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LA GUERRA DE LA
RESTAURACIÓN
cuenta de que no tenía dentro del país los medios para ganar
esa guerra política que en cualquier momento podía convertirse
en una contienda armada, y trataba de conseguirlos afuera, en
España, donde el Estado se hallaba organizado como sin duda
le hubiera gustado a él organizado en su tierra: con reyes o
reinas que lo encabezaban hasta el día de su muerte, rasgo
fundamental que le daba el aspecto de una organización
inconmovible, capaz de vencer el tiempo. Como Pedro Santana
no había hecho estudios de la historia de España seguramente
ignoraba las muchas vicisitudes por las que había atravesado ese
Estado y además tuvo la suerte de morirse pocos años antes de
que pasara a estar encabezado por un presidente (en realidad,
cuatro presidentes en once meses de república). Para Santana, la
manera de preservar el Estado hatero era integrándolo en el
seno del Estado Español, y eso podía hacerse si la República
Dominicana pasaba a ser una provincia de España. No sabemos
si la idea fue suya o fue de los políticos que estaban al servicio
del Estado hatero; lo que sabemos es que la Anexión se hizo a
nombre de y con el apoyo de Pedro Santana; y puede decirse
que ese trascendental episodio de la historia dominicana, único,
por lo demás, en la historia de la América española, empezó en
el año 1859, antes de que se cumpliera el primer aniversario de
la derrota de Báez y de su salida al exilio en junio de 1858.
De la sociedad hatera dominicana lo único que quedaba en
el año 1860 era la cúspide que venía ejerciendo el poder político
desde que el país quedó separado de Haití, pero la base hatera
que debía sostener con sus opiniones a esa cúspide había
desaparecido. El lugar más poblado del país era la ciudad de
Santo Domingo, que tenía 8 mil habitantes según las
estimaciones del cónsul de España Mariano Álvarez, fechadas
en la Capital el 20 de abril de 1860, y no hay constancia de que
la Capital fuera precisamente un lugar donde residieran
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que combaten del lado del enemigo, como fue el caso del
general Juan Suero y fueron los de varios dominicanos, algunos
de ellos de grandes condiciones como lo demostraron los que
combatieron en Cuba en el lado de los partidarios de la
independencia de ese hermano país. Los dominicanos que
durante la guerra de la Restauración se mantuvieron en las filas
del ejército español no lo hicieron tanto por razones clasistas
como por filiación política, debido a que sin ser hateros fueron
santanistas hasta más allá de la muerte de Santana.
La historia no puede concebirse, y mucho menos realizarse,
con criterio perfeccionista, y sería puro perfeccionismo esperar
que en cualquier acontecimiento histórico los seres humanos
actúen siguiendo rigurosamente el esquema de las divisiones de
clases según el cual en determinado momento todos los
obreros debieron estar unidos frente a todos los patronos, que
también estarían a su vez unidos frente a los obreros.
En el caso concreto de la guerra dominicana de la Restau-
ración la lucha de clases venía matizada desde hacía tiempo por
la división de la sociedad en partidos o corrientes políticas, o
dicho de otra forma, en santanistas y baecistas, y el santanismo
debe ser visto como una fuerza compleja puesto que en él se
hallaban los hateros pero probablemente también una mayoría
de no hateros formada por hombres que habían sido llevados a
las luchas políticas del lado de Santana debido al papel que
Santana jugó en las guerras contra Haití y a sus innegables
condiciones de mando; y si vemos el santanismo de esa manera
estaremos reconociendo al grupo de los hateros, cuyo jefe era
Santana, como una vanguardia política al mismo tiempo que
como una clase, la clase dominante en una sociedad que todavía
en los años de la Restauración no había salido de la etapa
precapitalista de nuestra historia. Por lo demás, le pedimos al
lector tener presente lo que dijimos hace años en Composición
social dominicana y hemos repetido en varios
JUAN BOSCH
jefe. Algo parecido iba a suceder ciento dos años después cuan-
do el coronel Francisco Alberto Caamaño, que había sido el jefe
de un cuerpo de la Policía encargado de reprimir mani-
festaciones políticas, se puso al servicio de la revolución de
Abril y de un día para otro quedó convertido en el jefe militar
de ese movimiento.
Gaspar Polanco no fue el único hombre que pasó, casi de un
día para otro, a una posición preponderante en las filas de los
restauradores; lo mismo le sucedió a Benito Monción, aunque
no con la intensidad con que le pasó a Polanco; e igual le
ocurrió a Gregorio Luperón, si bien en forma casi relampa-
gueante, puesto que antes de que se distinguiera en la batalla de
Santiago era un desconocido de quien se burlaban los soldados
revolucionarios porque recorría el campamento dominicano
armado con una espada que nadie sabía de donde la había
sacado y haciendo alarde de un valor que no había demostrado
todavía debido a que no había tomado parte en ningún
combate, y el 14 de septiembre aparecía firmando el Acta de la
Restauración, llamada, como hemos dicho, Acta de
Independencia.
En Notas autobiográficas (páginas 151 y siguientes, edición de la
Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Santo Domingo, 1974) su
nombre figura en segundo lugar, inmediatamente después del de
Gaspar Polanco, pero en Actos y doctrina del Gobierno de la
Restauración (Editorial del Caribe, Santo Domingo, 1963, página
28) aparece en el décimo. Para el 9 de septiembre, cuando
todavía estaban calientes las cenizas que dejó el incendio de
Santiago, Luperón tenía un secretario —Ricardo Curiel— que
sin duda fue el autor de un documento muy expresivo de lo que
era la realidad social en las filas dominicanas; se trata de un
oficio, encabezado de manera oficial con el lema de Dios, Patria
y Libertad, República Dominicana, dirigido al coronel José
Antonio Salcedo (Pepillo, el
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hacia ese punto debían ir las tropas más numerosas pues era en
sus vecindades donde iba a hacer Santana su cuartel general y
por tanto era allí donde había que esperar los ataques más duros
del enemigo, que en ese caso concreto no estaba compuesto
sólo de españoles sino también de reservas dominicanas.
De La Gándara cuenta (Tomo II, páginas 31 y siguientes)
que Santana había salido de la Capital el 15 de septiembre con 2
mil 100 hombres de todas las armas con las cuales “debía
marchar en auxilio de Santiago atravesando la cordillera Central
al dirigirse al Cibao”.
A juzgar por lo que dice La Gándara las autoridades espa-
ñolas se hicieron muchas ilusiones con la salida de Santana
hacia el Cibao. El vencedor de Las Carreras llevaba en su co-
lumna 500 dominicanos que procedían de San Cristóbal, con los
cuales “se formó un batallón y un escuadrón, que debían ser
reforzados por contingentes iguales que también se habían
mandado armar, de las reservas del Seybo”. El hecho de que
llevara tropas españolas y dominicanas y “un Estado Mayor
inteligente y joven”, dice de La Gándara, ilusionó mucho a las
autoridades; pero no podía ilusionar a los españoles que iban en
la columna porque ésta tardó dos días en llegar a Monte Plata
debido a una lluvia de las que son frecuentes en el país en esas
fechas. Al hacer campamento en Monte Plata “empezaron a
sentirse los perniciosos efectos que la humedad y el calor,
principalmente en los trópicos, producen siempre en tropas
recién llegadas. Vivían las nuestras a la intemperie, pues allí las
tiendas de campaña rara vez son utilizables en terrenos
encharcados, y llegaron a carecer del más preciso alimento,
porque hubo días en que sólo pudo darse al soldado un pedazo
de carne sin sal ni galleta”.
La situación de la tropa española era mala en el orden físico
pero era peor en el de la moral porque las reservas dominicanas
que debían ir del Seibo no aparecían y las de San Cristóbal
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A esa hora, dice García, a los españoles “les rompió el fuego de frente, mientras que Monci
dato que se halla entre los muchos de la guerra Restauradora que desconoce el pueblo dominican
Santo Domingo,
17 de agosto de 1981.
G ASPAR POLANCO ,
El GRAN JEFE RESTAURADOR
Referencias bibliográficas:
I ................................................................................................ 13
I I ................................................................................................ 21
II I ................................................................................................ 29
I V .............................................................................................. 37
V .............................................................................................. 45
V I ................................................................................................ 53
VI I ................................................................................................ 61
VII I ............................................................................................ 69
I X .............................................................................................. 77
X .............................................................................................. 85
X I ................................................................................................ 93
XI I ............................................................................................. 101
XI V ...................................................................................
X V ...................................................................................
XV I ....................................................................................
XVI I ....................................................................................
XVIII .....................................................................................
A PÉNDICE .........................................................................................