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Cantina Salón Madrid

Arturo Pérez Reverte – XL Semanal – 30 / 4 / 2.018.

En cierta ocasión dijo mi padre que lo malo de vivir demasiado tiempo es que
hay muchas cosas amadas que acabas viendo desaparecer. En su momento
me pareció una frase entre muchas, pero con los años he comprobado su
exactitud. Cuando eres niño o jovencito todo parece inmutable, eterno. Crees
firmemente – de no ser así, a esa edad la incertidumbre sería insoportable –
que el mundo que conoces se mantendrá siempre con idéntico aspecto y
poblado por las mismas personas. Que en el mapa de tu vida existirán siempre
las mismas referencias.

Sin embargo, el tiempo demuestra que no ocurre de ese modo, pues toda vida
– esto ya no lo dijo mi padre, sino que lo escribió Scott Fitzgerald – es también
un proceso de demolición. Los años implican lucidez y evolución hacia lugares
interesantes, pero incluyen estragos y destrucciones en el paisaje y en uno
mismo. Las inocencias se atenúan, numerosas palabras que antes eran
decisivas empiezan a escribirse con letra minúscula, y personas que tuvieron
peso extraordinario en tu vida se alejan, o cambian como también tú lo haces, o
sencillamente mueren.

Para los que hemos conocido una existencia más bien nómada, los lugares son
importantes. Fijan las coordenadas que durante mucho tiempo nos dieron
anclajes o ilusión de estabilidad. En la vida que llevé, y que en cierto modo
todavía llevo, ciudades, hoteles, restaurantes, librerías, así como a menudo
personas relacionadas con ellos, tuvieron siempre una importancia decisiva.
Fueron, incluso, trasunto del hogar que en esos momentos no tenía, hasta el
punto de convertirse ellos mismos en hogar confortable. Por eso son tan
frecuentes, en mis novelas o artículos, referencias de esa clase: sitios y
personajes, unas veces transformados en literatura y otras contados tal como
fueron, o todavía son.

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Considerada desde ese punto de vista, la lista de bajas en una memoria de esa
clase supone un ejercicio de melancolía. Ni siquiera el hábito de ver destruirse
cosas de forma violenta, derrumbarse mundos enteros en guerras y
catástrofes, que ayuda mucho, endurece lo suficiente. Vacuna, quizá, frente a
la sorpresa y permite mirarlo con lucidez más o menos serena; pero el dolor de
la pérdida, o las continuas pérdidas, sigue siendo intenso. Pasear por la rue
Saint André des Arts de París y comprobar que todas las librerías de viejo
donde entrabas con veinte años y avidez de cazador han desaparecido, puede
ser tan doloroso como comprobar que ya no volverás nunca a comer o cenar
en tu vieja Munich de Buenos Aires, o que la punta de la Aduana de Venecia,
que de noche era el lugar más solitario y bello del mundo, sea un infierno
japonés desde que abrieron un museo justo al lado.

Es lo que hay, y no queda sino aceptarlo. Asumir sentirse a veces, o a menudo,


como el príncipe Salina paseando por Palermo al final de El Gatopardo. Todos
nosotros, lugares y personas, llegamos y nos vamos. Cedemos espacio a
quienes empiezan un camino que ya no es el nuestro.
Pensaba en eso no hace mucho en México capital – que ya tampoco se llama
Deefe –, sentado por última vez en la Cantina Salón Madrid. Durante toda mi
vida mexicana, larga de treinta años, ese modesto bar de la plaza de Santo
Domingo fue allí mi lugar favorito: una cantina clásica, barata hasta lo cutre,
con parroquianos bigotudos y peligrosos, asientos acuchillados a navajazos,
una rockola donde escuchaba a José Alfredo, Vicente Fernández y los Tigres
del Norte, y una extraña pareja, un matrimonio que servía tequila reposado y
milanesa de carne cortada en trocitos. Pasé allí muchos días felices, incluida
una mañana de brevísima y silenciosa amistad con un hombre solitario que
sentado en otra mesa, la cabeza entre las manos y tequila tras tequila delante,
coreaba las canciones que yo iba poniendo. «Cuando estaba en las cantinas –
decía una de las letras – no sentía ningún dolor».
Siempre supe que llegaría este momento, y al fin llegó. En mi última visita, el
viejo matrimonio ya no estaba allí, y la Cantina Salón Madrid se había
transformado en un bar puesto al día, con nueva decoración y copas
convencionales. De la rockola habían sido barridos sin piedad rancheras y
narcocorridos: sonaba Shakira.

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Había camareros jóvenes y chicos alegres y vitales tomando cerveza en la
mesa donde una vez, junto a mí, un hombre solitario había cantado al compás
de su corazón destrozado. Me pregunté si habría encontrado otra cantina
donde no sintiera ningún dolor.

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