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Por lo tanto, frente a la inteligencia que toma los principios, el proceso preparatorio
que va desde las sensaciones de la experiencia es puramente accidental y presenta
sólo la ventaja de resultar para el hombre el más cómodo y obvio. Pero para
Aristóteles la experiencia sigue siendo lo que era para Platón: consiste en conocer
el hecho que se presenta en forma repetida, pero no la razón por la cual el
hecho ocurre y, de tal manera, es el conocimiento de lo particular más bien
que de lo universal y así saber y conocer son inherentes al arte y a la ciencia,
pero no a la experiencia (Met., I, 1, 981 a 24). Por lo tanto, falta por completo en
Aristóteles la noción (que es la del significado 2)) de la experiencia como
posibilidad de comprobación y de control de las verdades que el hombre puede
alcanzar. Por lo tanto Aristóteles no puede ser llamado empirista. Para él, la
experiencia se reduce a la repetición, frecuente, pero no garantizada, absolutamente
constante, de determinadas situaciones memorizables.
Esta extensión ya había sido caracterizada por Peirce, que había entendido por experiencia
“el curso de la vida” o la “historia personal”; la experiencia es el campo de toda posible
investigación y de la proyección racional del futuro; por lo tanto, en ella “la razón tiene
necesariamente una función constructiva”, Aun cuando sean importantes estos puntos que
expresan algunas de las exigencias que una teoría metodológica de la experiencia debería
tener presente, son un impulso demasiado genérico a esta teoría.
Por otra parte constituye una condición preliminar de la misma crítica hecha por Quine a los
dos “dogmas” fundamentales del empirismo, o sea a la distinción entre enunciados
analíticos y enunciados sintéticos y a la reducción sensualista. Acerca del primer punto,
Quine distingue los enunciados lógicos (ejemplo: “Ningún hombre no casado está casado”),
cuya verdad permanece inmutable mientras no se cambie el uso de las partículas lógicas
(no, si, entonces, etc.) y las otras verdades denominadas analíticas (ejemplo: “ningún
soltero es casado”) denominadas así en virtud de que determinadas palabras se toman
como sinónimos (en este caso “soltero” y “no casado”). Ahora bien, los procedimientos para
establecer la sinonimia son dos: 1) la definición, pero ésta, salvo para el caso de nuevas
anotaciones introducidas con convenciones explícitas, no hace más que aclarar relaciones
de sinonimia precedentes; 2) la intercambiabilidad salva veritate (que es criterio
propuesto por Leibniz) ; pero “nada garantiza que la coincidencia extensiva, entre ‘soltero’ y
‘hombre no casado’ se funde en el significado más que en un estado de hecho accidental,
como ocurre en la coincidencia extensiva de ‘criatura con un corazón’ y ‘criatura con
riñones’”. La intercambiabilidad presupone la sinonimia, aunque sin fundarla. Tampoco
la analiticidad puede estar mejor fundada por las reglas semánticas de un lenguaje artificial,
ya que tales reglas definen lo analítico para el lenguaje en cuestión, pero no el significado
de analiticidad, que es presupuesto. La conclusión de Quine es que “no se ha
establecido un límite entre enunciados analíticos y enunciados sintéticos.” Que tal
distinción debe ser hecha es un dogma no empírico de los empiristas, un artículo metafísico
de fe”. El segundo dogma de los empiristas es la reducción de los enunciados empíricos
a términos de la experiencia inmediata , o sea a datos sensibles. Quine muestra la
relación de esta tesis, ya sea en la forma más amplia o en la más restringida
correspondiente a las dos fases del pensamiento de Carnap, con la distinción entre analítico
y sintético. “Los dos dogmas -dice- son idénticos en su raíz. Vemos que, por lo general, la
verdad de los enunciados depende, obviamente, tanto del lenguaje como del hecho
extralingüístico y notamos que esta circunstancia obvia termina por producir, no lógica, pero
sí en este caso naturalmente, el sentimiento de que la verdad de un enunciado es
analizable en un componente lingüístico y en un componente factual. Si somos
empiristas, el componente factual debe volvernos a conducir a un conjunto de experiencia
de comprobación. En el otro extremo, donde el componente lingüístico es el único que
importa, un enunciado verdadero será analítico. Mi sugerencia es que esto es una necedad
y que la raíz de esta necedad consiste en hablar de un componente lingüístico y de uno
factual en la verdad de todo enunciado individual. Tomada colectivamente, la ciencia tiene
una doble dependencia del lenguaje y de la experiencia, pero esta dualidad no puede
ser llevada sino a los enunciados particulares de la ciencia”.
Desde este punto de vista, el saber puede ser comparado a un tejido gris, negro por los
hechos y blanco por las convenciones lingüísticas, que se han entrecruzado, pero en
el cual no hay hilos del todo blancos ni tampoco hilos del todo negros (“Carnap e la
verita lógica”, en riv.di Fil. 1957, n1), o bien a un campo de fuerza cuyas condiciones
limítrofes son la experiencia. “Un conflicto con la experiencia en la periferia -dice Quine-
ocasiona un reacondicionamiento en el interior del campo. Los valores de verdad deben ser
redistribuidos sobre algunas de nuestras aserciones. La revaloración de algunas aserciones
implica la de la alguna de las otras, en virtud de sus conexiones lógicas, no siendo a su vez
las leyes lógicas más que otras determinadas aserciones del sistema y ciertos otros
elementos del campo… Pero el campo total es así determinado por las condiciones
límites, o sea por la experiencia ya que hay mucha amplitud en la elección referente a
las aserciones que deben ser revaloradas a la luz de una experiencia contraria en
particular”. Por lo tanto también una afirmación muy cercana a la periferia puede ser
considerada como verdadera en las realizaciones de una experiencia reacia, considerando
a ésta como ilusoria y reformando algunas de esas aserciones que se denominan leyes
lógicas (como ha sucedido por ejemplo, con el principio del tercero excluído ) . Pero ninguna
afirmación es inmune a la revisión. Es significativo que precisamente uno de los mayores
lógicos contemporáneos haya liquidado el supuesto lógico de la doctrina de la experiencia
como intuición y que justo uno de los mayores exponentes del neoempirismo
contemporáneo haya intentado liquidar este mismo concepto de experiencia. En realidad,
esta segunda iniciativa no fue llevada a su cumplimiento por Quine. Admitir respecto al
campo total del saber la composición del concepto y de sensación que se niega a los
componentes individuales del saber mismo, puede ser considerado solamente una
posición provisional. Quine habla aún del “fluir de la experiencia” en el sentido del cual
Hume podía hablar de fluir de las impresiones y afirma que los objetos físicos,
recortados en este fluir, no son diferentes, por su carácter mítico, a los dioses de
Homero. En este punto, está bajo la influencia de la obra de Duhem (Le théorie Physique,
1906). Pero el fluir de la experiencia debe considerarse por las mismas observaciones
desarrolladas por Quine, como un concepto mítico, ya que sería una sucesión o corriente
de intuiciones instantáneas, un sucederse de unidades empíricas elementales y, por lo
tanto, supondría la existencia de tales unidades elementales que la crítica de Quine ha
contribuido a eliminar.
En conclusión, actualmente se proyecta la exigencia de pasar desde una teoría
gnoseológica de la experiencia a una teoría metodológica de ella.