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Jesús les dijo a los judíos que habían creído en él: Si ustedes obedecen mis
enseñanzas, serán verdaderamente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la
verdad los hará libre. San Juan 8:31-32 (TLA)
La iglesia cristiana ha sido instituida para vivir, modelar, educar y propiciar
la libertad. Esta cualidad humana se convierte en uno de los propósitos esenciales
del proyecto pedagógico eclesial. Pero, sin un programa educativo sólido e integral
cuya aspiración sea el redescubrimiento de la condición de libertad, no aflora la
conciencia de haber sido creado a imagen y semejanza divina. El evangelio según
San Juan nos invita explícitamente a ese redescubrimiento cuando en labios del
Salvador despliega la expresión “conocerán la verdad, y la verdad los hará
libre” (Jn 8:32). Este enunciado juanino devela la relación indisoluble entre
conocer, verdad y liberación. De modo, que el entendimiento de esta triada nos
ubicará en una mejor posición para comprender la amplitud del texto citado y
auscultar el fin último de la educación cristiana.
El evangelista Juan inicia el proceso liberador con la acción de conocer. El
conocer está relacionado con la capacidad humana para captar por medio de las
facultades intelectuales la naturaleza, las cualidades y el escenario en donde tiene
lugar un fenómeno[1]. Aunque en ocasiones se refiere al simple hecho de reconocer
una cosa como disímil de las demás, lo cierto es que el conocer está más
íntimamente ligado al sentir y experimentar lo distintivo de esa cosa. Dicha
consideración etimológica debe dirigir al magisterio de la iglesia a reconocer que
los procesos pedagógicos auspiciados por la educación cristiana liberadora deben
fomentar escenarios educativos en donde se propicie que el participante emplee sus
funciones intelectuales con el fin de percibir, vivir y re-vivir la realidad de la
libertad en Cristo Jesús. A su vez, explora lo particular de sus cualidades
contrastándolas con pseudo-ideologías que enajenan explícita o implícitamente al
ser humano. Esto lo hace una y otra vez hasta que logra diferenciar la libertad
auténtica de poderes opresivos que inhiben su fluir. Tal magnitud del
descubrimiento del valor superior de la libertad se alcanza por medio de
experiencias de aprendizajes que inspiran al educando a valorar, sentir y anhelar la
plena dimensión de esta condición humana ofrecida por Dios.
El autor del cuarto Evangelio inicia la alocución en el plano epistemológico;
es decir, acentuando en la capacidad que Dios le ha otorgado al ser humano para
entender y apropiarse del conocimiento, superando las ingenuidades y las creencias
alienantes y mistificadoras que le apartan de la verdad. Conocer, por un lado,
representa adentrarse en un mundo antes desconocido. Este en sí mismo, expone al
ser humano ante una gama de posibilidades y realidades previamente
insospechadas. Por el otro, ocurre un cambio de dimensiones titánicas, los
pensamientos son extendidos, la visión es transformada y los mitos son desafiados.
Precisamente estos corolarios constituyen el logro de las aspiraciones
fundamentales de la educación cristiana. Ahora bien, hay un obstáculo a vencer: el
temor a esta aventura cognoscitiva – espiritual. En otras palabras, el miedo a
conocer la verdad que nos conduce a la liberación auténtica. Es menester que el
programa pedagógico eclesial se coloque de frente a este astuto adversario para
neutralizar la sagacidad de sus artimañas.
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