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Opinión

La educación y los mercaderes del tiempo


Por Adriana Puiggrós

Desde las fronteras de su historia, los seres humanos dialogan con el tiempo. Una duda
retorna en cada etapa, siglo, año, cultura: ¿podríamos dominar el transcurrir de los sucesos?
¿o sólo vagabundeamos por el tiempo, engañados por el lenguaje? Los humanos buscaron
refugio en la eternidad. Para Aristóteles, la eternidad es el tiempo que perdura siempre.
Algunos maestros dudan: ¿perdurará la enseñanza?, ¿existe el aprendizaje? Pero lo intentan
una y otra vez, cuando el nuevo día emerge desde el horizonte temporal, como un velero
desde los confines del océano. Los esfuerzos para transmitir la cultura a nuevas generaciones
fueron en ocasiones intentos de atrapar ilusiones que se escurrían de las manos. Casi
siempre, dibujaron el hilo que engarza la continuidad social.

En el siglo XVII, un checo llamado Juan Amós Comenio, pastor moravo y maestro, afirmó que
la cosas dependen de un único orden, que las acciones humanas imitan a la naturaleza
(nadar como el pez, utilizando “los brazos a modo de aletas, y los pies en lugar de cola,
moviéndolos como el pez agita sus aletas”). El devenir de la cultura preocupaba al moravo,
por lo cual se decidió a investigar, en nombre de Dios, un método que permitiera fijar el
aprendizaje a un método, duro como una roca y “las palabras a las cosas”. Mas con espíritu
moderno escribió que “no requiere otra cosa el arte de enseñar que una ingeniosa disposición
del tiempo, los objetos y el método”, es decir que, en el pensamiento de Comenio, el orden
que nos precede es susceptible de manipulación, porque “¿quién es el que desconoce que lo
extenso puede contraerse y lo laborioso convertirse en sencillo?” O ¿acaso no se había
inventado la máquina llamada “reloj” que divide el tiempo en fracciones, obligando a realizar
operaciones mentales para construir una totalidad? En consecuencia, respecto de la
educación, el checo sigue escribiendo en su “Didáctica Magna” que “no han de marchar las
cosas con menor facilidad que marcha el reloj de pesas bien equilibradas. Tan suave y
naturalmente como suave y natural es el movimiento de dicha máquina; con tanta certeza, por
último, como puede tenerse como instrumento tan ingenioso”.

En esas palabras nació la educación organizada sistemáticamente, que sería sustento del
Estado moderno. Comenio la había dotado de la escuela materna, la escuela común, la
escuela latina y la Academia, matrices de los niveles educativos actuales. Modalidades,
períodos de clase y de vacaciones, horas de clase, turnos de exámenes. El maestro moravo
modelaba la educación masiva en los mismos tiempos en que los misioneros católicos la
extendían en América, distinguiéndose de estos últimos por su búsqueda de una
institucionalidad reglamentada sobre la evangelización.
Fue en el útero de la burguesía europea donde Comenio programó la captura del tiempo y
postuló el ejemplo y la repetición como métodos pedagógicos destinados a solucionar el
problema de la unidad esencial e inamovible. Desde unos siglos después los sistemas
escolares masivos ordenaron el tiempo vital de niños, adolescentes y familiares, ora fijando a
los alumnos en las fuentes de su origen social, ora promoviendo su movilidad. Fueron pilares
del universo político cultural que llegó hasta fines del siglo XX y, como todo ese mundo, hoy
son blanco de potentes proyectiles. Estos últimos apuntan contra la organización del sistema
escolar en todos sus aspectos.

¿Con qué objetivos se trata de destruir la escuela, el colegio, el instituto, la universidad? ¿De
convocar a los jóvenes, como hace la reciente publicidad de Forza Italia al abandono del
estudio para sumergirse en la masa de subempleados? Encabezan la operación nuevos y
renovados apropiadores del tiempo, ávidos de fortunas sin sentido. Nacieron del corazón del
capitalismo que creó el sistema escolar, acorde a una ley que Comenio ignoró: la de los ritmos
del tiempo capitalista, marcados por la competencia sin pausa hacia la apropiación de todo lo
existente en la tierra y en el cielo.

Soltar las amarras de los vínculos sociales, disolver los colectivos en unidades aptas para ser
manipuladas, remover las inscripciones institucionales, son acciones destinadas reordenar las
sociedades, erradicando los gérmenes supervivientes de los primeros liberalismos, del
keynesianismo, de los nacionalismos populares, de las experiencias socialistas, y la
posibilidad de nuevas experiencias político sociales. Es la decisión profunda que tomaron los
participantes del encuentro de Mont Pelérin, que es refrendada cada año en la reunión de
negocios de Davos, donde el presidente Mauricio Macri ha dedicado más de un instante a
vendedores internacionales de educación.

Recientemente, ha suscitado el interés de los medios de prensa la visita de Reed Hastings (La
Nación, 5/1/18), quien dice: “Noso- tros competimos contra todo, como los videojuegos”. CEO
de Netflix, sostiene que Amazon, HBO u otras corporaciones no son su principal meta a
conquistar (aunque claro está que no las descarta). El reto es apropiarse del tiempo, de cada
instante, el del sueño, el del descanso, el de los viajes en cualquier medio de transporte.
Apropiarse para obtener del tiempo de las personas la mayor ganancia posible. ¿Resulta
acaso extraña la avidez del mercado por controlar los tiempos del espacio pedagógico? ¿O
que para deshilvanar el tejido educativo y disponer de los individuos les urja a sus agentes
desplazar y desorganizar a los docentes?

En la operación de transformación social a la cual me refiero, son muy importantes los


cambios en la noción del tiempo afectada por la revolución tecnológica. Tienen una incidencia
decisiva en el proceso educativo en el que permanentemente está inmersa la sociedad, así
como en la educación diagramada en las instituciones específicas. La desarticulación entre la
noción de tiempo educativo institucional y la de los jóvenes actuales es innegable y se
presentan síntomas que advierten sobre la urgencia de diseñar nuevas temporalidades
educativas, sobre las que existen conocimientos y experiencias. Pero la angustia que nos
aboca es que estamos ante una carrera en la que tratan de tomar ventaja los nuevos
apropiadores del tiempo educativo. Cuentan a su favor con la pérdida de la memoria histórica,
que ellos deliberadamente profundizan; con el entrenamiento en la instantaneidad
programado desde los medios de comunicación; con la fragmentación de los saberes, de las
sensaciones y los placeres. Es ya corriente que los medios alteren el orden de los sucesos,
tanto como que el televidente o lector adopte como “real” el orden que se le presenta, o
invente el que prefiera. La elipsis domina el debilitado hilo de los relatos. Se acusa a los
docentes de no saber nada y de no respetar su horario de trabajo y se opta por clausurar su
formación por parte del Estado; se evalúa a los alumnos mediante un flash, ignorando la
película de su trayectoria, abandonando la enseñanza y desescolarizando. ¿Es la única
perspectiva posible?

Si queremos evitar que el sistema educativo sea pulverizado en miles de partículas


comercializables, debemos repensar la educación al borde de dos épocas, pero su alternativa
no es necesariamente el sostenido desgaste al cual la somete el gobierno argentino. La
educación moderna es una condensación de sentidos largamente elaborada que, como la
relación educador-educando, no cesó de producir significados. Ese es el punto de partida para
recuperar el timón y establecer una nueva relación humana entre la educación y los tiempos.

* Doctora en Pedagogía, ex diputada nacional.

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