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Se podrían contar por miles las veces que se nos ha explicado (y las que
faltan…) que la comunicación consiste en un proceso en el cual un emisor le da
un mensaje a un receptor a través de un canal, dentro de un contexto mediante
un código. Este mensaje es interpretado por el receptor porque conoce el mismo
código, por lo que el emisor lo único que hace, según este modelo, es codificar
un pensamiento (transformarlo en materia del lenguaje, podría decirse), que
luego el receptor decodifica (pasándolo del lenguaje a su cerebro, por así
decirlo), siguiendo supuestamente unas reglas básicas, según las cuales A
significa ‘a’ y no otra cosa.
Esquema de comunicación ideado por la Escuela Invisible (Escuela de Palo Alto). Nicoletis
Efectivamente, el lector (o lectora) ha acertado: este ejemplo no es sino una
parodia de lo que a diario nos ocurre cuando nos comunicamos de forma oral (y,
en cierto modo, también de forma escrita, como puede mostrar el teatro, que
se encuentra a caballo entre ambas). Ninguna abuela en su sano juicio tomaría
la aserción de la muchacha por una mera transmisión de un mensaje, como sí
parece desprenderse del modelo tradicional de la comunicación. Aparte de
preguntarle si tiene fiebre, hambre o le falta cualquier tipo de comodidad auxiliar,
la anciana probablemente entendería que con la frase “¡Qué frío tengo!” la chica
le estaría pidiendo permiso para encender la lumbre, cerrar las ventanas o
enchufar la estufa.
En otras palabras, cuando comunicamos no estamos limitándonos al nivel
meramente semántico (para entendernos, el del diccionario), según el cual una
frase como “¡Qué frío tengo!” significa ‘Qué frío tengo’, sino que estamos
haciendo uso también del nivel pragmático (para entendernos, el de la calle),
según el cual siempre hacemos cosas con palabras, en este caso, pedir permiso,
siguiendo ciertas normas tácitas de cortesía, para hacer algo que disminuya el
frío de la sala de estar o sugiriendo al interlocutor que lo haga.
Tal vez resulte interesante resaltar que este hacer-cosas-con-palabras, tan
evidente quizá para nosotros ahora, ha necesitado prácticamente veinte siglos
de historia de la Lingüística para aparecer. Y tal vez resulte igualmente
paradójico que su origen no se haya encontrado, precisamente, en la Lingüística,
sino en la Filosofía.
Efectivamente, es un filósofo del lenguaje como Austin quien acuña el concepto
de ‘acto de habla’ (speech act) y su discípulo Searle quien lo desarrolla con más
detalle. La idea es prístina si sabemos un poquito de inglés y podemos entender
el título de su libro cumbre: How to Do Things With Words (1955).
Cuando damos los buenos días a alguien no estamos informándole de si hace
buen día o no, sino que estamos saludándole o deseándoselos. Cuando
decimos “mis condolencias” en un velatorio, no estamos ofreciendo las
condolencias a nadie en concreto (es probable que no sepamos ni qué es eso),
sino que estamos intentando empatizar con la persona que acaba de perder un
ser querido, mostrándole nuestro respeto y nuestra comprensión hacia su dolor.
Cuando gritamos, indignados, “¿Me va a atender de una vez?” en un restaurante
de la capital (o de cualquier otro sitio, que lentos hay en todas partes), no
estamos preguntando si de verdad nos va a atender, sino que estamos exigiendo
que lo haga de una vez por todas.
El comunicar, entonces, no se limita a pasar del pensamiento al lenguaje o
viceversa: es una actividad muchísimo más compleja que implica la intención de
realizar acciones a la vez que se pronuncian las palabras. El esquema tradicional
de la comunicación tan solo es aplicable, en realidad, a las máquinas.
¿Cómo puede demostrarse esto? Aparte de los consabidos ejemplos de
la habitación china de Searle o el cuarto de Mary de Jackson, se puede
recordar el juego del ruso Anatoli Dneprov, en el que se pide a una serie de
participantes que, colocados formando un círculo, transmitan individualmente
diversas señales formadas por ceros y unos, siguiendo unas reglas muy
estrictas. El resultado final muestra que ningún participante es consciente de que
lo que se está haciendo es traducir una frase del portugués al ruso: ninguno de
ellos habla portugués, ni comprende realmente de qué va el juego, ni sabe
verdaderamente cuál es su aportación concreta al proceso. Son una especie de
bits humanos, capaces de realizar las más complejas operaciones
computacionales sin saber, en ningún momento, ni para qué, ni por qué, ni cómo
las estaban haciendo. Este es el modelo de comunicación que defienden las
teorías clásicas y que no se corresponde, en realidad, con lo que ocurre en el
ser humano.
Y es que para comprender esta actividad tan compleja de comunicarse hace
falta también tener en cuenta todos los conocimientos compartidos entre los
hablantes que en cada momento interactúan, de lo cual carecen los
ordenadores. Esos conocimientos compartidos van desde la lengua (chino,
árabe, ruso, náhuatl, gallego…) hasta el conocimiento del mundo (cocinar,
vestirse…), pasando por la sociocultura propia (mediterránea, báltica,
norteamericana, centroafricana…) y el contexto concreto en que el hablante se
mueve (el bar de la esquina, la pescadería de enfrente, el médico de toda la vida,
la casa de la suegra…).
Naturalmente, puede haber comunicación si se quiebra uno de estos
conocimientos (o incluso todos, como bien saben los amantes de los animales
no humanos), pero lo habitual es que interactúen en el día a día, y que el fallo
de un conocimiento pueda dar lugar a un éxito comunicativo gracias a otro tipo
de conocimiento.