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Al lector.
Las disertaciones que ofrezco al público son necesarias, no solamente útiles, para ilustrar la
Historia Antigua de México, y para confirmar la verdad de muchas especies contenidas en
ella. La primera tiene por objeto suplir la falta de noticias sobre la primera población del
Nuevo Mundo. La segunda, aunque parecerá fastidiosa, no deja de ser útil, para conocer los
fundamentos de nuestra cronología, y ayudar a los que emprendan escribir la Historia de los
países de Anáhuac.
Todas las otras podrán servir a disipar en los lectores incautos los errores a que los habrán
inducido los escritores modernos, que desprovistos de conocimientos sólidos, se han puesto
a escribir sobre la tierra, los animales, y los hombres de América.
DISERTACION V.
2. Los Europeos, los Asiáticos, y los Africanos, establecidos en aquellos países. 3. Los
hijos, y descendientes de estos, llamados Criollos por los Españoles, nombre que se da
principalmente a los hijos o descendientes de Europeos, cuya sangre no se ha mezclado
con la de los Americanos, Africanos, ni Asiáticos. 4. Las razas, llamadas castas por los
Españoles, los hijos o descendientes de Europeo, y Americana, o de Europeo, y Africana,
o de Africano, y Americana, &c.
A todas estas clases de hombres comprenden los denuestos de Mr. de Paw. Supone o finge
tan maligno al clima de América, que hace degenerar no solo a los Criollos, y a los
Americanos, si no también a los habitantes Europeos de aquellos países, a pesar de haber
nacido bajo un cielo más blando, y en un clima más favorable, como él dice, a todos los
animales. Si aquel escritor hubiera compuesto sus Investigaciones Filosóficas en América,
podríamos con razón sospechar la degeneración de la especie humana en el Nuevo Mundo:
pero como vemos que aquella obra, y otras del mismo jaez se han escrito en Europa,
tenemos un nuevo testimonio de la verdad del refrán Español, imitado del
Griego: todo el mundo es Popayan. Pero dejando aparte los despropósitos de aquel
filósofo, y de sus partidarios contra las otras clases de hombres, hablaré
solo de lo que escribe contra los propiamente Americanos, que son los más injuriados, y los
más indefensos. Si a esta tarea me indujese alguna pasión o interés, me hubiera encargado
más bien de la causa de los Criollos, que además de ser la más fácil, es la que más de cerca
me toca. He nacido de padres Españoles, y no he tenido la menor afinidad, ni
consanguinidad con Indios, ni espero el menor galardón de su miseria. Así que solo el amor
a la verdad, y el celo en favor de la especie humana, me Lacen abandonar la causa
propia, y abrazar la ajena, con menos peligro de errar.
Mr. de Paw, que critica la estatura, la forma, y las supuestas irregularidades de los animales
Americanos, no se ha mostrado más indulgente para con los hombres de aquel país. Si los
animales le parecieron una sesta parte más pequeños que los de Europa, los
hombres son también, en su opinión, más pequeños que los Castellanos. Si en los animales
notó la falta de cola, en los hombres censuró la falta de pelo. Si en los animales halló
notables deformidades, en los hombres vitupera el color, y las facciones. Si creyó que los
animales eran menos fuertes que los del continente antiguo, también afirma de los
hombres que son debilísimos, y que están expuestos a mil dolencias, ocasionadas por
la corrupción de aquel aire, y por las exhalaciones pestilentes de aquel terreno.
En cuanto a la estatura de los Americanos dice en general que aunque no sea igual a la
de los Castellanos, hay poca diferencia, entre la de unos, y otros. Pero yo estoy seguro, y es
notorio en todo México, que los Indios que habitan aquellos países, esto es, los que están
desde el 9° hasta el 40° de latitud Septentrional, hasta donde han llegado los
descubrimientos de los Españoles, tienen más de cinco pies de Paris de alto, y que los que
no pasan de aquella estatura son más raros entre los Indios que entre los-Españoles.
También estoy cierto de que muchas de aquellas naciones, como los Apaches, los
Hiaqueses, los Pimeses, y los Coquimes son, a lo menos, tan altos, cuanto los más altos
Europeos, y no sé que en toda la vasta extensión del Nuevo Mundo se halle un pueblo,
excepto los Esquimales, cuya estatura sea tan reducida como la de los Lapones,
Samoyedos, y Tártaros Septentrionales del Antiguo Continente. Así que bajo este
aspecto no ceden los Mexicanos a los habitantes de las otras partes del mundo.
Mr. de Paw, y el Dr. Robertson dicen que entre los salvajes de América no se hallan
personas irregulares, y monstruosas, porque, como los Lacedemonios, dan muerte a los
niños que nacen ciegos, jorobados, o privados de algún miembro, pero que en los países en
que están reunidos en sociedad, y en que la vigilancia de los que los rigen no permiten
ejercer aquella cruel previsión, el número de los individuos defectuosos es mayor que
en cualquier parte de Europa. Este sería un excelente modo de eludir la dificultad, si se
fundará en hechos positivos; pero si ha habido en América alguna tribu salvaje que haya
imitado el ejemplo de los tan celebrados Lacedemonios *, no se infiere de aqui que deba
imputarse la misma barbarie a los otros pueblos de aquel continente; pues es innegable que
la mayor parte de las naciones Americanas desconocen aquel uso, como puede
demostrarse por el testimonio de los escritores mejor instruidos en sus costumbres.
Además de esto, en todos los países de México, los cuales forman a lo menos una cuarta
parte del Nuevo Mundo, los Indios viven en sociedad, y congregados en ciudades, villas, o
aldeas, bajo la vigilancia de magistrados, y de párrocos Españoles, o Criollos.
Allí no se tiene noticia de la inhumana precaución que alegan en su defensa. Los dos
mencionados escritores, y sin embargo de esto, todos los
Españoles y Criollos que vinieron de México a Italia en 1768, fueron entonces, y están hoy
día maravillados de observar en los pueblos de esta cultísima península tan gran
número de ciegos, cojos, tullidos, y estropeados. Es pues harto diversa de la que imaginan
aquellos autores la causa de aquel fenómeno observado por tantos escritores en América.
Del color de aquellos pueblos no se puede sacar ninguna objeción contra el Nuevo Mundo,
pues aquel color es menos distante del blanco de los Europeos, que del negro de los
Africanos, y de una gran parte de los Asiáticos. El cabello de los Mexicanos, y de los otros
Indios, como ya he dicho en otra parte, es espeso, y tupido, su barba escasa, y, por lo
común, carecen de vello en las piernas, y en los brazos: pero es un error decir, como dice
Mr. de Paw, que están enteramente privados de pelo en todas las otras partes del cuerpo.
Este es uno de los muchos pasajes de las Investigaciones Filosóficas, en que no podrán
contener la risa los Mexicanos, y otros pueblos de América, viendo el tenaz empeño de un
filósofo Europeo en privarlos de lo que la naturaleza les ha concedido. Leyó sin duda aquel
autor la ignominiosa descripción que Ulloa hace de algunos pueblos Americanos del
Mediodía, y de este solo dato, dedujo con su acostumbrada lógica una conclusión universal.
Tales son, según el Conde de Buffon, los Lapones, los Zembleses, los Borandíanos, los
Samoyedos, y los Tártaros Orientales. ¿Qué objeto más deforme que un hombre con el
rostro largo, y arrugado aun en la juventud, la nariz gruesa, los ojos
pequeños, y hundidos, las mejillas altas, la parte superior de las mandíbulas encorvada, los
dientes largos, y desunidos, las cejas tan peludas que cubren los ojos, los parpados
carnudos, los muslos grandes, las piernas pequeñas, y cubierta una parte del
rostro de cerdas en lugar de barba? Tal es el retrato que el mismo naturalista hace de los
Tártaros, pueblos que, según dice, habitan una porción del Asía, que tiene más de 1,200
leguas de largo, y más de 750 de ancho. Entre ellos, los Calmucos son los más
notables por su deformidad, la cual les ha merecido el titulo de los hombres más feos del
Universo, como los llama el viajero Tavernier. Su rostro es tan ancho, que, si hemos de dar
crédito a Buffon, tienen entre los dos ojos un espacio de cinco a seis
dedos. En Calicut, en Ceilan, y en otros países de la India, hay, según Pyrard, y otros
escritores, una raza de hombres con una de las piernas, yaun con ambas, cada una tan
gruesa como el cuerpo de un hombre regular, imperfección hereditaria entre ellos. Los
Hotentotes tienen, entre otros defectos, aquella monstruosidad de un apéndice
calloso, que se extiende desde el hueso pubis hacia abajo, como atestiguan todos
los que han descrito los países inmediatos al Cabo de Buena Esperanza. Marco Polo,
Struys, Gemelli, y otros viajeros afirman, que en el reino de Lambry, en la isla Formosa, y
en la de Mindoro, se hallan hombres con cola. Mr. de Bomare dice que está en los
hombres no es más que una prolongación del hueso sacro, o rabadilla: ¿qué otra cosa
es la cola en los otros animales, sino una prolongación del mismo hueso, aunque
dividida en muchas articulaciones? Llámese como se quiera, un hombre con
rabo no deja de ser un conjunto harto irregular, y monstruoso.
Si nos pusiéramos a recorrer las otras naciones Africanas, y Asiáticas, apenas hallaríamos
una pequeña parte de ellas que no se distinga o por la oscuridad del color, o por alguna
irregularidad más enorme, o por algún defecto más notable que cuantos Mr. de Paw
censura en los Americanos. El color de estos es mucho más claro que el de casi todos los
habitantes de África, y del Asía Meridional. La escasez de barba «es común a los Filipinos,
a los pueblos del Archipiélago Indico, a los famosos Chinos, a los Japoneses, a los Tártaros,
y a otras muchas naciones del antiguo continente, como saben todos los que tienen alguna
idea de la variedad de la especie humana en los diversos países del
globo. Las imperfecciones de los americanos, por mucho que se exageren, no pueden
compararse con los defectos de aquellos pueblos inmensos cuyo dibujo he
bosquejado, y con los de otros que omito. Véase lo que dicen el Conde de Buffon en el
tomo vi, de su Historia Natural, y todos los viajeros de Asía, y África. Estas
consideraciones hubieran debido refrenar la pluma de Mr. de Paw, pero
o las echó en olvido, o maliciosamente las disimuló.
Mr. de Paw representa a los Americanos débiles, y enfermizos; Ulloa afirma, por el
contrario, que son sanos, robustos, y fuertes. ¿Cuál de estos dos escritores merece más
crédito, Mr. de Paw que se puso a filosofar en Berlín sobre los Americanos, sin conocerlos,
o D. Antonio de Ulloa, que por muchos años los vio, y trató en diversos países de
la América Meridional? ¿Mr. de Paw que se propuso vilipendiarlos, y envilecerlos, para
establecer su desatinado sistema de la degeneración, o D. Antonio de Ulloa, que, aunque
poco favorable a los Indios, no trató de formar un sistema, si no de escribir lo que creyó
verdadero? Decidan esta cuestión los lectores imparciales.
Las singularidades que observa Mr. de Paw en las Americanas, serian sumamente
agradables si fuesen ciertas: porque ¿ qué más podrían apetecer que verse libres de los
grandes dolores del parto, tener en abundancia el licor con que alimentan a sus
hijos, y ahorrarse en gran parte las incomodidades que trae consigo la evacuación
periódica? Pero lo que ellas tendrían a gran dicha, es en sentir de Mr.de Paw un síntoma
cierto de degeneración. La facilidad del parto demuestra, según dice, la expansión del
conducto vaginal, y la relajación de los músculos de la matriz por causa de
la profusión de los fluidos; la abundancia de leche no puede provenir sino de la humedad de
la complexión, y por lo demás, las Americanas no se conforman con las mujeres del
antiguo continente, el cual debe ser, según la legislación de Mr. de Paw, el modelo de todo
el mundo. Pero ¿ no es cosa admirable que el autor de las Investigaciones Históricas declare
a las Americanas tan escasas de leche, que los hombres tienen que criar a los hijos,
mientras el autor de las Investigaciones Filosóficas, atribuye a la complexión húmeda de
las Americanas la abundancia excesiva que tienen de aquel licor?
Las Americanas, sometidas a la sentencia común de su sexo, no paren sin dolor: pero
tampoco echan mano del aparato de las demás Europeas, porque son menos delicadas, y
no temen tanto la molestia, ni el sufrimiento. Tevenot dice que las mujeres del Mogol paren
con suma facilidad, y que en el día siguiente al del parto, se las ve andar por las calles; sin
dudar por esto de su fecundidad, ni hallar nada que decir en su complexión.
(…)
No son más eficaces las otras pruebas de la debilidad de los Americanos. Dice
Mr. de Paw que eran vencidos en la lucha por los Europeos; que no podían llevar un peso
mediano, y que se ha calculado haber perecido en un año 200,000 Americanos,
empleados en el transporte de bagajes. En cuanto a lo primero, sería necesario que
la experiencia de la lucha se hubiese hecho con muchos individuos de uno, y otro
continente, y que el resultado se hallase apoyado en el testimonio de los Americanos, y
de los Europeos. Sea como fuere, yo no pretendo que aquellos sean más fuertes que estos.
Los Americanos pueden serlo menos, sin que esto baste a decir que son positivamente
débiles, y que en ellos ha degenerado la especie humana. Los Suizos son más
fuertes que los Italianos, y no por esto creeremos que los Italianos han degenerado, ni
acusaremos el clima de aquella península. El ejemplo de 200,000 hombres, muertos en un
año, bajo el peso de los bagajes, si fuese cierto, no probaría tanto la debilidad de los
Americanos, como la inhumanidad de los Europeos. Como perecieron aquellos 200,000
Americanos, hubieran perecido 200,000 Prusianos, si se les hubiese obligado a hacer un
viaje de 300, 400, o más millas, con 100 libras de peso en los hombros de cada uno; si
hubieran llevado al cuello gruesas argollas, sujetas con cadenas de hierro, obligándolos a
caminar por montes, y asperezas, cortando la cabeza a los que se cansaban, o a los que se
les rompían las piernas, para que no detuviesen a los otros, y dando a todos un
mezquínisimo alimento, para sobrellevar tan enorme fatiga. El Señor Las Casas de cuyas
obras sacó Mr. de Paw el hecho principal de la muerte de aquellos 200,000 hombres, refiere
también todas las circunstancias que acabo de indicar; con que si lo cree en lo uno, también
deberá darle fe en lo otro. Pero un filósofo que tanto pondera las cualidades
físicas y morales de los Europeos a expensas de los Americanos, debería abstenerse de citar
unos hechos tan poco favorables a los objetos de su admiración. Es cierto que no pueden
inculparse a la Europa, ni a ninguna de las naciones que la componen, los excesos en qué
incurren algunos de sus individuos, especialmente en países tan remotos de
la capital, y contra la voluntad expresa, y las ordenes repetidas de los soberanos: pero si los
Americanos quisieran servirse de la lógica de Mr. de Paw, podrían de muchos de estos
antecedentes particulares, deducir consecuencias universales contra todo el antiguo
continente, pues aquel escritor forma a cada tres palabras argumentos contra todo el Nuevo
Mundo, de lo que solo se ha observado en un pueblo, o en un individuo.
Nada prueba la robustez y fuerza de aquellos pueblos, como las grandes fatigas en
que están continuamente empleados. Mr. de Paw dice que cuando se descubrió el Nuevo
Mundo no se veía más en su terreno que espesísimos bosques; que en el día hay algunas
tierras cultivadas, más no por los Americanos, si no por los Africanos, y Europeos; que el
terreno cultivado con respecto al inculto está en proporción de 2,000 a 2,000,000. Estas
tres especies son otros tantos errores: pero dejando para otra disertación lo relativo a los
trabajos de los antiguos Mexicanos, y hablando solo de los tiempos modernos, no hay
duda que desde los de la conquista, los Americanos solos han sobrellevado las fatigas de
la agricultura, en todos los vastos países de la América Septentrional, y en la mayor
parte de los de la Meridional, conquistados por los Españoles. Allí no se ven Europeos
empleados en las labores del campo. Los negros, que en el inmenso territorio
Mexicano son poquísimos en comparación de los naturales, se emplean en la cultura del
tabaco, y de la caña, y en las elaboraciones de la azúcar: pero el terreno destinado al
cultivo de estas plantas, no está, con respecto a toda la tierra cultivada, ni en
la proporción de 1 a 2,000. Los Americanos son los verdaderos labradores:
ellos son los que aran, siembran, escardan, y siegan el trigo, el maíz, el
arroz, las habas, las habichuelas, y todos los otros granos, y legumbres; ellos
los que cultivan el cacao, la vainilla, el algodón, el añil, y todas las otras plantas útiles al
sustento, al vestido, y al comercio de aquellas provincias. Sin su ministerio no se hace
nada, en términos que el año de 1762 se abandonó en muchas partes la cosecha del
trigo, de resultas de las enfermedades que atacaron a los Indios, y que no les permitieron
hacer la siega. Más aun puedo decir algo más: ellos son los que cortan, y transportan de los
bosques toda la leña, y madera que se consume; ellos los que cortan,
transportan, y elaboran la piedra; ellos los que hacen la cal, el yeso, y los ladrillos.
Ellos son los que construyen todos los edificios de aquellos pueblos, excepto en los que
no habitan; ellos los que abren, y componen los caminos; los que limpian las ciudades;
los que trabajan en las innumerables minas de plata, oro, cobre, y otros metales.
Ellos son los pastores, los gañanes, los tejedores, los alfahareros, los panaderos, los
horneros, los correos, los mozos de cordel; en una palabra ellos son los que llevan todo el
peso de los trabajos públicos, como es notorio a cuantos han estado en aquellas regiones.
Esto hacen los débiles, flojos, e inútiles Americanos, mientras el vigoroso
Mr. de Paw, y otros infatigables Europeos se ocupan en escribir contra ellos amargas
invectivas.
De este último punto hablaré largamente en otra disertación: por lo que hace a otras
dolencias, yo le concedo que en la inmensa superficie de América, hay países en que los
hombres están más expuestos que en otras partes a ciertas enfermedades ocasionadas o por
la intemperie del aire, o por la mala calidad de los alimentos.
Hasta ahora solo hemos examinado lo que dice Mr. de Paw, acerca de las cualidades
físicas de los Americanos. Veamos sus despropósitos acerca de la parte
espiritual de aquellos pueblos. En ellos contado una memoria tan débil que no se
acuerdan de lo que hicieron ayer; un ingenio tan obtuso, que no son capaces de pensar,
ni de poner en orden sus ideas; una voluntad tan fría, que no sienten los estímulos del amor;
un ánimo apocado, y un entendimiento indolente, y estúpido. En fin tales son los
colores que emplea en el retrato de los Americanos, y de tal modo envilece sus
almas, que aunque a veces se enfada contra los que pusieron en duda su
racionalidad, no dudo que si entonces hubiera dicho francamente su opinión, hubiera
declarado ser partidario del mismo sistema. Sé que otros muchos Europeos, y, lo que es más
extraño, algunos hijos, y descendientes de Europeos, nacidos en la misma América,
piensan en esta parte como Mr. de Paw, los unos por ignorancia, los
otros por falta de reflexión, y otros en fin por cierta pasión, o preocupación hereditaria.
Pero todo esto, y aunque hubiese mucho más, no bastaría a desmentir mi propia
experiencia, y el testimonio de muchos Europeos, cuya autoridad es de gran peso, por ser
hombres de juicio, de doctrina, y de experiencia en aquellos países, y
porque hablan en favor de extranjeros, y en contra de sus compatriotas. Son tantos los
argumentos, y las razones que podríamos alegar en favor de la parte mental de los
Americanos, que con ellas nos seria fácil componer un grueso volumen: pero dejando
aparte el mayor número de estas pruebas, por no hacer difusa, y enojosa esta disertación,
nos limitaremos a algunas pocas autoridades, que valen por muchas.
* "Nunc vero de horum sigillatim hominum ingenio, quos vidimus ab hinc decennio, quo
ego in patria conversatus eorum potui perspicere mores, ac ingenia perscrutari, testificans
coram te, Beatissime Pater, qui Christi in terris vicarium agis, quod vidi, quod audivi, et
manus uostrae contrectaverunt, de his progenitis ab Ecclesia, per qualecumque
ministerium meum in verbo vita?, quod singula singulis refercndo, id est, paribus paria,
rationis optimae compotes sunt, et integri sensus ac capitis, sed insuper nostratibus pueri
istorom et vigore spiritus et sensuum vivacitate, dexteriore in omne agibili, et intelligibili.
reperiuntur."
Quien habrá que no dé mayor crédito a estos tres venerables obispos, que, además de su
probidad, doctrina, y carácter, tuvieron la ventaja de un largo trato con los Indios, que a
tantos otros escritores, los cuales o no vieron a los Americanos, o los vieron sin reflexión, o
se fiaron más de lo que convenía en los informes de hombres ignorantes, prevenidos, o
interesados?
Pero si finalmente Mr. de Paw reúsa el dicho de aquellos tres testigos, por grande que sea
su autoridad, fundado en que eran religiosos, de quienes cree inseparable la imbecilidad
mental, no podrá resistir al juicio del famoso obispo Palafox, cuya obra
sobre las Virtudes del Indio ha sido muchas veces impresa, y a quien el mismo escritor,
aunque Prusiano, y filósofo, llama venerable siervo de Dios. Si da tanta fe a
este venerable siervo de Dios, en lo que escribe contra los Jesuitas, cuando hablaba en su
propia causa, ¿por qué no ha de dar asenso a lo que dice en favor de los Americanos? Lea
pues la obra escrita por aquel prelado, con el solo objeto de demostrar las buenas
prendas que adornan al Indio.
A pesar del odio implacable que Mr. de Paw profesa a los eclesiásticos de la comunión
Romana, y sobre todo a los Jesuitas, alaba con justa razón la Historia Natural, y Moral del
P. Acosta, llamándola obra excelente. Este juicioso, imparcial, y doctísimo
Español, que vio, y observó por si mismo a los Americanos, tanto en el Perú como en
México, emplea todo el libro vi, de aquella excelente obra en probar la sana
razón de aquellas gentes, alegando por pruebas su gobierno antiguo, sus leyes, sus
historias en pinturas, y cordones, su calendario, &c. Basta para informarse de su opinión en
esta materia, leer el primer capítulo del citado libro. Ruego tanto a Mr. de Paw, como a mis
lectores que lo lean atentamente, porque hay cosas dignas de saberse. Allí encontrará
nuestro filósofo el origen de los errores en que él, y otros muchos Europeos han
caído, y notará la gran diferencia que hay entre ver las cosas con ojos oscurecidos por
la pasión, y examinarlas con imparcialidad, y juicio. Mr. de Paw llama a los
Americanos bestias; Acosta llama locos, y presuntuosos a los que abrigan aquella opinión.
Mr. de Paw dice que el más diestro de los Americanos era inferior en industria y sagacidad
al habitante más limitado del antiguo continente; Acosta encomia el gobierno político de los
Mexicanos, y lo cree mejor que el de muchos estados de Europa. Mr. de Paw no halla en
la conducta moral, y política de los Americanos si no barbarie, extravagancia, y brutalidad;
Acosta encuentra en aquellas naciones, leyes admirables, y dignas de ser imitadas por los
pueblos Cristianos. ¿Cual de estos dos testimonios tan opuestos debemos preferir?
Decídalo la imparcialidad de los lectores.
Yo entre tanto no puedo menos de copiar aquí un pasaje de
las Investigaciones Filosóficas, en que el autor se muestra no menos maldiciente que
enemigo de la verdad. "Al principio, dice, no se creyó que los Americanos eran hombres,
si no sátiros, o monos grandes, que era licito matar sin escrúpulo, ni remordimiento. Al
fin, para que no faltase la ridiculez a todas las calamidades del tiempo, hubo un
papa que promulgó cierta donosa bula, en que declaró que, deseando fundar
obispados en los países más ricos de América, era de su agrado, y del Espíritu Santo
reconocer por hombres a los Americanos: de modo que, sin esta decisión de un Italiano, los
habitantes del Nuevo Mundo serian hoy, a los ojos de los fieles, una raza de hombres
equívocos. No hay ejemplo de una decisión semejante desde que los monos, y los hombres
habitan el globo terráqueo." ¡Ojala no hubiese en el mundo otro ejemplo de semejantes
calumnias, e insolencias como las que emplea Mr. de Paw.
(…)
DISERTACION VI.
Siempre enfurecido contra el Nuevo Mundo, Mr. de Paw llama bárbaros y salvajes a todos
los Americanos, y los juzga inferiores en sagacidad e industria a los pueblos más
toscos, y groseros del antiguo continente. Si se hubiese satisfecho con decir que
las naciones Americanas eran en gran parte incultas, bárbaras, y brutales en sus costumbres,
como fueron antiguamente muchas naciones de las que ahora son las más
cultas de Europa, y como son en la actualidad muchos pueblos de Asía, de África, y de
la Europa misma; que sus artes no estaban tan perfeccionadas, ni sus leyes eran tan buenas,
ni tan bien ordenadas; que sus sacrificios eran inhumanos, y algunos de sus usos
extravagantes, no podríamos ciertamente contradecirlo. Pero tratar a los Mexicanos, y a los
Peruanos, como a los Caribes, y a los Iraqueses; colocar en la misma línea su industria,
desacreditar sus leyes, despreciar sus artes, y poner aquellas activas, y laboriosas
naciones en el mismo pie que los pueblos más toscos del antiguo continente ¿no es esto
obstinarse en el empeño de envilecer al Nuevo Mundo, y a sus
habitantes, en lugar de buscar la verdad, como parece prometerlo el título de
Investigaciones filosóficas?
Llamamos hoy bárbaros, y salvajes a los hombres, que, conducidos más bien por el
ímpetu de los apetitos naturales, que por los dictados de la razón, ni viven
congregados en sociedad, ni tienen leyes para su gobierno, ni jueces que decidan sus
derechos, ni superiores que velen su conducta; ni ejercitan las artes necesarias
para remediar las miserias de la vida: en fin los que no tienen idea de la Divinidad, o a lo
menos carecen de un culto establecido para honrarla. Los Mexicanos,
todas las naciones de Anáhuac, y los Peruanos reconocían un Ser Supremo, y omnipotente,
aunque su creencia era, como la de otros muchos pueblos idólatras, un
tejido de errores; y supersticiones. Tenían sin embargo un sistema fijo de religión;
sacerdotes, templos, y sacrificios; ritos encaminados al culto uniforme de la Divinidad.
Tenían reyes, gobernadores, y magistrados; ciudades, y poblaciones tan grandes, y tan bien
ordenadas, como hare ver en otra disertación. Tenían leyes y costumbres, de cuya
observancia cuidaban las autoridades públicas. Ejercían el comercio, y se
esmeraban en hacer respetar la equidad, y la justicia en sus tratos. Sus tierras estaban
distribuidas, ya aseguradas a cada uno la propiedad, y la posesión de su terreno.
Practicaban la agricultura, y las otras artes, no solo las necesarias a la vida, sino también las
de deleite, y lujo. ¿Qué más se requiere para sacar a una nación del catálogo de
las bárbaras, y salvajes? "La moneda, responde Mr. De Paw; el uso del hierro, el
arte de escribir, el de construir navíos, y puentes de piedra, y el de hacer cal. Sus artes eran
imperfectas, y toscas; sus lenguas escasísimas de voces numerales, y de términos
capaces de expresar las ideas universales; se puede decir que casi no tenían leyes, por que
no puede haberlas donde reinan la anarquía, y el despotismo." Cada uno de estos artículos
exige un examen particular.
Moneda.
Mr. de Paw decide que ninguna nación de América era culta, y civilizada, porque ninguna
usaba de moneda, y para probar la exactitud de su consecuencia, alega un
pasaje de Montesquieu. "Habiendo naufragado Aristipo, dice este escritor, se salvó a
nado en una playa, y al ver delineadas en la arena unas figuras de geometría, se
llenó de jubilo, conociendo que había llegado a un pueblo Griego, y no a una horda bárbara.
Imaginaos que llegáis por acaso a un país desconocido; si encontráis alguna
moneda, no dudéis que estáis en un país culto." Pero si Montesquieu infirió
sensatamente la cultura de un pueblo del uso de la moneda, Mr. de Paw infiere mui
insensatamente de la falta de moneda, la falta de cultura. Si por moneda se entiende un
pedazo de metal acuñado con el busto del rey, o con un sello o signo público, es
cierto que su falta no supone barbarie en una nación. "Los Atenienses, dice el mismo
Montesquieu, porque no hacían uso de los metales, se
servían de bueyes en lugar de moneda, como los Romanos de ovejas:" de donde viene el
nombre de pecunia, pues en la primera moneda acuñada de los Romanos, se
puso la imagen de la oveja, en recuerdo del objeto que había servido antes para sus
contratos. Los Griegos eran sin duda una nación bastante culta en tiempo de Homero,
pues no era posible que en un pueblo inculto se alzase un hombre
capaz de componer la Ilíada, y la Odisea, poemas inmortales, que después de veinte y siete
siglos, no cesan de ser admirados, aunque nadie ha sido parte a imitarlos todavía. Y sin
embargo los Griegos.
(…)
(…)
Pero finalmente, si son bárbaros los que no conocen el uso del hierro ¿qué serán
los que desconocen el del fuego? Ahora bien, en toda la ostensión de la América no se ha
encontrado un solo pueblo, ni una sola tribu, por bárbara que fuese, que no conociera el
modo de hacer fuego, y el de aplicarlo a los usos comunes de la vida: pero en el Mundo
Antiguo se han visto gentes tan estúpidas que no tenían la menor idea de la aplicación de
aquel elemento. Tales eran los habitantes de las islas Marianas, a los cuales era enteramente
extraño antes de la llegada de los Españoles, como lo testifican los historiadores de aquellos
países. Y con todo eso ¡querrá hacernos creer Mr. de Paw que los pueblos
Americanos son más salvajes que los más toscos del Mundo Antiguo!
Por lo demás, tanto se engaña nuestro investigador en lo que dice del hierro Americano,
como en lo que piensa del cobre. En México, en Chile, y en otros muchos
países de América se han descubierto innumerables minas de hierro, de buena
calidad: y si no hubiera estado prohibida su elaboración, para no perjudicar al
comercio de España, podría la América suministrar a Europa todo el hierro de que necesita,
como hace con el oro, y con la plata. Si Mr. de Paw hubiese sabido investigar
filosóficamente las cosas de América, hubiera hallado en el Cronista Herrera que aun en
la isla Española había hierro mejor que el de Vizcaya. También habría visto en el mismo
autor, que en Zacatula, provincia marítima de México, conocían dos especies de cobre: uno
duro, de que se servían en lugar de hierro, para hacer segures, hachas, y otros instrumentos
militares, y agrícolas, y otro ordinario, y flexible, que empleaban en ollas, pucheros, y otros
vasos, para los usos domésticos: así que no necesitaban del ponderado secreto de los
pueblos antiguos. El amor a la verdad me obliga a defender los progresos reales de
la industria americana, y a rechazar las invenciones imaginarias que se atribuyen
a las naciones del Nuevo Mundo. El secreto que verdaderamente poseían era
el que menciona Oviedo, testigo ocular, y muy práctico, e inteligente en metales. "Los
Indios, dice, saben dorar bastante bien los vasos de cobre, o de oro bajo, y les dan un color
tan excelente, y tan encendido, que parece oro de 22 quilates, y más. Lo hacen con ciertas
yerbas. Este trabajo tiene tan buen efecto, que si algún platero de España, o de Italia
poseyese el secreto, no necesitaba más para enriquecerse."
Falta de Letras.
Ninguna nación americana conocía el arte de escribir, si por arte de escribir se entiende
el de expresar en papel, pergamino, tela, u otra materia semejante, cualquiera
especie de palabras, con la diferente combinación de algunos caracteres: pero si el
arte de escribir es el de significar, representar, o dar a entender las cosas, o las ideas a los
ausentes, y a la posteridad, con figuras, jeroglíficos, o caracteres, no hay duda que este arte
era conocido, y estaba en gran uso entre los Mexicanos, los Acolhuis, los
Tlascaleses, y todas las naciones de Anáhuac, que habían salido del estado de barbarie. El
Conde de Buffon, para demostrar que la América era una tierra enteramente
nueva, y nuevos también los pueblos que la habitaban, alega como he dicho en otra
parte, que " aun aquellas naciones que vivían en sociedad, ignoraban el arte de transmitir
los hechos a la posteridad, por medio de signos durables, a pesar de haber descubierto
el de comunicarse de lejos, y de escribirse unos a otros, por medio de nudos." Pero el
arte que empleaban para hablar a los ausentes ¿no podía también servir para hablar
a la posteridad? ¿Qué eran las pinturas históricas de los Mexicanos, si no signos
durables que transmitían la memoria de los sucesos, a los lugares, y a los tiempos remotos?
El Conde de Buffon se muestra tan ignorante en la historia de México, como sabio en la
historia natural. Mr. de Paw, aunque concede a los Mexicanos el arte que tan injustamente
les niega el Conde de Buffon, sin embargo, para desacreditarlos, alega innumerables
desatinos, algunos de los cuales no puedo pasar por alto.
Dice pues " que los Mexicanos no usaban de jeroglíficos; que sus pinturas no eran otra
cosa que representaciones toscas de los objetos; que para figurar un árbol, pintaban un
árbol; que en sus pinturas no se descubre la menor traza de claro oscuro; ni la menor
idea de perspectiva, ni de imitación de la naturaleza; que no habían hecho el menor
progreso en el arte que empleaban en perpetuar la memoria de los sucesos; que la única
copia de pinturas históricas Mexicanas sustraídas al incendio que hicieron los primeros
misioneros, fue la que el primer virrey de México envió a Carlos V, la cual publicaron
después Purchas en Inglaterra, y Thevenot en Francia; que esta pintura es tan grosera, y tan
mal ejecutada, que no se puede discernir si trata, como dice el intérprete, de ocho reyes de
México, o de ocho concubinas de Moteuczoma," &c.
(…) Mr. de Paw, en la descripción que hace de aquella imagen, dice: "Todos estos
ornatos que hemos dicho, y lo demás, que era bastante, tenían sus significaciones
particulares, según declaraban los Mexicanos;" y en la descripción del
ídolo de Tezcatlipoca se expresa en estos términos: "Sus cabellos estaban atados con una
cuerdecilla de oro, de cuyas extremidades pendía una oreja del mismo metal, con ciertos
vapores de humo pintados en ella, los cuales significaban los ruegos de los atribulados, y
de los pecadores que aquel dios escuchaba, cuando se encomendaban a él. En la mano
izquierda tenía un abanico de oro, adornado con hermosas plumas verdes,
azules, y amarillas, tan relucientes que parecían un espejo: en lo que daban a entender que
en aquel se veía todo lo que pasaba en el mundo. En la mano derecha tenía cuatro
saetas para significar el castigo que daba a los delincuentes por sus atentados, &c."
¿Qué son estas, y otras semejantes insignias de los dioses Mexicanos, de que hablo en el
libro vi de la historia, si no jeroglíficos, y signos no mui diferentes de los que usaban los
antiguos Egipcios?
Mr. de Paw dice, que para significar un árbol, pintaban un árbol. Hágame el
favor de decirme qué es lo que pintaban para representar el día, la noche, el mes, el año, el
siglo, los nombres de las personas, y otras mil cosas qué no tienen tipos fijos en
la naturaleza? ¿Cómo podían representar el tiempo, si no es por medio de un jeroglífico o
emblema? "Tenían los Mexicanos, dice Acosta, figuras, y jeroglíficos,
con que representaban las cosas de este modo: esto es, las cosas que tenían
figura las significaban con sus figuras; para las que no tienen imágenes propias, se
servían de otros caracteres, significativos de aquellas; así expresaban cuanto querían, y
para determinar el tiempo en que ocurría algún suceso, empleaban aquellas ruedas pintadas:
cada una de las cuales comprendía un siglo de 52 años."
Pero he aquí otra piedra de escándalo para la ignorancia del Prusiano. Burlase de
las ruedas de los Mexicanos, "cuya exposición se atrevió a dar Carreri, fiándose a un
profesor Castellano, llamado Congara, el cual no osó publicar la obra que había prometido
sobre este asunto, porque sus parientes, y amigos le aseguraron que contenía muchos
errores." Parece que Mr. de Paw no sabe escribir sin disparatar.
"No puede ser, dice el investigador Prusiano; porque estos usos supondrían una larga
serie de observaciones astronómicas, y de conocimientos exactos sobre el arreglo del año
solar, lo cual no puede combinarse con la prodigiosa ignorancia en que estaban envueltos
aquellos pueblos. ¿Cómo podían perfeccionar su Cronología los que no tenían
voces para contar más alla de diez? Está bien. Luego si los Mexicanos tuvieron en efecto
aquel modo de coordinar el tiempo, no deberán llamarse bárbaros, y salvajes, sino
cultos, y cultísimos; pues no merece otro epíteto la nación que tiene una larga
serie de observaciones, y de conocimientos exactos en Astronomía. Ahora bien, la certeza
del arreglo del tiempo entre los Mexicanos, es una cosa que no admite duda: porque si el
unánime consentimiento de los escritores Españoles acerca de la comunión de los
Mexicanos no permite dudar de aquella solemnidad religiosa ¿no existe el mismo
consentimiento unánime, añadido al de los escritores Mexicanos,
Acolhuis, y Tlascaleses, en favor del método que tenían aquellas naciones para el
computo de los siglos, de los meses, y de los años, y de la conformidad de este cómputo
con el curso solar? Además de que la deposición de los Españoles en esta materia
es de gran peso, pues se empeñaron, como dice Mr. de Paw en desacreditar a los
Americanos hasta el extremo de poner en duda su racionalidad. Cedamos pues al peso de
tantas autoridades; creamos lo que dicen los historiadores acerca de
las ruedas, y confesemos que lo» Mexicanos no estaban sumergidos en la prodigiosa
ignorancia que finge Mr. de Paw.
América*
La verdad es que Colón fue guiado por uno de sus hermanos llamado Bartolomeo, que era
geógrafo, y haciendo unos mapamundi, coma se los podía hacer entonces, no dejó de
asombrarse de que de los trescientos sesenta grados de longitud no se conocieran más que
ciento ochenta a los sumo. Pensó que por tal motivo quedaba tanta cantidad del globo por
descubrir cuanta ya se había descubierto y como no le parecía probable que el océano
pudiera cubrir un hemisferio entero sin ninguna interrupción, afirmó que navegando de las
Canarias siempre hacia el oeste se encontrarían unas islas o un continente. Y efectivamente,
se encontraron primeramente unas islas, y luego un continente, donde todo se encontraba en
un estado de desolación tan grande, que uno no puede dejar de asombrarse al reflexionar
sobre el respecto. Nosotros no nos propusimos aquí atenernos a los antiguos relates, en los
que la credulidad de un niño y el delirio de un anciano se juntan: todo es maravilloso, y
nada es profundizado; por tanto, se debe intentar ofrecer al lector algunas nociones más
claras y unas ideas más justas.
Entre los pueblos esparcidos en las selvas y soledades de ese mundo que acababa de
descubrirse, no se pueden nombrar más de dos que formaron una sociedad política; los
Mexicanos y los Poruanos. Incluso sobre estos, la historia está llena de fábulas.
Primeramente, su población tuvo que ser muy inferior a lo que se afirmó, ya que no tenían
instrumentos de hierro para talar los bosques ni cultivar la tierra: no tenían ningún animal
capaz de arrastrar una carreta, y la constricción de la misma carreta les era desconocida. Se
comprende fácilmente que, cuando hay que trabajar con instrumentos de madera y a fuerza
de brazos, no se pueden aprovechar muchas tierras: y sin una agricultura regular, en la cual
el trabajo de los animales apoya al del hombre, ningún pueblo puede crecer mucho en
ninguna zona del mundo. Lo que sorprende es que en el momento del descubrimiento,
América no tenía ningún animal adecuado para la labor agrícola: faltaban el buey, el
caballo, el burro que fue usado desde tiempos antiguos por algunas naciones de nuestro
continente, coma en Bética y Libia, donde como dice Columelle, la ligereza de las tierras
pormite que este animal sustituya al caballo y al buey. Se piensa generalmente que el
bisonte americano habrá podido servir para la agricultura: poro como el bisonte tiene un
instinto muy violento, se tendría que haber domado por una larga serie de generaciones
para suscitar en el por grades, el gusto de la domesticidad. Y eso nadie to había imaginado
en América, donde los hombres son infinitamente menos trabajadores e inventivos que los
habitantes de nuestro hemisferio; su indolencia y poreza fueron lo que más impresionaron a
los observadores más cuidadosos e iluminados, Y finalmente, la estupidez, que demuestran
en algunos casos, es tal, que ellos parecen vivir, según la expresión del Sr. La Condamine,
en una eterna infancia (Voyage sur le fleuve des Amazones).
Solamente un amor ciego por lo asombroso puede haber causado la difusión de fábulas tan
repugnantes como todas las que hablan de una raza gigantesca encontrada en las tierras de
Magallanes, que en el uso actual se denomina Patagonia. Los viajeros más razonables,
como Narbrough (Voy. to the South Sea) que se comunicaron con los Patagones, cuentan
que ellos tienen una talla normal y que viven en pequeños grupos en zonas inmensas que
los Ingleses cruzaron de punta a punta, del Cabo Blanco hasta Buenos Aires. Nunca vieron
ni un pulgar de tierra cultivada ni sombra de labores agrícolas. Por eso, encontrar fuentes de
subsistencia tuvo que ser muy difícil antes del descubrimiento cuando aún no había
caballos; en efecto, el alimento fundamental de los Patagones que ocupan el centro de las
tierras entre el Río de la Plata y el 45° de latitud sur, es precisamente, ahora, la carne de
caballo.
Estos salvajes son porezosos hasta el punto de comer los caballos, con los cuales podrían
labrar la tierra de sus desiertos y dar por terminada esta clase de vida paupérrima que los
pone en el mismo nivel de las bestias guiadas por su instinto. No vamos a mencionar como
se hizo hasta ahora, entre las razas particulares y distintas, a esos Blafardos que se
encuentran en número bastante escaso desde Costa Rica hasta el istmo del Darién; (Waffers'
descript. of the isthmus of America & Coreal Voy. t.1), porque es una enfermedad, o una
alteración accidental en el temporamento de los padres la explicación de estos individuos
sin color, albinos, a quienes se los compara con los negros blancos o "Dondos" de África, y
con los Caquerlaques de Asia. El defecto de donde provienen todos estos síntomas, ataca
más o menos a todos los pueblos de piel negra o muy obscura en los climas más calientes
del globo. Los Pigmeos, de los cuales se habla en un relato traducido por el Sr. Gomberville
de la Academia Francesa, los Himantópodos o los salvajes que tienen la articulación de la
rodilla para atrás, los Estailandois que tienen solamente una pierna, deberían colocarse en el
mismo grupo de esas cosas absurdas que tantos viajeros se atrevieron a creer y escribir,
como las Amazonas y los habitantes de la Ciudad de Oro de Manoa. Todos los hombres
monstruosos que se han visto en el Nuevo Mundo, eran monstruosos por artificio como los
llamados Cabeza de bola, de cabeza porfectamente esférica, los llamados plagiocéfalos de
cabeza totalmente plana, o los macrocéfalos de cabeza cónica y alargada. En los pueblos
que andan desnudos, y en quienes la moda no podría afectar la vestimenta, estas afectan en
cambio el propio cuerpo, produciendo todas esas deformidades que se pueden observar
entre salvajes, quienes en ocasiones se hacían más corto el cuello, se porforaban la nariz,
los labios, de las mejillas, otros se alargaban las orejas o se hacían hinchar las piernas con
una ligadura sobre el tobillo.
No se sabe, y será muy difícil saberlo con exactitud, cuál puede haber sido la causa de la
enfermedad venérea que sufrían tantos americanos en las Antillas, los Caribes, la Florida,
Porú y gran parte de México: sobre este tema se han hecho muchas hipótesis ridículas. Se
pretendió que la carne de pescado embriagado con el cururu-apé y la carne de caza matada
con flechas envenenadas con jugo de la liana Woorara serían la causa de esta dolencia. Poro
los antiguos pueblos salvajes de nuestro continente también envenenaban las armas de caza,
sin que eso nunca haya hecho el menor daño a su salud; y se sabe por exporiencia que el
pescado que se adormece en los estanques con la coccula orientalis officinarum y que lo
pollos que se matan en algunas zonas de los Alpes con cuchillos frotados con jugo de
anapelo, constituyen un alimento muy sano. Por otra parte, en la isla de Santo Domingo,
donde la enfermedad venérea causaba muchos estragos, el uso de lanzas o flechas
envenenadas no se usaba como entre los Caribes y muchos otros pueblos de la tierra firme.
Tampoco es cierto que la picadura de una serpiente o lagartija coma la iguana, o la carne
humana comida por los caníbales, haya provocado el surgimiento de este veneno en la
sangre de los habitantes del nuevo mundo. La hipótesis del Sr. Astruc, tal coma está
expuesta en la última edición de su gran obra de Morbis Venereis, está mucho más cerca de
una posibilidad aceptable que las extrañas opiniones que acabamos de mencionar: y a pesar
de eso, esa opinión del Sr. Astruc está lejos de ser aceptada comúnmente. Aquí decirnos que
la enfermedad venérea puede ser una afección morbosa de la constitución de los
americanos, como el escorbuto en las zonas del Norte; porque en último término, no se
debe imaginar que esa dolencia haya sido tan destructora en América coma lo fue en
Europa luego de su difusión en nuestro continente.
La falta casi absoluta de agricultura, la enormidad de las selvas, de las mismas tierras de
planicie, las aguas de los ríos esparcidas en sus cuencas, las ciénagas y los laces,
multiplicados al infinito, las montañas de insectos que son una consecuencia de todo esto,
hacen del clima de América un elemento malsano en ciertas zonas, y mucho más frío de lo
que hubiera debido ser respecto a su respectiva latitud. Se ha evaluado la diferencia de la
temporatura en los dos hemisferios bajo los mismas paralelos, en doce grados, y se podría
también con un cálculo riguroso, evaluarla en una cantidad mayor de grados. Todas estas
causas juntas tuvieron que influir en la constitución de los indígenas y producir alguna
alteración en sus facultades: por ejemplo, se puede atribuir tan solo a un defecto de
penetración mental los escasos progresos hechos por tales pueblos en la metalurgia, que fue
el primer arte, y sin el cual todos los otros artes caen, por así decirlo, en letargo. Se sabe
muy bien que la naturaleza no ha privado a América de las minas de hierro, y sin embargo
ningún pueblo americano, ni los Poruanos, ni los Mexicanos tenían el secreto de forjar este
metal, y eso les privó de muchas comodidades, y los colocó en la imposibilidad de talar
regularmente los bosques y contener los ríos en sus cauces. Sus hachas de piedra no podían
acumular troncos de árbol sino cuando las necesitaban para el fuego, de tal manera que
retiraban todas las partes del tronco hechas carbón e impedían que el fuego quemara lo que
quedaba. Su procedimiento era más o menos el mismo cuando se trataba de hacer barcas de
una sola pieza, o calderas de madera para cocinar sus carnes tirando enseguida adentro
piedras candentes: porque es cierto que estaban muy lejos de conocer todos el arte de forjar
vasijas de arcilla. Mientras más imperfectas, más lentas venían a ser todas estas técnicas en
la práctica, y por ejemplo se vio en Sudamérica a hombres ocupados por dos meses en
tumbar tres árboles. Por otra parte, es fácil creer que pueblos más sedentarios, como los
Mexicanos o los Peruanos, a pesar de la falta de hierro habían logrado un grado de industria
muy superior a los conocimientos mecánicos que poseían los pueblos dispersados por
familias como los Worrones, cuyos hombres no tienen recursos (tal es la opinión del Sr.
Bancroft) suficientes para procurarse la vestimenta más necesaria, de modo que cubren los
órganos de la generación solamente con esa red que se encuentra en la nuez de coco, o con
alguna corteza (Naturgeschichte von Guiana).
El Sr. de Buffon ya había observado que algunos escritores Españoles deben haberse
permitido muchas exageraciones relatando ese número de individuos que según ellos se
halló en Perú. Pero nada prueba mejor que efectivamente tales escritores exageraron, que lo
que explicamos, o sea la escasez de tierras utilizadas en ese país. En esto Zárate concuerda:
no existía más que un único lugar con forma de ciudad, y que tal ciudad era, dice él, Cuzco
(Historia de la conquista de Perú, I.1 cap. 9).
En todo caso, desde 1510 la corte de España vio que, para compensar la falta de población
de las provincias conquistadas entonces en América, no había otro medio sino trasladar allá
a unos negros, cuya trata regular comenzó en 1516, y costó sumas enormes al punto de
sospechar que cada Africano llevado a la isla de Santo Domingo costó más de doscientos
ducados o más de doscientos caquinos según el precio que los comerciantes de Génova
establecieran. Los Españoles sin duda destruyeron a muchos americanos, contra sus propios
intereses, tanto en el trabajo de minas como en atroces depredaciones; pero es también
seguro que lugares donde los Españoles nunca penetraron, como los alrededores del lago
Hudson, son todavía más desiertos que otros sitios caídos enseguida bajo el yugo de los
Castellanos.
Se concibe ahora cuál era la enorme diferencia, en el siglo XV, entre los dos hemisferios de
nuestro globo. En uno de ellos, la vida civilizada recién había comenzado: la literatura era
desconocida, se ignoraba el nombre de las ciencias; no existía la mayoría de los oficios; la
labranza a duras penas llegará a merecer el nombre de agricultura; allá no se había
inventado ni el rastrillo, ni la carreta, ni domado a ningún animal de arrastre para que la
razón que es la única que puede dictar leyes justas, nunca hiciera oír su voz: la sangre
humana se derramaba sobre todos los altares, y los Mexicanos seguían siendo, en cierto
sentido, antropófagos, epíteto que debe aplicarse también a los Peruanos ya que según la
confesión de Garcilazo, a quien no le importó calumniarles, derramaban la sangre de los
niños sobre el cancu o pan sagrado, si se puede llamar pan a una masa petrificada que unos
fanáticos comían en una especie de templos para honrar a la divinidad que no conocían. En
nuestro continente, al contrario, las sociedades estaban formadas desde mucho tiempo,
tanto que su origen se perdía en la noche de los siglos; y el descubrimiento del hierro
forjado tan necesario y tan desconocido por los americanos, tuvo lugar por parte de los
habitantes de nuestro hemisferio, desde tiempos inmemoriales. En efecto, a pesar de que los
procedimientos usados para obtener la maleabilidad de un metal tan indócil en su calidad de
mineral, sean muy complicados, el Sr. de Mairán comprobó que deben considerarse fábulas
esas épocas que algunos quieren considerar como el momento de este descubrimiento
(Lettres sur la china).
No podemos dedicarnos aquí, a realizar un análisis exacto de los sistemas propuestos para
explicar esta diferencia que acabamos de descubrir entre las dos partes del mismo globo. Es
un secreto de la naturaleza, el espíritu humano se confunde cada vez más en su obstinado
esfuerzo de querer descubrirlo. Sin embargo, las vicisitudes físicas, los terremotos y
temblores, los volcanes, las inundaciones y ciertas catástrofes, de las que nosotros, que
vivimos en la calma de los elementos, no podemos tener una idea exacta, pudieron influir
en eso. Se sabe actualmente, por ejemplo, que los más violentos temblores que se hacen
sentir a veces en toda la extensión del nuevo continente, no envían ninguna vibración al
nuestro. Si no fuera porque hubo avisos particulares sobre esto de distintos lugares, se
hubiera ignorado en Europa que el 4 de Abril de 1768 toda la tierra americana fue
violentamente sacudida. Por tanto, pudieron haber ocurrido, en la antigüedad, algunos
desastres espantosos que los habitantes de nuestro hemisferio no solamente no pudieron
sentir, sino ni siquiera sospechar. En todo caso, no hay que hacer lo que hacen ciertos
científicos, que aplican al nuevo mundo los prodigios mencionadas en el Timeo y el Critias,
referentes al Atlántico azotado por una lluvia que lo inundó y que duró tan solo 24 horas. Es
esta una tradición que provenía de Egipto, pero Platón la embelleció o desfiguró con una
cantidad de alegorías, de las cuales algunas eran filosóficas, otras pueriles, como la de la
victoria conseguida por los Atenienses sobre los Atlánticos, en una época en que Atenas aún
no existía. Tales anacronismos se observaron tantas veces en las obras de Platón, que sin
duda los propios Griegos no estuvieron equivocados cuando lo acusaron de ignorar la
cronología de su país (Athen. lib. VC, cap. 12, 13).
Lo difícil es saber si los Egipcios, que no navegaban y por consiguiente tuvieron que estar
muy poco informados sobre la geografía positiva, tuvieron alguna noción exacta de una
gran isla o continente situado más allá de las Columnas de Hércules. Esto no parece
probable. Pero, sus sacerdotes, estudiando la cosmografía pueden haber sospechado que
existían más zonas terrestres de las ya conocidas: cuantas menos conocían por su falta total
de navegación, más deben haberlas sospechado, sobre todo si se pudiera demostrar que
antes de la época de medición de la tierra, realizada por Eratóstenes (bajo Evergete) en
Egipto, los sacerdotes ya tenían una idea del verdadero tamaño del globo. En todo caso, sus
dudas y sospechas no se referían particularmente a América más que a cualquier otra tierra
que desconocían. Además, los límites del mundo antiguo tales como los fijamos
anteriormente, quedan invariables.
Que los cataclismos o la inundación del Atlántico hayan convertido el mar más allá de
Gibraltar, en un lodazal tan inmenso que resultó imposible navegarlo, como lo afirma
Platón, es un hecho desmentido por la experiencia, desde el viaje de Hanon hasta nuestros
días. Sin embargo, el difunto Sr. Gesner, cuya erudición es bien conocida, pensaba que la
Isla de Ceres, de la cual se habla en una obra poética muy antigua atribuida a Orfeo bajo el
título de Argonáutica, era un resto del Atlántico. Pero esa isla, caracterizada por unos
bosques de pinos y sobre todo por los nubarrones negros que la cubrían, no se encontró en
ninguna parte, así que ella debió hundirse después de la expedición de los Argonautas
incluso suponiendo (contra la verosimilitud, mejor dicho contra la probabilidad) que estos
Argonautas hayan podido llegar al Océano del Mar Negro, llevando el barco Argo del
Boristeno al Vístula para poder luego entrar al Mediterráneo por las columnas de Hércules,
como se dice en la parte final de esta obra poética atribuida a Orfeo. Podemos concluir que
hay derroche de "asombro" y que el sr. Gesner hubiera debido ser más incrédulo.
Respecto de quienes pretenden que los hombres arribaron a América desde hacía poco,
pasando por el Mar de Kamchakta o el estrecho de Tchutkoi, o sobre hielos o en canoas,
ellos no se dan cuenta de que tal opinión, que por otra parte es muy difícil de comprender,
no resta nada al prodigio. En efecto, sería sorprendente que una mitad de nuestro planeta
hubiese quedado sin habitantes por miles de años, cuando la otra estaba habitada. Lo que
hace que esta opinión sea aún menos probable, es que ellos suponen que en América había
unos animales, ya que sería imposible concebir que tales animales llegaron del mundo
antiguo, siendo allá desconocidos: por ejemplo los tapires, las llamas, los "tajacu".
Tampoco es posible admitir que haya habido una organización reciente de la materia en el
hemisferio opuesto al nuestro: porque aparte de la cantidad de dificultades que tal hipótesis
supone, y que nadie sabría resolver, queremos hacer notar a este punto que los huesos
fósiles que se encuentran en tantos lugares de América, y a escasísima profundidad,
atestiguan que algunas clases de animales, en vez de haberse establecido allá en tiempos
recientes, fueron aniquilados hace mucho tiempo. Es un hecho indudable que cuando llegó
Cristóbal Colón, no existían ni en las islas ni en ninguna provincia del nuevo continente,
cuadrúpedos de gran talla: ni dromedarios, ni camellos, ni jirafas, ni elefantes, ni
rinocerontes, ni caballos, ni hipopótamos. Así que los grandes huesos que se descubren a
flor de tierra pertenecieron a especies extinguidas, o destruidas varios siglos antes de la
época del descubrimiento, ya que la misma tradición no existía entre los indígenas que
nunca habían oído hablar de cuadrúpedos de talla más grande de los que se encontraban en
1492 en sus tierras. Pero un molar que se entregó al Abad Chappe, muerto luego en
California, pesaba ocho libras: eso se conoce por el resumen de la carta dirigida a la
Academia de Paris por el Sr. Alzate, que asegura que se conserva aún hoy, en México, un
hueso de pierna cuya rótula tiene un pie de diámetro. Algunos hipopótamos de la especie
grande, como los que se encuentran en Abisinia o en las orillas del Zaire, producen unas
muelas maxilares cuyo peso rebasa las ocho libras: pero se puede dudar que existan
elefantes cuyas piernas contengan articulaciones prodigiosas como la mencionada por el Sr.
Alzate, cuya historia parece contener alguna exageración. Lo mismo hay que decir de las
dimensiones que el P. Torrubia menciona, en su pretendida Gigantologie, unos fragmentos
de esqueletos desenterrados en América, que se encuentran actualmente esparcidos en
varios gabinetes de Europa. El Sr. Hunner, que hizo en Inglaterra un estudio particular de
estos huesos, piensa que pertenecieron a animales carniceros, y expuso tal idea a la
Sociedad Real de Londres (Trans. Phil. a l'an 1768) sin dejar de usar un gran aparato de
anatomía comparada. Pero si eso fuera cierto, entonces la naturaleza hubiera seguido en
América un plan completamente opuesto al que siguió en nuestro continente, en que todos
los cuadrúpedos terrestres de tamaño mayor son frugívoros y no carnívoros. Es un error de
Prosper-Alpín y del Sr. Maillet, haber creído que el hipopótamo es carnívoro.
(…)
Los pueblos realmente pescadores o ictófagos, existían solamente en las zonas más
septentrionales del nuevo mundo: porque a pesar de que entre los trópicos existen unos
salvajes que pescan mucho, ellos plantan también un poco de yuca alrededor de sus chozas.
Pero, en toda América; esta cultura, como la del maíz, es obra de mujeres, y es fácil
descubrir la razón: se cultivaba muy poco, y por tanto no se consideraba como el trabajo
más importante. Incluso se descubría en el Sur como en el Norte, a muchos cazadores que
no cultivaban nada en absoluto, y vivan únicamente de la caza: y coma estaban más
satisfechos en ciertas estaciones y menos en otras, podían conservar la carne solamente
ahumándola, porque las naciones dispersadas en el centro del continente desconocían por
completo la sal, pero casi todas las que vivan en la zona tórrida, e incluso en las
extremidades de las zonas templadas hacia la línea equinoccial, usaban mucho el ají o chile
(Capsicum annuum) u otras hierbas picantes, y es la naturaleza quien los enseñó todo eso.
Hay que decir que los médicos europeos estuvieron, y siguen estando casi todos
equivocados respecto de las especias: en los climas ardientes, su uso continuado y
abundante es necesario para ayudar a la digestión, y devolver a las entrañas el calor que
pierden por una transpiración demasiado fuerte. Los viajeros nos cuentan de los salvajes de
Guyana que ponen tanta pimienta en todas sus comidas, al punto de afectar la piel de la
lengua de quienes no están acostumbrados, tienen siempre una salud excelente, más que la
de otros pueblos de ese país, como los Acoquas y los morues, que no pueden procurarse
siempre una suficiente cantidad de tal pimienta. Incluso en Europa se observa lo
indispensable que es esta especia para los españoles, que siembran campos enteros de este
pimiento, como nosotros sembrarnos centeno: en una palabra, se sabe que a medida que el
calor aumenta, se vio que en toda Asia y África el consumo de las especias aumenta en
razón directa a tal calor.
Entre los pueblos cazadores del nuevo mundo, se descubrieron distintas composiciones que
solemos llamar polvos alimenticios o alimentos condensados, que intencionalmente se
reducen a un volumen mínimo para poderlos transportar fácilmente en caso de algún viaje
en esas soledades, donde la tierra, a menudo cubierta de nieve hasta dos o tres pies de alto,
no ofrece más recurso que un poco de caza eventual en una época en que muchos animales
se quedan en sus guaridas, a veces en lugares muy alejados de las zonas en que se los
busca. E incluso en los relatos de algunas páginas de la historia, se lee que la mayoría de las
poblaciones nómadas de nuestro continente tuvieron o siguen teniendo costumbres
similares; los salvajes de Gran Bretaña preparaban una de esas masas con "karemyle", que
se sospecha era el tubérculo de "magjon", que la gente del campo denominaba vesce
salvaje, aunque era un lathirus. Tragando una bolita de esta droga, los Bretones podían
quedar sin más alimentos por un día (Dion, in Sever.). Lo mismo, más a menos, pasa con el
polvo verde quo usan los salvajes esparcidos a la largo del río Jusquehanna, que termina en
la bahía de Chesapeac: baste decir aquí que se compone básicamente de maíz tostado, con
raíces de angélica y sal. Pero no se puede sospechar que antes de que estos bárbaros
tuviesen alguna comunicación con las colonias de Europa, no usaran sal, en cuyo caso ello
no podría contribuir mucho a incrementar la dieta alimenticia.
En cuanto a la forma de procurarse el fuego, era la misma en toda la extensión del nuevo
mundo, desde la Patagonia hasta Groenlandia: frotando unos trozos de madera muy duros
contra otros, muy secos, con tanta fuerza y por tanto tiempo, hasta inflamarse o echar
chispas. Es cierto que en algunos pueblos del norte de California se colocaba una especie de
pivote en el hoyo de una plancha muy dura, y frotando en un círculo se obtenía el mismo
efecto descrito anteriormente (Muller, Reise und entdeck: von den Russen, tom. 1. ). Parece
que fue únicamente su instinto, o si se nos permite decirlo así, la industria innata del
hombre, que les enseñó esta práctica, de manera que en nuestra opinión, hay que considerar
fábulas lo que se relata de las Marianas o las Filipinas, las Jordenas o las Amicuanas, con
respecto a que no poseían el secreto de hacer fuego. Y si se encuentra algo por el estilo en
ciertos geógrafos de la antigüedad, como Mela, sobre algunos pueblos de África, hay que
advertir que Mela había copiado a Eudoxo, que escribió eso en sus memorias y al cual
Estrabón nos la describe como un impostor. En efecto, para hacer creer que había doblado
el Cabo de Buena Esperanza, echaba mentira sobre mentira. Se puede ver, por la historia de
China y sobre todo por el uso vigente entre los habitantes de Kamchacta, los Siberianos y
hasta los habitantes de Rusia, que el método de prender fuego mediante la frotación de la
madera tuvo que ser general en nuestro continentes, antes de que se conociera el acero y las
piritas: el calor que el hombre salvaje sentía al frotarse sus manos le enseñó todo esto.
Como había en América un gran número de naciones pequeñas, sumergidas cual más cual
menos en la barbarie y en el olvido de todo lo que significa ser animal racional, es muy
difícil distinguir claramente las costumbres de los usos generales adoptadas tan solo por
alguna tribu en particular. Hay viajeros que creyeron que todos los salvajes del nuevo
mundo no tenían la menor idea del incesto, al menos en la línea colateral y que los
hermanos se casaban normalmente con las hermanas, o las frecuentaban sin casarse con
ellas: eso hizo pensar a muchos que las facultades físicas y morales tuvieron que alterarse
en esos salvajes, porque se supone que sucede entre humanos lo mismo que pasa con los
animales domésticos, que en algunos casos se debilitan por las uniones incestuosas. Eso
indicó lo que ahora se practica: que es oportuno mezclar o cruzar las razas para mantener su
vigor y perpetuar su belleza. Es un hecho, establecido por experiencias recién realizadas en
una única especie, que la degeneración es mayor y más rápida cuando hay una serie de
uniones incestuosas en la línea colateral que en la descendiente; este es un resultado
indudablemente imprevisto pero, según las cartas edificantes y los relatos de los Padres
Lafiteau y Gumilla (Moeurs des sauvages et histoire del Orenoque), está claro que existían
en América varias tribus en las que no se realizaba matrimonio ni siquiera con parientes de
tercer grade, así que no se podría afirmar que las uniones que nosotros llamamos "ilícitas" o
"incestuosas", que es lo mismo, hayan sido una costumbre general como lo fueron sin duda
entre los Karibes y muchos pueblos. Garcilazo relata también (Historia de los incas) que
los grandes caciques o los emperadores de Perú se casaban por medio de una singular
poligamia, ya que sus hermanas y primas hermanas eran todas esposas suyas. Pere agrega
que en realidad (p. 68, tome II) esta costumbre no era extensiva a la gente del pueblo,
aunque este nos parece un asunto imposible de aclarar: en realidad creemos que no se
puede creer a ciegas todo lo que Garcilazo nos dice sobre la legislación de los Peruanos.
Por otra parte en las poblaciones de este país, donde la autoridad del gran cacique o el
emperador no era muy firme, como entre los Antin, "el matrimonio era desconocido:
cuando la naturaleza les inspiraba sus deseos, el azar les ofrecía una mujer, ellos tomaban a
las que encontraban; sus hijas, sus hermanas, sus madres, indiferentemente; sin embargo,
las madres estaban al margen de esta práctica. En otro sitio –agrega- las madres cuidaban
en forma esmerada a sus hijas, y cuando las casaban, las desfloraban públicamente con sus
manos, para demostrar que habían sido bien cuidadas" (tomo 1, p. 14). Este última
costumbre, si era autentica, podría parecer aun mas asombrosa que el incesto, que tuvo que
estar presente en tribus pequeñas formadas solamente de ciento treinta individuos como las
que se encuentran a veces todavía ahora en las selvas de América, mucho menos frecuente
debió ser en tribus más numerosas, sobre todo, si se piensa en la multiplicidad de lenguas
relativamente ininteligibles que impedía a esas tribus pequeñas tomar mujeres de sus
vecinos.
Es conveniente observar ahora que es una mera suposición la degeneración que las uniones
incestuosas podrían ocasionar en la especie humana, como sucede en algunas especies
animales. La verdad es que no estamos ni estaremos informados a corto plazo sobre un
tema tan importante como para poder hablar de este con seguridad. No conviene citar en
este caso el ejemplo de algunos pueblos de la antigüedad, y menos el ejemplo de los
Egipcios, cuyas leyes, que se cree conocer muy bien, son a menudo las más desconocidas.
Ciertos Griegos que escribieron sobre Egipto y su historia después de la muerte de
Alejandro, pudieron fácilmente confundir las sanciones de un código extranjero adoptado
bajo la dinasta de los Lágidos, con las sanciones de un código nacional, en el que nosotros,
que de eso hicimos un estudio particular, no encontramos ninguna prueba convincente de la
ley que se sospecha existiera antes de la época de la conquista de los Macedonios (una
discusión más larga sobre este asunto, estaría fuera de lugar ahora). En realidad, lo que
demuestra que no se debe razonar sobre la necesidad de cruzar las razas, cuando se trata de
humanos, del mismo modo que si se tratara de animales domésticos, es el hecho de que los
Circasianos y los Mingrelianos constituyen pueblos que nunca se mezclaron con otro, y en
que los grados que impiden el matrimonio son muy paco extendidos. Sin embargo, como es
conocido, la sangre en tales pueblos es la mejor del mundo, al menos en las mujeres; y los
hombres no son en absoluto tan feos como dice en los Voyages au levant el caballero d'
Arvieu, cuyo testimonio es muy opuesto al del Sr. Chardin, que estuvo en esos lugares,
cuando en cambio el caballero de Arvieu no estuvo. Por otra parte, los Samoyedos, que no
se mezclan, ni con los Lapones ni con los Rusos, constituyen un pueblo muy débil,
absolutamente sin barba, aunque nosotros sabemos exactamente, por las observaciones del
Sr. Klingstaedt, que nunca los Samoyedos realizan matrimonios incestuosos como se
asegura en ciertos relatos de autores muy mal informados.
Es posible que en el clima de América existan causas particulares las cuales provocan que
ciertas especies de animales sean más pequeñas que sus semejantes que viven en nuestro
continente como: los lobos, los osos, los linces o gatos salvajes y otros. Es también en la
calidad del suelo, del aire, de la comida que M. Kalm cree que se debe buscar el origen de
esta degeneración que se extendió también en el ganado traído de Europa en las colonial
inglesas de tierra firme, desde los cuarenta grados de latitud hasta el extremo del Canadá
(Hist. nat. y civ. de la Pensylvanie ). En cuanto al hombre salvaje, la baja calidad de los
alimentos y su poca inclinación por el trabajo manual le vuelven menos robusto, ya que se
conoce que es principalmente el hábito al trabajo lo que fortifica los músculos y los nervios
de los brazos. Del mismo modo el hábito de cazar, la causa de que los americanos realicen
largas caminatas, determinó probablemente que M. Fourmont les denomine pueblos
corredores (Reflexions critiques), aunque no corran ni cacen sino cuando una gran
necesidad les obligue a hacerlo. Porque, cuando tienen provisiones de carne ahumada
permanecen día y noche acostados en sus cabañas de donde salen solamente por necesidad;
se conoce ahora por numerosas observaciones realizadas en diferentes lugares que en
general los salvajes tienen una inclinación a la pereza, una de las características que los
distinguen de los pueblos civilizados. A este vicio vergonzoso se une además un insaciable
deseo de licores espirituosos o fermentados, lo que proporciona una idea justa de los
excesos a los que estos bárbaros son capaces de llegar. Aquellos que piensan que estos
excesos en la bebida se encuentran en los pueblos situados en climas fríos, se equivocan),
ya que en los climas más fríos como en los más cálidos, los americanos se embriagan con el
mismo furor cuando tienen ocasión y tendrían casi siempre esta ocasión si fuesen menos
perezosos. Como cultivan muy poco maíz y mandioca, materias primas para extraer el licor,
con frecuencia les hace falta; porque se sabe que el caouin, la piworée, la chicha, y otras
bebidas artificiales de esta especie, se elaboran con la harina del maíz y de la calabaza. En
las ordas que jamás cultivan como los Moxos, los Patagones y miles más, se emplean raíces
de los frutos salvajes y hasta las espinas maduras para darle saber al agua y un toque
embriagante lo que es muy fácil mediante la fermentación que se realiza espontáneamente.
Se sospecha que el temperamento frío y flemático de los americanos les lleva a estos
excesos más que a los otros hombres, lo que se podría denominar, como dijo Montesquieu,
"una borrachera de nación". Sin embargo, los licores que ellos mismo fabricaban destruían
su salud al igual que el "agua de vida" que los europeos les vendían. Ella hizo efectos tan
grandes como los de la viruela, traída también por los europeos al nuevo mundo y tan
funesta entre los salvajes debido a su desnudez porque su epidermis y su tejido mucosa
siempre expuestos al aire se engrosaban; además, se tapaban los poros mediante colores de
grasas y aceites con los que se untaban el cuerpo para protegerse de las picaduras de
insectos que se multiplicaban de una era tan increíble en las selvas y en los lugares
insalubres. Fue por causa de los Maringouins y de los Moustiques que aprendieron también
a fumar el tabaco.
Los antiguos relatos hablan también y muy frecuentemente de la extrema vejez a la que
llegaban los americanos, pero ahora se conoce que en estos relatos existían exageraciones
que al parecer animaron a un ridículo impostor que aparecido en Europa bajo el nombre de
Hultazob, que quiso hacerse pasar por un cacique americano de quinientos años. Nosotros
hemos observado, y también M. Bancroft en la Guyana (l766), que es imposible conocer la
edad exacta de los salvajes porque a unos les faltan totalmente los signos numéricos y los
otros estos símbolos llegan hasta tres cifras, no tienen memoria ni nada semejante para
conocer su edad, faltan calendarios, ignoran no solamente el día de su nacimiento sino
también el año. En general ellos viven tanto como los otros hombres al menos en los
lugares septentrionales, porque en el trópico el calor que produce en el cuerpo una continua
transpiración, disminuye el curso de la vida. Lo que sí es muy cierto es que casi todas las
mujeres americanas tienen sus hijos sin dolor y con una facilidad admirable y es muy raro
que mueran en el parto o como consecuencia de éste; algunos historiadores dicen que antes
de la llegada de Pizarro y Almagro al Perú, no se oyó hablar jamás de mujeres sabias o
especiales. Esto hace suponer que este hecho se produjo por una configuración particular de
los órganos y tal vez también por una falta de sensibilidad que se observó entre los
americanos y de la que se encuentran ejemplos palpables en los testimonios de viajeros.
Pasaron doscientos años para conocer el método que empleaban las mujeres salvajes para
cortar el cordón umbilical de sus hijos: es un gran error creer que ellas lo anudaban y más
aún suponer que fue una práctica dada por la naturaleza a todas las naciones del mundo: no
lo anudaban sino que aplicaban un carbón ardiente que arrancaba una parte y la otra se
contraía para no volver a abrirse. Tal vez este método no fue el peor de todos y si la
naturaleza enseñó en este aspecto algún procedimiento, se concluye que es muy difícil
reconocerlo de los que ella no reconoció.
Los lectores interesados verán claramente que no es por envidia ni por algún resentimiento
particular contra los españoles el atribuirles según se ha visto la alteración que sobrevino en
el temperamento de los criollos, porque se ha dicho lo mismo de los europeos establecidos
en el norte de América lo cual se puede apreciar al leer la historia de Pensylvania citada
anteriormente. Si los criollos hubiesen escrito obras capaces de inmortalizar su nombre en
el mundo de las letras no hubiésemos tenido necesidad de la pluma y del estilo ampuloso de
Jerónimo de Feijoo, para hacer su apología que solo ellos podían y que solo ellos debían
hacer. Sin embargo, no fue por falta de tiempo, ya que Coreal, quien los describió, como lo
hablamos dicho, con colores desventajosos, partió para América en 1666. Además cuanto
más se extienda la cultura en el interior del Nuevo Mundo, salvando los pantanos,
derribando los bosques, tanto más cambiará el clima y se suavizará: una consecuencia
necesaria más sensible de alto en alto. Con el propósito de fijar aquí la época exacta de la
primera observación realizada en este aspecto, diremos que en la nueva edición de
Recherches philosofiques sur les Américains se encuentra la copia de una carta en la que
consta que desde el año 1677 se dieron cuenta del cambio de clima por lo menos en las
colonias inglesas, que parecen haber sido las más ligadas al trabajo y al mejoramiento de la
tierra de la que los salvajes no tuvieron ningún cuidado ya que ellos esperaban todo de la
naturaleza y nada de su propia mano. No es cierto lo que se creía acerca de que la
abundancia de caza, de pescado y de frutos silvestres retardó el progreso de la vida
civilizada en casi toda América: de la punta septentrional de Labrador, a lo largo de las
costas de la bahía de Hudson, desde el puerto de Munck hasta el río Churchil, la esterilidad
es extrema e increíble; pues los pequeños grupos de hombres que ahí se encontraban eran
también salvajes pero no como los que erraban por el centro del Brasil, de la Guyana, a lo
largo del Marañón y del Orinoco donde se encuentran más plantas alimenticias, más
cacería, más pescado y donde jamás la nieve impide pescar en los ríos. Parece, por el
contrario, que la posesión de un grano fácil de hacer crecer y de multiplicar como el maíz
hizo que los americanos renuncien en muchos lugares a la vida errante y a la caza, la causa
de un corazón muy duro y despiadado. Sin embargo, algunos de los pueblos que poseían la
semilla del maíz eran todavía antropófagos, como los Caribes de tierra firme. (…)
Es muy natural entonces que los salvajes, que no eran muy expertos en el engaño o
malabarismo, tuvieran miedo de este instrumento sin osar tocarlo y aproximarse a él; esto
es lo que constituía la adoración de la calabaza; es vano hacer preguntas a los bárbaros
sobre estas prácticas tan rudimentarias y sobre muchas otras infinitamente superficiales; la
pobreza de su lenguaje cuyo diccionario podría escribirse en una página, les impide
explicarse. Se sabe que aún los peruanos, aunque tenían una especie de sociedad política,
no habían inventado todavía términos para explicar los seres metafísicos ni las cualidades
morales que debían distinguir al hombre del animal, como la justicia, la gratitud, la
misericordia. Estas cualidades constituían una cantidad de cosas sin nombre, coma la virtud
sobre la cual se dijeron muchas exageraciones; así pues, en los pequeños pueblos nómadas,
la escasez de palabras era aún más grande al punto de que era imposible toda clase de
explicación sobre asuntos de moral y metafísica.
Se equivocan los que piensan que la religión de los salvajes es muy simple, muy pura y que
siempre se corrompe a medida que los pueblos se civilizan. La verdad es que los salvajes y
los pueblos civilizados se sumergen igualmente en espantosas y crueles supersticiones
cuando no son moderadas por la razón; y si la profesión del cristianismo no pudo impedir
que los españoles asesinen a sus hermanos en honor del Eterno en la Plaza Mayor de
Madrid, se ve cuánto es necesario que el cristianismo muy razonable, sea bien
comprendido. Ahora bien, es un error creer que hay filosofía en los salvajes que también
hicieron a su manera auto da fé. Entre los Antis se encontraron grandes vasijas de barro
llenos de cuerpos disecados de niños que habían sido inmolados a estatuas y los
sacrificaban de esta manera cada vez que los Antis celebraban actos de fe. En cuanto a los
que entre los salvajes son llamados boyés, jometyes, piays, angekottes, javas, tiharangui,
autmons, merecían mas bien el nombre de médico que el de sacrificador verdugo con el que
casi siempre se los conoció. Es verdad que estos añaden a los remedios que ofrecen a los
enfermos extrañas prácticas que consideran propias para calmar el origen maligno, al que
parece atribuían todos los males que afectaban al cuerpo humano. En lugar de razonar
estúpidamente sobre las teorías de sus llamados sacerdotes, hubiese sido mejor comunicar
los caracteres de ciertas plantas que utilizaban con frecuencia como medicamento porque
nosotros no conocemos sino la quincuagésima parte de los vegetales que cada uno de esos
Alexis llevan siempre consigo en pequeños bolsos que constituyen toda su farmacia. Pero
los misioneros, que veían en estos charlatanes sus rivales, en forma encarnizada y aun
cuando escriben en sus relatos, los llenan de injurias tan indignantes como la vulgaridad de
estilo con la que escriben sus relatos y los prodigios claramente falsos que afirman como
verdaderos. No faltaron misioneros en América pero no se vieron hombres inteligentes y
caritativos, sino muy raramente, interesarse por las desgracias de los salvajes y emplear
algún medio para aliviarlos. Se puede decir que solamente los Quakeros se establecieron en
el Nuevo Mundo sin cometer grandes injusticias ni acciones infames.
En cuanto se refiere a los españoles, aunque no fueron instruidos, se podría decir que Las
Casas quiso paliar sus crímenes haciéndolos absolutamente increíbles. Osan decir en un
tratado titulado De la destrucción de las indias Occidentales por los Castellanos, inserto en
la colección de sus Obras e impreso en Barcelona, que en cuarenta años sus compatriotas
degollaron cincuenta millones de indios. Pero afirmamos que es una burda exageración.
Esta es la razón por la que Las Casas exageró tanto: quería establecer en América un orden
semi militar, semi eclesiástico; luego, quiso ser el jefe de este orden y hacer pagar a los
americanos un enorme tributo en plata. Para convencer a la corte de lo útil de este proyecto
que en realidad solo lo era para él, presentaba el número de indios degollados en cantidades
enormes.
La verdad es que los españoles destrozaban a muchos salvajes usando enormes perros
cazadores y una especie de perros dogos llevados de Europa en el tiempo de los Alains;
también hicieron padecer a un gran número de estos desafortunados en las minas y en la
pesca de perlas, y también bajo el peso de cargas que no podían sino transportarse en
hombres porque en la costa oriental del nuevo continente, sobre todo, no existían animales
de carga ni de transporte, solo en Perú se vieron las llamas. En general cometieron miles de
crueldades con los caciques y jefes de hordas que creían escondían el oro y la plata: no
había ninguna disciplina entre los pequeños grupos de españoles compuestas por ladrones y
comandados por hombres indignos, pertenecientes a la peor calaña; es un hecho que
Almagro y Pizarro no sabían leer ni escribir: estos dos aventureros condujeron a ciento
setenta soldados, sesenta jinetes, y un cura llamado la Vallé Viridi que Almagro hizo matar
a golpes de culata en la isla Puna. Esta fue la armada que se enfrentó a los peruanos: en
cuanto a los que se enfrentaron a los mexicanos bajo la dirección de Cortés, fue fuerte y
estaba formada de quince jinetes y quinientos soldados o más. Entonces, se puede tener una
idea de los delitos que estos setecientos treinta y nueve asesinos debieron cometer en el
Perú y en Mexico. También es posible formarse una idea de los destrozos causados en la
isla de Santo Domingo. Pero es burlarse del mundo el afirmar que se degolló a cincuenta
millones de habitantes. Los que aceptan estos relatos tan extravagantes no tienen idea de lo
que este total significa: toda Alemania, Holanda, los países Bajos, Francia y España juntas
no completan en la actualidad cincuenta millones de habitantes.
Por otra parte, excepto al interior de España, la sierra estaba muy bien cultivada y esto
gracias al trabajo conjunto de animales y labradores. En América nada fue cultivado con
ayuda de los animales, incluso se puede ver que en las grandes jomadas de los españoles
que duraban cinco o seis días por el Perú, no se encontraba una sola habitación. Dice Jurabe
que en la expedición de la Canela se sirvieron de las espadas solamente para cortar los
espinos y zarzas para abrirse un camino por el desierto más terrible que uno puede
imaginar, En el centro del Paraguay y de la Guyana donde jamás las pequeñas armadas
españolas pudieron penetrar, y en donde por lo tanto, no pudieron cometer ningún delito
como el que se les imputa, solo encontraron bosques donde pequeñas poblaciones a más de
cien leguas de distancia unas de otras. Se comprende entonces lo que los jesuitas publicaron
referente al establecimiento de sus misiones y cuan difícil fue reunir a unos salvajes en un
lugar más extenso que Francia donde la tierra es mejor que en el Perú y tan buena como la
de México. Si se quiere tener una idea del estado en que se encontraba el nuevo mundo en
el momento del descubrimiento, hay que estudiar los relatos, y emplear sin detenerse una
crítica juiciosa y severa para descartar las falsedades y los prodigios que abundan: los
compiladores que no tienen un poco de espíritu crítico acumulan todo lo que encuentran en
los diarios de viajeros, en fin son solamente repugnantes que no han hecho sino
multiplicarse pues, es más fácil escribir sin reflexionar que reflexionando.
Conocemos que en América todos los grandes ríos como La Plata, el Marañón, el Orinoco,
el del Norte, el Missisipi y el San Lorenzo, desembocan en la costa oriental a donde los
europeos debían llegar primero y tomando estos ríos penetraban sin dificultades al centro
del continente; pero Perú y Mexico se encuentran, como se sabe, en situación contraria, es
decir, en la costa occidental y no se les puede atrapar sino con tropas ya cansadas por las
caminatas hasta el interior de las tierras.
Como quiera que sea, el nuevo mundo estaba tan desierto que los europeos hubiesen podido
establecerse sin destruir ninguna población. Al dar a los americanos el hierro, las artes, los
oficios, los caballos, los bueyes y las razas de todos los animales domésticos que les
faltaban, se hubiese compensado de alguna manera el terreno tornado. Sabemos que
algunos jurisconsultos sostienen que los pueblos cazadores de América no eran los
verdaderos poseedores del terreno, porque, de acuerdo con Grotius y Lauterbach, no se
adquiere la propiedad de un Pals cazando, hacienda leña, tomando el agua en ese lugar sino
con la demarcación precisa de los limites, la intención de cultivar o el cultivo ya
comenzado, aspectos que confieren la posesión. Pensamos, por el contrario, que los pueblos
cazadores de América tenían razón al sostener que eran, como ya se dijo, poseedores
absolutos del terreno porque su manera de vivir la caza equivalía al cultivo y la
construcción de sus cabañas es un título contra el cual no pueden argumentar Grotius,
Lauterbach, Titius y todos los publicistas de Europa sin caer en la ridiculez. Ciertamente, en
los lugares donde había alguna especie de cultivo, la posesión era aún más indudable, de
manera que no se sabe por qué raz6n el Papa Alejandro VI otorgó por medio de una bula en
1493 todo el continente y las islas de América al rey de España sabiendo que no otorgó
países incultos ni deshabitados, porque en la donación especificaba las ciudades y los
castillos (civitates et castra in perpetuum, tenore praesentium, donamus). Se dirá que este
acto fue ridículo: sí, es precisamente por ridículo que debió abstenerse de hacerlo para no
dar lugar a que personas temerosas crean que los soberanos pontífices contribuyeron en
todo lo que era posible, en todas las depredaciones y masacres que los españoles
cometieron en América, donde citaban esta bula de Alejandro VI cada vez que aprisionaban
a un cacique o invadan una provincia. La corte de Roma debió haber revocado solamente
este acto de donación, por lo menos después de la muerte de Alejandro VI pero
desgraciadamente no se hizo jamás esta gestión en favor de la religión.
La que es aún peor, es que algunos teólogos del siglo XVI sostuvieron que los americanos
no eran hombres y no fue debido a la escasez de barba y desnudez de los salvajes que
adoptaron esta forma de pensar sino por los relatos que recibían acerca de los antropófagos
o caníbales. Todo esto se ve claramente en una carta de Lullus; los indios occidentales,
dice, solo tienen del animal pensante (hombre) lo exterior: saben apenas hablar y no
conocen ni el honor, ni el pudor ni la probidad: no hay animal feroz, tan feroz como ellos:
se devoran entre ellos y destrozan a su enemigos succionando la sangre y tienen siempre
enemigos porque la guerra entre ellos es eterna; su venganza no conoce límite: los
españoles que les frecuentan, añade, se transforman casi sin advertirlo en perversos, crueles
y atroces como ellos, hecho que ocurre a fuerza del ejemplo y del clima (Adeo
corrumpuntur illic mores, sive id accidae exemplo incolarum, sive caeli natura). Pero
parece que el clima no influyó en todo esto porque ya hemos visto que a la altura de la línea
ecuatorial y en los países más fríos, más allá de los cincuenta grados, se vio también a
bárbaros comer a sus prisioneros y celebrar con horribles canciones la memoria de sus
ancestros que hacían lo mismo. Lullus y los teólogos que aquí se mencionan, parecen
ignorar que la antropofagia fue muy común también entre los antiguos salvajes de nuestro
continente; porque cuando las ciencias no iluminan al hombre, cuando las leyes no detienen
ni la mano ni el corazón, se cae en estos excesos. Repetiremos al terminar este artículo que
siempre será admirable que no tuvieran todavía en 1492 ninguna idea de las ciencias de
manera que el espíritu humano se haya atrasado en este aspecto más de tres mil años. Ahora
mismo no existe en el nuevo mundo una población americana que sea libre y que quiera
hacerse instruir en las letras porque no se puede hablar de los indios de las misiones, ya que
todo demuestra que se los convirtió más bien en esclavos fanáticos que en hombres. (D.P.)
AMERIQUE
De Pauw Cornelius
De Pauw
L'Auteur a dit que les Créoles, ou les Européens nés en Amérique, qui ont étudié dans
les Universités de Mexico, de Lima, dans le College de Santa Fé, n’ont jamais écrit un
bon livre. Pour démontrer que cette affertion est fauffe, il falloit absolument citer un
bon livre écrit par des Créoles; mais le critique s'en est bien gardé: il n'a donc pas
réfuté l'Auteur fur l’article des Créoles, qui fe reffentiront encore longtems de cet
affoibliffement qu’effuie la constitution de l'homme fous le climat de l'Amérique. Je
dirai, dans le Chapitre VII, que la précocité de l'esprit femble être la vraie caufe du
peu de capacité qu'ils ont pour réuffir dans les lettres, & cela est d’autant plus
probable que l’on a auffi-bien remarqué ce phénomene parmi les Créoles du Nord, que
parmi ceux qui font nés dans les provinces méridionales. * Il est bien étonnant que les
sciences n'ayent jamais pu fleurir dans toute une moitié du Monde, dans tout un
hémisphere de notre Globe. Les Américains avant la découverte de leur pays, étoient
bien éloignés d'avoir fait fleurir les fciences dont ils ne connoiffoient pas même les
noms; & depuis la découverte elles n’ont encore fait àucun progrès fenfible. On peut
néanmoins affurer qu’elles commenceront à paroître plutôt dans l'Amérique
feptentrionale que dans les parties du Sud. Le contraire est précifément arrivé dans
notre continent, où le Nord a été civilisé par les fciences venues du midi. La caufe de
ceci est que les Colonies Angloises travaillent avec une ferveur incroiable à défricher le
terrein, à purifier l'air, à faire écouler les eaux marécageuses; tandis que les Espagnols
& les Portugais, qui occupent les meilleures provinces méridionales, y ont contraćté
toute la pareffe des indigenes. Il est bien vrai, comme je le ferai voir dans la fuite, que
les Colonies Angloises avoient espéré de pouvoir, en moins de tems, changer
beaucoup plus le climat du nouveau Monde; mais il n’y a pas de doute qu’elles n'y
parviennent avec le tems Les premiers Espagnols qui allerent en Amérique,
débarquerent, comme on fait, dans l’isle de St. Domingue qui fe nommoit alors Hayti:
ils furent bien furpris d'y trouver des hommes dont l’indolenc & la pareffe formoient le
carastere dominant, qui étoient fimples & fans ambition, qui ne s’occupoient pas du
lendemain: après avoir mangé & danfě une partie du jour, ils passoient le refe du tems
à dormir: le plus grand nombre n’avoit ni efprit, ni mémoire. Ils étoient presque nuds,
& s’enivroient fouvent de Tabac L’étonnement augmenta, lorsqu’en pénétrant plus
avant dans le nouveau Monde on vit que tous les Américains étoient imberbes, que
tout leur corps étoit dépilé comme celui des Eunuques, qu’ils paroiffoient
presqu’infensibles en amour, qu’ils avoient du lait, ou une espece de substance laiteufe
dans leurs mamelles, qu’ils ne pouvoient ni foulever, ni porter des fardeaux. La furprife
augmenta encore, lorsqu'on s'apperçut malheureufement que les hommes & les
femmes y étoient atteints du mal vénérien. On avoit vu, on avoit oui parler des pays
fauvages; mais on n’avoit jamais rien vu d’auffi fauvage que l’état où on découvrit
l'Amérique. Les habitans y étoient non feulement pareffeux; mais fi ennemis du travail
que la difette même n’avoit pu les forcer à devenir cultivateurs dans les cantons les
plus ftériles. Ils voyagoient plutôt qu’ils n’habitoient dans leur pays; tant ils
s’intéressoient peu à l’amélioration & au défrîchement de cette terre abandonnée à
ellemême, où l’on les voyoit errer, attendant tout de la Nature, & rien de leur travail, &
rien encore de leur industrie. Auffi le gibier, dit Mr. de Buffon, étoit-il infiniment plus
répandu dans tout le Nord du nouveau Monde, que les hommes. Cette dépopulation &
ces symptômes dont je viens de parler, prouvent de la maniere la plus fenfible que
l’espece humaine y avoit effuyé une altération dans fes facultés physiques & morales.
Il étoit du devoir du critique de démontrer que ces fymptômes indiqués par l’Auteur,
n’ont jamais existé; mais il s’en faut de beaucoup qu'il n’ait entrepris cette dé
monstration. Jamais écrivain n'a examiné plus fuperficiellement que lui, les qualités
corporelles & inteljećtuelles des Indiens occidentaux. * On a observé que, parmi toutes
les peuplades qui s’étendent dans une longueur de plus de treize-cents lieues, depuis
le détroit de Bahama jusqu’au détroit de Davis, on ne rencontre pas un homme qui ait
de Ia barbe. Si c'étoit un effet du froid, de l’âpreté du climat, il faudroit trouver au
moins des hommes barbus dans les provinces les plus tempérées de la Zone Torride;
mais les Péruviens qui habitent fous la ligne „font tous auffi naturellement imberbes.
(*) Ce caraćtere fingulier fervit d'argument à ces Théologiens qui foutinrent que les
Américains n’étoient pas des Hommes. Ils n’ont pas, difoit-on, le figne de la virilité que
la Nature a donné à tous les peuples du Monde, hormis à eux feuls. Il faut convenir que
c’est là un phénomene extraordinaire, foit que la caufe en existe dans le climat, comme
quelques-uns l’ont prétendu; foit qu’elle réfde dans le fang même de cette race
pufillanime, ce qui est bien plus probable. - Quand ces Américains virent pour la
premiere fois des Espagnols à longue barbą, ils perdirent dèslors le
courage: car comment pourrions-nous réffer, s'écriérent-ils, à des hommes qui ont des
cheveux dans le vifage, & qui font fi robuftes qu’ils foulevent des fardeaux que nous he
faurions feulement remuer? Les Péruviens parurent le moins épouvantés à la vue des
Espagnols: ils crurent même qu’ils étoient lâches & efféminés; mais ils fe
détromperent bientôt. * · Il faut observer que les Sauvages en général font,
indépendamment de l’altération de leur tempérament, moins forts que les peuples
civilisés; parce que ces Sauvages ne travaillent jamais; & on fait combien le travail
fortifie les nerfs: je croi auffi que la nourriture y influe beaucoup.
Chapitre VI
En général, l'Amérique n’a jamais pu être auff; » peuplée que l'Europe & l'Afie: elle
est couverte de » marécages immenfes qui rendent l'air très-mal fain; » la terre y
produit un ņombre prodigieux de poi»fons: les fleches trempées dans le fuc de ces
herbes »venimeufes, font des playes toujours mortelles. La »Nature enfin avoit donné
aux Américains beaucoup » moins d'industrie qu’aux hommes de l’ancien Monde.
»Toutes ces caufes enfemble ont pu nuire beaucoup » à la population. (*) - Ce paffage
de Mr. de Voltaire contient bien des chofès en peu de mots: mais il ne contient pas une
feule proposition qui n’ait été formellement con: tredite par Dom
Pernety, & cependant Dom Pernety n’a pas démontré qu’une feule de ces propofitions
foit fauffe. En effet, comment eût-il punier qu’il n'y ait en Amérique d'immenfes
marécages, d'où il fort néceffairement des brouillards qui y rendent l’atmosphere plus
humide que dans les autres contrées
du Monde ? Comment eût-il punier qu’il ne naiffe en Amérique un nombre prodigieux
de végétaux & de ferpens venimeux ? Puisque ces plantes & ces reptiles font connus &
décrits par les naturalistes. Mr. de Buffon rapporte que la dépopulation du nouveau
Monde, étoit encore plus grande qu’on ne l'a cru: il affure que Mr. Fabri a parcouru,
dans le Nord de l’Amérique, de très-vaftes terreins, & que, quand il s’éloignoit des
rivieres, il lui arrivoit fouvent de marcher plusieurs jours fans voir ni des habitations
humaines, ni aucune trace, ni aucun indice qu’il y en ait jamais eu. - Ces confidérations
ont porté Mr. de Buffon à penfer que les hommes ne s’étoient répandus dans cette
partie du nouveau continent que depuis peu. . Ce fentiment n’a point été adopté par
l’Auteur des Recherches Philosophiques, qui s’eft fondé fur la différence effentielle
qu’on obferve entre les langues Américaines & les langues Tartares: cependant fi les
hommes s’étoient introduits récemment dans ces contrées, ee ne pourroit avoir été
que par le Kamfchatka; & alors on n’auroit pas trouvé, parmi tous les peuples
Américains, la tradition confiante de leur retraite fur les montagnes, pendant que les
plaines & les vallées étoient inondées. On conçoit, pour peu qu’on y réflechiffe, qu’une
telle tradition prouve absolument que les Américains avoient habité ce pays depuis une
infinité de fiecles. Lorsque Mr. Bertrand montra à quelques Sauvages du Nord, des
produćtions marines, & des coquillages fosfiles, tirés des Montagnes bleues qui fe
prolongent depuis le Canada jusqu’à la Caroline, ces Sauvages lui dirent que rien
n’étoit moins étonnant, que de trouver des coquillages autour
des Montagnes bleues ; puisqu’ils fàvoient, par l'ancienne parole (*), que la mer les
avoit environnées. Or, fi ces peuples étoient venus d’ailleurs, ils n’auroient jamais pu
donner de tels éclairciffemens fur les révolutions arrivées chez eux, dans des tems qui
ne peuvent être que très-reculés; mais qui font néanmoins de beaucoup, postérieurs à
l’époque du dernier déluge, furvenu dans notre continent. . C’est à cette inondation
que le nouveau Monde a éprouvée plus tard que l’ancien, que l’Auteur a rapporté
comme à une fource commune, & la dépopulation de l’Amérique, & l’état horrible où on
l’a trouvé, & l’affoibliffement des nations qui y habitoient. Le critique, qui n’a pas
difcuté les , chofès, fe contente d’accufer l’Auteur d’avoir foutenu. que la matiere ne
s’eft organisée que depuis peu dans l'hémisphere opposé au nôtre. Je démontrerai
jusqu’à l’évidence, que les Recherches Philosophiques ont été entreprifės dans la vue
de détruire ce fyftême de l’organisation récente, & cependant le critique impute à
l’Auteur cette même hypothese qu’il a combattue de toutes fes forces. Je fouhaiterois
qu’il eût mieux compris l’ouvrage qu’il a attaqué. On a fait observer que c’est le deftin
des peuples Sauvages de s’éteindre, lorsque des nations policées viennent s'établir
parmi eux: cela est très-vrai par rapport au Nord de l'Amérique: beaucoup de perfonnes
affurent que, fi les Anglois continuent à y étendre leurs établiffemens, on n’y verra
plus de Sauvages. Car, au lieu de fe mettre à cultiver la terre, ils reculent devant les
habitations des Européens, s'enfoncent de plus en plus dans les bois, & fe replient ou
vers les Aflénipoils, ou vers la Baye de Hudson: comme ils ne peuvent fe rapprocher
de la forte fans fe nuire les uns aux autres, ils dépériffent. & dépériront de plus en
plus, s’ils ne deviennent. cultivateurs, ce qu’on n’oferoit pas même espérer. Les cinq
nations conféderées du Canada, les Mohawhs, les Senekas, les Oneydoes, les
Onondagas & les Cayugas, qui faifoient la principale, ou pour mieux dire l’unique
force de l'Amérique septentrionale, en I 5 3o, tems auquel elles mettoięnt quinze mille
hommes fur pied, ne fauroient aujourd'hui raffembler trois mille guerriers, dans un
pays plus grand que l'Allemagne. (...)
Chapitre VII
De la facilité à enfanter en Amérique, du terme - de la vie parmi les Américains & les
Créoles, &’ du petit nombre d'hommes contrefaits qu'on ren femmes en couches, il en
meurt à peu près une. Cependant notre ancien continent eft fort peuplé, & le nouveau
continent est un défèrt relativement à fon étendue: ainfi cette grande facilité que les
femmes y ont à enfanter eft accompagnée d’une grande infécondité. C’est donc là un
dérangement dans la confitution du sexe: car il y a des cantons aux Indes orientales &
furtout dans les provinces les plus méridionales de la Chine, où les femmes fe
délivrent de leur fruit avec autant de facilité que les Américaines; mais loin d’être
ftériles comme elles, leur fécondité furpaffe celle des Européennes. Ainsi l’Auteur
des Recherches Philosophiques n’a pris la facilité à enfanter pour un caraćlere
d’affoiblif. fement, qu'en tant qu’elle est accompagnée de cette ftérilité qu'on
remarque parmi les femmes du nouveau Monde, qui ceffent ordinairement d’avoir des
enfans à 36 ans. On ne peut attribuer la dépopulation de l'Amérique aux maffacres des
Espagnols; puisqu’il a pafé dans les Indes occidentales plus d'Européens qu’on n’y a
détruit d'indigenes; & fi l’on comptoit les Negres, on trouveroit que le nouveau
continent a plus reçu d'hommes de l’ancien Monde, qu'il n'en existoit au moment de la
découverte. Le critique dit jusqu'à deux fois, que les Américains vivenit des fiecles. (*)
A cela je réponds que de telles exagérations peuvent étre bonnes dans une
Differtation où l’on n’examine pas les chofes; mais qu’elles ne fauroient trouver place
dans un livre où l’on s’attache à examiner les chofes. Comme les Sauvages ne favent
pas compter, & qu’ils n’ont ni calendriers, ni époques, ils ignorent l’année de leur
naiffance, & il est très-difficile de connoitre au jufte leur âge. Chez quelques peuplades
on met tous les ans une noix, ou un caillou dans un panier: c’est là le dépôt de leurs
archives & de leurs annales, qu’on ne conferve qu’auffi longtems que le village refte
dans un même lieu; - car quand la peuplade change de demeure, on fait un autre
panier, & on commence de nouveau à y jetter des cailloux; mais chaque individu n’en
ignore pas moins le nombre d'années qu’il a vêcu, & en effet cette connoif; fance
intéreffe très-peu les Sauvages. Ils vivent en général, auffi longtems que les autres
hommes: le mal vénérien n’est qu’une affećtion de leur tempérament, qui ne les tue
pas plus que la lepre tuoit les lépreux, lesquels parvenoient fouvent à 8o ans, &
pouffoient quelquefois leur carriere au-delà de ce terme. 2 Quant à la durée de la vie
parmi les créoles, elle paroît être plus courte qu’en Europe: car comme leur raifon fe
développe plutôt, c’est une preuve qu’ils parviennent en moins de tems à la puberté;
de forte qu’ils perdent d’un côté ce qu’ils gagnent de l’autre. } C'est d’après les
propres expressions de Don Juan, qu’il est dit dans les Recherches Philosophiques, que
les Créoles de l'Amérique méridionale acquiérent la maturité de ce qu’on peut appeller
parmi |
eux l’esprit, avant que les enfans de l'Europe-y atteignent; mais cette faculté s’éteind
d’autant plus promtement, qu’elle fe manifeste plus promtement. Et voilà pourquoi on
dit d’eux, qu’ils font déja aveugles, lorsque les autres hommes commencent à voir, Or
cette observation de Don Juan fur les créoles du Sud de l’Amérique, est exaćłement
conforme à l’obfervation qu’on a faite fur les créoles du Nord de l'Amérique, ce qui est
fans doute très-étonnant. »Nous ne devons pas omettre une remarque »finguliere
qu’on fait au fujet des habitans de la Pen» filvanie. Il femble que la Nature agiffe plus
rapide»ment dans ces contrées qu’en Europe; car l’on voit »la raison dévancer la
maturité de l'âge. Il n’est pas »rare de trouver de petits garçons en état de répon» dre
à des questions fort au-dessus de leur âge, avec » autant de jufteffe & de bon fens, que
s’ils étoient » déja des hommes. Il est vrai qu'ils ne parviennent » pas à la même
vieillefse que les Européens. Il eft » fans exemple qu’un habitant né dans ces climats,
ait » atteint quatre - vingts ou quatre - vingts - dix ans. » On ne parle ici que des
hommes d’origine Eurooopéenne; car pour les Sauvages, qui font les anciens »
habitans du pays, on voit encore des vieillards par» mi eux; mais ils font en bien plus
petit nombre » qu’anciennement.” Hiff. Naturelle de la Pensilvanie, Cette précocité de
la raifon dans les créoles de l'Amérique , explique naturellement pourquoi ils ne
fauroient réuffir dans les sciences: leur entendement baiffe à mesure qu’ils avancent:
ils ont trop d'esprit dans cet âge où les autres enfans apprennent à lire, & ils n’ont
déja plus d'esprit dans cet âge où les autres hommes étudient ce qu’on leur a enfeigné
dans leur jeuneffe. Tout cela est un effet néceffaire de la dégénération que l'espece
humaine éprouve chez eux. L’Auteur a expliqué pourquoi on ne rencontre point parmi
les peuples véritablement fauvages, des aveugles, des muets, des boiteux, & enfin des
hommes contrefaits (*), puisqu’on y détruit les enfans qui naiffent avec des défauts
femblables. A Lacédémone on ne voyoit jamais de boffus, ni des perfonnes aufļuelles il
manquoit naturellement quelque membre. Cela n’est pas furprenant; puisqu’on y
jettoit les enfans nés avec de telles difformités, dans cette voirie qu’on ofoit nommer
le Lieu du dépôt au pied du mont Taygete. |Il est vrai qu'il naît moins d'enfans
difformes parmi les Sauvages, que chez les peuples policés; mais la raifon n’en eft pas
dans la vigueur de la complexion de ces Sauvages, qui d’abord font moins ardens dans
l’amour, & qui vivant dans un état où le travail leur eft inconnu ne disloquent pas
leurs membres en foulevant des fardeaux, en conduifant des machines, en élevant des
édifices; enfin, comme ils n’ont pas des arts, ils n’ont pas auffi les maladies des
artifans. Les grandes courfes, que les femmes enceintes y entreprennent à la fuite des
chaffeurs, les font quelquefois avorter; mais il est rare que la violence du mouvement
eftropie l’embrion: nous observons exaćłement la même chofe parmi les femelles de
certains animaux fauvages, & même de certains animaux domestiques, comme les
chiens, dont on fait chaffer les femelles pleines, fans qu'il en résulte aucun accident
fenfible par rapport aux petits dont elles fe délivrent; tandis que les vaches, qui fè
meuvent fi lentement produisent fort fouvent des veaux monftrueux, ou difformes; &
cela est très-rare parmi les chiens. (*) : |Dès que les Péruviens font devenus fujets de
l'Espagne, on a été étonné de voir naître parmi eux s plus d’individus estropiés qu’on
n’en rencontre en Europe: cela eft occafionné d’un côté par les travaux aufquels on les
foumet, & de l’autre parcequ’on ne leur permet plus de maffacrer les enfans, qui en
venant au monde ont quelque membre de trop, ou de moins, ou la colonne vertébrale
courbée.
Quant aux aveugles, il ne fauroit s’en trouver chez les peuples purement chaffeurs &
pêcheurs, où personne n’aide personne, & où l’on mafsacre même les vieillards qui
manquent de forces pour fè nourrir eux-mêmes. Là, dis-je, les aveugles meurent
de faim, ou bien on les tue: car, pour chaffer & pour pêcher, il faut l’usage des yeux.
Parmi les peuples bergers tels que les Lappons, on rencontre fréquemment des
aveugles; mais comme il est très-aifé de les nourrir de chair, ou de lait de Rhenne, au
fond d’une cabane, on est bien éloigné de les laiffèr périr de faim, & encore bien plus
éloigné d’attenter à leurs jours, comme le font les Sauvages de l'Amérique, qui en
courant dans des bois épais, ne fauroient conduire des vieillards & beaucoup moins des
aveugles. Cet état, où l’on facrifie, où l'on abandonne les personnes infirmes ou
décrépites, est le dernier des états où l'homme puisse être réduit. Mais le critique, qui
voit tous les défordres imaginables parmi les nations civilisées de l'Europe, ne voit
aucun défordre chez les Sauvages du nouveau Monde: cependant ce qu’il prend pour la
vigueur de leur complexion, eft l’effet de leur barbarie & de leur brutalité; ce qu’il
prend pour leur force, est précisément leur foibleffe.