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détour | número seis | bande à part | www.detour.

es

El sol y la muerte viajan juntos. Un recorrido por la nouvelle


vague | Emilio Toibero

Para Beatriz Arce y Juan Jiménez García, en reconocimiento

“Mientras estas ideas me asaltan, vuelvo al adolescente porteño, en


un cine de barrio a mitad de los años 50. Quisiera interrogarlo sobre
tantas cosas que en su momento no me interesaban y hoy son las
únicas que deseo poder recuperar. Pero permanece obstinadamente
mudo. (...) Si algo me dice con su silencio es que le parece cómico y
patético también, verme inclinado, revolviendo el tacho de basura de
la Historia.” De Mitteleuropa-AM-Plata (1995), Edgardo Cozarinsky.

“Si hubiera un solo día en que no estuviera confundido, en que no me


avergonzara de todo, en que sintiera realmente que pertenezco a
algún lugar...” Jim Stark, personaje interpretado por James Dean, en
Rebel without a cause (Nicholas Ray, 1955).

Las fechas no pueden ser precisas. Sí, las sensaciones. O, mejor escrito, la manera en que la
memoria las ha trabajado. Hay, en el comienzo de este viaje, la imagen de un ombú en el
patio de la casa, cercana al Río Salado, de los padres de un amigo cinco años mayor, que
eligió acabar con su vida una Navidad en los primeros años de los ‘70; el adolescente que fui
en el que ya no me reconozco, que imaginaba tener una cierta sabiduría sobre el cine y, en
realidad, lo ignoraba todo; una ciudad de la República Argentina, sita a los 31 grados de
latitud sur y 60 grados de longitud oeste, que tiene por indicial nombre Santa Fe de la
Veracruz, en la que, con intermitencias, viví algo más de veinte años y a la que quizá nunca
vuelva; un cineclub al que en ese entonces yo imaginaba, desde mi avidez, como el centro
del mundo; una soledad que sólo parecía atenuarse en la oscuridad de las salas de cine, sin
que percibiera que era precisamente allí donde se ahondaba al aumentar en mí la confusión
entre la realidad, palabra que en ese momento designaba algo concreto para mí, y el cine.

Y en ese entorno apareció -¿a mis trece años, a mis catorce?- Les quatre cents coups. Sin
duda, en el momento en que la vi por vez primera me debe haber gustado, y mucho. Buena
prueba de ello es que, desde entonces y hasta hoy, puedo tararear algunas frases de la
música original de Jean Constantin, y que, después de verla, me avalancé sobre cualquier
libro de Honoré de Balzac que estuviera al alcance de mis manos. Pero esa impresión
favorable ¿se debió a una emoción mía o a un acatamiento inconsciente a las excelentes
críticas recibidas en el momento de su estreno? Por aquel entonces, cabe aclararlo, creía en
la institución crítica. De cualquier manera allí me encontré, y ni siquiera podía sospecharlo,
con el actor, que con los años, se convertiría en mi favorito: Jean-Pierre Léaud, no tanto por
sus trabajos para Truffaut -aunque me sigue emocionando su actuación en Les deux anglaises
et le continent-sino por algunos de los que concretó para Jean-Luc Godard: Masculin-Féminin,
La chinoise, Détective; para Philippe Garrel : L’naissance de l’amour; para Pier Paolo
Pasolini: Porcile y, sobre todo, para la formidable La mamain et la putain, de Jean Eustache.
También allí, tropecé, sin saberlo, con Jacques Demy, que hacía una breve aparición como un
policía, y que, hasta ahora, es uno de los cineastas que más respeto.

¿Y Truffaut? Todavía recuerdo las lágrimas que derramé en un desayuno, en 1984, sobre mi
tazón de café con leche al enterarme de su temprana muerte. En algún lugar debo tener el
mal poema que escribí para la ocasión. Pero esa emoción se ha atenuado con el correr de los
años. Organizando, en el 2002, una revisión de parte de la filmografía de Truffaut para una
institución de cuyo nombre, afortunadamente, ya no puedo acordarme, me encontré con que
Les quatre cents coups me dejaba indiferente y que La nuit americaine, en copia doblada al
inglés que es la única que puede hallarse por estas latitudes, también y que hasta me
provocaba cierta indignación por su desembozado elogio a un cine inolvidable que ha
desaparecido, es cierto, pero que también sembró las semillas para que, años más tarde, la
gente aceptara sin mayores rubores que las películas son una rama, menor, de la industria del
entretenimiento. Hay filmes de Truffaut que me siguen entusiasmando mucho: La peau
douce, sin duda, al menos para mí, el mejor; Baisers volés, donde aprendí como untar la
manteca sobre las galletitas sin que éstas se quiebren, de lejos la más bella del ciclo Doinel;
La Sirene du Mississippi; Les deux anglaises..., por supuesto; Une belle fille comme moi,
merecido tributo a una actriz extraordinaria: Bernardette Lafont y La femme d’a coté. Pero
lo que ya no alcanzo a ver es la obra toda detrás de las evidentes superficies, el dibujo que
forman sus películas. Probablemente por deficiencias mías, aunque no descarto la posibilidad
de que el “universo Truffaut”, comparado, por ejemplo, con el “universo Godard”, hoy me
resulte estrecho, enturbiado por alguna de las formas de la mezquindad, intelectual o
emotiva, vaya uno a saber. Lo que estarían evidenciando tanto la manera en que, en sus
películas, se mantuvo obstinadamente lejano de lo que ocurría en derredor suyo, salvo sus
amores transcriptos de manera cifrada, como la absolutización del amor -sí, que por supuesto
hace mal, como lo reitera en su obra- como móvil de conducta para sus personajes.

II

Los historiadores, esos grandes narradores de ficciones, tienden a tomar el Festival de Cannes
de 1959 como fecha del nacimiento de la nouvelle vague cinematográfica: la Palma de Oro es
para Orfeu negro, de Marcel Camus; el premio al mejor director queda en manos de Francois
Truffaut por Les quatre cents coups y, fuera de concurso, se presenta Hiroshima mon amour,
de Alain Resnais. Pero en realidad, la etiqueta nouvelle vague ya se había utilizado dos años
antes en las páginas del semanario L’Express aplicada a designar los nuevos hábitos de vida de
los jóvenes franceses. Como bien ha señalado Jean.Michel Frodom: “Nouvelle vague designa,
pues, una realidad sociológica y es así como la expresión, aplicada al cine, será inicialmente
entendida: los filmes que se desprenden de ella, para sus contemporáneos, son aquellos que
testimonian nuevas costumbres, mostradas con una franqueza inédita y refrescante.” Claro
está que los nombres de los galardonados franceses en el festival nacional, ya indican las
diferencias que albergará el rótulo: Camus nunca fue más allá del cultivo de un exotismo
esteticista con cierto tufillo colonialista, y Truffaut y Resnais demostraron ampliamente, en
su producción, carecer de puntos comunes, salvo el de rodar sus primeros filmes con un
presupuesto escaso para las costumbres de unos pocos años atrás. Pierre Kast, que, en sus
comienzos, perteneció al grupo nucleado en torno a Cahiers du Cinéma y hoy es un cineasta
injustamente olvidado cuyos filmes son prácticamente imposibles de ver, planteó, con fino
espíritu, estas diferencias, tal como lo recoge un artículo de 1984 “La nueva ola:
observaciones, notas y recuerdos” . Escribió: “No era una escuela como el manierismo o el
impresionismo. Tampoco el siniestro ‘realismo socialista’, producto contra natura de Aragon y
de Jdanov, con la Lubianka como decorado de fondo y un ícono para san Lyssenko. Tampoco
era un grupo estructurado, como el grupo surrealista, con sus exclusiones y sus cismas, o
algunas ejecuciones que, por suerte, permanecieron en el nivel de los simulacros. Ni siquiera
el expresionismo alemán, tal como lo describió Lotte Eisner o el neorrealismo italiano, que
Sadoul, Aristarco o Zavattini quisieron encerrar dentro de los límites de una definición. Si
miramos a los viajeros de este ‘tren de recreo’ apenas remolcado por la célebre locomotora
de la historia, veremos que entre ellos no había en común ni ideología, ni estética, ni
metafísica, ni religión, ni posición política, ni siquiera, la más de las veces, gustos comunes.
Eran, fueron y siguen siendo, aunque de otro modo, extremadamente distintos en su estilo de
vida, en sus costumbres, en sus hábitos, en sus relaciones con las mujeres o las bebidas, en su
relación, crítica o no, reservada o no, con la sociedad, con las estructuras sociales y
económicas. Entonces...¿qué ocurre?. Elemental, mi querido Watson. Eran de un lugar y de un
tiempo, sometidos a las mismas condiciones cinematográficas de temperatura y presión. A las
mismas variaciones climatológicas de la producción, de la distribución y de la explotación de
los filmes.”

Como señalara Truffaut a Louis Marcorelles en 1961: “No es un movimiento, ni una escuela, ni
un grupo, es una cantidad, es una denominación colectiva inventada por la prensa para
agrupar una cincuentena de nuevos directores que han surgido en dos años.”

Nuevos realizadores cuyas obras, aquellas que llegaron a las salas de cine de Argentina,
fueron atropelladamente presentadas, casi todas varios años después de su estreno francés,
aprovechando la aceptación pública de la etiqueta que sirvió, acá, para cobijar películas tan
pomposamente pretenciosas como Les dimanches de ville d’Avray, que le reportó a su
director, Serge Bourguignon, un “Oscar” al Mejor Film Extranjero o La fille aux yeux d’or, de
Jean-Gabriel Albicocco, cineastas ambos que, afortunadamente, tuvieron una carrera corta
que finalizó junto con la década del ’60. O filmes presuntamente eróticos como Douce
violence -del que, sin embargo, recuerdo gratamente una melodía de George Garvarentz- del
prolífico Max Pécas que, con el correr de los años, se especializó en la pornografía ‘soft’.

III

Pero si hay una fecha de comienzo, que se obstina en ignorar el estreno, un año antes, de Le
beau Serge, la opera prima de Claude Chabrol, lo que sin duda no hay es una fecha de
finalización consensuada. Algunos arriesgan que esa atmósfera común que parecía agruparlos
se disuelve con la aparición, en diciembre de 1962, del número 138 de Cahiers du Cinéma
dedicado a realizar un balance de la nouvelle vague, donde sus redactores eligen como mejor
película, de un movimiento que no era tal, a Adieu philippine, de Jacques Rozier. Otros lo
extienden hasta noviembre de 1964 cuando, tras graves conflictos con la censura francesa al
fin se estrena en París La femme mariée, de Jean-Luc Godard, con el título de Une femme
mariée.
Sin embargo, muy cerca del final de Bande a part también de Godard, parece que tan
bellamente homenajeada por Bertolucci en The dreamers, y rodada durante el invierno
boreal 1963-1964, Franz dice a Odile: “¿No es extraño como la gente nunca forma un grupo
unido? Sí, nunca se amalgaman. Permanecen separados. Cada uno sigue su propio camino.
Desconfiado, trágico. Aún cuando están juntos en las casas, en las calles.” ¿Es demasiado
arriesgado pensarlo como una reflexión melancólica, en torno a los caminos tomados por el
grupo de cineastas-críticos nucleado alrededor de Cahiers du Cinéma y, por extensión, a los
otros realizadores etiquetados como pertenecientes a la nouvelle vague?

Al dar cuenta de esta periodización, tan poco confiable como todas, acabo de caer en cuenta
que la mayoría de las películas de ese momento, las he visto después que la nouvelle vague,
sea ésta lo que haya sido, ya había sido sepultada en su país de origen. Claro está que no lo
sabía. No me atrevía, tampoco, a dudar de la vigencia de los rótulos por aquellos días en los
que todavía no me había dado cuenta que el amor a los muertos, si persiste, tiene la felicidad
de permanecer ajeno a los desgastes de la opacidad cotidiana.

IV

En los días en que vivía en la ciudad cercada por ríos, uno de ellos hoy la ha arrasado, fue el
cine, como si fuera un amigo o un padre, el que me descubrió la existencia de las playas (de
la misma manera en que Jules et Jim me hizo reparar en las bicicletas). Cierto cine italiano
del que ya no se habla, quizá con justa razón, como algunas películas de Valerio Zurlini o
Florestano Vancini, niños mimados de cierta crítica cinematográfica contenidista que crecía
vigorosamente en mi país, o Il sorpasso, de Dino Risi, que gallardamente resiste el paso del
tiempo, se desarrollaban, algunas totalmente y otras en parte, en la arena al lado del agua, o
en sus cercanías. Pero, ya avanzada la década del 60, fue el encuentro con dos películas de
cineastas franceses de reciente promoción -La collectionneuse, de Eric Rohmer y, sobre todo,
Adieu philippine (que pude ver más de una vez gracias al indeclinable buen gusto
cinematográfico, no habitual entre los sonrientes burócratas que solían ocupar el cargo, del
que era, en ese entonces, director de la Alianza Francesa de Santa Fe, Monsieur Gerard
Leloup)- las que transformaron el descubrimiento en una pasión, perdurable en mi memoria.

Cuarto título de la serie Contes moraux, rodado sin embargo dos, ¿o tres?, años antes que el
tercero: Ma nuit chez Maud, La collectionneuse probablemente me haya seducido por razones
que hoy estimaría equivocadas. Debo admitir que fui atrapado por la discreta elegancia del
ambiente en que transcurría. Pero, más allá de esa seducción tan propia de una joven
modistilla decimonónica, estaban - afortunadamente están: no sólo a la muerte venció el
cine, sino también al deterioro físico- los bellos cuerpos de Haydée Politoff, Patrick Buchau y
Daniel Pommeurelle registrados por Rohmer de una manera que esplende e iluminados,
utilizando tan sólo luz natural, por Néstor Almendros. Creo que éste fue su primer
largometraje como director de fotografía en Francia, de seguro es el primero que vi. Las
reflexiones sobre el juego de los sentimientos que escondía, no las advertí. Tuve que esperar
hasta el cierre de la serie -L’amour, l’apres-midi- para poder ser sensible a la particular
alianza entre sensualidad, inteligencia y humor que prodiga todo el cine de Rohmer. Hace
unos minutos, hoy: 20 de agosto de 2003, acabo de enterarme que, a los ochenta y tres años,
está trabajando en la post-producción de su nuevo trabajo :Triple agent: el IMDB da el título
así, en inglés. Me ha alegrado. En un arrebato cinéfilo de los que hoy no están bien vistos, me
digo: vale la pena vivir para esperarla.

El deslumbramiento con Adieu philippine, de Jacques Rozier, fue inmediato y estalló a la


media hora de metraje, cuando vi la articulación de algunos travellings laterales que siguen a
sus dos protagonistas femeninas, Juliette y Liliane, por las calles de París, mientras desde la
banda sonora se oye un tango afrancesado. La inesperada, celebrada llegada, este año, de
una copia a mis manos, no hizo más que confirmar mi apreciación de hace más de treinta
años. Por una vez, y no son muchas las que ocurre, un filme, o un libro, o una canción, o una
pintura, me sigue despertando las mismas sensaciones que la primera vez que lo vi, o lo leí o
lo oí. Si en el número de Cahiers du Cinéma dedicado a hacer un balance de la nouvelle
vague, eligieron colocar en la tapa una imagen de Adieu..., me parece que puedo entrever
alguna de las razones de sus redactores: hay en ella algo que se me impone como irrepetible,
que no aparece en otros filmes del mismo año, y esto no es un juicio de valor, como Vivre sa
vie o Landru, que asoma, sin constituir su núcleo, en Cléo de 5 a 7 y en Bande a part,
levemente posterior: una cierta manera de filmar, de montar y de sonorizar que permiten
que el aire del tiempo de su rodaje sea para nosotros, al mismo tiempo, irrecuperable parte
del pasado que, misteriosamente, se instala rabiosamente en nuestro presente. Esos
travellings de acompañamiento no podrían rodarse hoy: París no es la misma -no pertenece a
los cineastas salvo a los ya viejos Rohmer y Rivette en Les rendez vous de Paris y Haut, bas,
fragile, respectivamente- no son iguales sus transeúntes y, por supuesto que Cahiers..., para
la que Rozier también escribió, tampoco. Pero sin embargo, y me obstino en esto, cuando se
las ve a Juliette y Liliane avanzar por la calle, se siente que el cinematógrafo realiza una de
sus proezas: que ciertas imágenes capturadas en un pasado ya no puedan abandonar el
presente de quien se asoma a ellas. Como ocurre en otro filme de los por entonces llamados
‘nuevos cines’, como es Ljubani slucaj ili tragediza sluzbenice P.T.T., de Dusan Makavejev
(¿quién puede remitir al pasado el tendido de ropa o el amasado, acompañados por un himno
a mayor gloria del “padrecito” Stalin?). Como también sucede, hoy que el cine es otro, en
toda la primera parte, antes que el relato deliberadamente comience a desarticularse, de un
relativamente reciente filme argentino: Silvia Prieto, de Martín Rejtman o en Hatuna
Meuheret, de Dover Kosashvili.
Filme en el que la lucha de Argelia por su liberación -como ocurre en Le petit soldat, Les
parapluies de Cherbourg, Muriel ou le temps d’un retour o , a partir de la aparición del
soldado, en el último tramo de Cléo de 5 a 7-es una amenaza que pende sobre sus personajes,
me parece que es, entre todos sus contemporáneos y que me perdone Godard que
seguramente jamás leerá estas líneas, el que mejor aprendió la lección, imborrable, de
Viaggio in Italia, de Roberto Rossellini. No tengo datos sobre el rodaje pero apostaría que
cada secuencia se armó sobre la marcha a partir de algunas, pocas, líneas escritas. Vaya, por
último, mi recuerdo emocionado por Jean-Claude Aimini -con un rostro y un cuerpo que
evocan a James Dean-, Stefania Sabatini e Yveline Céry, sus tres protagonistas, no
profesionales me parece, que jamás volvieron a filmar, quedando así fijados de una única
manera, lo que facilita su recuerdo. Rozier, por su parte, tras el estruendoso fracaso de
taquilla que le reportó Adieu Philippine se convirtió en un cineasta-enigma, al menos si se lo
mira desde este lugar del mundo. Tiene en su haber otros tres largometrajes que, con
seguridad, concluyó: Du côte d’Oruet (1973),. Les Naufragues de l’ile de la Tortue (1974) y
Maine-Océan (1986), producido por el infatigable Paulo Branco. Y otros dos -Comment
devenir cinéaste sans se prendre la tête(1995) y Fifi Martingale (2001)- que, a lo mejor, ni
siquiera terminó. Ninguno fue más allá de las fronteras de su país de origen. De la misma
manera que en el cine no parlante italiano Francesca Bertini, en los finales desdichados de los
filmes que interpretaba, casi siempre se perdía en la oscuridad, Rozier, que de vivir tiene
setenta y siete años, fue ocultado a nuestra vista por los bancos de niebla química del
capitalismo tardío.

No, no eran girasoles los que crecían en el ordenado jardín de la mansión en Aix-en-Provence.
Eran rosas, pero tan gigantescas que tenían el tamaño de éstos. En medio de ellas, la cámara
contrapicada descubría, asomada a una ventana de la planta alta a la mucama Julie, ataviada
con su uniforme blanco que, sin embargo, dejaba adivinar sus senos turgentes.

Esta imagen, del tercer largometraje de Claude Chabrol, A double tour, se confunde, o más
bien funde encadenada en alguna esquina de mi memoria, con la del patio, desordenado, de
mi amigo que por entonces vivía, cuyo ombú era atravesado por los rayos de sol de una
mañana en un domingo de primavera. Ahí creí ver por primera vez unas ramas nudosas
atravesadas por la luz, que tantas veces volví a recobrar en el cine aunque los árboles fueran
otros, sobre todo si se trataba de representar el deep South estadounidense.

Algo semejante, la de una primera sensación que después se reitera muchas veces: en la vida
y en el cine, me ocurre cuando pienso en esa aparición de Julie, mi primer encuentro con
Bernardette Lafont, bellísima mujer que logró aunar la ternura más rotunda con un erotismo
para nada subterráneo que afloraba en cada paso que daba. Y que encontró su mayor punto
de ebullición en el siguiente largometraje de Chabrol, ese filme que me sigue pareciendo
digno de admiración que tiene por nombre Les bonnes femmes. Estruendoso fracaso
comercial, obligó a Chabrol, desde 1960, a una carrera errática e imprevisible, pese a que
cierta crítica, que recién hoy se asoma a su obra, lo acuse de hacer siempre la misma
película. El tono elegido -un humor negrísimo- para describir las peripecias vitales de cuatro
empleadas de una tienda, junto a una utilización nada disimulada de la improvisación -que
hace, por un lado, que el espectador, permanentemente, se pregunte hacia dónde se
disparará la trama y, por el otro, que advierta cómo se desvanecen las, por entonces,
infranqueables barreras industriales que separaban al “cine de ficción” del “cine
documental”- lo convierten en un ejemplo emblemático de la ruptura introducida por el
joven cine francés de aquel entonces. El asesinato de Jacqueline por el motorista en el
bosque, que por la manera en que está puesto en escena sugiere que el amor y el crimen son
dos caras de la misma moneda, está entre las secuencias más bellas que recuerdo de mi vida
de espectador. Y no sólo en el cine francés.

Chabrol ha hecho varias películas irrelevantes, y, alguna que otra francamente indefendible.
Sin embargo, su filmografía, a diferencia de la de Truffaut, se me impone hoy, hasta en sus
notorios desniveles, como una obra en la que diversos motivos se entrelazan de maneras
múltiples hasta construir, por perseverancia, una figura evidente en el tapiz: la que
conforman personajes límites, en la vida los llamaríamos desequilibrados, observados con una
infrecuente, extraña alianza de piedad y subterránea admiración, ya se llamen Popaul, un
carnicero de Périgord asesino a su pesar o Mika, una empresaria suiza, asimismo homicida,
que puede decir te amo pero no amar. Por otra parte, y vaya uno a saber si esto es para
festejar, parece ser el único, entre sus camaradas que siguen filmando, que ha llegado, a los
setenta y tres años, a conseguir un cierto equilibrio entre sus necesidades expresivas y las
apetencias, cada vez más banales, de ese fantasma impreciso llamado público. Sus últimos
filmes -Au coeur du mensonge, Merci pour le chocolat, La fleur du mal-lo descubren en un
progresivo camino de despojamiento, tendiendo hacia una suerte de muy personal
abstracción, alcanzando, en su elegido tono menor, las dimensiones de un clásico.

VI

Por esos incomprensibles azares de la distribución cinematográfica, que no son sólo


patrimonio argentino, vi Cléo de 5 a 7 a poco menos de un año de su estreno parisino,
información a la que accedí mucho más tarde. Fue en un cine de barrio pero también de
estreno llamado Apolo y hoy convertido en taller mecánico, donde el por entonces nuevo cine
francés se manifestaba, como si esa sala que ya agonizaba fuera una repetición profana de
aquel santuario de Delfos visitado por Edipo. Recuerdo haber reparado en dos cuestiones que
hoy me parecen accesorias: el pase del color al blanco y negro después de la primera
secuencia en la casa de la tiradora de cartas y el hecho de que la acción concluyera, pese al
título, más de veinte minutos antes de las 7. (¿Tuve allí, de forma balbuceante, la primera
intuición de cómo el cine transforma el tiempo de la realidad, aunque en apariencia afirme
respetarlo?). Mucho más tarde, un día que debía esperar si no un diagnóstico médico sí una
respuesta esencial para mí, estuve errando, imprevisibilidades de la memoria, un par de
horas con el recuerdo de Cléo, como si hubiera retrocedido a aquel 21 de junio de 1961. Ese
promisorio acercamiento inicial a la obra de Agnes Varda fue quebrado, abruptamente, por
las tarjetas postales con música de Mozart que prodigaba Le bonheur, que, sospechosamente,
me negué a volver a ver. Allí comenzó nuestro desencuentro que continuó con una visión
olvidada -¿porqué?- de Daguerreotypes en los ’80 y una fuga de la sala que en los ’90 ofrecía,
a más de treinta años de su estreno francés, Les créatures -estaba enamorado y había
comenzado a descubrir que las imágenes no acarician, salvo en la particular escritura de
algunos críticos cinematográficos-. Tuve que ver, en vídeo, y varios años después de su
rodaje, Sans toit ni loi -una de las películas más duras y depresivas con las que he tropezado-
para recuperar mi estima por ella y así, redescubrir Cléo... y extasiarme con su descripción
de París. Pero ni ese renovado entusiasmo pudo contrarrestar el malestar causado por la voz -
¿gangosa por un resfriado?- de una catedrática catalana de la universidad Pompeu Fabra que,
como parte de su elaborada estrategia para vendernos espejitos como si fuéramos aquellos
indígenas de quinientos años atrás, intentó frente a la sonrisa deslavazada de la directora de
la institución que la había importado a esta ciudad casi en el fin del mundo en la que nací y
vivo, una extravagante traducción, simultánea a la proyección en su idioma original, de Les
glaneurs et la glaneuse, que logró ahuyentar de la sala a casi todos los espectadores,
incluyéndome. La feliz llegada a mi desordenada videoteca de L’univers de Jacques Demy
hace apenas un par de meses, ha vuelto, con toda fortuna, a reanimar mi atracción por la
cineasta. Pero...¿qué puedo escribir sobre ella habiendo visto tan ínfima parte de su obra?.
Puedo decir que me interesa sobremanera esa oscilación, esa mezcla, entre “ficción” y
“documento” que ya circulaba dentro de Cléo... y que, según he leído, también está en su
legendaria, e invisible, opera prima -La Pointe courte- una de las películas que me he
propuesto ver antes de morir-inspirada por la construcción literaria que William Faulkner
utilizara en Wild palms. Puedo, asimismo, escribir que me atrapa esa labilidad tan suya que
le permite engendrar proyectos inesperados de formas arriesgadísimas.

Para ir de la Rive gauche a la Rive droite, sólo hay que cruzar el Sena. Algunos glosadores de
la nouvelle vague, sin embargo, prolongan la distancia entre ambas riberas, al señalar,
atendiendo mucho más a las anécdotas de vida que a las obras, que algunos cineastas -los del
grupo nucleado en torno a Cahiers- pertenecían a la segunda, porque allí desarrollaban la
mayor parte de sus actividades, mientras que otros -la Varda, pero también Alain Resnais,
Chris Marker, Alain Robbe Grillet, Marguerite Duras, entre ellos- a la primera. Éstos tenían, o
habían tenido, tratos con la Academia, políticamente estaban cercanos a la izquierda,
cargaban sobre sus hombros una experiencia en el llamado cine “documental” y eran tildados
de intelectuales por su estrecha relación con la literatura, que algunos de ellos escribían,
que, en ese entonces, se consideraba de vanguardia, entre otras cosas. Los primeros, por su
parte, tenían una pésima relación con los ámbitos universitarios: exhibían orgullosamente su
carácter de autodidactas, una infancia marcada por el catolicismo -salvo Godard-, la marca a
fuego de André Bazin, una devoción por el cine estadounidense de clase “b”, una aparente
despreocupación por la política y una afición a aparecer como iconoclastas. Estudiante
egresado de la Escuela de Vaugirard, con contactos en los dos grupos pero sin formar en
ninguna de las dos pandillas, Jacques Demy era el solitario que siguió siendo en su
producción.

Pasemos, entonces, a la Rive droite de fines de los ’50 y a uno de los cineastas que fue, y es,
uno de sus emblemas: Jacques Rivette, un pensador casi secreto que prefirió siempre, en su
cine pero también en su vida, mantener un discreto segundo plano, aún hasta en el momento
en que le pidió a Rohmer que abandonara Cahiers du Cinéma por sus simpatías hacia la
derecha. Poco he visto de Rivette: mi primer contacto fueron las dos veces consecutivas que
vi La religieuse -es la única de sus películas que tuvo estreno comercial en Argentina y
seguramente se debió al escándalo que desató en Francia-en una sala cinematográfica
dedicada al cine ingenuamente erótico de aquellos años donde, para ahorrar dinero, los
filmes se proyectaban sin que casi pudieran verse, aunque tampoco se oían: la delgada pared
sobre la que se desplegaba la pantalla separaba a la sala de una confitería bailable. Pese a
todo, en esas condiciones descubrí Plaisirs d’amour, cantada por Anna Karina, mientras
deslizaba sus manos por un armonio, vestida con hábito monacal. Ya en la segunda mitad de
la década del 90, en los enrarecidos tiempos del menemato en que un dólar valía un peso, mi
amigo Mauricio Alonso consiguió una copia en vídeo comprada en París. La no equivalencia de
los sistemas de grabación hizo que la pudiera ver, más en blanco y negro. ¿Accederé alguna
vez a una copia en buenas condiciones de La religieuse? (Recuerdo una frase de Les deux
anglaises et le continent, novela de Henri-Pierre Roche, que asimismo se oye en la
transposición de Truffaut: “La vida es un montón de piezas que jamás se juntan”.)

Gerard Leloup, a quién ya me referí, nos regaló, en sesiones colmadas de gente: los
espectadores también eran otros, a fines de los ’60 -¿o a principios de los ’70?-, Paris nous
appartient y las dos versiones, la corta y la larga, de L’amour fou. Cuando nombro estos
filmes una avalancha de imágenes que no puedo articular, entre ellas el rostro de Bulle Ogier,
se desploma desde mi memoria: siento que no puedo escribir sobre ellos -no sabría qué-, sólo
puedo entregarme, como cuando veo una estrella errante en el cielo, a gozar el instante en
que su recuerdo me atraviesa, intraducible a palabras. Algo de lo inasible -¿de lo “real”?-, y
que por tanto no puedo precisar, se debe jugar en mi experiencia como espectador de las
películas narrativas de Rivette: cerca del fin de siglo vi Haut, bas, fragile y no podría decir,
nuevamente, qué historia, o qué historias, cuenta. Sí puedo dar cuenta de que había un
mueble con cajones ocultos, un París entrañable y una Anna Karina que sigue seduciendo.

Pero Rivette es también el realizador de la serie televisiva Jean Renoir, le patron, una de mis
películas de cabecera en la que encuentro, cada vez que vuelvo a ella y eso ocurre bastante a
menudo, nuevas inspiraciones para pensar la vida y el cine al tiempo que me conmuevo por
entero. Sin duda, estaría entre las que llevaría conmigo a una isla desierta, pero también, si
pudiera, en un acto desembozadamente dictatorial, haría que todos los estudiantes de cine
tuvieran la obligación de conocerla. Y Rivette está en el centro de ese formidable trabajo de
Claire Denis, y Serge Daney, llamado Jacques Rivette, le veilleur, verdadero compendio de su
sabiduría desplegada con humildad extrema, que incita a confrontarla con sus filmes, siempre
inaccesibles por acá. Hay un sueño que tiende a repetirse en mis noches: estoy viajando en un
metro y sé que en la próxima estación voy a bajar, subir a la calle y dirigirme a un cine donde
ponen Hurlevent, la versión de Rivette de Wutering heights, de Emily Brönte. Cuando estoy
aproximándome a la parada o cuando subo las escaleras hacia la calle, siempre me despierto.

(Releo en mi ordenador y me asalta una oscura sospecha. ¿Hasta qué punto la politique des
auteurs está incorporada a mi pensamiento que cuando me enfrento, como en el caso de
Varda o Rivette, a cineastas de los cuales desconozco una parte considerable de su
producción, me cuesta tanto hacer una afirmación? ¿Es que olvido, sin darme cuenta de que
lo hago, que la importante es la palabra politique y no la palabra auteurs, como aclaró
muchas veces Jean-Luc Godard? Y eso que bien sé que esta herramienta, que dio resultados
maravillosos, se ejerció, fundamentalmente, sobre un corpus: el cine estadounidense de los
’40 y los ’50, que se exhibía en el mundo entero. Hoy, donde el mejor cine que se filma,
tiene, en el mejor de los casos, un circuito de circulación fragmentario y accidentado que
hace que rara vez pueda verse en una pantalla, tal como fue concebido, ¿tiene algún sentido
continuar instrumentado la politique des auteurs?)

VII

Hay lugares comunes del pensamiento a los que es necesario revisitar a menudo. Todos
sabemos que, con mayores o menores diferencias, cada espectador construye el filme que ve.
Pero, y esto también hay que señalarlo, un mismo espectador construye una película
diferente de acuerdo a la edad que tiene en el momento de su visión. No nos sucede lo
mismo, por ejemplo, al ver Tokyo monogatari a los veinte años, que a los cincuenta. Claro
está que la industria cinematográfica casi nunca pretende que veamos un filme, en una sala
de cine, varias veces a lo largo de nuestra vida; a lo sumo admite que, por los días de su
estreno, alguien, entusiasmado, concurra a presenciar dos veces la proyección de una
película. Pero no más: de acuerdo a su concepción del cine siempre se deba estar atento al
próximo lanzamiento, generosamente anticipado, presentado como un producto único y
superador que otorga a los que lo vieron, además del placer, hoy en día tan dudoso, que
pueda deparar su conocimiento, la posibilidad de tener qué hablar en sus sobremesas,
siempre que no se haya perdido ya, también, ese placentero hábito.

He visto, vaya a saber en qué orden, los primeros quince largometrajes de Jean-Luc Godard
-desde A bout de souffle (1959-1960) a Week end (1967), todos estrenados en salas
comerciales de Argentina- a lo largo de doce años, los que van entre 1961 y 1973. Muchos de
ellos -salvo Une femme mariée- los he vuelto a ver, algunos varias veces, hasta hoy, donde
tengo cincuenta y seis años. En el pasado mayo vi, por última vez hasta ahora, Pierrot le fou;
al mes siguiente me reencontré con Bande a part. Ahora bien, mi Pierrot... de este año ¿es el
mismo del año en que la vi por vez primera: 1968? Diría que no. Pero, además, ¿cómo era mi
primer Pierrot...? Encuentro una entrada en el diario que, sin mayor empeño, suelo intentar
los años pares. Dice: “Vi Pierrot le fou. Leer a Stevenson y a Conrad, un novelista polaco que
también escribía en inglés. Conseguir un libro que tenga reproducciones de Pierre Auguste
Renoir.” Hoy me habla más de mi voracidad intelectual de aquellos años, que disimulaba
otras voracidades no menos esenciales e inadmitidas, que de mi relación, en ese entonces,
con la película.

(Nunca entendí esa costumbre de cierta crítica cinematográfica, y de ciertos espectadores


que, una vez que le han declarado su amor a un filme no se lo retiran más, sin siquiera
tomarse el trabajo, según pasan los años, de revisarlo. Así vemos escrito, hasta el hartazgo,
que Citizen Kane, a la que siempre recuerdo con placer, es la mejor película de la historia del
cine: ¿cuántos años hace que la vieron, por primera o última vez, aquellos que lo afirman? ¿Se
dan cuenta que al seguir afirmando, mecánicamente, un juicio de años atrás están negando el
transcurrir del tiempo y las modificaciones que éste introduce en cada uno de nosotros?)

Supongamos, lo cual es probable pero lejos estoy de poder asegurarlo, que A bout de souffle
es el primer Godard con el que me encontré en mi vida. Conjeturemos que lo vi a los catorce
o a los quince años con una módica experiencia como espectador, centrada, casi
exclusivamente, en la producción mainstream de Hollywood en los años 50 y alguna que otra
película del “neo-realismo” más blando, observadas desde una perspectiva pobremente
sentimental. ¿Qué elementos tenía en mi haber, entonces, para acceder a la ruptura de la
escritura clásica como resultado de la imposibilidad de poder filmar como los admirados
cineastas, a los que desconocía, del film-noir y la “serie B” de las décadas de los 40 y lo 50?
Ninguno. ¿Es entonces extraño que, probablemente, oscilara entre los entusiastas juicios
críticos y un desconcierto que, por pudor, no podía confesar? Mejor suerte corrieron Une
femme est une femme: conocía bastante del ‘musical’ estadounidense y podía advertir cómo
se distanciaba de ellos; Vivre sa vie: allí estaban los ojos inolvidables de la Karina, el
formidable baile alrededor de la mesa de billar, El espejo ovalado y aquel memorable
monólogo que comenzaba así: “Muevo la mano. Soy responsable”; Le mépris: la Bardot,
Capri, los envolventes colores, la música de Delerue y las referencias a La Odisea (que había
leído tras ver el Ulises, de Mario Camerini) estaban cercanas a mi sensibilidad de ese
momento y, sobre todo Bande a part: su energía juvenil me era afín, extrañamente sigue
operando sobre mí también ahora.

El admirable, y tan fúnebre, Godard de estos últimos años, desde Nouvelle vague arriesgo, se
ha convertido en un acicate indispensable para combatir cierta propensión, natural en mí, a
la pereza intelectual: me obliga a pensar, y a pensarme, a través de la manera en que
reflexiona sobre el mundo y él mismo articulando imágenes, palabras y sonidos. Se ha
transformado en uno de los pocos cineastas occidentales en actividad, sino el único junto con
Víctor Erice, a quien admiro sin reservas, pero aquella vitalidad de la mayor parte de sus
primeros trabajos, hoy mutada en dolorida gravedad, me sigue, asimismo, resultando
indispensable. Aunque tan solo sea para recordar, como la protagonista de Hiroshima, mon
amour: “¡Qué joven que fui una vez!” .

VIII

¿El sol y la muerte viajan juntos? Están presentes en el viaje inicial hacia París de Michel
Poiccard, alias Laszlo Kovacks. Acompañan los desplazamientos de la expectante Cléo por la
misma ciudad. O el vagabundeo de Pierre Wesselin, que puede tener un final trágico. Se
unen, cuando Catherine hace caer al agua el auto que maneja, para morir junto a Jim. Pero,
textualmente, la frase, que no puedo dejar de asociar a la poesía de Jean-Nicolas-Arthur
Rimbaud, está dicha en una carta que Guy envía desde Argelia, donde está cumpliendo su
servicio militar, a Genevieve, en Les parapluies de Cherbourg. (También se juntan en mi
memoria cuando pienso en mi amigo muerto una Navidad. Los rayos de sol que atravesaban
las ramas del ombú gigantesco, bajo el cual leíamos en un verano interminable, ya entonces,
seguramente, daban calor a la idea del suicidio que recién concretó mucho más tarde.)

Agosto de 1964: desde las carteleras de los cines competían Tom Jones, que venía de obtener
un Oscar y Les parapluies..., que se había alzado con la Palma de Oro en Cannes. La crítica
prefería la película de Tony Richardson, yo no. En ese entonces ya me indignaba, me indigna
porque sigue ocurriendo hoy, la liviandad de pensamiento que implica decir que un filme,
porque es cantado en su totalidad, puede ser atractivo, pero nunca importante. Será porque
el día anterior de verla me había procurado una borrachera de órdago que a los diecisiete
años siempre aumenta la lucidez -llegando a vomitar un primoroso mantel de hilo que cubría
una de las largas mesas donde se desplegaban los manjares de una fiesta nupcial-, que nunca
digerí, ni en mi primera visión, algunos de los lugares comunes que se decían, y se escribían,
sobre él. Jamás pensé que, en el final que significativamente ocurre el día en que se espera
la Navidad, era el azar el que aproximaba a Genevieve Emery, vestida de negro, a la
resplandeciente, y blanca, estación de servicio de Guy Foucher , justo después de que en el
último otoño hubiera muerto su madre.

Porque sí, Les parapluies... narra una historia de amor o, mejor dicho dos: la de un amor
adolescente traicionado, el de Guy por Genevieve, y la de un amor adulto que es el que
permanece: el de Madeleine por Guy. Como ocurre con Chang en relación a Lai Yiu-fai en
Cheung gwong tsa sit, la importancia de Madeleine, el personaje que sutura la herida causada
por Genevieve, generalmente no es advertida. Así como tampoco la similar clase social a la
que pertenecen Guy, un mecánico, y Madelaine, una huérfana que cuida enfermos, que no es,
claro está, la de Genevieve y su madre. No es casual que el momento en que Genevieve
comience a pensar en aceptar su casamiento con Roland Cassard -personaje que
misteriosamente desaparece de la trama: ¿es que también, como Madame Emery, ha muerto?
es aquel en que éste le coloca una corona de bisutería, síntesis de las afiebradas aspiraciones
de muchas jóvenes educadas dentro de la burguesía.

¿Cómo funciona esta historia melodramática atrevidamente narrada con sus diálogos
totalmente cantados? En el nivel más evidente, como un homenaje al “musical”
estadounidense. Pero, y esto me parece más importante, considero que la estrategia elegida
permite desrealizar el contexto, distanciar del espectador la cotidianeidad deliberada de sus
acciones lo que, por supuesto, permite verlas mejor, como una crónica, en sordina, de seis
años de la vida de Francia: el escenario del cierre, la gasolinera, tiene inscripto, por doquier,
el nombre de una multinacional. ¿Recurso de financiación como las marcas de autos y de
cerveza en Lost Highway? ¿O índice de un estado de cosas en la sociedad francesa -como la
ciudad construida con cajas de productos para la vida doméstica en el final de Deux o trois
choses que je sais d’elle-? Me inclino por esta última posibilidad.

Demy fue, es, un cineasta osado que se cita de obra en obra, como tanto le gusta hacer a
Godard.. Cuando Roland confiesa un amor no feliz a Madame Emery, la cámara recorre el
pasaje Pommeraye, en Nantes la ciudad natal de Demy, escenario de muchas situaciones de
su ‘opera prima’ Lola, pensada en colores y con números musicales. Por contar con un
presupuesto escaso no pudo filmarla así, pero sí se atrevió a mantener una idea tan
arriesgada como poderosa: la de contar el pasado y el futuro de su personaje central -Lola,
una alternadora de cabaret cuyo verdadero nombre es Cécile- sin utilizar ninguna dislocación
temporal. Simplemente creó dos personajes: la adolescente Cécile y su madre, Madame
Desnoyers, que los representan. El resultado es féerico, me sigue hechizando pese al paso del
tiempo. Así como la Jeanne Moreau platinada, para mí en su mejor interpretación, de La baie
des anges, clave de toda la obra de Demy, al menos de la que conozco, con su reinvindicación
del azar y ese final donde Jackie corre con su estola colgando, quizás en vano, por un pasillo
del casino de Niza y su imagen se repite en infinitos espejos como indicando que su indecisión
entre el juego y el amor, es cosa de todos. Y también están aquellos autos cruzados en una
calle que desciende, apuntando cada uno en una dirección diferente, a cuyos volantes
estaban, en los Estados Unidos, aquella Lola que conocimos en Nantes y un joven
estadounidense, George Matthews, que vivían una tristísima historia de amor, interrumpida
por la guerra de Vietnam, en Model shop, el mejor registro fílmico de la ciudad de Los
Angeles en los ’60, junto a Zabriskie Point.

Como Truffaut, Demy hace de los sentimientos el centro de su filmografía. Pero a diferencia
de aquél despliega sus reflexiones en ámbitos reconocibles y datados, aún cuando construya
un universo de cuento de hadas, como en Peau d’ane: ¿ pero en qué otro espacio podía situar
la irrefrenable pasión de un padre por su hija, tan ancestral como la especie?

IX

Muchos de entre los cineastas franceses que hicieron su primer largometraje entre 1958 y
1963 han quedado afuera, seguramente de manera injusta. Pienso, sobre todo, en Alain
Resnais; en Chris Marker: para mí un insoslayable descubrimiento muy tardío; en Jacques
Doniol Valcroze, del que no sabría qué escribir...Todos ellos, más algún otro que se me olvida

o desconozco, protagonizaron, como parte integrante de los “nuevos cines”, tomando


prestado el término al gran Serge Daney, la última revolución dentro de las estructuras de la
industria cinematográfica, el último momento en que parecía que Hollywood tambaleaba. Y
ya van cuarenta años de ella y la dictadura cada vez oprime más.

Mucho menos que un balance, lo que este texto intenta, vaya a saber con qué fortuna, es
esbozar y compartir algunas sensaciones provocadas por ciertos cineastas hace ya tantos
años, cuando era un adolescente y no sabía, como afirma esa frase de Paul Nizan respecto a
los veinte años de edad que cita Godard en Masculin-Féminin, que no estaba viviendo la
mejor etapa de la vida.
En el trabajo de escribirlo volvieron a mi presente las primeras palabras que se oyen en The
go-between, repitiendo las de la novela homónima de L.P.Hartley,: “El pasado es un país
extranjero, allí la gente se comporta de otra manera.” Y entonces, poco a poco, la escritura
fue convirtiéndose en un proceso de exorcismo, al rasgar la bruma pegajosa que esparce el
tiempo ido para reencontrarme con los fantasmas, entre ellos el de mi amigo muerto e
intentar, aunque dudo que sea posible, saludarlos para siempre. Porque no necesito ya
recordarlos, sé que están en mí: soy, entre muchas otras cosas, un hijo de la nouvelle vague.

Ya pasó la medianoche, es hora de descorchar un vino y brindar por todos ellos. Es también el
momento de salir, juntos, a la noche estrellada donde ya se adivina el aroma de los jazmines
de una incipiente primavera austral, esperando correr mejor suerte que Francesca Bertini. Es
hora, asimismo, de desbrozar un espacio para que aparezca lo nuevo, si es que ha de
aparecer. La vida es gorda, oleosa, subrepticia...creo recordar que escribió Drummond de
Andrade.

18 de agosto-10 de septiembre de 2003

Filmes citados

por su orden de aparición en el texto

Rebel without a cause, Nicholas Ray (EUA, 1955), Les quatre cents coups, Francois Truffaut
(Francia, 1959), Les deux anglaises et le continent, Francois Truffaut (Francia, 1971).
Masculin-Féminin, Jean-Luc Godard (Francia/Suecia, 1965-66). La chinoise, Jean-Luc Godard
(Francia, 1967). Detective, Jean-Luc Godard (Francia-1984). L´naissance de l’amour, Philippe
Garrel (Francia/Suiza, 1993). Porcile, Pier Paolo Pasolini (Italia/Francia, 1969). La mamain et
la putain, Jean Eustache (Francia, 1973). La nuit americaine, Francois Truffaut
(Francia/Italia, 1973). La peau douce, Francois Truffaut Francia/Portugal, 1964). Baisers
volés, Francois Truffaut (Francia, 1968). La sirene du Mississipi, Francois Truffaut
(Francia/Italia, 1969). Une belle fille comme moi, Francois Truffaut (Francia, 1972). La
femme d’a coté, Francois Truffaut (Francia, 1981). Orfeu negro, Marcel Camus
(Francia/Brasil/Italia, 1959). Hiroshima, mon amour, Alain Resnais (Francia/Japón, 1959).
Les dimanches de ville d’Avray, Serge Bourguignon (Francia, 1962). Le fille aux yeux d’or,
Jean Gabriel Albiccoco, (Francia/Italia, 1961). Douce violence, Max Pécas (Francia, 1962). Le
beau Serge, Claude Chabrol (Francia, 1958). Adieu philippine, Jacques Rozier (Francia, 1963)
Une femme mariée, Jean-Luc Godard (Francia, 1964). Bande a part, Jean-Luc Godard
(Francia, 1964). The dreamers, Bernardo Bertolucci (Francia/Italia/Reino Unido/EUA, 2003).
Jules et Jim, Francois Truffaut (Francia, 1961). Il sorpasso, Dino Risi (Italia, 1962).

La collectionneuse, Eric Rohmer (Francia, 1966). Ma nuit chez Maud, Eric Rohmer (Francia,
1969). L’amour, l’apres midi, Eric Rohmer (Francia, 1972). Triple agent, Eric Rohmer
(Francia, 2004). Vivre sa vie, Jean-Luc Godard (Francia, 1962). Landru, Claude Chabrol
(Francia/Italia, 1962). Cléo de 5 a 7, Agnes Varda (Francia/Italia, 1961). Les rendez-vous de
Paris, Eric Rohmer (Francia, 1995). Haut, bas, fragile, Jacques Rivette (Francia, 1995).
Ljubáni slucajili tragediza sluzbenice P.T.T., Dusan Makavejev (Yugoslavia, 1967). Silvia
Prieto, Martín Rejtman (Argentina, 1998). Hatuna Meuheret, Dover Kasashvili (Francia/Israel,
2001). Le petit soldat, Jean-Luc Godard (Francia, 1960). Les parapluies de Cherbourg,
Jacques Demy (Francia/ Alemania Federal, 1963). Muriel ou le temps d’un retour, Alain
Resnais (Francia/Italia, 1963). Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, (Italia, 1953). Du cote
d’Oruet, Jacques Rozier (Francia, 1973). Les naufragues de l’ile de la Tortue, Jacques Rozier
(Francia, 1974). Maine Océan, Jacques Rozier (Francia, 1986). Comment devenir cinéaste
sans se prendre la tete, Jacques Rozier (Francia, 1995). Fifí Martingale, Jacques Rozier
(Francia, 2001). A double tour, Claude Chabrol (Francia/Italia, 1959). Les bonnes femmes,
Claude Chabrol (Francia/Italia, 1960). Au coeur du mensonge, Claude Chabrol (Francia, 1999).
Merci pour le chocolat, Claude Chabrol (Francia/Suiza, 2001). La fleur du mal, Claude
Chabrol (Francia, 2003). Le bonheur, Agnes Varda (Francia, 1965). Les créatures, Agnes Varda
(Francia/Suecia, 1969). Sans toit ni loi, Agnes Varda, (Francia, 1985). Les glaneurs et la
glaneuse, Agnes Varda (Francia, 2001). L’univers de Jacques Demy, Agnes Varda (Francia,
1995). La pointe courte, Agnes Varda (Francia, 1955). La religieuse, Jacques Rivette (Francia,
1966). Paris nous appartient, Jacques Rivette (Francia, 1960). L’amour fou, Jacques Rivette
(Francia, 1968). Jean Renoir, le patron, Jacques Rivette (Francia, 1966). Jacques Rivette, le
veilleur, Claire Denis (Francia, 1990). Hurlevent, Jacques Rivette (Francia, 1985). Tokyo
monogatari, Yasujiro Ozu (Japón, 1953). A bout de soufflé, Jean-Luc Godard (Francia, 1959-
60). Week end, Jean-Luc Godard (Francia/Italia, 1967). Pierrot le fou, Jean-Luc Godard
(Francia/Italia, 1965). Citizen Kane, Orson Welles (EUA, 1941). Une femme est une femme,
Jean-Luc Godard (Francia/Italia, 1961). Le mépris, Jean-Luc Godard (Francia/Italia, 1963).
Nouvelle vague, Jean-Luc Godard (Francia, 1990). Tom Jones, Tony Richardson (Reino Unido,
1963). Cheung gwong tsa sit, Wong Kar-wai (Hong-Kong, 1997).

Lost Highway, David Lynch (EUA/Francia, 1997). Deux o trois choses que je sais d’elle, Jean-
Luc Godard (Francia, 1966-67). Lola, Jacques Demy (Francia/Italia, 1961). La baie des anges,
Jacques Demy (Francia, 1963). Model shop, Jacques Demy (EUA, 1969). Zabriskie Point,
Michelangelo Antonioni (EUA, 1970). Peau d’ane, Jacques Demy (Francia/España, 1970). The
go-between, Joseph Losey (Reino Unido, 1971).
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