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Los Estudios Culturales y las puertas giratorias

Néstor García Canclini

Nuevo Texto Crítico, Año XIII-XIV, Número 25/28, 2000-2001, pp. 87-98 (Article)

Published by Nuevo Texto Crítico


DOI: https://doi.org/10.1353/ntc.2000.0011

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LOS ESTUDIOS CULTURALES
Y LAS PUERTAS GIRATORIAS
NÉSTOR GARCÍA CANCLINI
Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa

Para Ana María

¿Cómo averiguar, a esta altura, qué son los estudios culturales? En libros
titulados con estas palabras encontramos reinterpretaciones de la historia de la
literatura, debates sobre lo que les pasa a la cultura y la política al apoderarse de
instituciones familiares o al liberarse de dictaduras, críticas a las flaquezas de las
humanidades y las ciencias sociales, polémicas sobre la exegesis legítima o
políticamente más productiva de Derrida y de Deleuze, de Lacan y de Laclau, del
modernismo y el posmodernismo, de la globalización y de sus antagonistas:
subalternos, poscoloniales, posoccidentales. La lista no acaba aquí, y enumerarla
sólo serviría para volver exhaustivo nuestro desconcierto.
Podría pensarse que sucede hoy con los estudios culturales algo semejante
a lo que pasaba hace veinte años con el marxismo, cuando no se sabía si estaba
más en alguna de sus apropiaciones estatales o en sus versiones althusserianas,
neogramscianas o guerrilleras, hasta que la demolición del muro berlinés volvió
menos recias estas distinciones. Algunos críticos insinuaron que tal vez los estudios
culturales habían sido exitosos como sustitutos del marxismo. Sin embargo, ahora
son otras las condiciones en que se plantean las insuficiencias de los estudios
culturales, de las ciencias sociales y las humanidades.
Necesitamos conversar sobre la reformulación de los estudios culturales
para situarlos en medio de cambios que están ocurriendo sin estrépitos de muros.
Haré algunas referencias a transformaciones distintas de las que percibíamos en
1989, y por supuesto de las que hace treinta o cuarenta años incitaron a Raymond
Williams, Roland Barthes y otros a lecturas transdisciplinarias sobre los
compromisos ocultos entre cultura, economía ypoder. Si estos rasgos aún pueden
definir, como en aquella época, el proyecto de los estudios culturales, el problema
no es elegir la interpretación correcta o políticamente más eficaz de esas herencias
© 2000-2001 NUEVO TEXTO CRITICO Vol. XIII-XIV No. 25/28
NÉSTOR GARCIA CANCLINI

sino descubrir los papeles de la cultura en esta etapa del capitalismo. Mis recursos
para repensar esto proceden sobre todo de América Latina, pero tomaré en cuenta
que una de las diferencias del momento actual es que ya no podemos encapsularnos
en las culturas nacionales o regionales.

Una tarea clave es situar esta búsqueda en la redistribución actual del


poder académico y comunicacional. Al pasar del siglo XX al XXI, cuatro fuerzas
prevalecen en la administración internacional de la imagen de lo "latinoamericano":
a) los grupos editoriales españoles, últimamente subordinados a megaempresas
europeas (Berstelmann, Planeta), en parte complementados por grupos
comunicacionales (Prisa, Telefónica y Televisión española); b) algunas empresas
comunicacionales estadounidenses (CNN, Time Warner); c) los latinamerican cul-
tural studies, concentrados en las universidades estadounidenses y con pequeños
enclaves complementarios en Canadá y Europa; d) los estudios culturales
latinoamericanos, entendidos en sentido amplio como la producción heterogénea
de especialistas en procesos culturales, literarios y científico-sociales, con un
intercambio intenso pero menos institucionalizado que el de los latinoamericanistas
estadounidenses. Hay un quinto actor, que son los gobiernos latinoamericanos y
sus políticas culturales, pero no es fácil justificar su lugar entre las fuerzas
predominantes por su deprimida participación respecto de las tendencias estratégicas
del desarrollo cultural.
En relación con la producción intelectual, aun es baja la incidencia de las
empresas audiovisuales. Un análisis más extenso debiera considerar la
reconfiguración actual de las imágenes de América Latina en el periodismo de
CNN, los entretenimientos distribuidos por Time Warner, Televisa, Globo, la
difusión discográfica de las grandes empresas y otros actores comunicacionales
que articulan sus inversiones en medios escritos, audiovisuales y digitales. Aquí
me dedicaré, sobre todo, a la recomposición del poder académico y editorial.
Los editores españoles, que controlan el mercado de libros en castellano
en proporción de siete a tres en relación con lo que suman México, Buenos Aires y
el resto de América Latina, ven a este continente como creador de literatura y
como ampliación de las clientelas españolas. No publican casi nunca estudios
culturales, sociológicos o antropológicos de latinoamericanos, y, cuando lo hacen,
sus filiales de Argentina, Chile, Colombia o México, limitan la circulación de esos
libros al país de origen. Salvo pocas editoriales de tamaño medio, con sedes en
Barcelona, México y Buenos Aires, como el Fondo de Cultura Económica, Paidós
y Gedisa, se ha construido la imagen internacional de América Latina como
proveedora de ficciones narrativas, no de pensamiento social y cultural, al que
sólo le atribuyen interés doméstico, para el país que lo genera.
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Hay que reconocer a los latinoamericanistas de Estados Unidos, y a


especialistas en cultural studies, que presten atención no sólo a la literatura
latinoamericana sino a la investigación sociocultural. Existen más libros de Roger
Bartra, Jesús Martín Barbero, Beatriz Sarlo y otros diez pensadores de América
Latina traducidos al inglés, enseñados en sus universidades y examinados en revistas
de esa lengua, que en las universidades y publicaciones españolas. Pero los estudios
culturales del mundo angloparlante se dedican más a las interpretaciones enunciadas
por autores de América Latina que a los procesos socioculturales y económicos de
este continente. Como exacerbación del textualismo de los cultural studies, sobre
todo en Estados Unidos, se debaten con fervor las nociones de lo popular, lo
nacional, la hibridación, la modernidad y la posmodernidad de los latinoamericanos,
y rara vez se estudian los movimientos culturales y sociales a los que tales conceptos
aluden. Se ha vuelto más excitante confrontar a autores del sur con los del norte
que trabajar con unos y otros para renovar la mirada sobre la alta cultura y los
medios, sobre el desencanto con las transiciones democráticas, la guerra en Co-
lombia y alrededores, la recomposición geopolítica y geocultural entre Estados
Unidos y América Latina.

La propensión textualizante de los cultural studies ha generalizado


prácticas ensimismadas. Los estudios culturales comenzaron como una salida de
emergencia. Durante décadas las disciplinas tenían puertas especiales, según se
quisiera entrar a letras, filosofía, antropología o historia. Los espacios y temas a
los que no se llegaba de ese modo se agrupaban como estudios de área: había
departamentos de español y portugués, de francés o italiano, de chino o de religiones
africanas. Con el tiempo, la interdisciplina, las migraciones, la comunicación masiva
y otros desórdenes del mundo volvieron porosas las paredes que separaban a los
departamentos. Llegaron entonces los cultural studies, y también los estudios
culturales latinoamericanos —que no son la traducción de los angloamericanos,
pero tienen paralela vocación transdisciplinaria— y hallaron, entrando por la puerta
de la filosofía, caminos hacia la antropología, y que lo que se aprendía en letras,
economía o sociología servía para introducirse, aunque fuera por las ventanas, a
otros edificios.
Los estudios culturales que abrieron esas salidas de emergencia hoy se
parecen, a veces, a una puerta giratoria. Esto no significa que no haya cambios
mientras se da vueltas. Se puede entrar derridianamente y salir homibhabhiano,
empezar logocéntrico y dar el giro hacia el desconstruccionismo, pasar del análisis
textual de la puerta al debate sobre la performatividad de sus biselados. Lo que
suele detener esta circularidad compulsiva es que se practique en la ponencia de
un congreso, y entonces no puede durar más de 15 o 20 minutos.
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Para explicar mejor esto hay que distinguir entre estudios culturales y
estudios culturales. Uno es el movimiento que agrupó enfrentamientos a veces
epistemológicos, a veces generacionales, a la rutina y la sordera de las disciplinas
humanísticas y las ciencias sociales; investigaciones que revelan los nexos de la
cultura con el poder, de las injusticias económicas con las de género, del arte con
las industrias culturales: todo eso sigue existiendo y da resultados desparejos,
localizables en unos pocos libros más que en revistas. Con frecuencia, la
transversalidad de esta no disciplina que son los estudios culturales fue clave para
renovar la exploración de la cultura: leer un texto literario con instrumentos
sociológicos, estudiar artesanías o músicas folclóricas como procesos
comunicacionales, preguntarse con qué recursos estilísticos construye su
argumentación un científico social.
Al decir que estos estudios configuran una no disciplina me refiero a que
se forman saliendo de las ortodoxias teóricas y las rutinas de pensamiento con las
que suelen investigar estos temas los especialistas. Los estudios culturales avanzaron
gracias a su irreverencia con los fraccionamientos exclusivos de la propiedad
intelectual, aunque esto no tiene que ser sinónimo de descuido científico. Los
mejores especialistas en estudios culturales han aprendido a entender la cultura en
una disciplina particular: Raymond Williams, Jean Franco y Beatriz Sarlo
estudiando literatura para después hacer historia intelectual, David Morley y Jesús
Martín Barbero investigando en comunicación para explicar que los medios no se
descifran sino como parte de las prácticas culturales. Sus obras se crearon tomando
en serio un campo del saber y sintiendo en algún momento un malestar parecido al
que hoy experimentamos ante los barrios cerrados.
Estructurar campos disciplinarios fue, en los siglos XVIII al XX, como
trazar calles y ordenar territorios autónomos en un tiempo en que había que de-
fender la especificidad de cada saber frente a las totalizaciones teológicas y
filosóficas. Pero las disciplinas se entusiasmaron con esta labor urbanística y, por
razones de seguridad, comenzaron a clausurar calles e impedir que sirvieran para
lo que originalmente se construyeron: circular fácilmente y pasar de un barrio a
otro. Los estudios culturales son intentos de reabrir avenidas o pasajes, e impedir
que se vuelvan ampliaciones privadas de unas pocas casas.
Recuerdo este origen disciplinario de notables especialistas porque a veces
se piensa que hacer estudios culturales no requiere trabajar disciplinadamente, con
rigor, los datos. En verdad, se trata de conseguir más datos, cifras que los estudiosos
de la literatura no suelen manejar, o a la inversa, tomar en serio narrativas y metáforas
que los economistas y sociólogos usan sin problematizarlas. La tarea de los estudios
culturales no mejora sustituyendo los datos con intuiciones, ni deslizándose por el
ensayo en vez de desarrollar investigaciones sistemáticas. Lo que les da mayor
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apertura y densidad intelectual es atreverse a manejar materiales conexos, que no


eran considerados conjuntamente para hablar de un tema. ¿Por qué tales novelistas,
además de experimentar con recursos retóricos, lo hacen desde una posición étnica
o de género? ¿Qué diferencia el consumo de las telenovelas o las películas cuando
se las recibe en una metrópoli o en un país periférico, desde tradiciones locales
más fuertes o más frágiles?
Sabemos que con los años cultural studies se volvió también la fórmula
mercadémica en la que esas peripecias incipientes, aún poco sistemáticas, fueron
convertidas en maestrías y doctorados, cánones subalternos, poscoloniales,
posdisciplinarios, donde el saber se confunde a veces con el acceso al tenure y
otras en el signo de la imposibilidad de alcanzarlo. De un modo o de otro, sumando
la vertiente hegemónica y la maldita, ofrecen un repertorio de autores citables, de
citas autorizadas, politizaciones eufóricas sin destinatarios, erudiciones a las cuales
lo transnacional no le quita su semblante doméstico. En suma, una abundancia
autoacorralada. Por eso, algunos volúmenes dedicados a estudios culturales dan la
sensación de que trabajar en este campo es como circular por una puerta giratoria.
No propongo recuperar el impulso del movimiento original, por ejemplo,
el del grupo de Birmingham. El mundo cambió demasiado en estos treinta años
para que ese deseo resulte verosímil, y de hecho decenas de autores, tesis arriesgadas
y unas pocas investigaciones fieles a ese origen a fuerza de irse por otros caminos,
hacen latir todavía el proyecto. Puedo mencionar algunos ejemplos renovadores,
como Stuart Hall y George Yúdice. Pero cuando trato de alargar la lista se me
cuelan autores casi nunca mencionados en el Citation Index de los coloquios sobre
estudios culturales, o sea gente como John Berger, y textos que no se ofrecen como
cultural studies, digamos los de Norbert Lechner. También algunos jóvenes
investigadores - tanto latinoamericanos como estadounidenses - que leyeron todo
lo que hay que saber sobre estudios culturales, pero no tienen como fin en la vida
desarrollar los cultural studies, ni afirmar lo política y epistemológicamente
correcto. Son búsquedas discrepantes, que levantan o bajan la mirada de otro modo
sobre los desafíos actuales a la investigación: hablan de las condiciones diferentes
en que se hace cultura cuando el éxito y los fracasos del neoliberalismo modificaron
lo que se entendía por poder y por mundo simbólico.

En los años noventa el debate se centró en vincular y diferenciar los


latinamerican cultural studies y los estudios culturales latinoamericanos. Se alcanzó
un nivel teórico de intercambio por momentos fecundo, que permitió comprender
mejor las condiciones diversas de la práctica intelectual en Estados Unidos y en
América Latina (Beverly, Mato, Mignolo), sus distintos modos de articular
academia, política y búsquedas estéticas (Achugar, Moreiras, Richard). Si bien
estos autores iluminan las relaciones socioculturales norte/sur, el conjunto de la
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bibliografía identificada como estudios culturales o cultural studies se ocupa poco


de las bases socioeconómicas, políticas y comunicacionales de las transformaciones
culturales recientes. O sea: las que colocan en puestos protagónicos de estos cambios
a los actores transnacionales citados antes como reorganizadores de la imagen y de
las condiciones de existencia de lo latinoamericano.
Los estudios culturales y los estudios latinoamericanos de los años ochenta
y noventa estuvieron ligados a movimientos revolucionarios que acabaron su ciclo
o fueron desvirtuados, a "alternativas" socialdemócratas en los procesos de
democratización, fracasadas como proyectos económicos, sociales y culturales.
Ahora sólo contamos con referentes en movimientos sociales innovadores (el
Zapatismo, los Sin Tierra, las agrupaciones de derechos humanos), considerables
para encarar la cuestión indígena, la pobreza extrema y los efectos históricos de las
dictaduras, pero que no alcanzan a sustituir ni a generar cambios decisivos en el
decadente sistema de partidos. De manera que la falta de actores consistentes que
enfrenten a escala macro los procesos de desnacionalización y transnacionalización
(sólo se insinúa como movimiento de protesta, no como programa, en Seattle,
Davos, el Foro de Sao Paulo) deja con débiles soportes sociales lo que en los
estudios culturales hubo de proyecto estratégico. No puedo más que señalar aquí
este asunto, que requiere un tratamiento mayor.
Ubicarnos en esta nueva etapa exige retomar un rasgo histórico clave de
los estudios culturales: el hacer teoría sociocultural con soportes empíricos a fin
de comprender críticamente el devenir capitalista. No la afirmación de posiciones
políticamente correctas sino la relación tensa entre un imaginario utópico, sólo en
parte político, y una exploración intelectual y empírica que a veces lo acompaña
y a veces lo contradice. En tanto ni el imaginario utópico ni la exploración intelectual
de los sesenta o los ochenta pueden repetirse hoy, no hay restauración filológica
posible del momento fundacional, no se trata de suturar una tradición herida. Para
evitar esas distracciones, conviene poner el foco en la tensión entre lo que el
imaginario utópico y la exploración intelectual podrían ser ahora: por ejemplo, la
que ocurre entre laspromesas del cosmopolitismo globaly lapérdida deproyectos
nacionales. ¿Qué tiene de nuevo este conflicto? ¿Con qué disciplinas, o con qué
conjunto de saberes no específicamente culturales, es necesario vincular el estudio
de la cultura?.
Cuando Octavio Paz escribió en El laberinto de la soledad, en 1950, que
los mexicanos se sentían por primera vez contemporáneos de todos los hombres
aún no existían la televisión ni el video. Menos aún palabras que representan nuevos
modos de comunicarnos interculturalmente: disco compacto, disket, escáner,
internauta, teléfono celular, teletienda. Nunca pudimos ser tan cosmopolitas como
ahora, tan contemporáneos de muchas culturas, y sin viajar. Basta ver cómo
combinan los jóvenes las nuevas formas de territorialización barrial, como el graf-
fiti, con los mensajes musicales y televisivos transnacionales. Pero esta etapa trae
también la pérdida de proyectos nacionales. Hasta hace pocos años se hablaba de
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cine francés, italiano, estadounidense, de la artesanía y el muralismo mexicano,


del teatro colombiano, la literatura española o argentina. Esas distinciones sirven
más como evocación histórica que para identificar lo que hoy se filma, pinta y
escribe. Por parecidas causas las naciones están dejando de ser actores políticos y
menos aún marcas para localizar la producción cultural. Quienes deciden lo que se
produce y lo distribuyen se llaman CNN, Sony, Time Warner. Aun cuando conserven
nombres nacionales —América On Line, Telefónica de España— sus oficinas y
su capital accionario no dependen de un país en particular.
¿Cuál es la propiedad más valiosa en todo el mundo que conviene poseer
en la era de la información? En un artículo reciente, Jeremy Rifkin contestaba: "las
radiofrecuencias —el espectro electromagnético—, por las que transcurrirá una
cantidad cada vez mayor de comunicación humana y actividad comercial en la era
de las comunicaciones inalámbricas. Nuestros ordenadores personales, agendas
electrónicas, Internet sin cables, teléfonos móviles, localizadores, radios y
televisiones, todos dependen de las radiofrecuencias del espectro para enviar y
recibir mensajes, fotografías, audio, datos." [El País, 5 de mayo de 2001, p. 9]. Y
Rifkin demuestra que ese espectro, tratado como "propiedad común" (otros dicen
que es el nuevo "patrimonio de la humanidad"), ya no está controlado por naciones
ni gobiernos, sino por esas corporaciones comerciales que administran la casi
totalidad de las ondas. Aun el gobierno estadounidense, agrega Rifkin, está cediendo
la capacidad de regular las comunicaciones dentro de su territorio.
Me pregunté hace unos meses, al escribir una nueva introducción a
Culturas híbridas (2001), cuáles son las bases económicas de esta desconstrucción
de las naciones. Menciono algunas: ante todo, la pérdida de control sobre las finanzas
por la desaparición de la moneda propia en Ecuador y El Salvador o por la rígida
fijación al dólar en la Argentina. Aun donde subsisten monedas nacionales, los
emblemas que llevan ya no representan la capacidad de gestionar soberanamente
sus precios ni sus salarios, ni las deudas externas e internas. Ni tampoco la economía
y la simbólica de la cultura que circula por sus territorios.
Entre los años cuarenta y setenta del siglo XX la creación de editoriales
en Argentina, Brasil, México y algunas en Colombia, Chile, Perú, Uruguay y Ven-
ezuela, produjeron una "sustitución de importaciones" en el campo de la cultura
letrada, decisiva para desarrollar la educación, formar naciones modernas y
ciudadanos democráticos. En las últimas tres décadas la mayoría de los editores
fue quebrando, o vendieron sus catálogos a editoriales españolas, luego compradas
por empresas francesas, italianas y alemanas. Los nuevos dueños de Babel se llaman
Berstelmann, Planeta y Vivendi, ahora los mayores productores de libros en América
Latina, en Europa y en parte en Estados Unidos desde que el primero compró
Random House.
En Argentina la transnacionalización de las telecomunicaciones, iniciada
hace más de diez años, entregó la mayoría de las industrias culturales a empresarios
extranjeros. Las ventajas brindadas para sus inversiones no tienen reciprocidad en
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los mercados norteamericano o europeo. Los productores argentinos, como muchos
peruanos, venezolanos y mexicanos, prefieren convertirse en gerentes de Telefónica
de España, ATT o CNN.
El cosmopolitismo actual y las nuevas dependencias no se entienden con
el vocabulario de la época en que hablábamos de imperialismo y nación. Aunque
esas palabras no hayan perdido toda su utilidad, las necesitamos tanto como las
que designan los nuevos objetos —compact, disket, teletienda— las del nuevo
diccionario de la economía transnacional que articula de otras maneras a actores
más difusos: deuda externa, dumping, préstamos stand by, recesión, riesgo país.
(Y por cierto la arbitrariedad semántica con que manejan estos términos los
economistas presenta enorme interés para los estudios culturales y la psicología
social. Con singular apego a las fórmulas depresivas, se dice que la salud de una
economía depende de que no haya inflación, no suban las tasas de interés y no
aumente el consumo. Cuando estos indicadores negativos están óptimos, aparecen
calamidades para la mayoría, como el crecimiento del desempleo. Pero esos signos
"secundarios" no preocupan a los economistas, que encuentran el lado positivo de
los hechos desalentadores. Si una nación retrocede, dicen que ese año o esa década
tuvo crecimiento negativo, o se desaceleró. Si hay inflación, en vez de corregir la
organización económica le cambian el nombre a la moneda: en Brasil pasaron a
llamarla real, y le mantienen al dinero esa imaginaria correspondencia con los
hechos, aunque esa maniobra lingüística demuestre su ineficacia y a los pocos
meses la moneda haya perdido 140 por ciento de su valor.
Para no quedar en las puertas del juego lingüístico, interesa a los estudios
culturales comprender cómo esos giros de discursó, esos modos desconcertantes
de narrar, se articulan con el desigual acceso de los países a la expansión económica
y comunicacional. Estados Unidos se queda con 55 por ciento de las ganancias
mundiales producidas por los productos culturales, la Unión Europea con 25 por
ciento, Japón y Asia reciben 15 por ciento y los países iberoamericanos sólo 5 por
ciento. La desventaja económica más notoria, la de América Latina, resultado de
la baja inversión de nuestros gobiernos en ciencia, tecnología y producción indus-
trial de cultura, condiciona la escasa competitividad global y la difusión restringida,
sólo dentro de cada nación, de la mayoría de películas, videos y discos.
Al debilitamiento de la producción editorial, se agrega que —salvo Brasil
y México— participamos mal en los mercados audiovisuales. En un estudio de
principios de los años 90, Rafael Roncagliolo mostraba que, si bien la producción
cultural endógena latinoamericana era pobre, la expansión de televisores,
videocaseteras y del consumo audiovisual nos situaba por encima de varios países
europeos. Esa opulencia ha ido cayendo, y las comparaciones son aún más
desfavorables respecto de las tecnologías avanzadas que dan acceso a la información
de calidad y a las innovaciones culturales. Mientras en Estados Unidos de cada 10,
000 personas 539 poseen fax y en Japón 480, en Uruguay son 34 y en Chile 1 1 . En
cuanto a televisores: Estados Unidos cuenta con 805 cada 1 ,000 habitantes y Francia
589, en tanto países periféricos con alta producción televisiva, como México y
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Brasil, tienen 2 1 9 y 220, respectivamente (UNESCO, World Culture Report, 1 998 :


46 y 107). Suele esperarse de Internet una democratización del acceso a la esfera
pública nacional e internacional, pero menos del 2 por ciento de los latinoamericanos
tiene acceso a la red de redes contra 23,3 por ciento en Estados Unidos y 6,9 en los
demás países de la OCDE (Trejo Delarbre, 1999: 262; Informe del PNUD, 1999).
El 20 por ciento más rico de la población acapara el 93,3 por ciento de accesos a
Internet y dispone, si lee inglés, del 70 por ciento de los hosts, sitios desde los
cuales se difunde la información, que en español no llegan a 2 por ciento.
¿Cómo seguir haciendo estudios culturales sin analizar las consecuencias
de estos procesos de concentración de recursos? No se trata de que las
investigaciones literarias o de cine dejen de trabajar con los textos y desentrañen
sus significados intrínsecos, e incluso valoren su especificidad estética con más
cuidado que el habitual en los estudios culturales. Pero en tanto se ocupan de los
procesos de recepción, corresponde examinar, junto con los textos y el debate
ideológico que los enmarca, la acumulación desigual de propiedad cultural, la
asimetría en el acceso de las regiones a la información y el entretenimiento, la
posibilidad de que cada cultura construya su propia imagen y comprenda las de los
otros. Es parte del sentido discursivo de la sociedad el modo en que las nuevas
condiciones de producción y circulación simbólica modifican los modos de leer,
ver cine o chatear por Internet. ¿Cómo limitarse a hablar de textos literarios si los
productores los tratan como productos editoriales, qué podemos captar de la música
y las películas si son seleccionadas y difundidas como el disco de la semana y
mercancías para las multisalas?

Aparecen ahora estudios latinoamericanos y estadounidenses que buscan


comprender la lógica económica y cultural de la actual dependencia de América
Latina respecto de Estados Unidos, la creciente "latinización" de Estados Unidos,
y la subordinación de unos y otros a las transnacionales sin sede exclusiva en
ninguna nación. Pero pocos trabajos pasan más allá de la descripción para construir
proyectos críticos al modo que lo concibieron al principio los estudios culturales.
Esto se debe, en parte, a las condiciones en que producimos conocimientos, y,
separadamente, pensamiento crítico. En América Latina se escuchan litúrgicas
lamentaciones sobre la americanización del lenguaje y del consumo, pero no
contamos con economistas de la cultura que estudien la articulación de los negocios
globalizados con la producción simbólica, ni tenemos más que cuatro o cinco grupos
de investigación sobre la difusión de la música, el cine, la televisión y la literatura
hispanohablantes en la sociedad estadounidense. Salvo que se reoriente la acción
de las universidades y los gobiernos llegaremos con tan poca información sobre la
potencialidad de nuestros recursos culturales y comunicacionales a las Cumbres
del ALCA en el 2005, como cuando México firmó los acuerdos para el Tratado de
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Libre Comercio de América del Norte.
Está pendiente también, en este campo, la tarea de los organismos
latinoamericanistas e interamericanos dedicados a ciencias sociales y humanidades.
¿No tienen nada para decir CLACSO, FLACSO, FELAFACS, LASA sobre las
oportunidades y los riesgos de la competencia por las comunicaciones en América
Latina entre Telefónica de España y ATT, entre los Bancos españoles (Bilbao
Vizcaya y Santander) y el City Bank? Con sus compras de los dos últimos años en
México, estos tres bancos se han quedado con el 83 por ciento del sistema bancario
nacional y por tanto con la decisión de a quiénes y para qué le van a prestar dinero,
qué harían sus fundaciones culturales con los monumentos históricos y las obras
de arte que forman parte de su acervo económico, a quiénes apoyarán o cómo
restringirán el desarrollo artístico y científico.
Sería útil que tuviéramos en América Latina algo más que 40 o 50
especialistas en estos temas, mal pagados por sus universidades, sin bibliotecas
apropiadas ni servicios documentales de sus propios gobiernos abiertos a la
investigación. Estos expertos latinoamericanos, con acceso a Internet y algún viaje
de vez en cuando a bibliotecas estadounidenses, renuevan las hipótesis con las
cuales entender lo que está pasando. Pero la envergadura de la investigación requiere
una infraestructura distinta de la que tienen las instituciones públicas
latinoamericanas. Nuestras posibilidades de incidir políticamente serían otras si,
además de encontrarnos un rato con los investigadores del norte en dos congresos
interamericanos por año, las instituciones que los organizan destinaran fondos a
investigaciones conjuntas norte-sur y auspiciaran estudios independientes sobre el
significado de las compras de bancos con sus fundaciones culturales y científicas,
de televisoras y portales de Internet, de empresas discográficas y editoriales.
¿Qué significará todo esto para las audiencias latinoamericanas y para
los migrantes en otros países latinoamericanos, en Estados Unidos y Canadá? Es
posible suponer que esta política de conocimiento interamericana no sólo
beneficiaría a los creadores, intelectuales y consumidores de este continente, y a
los 35 millones de hispanohablantes que residen en Estados Unidos. Podríamos
intervenir en forma consistente en foros regionales y mundiales donde los ministros
de cultura y telecomunicaciones de América Latina suelen estar callados.
Percibiríamos el potencial de los hijos de campesinos y comerciantes cubanos,
salvadoreños y mexicanos que están llegando a ser abogados, médicos, profesores
universitarios y alcaldes en Estados Unidos. Se nos ocurriría cómo influir sobre
las clases medias y las instituciones angloparlantes que van a tomar, después del
2005, fuera del continente, muchas más decisiones de las que ahora se adoptan
sobre la guerra en Colombia, sobre la desocupación, los derechos humanos y la
información en las ciudades latinoamericanas. Así como no saldremos del
subdesarrollo sin aumentos sustanciales de la inversión en ciencia y tecnología, no
podemos esperar que las voces y las imágenes de lo latinoamericano sean otras
que las del realismo mágico difundido por editoriales europeas y nuestra
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descomposición social filmada en los noticiarios de CNN o en las películas


hollywoodenses sobre narcotrafícantes si no modificamos la articulación de
investigaciones culturales, políticas culturales y comunicacionales.
Todo esto reubica la agenda clásica de los estudios culturales. Concluyo
con un ejemplo, vertebral en el diálogo entre latinoamericanos y latinoamericanistas
en los últimos años: la cuestión de la diversidad. La acción afirmativa sigue siendo
importante en los campos de la etnicidad y el género, pero aun en ellos se ve
restringida en tanto no somos capaces de estudiar e inventar nuevos modos de
afirmación de la diversidad cultural frente a la transnacionalización económico-
simbólica. Sabemos que estas reivindicaciones deben buscar disminuir la
desigualdad social, pero no lo lograremos si no contamos con una información y
un poder cultural confrontables —no equivalentes— con los que tienen los actores
transnacionales. No sé cómo puede haber renovación significativa de los estudios
culturales si no partimos, al menos, de que este horizonte —aunque parezca
demasiado vasto— es el nuestro.

Tal vez esta tensión entre las promesas del cosmopolitismo global y la
pérdida de proyectos nacionales, no parezca tan distinta de las que animaron obras
como las de Raymond Williams, cuando trabajó, dentro de su nación, los conflictos
de su época. Se parecen y difieren, en tanto esta modernidad globalizada no deja
de ser modernidad, y no abandona el capitalismo sino que lo exaspera. Pero hoy
actuamos en otro paisaje que es como la explosión del anterior. En esta explosiva
expansión tecnológica y económica, de repertorios culturales y ofertas de consumo,
en este estallido de mercados y ciudades, se han perdido proyectos y espacios
públicos, pero quedan fragmentos o esquirlas diseminados por la explosión,
retomados por movimientos sociales y culturales. Sus trayectorias —para usar una
imagen de Alessandro Baricco— dejan graffitis, en los que buscamos figuras
significantes. Los estudios culturales son los intentos de encontrar el sentido de las
huellas inscritas por esos fragmentos sobrevivientes.

BIBLIOGRAFÍA

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