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La Eucaristia

supone y crea

las condiciones reales de comunidad

JESUS BURGALETA, del Instituto Superior de Pastoral. Madrid.

Hay un adagio teológico que se ha hecho popular, pero que mal entendido es peligroso. Se dice: «la Eucaristía
hace a la Iglesia». Este dicho se comprende mal cuando se piensa que, aun sin comu nidad, sin fraternidad, sin
auténtica vivencia del misterio de la Iglesia, se puede celebrar la Eucaristía; pues ésta, se piensa, hace surqir a la
Iglesia misma.
Esto creo que no es exacto. Todo sacramento, la Eucaristía también, es sacramento de la Iglesia, para expresar
el misterio de la comunidad y, expresándolo, ayudar a profundizar en la comunión. La Eucaristía hace a la Iglesia,
pero a condición de que antes exista la Iglesia que la celebra y que se expresa en ella.
Sin comunidad no hay posibilidad de que lleguemos a celebrar la Eucaristía cristiana.
Antes de realizar la celebración de cualquier cosa es necesario que exista el sujeto que celebra —en este caso
la comunidad— y la realidad que se va a celebrar —la comunión fraternal, cuya raíz es la comunión con Cristo
presente en la Iglesia—. Cuando se vive en el amor y se celebra, entonces, y sólo entonces, el sacramento de la
Eucaristía edifica la misma comunión de la Iglesia.
En estos momentos el trabajo pastoral tendrá que fijarse preferentemente en el empeño por reencontrar o
profundizar el fundamento de la Eucaristía —que es la comunión de la comunidad—. La celebración, sus ritos, la
reforma, la adaptación, la puesta al día, la introducción de nuevas técnicas de expresión, es mucho menos urgente y
más periférico. La raíz de la reforma de la Eucaristía consiste en la reforma de la comunidad y en la experiencia real
de la comunión.
No hace falta decir que la generalidad de la acción pastoral, y aún la misma reforma oficial, han procedido al
revés. Se ha comenzado por el tejado, cuando lo realmente urgente era verificar los cimientos. Hace mucho tiempo
que una voz profética dijo que había sonado la hora de la Iglesia; pero muchos aún permanecemos sordos.
La situación en que se encuentra el sacramento de la Eucaristía no es tranquilizadora. Se ha convertido en un
rito, en un objeto sagrado, en algo que tiene consistencia en sí mismo, aun independientemente de la comunidad;
hasta sin comunidad se ha llegado a celebrar. Cuando se celebra con asistencia del pueblo, se hace con «gente»,
pero, en muchas ocasiones, sin «personas» relacionadas entre sí, sin relación de comunión. Mucha gente coincide en
el mismo lugar, porque les mueve un mismo interés particular, que se satisface individualmente en el mismo sitio y a
la misma hora. En ese tiempo no hay relaciones horizontales, ni se siente la experiencia real de la fraternidad, ni se
tiene otro lazo común que el de imaginar que, aunque falte la comunión real, hay, sin embargo, una especie de
comunión espiritual. Llama la atención que, quienes se saben unidos espiritualmente, no traten de unirse más
realmente, en el mismo momento en que tienen propicia la ocasión. ¿No será que nc interesa? Si no tiene base real,
¿será la comunión espiritual un escapismo?
Hay que poner atención. Cuando celebramos la Eucaristía sin verdadera comunión, eso que hacemos, aunque
nos lo parezca, no es celebrar la cena del Señor. «Cuando os reunís, pues, para comer, eso, ya no es comer la Cena
del Señor.» (1 Co. 11, 20).

Lo nuclear de la Iglesia
es la «comunión fraternal».

En la pastoral de la Eucaristía tenemos que atender preferentemente al descubrimiento del misterio de la


Iglesia.
Llegar a dar una definición de la Iglesia no es fácil. Los teólogos desisten del empeño. Sin embargo, sí es
legítimo preguntarse por la raíz del misterio de la Iglesia, por lo que la constituye nuclearmente. ¿Qué es lo que
constituye a un grupo en Iglesia de Cristo? ¿Qué es lo que hace que la Iglesia sea Iglesia?
A mi juicio lo nuclear de la Iglesia lo constituye la comunión interpersonal. Comunión, —koinonía»—, en el
N.T., significa dar lo
propio, participar, tener comunidad de vida, armonía, solidaridad. La comunión indica el ser, el vivir y el hacer de la
Iglesia.
El origén de la Iglesia está en Dios, que es comunión interpersanal. El resultado de la comunión de Dios
consiste en la comunión con él y con los hombres. La salvación consiste, radicalmente, en la posibilidad de vivir una
nueva forma de relación con los demás. La Iglesia se constituye por Ja comunión interpersonal, fundada en el amor
mutuo, que provoca la unidad entre los hombres como cumplimiento del designio de Dios, que intenta reunirnos en
una sola familia o fraternidad. La Iglesia surge por el encuentro de los creyentes que han aceptado la voluntad de
Dios sobre su vida, cuyo precepto es el amor.
Esto lleva consigo el sentimiento de «pertenencia» a una comunidad. No se pertenece a todas las comunidades
por igual; sino que enraizado en una, se vive la comunión con todas. La iniciación al mis terio de la comunión de la
Iglesia, tiene que desembocar en el sentimiento de pertenencia a una comunidad que se considera la propia y ella, a
su vez, me acepta como miembro. La pertenencia a la misma comunión lleva consigo una serie de lazos afectivos, la
asimilacion de valores comunes, el tener las mismas motivaciones, el reaccionar ante los mismos incentivos de
parecida manera y el participar activamente en ella, según las aptitudes de cada uno.

Algunos de estos rasgos fundamentales están presentes en la descripción de la comunidad del N.T. «Se tiene el
mismo Espíritu» a pesar dé la «diversidad» (lCo. 12,4); las aptitudes de cada uno «han sido otorgadas por el
Espíritu, para provecho común» (v.7) y «todos los miembros se preocupan de los otros». (vv. 26-27). La imagen del
«cuerpo» es una de las más adecuadas para expresar el misterio de la comunidad: «siendo muchos, no formamos
más que un solo Cuerpo». (Rom. 12,5). Este amor de la Iglesia tiene que ser real, no un mero deseo: «Vuestro amor
sea sin fingimiento...; amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada unc a los demás...;
compartiendo las necesidades; practicando la hospitalidad» (Rom. 12,9-13). La «edificación» del cuerpo de la
Iglesia es «en el amor». (Efe. 4,16c.).

La Eucaristía supone, crea y profundiza


la fraternidad real.

La Eucaristía es sacramento del amor fraternal o de la comunión de la Iglesia.


La Eucaristía es, por excelencia, el Sacramento de la Iglesia, en el sentido de que expresa como ninguno a la
Iglesia como «comunión fraternal». No es sólo esto la eucaristía, expresa también la causa de esta comunión, que es
la presencia de Jesucristo. En este artículo, sólo nos fijamos en la eucaristía como expresión de la comunión de la
Iglesia.
En la Eucaristía no sólo nos reunimos para celebrar la comunión con el cuerpo de Cristo, el Señor; sino para
proclamar, también, el fruto de esta unión, que es la relación interpersonal de los creyentes. Por eso, la Eucaristía, a
fin de que pueda ser celebrada con verdad, supone la existencia de una «comunión fraternal real», en la que de un
modo no ficticio, el creyente se experimente en comunión con su hermano. ¿Cómo va a celebrar la comunión, quien
no vive en comunión?
Cuando una comunidad real se reúne, ya tenemos en ella lo básico de la Eucaristía: la presencia del Señor y la
relación fraternal. La Eucaristía es la expresión, en desarrollo y en intensidad, de una comunión habida con el Señor
y los hermanos. De esta manera, expresando por medio de la Eucaristía el misterio de la comunión, se profundiza
más y se alcanza la gracia propia de este sacramento:
la comunión.
La celebración de la Eucaristía tiene múltiples matices, que intentan expresar el misterio de la Comunión:
partir lo propio para ponerlo en común, compartir la copa, camunicar la entrega hasta arriesgar la vida, dar rienda
suelta a los gestos de amor, vivir la armonía en el espíritu, proclamar la muerte del Señor y su presencia, el abrazo
de paz, el comer en la misma mesa...
El sacramento de la eucaristía consiste en la comunión. Es expresión de la comunión de la Iglesia; es ejercicio
salvador, celebración actual, de esta comunión; y es, por fin, profundización de esa relación mutua. De tal manera,
que cuando celebramos el sacramento entramos en comunión con el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; y
expresando a la Iglesia, por medio de los signos Sacramentales, recibimos la gracia de la comunión con ella, no sólo
con Cristo. E~ Sacramento de la Eucaristía, expresando el misterio de la comunión, es la oportunidad de alcanzar un
nivel más hondo de ella misma.
La relación irrompible entre la Eucaristía y la Iglesia es también patente en los escritos del N.T. Para San
Pablo la falta de comunidad se refleja inmediatamente en la celebración de la cena: quien no es capaz de poner lo
«propio» en «comunión», no está hacienda lo que el Señor mandó repetir y por lo tanto, más vale no celebrar, pues
quien celebra el amor, sin vivir en él, está dictando su propia sentencia de condenación. (1 Cor. 11,17-34).

La fraternidad nace
de un «Cuerpo entregado».

El egoísmo, que es la actitud opuesta a la comunión, es un pecado no sólo contra la Iglesia, sino también
contra el Cristo Eucarístico. Quien no recibe la Eucaristía en su carácter de «cuerpo entregado», es culpable de
contradecir el sentido de la presencia de Cristo, que es presencia entregada como oferta de la relación interpersona
1.
En esta razón se funda Pablo para pedir que se examine la Comunidad (v.28). Hay que reconocer el Cuerpo de
Cristo presente «como entregado» (y. 23). En la cena se «proclama su muerte» (v.26). Es decir, hay que hacer lo que
hizo el Señor, con su mismo espíritu de entregado, con su exigencia práctica de relación fraternal.

Hay úna última relación entre el amor de Cristo y el hombre. Cuando se peca contra el prójimo se enfrenta uno
a Cristo y por lo tanto es inútil la pretensión de entrar en comunión con Jesucristo si no se vive el amor fraternal.
Entrar en comunión con el Cuerpo de Jesús significa que la comunidad se esfuerza por «tener un corazón y
una sola alma» (Act. 4,32). Esto, al igual que en la existencia de Jesús, tiene que ser algo más práctico en la vida del
creyente: «ninguno tenía por propia cosa alguna, antes todo lo tenían en común» (4,32). «No había entre ellos
indigentes, pues cuantos eran dueños de haciendas o cosas, las vendían.., y a cada uno se le repartía según su
necesidad» (4,34-35; 2,44-46). Así es cómo la comunidad puede honradamente «perseverar en la unión yen la
fracción del pan» (2,42).
Cuando se vive en la comunión, la Eucaristía intensifica esa mis-rna comunión: «un solo cuerpo (somos)...
(pues) hemos bebido de un solo Espíritu». (1 Cor. 12,12-13). «y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo
de Cristo?; porque aun siendo muchos, un sólo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo
pan». (ICor. 10,16-17).

La Eucaristía es una
sociedad escindida en clases.

Llegados a este punto quiero insinuar el planteamiento de un problema de máxima gravedad. Se refiere a la
situación y a la opción que una comunidad debe tomar para poder celebrar la Eucaristía, aun en medio de una
sociedad de clases.

La sociedad está dividida en clases sociales, irreconciliables, enemigas y en lucha. El antagonismo de clase,
querámoslo admitir o no, es un hecho que no desaparece porque cerremos los ojos. No depende exclusivamente de
nosotros sino que dimana en gran parte del sistema económico en el que se está inmerso: la violencia esta blecida de
una clase sobre otra para explotarla, hace y obliga a que los explotados reconozcan en los explotadores a sus
enemigos; en consecuencia surge el deseo de luchar para desterrar una situación radicalmente injusta.

En el capítulo Eucarístico de San Lucas (22), se nos recuerda que el «altercado» para conseguir ser «más» que
los demás, es un comportamiento que no cabe en el espíritu de la Eucaristía (22,24). Y frente a quienes pretenden
dominar, —hay muchas clases de dominadores— San Lucas sigue recordando: «Los reyes de las naciones gobiernan
como señores absolutos («y los grandes los oprimen con su poder» (Mc. 10,42)...), pero no así vosotros, sino que el
mayor entre vosotros sea como el menor... Porque ¿quién es mayor, el que está sentado a la meso o el que sirve?
¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve». (Lc.22,25-27).

Para celebrar la Eucaristía, ¿es suficiente alentar en la comunidad el espíritu de una caridad romántica,
haciendo creer la ilusión de que todos somos hermanos? ¿Acaso puede ser en la comunidad hermano, aquel que
fuera de ella explota al hombre? ¿Puede celebrar la Eucaristía quien, con más o menos justificaciones marginales,
busca su propia garantía, a costa de lo que sea? ¿Puede celebrar el compartir quien no sólo no comparte, sino que
sustrae aun lo que los otros necesitan para poder vivir humanamente? «Mientras uno pasa hambre, otro se
embriaga...» (1 Cor. 11,21).

El proletariado es la clase de los pobres en nuestro tiempo. El pecado contra el pobre es un pecado contra
Cristo. (Mt. 25,45). También lo es contra la Iglesia: en la asamblea de Lucas los pobres tienen preferencia. (Lc.
14,21; isa. 55 1 ss.). El desprecio de los pobres por parte de los ricos es para Pablo igual a «despreciáis a la Iglesia
de Dios» (ICor. 11-22).

El rico, al menospreciar al pobre, menosprecia a la Iglesia de Dios, pues Dios ha elegido a los pobres. (Sant.
2,5-6; 1 Cor. 1,26-28>. El rico egoísta destroza la Iglesia porque no permite que sea una fraternidad entre iguales.
«El salario que no habéis pagado a los obreros, está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a oídos del
Señor» (Sant. 5,1-6). Los que llevan esta praxis ni pueden vivir el significado de la Eucaristía, ni pueden vivir en la
comunidad. De lo contrario, la reunión de la Iglesia sufriría el mismo reproche de Amós: «Yo detesto.., vuestras
reuniones.., no miro vuestros sacrificios de comunión» (5,2 1-22).

La Eucaristía presupone la unidad de la vida de la comunidad con el plan de Dios, con Cristo y entre los
hombres. Cuando esto no se realiza, al celebrar, contradecimos la significación del Cuerpo y la Sangre del Señor,
entregados por amor. «Si alguno posee bienes de la tierra, ve a su hermano pasar necesidad y le cierra su cora zón,
¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? (1 Jo. 3-17). «Si un hermano.., está desnudo y carece de sustento
diario y alguno de nosotros le dice: «lros en paz, calentaos, y hartaos», pero nc le dais lo necesario para el cuerpo,
¿de qué sirve?... La fe si no tiene obras, está realmente muerta». (Sant. 2,15-17).

Es hora de tomar en serio la Eucaristía. No se puede celebrar el amor «solo de palabra y de boca, sino con
obras y según la verdad». (1 Jo. 3,18-19). Este amor fraternal, no es un bello sueño, sino que exige una praxis muy
COncreta.

Jesús Burgaleta
Juan XXIII, 3
Madrid 3

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