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Primero, nunca debemos considerar el Sermón del Monte como un código

ético, o como un conjunto de reglas que abarca nuestra conducta en todos


sus detalles. No debemos verlo como una nueva clase de ley que sustituye a
la antigua ley mosaica; es más bien cuestión de enfatizar el espíritu de la ley.
Por esto no debemos, si tenemos problemas en cuanto a un punto concreto,
acudir al Sermón del Monte y buscar un pasaje concreto. El Nuevo Testamento
no ofrece esto. ¿No resulta trágico que los que estamos bajo la gracia parece
que deseemos estar bajo la ley? Nos preguntamos unos a otros, '¿Cuál es la
enseñanza precisa respecto a esto?' y si no se nos puede dar como respuesta
un 'sí' o un 'no', decimos, 'Es todo tan vago e impreciso.'

En segundo lugar, nunca hay que aplicar estas enseñanzas en una forma
mecánica, como una especie de norma mecánica. Cuenta el espíritu más que
la letra. No que despreciemos la letra, sino que hay que enfatizar el espíritu.

Tercero, si nuestra interpretación hace que la enseñanza parezca ridícula o


conduzca a una situación ridícula, es sin duda falsa. Y hay quienes son reos
de esto.

El siguiente principio es éste: Si nuestra interpretación hace que la enseñanza


resulte imposible también es errónea. Nada de lo que nuestro Señor enseñó
es imposible. Hay quienes interpretan ciertos puntos del Sermón del Monte en
una forma tal, y esta interpretación es sin duda falsa. La enseñanza del mismo
fue para la vida diaria.

Finalmente, debemos recordar que si nuestra interpretación de cualquiera de


estas cosas contradice la enseñanza evidente y clara de la Biblia en otro
pasaje, es obvio que nuestra interpretación anda errada. La Biblia ha de
compararse con la Biblia. No hay contradicción en la enseñanza bíblica.

Por tanto pedir una conducta cristiana de alguien que no ha nacido de nuevo,
y menos de una nación o del mundo entero, es imposible y erróneo.

Al mundo, a las naciones, a los no cristianos se sigue aplicando la ley, la cual


dice 'ojo por ojo y diente por diente.' Esas personas siguen estando bajo la
justicia que restringe y limita al hombre, para preservar la ley y controlar los
abusos. En otras palabras, por esto el cristiano debe creer en la ley y el orden,
y por esto nunca debe ser negligente en sus deberes de ciudadano de un
Estado. Sabe que 'las autoridades superiores... que hay, por Dios han sido
establecidas,' que hay que controlar la ilegalidad, que hay que restringir el
crimen y el vicio —'ojo por ojo y diente por diente,' justicia y equidad. En otras
palabras el Nuevo Testamento enseña que, hasta que alguien no venga a estar
bajo la gracia, está bajo la ley.
Este es nuestro primer principio. No tiene nada que ver con las naciones ni
con el llamado pacifismo cristiano, con el socialismo cristiano ni cosas así.

En segundo lugar, esta enseñanza, que concierne al cristiano y a nadie más,


se le aplica sólo en sus relaciones personales y no en cuanto ciudadano de
su país.

No tenemos más que la reacción del cristiano como individuo frente a lo que
se le hace personalmente

Lo que nos pide que examinemos es nuestro yo, y es mucho más fácil hablar
del pacifismo que enfrentarse con su clara enseñanza. ¿Cuál es? Me parece
que la clave se encuentra en el versículo 42: 'Al que te pida, dale; y al que
quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses.' Esto es de gran importancia

Todo el tiempo piensa en el problema del 'yo' y de nuestra actitud para con
nosotros mismos. Dice en efecto que si queremos ser verdaderamente
cristianos debemos morir al yo. No es cuestión de si deberíamos ir a servir en
el Ejército o no, ni de ninguna otra cosa; es cuestión de qué pienso de mí
mismo, de mi actitud para conmigo mismo.

Es una enseñanza muy espiritual, e implica lo siguiente. Primero, debo tener


una actitud adecuada para conmigo mismo y respecto al espíritu de
autodefensa que se pone de inmediato en movimiento cuando me hacen algo
malo. También debo examinar el deseo de venganza y el espíritu de represalia
que es tan propio del yo natural. Luego está la actitud del yo respecto a las
injusticias que se le hacen y respecto a las exigencias que la comunidad y el
Estado le hacen. Y por fin está la actitud del yo respecto a las posesiones
personales. Nuestro Señor pone al descubierto esta cosa horrible que
controla al hombre natural — el yo, esa herencia terrible que proviene del
hombre caído y que hace que el hombre se glorifique a sí mismo y se tenga
por dios. Trata de proteger ese yo siempre y de todas las formas posibles.
Pero lo hace no sólo cuando recibe ataques o cuando le quitan algo; lo hace
también con la cuestión de sus posesiones. Si alguien le pide prestado,
respuesta instintiva es: '¿Por qué debería desprenderme de lo mío?' Siempre
es el yo.

'No', dice Cristo, 'es una cuestión espiritual, es cuestión de toda tu actitud,
sobre todo de tu actitud para contigo mismo; y quisiera que vieras que si
quieres ser de verdad discípulo mío debes morir a ti mismo.' Dice, si lo
prefieren: 'Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo (y todos los
derechos para consigo mismo y todos los derechos del yo), tome su cruz, y
sígame.'

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