Professional Documents
Culture Documents
Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos
y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos
aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la
vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de
Navarra. Contacto Tomás Trigo
Categorías
La perfección de la persona. Curso sobre las virtudes
Coordinación y contacto
Antología de Textos
0. Ensayos o estudios generales
I. Virtudes humanas
A. Intelectuales
1. Entendimiento
2. Ciencia
3. Sabiduría
4. Sindéresis
5. Ciencia moral
6. Prudencia
7. Arte o técnica
B. Morales
1. Humildad
2. Amor de amistad
3. Justicia-Amor
3.1. Religión
3.2. Amor conyugal
3.4. Amor a los padres
3.3. Amor a los hijos
3.5. Amor a la patria
3.6. Obediencia
3.7. Gratitud
3.8. Veracidad
3.9. Fidelidad (Lealtad)
3.10. Sencillez (Simplicidad, Sinceridad)
3.11. Amabilidad (Afabilidad, Cortesía)
3.12. Generosidad (Liberalidad)
3.13. Equidad (Epiqueya)
3.14. Clemencia (Misericordia, Perdón)
4. Fortaleza
4.1. Magnanimidad
4.2. Magnificencia
4.3. Paciencia
4.4. Perseverancia
4.5. Mansedumbre
5. Templanza
5.1. Pudor (Vergüenza)
5.2. Honestidad
5.3. Abstinencia y Sobriedad
5.4. Castidad
5.5. Virginidad (Celibato)
5.6. Modestia
5.7. Estudiosidad
5.8. Eutrapelia
II. Virtudes sobrenaturales
1. Fe
2. Esperanza
3. Caridad
4. Dones del Espíritu Santo
¿Podemos hablar de humildad en Dios?
Andaba un tiempo dándole vueltas a la cabeza acerca de la «humildad de Dios» a partir, por una parte, de la
contemplación de la vida oculta de Nuestro Señor en Nazaret y de la discreción en la manifestación del misterio
de su ser teándrico; y de por otra, de la consideración del Dios «que se esconde» detrás de su gobierno del universo
y de los acontecimientos de la historia humana[1]. Me maravillaba de que Dios no pregone, ni «haga publicidad»
de sus obras, ni se jacte en ellas de la infinita sabiduría de su ser, de su inmenso poder... Además pensaba que
todos los santos, que son los que más se han asemejado a Él, se hayan esforzado decididamente por ser humildes,
siguiendo la invitación de Jesucristo «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Pero estando en
estos pensamientos me tropecé con el texto de Santo Tomás de Aquino: «Hay dos clases de perfección. Una,
absoluta, carente de todo defecto, tanto en sí misma como en relación con los otros seres. Así, sólo Dios es
perfecto, y en Él, según su naturaleza divina, no cabe la humildad, sino sólo según la naturaleza asumida»[2].
Tanto la evidencia de su concisa argumentación y el peso de su autoridad me dejaron sin ánimo para proseguir en
mis pensamientos. Por si fuera poco, el mismo Aquinate dice inmediatamente antes: «La humildad reprime el
apetito a fin de que no aspire a grandes cosas que exceden el recto orden de la razón»[3]. Decididamente, el tema
se me presentó como un despropósito y lo dejé aparcado por un tiempo, no fuese que, en el intento de profundizar
en la humildad, cayera en el vicio opuesto.
Sin embargo, había algunas ideas que me hacían resistencia a abandonar por completo el propósito. Una es que
el Verbo Encarnado ¿no refleja, de alguna manera, en los gestos y en el lenguaje humanos, el ser invisible y el
actuar inalcanzable de Dios? La misma Encarnación del Verbo ¿no es ya un acto de synkatábasis, de
condescensión, de abajamiento, de «humildad» de la Trinidad Beatísima? Muchos textos evangélicos me venían
a la cabeza. Me detendré en algunos.
«El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
La frase pertenece a un contexto más amplio, en el que a una pregunta del apóstol Tomás, Jesús responde con
inesperada y sorprendente profundidad. Es el pasaje de Jn 14, 6-11:
«6 Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí. 7 Si
me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.
8 Felipe le dijo:
—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
9 —Felipe —le contestó Jesús—, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha
visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»?10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y el
Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus
obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas».
Un camino de acceso para penetrar en sentido del texto de San Juan pueden ser las palabras del n. 516
del Catecismo de la Iglesia Católica: «Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras,
sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre”
(Jn 14, 9), y el Padre: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre
para cumplir la voluntad del Padre (cfr. Hb 10,5-7), nos “manifestó el amor que nos tiene” (1 Jn 4, 9) incluso con
los rasgos más sencillos de sus misterios». Por su parte, el Papa Juan Pablo II escribe: «Una exigencia de no
menor importancia (...) me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre»[4].
A mayor abundamiento, y para no iniciar todavía mi propia exégesis del texto joaneo, me permito reproducir unos
párrafos del Sermo 141, 1 y 4, de San Agustín: «Todo hombre alcanza a comprender la Verdad y la Vida; pero
no todos encuentran el Camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible
(...); pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza
humana. Camina contemplando su humildad y llegarás hasta Dios». Y, en la misma línea, he aquí un apunte de
la nota a Jn 14,1-14 del Nuevo Testamento preparado por profesores de la Facultad de Teología de la Universidad
de Navarra: «El v. 9 es de una intensidad deslumbrante. Conocer a Cristo es conocer a Dios. Jesús es el rostro de
Dios»[5].
En el v. 6, Jesús, al responder a la pregunta de Felipe −cfr. vv. 4-5−, toma ocasión para descorrer un resquicio del
misterio de su ser. No se trata de conocer un lugar terrestre y el camino para llegar a él. El lugar, el término donde
Jesús va a ir es el Padre y el Camino no puede ser otro que el mismo Jesús. Jesús es la Verdad y la Vida por ser
el Verbo de Dios, la verdad absoluta y la vida eterna, como el Padre. Estos atributos divinos los posee también
Jesús y han resplandecido en su santísima Humanidad[6]. La verdad absoluta, divina, ha sido enseñada por la
palabra de Jesús[7], que nos ha revelado al Padre[8]. Jesús, a quienes nos adherimos a su verdad por medio de la
fe, nos hace participar de la vida eterna como hijos de Dios[9].
Vida eterna y Verdad absoluta se identifican, como también el Padre y el Hijo en la naturaleza: «Ésta es la vida
eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3). El
conocimiento del Hijo por la fe sobrenatural, que bucea en el misterio, conduce al conocimiento del Padre: «Si
me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14, 7): aún más, los discípulos de Jesús, que creen
en él, que le “ven” a través de su Humanidad, puede decirse de alguna manera que “ven” al Padre.
Probablemente Felipe (Jn 14, 8) no pensaba sino en una teofanía, semejante a las concedidas a Moisés (cfr. Ex 33,
18-23), o a Isaías (cfr. Is 6, 1-5), porque no había penetrado aún en el misterio de Cristo (Jn 14, 9), como les
ocurría a los demás apóstoles, no obstante el tiempo en que habían convivido con Él[10]. Pero las palabras de
Jesús en su respuesta (Jn 14, 9-10) no dejan de ser misteriosas. Insinúan que Jesús es la imagen perfecta del Padre
(cfr. Hb 1, 3). De varias maneras ya les había hablado de la unión profunda, indisoluble entre el Padre y el
Hijo[11].
Jn 14, 11 repite, resumidamente, el mismo argumento que aparece otras veces en el IV Evangelio[12] : para creer
que Jesús «está» en el Padre y el Padre en él tienen la garantía de la autoridad de su palabra; y, además, si ésta no
les resulta clara, está el argumento de sus «obras». Si bien más vale creer sencillamente por su palabra[13].
«Lo que Él [el Padre] hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5, 19)
«En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues
lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
El versículo inicia un largo discurso (vv. 19-47), en el que se desarrolla, de modo equivalente a una demostración,
la legitimidad de la afirmación sobrecogedora del v. 17b. Puede dividirse en dos partes. En la primera (vv.19-30)
se habla de la igualdad del Hijo con el Padre y de algunas de sus implicaciones. En la segunda (vv. 31-47) viene
como la prueba de la primera parte.
Igualdad del Hijo con el Padre: Jn 5, 19-30. El v. 19 está en relación directa con la afirmación del v. 17 («Jesús
les replicó: −Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo», Ho Patér mou héôs árti ergázetai, kagô
ergázomai) y con el comentario del Evangelista en el v. 18 («Por esto los judíos con más ahínco intentaban
matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a
Dios»)[14]. Los vv. 19-30 se extienden en mostrar que las obras del Hijo son las obras del Padre: poder de
resucitar los muertos (v. 21); juicio supremo (v. 22); honra (v. 23); los vv. 24-30 desarrollan los enunciados de
los vv. 21-23. En esta parte del discurso, al mismo tiempo que se habla de igualdad del Hijo con el Padre, se les
distingue: son Padre e Hijo respectivamente (en la doctrina cristiana, igualdad de sustancia o naturaleza y
distinción de personas). La «obras mayores» de las que se maravillarán los hombres (v. 20) parece que se refieren
a la resurrección de Jesús y a la de los muertos como efecto de la propia resurrección de Jesús[15].
El v. 24 apunta al corazón de la teología de Juan, a saber, la necesidad de «escuchar» y «creer» en la palabra de
Jesús para ser salvado, para alcanzar la vida eterna. Un mismo acto de fe abarca al Padre y al Hijo.
Ceguera de los judíos: Jn 5, 31-47. Frente a la resistencia a creer, esta parte del discurso aduce cuatro testimonios
o “argumentos de credibilidad”, o “razones para creer”: el testimonio de Juan el Bautista (vv. 32-35); el de las
«obras» que hace Jesús, los signos o milagros (v. 36); el testimonio del Padre (vv. 37-38); el de las Escrituras (v.
39). De estos argumentos el de más peso dialéctico es el de las obras que hace Jesús, incluida su vida y enseñanzas.
En cuanto que Jesús es enviado del Padre e igual a Él, las obras de Jesús son el testimonio mismo del Padre, es
decir, de Dios. Al no percibir en las obras de Jesús la «voz» del Padre, al no creer en el que Dios ha enviado, los
hombres se cierran a la posibilidad de «ver» el «rostro» de Dios. De nuevo el pasaje apunta al meollo del mensaje
del IV Evangelio.
Los vv. 41-47 reprochan a “los judíos”[16] tres impedimentos que les ciegan: falta de amor a Dios, búsqueda de
gloria humana, miopía para interpretar las Escrituras.
«Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30)
Es otro texto impresionante. Forma parte de un discurso que el evangelista enmarca durante la fiesta de la
Dedicación del Templo, conmemorativa de la purificación realizada por Judas Macabeo después de la profanación
hecha por Antíoco IV Epífanes[17]. El relato-discurso abarca Jn 10, 22-42:
24 «Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle:
—¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.
25 Les respondió Jesús:
—Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí
(...). 30 Yo y el Padre somos uno.
31 Los judíos recogieron otra vez piedras para lapidarle. 32 Jesús les replicó:
—Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas queréis lapidarme?
33 —No queremos lapidarte por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces
Dios —le respondieron los judíos.
34 Jesús les contestó:
—(...) ¿A quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de
Dios? 37 Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; 38 pero si las hago, creed en las obras, aunque no me
creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.
39 Intentaban entonces prenderlo otra vez (...).Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al
principio (...). 41 Y muchos acudieron a él y decían:
—Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.
42 Y muchos allí creyeron en él».
A la pregunta apremiante sobre si es o no el Mesías (v. 24), Jesús responde por elevación. La palabra Mesías
(Cristo) no es pronunciada, y con razón, pues este término se había mundanizado, banalizado en el ambiente de
la época, hasta encerrarlo en los estrechos límites de un nacionalismo político y terreno[18]. Parece que, en la
intención de sus interpelantes, si Jesús reivindicaba el título, daba pretexto para denunciarlo a la autoridad romana
como rebelde contra el César −tal como sería en efecto la acusación de los pontífices ante Pilatos[19]−. Si lo
rechazaba, causaría una gran decepción popular. Por ello, Jesús no descendió al plano de sus interrogadores. Pero
dio la respuesta llevando la cuestión al fondo: remontándose del mesianismo nacionalista hasta la identidad con
el Padre (que en términos teológicos llamamos la identidad sustancial del Padre y del Hijo). El camino de
argumentación que sigue Jesús es, como en otros pasajes del IV Evangelio, el testimonio de las obras (v. 25)[20].
El punto culminante del pasaje es el v. 30, donde de manera lapidaria afirma la identidad con el Padre: Egô kaì
ho Patêr hén esmen. Ya San Agustín explicaba así este versículo: «No dijo “yo soy el Padre”, ni “yo y el Padre
es uno mismo”. Sino que en la expresión “yo y el Padre somos uno” hay que fijarse en las dos palabras «somos»
y «uno» (...). Porque si son uno, entonces no son diversos, y si somos, entonces hay un Padre y un Hijo»[21]. En
lenguaje teológico Jesús revela su unidad sustancial con el Padre, o, en otros términos, la identidad de su esencia
o naturaleza divina con el Padre y, al mismo tiempo, la distinción personal entre el Padre y el Hijo. Pero sus
interpeladores no estaban para meditar sobre tales realidades divinas.
Si aplicamos el aforismo escolástico operari sequitur esse, la consustancialidad con el Padre nos lleva a pensar
que el Hijo encarnado, aun en su obrar humano, actúa “de acuerdo” con el Padre, opera según la pauta del Padre:
«Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34), «He bajado del cielo
no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado» (Jn 6, 38). Como explicará el dogma
cristológico, en Cristo hay dos voluntades, la divina y la humana. Cuando Jesús habla de “su voluntad” se está
refiriendo a la humana, en la que gravita, entre otras cosas, la repugnancia al dolor y a la muerte violenta. En esta
perspectiva se entiende la oración de Jesús en la agonía en el huerto. «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz,
pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42); o las que consigna Jn 5, 30: «No busco mi voluntad, sino
la voluntad del que me ha enviado».
Por eso, puede también afirmar Jesús en el mismo versículo de Jn 5, 30: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo»,
palabras paralelas a las más solemnes de Jn 5, 19: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada
por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)
El adjetivo griego praüs, usado también en plural, praeîs, es traducido en todos los diccionarios por manso, afable,
clemente, de ánimo suave, opuesto a iracundo. De igual significación es su correspondiente sustantivo praütês,
mansedumbre. Además del texto de Mt 11, 29, San Pablo la evoca en 2 Co 10,1 diciéndoles a sus destinatarios:
«os exhorto por la mansedumbre (praütês) y la benignidad (epieíkeia) de Cristo».
La mansedumbre es uno de los frutos del Espíritu Santo, según Ga 5, 22-23: «En cambio, los frutos del Espíritu
son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia».
El Papa León XIII explicaba así el pasaje: «Los frutos enumerados por el Apóstol son aquellos que el Espíritu
Santo causa y comunica a los hombres justos, aun durante esta vida (...), pues son propios del Espíritu Santo, que
“en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo”»[22].
¿Podemos decir que Dios actúa con mansedumbre, que es manso? El AT nos puede dar una pista. Is 54 ,7-8 pone
en boca del Señor: «Por un breve instante te abandoné, / pero con grandes ternuras te recogeré. / En un arrebato
de ira / te oculté mi rostro un momento, / pero con amor eterno me he apiadado de ti, / dice tu Redentor, el Señor».
Por Jr 31, 20 vuelve a exclamar Dios: «¡Pero si Efraím es mi hijo querido, / el niño de mis delicias, / que cada
vez que le reprendo / aún me acuerdo más de él! / Por eso se conmueven mis entrañas. / Siempre me apiadaré de
él». Y, por citar aún a otro profeta, dice el Señor por Os 11, 8-9: «¿Podré abandonarte, Efraím, / podré entregarte,
Israel? (...). Me da un vuelco el corazón, / se conmueven a la vez mis entrañas. / No dejaré que prenda el ardor de
mi cólera, / no volveré a destruir a Efraím, / porque Yo soy Dios, / y no un hombre; / soy el Santo en medio de ti,
/ y no voy a llegar con mi ira». Los salmos 103, 8 y 145, 8 repiten la expresión −con insignificantes variaciones−:
«El Señor es clemente y compasivo, / lento a la ira y rico en misericordia». Pero no sólo esos versículos, sino
ambos salmos enteros son una oración de alabanza a Dios, que perdona los pecados de su pueblo y lo protege en
vez de airarse.
Ser humilde de corazón, eimì tapeinòs tê kardía, es lo opuesto a ser hyperêfanós, soberbio, “el que quiere aparecer
superior a los demás”, como se expresa en St 4,6[23]. Jesús «se humilló a sí mismo», etapeínôsen heautón (Flp 2,
8), «haciéndose obediente hasta la muerte». El sustantivo tapeínôsis, “humillación”, corresponde al
verbo tapeinóô en pasiva, ser humillado,tapeinoûsthai, en griego[24] y na‘anah en hebreo (Is 53, 7)[25].
En Hch 8, 32-33 se aplica a Cristo parte del cuarto canto del Siervo de Isaías; nos interesa especialmente Hch 8,
33a, que corresponde a Is 53a hebreo: «Fue maltratado y él fue humillado/se dejó humillar» (niggash we hû’
na‘annéh): el Cristo tenía que ser humillado, y Jesús cumplió también esta profecía.
Como todas las enseñanzas de Jesús, ésta es también una expresión sincera de su propio ser y obrar. Dentro del
misterio del ser teándrico de Jesús, estas palabras ¿expresan sólo sus sentimientos humanos? ¿Son también, de
alguna manera, el ejemplo que ve en el Padre? Jesús, el Verbo del Padre, ¿podría tener sentimientos humanos no
conformados con el Padre, aunque, como la repulsa o el miedo al sufrimiento, repugnaran a su condición de
verdadero hombre? ¿Pudo “aprender” Jesús la humildad al margen de su visión del Padre? Es verdad que, como
dice Hb 5, 8: «y, siendo Hijo, aprendió por los padecimientos, la obediencia».
La cuestión de cómo podemos hablar de Dios
Aristóteles debió de ser el primero en expresar con claridad que la palabra o nombre (ónoma) no designa necesaria
o directamente la realidad o cosa (chrêma) −como pensaron los antiguos griegos−, sino que lo que el nombre
designa, es el signo de la idea, la palabra interior, el concepto (lógos) que nos formamos de la cosa[26]. Santo
Tomás de Aquino parte de aquí para plantear el tema de cómo podemos nosotros hablar de Dios, que desarrolla
en toda la cuestión 13ª de la Prima Pars de la Summa Theologiae, con el título de De nominibus Dei.
En efecto, Tomás de Aquino comienza la q. 13, a. 1, cor. : «Según el “Filósofo”, las palabras son signos de los
conceptos, y los conceptos son signos de las cosas (...). Así, pues, lo que puede ser conocido por nosotros con el
entendimiento, puede recibir nombre por nuestra parte. Ha quedado demostrado (q. 12 a. 11 y 12) que en esta
vida Dios no puede ser visto en su esencia; pero puede ser conocido a partir de las criaturas como principio suyo
por vía de excelencia y remoción. Por consiguiente, a partir de las criaturas puede recibir nombre por nuestra
parte; sin embargo, no un nombre que, dándole significado, exprese la esencia divina tal cual es».
La tesis del Aquinate es hoy común en el pensamiento filosófico y teológico católico y puede ser explicada así:
nuestro lenguaje expresa las cosas según las concibe y representa nuestro entendimiento. Las que conocemos con
perfección las podemos expresar adecuadamente; pero las que conocemos de modo imperfecto sólo las podemos
expresar de modo imperfecto, por analogía de las que conocemos mejor; por medio de éstas hablamos de las más
desconocidas y las podemos nombrar de modo no adecuado, metafóricamente. Por ello sólo podemos nombrar a
Dios y hablar de Él por la mediación de las cosas creadas, de manera imperfecta e inadecuada.
El discurso de Tomás de Aquino prosigue con el razonamiento escueto y riguroso que le caracteriza: lo primero
que conocemos de Dios es su causalidad de los seres imperfectos y limitados, es decir, el aspecto “relacional”.
De aquí que las criaturas representan a Dios, le son de alguna manera semejantes, en cuanto tienen alguna
perfección relativa, esto es, en cuanto participan parcialmente de la perfección total de Dios. Por ello no le
representan como algo de su misma especie o género, sino como efectos que no pueden igualar a su causa, que es
el principio sobreeminente o sublime.
El Aquinate hace una distinción: a) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido negativo: Dios es in-
mortal, in-material, in-finito...; estos nombres, aunque absolutos, son evidentemente negativos; no significan
propiamente lo que es Dios, sino lo que no es y, por consiguiente, no expresan propiamente la esencia o sustancia
divina; pero estos nombres no son una vaciedad, sino que expresan la esencia divina de modo imperfecto, como
de modo imperfecto representan a Dios las criaturas[27]. b) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido
afirmativo y absoluto (bueno, sabio...). ¿Podemos expresar con ellos la esencia divina? La respuesta ha de ser
muy matizada. Estos nombres significan la esencia divina y se aplican a Dios sustancialmente, pero no alcanzan
a expresarla con perfección, totalmente. La razón está en que tales términos expresan a Dios tal y como nuestro
entendimiento le conoce; pero nuestro entendimiento le conoce por el intermedio de las criaturas, de donde se
sigue que sólo le conoce en la medida en que éstas le representan. En la II-II, q. 4 a. 2 el Aquinate demostró que
Dios, por ser simple y absolutamente perfecto, contiene previamente en Sí todas las perfecciones que dio a las
criaturas; por ello, una criatura le representa y es semejante a Él en cuanto tiene alguna perfección; pero ésta no
es de la misma especie o género que la divina. En conclusión, los nombres que se atribuyen a Dios de modo
afirmativo y absoluto expresan la sustancia divina, pero imperfectamente, por cuanto las criaturas la representan
de modo imperfecto. Así, al decir que Dios es bueno, el sentido de esta proposición no es Dios es causa de bondad,
o Dios no es malo, sino: lo que llamamos bondad en las criaturas prexiste en Diosy siempre de modo sublime. De
donde se sigue que a Dios no le corresponde ser bueno porque cause bondad, sino al revés, porque es bueno causa
la bondad en las cosas[28].
Podría parecer que la cuestión ha quedado resuelta en el a. 2 de la q. 13. Pero Tomás de Aquino sabe bien que
todavía restan puntos oscuros. El primero es ¿cómo los muchos nombres que se atribuyen a Dios de modo
afirmativo y absoluto (y que significan la esencia divina aunque de modo imperfecto, a. 2) se pueden compaginar
con la absoluta simplicidad de Dios? En otras palabras: si estos varios nombres expresan la esencia divina,
entonces introducirían una pluralidad en el ser de Dios. Es la dificultad que veía Maimónides sin encontrar
solución[29]. El Aquinate responde: «En los nombres que se dan a Dios hay que considerar dos cosas: las
mismas perfecciones significadas, como la bondad, la vida y otras semejantes, y el modo de significarlas. En
cuanto a lo que significan tales nombres, en sentido propio le corresponden a Dios, y con mucha más propiedad
a Él que a las criaturas, y primeramente se dicen de Él. En cuanto al modo de significarlas, no se aplican a Dios
en sentido propio, pues el modo de expresarlas le compete a las criaturas[30].
A mayor abundamiento, Santo Tomás expone que tales nombres no son sinónimos, sino que corresponden a
conceptualizaciones distintas en el entendimiento humano de las perfecciones que, procedentes de Dios,
encontramos en las criaturas. Tales perfecciones preexisten en Dios en forma única y simple, mientras que en las
criaturas se representan de forma variada y múltiple. En conclusión, los nombres atribuidos a Dios, aunque
signifiquen una sola realidad, no son sinónimos, porque la expresan bajo muchos y diversos conceptos[31].
Con el a. 3 de la q. 13 llegamos a un punto clave para plantear el magno problema del lenguaje religioso. La
distinción tomista entre la realidad divina (las perfecciones significadas) y el humano modo de significarla sigue
siendo fundamental. Pero nosotros no disponemos en esta vida más que de un solo lenguaje, y a éste se adapta
Dios al revelarnos su esencia e intimidad. Se sirve del lenguaje humano, de nuestros conceptos naturales, para
manifestarnos realidades que nos sobrepasan.
Y. Congar ha hecho un resumen del tema. Apoyándose sobre todo en San Juan Crisóstomo, recuerda que los
Padres ven a lo largo de la “temporalis dispensatio” de la revelación, una condescendencia (synkatábasis) de Dios,
un descenso de Dios dentro de los límites del tiempo histórico y de la expresión humana[32]. La encarnación es
el punto más bajo de este descenso[33], al mismo tiempo que el momento supremo de la revelación de Dios.
“Felipe, quien me ha visto ha visto al Padre”[34]. La synkatábasis, obra del amor divino, revela a Dios, pero con
la limitación inherente a la historicidad, que sólo permite percibir los efectos temporales del acto eterno e infinito
de Dios[35].
También Congar ha resumido el problema de cómo percibir y dar forma racional, en lenguaje humano, a la
existencia de un orden sobrenatural, por encima de nuestra razón: «Es una tesis generalmente sostenida por los
teólogos, pero acerca de la cual no existe enseñanza expresa del magisterio, que la razón puede demostrar la
existencia, por encima de ella, de un orden de realidad, para ella misteriosa, que es el objeto propio de la
inteligencia increada; es decir, que puede, por lo tanto, demostrar la existencia de un orden sobrenatural de verdad:
esto partiendo del valor analógico de la perfección que es la inteligencia. Se llega así a la existencia de un orden
misterioso en general (...). Los teólogos se preguntan si esa misma razón puede demostrar la revelabilidad y la
comunicabilidad del mismo. La cuestión se reduce de nuevo a preguntarse si se puede probar la posibilidad
intrínseca y positiva de la visibilidad de Dios, término de la revelación. Las posiciones divergen. Sí, dicen unos,
basándose, sobre todo, en el “deseo natural” de ver a Dios (...). No, dicen otros (...). Nosotros, por nuestra parte,
sostenemos las proposiciones siguientes: 1) No se puede probar apodípticamente la revelabilidad de la vida divina
ni la capacidad de la naturaleza humana respecto a aquélla, pues tal revelabilidad es la propiedad de una esencia
que no conocemos. 2) Tampoco se puede probar su imposibilidad. 3) La consideración de la estructura analógica
de nuestra inteligencia, por una parte, y la de nuestro deseo de ver a Dios, por otra, inclinan a admitir la existencia
en nosotros de una “potencia obediencial”, sobre la cual somos capaces de ser elevados a participar en la vida
íntima de Dios»[36].
Como expone S. Fuster: «La Revelación implica que Dios hace accesible su intimidad. Por ejemplo, cuando Dios
se autorrevela como “padre”, el concepto humano de paternidad es el presupuesto de la Palabra divina; pero lo
que quiere darse a entender no puede comprenderse por el mero análisis de la paternidad terrena. Cuando Dios se
declara “padre nuestro”, no sólo informa sobre algo que es verdad, sino que más bien produce un nuevo
significado por la palabra “padre”: crea una nueva relación vivencial entre el hombre y Dios»[37].
Valor analógico del lenguaje humano acerca de Dios
Llegados a este punto nos es imposible soslayar el tema de la analogía aunque, obviamente no es éste el lugar
para tratar de él. Únicamente tracemos un resumen del pensamiento de los filosófos y teólógos católicos sobre el
tema[38].
Congar formula la siguiente síntesis, a modo de tesis: «La palabra que, de diversas maneras, dirige Dios a los
hombres presupone como condición trascendental el valor de nuestro lenguaje acerca de Dios según la analogía,
así como una aptitud de nuestro entendimiento para la comprensión de esa palabra (próximo a la fe)»[39].
Que Dios nos dirija una palabra en expresiones del conocimiento y del lenguaje del hombre supone ya alguna
aptitud de los conceptos y de los vocablos humanos para significar −aun con los límites e imperfecciones
aludidos− el misterio de Dios. Por lo mismo, entraña un sujeto capaz, aunque de modo muy imperfecto, de ser
receptor de la palabra divina y de comprenderla. Que la Biblia se inicie con el relato de la creación del mundo por
obra de la Palabra, y de la creación del hombre a imagen de Dios y, todavía más, que la acción redentora y
recreadora divina sea la encarnación de la Palabra creadora (Jn 1; Hb 1, 1-3), todo ello supone y asienta cierta
proporción o relación entre Dios y la criatura humana. Hablar de un Dios “totalmente otro”, resultaría situar fuera
de Él, independiente de Dios, lo que es obra de Dios mismo; aunque Dios trascienda su creación, esto no quiere
decir que se ausente por completo de ella.
La relación de la criatura humana con su Creador es consecuencia de la causalidad divina, continuación de la
relación de dependencia respecto de Dios precisamente por su condición de criatura. Consecuentemente, la
posibilidad de las criaturas de conocer algo de Dios y expresar ese conocimiento, procede enteramente de Dios.
San Pablo es consciente de que los hombres podemos tener un cierto conocimiento natural de Dios cuando escribe:
«Porque lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la
creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles
a la inteligencia a través de las cosas creadas. De modo que son inexcusables» (Rm 1, 19-20)»[40].
Así, pues, la analogía −repitámoslo, con toda su limitación− del lenguaje humano y la Palabra de Dios es el
fundamento y la justificación de la predicación del misterio de Dios: Jesús de Nazaret, por razón de su identidad
con el Verbo de Dios, emplea nuestras expresiones humanas para revelarnos algo del misterio íntimo de Dios. De
otra manera, la palabra de Jesucristo no tendría nada que revelarnos. Si avanzamos un paso más, la misma
encarnación del Verbo de Dios, la humanización del Lógos divino, ¿acaso no supone alguna conformidad
osemejanza de la criatura humana con Dios?[41]. Son dos los aspectos que consideramos en laanalogía: Primero,
el lenguaje humano de que se ha servido el Verbo para revelarnos confieren a nuestro lenguaje el aval de su
idoneidad −por supuesto, muy imperfectamente− para expresar la Palabra de Dios. Segundo, y más importante
todavía, la Encarnación supone, y atestigua, la capacidad de la naturaleza humana para recibir la gracia divina y
entrar en comunión con Dios[42].
Admitido que Jesucristo es el revelador perfecto del misterio del ser de Dios, la consecuencia necesaria es que su
enseñanza, en el sentido más fuerte, es enseñanza de Dios; es la Palabra misma, en la que Dios se da a conocer,
el magisterio auténtico de Dios. Congar anota que los Padres evitaron cuidadosamente una interpretación
monofisita de la función reveladora del Verbo encarnado. Lo que Jesucristo veía en el Padre pasaba a su enseñanza
a través de su conciencia humana, en la que había un conocimiento humano perfecto de Dios, y, además, la
revelación operada por Cristo no se reduce a sus enseñanzas como maestro, sino que se ejerce por medio de sus
actos, sus milagros, a través de toda su vida[43].
Volvemos así a los textos ya estudiados de Jn 14, 6-11; 5, 19; 10, 30; Mt 11, 29 y de Flp 2, 5-8 y de 1 Jn 4, 8-10.
¿Podemos hablar de “humildad” en Dios?
Recapitulemos cuanto hemos intentado ofrecer en relación con nuestro conocimiento de Dios.
Primero, si nos situamos en el plano de la razón natural (de la teología natural y de la metafísica) diremos que
nosotros, en virtud de la huella que la Causa primera pone en sus efectos, podemos atribuir a Dios las perfecciones
puras que se dan en las cosas creadas de manera imperfecta y fragmentada. Con tal atribución no alcanzamos un
concepto común a Dios y a las criaturas, puesto que −como insiste Tomás de Aquino− Dios no está comprendido
en género alguno, sino que está más allá de todas las atribuciones que podamos pensar. En su absoluta simplicidad,
Dios no es ya que posea tales perfecciones, sino que Él es esas perfecciones y de modo que escapa a nuestro
conocer. Las atribuciones que le aplicamos no son, pues, unívocas, pues no pueden delimitar el ser de Dios: la
Causa trasciende infinitamente sus efectos. Pero tampoco son equívocas, ya que hay cierta semejanza o
proporción entre la Causa y sus efectos según la analogía, katà tèn analogian. En otras palabras, la analogía
implica que la perfección existe “formalmente” en Dios, pero no sería verdadera si en su afirmación no incluimos
la negación de toda imperfección (inherente al orden creado y, por tanto, a nuestro conocimiento).
Segundo, si nos situamos en el plano de la Revelación, es decir, de la Palabra que Dios nos dirige, las palabras
que usa, tomadas de nuestro lenguaje, adquieren una “plusvalía” que enriquece el valor de nuestros conceptos,
trascendiendo sus limitaciones, pero no oponiéndose a ellos (ya hemos aludido a que el concepto que tenemos de
paternidad es el presupuesto de la palabra divina; pero cuando Dios se autorrevela como “padre” expresa en
nuestro lenguaje un significado infinitamente más rico que el que tenía en nuestro concepto). Se establece así, por
iniciativa divina, una más alta relación entre Dios y la criatura humana y nuestro lenguaje queda verdaderamente
ennoblecido[44].
La cuestión es más clara cuando nos referimos a las perfecciones puras y cuando es Dios quien toma la iniciativa
en su autorrevelación. Pero la dificultad se hace mucho mayor cuando somos nosotros los que tomamos la
iniciativa atribuyendo a Dios perfecciones que vemos en la criatura, como es el caso de la virtud de la “humildad”.
No cabe duda de que en el hombre, la humildad es una virtud, puesto que la perfección humana es sólo relativa,
no absoluta. Por tanto la criatura humana que es humilde reconoce interna y exteriormente sus limitaciones y
defectos; en primer lugar, al verse ante Dios, ante el que se considera infinitamente pequeño, defectuoso,
imperfecto y absolutamente necesitado de Él, ante cuyo honor se humilla; y, en segundo lugar, también por ser
consciente de que todos los bienes que posee son recibidos de la bondad y liberalidad divinas, se humilla ante sus
semejantes, que han recibido mayores gracias de Dios, o pueden recibirlas, por lo que nunca se considera superior
a las demás criaturas humanas.
Como plantea concisamente el Aquinate, por ser Dios absolutamente perfecto, no puede considerarse a Sí mismo,
de ninguna manera, inferior a los seres creados, y, por tanto, propiamente hablando «no cabe en Él la humildad
según su naturaleza divina, sino sólo en virtud de la naturaleza asumida»[45]. Ahora bien, si contemplamos la
humildad desde su opuesto la soberbia, «deseo desordenado de la propia excelencia»[46], podemos decir que
Dios ama su indudable e infinita excelencia, pero no de modo desordenado, sino conforme a su propia naturaleza
divina. Así, Sb 8, 1 proclama que [la Sabiduría de Dios] «Alcanza con vigor de un confín a otro confín / y gobierna
(diokeî) todas las cosas con benignidad (jrêstôs)», y el Sal 145, 9: «El Señor es bueno con todos, / y su
misericordia se extiende a todas sus obras»[47].
En efecto, no es difícil darnos cuenta de que Dios no se impone a la criatura humana con prepotencia, sino que
escogió el camino de la synkatábasis, condescendencia, hacia la criatura humana, hasta llegar al acto, increíble si
no hubiera sucedido, de la Encarnación del Verbo. Pero la misma synkatábasis ¿no es un descenso, un bajar,
¿abajarse?, divino hasta la condición de la naturaleza humana?[48] ¿No habrá que «releer» el tan sabido texto
de Flp 2, 5-8[49] en la perspectiva no sólo del anonadamiento, de la humillación de Cristo Jesús, sino, de alguna
manera, de toda la Trinidad? «Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo
murió por nosotros»[50]. Las citas de la Biblia a este respecto serían innumerables. San Pablo habla del tiempo
de la paciencia (anojê) de Dios[51], en el cual permitió (eíasen) que las gentes siguiesen sus propios caminos[52].
A partir de Abrahán, según el discurso de San Esteban en Hechos, se habla del tiempo de la promesa (jrónos tês
epangelías)[53], promesa que tendrá su cumplimiento en Jesucristo. Dios, siendo Señor de la Historia, deja en su
liberalidad que la criatura humana sea el sujeto de tal historia, sin imponerle por la fuerza su plan divino de
salvación. Dios permanece, quasi in occulto, debajo de los eventos, invitando al hombre suaviter a que se adhiera
libremente a los designios divinos. ¿No constituye todo el misterio salvífico divino una condescendencia, un
abajamiento de Dios hacia la persona humana, «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma»?[54].
Conclusión
¿Podemos hablar de «humildad» en Dios? Y ¿en qué sentido: impropio, o algo más? ElDiccionario de la Lengua
Española de la Real Academia trae varias acepciones del verboconcluir: «1. Acabar o finalizar una cosa. 2.
Determinar y resolver sobre lo que se ha tratado. 3. Inferir, deducir una verdad de otras que se admiten, demuestran
o presuponen». Y así hasta siete significados. No me atrevo a situar esta conclusión más que en la primera
acepción. El lector, en primer lugar, después de los textos de la Sagrada Escritura y de los autores que he sacado
a colación, y, en muy segundo lugar, de las consideraciones que he ido ofreciendo, podrá sacar su «propia
conclusión», quizás en alguna de las tres acepciones que he citado delDiccionario de la Lengua Española. De
momento no me atrevo a ir más al fondo.
Índice
Introducción
La naturaleza de la humildad
1. La materia de la humildad: la apetencia de la propia excelencia
2. El modo de obrar: la moderación de la apetencia de la propia excelencia
3. El fin de la humildad: la apetencia razonable de la propia excelencia
4. El motivo: la reverencia debida a Dios
5. El sujeto de la humildad
5.1. La razón, norma directiva de la humildad
5.2. La voluntad, sujeto principal de la humildad
5.3. El apetito irascible, sujeto secundario de la humildad
5.4. El apetito concupiscible
6. Las manifestaciones de la humildad
6.1. La humildad respecto a uno mismo
6.2. La humildad respecto a Dios
6.3. La humildad respecto a los demás
6.4. La humildad respecto a los bienes exteriores
7. La definición de humildad
Introducción
La tradición cristiana es unánime al señalar la importancia de la virtud de la humildad para la vida espiritual. En múltiples
ocasiones, Cristo exhorta explícitamente a la humildad, poniéndose a sí mismo como ejemplo: “Aprended de mí que soy manso
y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas” (Mt 11, 29). En consonancia con la enseñanza de Cristo y, en
general, de la Sagrada Escritura, los Padres ponen en la humildad el fundamento de la vida espiritual. Así, para Orígenes, la
humildad es la raíz de la salvación[1] y de las virtudes, como la soberbia lo es de los vicios[2]. San Juan Crisóstomo califica a la
humildad como madre, raíz y fundamento de todas las virtudes[3]. San Agustín resume toda la vida del cristiano en la antítesis
soberbia-humildad[4]. Para él, esta virtud es no sólo el principio de la conversión a Dios, sino su camino y su cúspide; y el maestro
y doctor de ella es Cristo[5].
En su Regla, San Benito concibe la humildad como el fundamento, la madre y también la maestra de toda virtud, incluso del
mismo amor. San Gregorio la considera reina y madre de todas las virtudes: ve en ella una virtud que se halla fuera y más allá de
las virtudes morales, así como la soberbia, para él, es origen de los pecados capitales, por lo que no es en sí misma un pecado
capital como los demás[6]. San Bernardo reconoce en la humildad un sumario de la vida espiritual, de tal manera que en su
desarrollo se contiene el de todas las demás virtudes. La entiende como una actitud del hombre ante Dios, que reúne en sí los
diversos sentimientos que deben animar al hombre en cuanta criatura y en cuanto hijo de Dios[7].
Santo Tomás también otorga gran importancia a la humildad: ésta es fundamento de las demás virtudes en cuanto remueve el
obstáculo de toda virtud, esto es, la soberbia, permitiendo el influjo de la gracia divina: “Dios resiste a los soberbios y da la gracia
a los humildes” (St 4, 6)[8]. Sin embargo, siguiendo a Aristóteles y a Cicerón, en la Suma Teológica coloca la humildad como
una virtud anexa a la templanza, y subordinada a la modestia[9]. Se convierte, así, en el primer autor cristiano que relaciona la
humildad con la templanza y, en general, con cualquier virtud concreta[10], en el sentido de considerarla como parte de otra
virtud. Al hacer esto, Santo Tomás da la impresión de que concede a la humildad menos importancia de la que realmente le
corresponde.
Siguiendo a Santo Tomás, muchos manuales de teología moral consideraron la humildad como parte de la virtud de la templanza.
Ciertamente, le concedieron poca relevancia, también en cuanto al espacio que le dedicaron. Quizá se deba esto igualmente a un
modo de plantear la moral que se basa en la noción de la obligación, en la que tienen importancia sobre todo las virtudes
relacionadas con la justicia. Así, como es difícil expresar lo que exige la práctica de la humildad en términos de obligaciones
concretas, se termina por apenas tratar sobre ella. Ello contrasta claramente con la importancia que los Padres y otros santos le
habían adjudicado. Con todo, en los tratados de teología espiritual, se le siguió dando un tratamiento preferente. Se le consideró
y se le considera la virtud más importante después de las virtudes teologales.
En los últimos decenios, varios autores han reivindicado la importancia de la humildad. Así, O. Lottin ha planteado que la
humildad y la obediencia están unidas a la virtud de la religión[11]. Y B. Häring ha afirmado que la humildad debería considerarse
una virtud cardinal junto con las otras cuatro tradicionales[12].
A la vez, otros autores, como T. S. Centi y E. Kaczynski, se han manifestado en desacuerdo con esta promoción de la humildad.
“En el fondo -escribe Centi-, tenemos el habitual error de perspectiva; se confunde la nobleza de la virtud con su formalidad. Pero
es preciso insistir con Santo Tomás en que se rectifiquen tales perspectivas, si queremos salvar el orden lógico de la moral
cristiana, dándole un orden sistemático verdaderamente razonable”[13].
El Catecismo de la Iglesia Católica no relaciona de modo explícito la humildad con la templanza. Trata sobre ella principalmente
en el contexto de la oración cristiana: “La humildad es la base de la oración. ‘Nosotros no sabemos pedir como conviene’ (Rm 8,
26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de
Dios”[14]. En este sentido, como Lottin, habla de la humildad como algo ligado a la virtud de la religión y, en esa medida, le
atribuye la importancia que tiene ésta.
Así pues, una de las razones que nos impulsa a elaborar este trabajo es la preocupación por entender bien el criterio seguido por
Santo Tomás y los autores de los manuales para considerar la humildad como parte de la templanza. En definitiva, nuestro interés
es estudiar a fondo la virtud de la humildad en el pensamiento de Santo Tomás y, a partir de ahí, determinar cuál es su verdadero
lugar en el organismo de las virtudes cristianas.
Al llevar a cabo esta investigación, partimos de una premisa: “Pese a su claridad y brillantez, Santo Tomás nunca creyó que
la Summa fuera la última palabra sobre nada; de hecho, su misma estructura sugiere que el Aquinate tenía la convicción de que
nuestra búsqueda de la verdad está siempre abierta, que nunca está completa”[15]. De modo que no pretendemos tan sólo
presentar la concepción tomasiana de humildad en toda su riqueza, sino también hacer una valoración de la misma.
La bibliografía que hemos podido encontrar es realmente escasa. Aun así, hemos hallado un libro que examina la humildad en el
conjunto de las obras de Santo Tomás: The Virtue of Humility de Sebastian Carlson (O.P.). Tiene, sin embargo, el inconveniente
de que se ciñe casi totalmente a un análisis filosófico de la cuestión. Es poco teológico, en el sentido de que apenas tiene cabida
la perspectiva histórico-salvífica y cristológica, prestando poca atención a la fundamentación bíblica. Es verdad que contiene una
sección en la que recoge una selección de textos extraídos de los comentarios escriturísticos de Santo Tomás, que refleja el deseo
del autor de no excluir tales puntos de vista. Sin embargo, se echa en falta una adecuada articulación de esas ideas con el resto del
trabajo.
Esta división del enfoque filosófico y el teológico-escriturístico quizá responda a una concepción de la teología moral como algo
separado de la teología espiritual. En este sentido, es significativo que el autor utilice como criterio para elegir los textos de los
comentarios escriturísticos, no sólo su valor doctrinal, sino sobre todo su contenido devocional[16]. Así, podría interpretarse que
si no incorporó esos comentarios escriturísticos al cuerpo de la obra es porque partía de la premisa de que lo moral debe separarse
de lo devocional o espiritual. Nuestro trabajo constituye, pues, un intento de salvar esta división de perspectivas, proporcionando
una visión más global, y sobre todo más articulada, de la virtud de la humildad según la mente del Aquinate.
La tesis consta de cuatro capítulos. En el primero estudiamos la humildad en la historia de la salvación. Comenzamos por el
análisis del pecado de nuestros primeros padres como pecado de soberbia, para ver después la redención por la humildad de Cristo,
y la correspondiente llamada de éste a imitar su humildad. En el segundo, La naturaleza de la humildad, entramos en un análisis,
si se quiere, más filosófico de esta virtud. Abordamos los problemas de su materia, modo de obrar, fin, motivo, sujeto y
manifestaciones.
En el tercer capítulo, El desarrollo de la humildad, nos fijamos en esta virtud desde un punto de vista dinámico, distinto a la
perspectiva estática adoptada al estudiar su naturaleza. Concretamente, explicamos las causas de la humildad, los medios para
vivirla, sus grados y perfección. En el cuarto, La humildad y las demás virtudes, exploramos su coincidencia y distinción respecto
de otras virtudes con las que, según Santo Tomás, se relaciona más directamente, a saber, la templanza y la fortaleza. Pero nos
planteamos también hasta qué punto Santo Tomás considera la virtud de la humildad como fundamento de todas las virtudes.
La naturaleza de la humildad
La finalidad de este capítulo es ofrecer una definición de la virtud de la humildad, basada en la doctrina de Santo Tomás. Para
ello estudiaremos sus cuatro causas. Abordamos, en primer lugar, la materia de la humildad (1). A continuación, analizamos el
modo de obrar propio de la humildad, que corresponde en cierto modo a su causa formal (2). Seguidamente, señalamos lo que se
corresponde de alguna manera con su causa final: fin (3) y motivo (4). Examinamos, luego, cuál es el sujeto de la humildad, que
viene a ser como la causa eficiente de esta virtud (5). Finalmente, habiendo considerado las cuatro causas de la virtud de la
humildad, pasamos a estudiar las consecuencias de la misma, esto es, sus manifestaciones o actos (6), para ofrecer, por fin, una
definición formal (7).
1. La materia de la humildad: la apetencia de la propia excelencia
La materia de una virtud se refiere a aquello sobre lo cual opera, a aquello de lo que trata en general, y no al debido uso de tal
materia,[17] que corresponde al fin. Así pues, cuando se habla de materia se hace abtracción de toda connotación moral, pues lo
moral siempre dice relación al fin, de manera que una virtud y su vicio opuesto tienen la misma materia.
La materia de las virtudes morales es, o bien las pasiones, o bien las operaciones[18]. La humildad, en concreto, actúa sobre una
pasión, a saber, la esperanza[19].
La pasión de la esperanza tiene como objeto un bien arduo futuro que puede ser obtenido[20]. Es un bien arduo, es decir, de difícil
adquisición: de nadie se dice que espera algo si ese algo es fácil de adquirir; y, en este sentido, difiere del bien concupiscible. Es
un bienfuturo, pues si fuera presente, estaríamos hablando de la pasión del gozo. Finalmente, es unbien capaz de ser obtenido,
posible, puesto que nadie espera lo que de ninguna manera puede obtener; y, en esto difiere de la pasión de la desesperación.
Lo arduo o difícil se identifica con lo grande[21]. Lo grande es, por definición, difícil. De aquí que quepa formular la materia de
la humildad no sólo como apetito de un bien arduo futuro capaz de ser obtenido, sino también como un apetito de algo
grande[22] con posibilidad de ser alcanzado. Conviene notar, sin embargo, que tanto al hablar del bien arduo al que se tiende,
como a las cosas grandes que se persiguen, no se está hablando de otra cosa sino la de pasión de la esperanza.
La esperanza se relaciona con cierta confianza en sí mismo[23]. Se entiende por confianza una cierta firmeza de la esperanza
que proviene de una consideración que da lugar a una opinón vehemente acerca del bien que se ha de conseguir[24]. De manera
que la humildad trata de la esperanza, y también de la confianza en sí mismo como algo ligado a la esperanza.
Pues bien, si la esperanza implica un apetito de cosas grandes, y ese apetito implica cierta confianza, entonces se puede formular
la materia de la humildad en términos de una confianza en uno mismo de obtener algo grande. Por eso escribe Santo Tomás que
la humildad y la magnanimidad “se relacionan en cierto modo con la esperanza y la confianza de algo grande”[25].
Ese algo grande o bien arduo que es objeto de la pasión de la esperanza es algo exterior al alma, pues las cosas que usa el hombre
son precisamente las exteriores[26]. De tal manera que la esperanza-pasión en sí misma dice relación a algo exterior a ella. Puede
decirse que no existe la esperanza sino como movimiento hacia algo externo al alma. Ello parece ser debido, en el fondo, a que la
esperanza en cuanto pasión es un movimiento del alma y no puede haber movimiento alguno si no hay una dirección. Y como la
única dirección que cabe en el hombre es hacia fuera de él, hacia algo que no sea él mismo, la esperanza siempre implica un
movimiento hacia algo externo. Ese algo externo es concretamente el bien externo[27] del honor en cuanto es arduo o grande[28].
Y se dice en cuanto bien arduo porque el honor tiene también razón de concupiscible o deleitable, no sólo de arduo.
Tenemos, pues, que la humildad opera sobre la pasión de la esperanza, la cual tiene a su vez como objeto externo los honores. La
esperanza y los honores constituyen la materia de la humildad. Sin embargo, se distinguen en que la humildad versa
inmediatamente sobre la pasión de la esperanza y mediatamente sobre los honores, como objeto de de la esperanza[29]. En este
sentido, cabe hablar de una materia inmediata o próxima, que sería la esperanza, y una materia mediata o remota, que sería el
honor.
Los honores son materia de la humildad porque son ocasión para ser humilde, pero, a la vez, para ensoberbecerse. En efecto,
Santo Tomás relaciona los honores con la soberbia de la vida[30]. Se ve, pues, que, como ya hemos apuntado, la humildad coincide
con la soberbia en cuanto a su materia.
Se aprecia que los honores son materia de la soberbia -y no sólo de la humildad- apenas se comienzan a enumerar aquellas cosas
que constituyen los honores: bajo el honor están comprendidas la dignidad y la fama[31]. Es fácil comprender que la consideración
de la propia dignidad o la fama puede ser materia de soberbia, así como ocasión para el ejercicio de la humildad. De modo
semejante, la ciencia parece constituir un honor, aunque Santo Tomás no lo haga constar expresamente; puede ser objeto de
soberbia[32] -pues infla especialmente[33]: “La ciencia infla; la caridad edifica” (I Co 8, 1)- o de humildad.
Hay otras cosas a propósito de las cuales uno se puede ensoberbecer, que no parecen ser honores como tal. En efecto, la soberbia
toma ocasión principalmente de las cosas buenas que uno posee[34]. Así, por ejemplo, las riquezas son mencionadas con
frecuencia como ocasión para la soberbia[35], si bien son vistas como algo distinto del honor[36]. Incluso la misma humildad es
contemplada como ocasión o materia de soberbia[37].
Así, otra forma de formular la materia mediata de la humildad sería la siguiente: es todo aquello que puede ser ocasión para la
soberbia o la humildad. Nos parece que esta formulación no va en contra de decir que la materia mediata de la humildad son los
honores. Pensamos que las riquezas y la humildad -así como cualquier virtud, o de hecho, cualquier don natural o sobrenatural
que uno puede tener- puede considerarse un honor.
El honor o los honores parecen guardar cierta relación con la propia excelencia. Efectivamente, al hablar de la soberbia, Santo
Tomás constata que su objeto es lo arduo, porque consiste en la apetencia de la propia excelencia[38]. Se puede deducir de esto
que los honores no se buscan por sí mismos sino para alcanzar la propia excelencia. De modo que también se puede expresar la
materia de la humildad diciendo que es un apetito de la propia excelencia. Expresar en estos términos la materia de la humildad
añade una referencia explícita al sujeto de la humildad, que sólo aparece de forma implícita cuando se habla del honor como
objeto de la esperanza. Lo excelente o grande, a lo cual tiende el apetito, es algo que hace excelente o grande al sujeto.
Así pues, habiendo distinguido bien los diversos modos en que cabe formular tanto la materia inmediata, esto es, la pasión de la
esperanza, como la materia mediata, los honores, es preciso notar que en realidad la materia es una. En efecto, Santo Tomás no
distingue entre una materia inmediata y otra mediata, sino que lo que dice es que la humildad trata de la esperanza de manera
inmediata y de los honores de manera mediata. Es más, dice expresamente que la materia propia de la humildad son los
honores[39], sin más. Esto se explica porque hablar de los honores en relación con la humildad supone de por sí hablar de la
esperanza como tendencia cuyo objeto es el bien arduo. En cambio, decir que la esperanza es la materia de la humildad no implica
hablar de los honores en concreto, porque la esperanza tiende hacia lo arduo en general. De suerte que el modo más preciso de
expresar la materia de la humildad es diciendo que son los honores.
Cabe también otro modo de formular la materia de la humildad que incluye de forma explícita la materia inmediata, la materia
mediata y una referencia al propio sujeto, y que, en este sentido, nos parece que es la más completa. Se trata de una formulación
de la materia que ya hemos apuntado. La materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. Por apetencia habría de
entenderse la pasión de la esperanza, cuyo objeto es el bien arduo futuro capaz de ser obtenido y que implica confianza en uno
mismo. Esta apetencia correspondería a la materia inmediata. En cambio, la propia excelencia habría de interpretarse como los
honores, en cuanto que son un bien arduo concreto -por ser algo grande-, los cuales son algo externo al alma y que comprenden
todo aquello que puede ser motivo de soberbia o, lo que es lo mismo, ocasión para el ejercicio de la humildad.
2. El modo de obrar: la moderación de la apetencia de la propia excelencia
El modo de obrar de una determinada virtud corresponde a la forma de la misma[40]. La expresión que emplea Santo Tomás para
designar esta forma de obrar de una virtud es modo formali[41], el modo formal.
El modo de obrar de una virtud, en cuanto forma de la misma, se distingue de su materia. Santo Tomás parece referirse a esta
distinción al oponer la materia de un acto de virtud al acto en sí: “Una virtud está en relación con dos cosas: con la materia de su
acto y con el acto mismo”[42]. Como ya hemos considerado, la materia de un acto de virtud es aquello sobre lo cual opera la
virtud. En cambio, el acto mismo -o sea, la forma de obrar- consiste en el debido uso de tal materia. El acto mismo o modo de
obrar de una virtud es más excelente que su materia, precisamente porque la forma es más excelente que la materia[43]. Y, por lo
mismo, el modo de obrar es aquello por lo que principalmente se alaba una virtud[44].
La humildad obra principalmente refrenando[45]. Lo que refrena la humildad es la esperanza y la confianza en sí mismo, esto es,
la materia inmediata de la humildad. El refrenar de la humildad hace referencia también a la materia remota, es decir, a los honores
o cosas a propósito de las cuales uno puede ensoberbecerse. Sin embargo, lo que la humildad refrena sobre todo es la esperanza
y la confianza. La humildad refrena el movimiento hacia los honores y no los honores como tal. La humildad afecta a la relación
del sujeto con respecto a las cosas dignas de honor, pero no refrena ni modera esas cosas en modo alguno.
La humildad opera sobre todo refrenando el ímpetu de la pasión de la esperanza, pero también usándolo[46]. El uso de la esperanza
parece indicar el aprovechamiento del movimiento natural del alma hacia la excelencia, sin refrenarlo indebidamente, o incluso,
el fomentarlo o animarlo.
La humildad refrena la esperanza y confianza en uno mismo y también la usa; sin embargo, la refrena más que la usa: “La
humildad reprime la esperanza o confianza en sí mismo más que usarla” [47]. A modo de interpretación a esta afirmación de
Santo Tomás, podemos concluir, pues, que en la mayoría de los casos, la humildad se encarga de refrenar la aspiracion a las cosas
grandes; sin embargo, en algunos casos -dependerá acaso de las circunstancias y, quizá sobre todo, de cada persona-, la humildad
se encarga de que uno no deje de aspirar, por así decir, a las cosas grandes que le corresponden, de acuerdo con su capacidad. En
efecto, como es sabido, in medio virtus, la virtud se halla en el centro; en el caso de la humildad, se encuentra entre la aspiración
a lo que supera la propia capacidad y el no tender hacia lo que corresponde al potencial de cada uno.
En resumen, el modo de obrar principal de la humildad es el refrenar la esperanza o confianza en sí mismo, pero que hay también
un modo de obrar secundario: el uso de la confianza en sí mismo. Y, por expresarlo de modo sintético, podemos decir que el
modo de obrar de la humildad es simplemente la moderación de la pasión de la esperanza, o lo moderación de la búsqueda de la
propia excelencia, o más sencillamente aún, la moderación del amor propio.
3. El fin de la humildad: la apetencia razonable de la propia excelencia
Hemos dicho que la materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. La materia viene a ser, pues, aquello sobre lo
cual recae la acción de la virtud, siendo la acción de la virtud el modo de obrar: en el caso de la humildad, la moderación de la
búsqueda de la propia excelencia. En cambio, el fin de una virtud es aquello a lo que está inmediatamente ordenada esa virtud[48].
Así pues, cuando hablamos ahora del fin de la humildad, nos referimos al fin que tiene en cuenta el sujeto al moderar su tendencia
a la propia excelencia.
Hablar de fin, en general, y ahora en concreto del fin de la virtud de la humildad, implica hablar de la razón. En efecto, el fin de
la virtud moral en general es hacer que el hombre viva según la recta razón, es decir, de forma racional; y el fin de cada virtud en
particular es mantener su propia materia dentro de los límites de la razón a través de su modo de obrar.
Santo Tomás hace alusión al fin de la humildad en varias ocasiones. Así, por ejemplo, afirma que “pertenece propiamente a la
humildad que uno se reprima a sí mismo para no tender a aquellas cosas que le superan”[49]. Las palabras “para no tender a
aquellas cosas que le superan” aluden al fin de la humildad. Igualmente, dice que la humildad modera y refrena el espíritu a fin
de que no aspire desmedidamente a cosas altas, a cosas grandes, a lo grande[50]. Afirma también que “a la humildad le toca
reprimir el ánimo en el apetito desordenado de cosas grandes, contra la presunción”[51], es decir, contra el exceso de esperanza.
En su comentario al Evangelio de Mateo, Santo Tomás distingue dos elementos en la humildad, que podrían tomarse como dos
fines o como un fin doble: “Así como en la soberbia hay dos cosas, a saber, el afecto o deseo desordenado y la estimación
desordenada de sí, del mismo modo, y en sentido contrario, sucede en la humildad, porque no busca la propia excelencia, e
igualmente no se considera digno”[52]. Este texto parece contradecir lo que afirma en la Suma Teológica, ya que decir que la
humildad modera y refrena el espíritu a fin de que no aspire desmedidamente a cosas altas parece suponer que el espíritu debe
tender a cosas altas, solo que no de forma desmedida. Nos parece que habría que interpretar el “no buscar la propia excelencia”
como referido a la búsqueda desmedida de esa excelencia, igual que cuando se habla del amor propio y hay que interpretar que
se quiere significar el amor propio desordenado.
En favor de esta interpretación, podemos señalar que, en el mismo comentario escriturístico, Santo Tomás afirma que apetecer
más gracia -a la que corresponde una mayor gloria- no es malo, porque dice la Escritura: “Buscad los carismas mejores” (1 Co
12, 31)[53]. En cualquier caso, la Suma Teológica es posterior al comentario al Evangelio de Mateo, por lo que sería lógico pensar
que Santo Tomás estaría más de acuerdo con aquélla.
En cuanto al “no considerarse digno”, como posible fin del humilde, conviene aclarar que no parece tomarse en un sentido absoluto
o estricto. En efecto, afirma Santo Tomás en laSuma Teológica: “La humildad se fija en la regla de la razón recta, según la cual
uno tiene una estimación verdadera acerca de sí mismo. La soberbia, en cambio, no hace caso de ella, sino que la traspasa,
creyéndose más de lo que es”[54]. En este texto, da la impresión de que para Santo Tomás la estimación verdadera de sí mismo
no es un fin de la humildad, sino que pertenece en sí a la recta razón. El sujeto, por la humildad o la soberbia, puede hacer caso o
no de esa estimación verdadera, pero ésta no es obra de la humildad sino de la recta razón.
La recta razón o lo razonable no se mide sólo en relación a las exigencias de la naturaleza humana sino también a las exigencias
del tiempo, del estado, etc.; en definitiva, de las circunstancias personales de cada uno[55]. En consecuencia, la humildad dice
relación a la verdad sobre uno mismo en concreto: “La humildad se fija en la regla de la razón recta, según la cual el hombre
tiene de sí mismo una concepción verdadera”[56].
Como la estimación verdadera de sí mismo pertenece a la recta razón y no propiamente a la humildad, se puede reducir el fin de
la humildad a uno. En efecto, Santo Tomás no parece incluir como fin de la humildad la estimación verdadera sobre sí mismo:
“La humildad refrena el apetito a fin de que no aspire a las cosas grandes más allá de los límites de la recta razón”[57]. Por
contraste, señala también que por la soberbia aspiramos voluntariamente a algo que estásobre nuestras posibilidades[58], como
lo parece indicar, por otra parte, el mismo término latino superbia. Dichas posibilidades vienen determinadas precisamente por la
recta razón: “La soberbia busca el exceso sobre la recta razón, por ser ‘apetito de excelencia desmedida’, según anota San
Agustín”[59]. La soberbia supone un amor desordenado a la propia excelencia, que se traduce en traspasar los límites de la recta
razón[60].
Resumiendo, pues, el fin de la humildad es la apetencia razonable -según la recta razón- de la propia excelencia. En cambio, el
fin de la soberbia es “el amor desordenado a la propia excelencia”[61].
4. El motivo: la reverencia debida a Dios
El fin de la virtud está supeditado a otro fin, que aquí llamamos motivo. Al menos eso parece indicar el siguiente texto: “Para
reprimir la presunción de la esperanza (lo cual se refiere al fin), hay que fijarse en la reverencia debida a Dios, para no traspasar
el grado de bondad que Él nos ha señalado como propio” [62]. El motivo o fin que mueve al hombre a moderar su tendencia a lo
grande es la reverencia debida a Dios.
El objeto de la reverencia, en general, es la excelencia de la persona, en este caso, de Dios[63]. La reverencia parece referirse,
ante todo, al hecho de que uno tenga a otro -en este caso Dios- en mucho y a uno mismo en poco[64]. Así, como afirma Fullam,
“la humildad es fundamentalmente una virtud comparativa. En otras palabras, la humildad supone el sopesar de un rasgo, cualidad
o capacidad de una persona con el de otra”[65].
Como consecuencia, la reverencia a Dios supone sujeción a Él: “la humildad se ocupa propiamente de la reverencia por la que el
hombre se somete a Dios”[66]. En efecto, la humildad guarda una relación muy estrecha con la sujeción: “la humildad parece
implicar preferentemente la sujeción del hombre a Dios”[67].
Sin embargo, es importante notar que la sujeción o sometimiento no tiene un cariz negativo, sino al contrario. Se trata de algo
eminentemente positivo, pues se refiere precisamente a lo que perfecciona a la persona: “La perfección de las cosas está en la
subordinación a lo que les es superior; así, el cuerpo vivificado por el alma, y el aire iluminado por el sol”[68]. Es más, la
bienaventuranza consiste precisamente en la perfecta sumisión a Dios[69].
Por contraste, la soberbia implica insumisión a Dios: “La soberbia se opone a la humildad, que busca directamente la sumisión
del hombre a Dios; y se opone tratando de suprimir esa sujeción, en cuanto que se eleva sobre las propias fuerzas y sobre la línea
señalada por la ley de Dios”[70]. Se entiende así que Santo Tomás considere que la soberbia consiste sobre todo en el desprecio
de Dios[71].
Si en el sometimiento a Dios está nuestra perfección, en la insumisión a Él está nuestra perdición: “Así como el bien de cada cosa
está en permanecer en su orden, así su mal está en abandonarlo. El orden de la criatura racional consiste en estar sometida a Dios
y sobre las demás criaturas; por eso, así como el mal de la criatura racional está en someterse a otra inferior por amor, también es
su mal no someterse a Dios, atentando contra Él por presunción o desprecio”[72].
En síntesis, el motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios, que se refiere a la percepción de la superioridad de Dios y,
por tanto, de la inferioridad de uno mismo. Esta reverencia implica o tiene como consecuencia el sometimiento a Dios. Por el
contrario, la soberbia supone insumisión a Dios por presunción -exceso de esperanza o confianza en las propias fuerzas- o
desprecio. Por reverencia a Dios uno busca su propia excelencia según la recta razón, lo que corresponde al fin de la humildad.
Esa apetencia razonable de la propia excelencia se da por medio de una moderación de la pasión de la esperanza, lo cual
corresponde al modo de obrar de la humildad. Y la pasión de la esperanza o apetencia de lo grande, la aspiración a la propia
excelencia que la humildad modera, es la materia de la humildad.
5. El sujeto de la humildad
El sujeto de una virtud es la potencia o potencias en que radica o inhiere. Si se puede decir que la materia de la humildad
corresponde a su causa material, el modo de obrar a su causa formal y el fin y el motivo de la humildad a su causa final, el sujeto
de la humildad corresponde a la causa eficiente de la virtud, a aquello de lo que procede de forma inmediata.
Abordaremos a continuación la relación de la humildad con cada una de las potencias del alma. Nos fijaremos primeramente en
la razón, la cual, no siendo sujeto de la humildad, es regla directiva de la misma (5.1). En segundo lugar, examinaremos la voluntad
en cuanto sujeto principal de la humildad (5.2). En tercer lugar, nos detendremos a considerar el apetito irascible en cuanto sujeto
secundario de la voluntad (5.3). Por último, veremos la relación que guarda la humildad con el apetito concupiscible, si bien,
como el caso de la razón, no sea propiamente sujeto de la humildad (5.4).
5.1 La razón, norma directiva de la humildad
El movimiento de toda virtud moral tiene su inicio en la razón[73], y por tanto, también la humildad. Ello es así porque “el saber
es condición requerida para la virtud moral en tanto que ésta obra según la recta razón”[74]. La humildad tiene su inicio, pues, en
la razón, concretamente en la recta razón. En realidad, la razón es siempre la recta razón cuando se habla de la virtudes, como es
el caso.
Refiriéndose específicamente a la humildad en cuanto relacionada con la recta razón, afirma Santo Tomás: “La característica de
la humildad es matar el deseo de lo que excede las propias facultades. Para conseguir esto, hace falta que cada cual conozca lo
que le falta para alcanzar la perfección de la virtud. Por consiguiente, el conocimiento de los propios defectos pertenece a la
humildad, como norma directiva del apetito (...)”[75]. De forma que la humildad tiene su inicio en la razón en cuanto que da a
conocer a uno lo que le falta para alcanzar la perfección, esto es, en cuanto que proporciona el conocimiento de los propios
defectos.
Con todo, las virtudes morales, y concretamente la humildad, no tienen a la razón por sujeto. A ello se refiere el Aquinate al
afirmar que “la virtud moral se halla esencialmente en el apetito”[76], es decir, en el apetito intelectivo o voluntad, en el apetito
irascible o en el apetito concupiscible. Las virtudes que tienen como sujeto la razón son las virtudes intelectuales.
Para entender por qué la razón no es sujeto ni de las virtudes morales en general ni de la humildad en particular, nos puede servir
de ayuda concebir el sujeto como causa eficiente, como hemos sugerido más arriba. La causa eficiente es aquella de la que procede
inmediatamente un efecto. Así, la razón no es causa eficiente o inmediata de la humildad, sino mediata, pues, como veremos
enseguida, los actos de la humildad provienen directamente de la voluntad, si bien nunca sin intervención previa de la razón.
Así pues, la humildad tiene su inicio en la razón, en cuanto que sin el conocimiento de los propios defectos no se puede realizar
un acto de humildad. La humildad, como toda virtud moral, tiene su inicio en la razón, pero concretamente en cuanto que el
conocimiento que provee de los propios defectos le sirve de norma directiva al apetito para no tender a lo que está por encima de
las propias fuerzas y del límite señalado por el creador.
5.2 La voluntad, sujeto principal de la humildad
Al hablar de las virtudes morales, Santo Tomás contempla la voluntad en estrecha relación con la razón o inteligencia. En efecto,
alude a ella a veces con el nombre de apetito intelectivo[77]. Nos parece que se puede decir que no concibe la voluntad con
independencia, como algo separado de la razón.
Para el Aquinate, el apetito intelectivo o voluntad es siempre sujeto de las virtudes morales, y por ende, de la humildad: “El sujeto
del hábito llamado virtud (moral) en sentido puro y simple, no puede ser sino la voluntad u otra potencia en cuanto movida por la
voluntad. Y la razón es porque la voluntad mueve a obrar a todas las demás potencias que de algún modo son racionales, como
hemos visto; así, cuando alguien obra bien actualmente, lo debe a tener buena voluntad”[78]. De ahí que no haya virtud que no
tenga como sujeto a la voluntad.
Sin embargo, hay virtudes morales que radican en la voluntad exclusivamente y otras que radican en otra potencia en cuanto
movida por la voluntad, de tal forma que radican tanto en la voluntad como en esas potencias. Así, una virtud puede radicar en
dos potencias al mismo tiempo: en la voluntad y en el apetito irascible o en la voluntad y en el apetito concupiscible. Pero en este
último caso, su sujeto principal será la voluntad y su sujeto secundario el irascible o el concupiscible: “Una cosa puede darse en
dos o en varios sujetos, no por igual, sino según cierto orden; y en este sentido puede una virtud pertenecer a diversas potencias,
de manera que en una de ellas se halle principalmente y se extienda a otras por modo de difusión o disposición, en cuanto que
una potencia es movida por otra o en cuanto que recibe algo de otra”[79].
¿Qué virtudes radican exclusivamente en la voluntad? Una virtud tiene como sujeto exclusivo la voluntad solamente cuando ésta
necesita de algo que sobrepasa su propia capacidad, a saber, cuando la voluntad se dirige a un bien extrínseco, como es el bien
del prójimo o el bien divino[80]. Ello es así porque “no se requiere hábito alguno para lo que conviene a una potencia por su
propia naturaleza”[81]. De modo que las virtudes que radican exclusivamente en la voluntad son las virtudes que dirigen los
afectos del hombre hacia Dios o hacia el prójimo; como, por ejemplo, la caridad, la justicia y otras[82]. En cambio, las virtudes
que ordenan los afectos hacia el bien propio del sujeto que quiere -como es el caso de la templanza y de la fortaleza-, no tienen a
la voluntad como sujeto (exclusivo), sino el concupiscible y el irascible respectivamente[83].
Santo Tomás no afirma que la humildad radique exclusivamente en la voluntad, pero tampoco lo niega de forma explícita. Se
hace necesario, pues, hacerse una pregunta: ¿Ordena la humildad los afectos del hombre hacia Dios y hacia el prójimo? Si la
respuesta fuera afirmativa, radicaría exclusivamente en la voluntad; y si no, inheriría también en el irascible o en el concupiscible.
Para determinar esto, podemos fijarnos en el motivo y en el fin de la humildad. El motivo de la humildad es la reverencia debida
a Dios. La reverencia implica sometimiento a Dios y a los demás en lo que participan de Dios[84]. Por tanto, la humildad ordena
los afectos a Dios. En cambio, parece que no los ordena propiamente a lo demás, sino a lo que tienen los demás de Dios. De ahí
que se afirme: “Por la mansedumbre el hombre se ordena respecto al prójimo (...) Por la humildad se ordena respecto a Dios y
respecto a sí mismo” [85].
El que por la humildad el hombre se ordene respecto de sí mismo parece aludir al fin de la humildad, que es la apetencia moderada
de la propia excelencia. La apetencia se refiere a los afectos del hombre. Por tanto, la humildad, como virtud moral que es, ordena
los afectos del hombre. Esta apetencia o estos afectos se refieren, a fin de cuentas, a uno mismo. De manera que la humildad
ordena los propios afectos hacia uno mismo. Efectivamente, por la humildad el hombre modera el amor desordenado a uno mismo.
Resulta claro, pues, que la humildad no radica exclusivamente en la voluntad, pues dice relación al bien propio y no sólo al bien
del prójimo o al bien divino. Igualmente, es manifiesto que la humildad tiene como sujeto principal la voluntad y que tiene un
sujeto secundario, en la medida en que dice relación al bien del propio sujeto. Resta por ver, entonces, si tiene como sujeto
secundario el irascible o el concupiscible.
5.3 El apetito irascible, sujeto secundario de la humildad
El apetito irascible, en cuanto parte del apetito sensitivo junto con el apetito concupiscible, se distingue de la voluntad en que su
objeto no es un bien espiritual sino un bien sensible. Se distingue de ella, además, por la razón bajo la cual considera el bien. La
voluntad mira el bien bajo la razón universal de bien; el apetito irascible, en cambio, mira el bien en cuanto repele[86], es decir,
en lo que tiene de arduo. El apetito irascible presupone la voluntad, porque se fija, por así decir, en un aspecto concreto del bien
- o quizá, más bien, en algo anejo a la consecución del bien- que la voluntad mira bajo la razón universal de bien.
El apetito irascible no puede ser, en sí mismo, sujeto de virtud alguna, si no es en cuanto movido por la voluntad, como ya hemos
indicado. Y tampoco lo es con independencia de la razón, porque la voluntad, al menos en lo que se refiere a las virtudes morales,
no funciona independientemente de ella. El apetito irascible puede ser sujeto de una virtud moral sólo en la medida en que participa
de la razón: “El apetito irascible y el concupiscible pueden considerarse de dos modos: en primer lugar, en sí mismos, en cuanto
que son partes del apetito sensitivo, y, así considerados, no pueden ser sujetos de la virtud. En segundo lugar, en cuanto participan
de la razón, pues naturalmente están destinados a obedecerla, y, así considerados, pueden ser sujetos de la virtud humana, pues
son principios de acción humana en la medida que participan de la razón”[87]. De manera, pues, que el carácter de sujeto del
apetito irascible, así como el del concupiscible, depende tanto de la voluntad como de la razón.
Como se puede apreciar por lo dicho hasta ahora, en realidad existen tres posibles sujetos en los que puede radicar una virtud
moral: la voluntad, el apetito irascible en cuanto que incluye la voluntad, y el apetito concupiscible en cuanto que comprende,
igualmente, la voluntad. Se puede afirmar también que la voluntad es el sujeto principal de todas las virtudes morales, y que, en
cambio, el apetito concupiscible y el apetito irascible en sentido estricto no pueden ser más que sujetos secundarios porque, en
última instancia, son movidos por la voluntad o apetito intelectivo.
Santo Tomás dice expresamente que la humildad tiene su sujeto en el apetito irascible[88], con lo que ha de entenderse el apetito
irascible en cuanto movido por la voluntad. Lo mismo afirma, por otra parte, de la soberbia[89]. Para determinar dónde radica
una virtud o vicio se considera su objeto, ya que cada potencia tiene su objeto propio. Como la soberbia tiene por objeto lo arduo
-y, por tanto, al parecer, también la humildad-, se sigue que ha de tener alguna relación con el apetito irascible, cuyo objeto es
precisamente lo arduo. Por lo tanto, la humildad tiene a la voluntad por sujeto principal y al apetito irascible por sujeto secundario.
En la cuestión 161 de la Secunda Secundae, en la que Santo Tomás aborda directamente el tema de la humildad, no se dice que
la misma radique también en la voluntad. Sin embargo, en la cuestión 162, en la que trata el tema de la soberbia, afirma que ésta
radica tanto en el apetito irascible como en la voluntad; es decir, radica en el irascible en un sentido amplio, que alcanza el apetito
intelectivo o voluntad[90]. Nos parece que al decir que la humildad radica en el irascible se refiere al irascible en este sentido
amplio, que incluye el sentido propio. En cualquier caso, pensamos que decir que la humildad radica en el irascible tomado en
sentido propio no excluye que también se pueda decir que radique en el irascible en sentido amplio.
La razón que aduce el Aquinate para explicar por qué la soberbia -y, por tanto, la humildad- no puede inherir sólo en el apetito
irascible es que lo arduo, que es objeto de la soberbia, se encuentra tanto en materia sensible como en materia espiritual. Si lo
arduo se encontrara sólo en la materia sensible, entonces la soberbia inheriría en el apetito irascible como parte del apetito
sensitivo, siendo la otra parte el apetito concupiscible. Pero, como es el caso, si lo arduo incluye la materia espiritual, entonces la
soberbia inhiere también en la voluntad.
De esta manera, se entiende que en los demonios, que son ángeles, y por tanto, de naturaleza puramente espiritual, que no tienen
apetito sensitivo alguno -ni irascible ni concupiscible- exista también la soberbia. Y, de la misma manera, como ya se ha señalado,
da razón de por qué el pecado de nuestros primeros padres fue de soberbia, ya que en el estado de inocencia no se concibe que
hubiese rebelión de la carne contra el espíritu[91]. El bien que apetecieron tuvo que ser uno de tipo espiritual. Además, ese bien
espiritual tuvo que haber sido apetecido en contra de la la ley divina, pues, de otro modo, no podría haber desorden en la apetencia
de esos bienes espirituales. Y como precisamente la apetencia de cierto bien espiritual por encima de lo establecido por Dios
pertenece a la soberbia, resulta evidente que el primer pecado fue de soberbia.
A modo de conclusión, entonces, podemos decir que el apetito irascible es sujeto secundario de la humildad. Asimismo, podemos
afirmar que el irascible en sentido amplio, es decir, en cuanto incluye el apetito intelectivo o voluntad, constituye el sujeto de la
humildad en su totalidad.
5.4 El apetito concupiscible
Al igual que el apetito irascible respecto de la voluntad, el concupiscible se distingue de ambos por la razón bajo la cual mira el
bien: “El apetito concupiscible mira a la razón propia del bien en cuanto deleitable al sentido y conveniente a la naturaleza,
mientras que el irascible mira a la razón de bien en cuanto repele y combate lo que es perjudicial. La voluntad, por el contrario,
mira al bien bajo la razón universal de bien” [92].
Así como la voluntad presupone la razón -o, al menos, cuenta siempre con ella-, y el irascible presupone la voluntad y, por tanto,
también la razón, éste -el irascible- también presupone el apetito concupiscible: “Las pasiones del irascible presuponen las del
concupiscible”[93]. Las pasiones son apetitos y la potencia del apetito irascible y la del concupiscible están constituidas por sus
pasiones. Por lo tanto, decir que las pasiones del irascible presuponen las pasiones del concupiscible equivale a decir que el apetito
irascible como tal presupone el concupiscible.
La razón de fondo que explica que el apetito irascible presupone el apetito concupiscible es la siguiente: “La función del irascible
es eliminar los obstáculos para la realización del concupiscible, mientras que la función del concupiscible es desear el bien en sí
(I-II, q. 23). El irascible es, por tanto, un impulso añadido a otro impulso, una pasión reforzada para el mismo bien básico. Dicho
de otro modo, empleando las palabras de Santo Tomás: ‘las pasiones del irascible presuponen las pasiones del concupiscible’.
Uno tiene que querer un bien antes de que el apetito que desaloja los obstáculos para su posesión entre en juego”[94].
Efectivamente, antes de desalojar los obstáculos para la consecución de un bien determinado -de lo cual se encarga el irascible-
es preciso que uno desee ese bien -de lo cual se encarga el apetito concupiscible-.
El bien deseable o concupiscible con el que se relaciona la humildad son los honores, que constituyen su materia. La humildad
tiene que ver con la búsqueda moderada de los honores, en la medida en que modera la apetencia de la propia excelencia. Por lo
mismo, el acto de humildad presupone el apetito concupiscible y, en esa medida, guarda alguna relación con ella. Por otra parte,
Santo Tomás coloca la virtud de la humildad como una parte de la templanza. Considera que es una parte de ella. Y la templanza
modera precisamente las pasiones del apetito concupiscible.
Resumiendo pues, el apetito concupiscible se relaciona con la humildad en cuanto el acto de humildad presupone la apetencia de
un bien concupiscible o sensible. Sin embargo, no es sujeto de la humildad en sentido alguno.
6. Las Manifestaciones de la humildad
En primer lugar (6.1), presentaremos las manifestaciones de la virtud de la humildad con respecto a uno mismo. En el segundo
apartado (6.2), enumeraremos algunos actos de humildad que dicen referencia a Dios. En el tercero (6.3), señalaremos aquellos
actos en que se manifiesta la humildad con relación a los demás. Y en el cuarto (6.4), indicaremos los modos en que se traduce la
humildad en la relación de la persona con los bienes exteriores, concretamentamente las riquezas y los honores.
La humildad respecto a uno mismo
Para Santo Tomás, la humildad respecto a uno mismo parece reflejarse básicamente en tres cosas: en una baja concepción de uno
mismo; en una desconfianza en la propia capacidad; y, por último, en un desprecio de la propia persona. Comencemos por
examinar la primera, como manifestación fundamental de la humildad.
Ser humilde implica considerarse pecador. Esto es precisamente lo que distingue al soberbio del humilde. En efecto, comentando
las palabras de Jesús: “He venido a juzgar a este mundo, para que los que no ven vean; y los que ven queden ciegos” (Jn 9, 39),
dice Santo Tomás: “Aquel que no reconoce sus pecados considera que ve; y quien reconoce sus pecados considera que no ve. Lo
primero es propio de los soberbios; lo segundo de los humildes”[95]. Los soberbios son ciegos porque les ciega espiritualmente
sus pecados: “Los cegaron sus malicias” (Sab 2, 21) y, por lo mismo, no ven, no reconocen sus pecados. El humilde, en cambio,
los ve y los reconoce.
Más allá de sentirse pecador, la humildad lleva a no tener una alta consideración de sí. En efecto, la Virgen, por ejemplo, no era
pecadora, pero, aun así, no sentía altamente de sí. Por ese motivo hubo de ser instruida acerca del misterio de la Encarnación que
en ella debía realizarse; no fue debido, pues, a su falta de fe, sino precisamente a su humildad, por la que tenía una baja concepción
de sí[96]. En realidad, la humildad implica el saberse incapacitado, no ya para entender las cosas que están sobre el intelecto
humano, sino también muchas que están al alcance de la inteligencia de otros hombres[97].
Como consecuencia de esta concepción moderada de sí, el humilde se sorprende ante las alabanzas recibidas: “Es costumbre de
los santos y de los humildes que cuando oyen grandes cosas de sí, se sorprenden y se admiren”[98]. De todas formas, no es
manifestación de humildad negar los dones que uno ha recibido de Dios: “Nadie debe cometer un pecado para evitar otro. Por lo
mismo, no se debe mentir para evitar la soberbia. Así, San Agustín recomienda ‘no huir tanto del orgullo que se llegue a faltar a
la verdad’. Y San Gregorio: ‘Es una humildad imprudente la que se expone a mentir’”[99].
Incluso cabe elogiarse a sí mismo. Santo Tomás señala al menos dos casos[100]. Uno, ante las tentación de la desesperación, lo
cual hizo Job ante las acusaciones que le hacían. Efectivamente, puede uno acordarse de las cosas buenas que ha hecho ante las
tentaciones de desesperación, y en cambio acordarse de las malas ante las tentaciones de soberbia. Otro caso es cuando es útil
para ser tenido en mayor fama y se dé más crédito a la doctrina que se predica. Es lo que hace San Pablo cuando escribe a los
Corintios, para que no diesen más crédito a los pseudo-apóstoles que a él.
Además de traducirse en una concepción más bien baja de uno mismo, la humildad se pone de manifiesto en el hecho de no
confiar en la propia capacidad: “Se llama humilde a quien no se apoya en sus fuerzas”[101]. El humilde no se fía de sus fuerzas
sino del poder divino: “Aspirar a bienes mayores confiando en las propias fuerzas es acto contrario a la humildad; pero el aspirar
a ellas confiando en el auxilio divino no va contra la humildad”[102].
No sólo desconfía el humilde de sus propias fuerzas sino también de su propio parecer: “ (...) es potentísima sabiduría que el
hombre no se apoye en su inteligencia: ‘No te apoyes en tu prudencia (Pr 3, 5) (...) Y que el hombre no se fíe de su inteligencia
procede de la humildad. De ahí que también el lugar de la humildad sea la sabiduría, como se dice en Proverbios XII. Pero los
soberbios no se fían sino de sí mismos”[103].
También es manifestación fundamental de la humildad el desprecio de sí mismo: la humildad supone cierto laudable rebajamiento
de sí mismo[104], es decir, cierta humillación propia[105]. Aquí tiene su importancia el adjetivo cierto. En efecto, el
aborrecimiento propio no puede ser total, puesto que también hemos de amarnos a nosotros mismos. ¿Como, pues, compaginar
estas dos exigencias? Pues “amando al hombre de Jesucristo y aborreciendo al hombre de Adán: amando al hombre espiritual y
aborreciendo al carnal. Amemos en nosotros la obra de Dios y aborrezcamos la nuestra. Amemos lo que Dios ama en nosotros y
aborrezcamos lo que en nosotros aborrece (...)”[106].
Este desprecio puede tener manifestaciones externas. Así, por ejemplo, para defender el que los religiosos usen lo que llama hábito
de humildad, dice: “Como prueba el Filósofo en el libro X de las Éticas, las virtudes no consisten sólo en los actos interiores, sino
también en los exteriores; esto es así por lo que se refiere a las virtudes morales. Y la humildad es una virtud moral, pues no es ni
intelectual ni teologal. Por tanto, consiste no sólo en cosas interiores, sino también en cosas exteriores. Así pues, como pertenece
a la humildad que el hombre se desprecie a sí mismo, también pertenece a ella que se usen algunas cosas exteriores
despreciables”[107].
Otra forma de desprecio o humillación es la mendicidad, sobre lo cual dice el Aquinate que, entre las obras de penitencia, nada la
supera en cuanto a hacer más humilde al hombre[108]. En efecto, mendigar supone una humillación por cuanto los hombres más
miserables nos parece que son los que además de ser pobres tienen que pedir a otros para sustentarse[109]: “Recibir las cosas
necesarias para la vida es acto de humildad en quienes tanto se han humillado por Cristo que se someten a la indigencia (...)”[110].
La humillación puede venir también de otro, y es acto de humildad si se recibe con espíritu de humildad. Y así, callar ante un
agravio es una manifestación suma de humildad, de la que Cristo, además, dio máximo ejemplo: “Y no le respondió palabra, de
modo que se admiró sobremanera el gobernador” (Mt 27)[111]. A la vez, no siempre es aconsejable callar ante las acusaciones.
Santo Tomás advierte que es lícita la defensa de las críticas y, por tanto, no va contra la humildad, en el caso de que no sean
críticas hechas para corregir sino para destruir; y, sobre todo, cuando no es blasfemada la propia persona sino la verdad[112].
Pero pensamos que, propiamente hablando, esto no constituye un acto de humildad sino de alguna otra virtud, acaso la justicia.
En realidad, tanto el desprecio de la propia fama -lo cual se hace cuando se calla ante las acusaciones- como el apetecerla, pueden
ser algo vicioso o laudable: “La fama no es necesaria para el hombre por sí misma, sino para la edificación del prójimo. Por lo
cual, apetecer la fama por el prójimo, es propio de la caridad, pero apetecerla por sí mismo pertenece a la vanagloria. Y, al
contrario, el desprecio de la fama por sí mismo es humildad, pero el desprecio de la fama por el prójimo es apatía e
insensibilidad”[113].
La humildad respecto a Dios
La humildad implica no sólo una actitud hacia uno mismo, sino también una actitud hacia Dios. Efectivamente, si bien la humildad
tiene que ver con la búsqueda moderada de la propia excelencia, también implica el reconocimiento de la excelencia de Dios. De
hecho, como ya hemos apuntado, el motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios, el honor debido a Dios en virtud de su
excelencia.
Más aún, podríamos decir que la humildad tiene que ver principalmente con la relación del hombre con Dios, más que con el
hombre consigo mismo: la humildad comporta sobre todo sujeción o sometimiento a Dios[114]. Santo Tomás no define
explícitamente lo que entiende por sometimiento. De todas formas, parece significar simplemente el considerar y aceptar que otro
es superior a uno. Por lo menos así se desprende de la cita escriturística a la que acude Santo Tomás para contrarrestar las
objeciones según las cuales el hombre no debe someterse a todos por humildad: “La humildad nos hace considerar a los demás
como superiores a nosotros” (Flp 2, 3)[115]. La sujeción responde a la reverencia que debe el hombre a Dios: “Por la humildad
el hombre se somete a Dios por reverencia a Él (...)”[116]. Y como la reverencia debida a otro se debe en función de su excelencia,
la razón por la cual nos sometemos a Dios es su excelencia.
Las manifestaciones de la humildad respecto a Dios vienen a ser las consecuencias específicas que implica el sometimiento a
Dios, que puede decirse que son innumerables, pues en la medida en que es soberbia todo lo que implica desprecio de los preceptos
de Dios[117], todo acto de virtud parecería ser un acto de humildad.
Una manifestación concreta de este sometimiento es el hecho de esperar todo de Dios. En efecto, a Dios pertenece todo lo que se
refiere a la perfección y a la salvación; pues al hombre pertenece tan sólo lo defectuoso. De modo que, por así decir, no le cabe
otra alternativa al hombre que acudir a Dios. En efecto, comentando la oración dominical, Santo Tomás concluye que es una
oración humilde, precisamente porque pide y espera todo de Dios: “La oración debe ser también humilde, según aquello del Salmo
101, 18: ‘Miró la oración de los humildes’; y de Lucas 18 sobre el fariseo y el publicano; y de Judith 9, 16: ‘El clamor de los
humildes y de los mansos siempre te agrada’. La cual humildad ciertamente se conserva en esta oración (dominical): pues hay
verdadera humildad cuando uno no presume nada de sus propias fuerzas, sino que lo espera todo de la impetración del poder
divino”[118]. Así pues, rezar esperando todo de Dios es manifestación humildad.
El apoyo escriturístico en que parece basarse Santo Tomás para decir que sólo podemos confiar en el poder divino, y no en
nuestras fuerzas, son las palabras del Señor: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Sobre ellas hacer ver el Aquinate cómo el
Señor declara que no somos capaces de hacer cosas grandes, ni siquiera cosas pequeñas, sino nada en absoluto; si no somos
capaces ni de pensar -“No que de nosotros seamos capaces de pensar algo como de nosotros mismos, que nuestra suficiencia
viene de Dios” (2 Cor 3, 5)-, mucho menos vamos a ser capaces de otras cosas[119].
Es una manifestación de humildad también la confesión de los propios pecados[120]. Relacionando esta manifestación con la
idea de que la humildad implica sobre todo sometimiento a Dios por reverencia a Él en virtud de su excelencia, podríamos decir
que en la confesión de los pecados se reconoce que todo lo que es perfección y salvación viene de Él, y en esa medida hay un
sometimiento por reverencia.
Algo parecido se puede decir del hecho de conmemorar los beneficios recibidos de Dios.[121] Al hacerlo, el hombre reconoce la
excelencia de Dios, de quien se admite que proceden esos beneficios. Por contraste, el creer que el bien poseído procede de uno
mismo y pensar que los dones concedidos gratuitamente por Dios han sido merecido por uno mismo son muestra de soberbia[122].
El sometimiento guarda relación con la adoración: “(...) ofrecemos a Dios una adoración espiritual y otra corporal. La espiritual
consiste en la devoción interna de la mente, mientras que la corporal consiste en la humillación del cuerpo”[123]. Santo Tomás
habla expresamente de las genuflexiones como humillación del cuerpo: “Lo que hacemos exteriormente orando -dice San Agustín-
lo hacemos para despertar interiormente nuestro afecto. Pues las genuflexiones, por ejemplo, no son de por sí agradables a Dios,
sino porque por ellas, como demostración de humildad, interiormente el hombre se humilla”[124]. De la misma forma, los gestos
del sacerdote en el Santo Sacrificio, concretamente el juntar las manos e inclinarse en oración suplicante, designan la humildad y
obediencia con que Cristo padeció[125].
Tenemos así que son manifestaciones de humildad respecto a Dios pedir su ayuda, pedir perdón, darle gracias y adorarle con la
humillación del cuerpo. Casualmente coinciden estas manifestaciones con los cuatro fines del Santo Sacrificio del altar. De donde
se podría deducir que la manifestaciones de humildad respecto a Dios constituyen, en cierto sentido, una prolongación de la Misa.
La humildad respecto a los demás
En su comentario al cuarto libro de las Sentencias, Santo Tomás anota que “por la humildad el hombre se somete a Dios por
reverencia a Él y, como consecuencia, a otros por Dios”[126]. El sometimiento a los demás es una consecuencia del sometimiento
a Dios: “La humildad, en cuanto virtud especial, considera principalmente la sujeción del hombre a Dios, en cuyo honor se humilla
sometiéndose incluso a otros”[127].
Santo Tomás señala también la razón por la cual la humildad lleva a someterse a los demás: “A Dios tenemos que venerarlo no
sólo en sí mismo, sino en todas sus participaciones, aunque no de la misma forma que lo veneramos a Él. Por la humildad debemos
someternos a todos nuestros prójimos por reverencia a Dios, como aconseja San Pedro: ‘Someteos todos a los hombres por Dios’
(1 P 2, 13). Claro está que el culto de latría se reserva sólo para El”[128]. De modo que debemos someternos a los hombres en
cuanto que son una participación de Dios. Por la humildad vemos las cualidades de los demás como dones de Dios y reflejo de
Dios[129]. Por todo lo cual, por humildad, hemos de mostrar señales de honor y reverencia a los demás[130], reconociendo el
don de Dios en ellos. Por la soberbia, en cambio, se busca justo lo contrario, pues se desprecia a los demás, con ansia de que sólo
brille el propio bien[131].
Al decir que debemos someternos a los hombres, surge la pregunta sobre la medida en que debemos hacerlo. El Aquinate da
respuesta a este interrogante empleando el concepto de participación: “En el hombre hay que considerar dos cosas: lo que es de
Dios y lo que es del hombre. Es propio del hombre todo lo defectuoso; de Dios, todo lo que pertenezca al orden de la salvación y
perfección, como atestigua Oseas: ‘Tu perdición es obra tuya, Israel. Tu fuerza soy yo”. Pues bien, dado que la humildad se ocupa
preferentemente de la reverencia debida a Dios como súbditos, considerado en lo que es propio suyo, debe someterse a los demás
en lo que éstos tienen de Dios”[132]. Por tanto, debemos someternos a los hombres, pero no en todo, sino en lo que participan de
Dios, que es, en concreto, todo lo referente a la perfección y a la salvación.
Santo Tomás restringe aún más el alcalce del sometimiento a los demás. Éste dependerá no sólo de aquello en lo que el otro
participa de Dios -es decir, de lo perfecto y de lo que pertenece a la salvación-, sino también de lo que uno participa de Dios: “La
humildad no exige que lo que en nosotros existe de Dios se someta a lo que en los demás descubrimos también de Dios, ya que
quien participa de los dones de Dios sabe que los posee, según acredita San Pablo: ‘Sepamos qué dones hemos recibido de Dios’
(1Co 2, 12). No es falta de humildad preferir los dones recibidos por nosotros a los dones recibidos por los demás, como enseña
San Pablo: ‘A otras generaciones no fue revelado el misterio como ahora a los apóstoles’ (Ef 3, 5)”[133].
Por otra parte, contempla Santo Tomás el sometimiento en lo que concierne a lo que cada uno tiene como propio, a saber, lo
defectuoso: “Igualmente, no se exige por la humildad que sometamos lo que hay en nosotros como propio nuestro a lo que en los
demás existe como suyo propio. En caso contrario, tendría que considerarse todo hombre más pecador que los demás, siendo así
que el mismo San Pablo, sin faltar a la humildad, escribe: ‘Somos judíos por naturaleza, no pecadores de entre los gentiles’ (Ga
2, 15)”[134]. Así pues, no se requiere sometimiento ni en lo que se refiere a lo participado de Dios por uno mismo y por otra
persona, ni tampoco en lo que se refiere a lo tenido como propio por uno mismo y por otra persona.
Entonces, ¿en virtud de qué puede una persona someterse a otra?: “Uno puede pensar que hay algunos bienes en el prójimo que
uno mismo no tiene, o algunos defectos en sí mismo que no hay en otro: en virtud de ello puede someterse por humildad a él.”[135]
La humildad implica sometimiento. En el caso de Dios es evidente que en todo hemos de someternos a Él. Sin embargo, en el
caso del prójimo, no hemos de someternos en todo, sino sólo en aquello que participa de Dios y sólo en la medida en que aquello
no es participado por uno.
La humildad respecto a los bienes exteriores
Es manifestación de humildad el desprecio de los bienes exteriores, concretamente las riquezas y los honores[136]. Por lo que se
refiere a las riqueza en concreto, efectivamente, la soberbia suele originarse de la abundancia de las cosas temporales[137], en
cuanto sirven de ocasión para enorgullecerse[138]. Por lo mismo, la humildad se recomienda sobre todo a los ricos: “A los ricos
de este mundo encárgales que no sean altivos”[139]. De todas formas, la relación que tiene la humildad con los gastos de
ostentación tiene que ver con la jactancia, y por tanto con la humildad, sólo de modo secundario, en la medida en que son signos
del apetito interior[140]. Efectivamente, cabe la posibilidad de que a las riquezas que pueda uno poseer no corresponda un acto
interior de orgullo.
Así como el hombre tiende a enorgullecerse a propósito de los bienes que posee, así también tiende a deprimirse a causa de la
pobreza[141]. En el fondo, los bienes temporales no deben ser amados sino en función de los espirituales o eternos. Por eso, no
debe el hombre desanimarse o frustarse cuando se ve privado de ellos ni elevarse o enorgullecerse cuando los posee en abundancia.
Efectivamente, al comentar las palabras que dirige Job a su mujer -“Si recibimos de Dios los bienes, ¿por qué no también los
males?”-, dice Santo Tomás: “Job nos enseña a tener tal constancia de ánimo que, al igual que cuando Dios nos da bienes
temporales los hemos de emplear de tal forma que no nos elevemos soberbiamente, así también hemos de soportar las cosas malas
contrarias de tal modo que no se abata nuestro ánimo, según aquello del Apóstol a Filemón ‘Sé ser humillado; sé estar en la
abundancia’, y luego ‘Todo lo puede en aquel que me conforta’”[142].
El uso moderado de los bienes exteriores pertenece a la virtud[143]. De modo que corresponde a la humildad moderar el uso de
las riquezas y los honores en cuanto ocasiones de ensoberbecerse. En cambio, el desprecio de las bienes exteriores, lo cual es más
excelente que el uso moderado de los mismos, corresponde al don. Nos parece que en el caso de la humildad, este don sería el
don de temor con el que relaciona Santo Tomás esta virtud[144], como veremos más adelante.
Por último, podemos decir que la pobreza, con la que está relacionada la humildad, puede indicar mayor o menor humildad,
según se sea pobre sin quererlo o queriéndolo: “En el que es pobre por necesidad no es tan laudable la humildad; pero es señal de
gran humildad en el que es pobre por su voluntad; y ésta es la pobreza de Cristo”[145].
7. La definición de la humildad
Santo Tomás ofrece una definición de humildad en la Summa Contra Gentiles: “La virtud de la humildad consiste en mantenerse
dentro de los propios términos, sin llegarse a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior”[146]. La humildad
consiste, pues, en obrar según la propia capacidad. En efecto, hay cosas grandes a las que algunos pueden aspirar sin caer por ello
en la soberbia. Pero como los dones no han sido repartidos de forma igual, el aspirar a ciertas cosas grandes puede ser soberbia
para algunos. Además, hay cosas que sólo son posibles para Dios, para quien todo es posible. Pasemos ahora a identificar las
cuatro causas de la humildad contenidas en esta definición.
Como hemos señalado ya, la causa material de una virtud, la materia, es aquello sobre lo cual opera la virtud. La materia de la
humildad es la apetencia de la propia excelencia. Decir que por la humildad el hombre no se llega a lo que está por encima de sí
presupone la apetencia de la propia excelencia. De modo que la materia de la humildad está implícitamente presente en la
definición.
La causa formal de una virtud, su modo de obrar, es el acto mismo de la virtud, o lo que es lo mismo, el debido uso de su materia.
El modo de obrar de la humildad es la moderación de la apetencia de la propia excelencia. Mantenerse dentro de los propios
términos sin llegarse a lo que está sobre sí supone una moderación de un movimiento del alma hacia la propia excelencia. Por
tanto, el modo de obrar aparece de forma explícita en la definición.
La causa final de una virtud, su fin, es mantener su materia dentro de los límites de la razón por medio de su modo de obrar. El
fin de la humildad es la apetencia razonable de la propia excelencia, en definitiva, obrar según las propias posibilidades. Y en la
definición que hemos transcrito esto está señalado al hablar de los propios términos dentro de los que se mantiene la persona
humilde. Sin embargo, se ha de tener en cuenta que, como ya hemos señalado, no sobrepasar los propios límites, implica no sólo
un refrenar el movimiento del espíritu hacia lo excelente, sino también, en ocasiones, el usar ese movimiento y, en ese sentido,
puede llevar, por así decir, a subir hasta lo que corresponde a los propios términos. Y así, se puede describir también el fin de la
humildad como el mantenerse dentro de los propios límites.
La causa final de la humildad apenas señalada parece estar supeditada a otra: la reverencia debida a Dios por la que se tiene en
mucho a Dios -y a los demás en lo que participan de Dios- y a uno mismo, en cambio, en poco. Se trata de una reverencia que
supone sujeción a Dios. A esta sujeción, que proviene de la reverencia, se refieren las palabras “sometido a lo superior”. De
manera que en la definición figura la sujecion a Dios como parte de la causa final de la humildad, pero no la reverencia de la que
ésta procede.
La causa eficiente de una virtud, su sujeto, es aquella potencia o potencias en la que radica la misma y de la que proceden
inmediatamente sus actos. El sujeto de la humildad es doble: el sujeto principal es la voluntad y el sujeto secundario el apetito
irascible. En la definición se alude a la voluntad y al apetito irascible, concretamente cuando se dice que la humildad consiste
en mantenerse dentro de los propios límites, sin llegarse a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior.
Santo Tomás ofrece lo que se podría tomar como otra definición de la humildad en laSumma Theologiae: la virtud por la cual una
persona “considerando su deficiencia, se atiene a lo que es bajo, de acuerdo con su medida”[147]. De hecho, ésta es la definición
de humildad de Santo Tomás que se suele citar[148]. Distingamos también en esta definición la materia, el modo de obrar, el fin,
el motivo y el sujeto.
Las palabras “se atiene a lo que es bajo” corresponden a las palabras de la anterior definición: “sin llegarse a lo que está sobre sí”.
Atenerse a lo que es bajo equivale a no llegarse a lo que nos supera. No llegarse a lo que supera nuestra capacidad presupone una
tendencia a la propia excelencia. Por tanto, atenerse a lo que es bajo presupone también la apetencia de la propia excelencia, lo
cual es la materia de la humildad. De manera que la materia de esta virtud está contenida igualmente en esta definión de forma
implícita.
Las palabras “atenerse a lo que es bajo” corresponden a las palabras de la otra definición: “mantenerse dentro de los propios
límites” y, como éstas, indican el modo de obrar de la humildad. Efectivamente, atenerse a lo que es bajo supone una moderacion
del apetito de propia excelencia.
La humildad lleva a atenerse a lo que es bajo considerando la propia deficiencia, de acuerdo con la propia medida, lo cual es lo
mismo que decir que lleva a mantenerse dentro delos propios límites, sin llegarse a lo que está sobre sí. La propia deficiencia, los
defectos, son los propios límites. En realidad, no es otra cosa sino la concepción verdadera de uno mismo, puesto que lo que
pertenece al hombre es todo lo defectuoso. Y atenerse a lo que es bajo según la propia medida equivale a no llegarse a lo que está
por encima de uno, es decir, actuar según esa verdad sobre nosotros mismos. Así, si hemos dicho que el fin de la humildad es la
apetencia según razón de la propia excelencia, también puede decirse que es actuar de acuerdo con la propia medida, considerando
la propia deficiencia.
El motivo de la humildad -la reverencia debida a Dios- no está contemplada en esta definición que ofrece Santo Tomás de la
humildad. Se podría, sin embargo, agregar a esta definición este elemento esencial. Quedaría así la definición: la virtud por la
cual una persona, considerando su deficiencia, se atiene a lo que es bajo, de acuerdo con su medida, por reverencia a Dios.
El sujeto de la humildad tampoco aparece en esta definición. De todas formas, nos parece que no es necesario incluirlo por ser
algo que no distingue claramente a la humildad de otras virtudes.
Bibliografía
Autographi deleta, en S. Thomae Aquinatis Opera Omnia, II, Ed. R. BUSA (Frommann-Holzboog 1980) 152-183.
Collationes in orationem dominicam, in Symbolum Apostolorum, in salutationem angelicam,en Opuscula Theologica,
II: Marietti, 2ª ed. (Taurini-Romae 1972) 193-241.
Contra impugnantes Dei cultum et religionem, ed. Leonina, XLI/A, ad Sanctae Sabinae (Romae 1970). Préface: H.-F.
DONDAINE, 5-47.
De perfectione spiritualis vitae, ed. Leonina, XLI/B, ad Sanctae Sabinae (Romae 1969).Préface: H.-F. DONDAINE, 3-56.
Expositio super Iob ad litteram, ed. Leonina, XXVI, ad Sanctae Sabinae (Romae 1965).Praefatio: A. DONDAINE, VII-X, 1-142.
Expositio super Isaiam ad litteram, ed. Leonina, XXVIII, Ed. di San Tommaso (Roma 1974).Préface: H.-F. DONDAINE y L.
REID, 1-64.
In Librum Beati Dionysii de Divinis Nominibus expositio, c. C. PERA, Marietti (Taurini-Romae 1950).
In psalmos, en Index Thomisticus. Sancti Thomae Aquinatis operum omnium indices et concordantiae, R. BUSA (ed.), Stuttgart
1980.
In symbolum Apostolorum scilicet “credo in Deum” expositio, en Opuscula Theologica, II: De re spirituali, c. R.M. SPIAZZI,
Marietti, 2ª ed. (Taurini-Romae 1972) 191-217.
Liber de Veritate Catholicae Fidei contra errores Infidelium qui dicitur “Summa contra Gentiles”, P. MARC y C. PERA (eds.),
Marietti, 3 vol. (Taurini 1961-67). Texto revisado de la Leonina, XIII-XV, typis Riccardi Garroni (Romae 1918-30).
Opera omnia, t. 7/2: Commentum in quartum librum Sententiarum magistri Petri Lombardi(Typis Petri Fiaccadori, Parmae, 1858)
p. 872-1259.
Quaestio disputata de virtutibus cardinalibus, t. 2, Ed. E. ODETTO (10ª ed.: Marietti, Taurini-Romae, 1965).
Quaestiones disputate de virtutibus in communi, t. 2, Ed. E. ODETTO (10ª ed.: Marietti, Taurini-Romae, 1965) p. 707-751.
Quaestiones quodlibetales, c. R.M. SPIAZZI, Marietti, 9a ed. (Taurini 1956).
Scriptum super Sententiis magistri Petri Lombardi, t. 1. Ed. P. MADONNET (P. Lethielleux, Parisiis, 1929).
Scriptum super Sententiis magistri Petri Lombardi, t. 2. Ed. P. MANDONNET (P. Lethielleux, Parisiis, 1929).
Scriptum super Sententiis magistri Petri Lombardi, t. 3. Ed. M. F. MOOS (P. Lethielleux, Parisiis, 1956) 2 vol.
Scriptum super Sententiis magistri Petri Lombardi, t. 4. Ed. M. F. MOOS (P. Lethielleux, Parisiis, 1947).
Sermones, en Opera Omnia, XXIV, P. Fiaccadori (Parmae 1869) 220-34. Reimp. (1950).
Summae theologiae, Prima pars, Opera omnia iussu impensaque Leonis XIII P. M. Edita, t. 4-5 (Ex Typographia Polyglotta S. C.
De Propaganda Fide, Romae, 1888-1889).
Summae theologiae, Prima secundae, Opera omnia iussu impensaque Leonis XIII P. M. edita, t. 6-7 (Ex Typographia Polyglotta
S. C. De Propaganda Fide, Romae, 1891-1892).
Summae theologiae, Secunda secundae, Opera omnia iussu impensaque Leonis XIII P. M. Edita, t. 8-10 (Ex Typographia
Polyglotta S. C. De Propagand Fide, Romae, 1895-1897-1899).
Summae theologiae, Tertia pars, Opera omnia iussu impensaque Leonis XIII P. M. Edita, t. 11 (Ex Typographia Polyglotta S. C.
De Propagand Fide, Romae, 1895-1897-1899).
Super epistolam ad Colossenses lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, c. R. CAI, Marietti, 8ª ed. (Taurini-Romae 1953)
125-161.
Super epistolam ad Ephesios lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 1-87.
Super epistolam ad Galatas lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 563-649.
Super epistolam ad Hebraeos lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 335-506.
Super epistolam ad Philemonem lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 327-333.
Super epistolam ad Philippenses lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 89-123.
Super epistolam ad Romanos lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, I, cit., 1-230.
Super epistolam ad Titum lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 301-326.
Super Evangelium S. Ioannis lectura, c. R. CAI, Marietti, 5a ed. (Taurini-Romae, 1972).
Super Evangelium S. Matthaei lectura, c. R. CAI, Marietti, 5a ed. (Taurini-Romae, 1951).
Super primam epistolam ad Corinthios lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, I, c. R. CAI, Marietti, 8ª ed. (Taurini-Romae
1953) 231-435.
Super secundam epistolam ad Corinthios lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, I, cit., 437-561.
Super primam epistolam ad Thessalonicenses lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, c. R. CAI, Marietti, 8ª ed. (Taurini-
Romae 1953) 163-190.
Super secundam epistolam ad Thessalonicenses lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 163-190.
Super primam epistolam ad Timotheum lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 211-264.
Super secundam epistolam ad Timotheum lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 265-299.
Obras de otros autores
S. AGUSTÍN, De civitate Dei libri XXII, E. HOFFMANN (ed.): Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum 40.
S. AGUSTÍN, Sermones, LXII: Patrologia Latina 38-39.
S. AGUSTÍN, Tractatus in evangelium Ioannis, Patrologia Latina 35, 1379-1970.
A. ALBERDI, El concepto de humildad en Santo Tomás: «Vida sobrenatural» 30 (1935) 348-356.
A. ALBERDI, El concepto de humildad en Santo Tomás: «Vida sobrenatural» 31 (1936) 28-37.
S. BERNARDO, De gradibus humilitatis et superbiae, Patrologia Latina 182, 941-972.
V. Bourke, Thomistic bibliography, 1920-1940, St. Louis 1945.
S. CARLSON, The Virtue of Humility: «The Thomist» 7 (1944) 135-178.
S. CARLSON, The Virtue of Humility (Concluded): «The Thomist» 8 (1944) 363-414.
S. CARLSON, The Virtue of Humility, Dubuque (Iowa) 1952.
S. GREGORIO MAGNO, Moralia in Iob: Patrologia Latina 75-76.
S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, Madrid 1986.
S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre los hechos de los Apóstoles, XXX: Patrologia Graeca 60.
L. A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based on Thomas Aquinas, Tesis Doctoral, pro manuscripto, Facultad
de Teología de la Universidad de Harvard, Cambridge 2001.
T. GOFFI - P. GIANNINO (Ed.), Corso di morale: Etica della persona, t. 2, Brescia 1990.
J. J. GUTIÉRREZ, Humildad, en “Gran Enciclopedia Rialp”, XII, A. MILLÁN PUELLES - E. GUTIÉRREZ - F. PÉREZ-EMBID
- J. M. CASCIARO (dir.), Madrid 1993, pp. 243-246.
S. HARE, Humility as a moral excellence in classical and modern virtue ethics, Tesis Doctoral, pro manuscripto, Facultad de
Artes de la Universidad de Ottawa, Ottawa 1997.
B. HÄring, La ley de Cristo III, Barcelona 1973.
N. HARTMANN, Etica, Guida, Nápoles 1970.
R. Ingardia, Thomas Aquinas: international bibliography 1977-1990, Bowling Green 1993.
JUAN PABLO II, Enc. Dominum et Vivificantem (18-V-1986): Acta Apostolicae Sedis 36.
E. KACZYNSKI, Humildad, en “Nuevo diccionario de teología moral”, F. COMPAGNONI - G . PIANA - S. PRIVITERA -M.
VIDAL (dir.), Madrid 1992.
O. LOTTIN, Morale Fondamentale, París 1954.
T. Miethe, Thomistic bibliography, 1940-1978, Westport, Connecticut-London 1980.
ORÍGENES, The Commentary of Origen on St. John’s Gospel, A.E. Brooke (ed.), Cambridge 1896.
ORÍGENES, In Ezechielem homiliae, en Die griechischen christlichen Schriftsteller 33, W.A. BAEHRENS (ed.), Leipzig 1925.
S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, Pamplona 1988.
G. N. SCHLESINGER, Humility: «Tradition» 27 (3) (S. 1993) 4-12.
S. SEGURA, Diccionario etimológico latino-español, Madrid 1984.
J.-P. TORRELL, Initation à Saint Thomas D’Aquin, Fribourg 1993.
P. J. WADELL (C. P), The Primacy of Love: An Introduction to the Ethics of Thomas Aquinas, New York 1992.
Notas
[1] Cfr. ORÍGENES, The Commentary of Origen on St. John´s Gospel, XXVIII, 19, A.E. BROOKE (ed.), Cambridge 1896.
[2] Cfr. IDEM, In Ezechielem homiliae, IX, 2, en Die griechischen christlichen Schriftsteller 33, W.A. BAEHRENS (ed.), Leipzig
1925.
[3] Cfr. S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, XXX, 3 (PG 60, 261); XXX, 2 (PG 60, 255).
[4] Cfr. S. AGUSTÍN, De civitate Dei, XIX, 25 (CESL 48, 696).
[5] Cfr. IDEM, Tractatus in evangelium Ioannis (25), VI, 16 (PL 35, 1604); Sermones LXII, 1 (PL 38, 415).
[6] S. GREGORIO, Moralia in Iob, L. 31, Cap. 45, nn. 87-90 (PL 76, 620D ss); L. 9, Cap. 36 (PL 75, 890C); L. 23, Cap. 13 (PL
76, 265B); L. 27, Cap. 46 (PL 76, 442ss).
[7] S. BERNARDO, De gradibus humilitatis, PL 182, 941-972.
[8] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 2.
[9] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.
[10] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, Dubuque (Iowa) 1952, p. 100.
[11] Cfr. O. LOTTIN, Morale Fondamentale, París 1954, p. 22.
[12] Cfr. B. HÄRING, La ley de Cristo, III, Barcelona 1973, p. 78.
[13] T. S. CENTI, La Somma Teologica, 21, 17, citado por KACZYNSKI, Humildad, en F. COMPAGNONI-G. PIANA-S.
PRIVITERA-M. VIDAL, “Nuevo Diccionario de Teología Moral”, Madrid 1992, p. 884-885.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559.
[15] P. J. WADELL (C. P), The Primacy of Love: An Introduction to the Ethics of Thomas Aquinas, New York 1992, p. 25: “For
all its clarity and brilliance, Thomas never believed theSumma was the final answer on anything; in fact, its very structure suggests
Thomas´s conviction that our search for the truth is open-ended and forever incomplete”.
[16] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, cit., p. x.
[17] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a.1, co.
[18] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 2.
[19] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.
[20] Cfr. I-II, q. 40, a. 1, co.
[21] Cfr. II-II, q. 129, a.2, co.
[22] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3; a. 1, ad 3.
[23] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[24] Cfr. II-II, q. 129, a. 6, co.
[25] De virtutibus in communi, q. 2, a. 12, ad 26: “...quodammodo se habent ad spem vel fiduciam alicuius magni”.
[26] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a. 1, co.; a. 2, co.
[27] Cfr. II-II, q. 129, a. 2, ad 2.
[28] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 1.
[29] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 2.
[30] Cfr. Contra impugnantes, Cap. XIX, ad 5.
[31] Cfr. Sermones, n. 12, ps 3.
[32] Cfr. S. Th., II-II, q. 38, a. 2, ad 2.
[33] Cfr. Super II ad Cor., Cap. XII, Lect. III, n. 473.
[34] Cfr. S. Th., II-II, q. 38, a. 2, ad 2.
[35] Cfr. In Isaiam, Cap. V, vs. 14.
[36] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a. 2, ad 2.
[37] Cfr. II-II, q. 38, a. 2, ad 2.
[38] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[39] Cfr. II-II, q. 129, a. 2, ad 1.
[40] Cfr. II-II, q. 137, a. 2, ad 2.
[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 4, ad 2.
[42] II-II, q. 129, a.1, co: “Consideratur autem habitudo virtutis ad duo: uno quidem modo, ad materiam circa quam operatur; alio
modo, ad actum proprium”.
[43] Cfr. II-II, q. 137, a. 2, ad 2.
[44] Cfr. II-II, q. 157, a. 3, co.
[45] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[46] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[47] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Humilitas autem plus reprimit spem vel fiduciam de seipso quam ea utatur”.
[48] Cfr. I, q. 1, a. 7, co.; I-II, q. 54, a. 2, ad 3.
[49] II-II, q. 161, a. 2, co: “Ad humilitatem proprie pertinet ut aliquis reprimat seipsum, ne feratur in ea quae sunt supra se”.
[50] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.
[51] II-II, q. 162, a. 1, ad 3: “Ad humilitatem pertinet retrahere animum ab inordinato appetitu magnorum, contra
praesumptionem”.
[52] Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1491: “Sicut enim in superbia sunt duo, affectus inordinatus, et aestimatio
inordinata de se: ita, e contrario, est in humilitate, quia propriam excellentiam non curat, item non reputat se dignum”.
[53] Cfr. Ibíd., Cap. XVIII, Lect. I, n. 1487.
[54] S. Th., II-II, q. 161, a. 3, ad 2: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem
de se habet. Hanc autem regulam rectae rationis non attendit superbia, sed de se maiora existimat quam sint”.
[55] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 4.
[56] II-II, q. 162, a. 3, ad 3: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem de se
habet”.
[57] II-II, q. 161, a. 1, ad 3: “Humilitas reprimit appetitum, ne tendat in magna praeter rationem rectam”.
[58] Cfr. II-II, q. 162, a. 1, co.
[59] II-II, q. 162, a. 1, ad 2: “Superbia autem appetit excellentiam in excessu ad rationem rectam: unde Augustinus dicit, XIX De
civ. Dei, quod superbia est ‘perversae celsitudinis appetitus”.
[60] Cfr. II-II, q. 162, a. 4, co.
[61] II-II, q. 162, a. 2, ad 4: “... inordinatus amor propiae excellentiae”.
[62] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “In reprimendo praesumptionem spei, ratio praecipua sumitur ex reverentia divina, ex qua contingit
ut homo non plus sibi attribuat quam sibi competat secundum gradum quem est a Deo sortitus. Unde humilitas praecipue videtur
importare subiectionem hominis ad Deum”.
[63] Cfr. II-II, q. 104, a. 2, ad 4.
[64] Cfr. In Dionysii de divinis nominibus, Cap. III, Lect. un., n. 254.
[65] L. A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, Tesis Doctoral, pro manuscripto,
Facultad de Teología de la Universidad de Harvard, Cambridge 2001, p. 50: “Humility is fundamentally a comparative virtue. In
other words, humility presumes that there is a weighing of some trait, quality or capacity against that of another”.
[66] S. Th., II-II, q. 161, a. 3, co: “Humilitas autem, sicut dictum est (a. 1 ad 5; a. 2, ad 3), proprie respicit reverentiam qua homo
Deo subiicitur”.
[67] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Humilitas praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum”.
[68] II-II, q. 81, a. 7, co: “Res perficitur per hoc quod subditur suo superior, sicut corpus per hoc quod vivificatur ab anima, et aer
per hoc quod illuminatur a sole”.
[69] Cfr. II-II, q. 19, a. 11, ad 2.
[70] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, co: “Superbia humilitati opponitur. Humilitas autem proprie respicit subiectionem hominis ad Deum,
ut supra dictum est (q. 161 a. 1 ad 5). Unde e contrario superbia proprie respicit defectum huius subiectionis: secundum scilicet
quod aliquis se extollit supra id quod est sibi praefixum secundum divinam regulam vel mensuram”.
[71] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, ad 3.
[72] II-II, q. 19, a. 11, co: “Sicut autem bonum uniuscuiusque est ut in suo ordine consistat, ita malum uniuscuiusque est ut suum
ordinem deserat. Ordo autem creaturae rationalis est ut sit sub Deo et supra ceteras creaturas. Unde sicut malum creaturae
rationalis est ut subdat se creaturae inferiori per amorem, ita etiam malum eius est si non Deo se subiiciat, sed in ipsum
praesumptuose insiliat vel contemnat”.
[73] Cfr. I-II, q. 59, a. 1, co.
[74] I-II, q. 56, a. 2 ad 2: “Scire praeexigitur ad virtutem moralem, inquantum virtus moralis operatur secundum rationem recta”.
[75] II-II, q. 161, a. 2, co.: “Ad humilitatem proprie pertinet ut aliquis reprimat seipsum, en feratur in ea quae sunt supra se. Ad
hoc autem necessarium est ut aliquis cognoscat id in quo deficit a proportione eius quod suam virtutem excedit. Et ideo cognitio
proprii defectus pertinet ad humilitatem sicut regula quaedam directiva appetitus”.
[76] I-II, q. 56, a. 2 ad 2: “Essentialiter in appetendo virtus moralis consistit”. Las razones que da el Aquinate para justificar esta
incongruencia se abordarán más adelante cuando se trata el tema de la relación de la humildad con otras virtudes.
[77] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[78] I-II, q. 56, a. 3, co: “Subiectum vero habitus qui simpliciter dicitur virtus, non potest esse nisi voluntas; vel aliqua potentia
secundum est mota a voluntate. Cuius ratio est, quia voluntas movet omnes alias potentias quae aliqualiter sunt rationales, ad suos
actus, ut supra habitum est: et ideo quod homo actu bene agat, contingit ex hoc quo homo habet bonam voluntatem”.
[79] I-II, q. 56, a. 2, co: “(...) potest esse aliquid in duobus vel pluribus, non ex aequo, sed ordine quodam. Et sic una virtus
pertinere potest ad plures potentias; ita quod in una sit principaliter, et extendat ad alias per modum diffusionis, vel per modum
dispositionis; secundum quod una potentia movetur ab alia, et secundum quod una potentia accipit ab alia”.
[80] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, ad 3.
[81] I-II, q. 56, a. 6, obj. 1: “Ad id enim quod convenit potentiae ex ipsa ratione potentiae, non requiritur aliquis habitus”.
[82] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, co.
[83] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, obj. 1. En efecto, afirma Santo Tomás: “(...) en la parte racional hay dos virtudes cardinales: la prudencia
en cuanto a la razón, la justicia en cuanto a la voluntad. En la (parte) concupiscible, la templanza; mas en la irascible, la fortaleza”
(De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 25).
[84] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[85] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum (...) Per humilitatem
ordinatur ad se et ad Deum”.
[86] S. Th., I, q. 82, a. 5, co: “Concupiscibilis respicit propriam rationem boni, inquantum est delectabile secundum sensum, et
conveniens naturae; irascibilis autem respicit rationem boni, secundum quod est repulsivum et impugnativum eius quod infert
nocumentum. -Sed voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”.
[87] I-II, q. 56, a. 4, co: “Irascibilis et concupiscibilis dupliciter considerari possunt. Uno modo secundum se, inquantum sunt
partes appetitus sensitivi. Et hoc modo, non competit eis quod sint subiectum virtutis. -Alio modo possunt considerari inquantum
participant rationem, per hoc quod natae sunt rationi obedire. Et sic irascibilis vel concupiscibilis potest esse subiectum virtutis
humanae: sic enim est principium humani actus, inquantum participat rationem”.
[88] II-II, q. 161, a. 4, ad 2: “Licet humilitas sit in irascibili sicut in subiecto (...)”.
[89] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[90] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[91] Cfr. II-II, q. 163, a. 1, co.
[92] I, q. 82, a. 5, co: “Concupiscibilis respicit propriam rationem boni, inquantum est delectabile secundum sensum, et
conveniens naturae; irascibilis autem respicit rationem boni, secundum quod est repulsivum et impugnativum eius quod infert
nocumentum. -Sed voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”.
[93] II-II, q. 141, a. 3, ad 1: “...passiones irascibilis praesupponunt passiones concupiscibilis”.
[94] L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., pp. 46-47: “The purpose of the
irascible is to eliminate obstacles to the fulfillment of the concupiscible, while the purpose of the concupiscible is to desire the
good itself. (I-II, Q. 23) The irascible, then is a drive added to a drive, a reinforced passion for the same basic good. Or as Thomas
puts it, ‘the passions of the irascible presuppose the passions of the concupiscible.” (Q. 141.3 ad1) You have to want a good before
the appetite that clears away obstructions to its possession is engaged”.
[95] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. IX, Lect. 4, n. 1360.
[96] Cfr. S. Th., III, q. 30, a. 4, ad 1.
[97] Cfr. In Dionysii de divinis nominibus, Cap. III, Lect. un., n. 258.
[98] Super evangelium Johannis, Cap. XIV, Lect. VI, n. 1938: “(...) sanctorum et humilium consuetudo est ut cum magna de se
audiunt, stupeant et admirentur”.
[99] S. Th., II-II, q. 113, a. 1, ad 3: “Homo non debet unum peccatum facere ut aliud vitet. Et ideo non debet mentiri
qualitercumque ut vitet superbiam. Unde Augustinus dicit, ‘Super Io.’: ‘Non ita caveatur arrogantia ut veritas relinquatur’. Et
Gregorius dicit quod ‘incaute sunt humiles qui se mentiendo illaqueant’”.
[100] Cfr. Super II ad Cor., Cap. II, Lect. III, n. 75.
[101] In Psalmos, Ps 9, n. 25: “Humilis dicitur qui non innititur suae virtuti”.
[102] S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 2: “Tendere in aliqua maiora ex propriarum virium confidentia, humilitati contrariatur. Sed quo
aliquid ex confidentia divini auxilii in maiora tendat, hoc non est contra humilitatem”.
[103] In orationem dominicam, petitio III, a. 3: “Inter alia autem quae faciunt ad scientiam et sapientiam hominis potissima
sapientia est, quod homo non innitatur sensui suo. Prov. III, 5: Ne innitaris prudentiae tuae. Nam illi qui praesumunt de sensu suo,
ita quod non credunt aliis, sed sibi tantum, semper inveniuntur et iudicantur stulti. Prov. XXVI, 12: Vidisti hominem sapientem
sibi videri? Magis illo spem habebit insipiens. Quod autem homo non credat sensui suo, procedit ex humilitate: unde et locus
humilitatis est sapientia, ut dicitur Prov. xi. Superbi autem sibi ipsis nimis credunt”.
[104] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2.
[105] Cfr. Contra impugnantes, Cap. VIII, co.
[106] A. ALBERDI, El concepto de humildad en Santo Tomás: “Vida sobrenatural” 31 (1936), p. 31.
[107] Contra impugnantes, Cap. VIII, co: “Ut philosophus probat in 10 Ethic., virtutes non solum in interioribus actibus, sed in
exterioribus etiam consistunt: et loquitur de moralibus virtutibus. Humilitas autem quaedam moralis virtus est: non enim est neque
intellectualis neque theologica. Ergo non solum in interiori consistit, sed etiam in exterioribus. Cum ergo ad humilitatem pertineat
quod homo se ipsum contemnat, hoc etiam ad humilitatem pertinebit quod aliquis exterius contemptibilibus utatur”.
[108] Cfr. Ibíd., Cap. VII, co.
[109] Cfr. S. Th., II-II, q. 187, a. 5, co.
[110] Contra impugnantes, Cap. VII, ad 7: “(...) accipere necessaria ad victum, est actus humilitatis in his qui tantum se
humiliaverunt pro christo, ut se subiicerent egestati (...)”.
[111] Cfr. In Psalmos, Ps 37, n. 8.
[112] Cfr. Contra impugnantes, Cap. XIV, ad 1.
[113] Quodlibetales I-XI, Quodlibetum X, q. 6, a. 2: “Fama enim non est necessaria homini propter seipsum, sed propter
proximum aedificandum. Appetere ergo famam propter proximum, caritatis est; appetere vero propter seipsum, ad inanem gloriam
pertinet. E converso contemptus famae ratione sui ipsius, humilitas est, ratione vero proximi ignavia et crudelitas”.
[114] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[115] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, sc.
[116] In IV Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 3, ad 6: “(...) per eam (humilitas) homo se ex reverentia Deo subjicit, et per consequens
aliis propter Deum”.
[117] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.
[118] In orationem dominicam, prologus, n. 1025: “Debet etiam oratio esse humilis, secundum illud Psal. CI, 18: Respexit in
orationem humilium; et Luc. XVIII, et pharisaeo et publicano; et Iudith IX, 16: Humilium et mansuetorum semper tibi placuit
deprecatio. Quae quidem humilitas in hac oratione servatur: nam vera humilitas est quando aliquis nihil ex suis viribus praesumit,
sed totum ex divina virtute impetrandum expectat”.
[119] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. XV, Lect. I, n. 1993.
[120] Cfr. In Isaiam, Cap. VI, 300-309.
[121] Cfr. In Psalmos, Ps 15, n. 1.
[122] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 4, ad 4.
[123] II-II, q. 84, a. 2, co: “Respondeo dicendum quod, sicut Damascenus dicit, in IV libro, ‘quia ex duplici natura compositi
sumus, intelellectuali scilicet et sensibili, duplicem adorationem Deo offerimus’: scilicet spiritualem, quae consistit in interiori
mentis devotione; et corporalem, quae consisti in exteriori coporis humiliatione”.
[124] Super ad Thim. I, Cap. II, Lect. II, n. 72: “Augustinus: Quod exterius orando agimus, facimus ut affectus noster interius
excitetur. Genuflexiones enim et huiusmodi non sunt per se acceptae Deo, sed quia per haec tamquam per humilitatis signa homo
interius humiliatur (...)”.
[125] Cfr. S. Th., III, q. 83, a. 5, ad 5.
[126] In IV Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 3, ad 6: “(...) per eam (humilitas) homo se ex reverentia Deo subjicit, et per consequens
aliis propter Deum”.
[127] II-II, q. 161, a. 1, ad 5: “Humilitas autem secundum quod est specialis virtus, praecipue respicit subiectionem hominis ad
Deum, propter quem etiam aliis humiliando se subiicit”.
[128] II-II, q. 161, a. 3, ad 1: “Non solum debemus Deum revereri in seipso, sed etiam id quod est eius debemus revereri in
quolibet: non tamen eodem modo reverentiae quo reveremur Deum. Et ideo per humilitatem debemus nos subiicere omnibus
proximis propter Deum, secundum illud I Petr. 2, 13: ‘Subiecti estote omni humanae creaturae propter Deum’: latriam tamen soli
Deo debemus exhibere”.
[129] Cfr. L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., p. 57.
[130] Cfr. Super ad Philemon, Cap. un., Lect. 1, n. 13-14.
[131] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 4, prologus.
[132] II-II, q. 161, a. 3, co: “In homine duo possunt considerari: scilicet id quod est Dei, et id quod est hominis. Hominis autem
est quidquid pertinet ad defectum sed Dei est quidquid pertinet ad salutem et perfectionem: secundum illud Osee 13, 9: ‘Perditio
tua, Israel: ex me tantum auxilium tuum’. Humilitas autem, sicut dictum est (a. 1 ad 5; a. 2, ad 3), proprie respicit reverentiam
qua homo Deo subiicitur. Et ideo quilibet homo, secundum id quod suum est, debet se cuilibet proximo subiicere quantum ad id
quod est Dei in ipso”.
[133] II-II, q. 161, a. 3, co: “Non autem hoc requirit humilitas, ut aliquis id quod est Dei in seipso, subiiciat ei quod apparet esse
Dei in altero. Nam illi qui dona Dei participant, cognoscunt se ea habere: secundum illud I ad Cor. 2, 12: ‘Ut sciamus quae a Deo
donata sunt nobis’. Et ideo absque praeiudicio humilitatis possunt dona quae ipsi acceperunt, praeferre donis Dei quae aliis
apparent collata: sicut Apostolus, ad Eph. 3, 5, dicit: ‘Aliis generationibus non est agnitum filiis hominum, sicut nunc revelatum
est sanctis Apostolis eius’”.
[134] II-II, q. 161, a. 3, co: “Similiter etiam non hoc requirit humilitas, ut aliquis id quod est suum in seipso, subiiciat ei quod est
hominis in proximo. Alioquin, oporteret ut quilibet reputaret se magis peccatorem quolibet alio: cum tamen Apostolus absque
praeiudicio humilitatis dicat, Gal. 2, 15: ‘Nos natura Iudaei, et non ex gentibus peccatores’”.
[135] II-II, q. 161, a. 3, co: “Potest tamen aliquis boni esse in proximo quod ipse non habet, vel aliquid mali in se esse quod in
alio non est: ex quo potest ei se subiicere per humilitatem”.
[136] Cfr. I-II, q. 69, a. 3, co.
[137] Cfr. In Job, Cap. XV, vs. 25-27.
[138] Cfr. S. Th., II-II, q. 112, a. 1, ad 3.
[139] Cfr. III, q. 40, a. 3, ad 3.
[140] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 4.
[141] Cfr. Super ad Philip., Cap. IV, Lect. I, n. 172-174.
[142] In Job, Cap. II, vs. 9-10.
[143] Cfr. S. Th., I-II, q. 69, a. 3, co.
[144] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, co.
[145] Cfr. III, a. 40, a. 3, ad 3: “In eo qui ex necessitate pauper est, humilitas non multum commendatur. Sed in eo qui voluntarie
pauper est, sicut fuit Christus, ipsa paupertas est maximae humilitatis iudicium”.
[146] Summa Contra Gentiles, Libro IV, Cap. LV, n. 3950: “(...) virtus humilitatis in hoc consistit ut aliquis infra suos terminos
se contineat, ad ea quae supra se sunt non se extendens, sed superiori se subiiciat (...)”.
[147] II-II, q. 161, a. 1, ad 1: “(...) puta cum aliquis, considerans suum defectum, tenet se in infimis secundum suum modum”.
[148] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, cit., p. 15.
Notas
Índice:
La humildad y las demás virtudes
1 Su coincidencia y distinción respecto de otras virtudes
1.1 Las virtudes teologales
1.2 Las virtudes intelectuales
1.3 Las virtudes morales
1.4 La magnanimidad
1.5 La mansedumbre
1.6 La obediencia
2 La humildad como parte de algunas virtudes
2.1 La humildad como parte de la templanza según el modo de obrar
2.2 La humildad como parte de la fortaleza según la materia
3 La humildad como fundamento de todas las virtudes
3.1 El alcance del término fundamento aplicado a la humildad
3.2 El alcance del concepto fundamento aplicado a otras virtudes
4 El rango de la humildad entre las demás virtudes
4.1 La excelencia de la humildad
4.2 Las virtudes superiores a la humildad
NOTAS:
[1] S. Th., II-II, q. 161, a. 4, ad 1: “Virtutes theologicae, quae sunt circa ultimum finem, qui est primum principium in
appetibilibus, sunt causae omnium aliarum virtutum”.
[2] Cfr. II-II, q. 19, a. 6, co.
[3] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 2.
[4] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, co.
[5] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, co.
[6] Cfr. In IV Sententiarum, d. 12, q. 3, a. 2, c., ad 1.
[7] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.
[8] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1491.
[9] Cfr. De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26.
[10] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[11] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 2.
[12] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 3.
[13] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 1.
[14] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. VIII, Lect. I, n. 683.
[15] S. Th., I-II, q. 58, a. 3, co: “Principium autem humanorum actuum in homine non est nisi duplex, scilicet intellectus sive
ratio, et appetitus: haec enim sunt duo moventia in homine, ut dicitur in III De anima. Unde omnis virtus humana oportet quod
principiorum. Si quidem igitur sit vel practici ad bonum hominis actum, erit virtus intellectualis: si autem sit perfectiva appetitivae
partis, erit virtus moralis”.
[16] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 5.
[17] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 3.
[18] Cfr. Super ad Thim. II, Cap. III, Lect. 1, n. 101.
[19] Cfr. Super ad Thim. I, Cap. VI, Lect. 1, n. 238.
[20] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. un., n. 959.
[21] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[22] Cfr. Ibíd., q. un., a. 1, co.
[23] Ibíd., q. un., a. 1, co: “Vita ergo proprie humana est vita activa, quae consistit in exercitio virtutum moralium: et ideo proprie
virtutes cardinales dicuntur in quibus quodammodo vertitur et fundatur vita moralis, sicut in quibusdam principiis talis vitae;
propter quod et huisumodi virtutes principales dicuntur”.
[24] S. Th., I-II, q. 61, a. 3, co: “Praedictas quatuor virtutes dupliciter considerare possumus. Uno modo, secundum communes
rationes formales. Et secundum hoc dicuntur principales, quasi generales ad omnes virtutes: utputa quod omnis virtus quae facit
bonum in consideratione rationis, dicatur prudentia; et quod omnis virtus quae facit bonum debiti et recti in operationibus, dicatur
iustitia; et omnis virtus quae cohibet passiones et deprimit, dicatur temperantia; et omnis virtus quae facit firmitatem animi contra
quascumque passiones, dicatur fortitudo... Et sic aliae virtutes sub ipsis continentur... Alio vero modo possunt accipi, secundum
quod istae virtutes denominantur ab eo quod est praecipuum in unaquaque materia. Et sic sunt speciales virtutes, contra alias
divisae. Dicuntur tamen principales respectu aliarum propter principalitatem materiae: puta quod prudentia dicatur quae
praeceptiva est; iustitia, quae est circa actiones debitas inter aequales; temperantia, quae reprimit concupiscentias delectationum
tactus; fortitudo, quae firmat contra pericula mortis. Aliae virtutes possunt habere aliquas alias principalitates, sed istae dicuntur
principales ratione materiae”.
[25] Cfr. B. HÄRING, La ley de Cristo, III, cit., p. 78.
[26] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[27] S. Th., II-II, q. 137, a. 2, co: “Virtus principalis est cui principaliter adscribitur aliquid quod pertinet ad laudem virtutis:
inquantum scilicet exercet illud circa propriam materiam in qua difficillimum et optimum est illud observare”. Cfr. también II-II,
q. 123, a. 2 y I-II, q. 61, a. 3 y 4.
[28] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[29] Cfr. Ibíd., q. un., a. 1, co.
[30] Ibíd., q. un., a. 1, co: “Moderatio autem, sive refrenatio, ibi praecipue laudem habet et rationem boni, ubi praecipue passio
impellit, quam ratio refrenare debet, ut ad medium virtutis perveniatur. Impellit autem passio maxima ad prosequendas
delectationes maximas, quae sunt delectationes tactus; et ideo ex hace parte ponitur cardinalis virtus temperantia, quae reprimit
concupiscentias delectabilium secundum tactum”.
[31] S. Th., II-II, q. 141, a. 7, obj. 3: “Spes est principalior motus animae quam desiderium seu concupiscentia, ut supra habitum
est (1-2 q. 25 a.4). Sed humilitas refrenat praesumptionem immoderatae spei. Ergo humilitas videtur esse principalior virtus quam
temperantia, quae refrenat concupiscentiam”.
[32] II-II, q. 141, a. 7, ad 3: “Ea quorum est spes, sunt altiora his quorum est concupiscentia: et propter hoc spes ponitur passio
principalis in irascibili. Sed ea quorum est concupiscentia et delectatio tactus, vehementius movent appetitum, quia sunt magis
naturalia. Et ideo temperantia, quae in his modum statuit, est virtus principalis”.
[33] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XIX, Lect. un., n. 1602.
[34] Cfr. S. Th., II-II, q. 132, a. 4, co.
[35] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[36] De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26: “Inter passiones irascibilis, praecipuum est quod pertinet ad timores et audacias
circa pericula mortis, circa quae est fortitudo: unde fortitudo ponitur virtus cardinalis in irascibili; non mansuetudo, quae est circa
iras...propter hoc quod est ultima inter passiones irascibilis; nec etiam magnanimitas et humilitas, quae quodammodo se habent
ad spem vel fiduciam alicuius magni: non enim ita movent hominem ira et spes sicut timor mortis”.
[37] De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co: “Harum autem quatuor virtutum prudentiaquidem est in ratione, iustitia autem est
in voluntate, fortitudo autem in irascibili, temperantiaautem in concupiscibili; quae solae potentiae possunt esse principia actus
humani, id est voluntarii”.
[38] Ibíd., q. un., a. 1, co: “Unde patet ratio virtutum cardinalium, tum ex parte modorum virtutis, quae sunt quasi rationes
formales, tum etiam ex parte materiae, tum etiam ex parte subiecti”.
[39] Cfr. De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26.
[40] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, ad 3; q. 129, a. 1, co.
[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.
[42] II-II, q. 161, a. 1, co.: “Respondeo dicendum quod sicut dictum est (1-2 q. 23 a.2), cum de passionibus ageretur, bonum
arduum habet aliquid unde attrahit appetitum, scilicet ipsam rationem boni, et habet aliquid retrahens, scilicet ipsam difficultatem
adipiscendi: secundum quorum primum insurgit motus spei, et secundum aliud motus desperationis. Dictum est autem supra (1-
2 q. 61 a. 2) quod circa motus appetitivos qui se habent per modum impulsionis, oportet esse virtutem moralem moderantem et
refrenantem: circa illos autem qui se habent per modum retractionis, oportet esse virtutem moralem firmantem et impellentem. Et
ideo circa appetitum boni ardui necessaria est duplex virtus. Una quidem quae temperet et refrenet animum, ne immoderate tendat
in excelsa: et hoc pertinet ad virtutem humilitatis. Alia vero quae firmat animum contra desperationem, et impellit ipsum ad
prosecutionem magnorum secundum rationem recta: et haec est magnanimitas”.
[43] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 3.
[44] Cfr. L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., p. 92.
[45] Cfr. Ibíd., p. 109.
[46] Cfr. Ibíd., p. 111: “... humility calls us to look outside ourselves to see God at work”.
[47] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Tota enim lex nova consistit in duobus: in mansuetudine et humilitate.
Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum... Per humilitatem ordinatur ad se, et ad Deum”.
[48] De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26: “Inter passiones irascibilis, praecipuum est quod pertinet ad timores et audacias
circa pericula mortis, circa quae est fortitudo: unde fortitudo ponitur virtus cardinalis in irascibili; non mansuetudo, quae est circa
iras...propter hoc quod est ultima inter passiones irascibilis; nec etiam magnanimitas et humilitas, quae quodammodo se habent
ad spem vel fiduciam alicuius magni: non enim ita movent hominem ira et spes sicut timor mortis”.
[49] S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.: “Respondeo dicendum quod, sicut supra dictum est, in assignando partes virtutibus praecipue
attenditur similitudo quantum ad modum virtutis. Modus autem temperantiae, ex quo maxime laudem habet, est refrenatio vel
repressio impetus alicuius passionis. Et ideo omnes virtutes refrenantes sive reprimentes impetus aliquarum affectionum, vel
actiones moderantes, ponuntur partes temperantiae. Sicut autem mansuetudo reprimit motum irae, ita etiam humilitas reprimit
motum spei, qui est motus spiritus in magna tendentis. Et ideo, sicut mansuetudo ponitur pars temperantiae, ita etiam humilitas”.
[50] Cfr. Super ad Thim. II, Capt. II, Lect. IV, n. 84.
[51] Cfr. Super ep. ad Romanos, Capt. I, Lect. VII, n. 130.
[52] Cfr. S. Th., I-II, q. 47, a. 4, co.
[53] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, pr.
[54] II-II, q. 161, a. 6, ad 1: “Non est autem inconveniens quod ea quae ad alias virtutes pertinent, humilitati adscribantur. Quia
sicut unum vitium oritur ex alio, ita naturali ordine actus unius virtutis procedit ex actu alterius”.
[55] Cfr. II-II, q. 104, a. 3, ad 1.
[56] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[57] Cfr. II-II, q. 161, a. 5, co.
[58] Cfr. II-II, q. 4, a. 7, ad 3.
[59] Cfr. O. LOTTIN, Morale Fondamentale, París 1954, p. 22.
[60] Cfr. S. Th., II-II, q. 83, a. 15, co.
[61] Cfr. I, q. 76, a. 8, co; II-II, q. 120, a. 2, co; II-II, q. 128, a. 1, co, passim.
[62] Cfr. II-II, q. 143, a. un., co.
[63] Cfr. II-II, q. 48, a. 1, co.
[64] Cfr. II-II, q. 48, a. 1, co.
[65] Cfr. II-II, q. 157, a. 3, ad 2.
[66] Cfr. II-II, q. 161, a . 5, ad 2.
[67] II-II, q. 157, a. 3, ad 2: “Adiunctio virtutum secundariarum ad principales magis attenditur secundum modum virtutis, qui
est quasi quaedam forma eius, quam secundum materia”.
[68] Cfr. II-II, q. 128, a. 1, co, passim.
[69] II-II, q. 157, a. 3, co: “Ad modum ex quo principaliter dependet laus virtutis, unde et nomen accipit”.
[70] II-II, q. 137, a. 2, ad 1: “Annexio secundariae virtutis ad principalem non solum attenditur secundum materiam, sed magis
secundum modum: quia forma in unoquoque potior est quam materia”.
[71] Cfr. II-II, q. 143, a. un., co.
[72] De todas formas, el Filósofo griego considera la humildad una de las siete partes de la templanza (Cfr. In III Sententiarum,
d. 33, q. 3, a. 2, c, obj. 1).
[73] In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, c, ad 2: “Superbus, inquantum se superextendit ad ea quae sunt supra ipsum, sic habet
aliquid de modo audacis; et ideo reducitur aliquo modo ad vitia opposita fortitudini; quamvis proprie loquendo, secundum quod
communiter de superbia loquimur, magis sit excessus magnanimitatis. Humilitas autem, inquantum diminutio est, habet aliquid
de modo temperantiae; et ideo ad ipsam reducitur sicut pars potentialis”.
[74] S. Th., II-II, q. 144, a. 1, co.
[75] II-II, q. 160, a. 2, co.: “... differt a temperantia in hoc quod temperantia est moderativa eorum quae difficillimum est refrenare,
modestia autem est moderativa eorum quae in hoc mediocriter se habent”.
[76] II-II, q. 161, a. 4, co.: “Respondeo dicendum quod, sicut supra dictum est, in assignando partes virtutibus praecipue attenditur
similitudo quantum ad modum virtutis. Modus autem temperantiae, ex quo maxime laudem habet, est refrenatio vel repressio
impetus alicuius passionis. Et ideo omnes virtutes refrenantes sive reprimentes impetus aliquarum affectionum, vel actiones
moderantes, ponuntur partes temperantiae. Sicut autem mansuetudo reprimit motum irae, ita etiam humilitas reprimit motum spei,
qui est motus spiritus in magna tendentis. Et ideo, sicut mansuetudo ponitur pars temperantiae, ita etiam humilitas. Unde et
Philosophus, in IV Ethic, eum qui tendit in parva secundum suum modum, dicit non esse magnanimum, sed ‘temperatum’: quem
nos humilem dicere possumus. Et inter alias partes temperantiae, ratione superius dicta (q. 160 a. 2), continetur sub modestia,
prout Tullius de ea loquitur: inquantum scilicet humilitas nihil est aliud quam quaedam moderatio spiritus. Unde et I Petr. 2, 4
dicitur: ‘In incorruptibilitate quieti ac modesti spiritus’”.
[77] Cfr. De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26.
[78] Cfr. Ibíd., q. 1, a. 12, ad 26.
[79] Ibíd., q. 1, a. 9, ad 19: “Virtus perficitur in infirmitate, non quia infirmitas causat virtutem, sed quia dat occasionem alicui
virtuti, scilicet humilitati”.
[80] Cfr. Ibíd., q. 1, a. 12, obj. 26.
[81] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.
[82] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, co.
[83] Cfr. II-II, q. 161, a. 5, co.
[84] Quizá pueda ayudar a esclarecer el alcance del sentido universal de la humildad esta cita de San Josemaría Escrivá de
Balaguer: “ ‘La oración’ es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y
adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo. ‘La fe’ es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio
y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia. ‘La obediencia’ es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno,
por Dios. ‘La castidad’ es la humildad de la carne, que se somete al espíritu. ‘La mortificación’ es la humildad de las pasiones,
inmoladas al Señor. –La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética” (Surco, Madrid 1986, n. 259).
[85] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, co.
[86] Cfr. II-II, q. 153, a. 4, ad 2.
[87] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, co.
[88] Cfr. II-II, q. 132, a. 4, co.
[89] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, co; ad 3.
[90] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, ad 2.
[91] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, ad 3.
[92] Cfr. II-II, q. 132, a. 4, co.
[93] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 3.
[94] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, ad 3.
[95] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 1.
[96] Cfr. II-II, q. 162, a. 7, ad 1.
[97] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, co.
[98] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 1.
[99] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, co.
[100] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, ad 13.
[101] Cfr. L. A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based on Thomas Aquinas,cit., p. 21, 243.
[102] Cfr. G. N. SCHLESINGER, Humility: “Tradition” 27 (3) (S. 1993) 12.
[103] Cfr. S. Th., II-II, q. 4, a. 7, co.
[104] Cfr. II-II, q. 19, a. 9 ad 4.
[105] Cfr. In III Sententiarum, d. 23, q. 2, a. 5, ad 2.
[106] Ibíd., d. 33, q. 2, a. 1, d, ad 3: “Humilitas dicitur conservatio et fundamentum aliarum virtutum in esse suo, inquantum
removet prohibens, scilicet superbiam, quae bonis operibus insidiatur ut pareant, sicut dicit augustinus, non autem propter
principalitatem materiae, ad quam aliarum virtutum materiae reducuntur, ut sic aliarum virtutum motus in humilitate firmentur,
quod facit cardinalem virtutem”.
[107] De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, ad 13: “Humilitas firmat omnes virtutes indirecte, removendo quae bonis virtutum
operibus insidiantur, ut pereant; sed in virtutibus cardinalibus firmantur aliae virtutes directe”.
[108] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.
[109] De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, ad 13.
[110] Cfr. In IV Sententiarum, d. 14, q. 1, a. 2, c., co.
[111] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Tota enim lex nova consistit in duobus: in mansuetudine et
humilitate. Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum... Per humilitatem ordinatur ad se, et ad Deum”.
[112] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 4; III, q. 40, a. 3, ad 3.
[113] II-II, q. 188, a. 8, obj. 3: “(...) humilitas est maxime Deo accepta”.
[114] Cfr. I-II, q. 68, a. 1, co.
[115] Cfr. Super ad Coloss., Cap. II, Lect. IV, n. 124: “Sanctitas autem in duobus consistit, scilicet in humili conversatione, et
cultura Dei”.
[116] In psalmos, Ps. 36, n. 4.
[117] S. Th., II-II, q. 161, a. 5, co: “Bonum humanae virtutis in ordine rationis consistit. Qui quidem principaliter attenditur
respectu finis. Unde virtutes theologicae, quae habent ultimum finem pro obiecto, sunt potissimae. Secundario autem attenditur
prout secundum rationem finis ordinantur ea quae sunt ad finem. Et haec quidem ordinatio essentialiter consistit in ipsa ratione
ordinante: participative autem in appetitu per rationem ordinato. Quam quidem ordinationem universaliter facit iustitia, praesertim
legalis. Ordinationi autem facit hominem bene subiectum humilitas in universali quantum ad omnia: quaelibet autem alia virtus
quantum ad aliquam materiam specialem. Et ideo post virtutes theologicas; et virtutes intellectuales, quae respiciunt ipsam
rationem; et post iustitiam, presertim legalem; potior ceteris est humilitas”.
[118] De virtutibus in communi, q. un., a. 1, ad 12: “Virtutes principaliores omnibus aliis, non quia sunt omnibus aliis perfectiores,
sed quia in eis p
Planteamiento
Como advirtió Tomás de Aquino hay dos vicios característicos de los seres espirituales: la soberbia y la envidia[1]. A la
precedente exclusividad tal vez se objete que también la acedia o tristeza espiritual es inorgánica, pues es claro que ésta no se
confunde con el aburrimiento físico ni con el tedio o la falta de ilusión mental (por ejemplo, en la profesión), sino que es el
desaliento personal en orden a alcanzar metas espirituales[2]. Sin embargo, aunque este defecto se refiera realmente a realidades
inorgánicas, sin embargo está vinculada a la pereza, la cual tiene un indudable componente orgánico. En efecto, tal abatimiento o
falta de aliento en orden a alcanzar los bienes más altos del espíritu es debido a la laboriosidad que comportan las correspondientes
acciones corporales a emplear[3].
También se podría objetar que, por ejemplo, el placer estético es insensible, de modo que elesteticismo se podría considerar como
un defecto propiamente inmaterial. No obstante, es claro que sin realidades culturales sensibles (pinturas, esculturas, literaturas…)
tal delectación no comparece. Asimismo se suele indicar que hay cierta ira que es copyright del espíritu, porque incluso se atribuye
al ser divino. Ahora bien, ésta se refiere a asuntos sensibles. De modo que, al parecer, sólo los dos defectos arriba mencionados
parecen, por su origen y su objeto, inmateriales.
Es interesante conocer la índole de estas faltas. La rémora –aunque en este caso coyuntural– es sobre la conveniencia de publicar
estas páginas, pues es sabido que, por una parte, tocar temas éticos es molesto, sencillamente porque puede incomodar a los demás
y, por otra, porque exponerlos en el contexto universitario, donde los enojos son más sutiles, es, sin duda, un moderno tabú. Tal
vez fuera más oportuno hablar de las perfecciones contrarias –lahumildad y la caridad–. Con todo, si es cierto el aserto aristotélico
de que, por contraste, el hombre aprende más de las exposiciones negativas que de las positivas, tal vez lo que se escribe a
continuación pueda beneficiar al lector que, de seguro, podrá ahondar en lo indicado.
Al escribir esta exposición se cuenta con otro escollo, a saber, que respecto de estos males –en especial, la soberbia–, nadie se
puede considerar inmune, ya que nadie parece justificado a reiterar aquello de “no soy como los demás”[4], pues se trata –según
enseñaba una Glosamedieval– del pecado universal[5]. De modo que, si existe alguna persona sin este defecto, esa será sin
mancha[6]. En adelante se procederá, primero, a explicar la soberbia. El orden será como sigue: al inicio, una exposición del
defecto; luego, un elenco de sus manifestaciones; por último, unas breves propuestas de corrección, pues en este defecto es magna
la necesidad de rectificar[7].
¿Qué es la soberbia?
La palabra “soberbia” se puede entender en dos sentidos: uno positivo y poco frecuente, y otronegativo y de uso ordinario, según
si aquello a que se aspira es, respectivamente, bueno o malo[8]. Esta sería una acepción material del término. Sin embargo,
formalmente hablando, el vocablo designa un vicio negativo del espíritu, el superior a todos. El sentido positivo es el que, por
ejemplo, en una universidad, designa que ésta lo sigue siendo y crece como tal. En cambio, el negativo es el más eficaz disolvente
de la institución universitaria.
Tomás de Aquino indica que soberbio es el que tiene un amor desordenado hacia su propio bien por encima de otros bienes
superiores[9]. El sólo hecho de dudar si existen bienes superiores al propio ya es, pues, síntoma de este defecto. Es amor
desordenado, porque como el soberbio no se conoce como quién es, sino que tiene un conocimiento de sí como de aquél que
quiere ser, desea para él lo que no le es adecuado. La describe como el apetito inmoderado de la propia excelencia[10] que, de
paso, rebaja la dignidad ajena[11]. Desde luego, la exelencia es debida a alguna cualidad buena[12]; por eso, se puede referir a
diversas aptitudes humanas[13]. Por el contrario, añade que el humilde no se preocupa de la propia excelencia, pues se considera
indigno[14]. Advierte también que la soberbia es la madre[15] y reina[16] de todo defecto, es decir, su origen y su fin[17]. De
modo que las otras lacras, como hijas naturales, tienen cierto parecido a la madre[18] y, asimismo, cierta propensión a rendirle
honores[19].
Otra nota que el de Aquino atribuye a la soberbia es que este defecto radica en la voluntad[20], y, precismente por considerarla
una mala inclinación de esta potencia humana, añade que el soberbio no se subordina a su recto conocimiento propio, de modo
que pueda percibir por él su distintiva verdad[21]. Por el contrario, nota que la humildad se ajusta al adecuado conocimiento que
alguien tiene de sí[22] (“donde hay humildad hay sabiduría”, dice laEscritura[23]). Por eso admite que la soberbia impide la
sabiduría[24]. También advierte que las verdades directamente impedidas por la soberbia son aquellas que se denominaban
“afectivas”[25], es decir, unas de las más altas que sólo las personas virtuosas conocen por connaturalidad. En rigor, el fruto
seguro de este defecto es la ceguera de la mente[26].
No obstante, si bien se mira, la soberbia no inhiere en la voluntad, sino –como su carcoma[27]– en lo más neurálgico de nuestra
intimidad, de donde procede toda malicia, y a donde toda corrupción se ordena[28]. Sí, nadie se reduce a su voluntad, y es en esa
realidad personal irreductibilble donde anida la soberbia y la peor ignorancia, lo cual le llevó a clamar a San Pablo: “de la ceguera
del corazón, líbranos Señor”[29]. Por eso se entiende que la perfección contraria, la humildad, sea –más que una virtud de la
voluntad– la fuente personalde todas las virtudes. También por esto la humildad, en cuanto que remueve la soberbia, es la sal que
preserva toda virtud[30]. Si el vicio de la soberbia es el más grave, también será el más tenaz y perdurable, porque es el que está
más hondamente radicado en nuestro ser; tan fuerte que extingue todas las virtudes y corrompe todas las potencias humanas[31].
Por lo que se refiere sus los tipos, Tomás señala que uno es el de aquel que se gloría en sus cualidades, y otro el de quien se arroga
lo que le sobrepasa[32]. Obviamente el segundo es peor –también más ciego– que el primero.
El carácter distintivo de este defecto respecto de los otros lo cifra el de Aquino en que en cualquiera de los demás se da siempre
cierto defecto; sin embargo, el mal en éste se toma de la perfección a la que desordenadamente se aspira[33]. Efectivamente, la
soberbia tiende a lo excelso[34], pero sin un “pequeño detalle”: la rectitud. Se distingue de la vanidad o vanagloria(la más afín a
aquélla[35]), es decir, del amor a la gloria mundana[36], porque la primera es el deseo desproporcionado de cualquier gran
realidad; la segunda, en cambio, tiende a la sóla grandeza externa, la alabanza y el honor[37], es decir, a ser considerado superior
a quien se es, pues así como el honor social es –según Aristóteles– el premio debido de la virtud, la soberbia busca ese honor pero
sin virtud. La una es interna (latens in corde[38]), mientras que otra es una manifestación suya externa[39].
La soberbia se distingue de la avaricia en que la primera es descabelladamente ávida de bienes inmateriales, mientras que la
segunda lo es de los sensibles. Se diferencia de la lujuriaen que ésta engendra torpeza, mientras que la soberbia intentando “pasarse
de lista” logra la peor ignorancia. De la gula, en que ésta tiende a lo fácil, mientras que la otra a lo arduo. De laenvidia, en que
ésta se entristece por el bien ajeno; en cambio, la soberbia se entristece por la carencia del bien propio que insensatamente desea.
De la pereza, en que ésta –como dice el refrán castizo– “ni lava ni peina cabeza”, mientras que la soberbia es trabajosa, pues
siempre anda maquinando cómo acrecentar el propio prestigio. La tentativa de justificación de estas actitudes es –según indica–
plural, pues unas veces se las tiende a disfrazar bajo el aspecto de la magnanimidad, otras, bajo el de audacia, ya que el soberbio
pretende –aunque sin orden– aquello que le supera[40].
Se presenta la soberbia, sobre todo, en dos frentes, y en ambos se parece a un tumor[41]maligno y con metástasis: en el de
la ciencia, y en el del poder[42]. En cuanto a la ciencia, es bien conocido que ésta hincha[43], pues el que se cree que sabe, todavía
no sabe como es debido. Por lo que al poder respecta, dos son las posibles causas de soberbia: la altura del status y las obras[44].
No es extraño, pues, que, sobre todo en una sociedad como la nuestra donde “mandar” y “obedecer” no significan exclusivamente
“servir”, la soberbia se manifieste en el sentirse “señor” del cargo en vez de “administrador” del mismo[45]. Tomás añade que
este defecto afecta sobremanera a la juventud[46]. Con todo, no es sólo un problema de gente joven, pues con el paso de los años
este defecto parece volverse tan acrisolado y retorcido como encubierto. También declara que incide más en las personas públicas
que en las privadas[47].
Seguidamente se intentan rastrear tres ámbitos de este defecto. Se atiende, en primer lugar, a la soberbia para consigo mismo; en
segundo lugar, para con los demás y, por último, con referencia a Dios.
Soberbia personal
Para consigo mismo la actitud soberbia lleva al convencimiento de que sin el propio criterio y experiencia difícilmente se acierta
en un tema o se realiza algo con corrección. Manifestaciones suyas son la arrogancia y la jactancia[48]: la primera, porque se
siente pagado de sus propios éxitos por encima de su objetiva valía; la segunda, que puede ser de cualidades que no tiene o que
tiene, porque es un afecto interno derivado del propio aprecio[49]. Otra expresión suya es la pertinacia en el propio parecer[50].
Otras veces lo es larotundidad con que afirma un criterio, incluso aunque con el paso del tiempo (y no mucho) tal juicio cambie
hasta el punto de afirmar –con la misma determinación– lo mismo que antes se negaba. Algunas, lo es la ambición[51].
Manifestaciones de soberbia personal distintas a las precedentes son el suponer que no puedeaprender de los demás[52], la lectura
de textos más por curiosidad[53] o por crítica que por aprender y salvar la parte de verdad que contienen, pues ningún hombre,
aún sabio, debe rechazar la doctrina del menor[54]. Otra, la de callarse el error grave y perjudicial de un autor, cuando se debe y
ante quienes es debido, so capa de que se tiene cierta preferencia o sintonía con él. También lo es la perseverancia en el error,
pues todo yerro es causado por la soberbia[55]. Es propenso a ensoberbecerse quien, siendo de condición humilde y sin
experiencia de gobierno, es elevado a algún cargo[56].
Soberbia propia es, sobre todo, creer que el sentido del ser personal que se es coincide con el del yo que uno se ha forjado con sus
títulos y curriculum y con el que barniza su mirada y actuación, o sea, su entera vida. Si alguien se obceca en la afirmación de su
propio yo, va perdiendo de vista su sentido personal, la mayor donación creatural que ha recibido. En efecto, como enseña Polo,
“lo peor para el ser personal es aislarse o ensoberbecerse, pues el egoísmo y la soberbia agostan el ser donal”[57]. En el fondo,
para captar el sinsentido de la soberbia, tal vez valga la pregunta del libro de la Sabiduría: “¿De qué nos ha servido la
soberbia?”[58], pues si por ella agoniza el propio ser personal, tras su pérdida ¿qué se podrá ganar?
Antídotos
Al terminar de describir este defecto y algunas de sus manifestaciones se debe dar cierta pauta de solución. En general, a cualquier
persona afectada en mayor o menor medida por este grave mal le viene bien el dolor y la enfermedad, pues esta excesiva seguridad
profesional amparada en los estamentos es fácilmente vulnerable, ya que la debilidad humana aparece en la vivencia de cualquier
dolencia, la cual acaba afectando a todos. En efecto, como advierte Polo, “el dolor suspende la soberbia de la vida, el
envanecimiento y la orgullosa seguridad en la propia eficiencia y capacidad para establecerse y moverse en un orden regular y
suficiente, y así deja patente, sin trabas ni enmascaramientos, la necesidad e indigencia de la existencia humana en medio del
éxito mundano”[103].
Pero si alguien no desea esperar a la llegada de la enfermedad para combatir este mal interno, se le puede aconsejar que, si
la soberbia es respecto de sí, tenga piedad de sí misma, no vaya a ser que intentando, con denodado esfuerzo, forjar un yo más o
menos exitoso en un contexto sociocultural determinado, no persista en la progresiva búsqueda de su propio sentido
personal novedoso e irrepetible y lo acabe perdiendo. En cuanto a la faceta de este viciorespecto de los demás, cierta medicina
que la combate bien es el temor al oprobio e ignonimia[104] cuando –como en el caso de los políticos– devienen públicas sus
culpas. Otra, el pedir favores a otros[105]. Y por lo que se refiere al orgullo frente a Dios, es remedio el temor a la réplica divina,
pues el mal siervo, entenebrecido su corazón por la soberbia, no sabe qué hará con él su señor[106].
Cabe indicar también como buenos tratamientos contra la soberbia los siguientes: a nivelpersonal, advertir que los más sabios
son personas sencillas[107]. A nivel racional, el estudio; a nivel lingüístico y de hechos, la modestia en el hablar y en el
hacer[108], pues la humildad suena en la voz y, en mayor medida, en el silencio.
Notas
[1] “Sólo la soberbia y la envidia son pecados puramente espirituales, que pueden competer a los demonios”. Tomás de
Aquino, S. Theol., I, q. 63, a. 2 ad 2.
[2] Cfr. S. Theol., II-II, q. 36, a. 4 co.
[3] “La acedia es cierta tristeza por la que el hombre se vuelve tardo para los actos espirituales debido a labor corporal… y así
es claro que sólo la soberbia y la envidia son pecados puramente espirituales”. S. Theol., I, q. 63, a. 2, ad 2.
[4] Lc., XVIII, 11.
[5] Cfr. Super Psalmo, 7, n. 1.
[6] Cfr. Super Psalmo, 18, n. 9.
[7] Cfr. Super II Tim., cap. 2, l. 4.
[8] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 1, ad 1.
[9] Cfr. De malo, q. 8, a. 2, ad 15.
[10] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 21, q. 2, a. 3 expos.
[11] “Se dice que la soberbia es el amor de la propia excelencia en cuanto que la desordenada presunción de superar a los demás
es causada por ese amor”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3, ad 4.
[12] “Hay que considerar que cualquier excelencia sucede a algún hábito bueno”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 4 co.
[13] Cfr. S. Theol. II-II, q. 162, a. 2, ad 4.
[14] Cfr. Super Mt. (rep. Leodegarii Bissuntini), cap. 18, l. 1.
[15] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 5,, q. 1, a. 3 co.
[16] “Gregorio (San), no puso a la soberbia como especial cabeza de los vicios, sino como cabeza universal de todos, y la llamó
reina de todos los vicios”. Super Sent., lib. II, d. 42, q. 2, a. 5 expos.
[17] “Los fines de todos los vicios se ordenan al fin de la soberbia”. S. Theol., II-II, q. 132, a. 4 co. Cfr. También: De malo, q. 8,
a. 1, ad 1.
[18] Cfr. De malo, q. 8, a. 2 co.
[19] Cfr. De malo, q. 8, a. 2, ad 7.
[20] Cfr. S. Theol. II-II, q. 162, a. 3 co; De malo, q. 8, a. 3 co.
[21] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3, ad 1.
[22] “La humildad tiende a la regla de la recta razón según la cual alguien tiene una verdadera estimación de sí. Pero la soberbia
no tiende a esta regla de la recta razón”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3, ad 2.
[23] Prov. XI, 2.
[24] “Así como la humildad es el principio de la sabiduría, así la soberbia es su impedimento”. Super Iob, cap. 15.
[25] “Otro es el conocimiento de la verdad afectiva. Y la soberbia impide el conocimiento de tal verdad, ya que los soberbios,
mientras se deleitan en la propia excelencia, fastidian la excelencia de la verdad”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3. ad 1.
[26] “La soberbia… ocluye los ojos de la mente”. Super Sent., lib. II, d. 21, q. 2, a. 1, ad 1.
[27] Cfr. Catena in Mt., cap. VI, l. 14.
[28] Cfr. S. Theol. II-II, q. 162, a. 2 co.
[29] Ef., IV, 14.
[30] Cfr. Super Sent., lib. III, d. 33, q. 2, a. 1, qc. 4, ad 3.
[31] Cfr. De malo, q. 8 a. 2 ad 1.
[32] Cfr. Super Iob, cap. 40.
[33] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 22, q. 1, a. 1 co.
[34] Cfr. Super Sent., lib. IV, d. 49, q. 1, a. 3, qc. 4, ad 2.
[35] Cfr. De malo, q. 9 a. 3 ad 1.
[36] Cfr. C. Gentiles, lib. IV, cap. 55, n. 19.
[37] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 42, q. 2, a. 4 co.
[38] S. Theol., II-II, q. 170, a. 2, ad 1
[39] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 8, ad 2.
[40] Cfr. Super Sent., lib. III, d. 33, q. 3, a. 2, qc. 3, ad 2.
[41] In Ethic., lib. IV, l. 15, n. 16.
[42] Cfr. S. Theol., I-II, q. 98, a. 6 co.
[43] I Cor., VIII, 1. Cfr. De substantiis separatis, cap. 20 co.
[44] Cfr. Super II Cor., cap. VI, l. 2.
[45] Cfr. Super II Cor., cap. VI, l. 2.
[46] Cfr. Super Psalmo, 24, n. 6.
[47] Cfr. Quodlibet X, q. 6, a. 3 co.
[48] Cfr. S. Theol. II-II, q. 112, a. 1, ad 2. Cfr. también: Ibid., II-II, q. 132, a. 5, ad 1; De malo, q. 8, a. 4 co.
[49] Cfr. De malo, q. 8, a. 4, ad 3.
[50] Cfr. De malo, q. 8, a. 1, ad 7; Super I Cor., cap. XI, l. 4.
[51] Cfr. Super I Cor., cap. XIII, vs. 4; Super I Cor., cap. XIII, l. 2.
[52] Cfr. Super Io., cap. IX, l. 3.
[53] Cfr. Compendium theologiae, lib. I, cap. 190 co.
[54] Cfr. Super Io., cap. 9, l. 3.
[55] Cfr. Super Io., cap. 4, l. 2.
[56] Cfr. Catena in Io., cap. IV, l. 2.
[57] Polo, L., Antropología trascendental, I. La persona humana, Pamplona, Eunsa, 2ªed., 2003, 95.
[58] Sap., V, 8.
[59] “Superbi frequenter alios se superiores in multis aestimant”. Super Sent., lib. II, d. 21, q. 2, a. 1, ad 1.
[60] Cfr. S. Theol., II-II, q. 33, a. 4, ad 3.
[61] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 5, ad 2.
[62] Super Isaiam, cap. III, l. 3.
[63] Cfr. S. Theol. II-II, q. 161 a. 2 ad 1.
[64] Cfr. S. Theol., II-II, q. 37, a. 2, ad 1.
[65] “(La soberbia) dispone a la contumelia, en cuanto que aquellos que se consideran superiores, facilmente injurian a otros y
les proppalan injurias”. S. Theol., II-II, q. 72, a. 4, ad 1.
[66] Cfr. S. Theol. II-II, q. 33, a. 5 co.
[67] Cfr. Super II Cor., cap. 12, l. 6.
[68] Cfr. S. Theol., II-II, q. 72, a. 4, ad 1.
[69] Cfr. Catena in Lc., cap. 18, l. 2
[70] “Querer regular a otros, y que su voluntad no sea regulada por el superior, es querer sobresalir, y no en cierto modo no estrar
sujeto, lo cual pertenece al pecado de soberbia”. S. Contra Gentiles, lib. III, cap. 109, n. 8. Cfr. también: S. Theol., I, q. 63 a. 2
co; Ibid., I-II, q. 84, a. 2, ad 2.
[71] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 42, q. 2, a. 4, ad 5; S. Theol., II-II, q. 162, a. 4, ad 3.
[72] Cfr. De virtutibus, q. 3, a. 1, ad 16.
[73] Cfr. Super Gal., cap. 6, l. 1.
[74] Cfr. Super I Tim., cap. 6, l. 1.
[75] Cfr. Super Heb. (rep. Vulgata), cap. 10, l. 2.
[76] Cfr. Super Rom., cap. 11, l. 3.
[77] Cfr. Puer Jesus, pars 2.
[78] Cfr. Catena in Lc., cap. X, l. 9.
[79] Cfr. Super Heb., [rep. vulgata], cap. X, l. 2.
[80] Cfr. S. Theol. I, q. 63, a. 2 co.
[81] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 2, ad 1.
[82] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 5, q. 1, a. 3 co.
[83] Cfr. Super Iob, cap. 11.
[84] Cfr. Contra impugnantes, pars 5 cap. 2 co.
[85] Cfr. Super Isaiam, cap. 16.
[86] Cfr. Ibid.
[87] Cfr. Super Sent., lib. IV, d. 17, q. 2, a. 1, qc. 1 co.
[88] Cfr. In Ethic., lib. X, l. 13, n. 4.
[89] “La soberbia mira al pecado por parte de la aversión a Dios, de cuya sujeción a su precepto el hombre recusa”. S. Theol., I-
II, q. 84, a. 2 co.
[90] Cfr. De Civitate Dei, l. XIX.
[91] Cfr. Tomás de Aquino, Super Mt. (rep. Leodegarii Bissuntini), cap. 10, l. 1.
[92] Por eso Tomás de Aquino enseña que “el pecado de los primeros padres no fue el más grave de todos los pecados humanos…
pues mayor es la soberbia por la que alguien niega a Dios o blasfema, que la soberbia por la cual alguien apetece desordenadamente
la divina semejanza, que fue el pecado de los primeros padres”. S. Theol., II-II, q. 163, a. 3 co.
[93] “La infidelidad, en cuanto que es pecado, nace de la soberbia, por la cual acontece que el hombre no quiere someter su
intelecto a las reglas de la fe”. S. Theol., II-II, q. 10, a. 1, ad 3.
[94] Cfr. S. Theol., II-II, q. 21, a. 4 co.
[95] Cfr. Super Iob, cap. 24.
[96] Cfr. S. Theol., II-II, q. 158, a. 7, ad 1.
[97] Cfr. Ecco., X, 14. Cfr. en Tomás de Aquino: S. Theol., II-II, q. 162, a. 5 co; Ibid., q. 162, a. 7, ad 2; Super Psalmo, XIII,
n.1; Super II Cor., cap. XII, l. 3; Super Rom., cap. V, l. 5.
[98] Cfr. Contra impugnantes, pars 2, cap. 1, ad 3.
[99] Cfr. Catena in Io., cap. 6, l. 5.
[100] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 6 co.
[101] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 7, ad 4.
[102] Cfr. De malo, q. 8, a. 2, ad 4.
[103] Polo, L., La persona humana y su crecimiento, Pamplona, Eunsa, 1977, 256.
[104] Cfr. Super Mt. (rep. Leodegarii Bissuntini), cap. 26, l. 5.
[105] Cfr. Contra impugnantes, pars 2, cap. 6 co.
[106] Cfr. Super Io., cap. 15, l. 3; Super Psalmo, 33, n. 10.
[107] Cfr. In Ethic., lib. X, l. 13, n. 4.
[108] Cfr. S. Theol. II-II, q. 161 pr.