
enfrentarse al vacío inenarrable. Cuando estamos en el terreno de los estudios
del trauma, no obstante, la insistencia de Žižek en la crítica lacaniana de la
narrativización solo es bienvenida en la medida que no ponga en riesgo
la promesa de una narrativa para el sobreviviente. Esa promesa cobra la forma
de una construcción retrospectiva de un testigo, ahí donde todo atestiguar
había sido eliminado. La tortura produce un mundo en el que el testigo ya no
existe, puesto que el propio acto de imaginar al otro, el postulado mismo de un
“tú”, ya fue cancelado de antemano. La tecnología moderna de la tortura es la
atrocidad en su forma más privatizada, anclada en la destrucción de la
posibilidad del testimonio y en la sensación de culpa que aterroriza al
sobreviviente. La tarea de construcción de narrabilidad debe ser entendida,
entonces, menos como la elaboración de una secuencia coherente,
reconfortante sobre el pasado (el tipo de narrativización contra cuyos
efectos Žižek previene), sino más como la postulación de una narrativa como
posibilidad, es decir, un virtual lugar de testigo.

La confección de una narrativa que no sea cómplice de la perpetuación del


trauma incluye, como uno de sus momentos, una guerra al interior del lenguaje
que tiene lugar en torno al acto de nombrar. Cuando los generales argentinos
consiguieron difundir su etiqueta, el Proceso ("Proceso de Reorganización
Nacional"), como nombre supuestamente neutro y descriptivo –de forma tal que
incluso un gran número de víctimas pasó a referirse al período 1976-83 como
“los años del Proceso”–, su victoria en el terreno del lenguaje fue considerable.
El gran triunfo del torturador es definir la lengua en que se nombrará la
atrocidad. En el momento en que el término “dictadura” da lugar a la
designación escogida por los propios verdugos, las víctimas sufren una segunda
e importante derrota. Cualquier esfuerzo terapéutico, individual o colectivo,
tendrá que enfrentarse a esa derrota. Tendrá, en otras palabras, que conquistar
un espacio de narrabilidad donde pueda tener lugar incluso el
desenmascaramiento de las narrativas. La conquista de esa narrabilidad
depende de una permanente operación sobre el lenguaje. Para la tarea política
y terapéutica de enfrentarse al trauma, el diccionario es un campo de batalla. El
futuro de la democracia no es indiferente al resultado de la lucha que allí tiene
lugar.
EPÍLOGO

Nuda vida y derechos humanos en la era de la guerra sin fin.

Tras su sexagésimo aniversario, la Declaración Universal de los Derechos


Humanos sigue siendo pisoteada, tal vez hoy más universalmente que nunca.
Pocos documentos combinan/conjugan tanto prestigio y tanta irrelevancia.
Pocos son tan ampliamente reconocidos y, al mismo tiempo, desacatados.
[68] Al cumplir 60 años en 2008, no solo se había legalizado la tortura en la
democracia estadounidense, también se reveló que los más altos cargos del
gobierno de Bush habían tenido reuniones dedicadas a decidir qué métodos de
tortura usar sobre cual prisionero. Que la tortura nunca fue ajena a lo que
llamamos democracia ya se sabía mucho antes de Bush Jr. y la "guerra contra el
terrorismo", y es algo bien fundamentado en el trabajo de Page DuBois sobre
Grecia, analizado en el Capítulo 1 de este libro. Pero que la llamada mayor
democracia del mundo se transformase en la principal líder en la producción y
orquestación de justificaciones de la tortura, ciertamente era un cuadro inédito.

La singular combinación de acontecimientos que caracterizó a la


administración Bush se apoyó en la consolidación de la noción de "guerra
contra el terrorismo", la más abusiva apropiación del concepto de guerra. La
tortura ahora se transformaba en política estatal explícita. Es esa misma
explicitación la que debe ser objeto de análisis. Imagine una pareja en que
ambos han acordado tolerar las aventuras extraconyugales del otro. Si uno de
ellos, en un determinado momento, decide revelar la existencia de un caso, no
hay duda de que el otro tendría motivos para preocuparse: "pero, si el acuerdo
es que las aventuras son libres, ¿por qué me estás contando eso?" La novedad
no es que los EUA comenzaran a torturar, sino a decir que torturaban. Como
señaló Slavoj Žižek, "si ustedes siempre torturaron sin decir nada, ¿qué significa
que ahora lo asuman públicamente?".[69]

Los actos de tortura siguieron siendo perpetrados dentro y fuera de las


fronteras americanas, pero su fundamentación dependía de un territorio
localizado simultáneamente dentro y fuera de los EUA, dentro y fuera de
América Latina. Me refiero, claro, a Guantánamo, escogida por la administración
Bush como una especie de reducto de la nuda vida, término utilizado por el
pensador italiano Giorgio Agamben para designar la vida empujada más allá de
los límites de lo humano, que puede ser asesinada pero no sacrificada, es decir,
la vida cuya desaparición ya perdió todo valor sacrificial.[70]

El día 20 de septiembre de 1996, el Pentágono liberó a la luz pública siete


manuales preparados por el Ejército americano, utilizados entre 1987 y 1991 en
cursos de entrenamiento de inteligencia en América Latina y en la Escuela de
las Américas, mantenida por el Ejército en el estado de Georgia.[71] Esos
documentos constituyen un capítulo central en la historia de la
institucionalización de la tortura. Revelan buena parte de la historia del rol de
los EUA como promotor de formas crueles de castigo más allá de sus fronteras.
Debe reconocerse, no obstante, que lo que se vio en los años de la
administración Bush fue una operación sin precedentes, coronada por el
aparato de vigilancia terrorífico, desplegado por Dick Cheney y Donald
Rumsfeld, que reiteradamente humilló a Colin Powell y otras figuras
"moderadas" del Ejército. Si es cierto que la justificación discursiva de la tortura
ya era política exterior explícita de los EUA desde, al menos, el KUBARK, el
manual de interrogatorio de contrainteligencia producido por la CIA en 1963 (y
si es cierto que esa historia incluyó manuales utilizados en el entrenamiento de
los Contra en la Nicaragua de los años 1980, llevando directamente a los
documentos de la era Bush), también es cierto que la tortura nunca había
estado bajo el foco como objeto de razonables y racionales debates en
televisión –siendo la moralidad y legitimidad de nuestra aplicación de la tortura
sobre los otros, los "terroristas", claro, una premisa tácita.
Mientras que en años anteriores el discurso sobre la tortura, al menos el
académico, con frecuencia era presentado como la esfera de lo irrepresentable
y lo inefable, el hecho es que contemporáneamente la tortura pasó a ser, en los
años de Bush, parte del dominio de lo decible en conversaciones triviales. Ya no
es posible referirse a la tortura como una especie de alegoría de la
indecibilidad.

América Latina nunca fue un escenario entre otros en el desarrollo de la


tecnología del dolor. Con Bush, asistimos a la culminación de un modelo que
sistemáticamente utilizó a América Latina como laboratorio de la crueldad y
lugar de producción de la nuda vida. El epítome de la posición emblemática de
América Latina en la elaboración de técnicas de imposición de sufrimiento es
aquél, el más insólito de los territorios, Guantánamo. Situado simultáneamente
dentro y fuera de los EUA, dentro y fuera de América Latina, dentro y fuera de
Cuba, dentro y fuera de la propia humanidad, Guantánamo es un recordatorio
de que la situación de los derechos humanos en el continente siempre incluyó
una redefinición constante de los límites de lo humano, en un contexto en que
el estado de excepción se volvió permanente. Algunas naciones (EUA, Israel)
ejercen la prerrogativa de decidir dónde se sitúan esos límites, quién tendrá o
no tendrá "derechos humanos", dónde termina o comienza la propia
humanidad. Pensar los derechos humanos hoy es pensar el legado de esos
territorios paralegales, localizados más acá o más allá de las fronteras de la
humanidad.

En un coloquio en la Universidad de Minnesota, en 2008, se pidió a los invitados


que presentasen trabajos sobre "los derechos humanos en América Latina". El
primer desplazamiento que me pareció productivo establecer en la pauta del
coloquio fue la sustitución de la preposición. En el llamado Primer Mundo, una
colección de discursos se instala confortablemente al interior del tema de los
derechos humanos "en" América Latina, o "en" África, o "en" el mundo árabe.
Una cierta división del trabajo intelectual confiere a académicos, políticos,
periodistas o activistas del Primer Mundo la tarea de evaluar el rendimiento de
las naciones periféricas en términos de respeto a los derechos humanos. Esa
división del trabajo presupone subrepticiamente un lugar de enunciación no
contaminado para el sujeto encargado de la vigilancia. Por más valiosa que sea
la bibliografía periodística o social-científica allí producida, es notoria la
frecuente reiteración de una misma ceguera: la incapacidad de percibir los
vínculos entre los abusos a los derechos humanos en el llamado Tercer Mundo y
un orden global en el que los países ricos cumplen un rol nada inocente.
Tomemos el informe de Human Rights Watch de 2005.

El texto afirma: "puesto que en la Guerra de Irak no se trataba de salvar al


pueblo iraquí de una matanza, y puesto que tal matanza no estaba ocurriendo
ni era inminente, Human Rights Watch no tomó posición en aquel momento en
contra o a favor de la guerra".[72] Nótese lo extraña y al mismo tiempo
sintomática y reveladora que es esa frase. Del hecho de que ninguna de las
excusas presentadas para la invasión a Irak eran válidas, Human Rights Watch
concluye que no debería tomar posición en contra o a favor de la guerra, como
si la propia invasión no fuese una brutal violación a los derechos humanos de
los iraquíes. Es cierto que el informe observa que, a pesar de que Saddam
Hussein era un dictador brutal, la invasión de Irak no cumplía con las
características de una intervención humanitaria: "la cuestión es si estaban
presentes las condiciones que justificarían la intervención humanitaria –
condiciones que van más allá del solo nivel de represión”.[73] Incluso
reconociendo que tales condiciones no estaban presentes, el informe
increíblemente afirmaba: "mientras que en el momento en que comenzó [la
invasión] era razonable creer que el pueblo iraquí sería beneficiado [would be
better off], ésta no fue preparada ni realizada pensando en las necesidades de
los iraquíes".[74]
Se trata aquí de la ceguera liberal humanitaria primermundista en su forma
clásica. ¿Cómo rayos puede haber sido "razonable" creer que el pueblo iraquí
estaría en mejor situación después de una invasión ilegal, basada en mentiras,
realizada por el ejército más poderoso del mundo y liderada por un gobierno
extremista, responsable de torturas y campos de concentración incluso desde
antes de la invasión? El informe entero está lleno de esa retórica
bienintencionada y profundamente ciega, propia del liberal humanitario del
Primer Mundo. El texto presupone, como sujeto de enunciación, una especie de
votante primermundista que tomará una decisión en un plebiscito acerca del
futuro de otros, que son así reducidos a la condición de objetos, nunca sujetos.
¿Para quién, vale preguntar, sería razonable suponer, al comenzar la guerra,
que el pueblo iraquí estaría en mejores condiciones después de ella? Se
esperaría que, con excepción de un genocidio, que obviamente no estaba
aconteciendo, el pueblo iraquí esté con certeza mucho peor después de una
guerra de ocupación en su territorio. Solo aquellos que se ubican en el lugar del
sujeto de la invasión colonial pueden plantearse la pregunta de si los iraquíes
podrían estar o no en mejor situación después de la guerra. A lo largo del
informe de Human Rights Watch, los derechos humanos son aquello que
nosotros podemos lograr o no defender para otros, y los iraquíes mismos son
siempre objetos, nunca sujetos. Se trata de un informe escrito completamente
desde el punto de vista del invasor.

En 2002, un grupo árabe cristiano de San Francisco, California, envió al diario


de la ciudad, el San Francisco Chronicle, un obituario simple, factual, sobre la
muerte de un grupo de palestinos asesinados por las fuerzas de ocupación
israelíes. El diario rechazó el obituario, afirmando que necesitaba pruebas de las
muertes. Después que el colectivo árabe remitió las pruebas de los asesinatos,
tomadas del propio diario israelí Haaretz, el diario californiano renovó la censura
con el argumento de que el texto no estaba "en formato de obituario". El grupo
fue invitado a reenviar el texto en forma de memorial, y por tercera vez el texto
fue rechazado, ahora con el argumento de que algunos lectores del diario "se
podrían ofender". El memorial era el siguiente:

En memoria de Kamla Abu Asid, 42 años, y su hija, Amna Abu-Said, 13 años,


ambos palestinos de los campos de refugiados de El Bureij. Kamla y su hija
fueron muertos el día 26 de mayo de 2002 por tropas israelíes, mientras
trabajaban en una granja en la franja de Gaza. Por el amor y la memoria de
Ahmed Abu Seer, 7 años, niño palestino muerto en su casa a tiros. Ahmed
murio de heridas de bala en su corazón y pulmones. Ahmed cursaba segundo
año de enseñanza básica en la escuela Al-Sidaak, en Nablus. Sentirán su
ausencia todos los que lo conocieron. En memoria de Fatime Ibrahim Zakarna,
30 años, y sus dos hijos, Bassem, 4 años, y Suhair, 3 años, todos palestinos.
Madre e hijos fueron muertos el 6 de mayo de 2002 por soldados israelíes
mientras cogían hojas de parra, en un campo del pueblo de Kabatiya. Ellos
dejan a Mohammed Yussef Zukarneh, marido y padre, y Yasmine, hija de 6 años
de edad.[75]

Enfrentados al rechazo del San Francisco Chronicle de publicar el obituario o


memorial, podríamos preguntar, con Judith Butler: ¿en qué condiciones el duelo
por las vidas perdidas se torna ofensivo públicamente? ¿Cuáles son las muertes
consideradas dignas de duelo? Como se ve, el obituario era rigurosamente
factual. Renunciaba incluso a usar el término "fuerzas de ocupación", que es
como los palestinos se refieren al ejército extranjero que ocupa sus tierras.
Cautelosamente, el grupo árabe californiano optó por el término más neutro,
"tropas". Aun así sus muertes no pudieron ser publicadas, pues los palestinos
fueron reducidos a la condición de homo sacer, vida dispensable, sin valor
sacrificial, vida cuya pérdida no puede ser objeto de duelo. El rechazo del diario
a publicar ese obituario recuerda el comentario del General Tommy Franks, uno
de los líderes de la invasión americana a Irak: "no hacemos conteo de cuerpos",
con lo que se refería, claro, a los cuerpos de los iraquíes. Esos no son contados.
Un texto escrito por Piya Chatterjee y Sunaina Maria, titulado "Carta abierta a
todas las feministas: apoyen a las mujeres palestinas, árabes y musulmanas",
plantea algunos problemas interesantes sobre la negociación de los límites de
lo humano. Dirigida a las feministas occidentales, la carta apunta al hecho de
que el feminismo noratlántico siempre apoyó las luchas contra los asesinatos
por honra y los matrimonios forzados en el mundo árabe, pero raramente dice
algo sobre la violencia sufrida por las mujeres árabes como resultado de las
ocupaciones occidentales: "nos preocupa el hecho de que algunas feministas
estadounidenses... estén participando de un discurso selectivo de los derechos
universales de las mujeres que ignora los crímenes de guerra y los abusos a los
derechos humanos perpetrados por los Estados Unidos".[76] Según las autoras,
las afirmaciones hechas por las feministas americanas sobre las mujeres árabes
o musulmanas las focalizan sistemáticamente solo como víctimas de su propia
cultura, nunca de la violencia colonial o imperial impuesta desde afuera. Nótese
que Chatterjee y Maira en ningún momento sugieren que las feministas deban
dejar de denunciar la mutilación genital o los matrimonios forzados en nombre
del respeto a las diferencias culturales. No se trata aquí del viejo debate de
universalismo versus particularismo, la defensa de los derechos humanos
universales versus la defensa de tradiciones locales. Se trata de cuestionar
quién habla en nombre de la posición supuestamente universal.

Si las feministas norteamericanas estuviesen más atentas al trabajo hecho por


las mujeres del llamado Tercer Mundo, ya habrían llegado a la conclusión de que
la propia oposición entre universalismo y tradiciones locales –la dicotomía
misma, en su totalidad– solo tiene sentido desde un punto de vista imperial: "es
espantoso que en estos tiempos catastróficos muchas feministas liberales
estadounidenses se enfoquen solo en las prácticas misóginas asociadas con las
culturas locales particulares, como si éstas existiesen en cápsulas, lejos de la
arena de la ocupación colonial." Al usar la expresión "discurso selectivo de los
derechos humanos de las mujeres" para referirse al feminismo noratlántico,
Chatterjee y Maria levantan una aparente paradoja, ya que la universalidad
supuestamente excluiría la selectividad. Lo universal, creemos, no es selectivo.
La experiencia y el trabajo de la filosofía en las últimas décadas nos muestran,
no obstante, que ningún universal emerge sin un proceso selectivo, sin una
exclusión constitutiva. Uno de esos suplementos de la humanidad es la figura
del "combatiente ilegal" [unlawful combatants], perla extrajurídica creada
durante la administración Bush para designar las nudas vidas de Guantánamo.

No sería exagerado afirmar que el contrato de arrendamiento firmado en 1903


por EUA y Cuba es uno de los documentos más humillantes impuestos a una
nación soberana en la historia moderna.[77] El artículo establece que el
arriendo se mantendrá durante el tiempo necesario para los objetivos de las
estaciones navales y carboníferas. El acuerdo también estipula que el arriendo
solo puede ser interrumpido por consentimiento mutuo. En otras palabras, de
acuerdo con el tratado, los EUA pueden seguir ocupando el área por el tiempo
que quieran. El texto también establece un arancel de US$ 4.000 anuales,
pagaderos al gobierno cubano, suma hoy muy inferior a la que cualquier
americano paga por la hipoteca de su casa. Desde 1959, el gobierno cubano se
abstiene de cobrar los cheques que le son enviados. A partir de 2001, al menos
775 prisioneros fueron llevados a Guantánamo. Ese número es solo una
pequeña fracción de los miles de seres humanos hacinados en receptáculos en
Afganistán o en Pakistán. La mayoría de las estimaciones arrojan que para cada
prisión con 300 o 400 hombres, una media de 50 sobreviven. Después de la
invasión de Afganistán, los EUA lanzaron folletos ofreciendo recompensas de
US$ 50 a US$ 5.000 a cambio de líderes de Al-Qaeda y de los Talibanes. Como
era de esperarse, miembros de la Alianza del Norte apoyada por Occidente,
señores de la guerra locales e incluso los sectores populares comenzaron a
delatar enemigos personales o simplemente a cualquiera que les desagradase.
Estimaciones de abogados de derechos humanos sugieren que la vasta mayoría
de aquellos encarcelados en Guantánamo no tenían relación con el terrorismo o
con cualquier clase de crimen. El gobierno de Bush creó la categoría paralegal
de "combatiente fuera de la ley" para negar a esos prisioneros el derecho a
representación legal, al habeas corpus, a las protecciones de la convención de
Ginebra e incluso al derecho a saber de qué se les acusaba. Esa categoría
paralegal no solo los excluye de los derechos de todos los prisioneros, incluso
de los prisioneros de guerra. También fueron excluidos de los derechos
regulados por la Convención Contra la Tortura, que se aplica no solo a los
prisioneros de guerra, sino a todos los seres humanos. Al excluirlos de esa
convención, los EUA los excluían de la propia humanidad.

El "Acta Habeas Corpus" fue promulgada en el momento en que los oficiales


británicos comenzaron a enviar prisioneros a localidades extranacionales. El
"Habeas Corpus" –esa simple solicitud de que el prisionero sea llevado a un
tribunal para que se justifique la legalidad de su detención– buscaba impedir la
creación de colonias penales en el exterior, precisamente la práctica revivida
por el gobierno de Bush. El "Habeas Corpus" es marca registrada de la ley
angloamericana desde el siglo XVII. Al dinamitarla, el gobierno de Bush
estableció un estado de cosas que incluso un ciudadano del siglo XVIII
consideraría bárbaro. Desde la Carta Magna de 1215, se estableció que todo ser
humano tiene derecho a algún tipo de procedimiento judicial antes que se le
pueda enviar a la cárcel. En ese aspecto, los EUA de los últimos años nos
hicieron retroceder a principios del siglo XIII.

Vimos entonces que las fronteras de lo humano se constituyen a través de la


abyección, de la expulsión de un suplemento. El trabajo sobre los derechos
humanos debe, entonces, incluir la atención sobre ese proceso de expulsión que
es constitutivo de todo universal: desmontarlo es necesario para que se revelen
las complicidades particulares de las nociones de universal hoy disponibles.
Ningún discurso sobre los derechos humanos es posible sin ese trabajo
permanente de deconstrucción del filosofema "lo humano" o "la humanidad".
No se trata de algo contradictorio con el trabajo de denuncia de las violaciones
a los derechos humanos donde quiera que tengan lugar. Son dos objetivos que
una cierta militancia con frecuencia malinterpretó, viendo en ellos un
antagonismo, como si deconstruir el concepto de derechos humanos tornase
imposible o inviable la lucha política, como si el trabajo político requiriese
siempre reposar sobre categorías reificadas. Develar el contenido particular que
hegemoniza la forma universal es un componente indispensable de la lucha
política.

Pero no es suficiente. Deconstruir el contenido (blanco, burgués, capitalista,


masculino, primermundista, etc.) que hegemoniza la forma universal
(democracia, derechos humanos, libertad, humanidad, etc.) es solo la mitad del
camino. Un buen hegeliano como Slavoj Žižek nota que ahí se estancaron las
formas posmodernas, deconstruccionistas o multiculturalistas de hacer política:
en el develamiento de las complicidades particulares de los universales, en el
desenmascaramiento de la falsa universalidad.[78] La otra parte de la tarea
dialéctica, la más difícil, sería, claro, preguntarse a partir de qué particular es
posible hoy una reposición renovada de la universalidad, cuál es el lugar de
enunciación, en otras palabras, en que universales como justicia o derechos
humanos se reencontrarían con su verdad. Como ya notó también Alain Badiou,
la teoría contemporánea nos ofrece una amplia gama de elementos para
identificar las raíces particulares de los conceptos universales con los que
lidiamos. El desafío hoy es otro: preguntarnos cuál es el contexto particular
capaz de producir el acontecimiento realmente universal. Marx identificaba en
el proletariado la fuerza capaz de encarnar la humanidad como un todo,
precisamente por su condición de "sujeto sin substancia". Los trabajadores sin
tierra en los campos brasileños y la población palestina expulsada o viviendo
bajo ocupación son dos ejemplos de sujetos políticos que no podrán resolver sus
problemas sin rearticular todo el cuadro en el que están insertos. Están
dotados, claramente, de un potencial de universalidad que clama por irrumpir y
ser redimido. A esa irrupción, en un remoto texto de 1921, Walter Benjamin la
llamó violencia divina.
(Traducción de Eduardo Vergara Torres)

NOTAS

[*]Esta traducción corresponde a la Introducción, Capítulo 1 y Epílogo del


volumen Figuras da violência: ensaios sobre narrativa, ética e música popular.
(Belo Horizonte: Editora UFMG, 2011). Partes de este libro fueron publicadas
originalmente en inglés bajo el título The Letter of Violence: Essays on
Narrative, Ethics, and Politics (Nueva York: Palgrave, 2004). El "Epílogo" no
hacía parte de esa publicación original. La Introducción y el Capítulo 1 ("De
Platón a Pinochet: tortura, confesión y la historia de la verdad", aparecido por
primera vez en la Revista de Crítica Cultural) fueron modificados
significativamente para la edición de 2011, a la luz de debates y
acontecimientos más recientes [t.].

INTRODUCCIÓN.

[1] “En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada
puede ser injusto” (HOBBES, Thomas. Leviatã, ou matéria, forma e poder de um
estado eclesiástico e civil. Trad. João Paulo de Monteiro e Maria Beatriz Nizza da
Silva. São Paulo: Abril Cultural, 1983. p. 77 (Col. Os Pensadores) [trad. esp.:
HOBBES, Thomas. Leviatán: o la materia, forma y poder de um Estado
eclesiástico y civil. Trad. Carlos Mellizo. Buenos Aires: Alianza, 2001]

[2] CLAUSEWITZ, Carl von (1832). Vom Kriege: Hinterlassenes werk des
Generals Carl von Clausewitz. Berlim: Dümmlers Verlag, 1905. p. 18. [trad. esp.:
CLAUSEWITZ, Carl von. De la guerra.Madrid: Publicaciones del Ministerio de
Defensa, 1999.] Para una buena introducción a Clausewitz, ver HOWARD,
Michael. Clausewitz: A Very Short Introduction. Oxford/New York: Oxford UP,
2002.

[3] CLAUSEWITZ, op. cit., p. 7.

[4] Ibidem, p. 21-36.

[5] Ibidem, p. 75-92

[6] Al toparse con el conocido relato heideggeriano acerca de cómo Ser y


tiempo permaneció inacabado (o sea, la historia de que el volumen de 1927
incluye solamente las dos primeras secciones de la primera parte de un
proyecto que se reveló interminable), Slavoj Žižek replica de manera
interesante. Žižek argumenta que las publicaciones posteriores de
Heidegger, Kant y el problema de la metafísica y Los problemas fundamentales
de la fenomenología, cubren, grosso modo, el proyecto de las secciones
subsiguientes, no escritas, de Ser y tiempo, de forma que al colocar los tres
libros juntos, se tiene una noción aproximada del alcance del proyecto original.
Para Žižek, “la insistencia de Heidegger en que el libro publicado es solo un
fragmento oculta el hecho de que el libro está cerrado y terminado”. (ŽIŽEK,
Slavoj. The Ticklish Subject: The Absent Centre of Political
Ontology. London/New York: Verso, 1999. p. 23 [trad. esp.: ŽIŽEK, Slavoj. El
espinoso sujeto: el centro ausente de la ontología política. Buenos Aires: Paidós,
2001]. El carácter de “inacabado” de Ser y tiempo tendría, por ende, más en
común con Sobre la guerra de Clausewitz que con la obra maestra de Robert
Musil, El hombre sin atributos, en que un discurso sobre la interminabilidad es
un principio estructurante del propio texto.

[7] CLAUSEWITZ, op. cit., p. 19.


[8] VIRILIO, Paul (1982). Pure War. Interviews with Sylvère Lotringer. Trad. Mark
Polizotti. New York: Semiotext(e), 1997. p. 48.

[9] Ibidem, p. 25.

[10] VRIES, Hent de. Religion and Violence: Philosophical Perspectives from Kant
to Derrida. Baltimore/London: John Hopkins, 2002. p. 339.

[11] Hanssen, Beatrice. Critique of Violence: Between Poststructuralism and


Critical Theory. London/New York: Routledge, 2000. p. 211.

[12] FOUCAULT, Michel. Il faut défendre la societé: cours au Collège de France,


1975-1976. Paris: Seuil/Gallimard, 1997. p. 16. [trad. esp.: FOUCAULT,
Michel. Defender la sociedad: curso en el Collège de France (1975-
1976). México: Fondo de Cultura Económica, 2002]

[13] Sin duda, la Genealogía de la moral es la obra nietzscheana que más


intensamente influyó en la metodología de investigación histórica de Foucault,
que hacía frecuentes menciones a su preferencia por laGenealogía sobre otras
obras de Nietzsche, como el Zaratustra. La revolución realizada por
la Genealogía consistió en desplazar todo el espectro de cuestiones éticas y
morales (cómo actuar, qué es la virtud, qué es el bien y el mal, etc.) hacia el
terreno del que la moral dependería, a saber, la política. Para Nietzsche, la
política incluiría tanto la guerra como la paz de sujeción y humillación que los
vencedores imponen a los derrotados una vez que la guerra termina. La moral
solo emerge después, como expresión y justificación de ese proceso
degradante. En otras palabras, para Nietzsche, por primera vez, la moral es un
campo derivado y dependiente de la política. El acontecimiento fundamental es
el resultado de la batalla política, la guerra interpretativa que define cual será el
“bien” que reinará luego. Toda la obra genealógica, de la llamada “segunda
fase” de Foucault, es gobernada por el axioma nietzscheano de que primero
hay una guerra, un baño de sangre. Después, como resultado de ella, se
inventa la moral para justificar el orden político que siguió a la guerra. Ver
NIETZSCHE, Friedrich. Zur Genealogie der Moral. 1887.Sämtliche Werke v. 6. Ed.
Giorgio Collin e Mazzino Montinari. Berlin/Munique: Walter de Gruyter e
Deutscher Taschenbuch Verlag, 1967-1977. [NIETZSCHE, Friedrich. La
genealogía de la moral: un escrito polémico. Madrid: Alianza, 2000]

[14] FANON, Frantz (1961). Les damnés de la terre. Paris: F. Maspero, 1968. p. 7.
[FANON, Frantz. Los condenados de la tierra. México: Fondo de Cultura
Económica, 2001]

[15] El momento inaugural de la teoría poscolonial, Orientalismo, de Edward


Said, fue también una crítica feroz a la tachadura del colonialismo en las
disciplinas humanísticas occidentales. Inspirados por Said, un grupo notable de
pensadores indios procedió a la revisión de la historiografía de su país a partir
de la lectora de los Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial
India (1983), de Ranajit Guha. El grupo de Estudios Subalternos, como fue
conocido después, transformó la comprensión de una serie de categorías,
incluyendo el concepto gramsciano de subalternidad y la noción kantiana de
antagonismo. Para su desarrollo en la crítica literaria, ver la vasta obra de
Gayatri Spivak, especialmente The Postcolonial Critic,Outside in the Teaching
Machine y A Critique of Postcolonial Reason. Un tratamiento lúcido de la
cuestión nacional es el libro de Partha Chatterjee,Nation and its Fragments. Para
un análisis de cómo Occidente obliteró sus raíces en el colonialismo y la
esclavitud, ver The Black Atlantic, de Paul Gilroy. Dos de las más esclarecedoras
reflexiones sobre la teoría poscolonial por miembros de la nueva generación de
académicos son SPURR, David.The Rethoric of Empire: Colonial Discourse in
Journalism, Travel Writing, and Imperial Administration. Durham: Duke UP, 1993;
y DESAI, Gaurav. Rethinking English: Postcolonial English Studies. In: SCHWARZ
Henry; RAY, Sangeeta (Ed.). A Companion to Postcolonial Studies. Malden,
Mass/Oxford: Blackwell, 2000. p. 523-539.

[16] DESAI, Gaurav. Subjetct to Colonialism: African self-fasioning and the


Colonial Library. Durham: Duke UP, 2001. p. 49.

[17] FANON, op. cit., p. 43.

[18] ARENDT, Hannah. On Violence. New York/San Diego/London: Harcourt


Brace & Company, 1970. p. 14. [trad. esp.: ARENDT, Hannah. Sobre la
violencia. Madrid: Alianza, 2005]

[19] SARTRE, Jean-Paul. Preface. In: FANON, Frantz. The Wretched of the Earth.
Trad. Constance Farrington. New York: Grove Weidenfeld, 1963. p. 22.

[20] ARENDT, op. cit., p. 83.

[21] Ibidem, p. 6.

[22] Ibidem, p. 21.

[23] VIRILIO, op. cit., p. 3.

[24] VIRILIO, Paul. L’écran du desert: croniques de guerre. Paris: Galilée, 1991.
p. 72.

[25] VIRILIO, 1997, op. cit., p. 28.

[26] Idem.

[27] VIRILIO, 1997, op. cit., p. 50.

[28] SAKHAROV apud ARENDT, op. cit., p. 10.

[29] VIRILIO,op. cit., p. 55. En ese sentido, el diálogo más nítido de la obra de
Virilio ocurre no con Foucault, sino con Gilles Deleuze, el gran pensador del
movimiento, la velocidad y el nomadismo en el siglo X. A lo largo de una carrera
filosófica de casi cinco décadas, el pensamiento móvil y espacializado de
Deleuze acuñó conceptos como los de línea de fuga, imagen-movimiento,
imagen-tiempo, máquina de guerra, rizoma, desterritorialización y otros. Para
una reflexión sobre la alegría como dislocamiento de una superficie (contra la
seriedad y la culpa de las profundidades hermenéuticas), ver DELEUZE,
Gilles. Logique du sens. Paris: Minuit, 1969. Para un análisis de las nuevas
máquinas de guerra, ver DELEUZE, Gilles; GUATTARI, Félix. Mille plateaux. Paris:
Minuit, 1980. Para un análisis del cine como temporalización de la imagen a
través del movimiento, véase DELEUZE, Gilles. L’image-temps.Paris: Minuit,
1985. Para el uso más creativo hecho por Deleuze y Guattari del concepto de
desterritorialización, ver DELEUZE, Gilles; GUATTARI, Félix. Kafka: pour une
littérature mineure. Paris: Minuit, 1975. Muchos especialistas concordarían en
que la obra maestra de Deleuze, en términos estrictamente filosóficos
es Difference et répétition, en que la cuestión del movimiento está presente a lo
largo de la meticulosa demostración de cómo la repetición es un concepto de
orden totalmente distinto que la identidad hegeliana, así como el concepto de
diferencia no sería reducible a la también hegeliana noción de contradicción.
Para dos elegantes introducciones a Deleuze, ver HARDT, Michael.Gilles
Deleuze: An Apprenticeship in Philosophy. Minneapolis: U of Minnesota P, 1993;
y MACHADO, Roberto. Deleuze e a filosofía. Rio de Janeiro: Graal, 1990. Para
una excelente discusión de los trabajos de Deleuze sobre cine, ver RODOWICK,
David Norman. Gilles Deleuze’s Time Machine. Durham, NC: Duke UP, 1997.

[30] VIRILIO, Paul. Stratégie de la déception. Paris: Galilée, 1999.


[31] VIRILIO, Paul. Ce qui arrive. Paris: Galilée, 2002. p. 63.

[32] DER DERIAN, James. Virtuous War: Mapping the Military-Industrial-Media-


Entertainment Network. Boulder: Westview Press, 2001. p. 16.

[33] Ver YÚDICE, George. A conveniência da cultura: usos da cultura na era


global. Trad. Marie-Anne Henriette Jeanne Kremer. Belo Horizonte: Editora
UFMG, 2004. [trad. esp.: YÚDICE, George. El recurso de la cultura. Usos de la
cultura en la era global. Barcelona: Editorial Gedisa, 2002]

CAPÍTULO 1: DE PLATÓN A PINOCHET. TORTURA, CONFESIÓN Y LA


HISTORIA DE LA VERDAD.

[34] ASAD, Talal (Ed.). Anthropology and the Colonial Encounter. London: Ithaca,
1973. p. 287

[35] FOUCAULT, Michel. Surveiller et punir. París: Gallimard, 1975.

[36] Ibidem, p. 45

[37] Ibidem, p. 53

[38] Ibidem, p. 47

[39] Ibidem, p. 59

[40] Ibidem, p. 60

[41] Ibidem, p. 95

[42] Ibidem, p. 97

[43] Además del texto de Foucault, vale la pena la lectura del debate con el
psicoanalista Hélio Pellegrino, que insistía en considerar el mito de Edipo como
demostración de un axioma universal, una especie de prueba de una ley del
destino. Pellegrino claramente no entendía los dos postulados más básicos de la
conferencia de Foucault: 1) que estaba leyendo el texto de Sófocles, escrito en
un momento particular de la historia griega; 2) que la pieza de Sófocles era un
agente en la producción y consolidación de una relación distinta con la verdad,
de una forma diferente de decir la verdad. Para Pellegrino, la “verdad” solo
podía ser un concepto trascendental reflejado o representado por el mito, nunca
algo que la literatura pudiese realmente estar produciendo. Para un diálogo
sofisticado con el texto de Foucault desde una perspectiva latinoamericana, ver
RAMOS, Julio.Paradojas de la letra. Caracas: eXcultura, 1996.

[44] Foucault, Michel. La vérité et les formes juridiques. En: ____. Dits et écrits
1954-1988. v. II: 1970-75. París: Gallimard, 1994. p. 33.

[45] SCARRY, Elaine. The Body in Pain: The Making and Unmaking of the
World. Oxford: Oxford UP, 1985. p. 184.

[46] Ibidem, p. 200

[47] Ibidem, p. 235

[48] Ibidem, p. 46-51


[49] Ibidem, p. 46

[50] Ibidem, p. 45.

[51] DUBOIS, Page. Torture and Truth.New York/London: Routledge, 1991. p. 4.

[52] Ibidem, p. 21.

[53] Ibidem, p. 38.

[54] Ibidem, p. 41.

[55] ARISTÓTELES. Politics. Trad. Benjamin Jowett. The Basic Works of


Aristotle. Ed. Richard Mckeon. New York: Random, 1941, 1275a. p. 1.113-1.316.
Agradezco a Étienne Balibar por la conversación que reforzó mi convicción
sobre la pertinencia de esta lectura “deconstructiva” de Aristóteles.

[56] ARISTÓTELES, op. cit., 1275a.

[57] Para un desmontaje crítico de ese procedimiento de llegar a una identidad


a través de la exclusión de la no identidad, ver la notable crítica de Roberto
Schwarz al nacionalismo populista de los años 1960, que hacía su búsqueda de
lo nacional en aquel lugar vaciado una vez que se excluía todo lo no
nacional. Ver SCHWARZ, Roberto. Nacional por subtração. En: ____. Que horas
são?. São Paulo: Companhia das Letras, 1987. p. 29-48.

[58] DUBOIS, op. cit., p. 50.

[59] Ibidem, p. 52.

[60] PLATÓN. The Sophist. Trad. F. M. Cornford. The Collected Dialogues of


Plato. Ed. Edith Hamilton y Huntington Cairns. Princeton: Princeton UP, 1961.
273b. p. 957-1.017.

[61] DUBOIS,op. cit., p. 115.

[62] Para el metódico desmantelamiento cartesiano de la duda, ver


especialmente la cuarta parte del Discurso del método, que parte de una
curiosa premisa: “deseando yo en esta ocasión ocuparme tan solo de indagar la
verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente
falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda”.DESCARTES, René
(1637). Discurso do método. 3. ed. Trad. J. Guinsburg y Bento Prado Jr. 1973.
São Paulo: Abril Cultural, 1983. p. 25-71. p. 46. (Col. Os pensadores) En la
misma época, una concepción bastante distinta del sujeto era desarrollada por
Spinoza en Ética. SPINOZA, Baruch de (1677).Ética. 3. ed. Trad. Joaquim de
Carvalho, Joaquim Ferreira Gomes y Antônio Simões. Ed. Marilena Chauí. 1973.
São Paulo: Abril, 1983. p. 69-299. (Col. Os Pensadores) Como apunta Marilena
Chahuí, la combinación spinoziana entre “modo y finitud, intelecto e
imaginación” sería una práctica “en lo que llamamos libertad” (CHAUÍ,
Marilena. A nervura do real. Imanência e liberdade em Espinosa. São Paulo:
Companhia das Letras, 1999. p. 932.) A partir del monumental estudio de
Chauí, podríamos postular la figura de Spinoza como la gran reserva de energía
liberadora y subversiva de la filosofía pre-nietzscheana. Para una fascinante
biografía del más perseguido entre los filósofos, ver NADLER, Steve. Spinoza: A
Life. Cambridge: Cambridge UP, 1999. Dos clásicos de los estudios spinozianos
contemporáneos son: DELEUZE, Gilles. Spinoza et le problème
d’lexpression. Paris: Minuit, 1968; DELEUZE, Gilles. Spinoza, philosophie
pratique. Paris: Minuit, 1981. Comprometido con una restauración post-
lacaniana del sujeto cartesiano, un pensador como Slavoj Žižek no se deja
impresionar por la onda spinoziana. Ver su defensa del cartesianismo en ŽIŽEK,
Slavoj. The Ticklish Subject: The Absent Centre of Political Ontology.
London/New York: Verso, 1999. Una buena muestra del trabajo hecho con
Descartes en el “círculo de Liubliana” es ŽIŽEK, Slavoj (Ed.).Cogito and the
Unconscius. Durham/London: Duke UP, 1998. El poeta y filósofo brasileño
Antonio Cicero escribió una reivindicación del sujeto cartesiano en CICERO,
Antonio. O mundo desde o fim. Rio de Janeiro: Francisco Alves, 1995.

[63] DUBOIS, op. cit., p. 91.

[64] LANZMANN, Claude. The Obscenity of Understanding. In: ____.Trauma:


Explorations on Memory. Ed. Cathy Caruth. Baltimore/London: John Hopkins UP,
1995. p. 200-220. La expresión “obscenidad de la comprensión” aparece en un
momento particularmente revelador del desarrollo de los estudios del trauma
en los EUA. En abril de 1990, Claude Lanzmann, director de Shoah, visitó el
Instituto de Psicoanálisis de Nueva Inglaterra occidental (WNEIPA). La pauta,
programada de antemano, incluía la exhibición y discusión de un film que
reconstruía la vida del médico nazi Eduard Wirths. Después de llegar a New
Haven y asistir al film individualmente, Lanzmann se recusó a participar de su
exhibición pública. El cineasta criticaba el obsceno intento de “comprender” al
médico nazi. La discusión que siguió registró también la reacción del público a
esa negación. Ver CARUTH, Cathy. Trauma: Explorations in Memory. Ed. Cathy
Caruth. Baltimore/London: John Hopkins UP, 1995. p. 200-220, para una
reconstitución de aquella noche por el propio Lanzmann. Fundamental en la
bibliografía sobre el trauma es la colección FELMAN, Shoshana; LAUB,
Dori.Testimony: Crisis of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and History.
New York/London: Routledge, 1992. Sobre los lazos entre testimonio y
desaparición, ver VICTORIANO, Felipe. Fiction, Death, and Testimony.Discourse,
v. 25, n. 1-2, p. 211-230, 2003. En Brasil, el trabajo más sofisticado sobre este
tema viene siendo realizado, ya hace varios años, por Márcio Seligmann-
Silva. Ver los artículos compilados en SELIGMANN-SILVA, Márcio. O local da
diferença: ensaios sobre memória, arte, literatura e tradução. São Paulo: Editora
34, 2005.

[65] CARUTH, Cathy. Preface. In: ____. Trauma: Explorations in Memory. Ed.
Cathy Caruth. Baltimore/London: John Hopkins UP, 1995. p. vvi.

[66] ŽIŽEK, Slavoj. The Plague of Fantasies. London: Verso, 1997. p. 32-33.

[67] Ibidem, p. 34.

EPÍLOGO: NUDA VIDA Y DERECHOS HUMANOS EN LA ERA DE LA


GUERRA SIN FIN.

[68] La declaración está disponible en:


<http://www.un.org/Overview/rights.html>

[69] ŽIŽEK, Slavoj. How to Read Lacan. New York/London: Norton, 2006. p. 18.

[70] AGAMBEN, Giorgio. Homo sacer: il potere sovrano e la nuda vita. Torino:
Einaudi, 1995. p. 82.

[71] La Escuela de las Américas fue fundada en 1946 en la región del Canal de
Panamá, un año antes de la National Security Act, que creó la CIA. La “Escuela”
se trasladó a Fort Benning, en Georgia, en 1984, como parte del acuerdo entre
los EUA y Panamá, que cedía la soberanía sobre el Canal a la nación
centroamericana a partir de 1999. Desde la fecha de su fundación hasta 1997,
aproximadamente, 60.000 invididuos pasaron por sus dependencias. Venían
principalmente de las Fuerzas Armadas, pero también de la policía, de 23
naciones de la América Central y del Sur, así como de algunas islas caribeñas.

[72] HUMAN RIGHTS WATHC. World Report 2004. Human Rights Watch, 2004. p.
15.

[73] Ibidem, p. 16.

[74] Ibidem, p. 33.

[75] BUTLER, Judith. Precarious Life: The Powers of Mourning and Violence. New
York/London: Verso, 2004. p. 154.

[76] CHATTERJEE, Piya; MAIRA, Sunaima. An Open Letter to all Feminists:


Support Palestinian, Arab, and Muslim Women. 20 de marzo de 2008. Disponible
en: <http://www.alternet.org/audits/80131/?page=1> . Consultado: 23 de
octubre de 2009.

[77] La versión íntegra del contrato está disponible en:


<http://www.onguantanamo.info/leaseoflands.pdf>.

[78] ŽIŽEK, Slavoj. Violence. New York: Picador, 2008. p. 148-149.

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