La utopía de la transparencia como voluntad totalitaria
Conferencia de Héctor Schmucler[1]
Me da la impresión de que lo que voy a decir seguramente ya ha sido dicho
en los centenares de ponencias de estos días. Con lo cual mi idea es no repetir. De lo que sí estoy seguro es que las ideas que voy a exponer son un eco lejano y empobrecido de algunas cosas que nos dijo aquí, en el primer día, Nicolás Rosa. Para hablar de este tema “La utopía de la transparencia como voluntad totalitaria”, tengo in mente una pregunta: ¿qué se quiere decir cuando se afirma que han concluido las utopías? También tengo in mente un aforismo hasídico que refiere el entusiasmo en el cuerpo según este movimiento místico. Dice: Si un hombre ha cumplido la ley y sus mandamientos pero no ha conocido la alegría y el fervor, se le abrirán las puertas del paraíso cuando muera pero no sentirá las delicias del más allá.
Voy a sostener algunas afirmaciones con un carácter casi panfletario.
Reivindico la idea del panfleto de Voltaire quien los empleaba para satirizar y criticar la sociedad de su época. Sostendré que la idea de utopía no ha desaparecido sino que, por el contrario, se está realizando en forma de utopía de la comunicación. En segundo lugar, que el rasgo fundamental de utopía es el intento de construir un mundo transparente, como lo pretende cualquier proyecto utópico, y que por lo tanto tiende a que el cuerpo de los seres humanos se diluya y deje de ser un obstáculo. Tercero, que la realización de la utopía comunicacional exige un lenguaje unívoco, monosemántico, homogéneo, que constituye el núcleo sobre el que se sustenta el totalitarismo como ejemplarmente aparece en 1984 de Orwell con la construcción de la neolengua. Cuarto, que de la semiótica – con sus oscilaciones prácticas –en la medida en que aspiró a convertirse en una ciencia general de los signos, pudo ser usada para hacer del lenguaje un espacio vacío, un puro juego relacional que deja sin grosor a la palabra y al cuerpo sin sentido. Quinto, que al igual que la utopía, y por las mismas razones, las ideologías no han desaparecido. Por el contrario, igual que la utopía comunicacional, y en el mismo movimiento, se ha instalado triunfante, como nunca, una ideología planetaria, que por serlo, por ser dominante casi sin fisuras, borra su presencia: la ideología del mercado. Sexto, que el mundo se ha vuelto, cada vez más, un puro producto de la economía, paradójico e irónico homenaje al marxismo. Séptimo, que, por último, contra toda desesperación y desesperanza aún la palabra da batalla, ahí está la poesía; el cuerpo aún resiste, ahí está la fuerza del amor. El entusiasmo aún es posible a condición de admitir la presencia de Dios. Entusiasmo: èn-theos, estar inspirado en Dios. En fin, que tampoco es la idea de la política, si es posible pensar que los seres humanos pueden elegir todavía otro camino para su existencia colectiva.
La semiótica, cuando aún entre nosotros conservaba el nombre saussuriano
de semiología, se expandió con la seguridad, casi con altanería al pretender construir su mundo, un mundo distinto al que mostraban los años ‘60. Julia Kristeva, un nombre sin duda sustantivo en esa construcción de la ciencia semiótica, decía en 1967: “La semiótica se prepara así a convertirse en el discurso que expulsará el habla metafísica del filósosfo gracias a un lenguaje científico y riguroso capaz de dar modelos de funcionamiento social, es decir de las distintas prácticas semióticas”. Más adelante: “Mediante la intervención semiótica, el sistema de las ciencias se ve descentrado y obligado a volverse hacia el materialismo dialéctico; el sistema científico es extraído de su banalidad y se le añade un profundidad que piensa las operaciones que lo constituyen”. En la contratapa de Semeiotiké[2], libro que publicó en aquellos años, Kristeva empieza a sentar las bases de una nueva ciencia, la primera ciencia del conocimiento materialista, no dogmática, capaz de dar cuenta del texto y de cómo se engendra el sujeto en la historia.
En 1972, apareció en España un librito de Josep María Casasús que se
titulaba Ideología y análisis de medios de comunicación[3] donde se describía el panorama de los estudios de comunicación en aquellos años. Seguramente, no es completamente exacto todo lo que dice pero quiero señalar que era verosímil que lo dijera: “Los avances más audaces alcanzados hacia finales de los años ’60 en el mundo de las comunicaciones se deben al grupo de investigaciones interdisciplinarios argentinos que trabajaban al abrigo del Centro de Investigaciones Sociales Don Torcuato Di Tela”. Se trata de Eliseo Verón, Oscar Masota, Luis J. Prieto y Carlos Sluzki. Los experimentos de Eliseo Verón con la semantización de la violencia política abrieron camino para un análisis de medios que pretende descubrir los mecanismos ideológicos que operan en distintos niveles y en distintas partes del proceso de comunicación. Eliseo Verón presentó las primeras pruebas de que las matizaciones del periódico, de izquierda o de derecha, o revista progresista o avanzada, en el seno de una sociedad capitalista, son fórmulas aparentes para encubrir un leve pluralismo que en el mejor de los casos representa a distintos intereses económicos de empresa.”
Pero el apego a los modelos científicos en boga, el creerse ciencia ya
marcaba a la vez el fracaso de la semiótica en este afán de constituirse en la ciencia del pensamiento materialista. Raimundo Mier, en un excelente libro, que circuló poco, y que se llama Radiofonías, hacia una semiótica itinerante[4], en el primer capítulo que se titula “La semiótica como monotonía y ensoñación totalitaria” (voy a citar libremente a Mier de aquí en adelante) dice: “Es de manera tal vez más precisa, la semiótica el nombre de un empeño por buscar un paradigma de discursos que al volcarse sobre los signos se asemeja a la ciencia. Es la nostalgia de esa semejanza lo que incita al proyecto semiótico. Pero, en un segundo momento, esta semiótica, en las opacidades de los signos vio las opacidades de su propio lenguaje, las claves de sentido, de la significación se eclipsaban, se escapaban a las ondulaciones contundentes. Los lenguajes preservaban de la mirada de las ideologías sus claves; los lenguajes han ido recobrando su opacidad al disolverse el fundamento sistemático de la sistematización de todo lenguaje. ¿Cómo afirmar entonces la certidumbre que se edifica sobre el lenguaje de la ciencia?”
La semiótica prescinde de la memoria; no se sustenta en ella. Se trata de
una condición intrínseca al proceso de sentido como la percepción. Hay un olvido intenso y sostenido de las reglas que hacen posible la permanencia colectiva de los códigos. Las representaciones para la semiótica carecen de edad. Su permanencia se confunde con la esencia invariable de las organizaciones. ¿La memoria es a-semiótica?¿Hay memoria sin tiempo?¿Hay memoria sin la voluntad de recordar y también sin la voluntad de olvidar?
La semiótica olvidó la presencia significante del cuerpo. La relación con su
interpretante, dice en otro momento Mier, lleva una marca de tiempo, la huella inicial que abre un signo y sus interpretaciones definen, a su vez, el abanico posible de los destinos de esa interpretación. Las significaciones virtualmente desaparecidas aparecen con una certidumbre que modifica el universo ya consolidado de los sentidos de cada sujeto. Al suspender la relación referencial, al imponer la autonomía de las relaciones entre signos, la semiótica estructural ha disuelto también las investiduras, los deseos, los vínculos afectivos que los sujetos y las colectividades encarnan. La manera de encarnar da cuenta del imaginario dominante que puede o no ser compartido por quien lo enfrenta. La ideologización consiste justamente en naturalizar esta forma de encarnar, en convertirlo en verdad necesaria y obligatoria.
Las utopías sellan el acabamiento en dos sentidos (conclusión y logro
máximo) de la semiótica. La significación sin sobresaltos, el fin de la semiótica, la transparencia. La semiótica como ciencia ¿tiende a esa transparencia así como las ciencias naturales tienden al dominio de la naturaleza? Tienen un punto de llegada los modelos explicativos o están condenados al fracaso, a la aparición de otros modelos, a una búsqueda sin esperanza. La utopía comunicacional tiende a establecer una pura relación entre los cuerpos y las entre las cosas; elimina toda profundidad. Cuando todo comunica es porque todo queda en la superficie. Philippe Breton en un libro titulado la Utopía de la comunicación señala que afirmar que todo se puede explicar en términos de relaciones, implica claramente que todo está en el exterior, que no hay resto. Cada fenómeno o cada ser es como una cebolla, metáfora a la cual recurrió el matemático Alan Touring, inventor de las computadoras contemporáneas y del famoso test para determinar si las máquinas piensan. Más tarde, el psicoanalista Jacques Lacan, quien pondrá también el interior en el exterior, postula que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. La cebolla no tiene interioridad; está hecha de exterioridades superpuestas. Si uno levanta una capa interna encuentra otra capa y así sucesivamente. El credo inicial de la comunicación se formula, por lo tanto, de esta manera: el interior no existe; la interioridad es un relato que proviene de la metafísica o, aún peor, de la mera ilusión.
Ya de esto se había hablado en los orígenes mismos de la cibernética, en
los escritos teóricos de su fundador[5]. Es curioso, la operación ideológica, por llamarla de alguna manera, ha hecho que la cibernética que ocupa innumerables lugares en nuestro vocabulario, no sea recordada como el comienzo o por lo menos como un participante estricto de muchas de las teorías de la pancomunicación, teorías que luego se llamaron deconstruccionismo o positivismo. Nuestra posición es exactamente distinta. Si las palabras son una pura relación de significantes, no hay profundidad. Creo, pero por supuesto comparto con esto la opinión de muchos otros pensadores, entre ellos George Steiner, que el desafío de la crisis actual es la posibilidad, en oposición a la utopía comunicacional, del empleo de la palabra, no como un espejo, sino como una ventana; no como el reflejo sobre una superficie de aquello que se proyecta arbitrariamente en ella, sino como una abertura sobre otra cosa. Esta posibilidad, dice el autor, amenaza tanto al nihilismo mandarín de los deconstructores, como el analfabetismo desdeñoso, a veces brutal, del capitalismo tardío. Las palabras remiten a presencias reales. Cuando Baudelaire, cita luego Steiner, usa términos como ‘exilio’, ‘revelación’, ‘inmortalidad’, para mencionar la poesía, remite imperativamente a la pregunta por Dios. Llamamos así, llamamos Dios, explica Steiner, a la trascendencia de un sentido en el cual legitimar nuestra facultad de comprensión, interrogante sobre la real presencia. Hay algo en lo que decimos, sin lo cual el poema es sólo un juego trivial y la muerte sólo una contingencia estadística.[6]
El misterio es inenunciable e invisible. No está sujeto a variables
discursivas. Tal vez sea lo único absoluto, lo único fundante. Por eso mismo no admite discursividades, y los hombres no hacen más que acudir a él, al misterio, cualquiera sea la forma en que se nos aparece: el amor, la piedad, la poesía, Dios, que reúne todas las preguntas. El misterio que aparece cotidianamente y que da sentido a que los seres humanos seamos lo que somos, ese misterio, que es la antítesis de la superficialidad de la utopía comunicacional, es el misterio de que las cosas existan y de que podamos asombrarnos de sus existencia.